16
Suspense

Al día siguiente es viernes. Me levanto tarde, y para cuando bajo las escaleras, Sam ya se ha ido a trabajar. Me siento ahogada, crispada por los efectos secundarios de la infección y por la estúpida tentativa de escalada, así que no es que consiga hacer mucho. Termino pasando el resto del día entre el salón y la cocina, entre mis lecturas y tazas de té aguado. Cuando Sam vuelve a casa (muy tarde, y ya ha comido en el restaurante de carne del pueblo, y se ha bebido también dos o tres vasos de vino), le pregunto dónde ha estado y no dice una palabra. Ninguno de los dos quiere echarse atrás, así que terminamos por no hablarnos.

El sábado bajo a tiempo de pillarlo guardando el corta-césped.

—Vas a tener que ordenar un poco el garaje —dice a modo de saludo.

—¿Por qué? —le pregunto.

—Tengo que guardar algunas cosas.

—Oh, oh. ¿Qué cosas?

—Me voy. Hasta luego.

Lo dice de verdad… diez minutos más tarde ya se ha ido, con un taxi quién sabe dónde. Y esta es nuestra comunicación más significativa de los últimos dos días.

Me arrepiento por ser tan estúpida. Estúpida es la consigna del día. Así que voy al garaje y busco cosas que pueda tirar. Está lleno de chatarra de proyectos sin terminar, pero creo que el soldador lo puedo tirar, y la ballesta a medio hacer, y la mayoría de los trastos que he estado construyendo con la idea equivocada de que son cosas que necesito para escapar de donde estoy, y no de quien soy. Faltan algunas cosas, así que me imagino que Sam ya ha empezado a tirar algo y a hacer sitio para poner sus palos de golf, o lo que sea. Así que amontono mis cosas en un rincón y pongo una tela por encima. Fuera de la vista, fuera de la mente, fuera del garaje —así es como lo veo.

De vuelta a casa, intento ver un poco la televisión, pero es absurda y lenta, por no decir incomprensible. Luces brillantes y confusas en una pantalla de baja resolución con un frontal curvo, con imágenes lentas y tediosas, con argumentos que no tienen ningún sentido porque se sustentan en conocimientos comunes que yo no tengo. Me dispongo a apagarla para afrontar el aburrimiento sola cuando suena el teléfono.

—¿Reeve?

—¿Hola? ¿Quién…? ¡Janis! ¿Cómo estás? —me agarro al auricular como una mujer a punto de ahogarse.

—Bien, Reeve, escucha, ¿tienes algo que hacer hoy?

—No, no creo… ¿por qué?

—Voy a ir a ver a un par de amigas al pueblo esta tarde para ver cómo es la nueva cafetería que han puesto cerca del puerto. Quería saber si quieres venir con nosotras. Si ya estás bien, claro.

—Yo —me paro— se supone que tengo que descansar unos días. Eso es lo que dijo la doctora Hanta —dejo que tenga tiempo de masticarlo—. ¿Hay algún problema en el trabajo?

—Nada de especial —parece como si no le interesara—. Me estoy poniendo al día con lo que estaba leyendo, la verdad. De todas formas, tengo el certificado del hospital. Por mí no te preocupes.

—Ah, vale. A no ser que tenga que salir corriendo para algún sitio. ¿Cómo llego hasta allí?

—Pídele a un taxi que te lleve al Café del Pueblo. Yo llegaré sobre las dos. Creo que podríamos tomarnos un café y charlar un rato.

Tengo la sensación de que Janis me está escondiendo algo, pero lo que no me está diciendo, me lo puedo imaginar fácilmente. Tiemblo un poco. ¿De verdad quiero implicarme? Seguramente no… pero creo que empezarán a hablar de mí si no lo hago. Además, si están planeando algo estúpidamente peligroso, supongo que debería contárselo a Hanta, creo que se lo debo. Miro al aparato de la tele.

—Vale, nos vemos allí.

Ya es la una, así que me cambio y llamo a un taxi para que me lleve al Café del Pueblo. No tengo ni idea de quiénes serán las amigas que Janis tenía en mente, pero no creo que tenga el poco gusto de llamar a Jen. Por otra parte, no quiero arriesgarme a dar una mala impresión. Las apariencias cuentan si estás intentando levantar tu puntuación, y la gente se fija en esas cosas. Y no creo que Janis esté organizando nada así si no fuera importante.

Hace un día estupendo, el cielo es de un azul profundo y sopla una brisa fresca. Janis tiene razón sobre una cosa… no recuerdo haber visto nunca este barrio. El taxi pasa por delante de unas filas de casas con vallas hechas con tablillas blancas, y con parterres de césped lavado sin piedad por delante, después tuerce a la izquierda rodeando un edificio de ladrillos más alto y sigue por una alameda en pendiente con árboles a los lados, donde hay unos edificios con una forma extraña. Hay otros taxis, ¡y gente! Pasamos al lado de dos que están paseando por la acera. Creía que Sam y yo éramos los únicos que paseábamos sin rumbo. ¿A quién me estoy perdiendo?

El taxi se para justo delante de una calle sin salida donde hay un semicírculo de toldos que protegen del cielo a unas mesas blancas y unos muebles para exteriores. Una fuente de piedra burbujea húmedamente al lado de la calle.

—El Café del Pueblo —recita el taxista—. El Café del Pueblo. Su crédito ha sido cargado en la cuenta —unos números azules flotan en la esquina de mi ojo izquierdo mientras abro la puerta y salgo. Hay gente sentada en las mesas… y alguien está agitando los brazos. Es Janis. Se la ve mucho mejor que la última vez: sobre todo, está sonriendo. Voy hacia ella.

—Janis, hola —reconozco a Tammy, que está sentada a su lado, pero no sé qué decir—. Hola a todos.

—Reeve, ¡hola! Esta es Tammy, y aquí está Elaine…

—El —murmura.

—Y esta es Bernice. ¿Tienes una silla? Estábamos decidiendo qué vamos a tomar. ¿Quieres algo?

Me siento y veo que hay unas hojas de polímero escritas con el menú enfrente de cada silla. Intento concentrarme en ellas, justo cuando una caja con unas rendijas, que está sobre la puerta de la cafetería, hace un ruido y empieza a gritar:

—¡Buenas tardes! Es otro día maravilloso…

—Creo que me tomaré un gin tonic —digo.

—Un momento de atención, por favor. Dos comunicados —sigue gritando la caja—. Tenemos helado. El sabor del día es trufa y plátano. La advertencia. Posibilidad de chubascos más tarde. Gracias por vuestra atención.

Tammy hace una mueca.

—Lleva haciendo eso cada diez minutos desde que llegamos. Ojalá se quedara callado.

—Se lo he dicho a los de la barra —dice Janis, disculpándose—. Pero dicen que no lo pueden desconectar… que está por todas partes en este sector.

—¿Sí? Por cierto, ¿qué sector es? Yo no me acuerdo de él —meto la nariz en la carta inmediatamente, en caso de que haya dado un paso en falso.

—No estoy segura. Apareció ayer, así que pensé que deberíamos venir a verlo.

—Considera que ya lo hemos visto —dice Bernice, que es oscura y un poco regordeta y tiene una expresión de continuo disgusto: creo que la he visto antes en la iglesia, pero eso es todo—. Yo me pediré un Mango Lassi.

Un zombi con una camiseta negra y un delantal largo blanco sale de la cafetería.

—¿Queréis pedir? —pregunta con una voz aguda y nasal.

—Sí, gracias —Janis dice de un tirón la lista de las bebidas, y el camarero vuelve a entrar. Las bebidas son casi todas sin alcohol: parece que soy la única distinta. Uf—. Tammy, El y yo nos hemos estado reuniendo todos los sábados estas últimas semanas —añade, en mi dirección—. Les decimos a nuestros maridos que hemos formado un círculo de costura. Es una buena excusa para cotillear y beber, y ninguno de ellos reconocería un círculo de costura aunque le mordiera en el tobillo, así que…

—¿Y qué es un círculo de costura? —pregunta Bernice.

El levanta discretamente una bolsa enorme y saca una cosa que parece una burbuja de aire hecha de tela. Tiene unas agujas pinchadas, e hilos de colores.

—Algo así como que todas nos ponemos a bordar juntas. Como esto —saca una aguja y se pincha en el pulgar—. Todavía no lo hago muy bien —añade melancólicamente.

—No contéis conmigo para bordar —digo—. Pero las bebidas y el cotilleo es otra cosa.

—Eso es lo que ella dijo que dirías —Tammy me lanza una sonrisa de disculpa—. Además, me estaba preguntando si tú sabes algo de lo que le pasó a Mick.

Uf, otra vez.

—No estoy segura. Le pregunté a la doctora Hanta, y me dijo que lo estaban debatiendo, sea lo que sea que signifique eso. Pero sé que Cass sigue en el hospital.

—Ah, vale —Tammy se echa hacia atrás—. Diez dólares a que los dos se van del experimento en menos de una semana.

Me entra un escalofrío. Por motivos de seguridad, solo hay un modo de entrar y salir de un MASucker… dejar que la tripulación de vuelo parapete la puerta si colapsa la civilización que está en la otra parte.

—No sé hasta qué punto eso sea probable —le digo—. Pero la doctora Hanta tiene un modo para enderezar las cosas. Estoy segura de que podrá hacer algo por Cass, y sé que Mick no ha ido a verla desde que… en fin.

—¿Y qué hay de Fiore? —pregunta Janis.

Tengo una clarísima sensación de que me han invitado solo para sacarme información, pero ¿a mí qué me importa? Las bebidas las pagan ellas.

—Me lo encontré después de lo de Cass —les digo. Entonces se abre la puerta de la cafetería y sale el camarero con nuestras bebidas—. Él, eh, tengo la impresión de que no le gusta que hagamos cosas impredecibles, pero al mismo tiempo, Mick llegó demasiado lejos. Y le hemos resuelto un problema.

—Oh —Janis parece contrariada, y me arrepiento mentalmente. Lo que me está preguntando en realidad es qué pasó el día de la biblioteca después de irse.

—Hablé con la doctora Hanta en el hospital —les digo—. Me dijo que, eh, ella no está de acuerdo absolutamente con lo que les pasó a Esther y a Phil. Tengo la impresión de que ha discutido con el obispo por eso. Van a introducir reglas para procesos de divorcio en el sistema de puntos para evitar que vuelva a ocurrir. Y para la violación, para que a nadie se le vuelva a ocurrir hacer lo que ha hecho Mick.

—Mmm —Janis parece pensativa—. Si se ajustan a una recreación de los años oscuros, harán que la violación tenga una penalización muy fuerte, pero solo si descubren al hombre.

—¿Eh? —Tammy parece indignada—. ¿Y para qué serviría?

—¿Para qué sirve nada de todo esto? —pregunta Janis con sequedad. Coge su bolsa y me pasa un tejido de puntos—. Creo que esto es tuyo, te lo dejaste en la biblioteca —me dice.

Trago saliva y meto a toda prisa en mi bolsa la jaula de Faraday recubierta, lo que queda de mi chapuza de carrera experimental.

—Gracias, seguro que se me olvidó —chapurreo.

Janis sonríe débilmente.

—Está un poco arañada, pero sigue brillando igual.

Situación complicada de motivos ocultos.

—Tengo que seguir trabajando en ella —improviso—. ¿Dónde te la has encontrado?

—En la oficina de atrás. Cuando estaba limpiando.

Parece que se me va a salir el corazón, pero nadie parece darse cuenta. Janis me mira, y después mira a El.

—¿Qué te parece? —pregunta.

El deja de mirar su trabajo de punto, molesta.

—Creo que no me encuentro muy bien —dice, y coge su limonada rosa—. Mañana será un día difícil en la iglesia.

—Han pasado muchas cosas —dice Tammy, de acuerdo con ella.

—¿De qué estáis hablando? —pregunto.

Janis me mira asintiendo con la cabeza:

—Sí, es verdad, tú has estado en el hospital toda la semana. O desde el martes, por lo menos.

Tammy saca un tablero y lo pone encima de la mesa.

—Hay muchas cosas nuevas —dice, tocando sobre la pantalla—. Te encantará saberlo.

—¿El qué? —pregunto.

—Para empezar, parece que ya ha llegado nuestra última cohorte.

—Pero ellos dijeron que habría otras catorce después de la mía —hago los cálculos—, así que todavía faltan seis, por lo menos, ¿no?

Tammy toca su tablero.

—Habían estado dirigiendo varias secciones del Programa YFH en paralelo. Nosotros somos solo un subsector, una parroquia, como dicen ellos. Desde el lunes nos unirán a todos, así que tendremos muchísimos vecinos nuevos.

Por ahora coincide con lo que me dijo la doctora Hanta.

—¿Y?

Janis me lanza una larga mirada, evaluándome.

—Es mucho más grande de lo que nos dijeron cuando firmamos. ¿Qué te sugiere?

Le miro la barriga. No está muy hinchada todavía. Entonces, casi involuntariamente, miro al lado.

—El, ¿tú estás…?, quiero decir, espero, no quiero curiosear, pero ¿es posible que estés…?

—¿Embarazada? —El me mira con sus ojos celestes y se pone una mano en la barriga—. ¿De dónde has sacado esa idea?

Me entra un escalofrío, pero intento que no se note.

—A mí se me está retrasando la regla —dice Bernice.

Permanencia.

—¿Qué más están haciendo? —investigo.

—Están abriendo muchos más locales —explica Tammy entusiasmada—. Hay un cinemascope, y una piscina y un gimnasio enorme, y un teatro. Y también más tiendas. Y abrirán un Ayuntamiento.

Bernice revienta antes que yo.

—¡Guau! ¡Eso no lo sabía!

—Creo que están intentando que estemos cómodos —dice Janis.

—¿Nosotros? —pregunto—. ¿O ellos? —se me van los ojos de una barriga a otra, todas ocupadas. De hecho, la mía es la única que sigue libre. Gracias a Sam.

—¿Qué diferencia hay? Estoy segura de que la mayoría de nosotras estaremos demasiado ocupadas cambiando pañales como para preocuparnos de nada más.

Janis tiene el tono de voz que usa siempre que quiere decir exactamente lo contrario de lo que está diciendo en realidad. Y lo está usando ahora, atacando duramente con sarcasmo.

Sonrío abiertamente.

—¡Entonces me imagino que lo que deberíamos hacer es tumbarnos y disfrutar de estos maravillosos centros de recreo nuevos!

—Reeve —dice Tammy en señal de aviso—, esto es en serio.

—Oh, claro —asiento entusiasmada—. ¡Absolutamente! —me termino la copa—. Estoy segura de que tendréis todavía muchas cosas de que hablar, señoras, pero yo me acabo de acordar de que no he terminado de lavar los platos y de que tengo que recoger el garaje antes de que llegue mi marido —me levanto—. Gracias por el trabajo de punto, Janis. ¿Nos vemos, no?

El resto de las señoras del supuesto círculo de costura parecen dudar, pero Janis me devuelve la sonrisa, y me guiña.

—¡Hasta pronto!

Me voy rápidamente. Me gusta Janis, pero su círculo de costura me asusta. No se encuentra bien aquí, eso está claro, pero no creo que quiera que la doctora Hanta la ayude. Me doy cuenta de que voy a tener que hablarle a Fiore de Janis. Necesita que la ayuden. ¿Mañana después de la iglesia?

Al día siguiente el camino a la iglesia es muy tirante y tenso. Nos vestimos con lo mejor que tenemos para ir a la iglesia y llamamos a un taxi, como siempre, pero Sam no dice nada (ha empezado a comunicarse con gruñidos), y sigue echándome largas miradas de reojo cuando cree que no me doy cuenta, y yo finjo no verlo. La verdad es que yo también estoy nerviosa, irritándome yo sola con la desagradable conversación que tendré que tener con Fiore después del servicio. La iglesia está llena estos días, y tenemos suerte por haber encontrado un sitio. Por lo menos hay otras iglesias en otras parroquias (y, presumiblemente, otras copias de Fiore para predicarles), así que no creo que vaya a seguir tan llena.

—Tendremos que salir de casa antes de ahora en adelante —le digo a Sam, y él se me queda mirando.

Fiore entra y se pone delante, y empieza la música, una pequeña pieza pegajosa de un compositor que se llama Brecht (me dice mi enlace de red). Cuando termina, Fiore empieza el servicio.

—Queridos hermanos, hoy estamos aquí reunidos para reconocer nuestro lugar en el universo, nuestros papeles inmutables en el gran círculo de la vida, de los que nadie puede separarnos. ¡Alabemos a los diseñadores que nos han dado este día y todos los días que nos quedan ante la misión que hemos de cumplir! ¡Alabemos a los diseñadores!

¡Alabemos a los diseñadores! —repite la congregación.

—Queridos hermanos, ¡recordemos que el verdadero sentido y la felicidad de la vida los podemos encontrar cumpliendo con este gran plan! ¡Cómo anillo al dedo!

—¡Cómo anillo al dedo! —corre la respuesta.

—Demos gracias también por la felicidad que ha recobrado la señora Brown, que se encuentra como anillo al dedo, y por el consuelo y el aliento que los miembros del equipo de nuestra congregación que la ayudaron han dado a la señora Cassandra Green, ¡qué está recuperándose en el hospital! ¡Felicidad, aliento y consuelo!

—¡Felicidad, aliento y consuelo!

Muevo la cabeza, feliz pero confusa. No lo entiendo, ¿por qué está Fiore tomándome como ejemplo ante el resto de la congregación? Miro a mi alrededor y veo a Jen, un par de filas más allá, que me está mirando con ojos de serpiente.

—Es nuestro deber cuidar de nuestros vecinos, ayudarlos a adaptarse a las guías de nuestra sociedad, unirnos a ellos en sus penas y en sus alegrías, en su aceptación y en su perdón. Si tus vecinos te necesitan, ve a ellos y ofréceles la ayuda de tu generosidad. Todos somos vecinos, y puede que los que no necesiten nada esta semana, sean los más necesitados la semana que viene. Oriéntalos y cuida de ellos, y regáñales si fuera el caso…

Empiezo a sentirme como drogada. La voz de Fiore es hipnótica, su tono sube y baja con una cadencia deliberada. Hace calor y el ambiente está cargado, las puertas de la iglesia están cerradas, y parece que Fiore no va a desviarse de este sermón para acusar a ningún pecador esta semana. Por lo que debería estar agradecida… Fiore podría haber decidido destrozarme la puntuación por lo que hice la semana pasada. Me doy cuenta de que, pese al calor, estoy temblando. Ha mostrado más templanza de la que me esperaba. ¿Debería seguir su ejemplo, y en vez de hablarle de Janis, intentar ayudarla yo sola?

—… Así que, recordad que sois los guardianes de vuestros hermanos, y por el comportamiento de vuestros hermanos seréis juzgados. ¡Por un viaje interminable! ¡Amén!

—¡Por un viaje interminable! —repite el coro—. ¡Amén!

Nos levantamos, y cantamos otra canción improvisada… esta vez en un idioma que no entiendo, sobre la resolución y la libertad y el pan, según el libro de salmos… y entonces, el cura y sus asistentes dejan el frente, y termina el servicio.

Estoy un poco contrariada, pero también aliviada, cuando salimos en fila de la iglesia, hacia la luz del día, donde nos está esperando un buffet. Sam está todavía más callado de lo normal, pero ahora mismo no me importa. Echo mano a un vaso de vino y a un plato con carne blanca y champiñones por encima, y me acerco adonde están los miembros de nuestra cohorte.

—¿Has decidido establecerte, eh? —pregunta una voz a mi izquierda. Consigo evitar un gesto de disgusto. Es Jen, por supuesto.

—Me preocupo por mis vecinos —le digo, estrujando cada gramo de sinceridad que consigo recolectar, y me obligo a sonreírle.

Está radiante, por supuesto.

—¡Yo también! —trina, y después mira a otra parte—. Pero estoy contenta de que Fiore haya tenido piedad esta semana. ¡Me consta que algunos de nosotros lo habrían tenido difícil!

Pequeña puta maliciosa.

—No sé a qué te refieres —empiezo a decir, pero es imposible seguir porque las campanas de la iglesia se ponen a sonar. Normalmente suenan con ritmo, pero ahora se están sacudiendo con un estruendo enorme, como si tuvieran algo enganchado. La gente se está dando la vuelta, mirando a la torre—. Qué raro.

—Sí que lo es —Jen se sorbe la nariz desinteresadamente y empieza a acercarse al grupo de los hombres.

—No he terminado contigo.

—En tus sueños, querida —sonríe abiertamente, y se va.

Enfadada, miro hacia arriba, hacia la torre. La puerta de abajo está entreabierta. Qué raro —pienso—. No es que me concierna, ¿pero qué pasaría si algo se desprende? Tengo que buscar ayuda. Dejo el vaso y el plato cuando pasa un camarero y voy hacia la puerta, teniendo cuidado de no pisar el césped con los tacones.

Las sacudidas y el estruendo de las campanas es cada vez más fuerte, y hay algo negro en el primer escalón, debajo de la puerta. Mientras me estoy acercando, miro hacia abajo, y un olor desagradable y familiar me entra por la nariz, haciendo que me vengan lágrimas a los ojos. Me doy la vuelta y grito:

—¡Aquí! ¡Ayuda! —y empujo la puerta hasta abrirla.

La torre del campanario es un espacio alto, iluminado por ventanas pequeñas que están justo debajo de la base del capitel. La luz del día chorrea hacia abajo creando largas sombras que cruzan los rayos de luz y las campanas que cuelgan de él, dando empujones y chocando contra la pared encalada, donde se tiñen con un líquido oscuro. Hay algo negro que se derrama junto al gris de las sombras y un péndulo pálido se mece sobre el suelo. Tardo unos segundos en acostumbrarme a la oscuridad, y otro segundo en entender lo que estoy viendo.

Mick, justamente él, es el que está tocando las campanadas interminables que me han atraído hasta aquí. Inmediatamente resulta evidente que su maestría con la música es involuntaria. Está colgando de los tobillos de una de las cuerdas de las campanas, marcando con la cabeza un circuito que se mece sin fin de un lado a otro del suelo, formando dos senderos gemelos de sangre. Alguien le ha atado los brazos al cuerpo, lo ha amordazado y le ha clavado unas agujas hipodérmicas en los oídos. La cánula gotea sin parar, vaciando lo que le queda de sangre en la cabeza, púrpura y congestionada. Aros, ondas y espirales de sangre han estado chorreando lentamente, formando una filigrana delicada, pero una desigualdad en el suelo hace que siga fluyendo hasta formar un charco detrás de la puerta, por dentro.

Me quedo espantada, al tiempo que pasmada admirando la técnica artística que se presenta ante mis ojos, aterrorizada porque quien lo haya hecho puede que siga aquí escondido, y absolutamente asqueada por mi satisfacción ante el final que ha tenido Mick. Así que hago la única cosa sensata y socialmente aceptable que se me ocurre, y grito con todas mis fuerzas.

El primero que llega a la escena del crimen (un par de segundos después de que empiece a gritar) no es de gran ayuda: le echa una ojeada a la improvisada araña de luces, y se agacha para añadir su almuerzo al charco de sangre. Pero el segundo en llegar resulta ser Martin, uno de los que se ofrecieron voluntarios para los enterramientos.

—¿Reeve? ¿Estás bien?

Asiento con un gesto y me las ingenio para respirar sollozando. Me siento inestable, y tengo lágrimas en los ojos.

—Mira —señalo—. Será mejor que llames al, al, Fiore. El sabrá qué hacer.

—Voy a llamar a la policía —Martin pasa al lado del charco de sangre y vómito y coge el auricular del teléfono que está colgado de la pared de la entrada de la sacristía—. ¿Sí? ¿Operadora? —aporrea el botón del teléfono—. Qué raro.

Mi cerebro empieza a funcionar otra vez, poco a poco.

—¿Qué es raro?

—El teléfono. No hace ningún ruido. No funciona.

Respiro con ruido, me limpio la nariz en la manga de la chaqueta, y lo miro.

—Es muy raro —, me recuerda una parte serena de la mente, es raro, y no en un buen sentido—. Vamos fuera.

Andrew (el chico que está vomitando), acaba de terminar, y lo único que consigue hacer son ruidos de sollozo y de ahogo. Martin lo coge de un brazo, y salimos. Cada vez hay más gente en el porche, y todos quieren saber qué ha pasado.

—Que alguien llame a la policía —grita Martin—. ¡Traed al reverendo si lo encontráis! —la gente lo empuja para entrar en la torre, gritando sin poder creer lo que están viendo y volviendo a salir.

Alguien nos está mandando, a nosotros, a la congregación, un mensaje, ¿no es así? Tropiezo, pero consigo llegar al césped. Sam está ahí, mirándome preocupado.

—Tú has estado conmigo durante el servicio —siseo—. Has estado a mi lado todo el tiempo. Tú sabes dónde estaba.

—¿Sí? —parece desconcertado. Yo también lo estoy. No estoy segura de por qué estoy haciendo esto, pero…

—Estaba hablando con Jen hace un momento, después he oído las campanas y he venido a mirar. Entonces he gritado. He estado ahí dentro sola solo un segundo, ¿no?

Sam lo entiende: sus hombros se ponen tensos.

—¿Es muy grave?

—Mick —me quedo sin aliento, y después sin palabras. No puedo seguir hablando, porque tenía que mirar; he visto cómo su asesino lo ha amarrado a la cuerda de la campana por los tobillos, cortándolo y poniéndole la cuerda gruesa dentro de la cavidad carnosa que queda entre el hueso y el tendón. Me da miedo que cuando lo descuelguen, descubran que lo han violado antes, mientras estaba paralizado, antes de que su asesino lo amarrara para que se desangrara como un trozo de carne. Un instante después pongo la cabeza sobre el hombro de Sam, sollozando. Él no se aparta, sino que está ahí en silencio, mientras que todos a nuestro alrededor palpitan y hablan sin parar. He visto cosas horribles en mi vida, pero en lo que le han hecho a Mick hay implícita una deliberación judicial… una declaración moral abominable, de quien cree a ciegas en su propia rectitud. Sé exactamente quién lo ha hecho, aunque haya pasado todo el tiempo del servicio al lado de Sam; porque, durante horas, estuve despierta y fantaseando que le hacía esto a Mick, la noche que nos llevamos a Cass.

—Bueno, señora Brown, ¡qué interesante verla por aquí! Siempre en medio, por lo que veo.

Su Excelencia me mira como un esqueleto, con la mandíbula entreabierta ante un chiste privado. Sam viene arrastrando los pies hacia mí, pero manteniendo su paso. No se le contesta al obispo, especialmente cuando está claro que su humor es cambiable, como una mariposa que flota sobre los altos hornos de la ira por la intrusión que le ha echado a perder el domingo.

Fiore se aclara la garganta.

—Ella no es sospechosa —dice rígidamente.

—¿Qué? —la cabeza de Yourdon se mueve como el latigazo de una serpiente. Los policías zombis que nos rodean se ponen en tensión, como si estuvieran nerviosos, con las manos en las porras de sus cinturones.

Ha pasado media hora desde que abrí la puerta, y los polis han rodeado el cementerio de la iglesia. No dejan a la gente que se vaya, hasta que Yourdon lo diga. Está claramente asqueado. Un asesino a sangre fría no es algo con lo que nuestra comunidad haya tenido que vérselas todavía, y si nos tenemos que mantener en el espíritu del experimento, no podemos olvidar que para los antiguos este tipo de crimen es tan grave como el robo de identidad o la corrupción relacional. A este punto es cuando resultan evidentes las deficiencias de nuestra pequeña parroquia. No tenemos un jefe real de policía, ni investigadores entrenados. Así que el obispo está obligado a ocuparse de su rebaño en persona.

—La he visto llegar con su marido, ha estado presente durante todo el servicio, y muchos testigos la han visto en la puerta y al entrar, y la han oído gritar. Ha estado dentro sola unos diez segundos, y si cree que ha podido cometer este crimen en ese tiempo…

—Te pediré que pienses por mí cuando no sea capaz de razonar con mi propia mente —se notan contracciones nerviosas en las mejillas de Yourdon. Entonces dirige su atención hacia Martin tan de repente que noto que se me debilitan las rodillas. Una presión invisible me ha salido del cráneo—. Tú. ¿Qué has visto?

Martin se aclara la garganta, y empieza a contar, tartamudeando, que me ha encontrado gritando ante el cuerpo, cuando un policía se acerca a Fiore para mantener una conversación breve y entre dientes.

Yourdon mira ferozmente a su subordinado.

—¿Vais a parar?

Fiore camina arrastrando los pies.

—Tengo información nueva, Excelencia.

—¿Sí? Bueno, ¡desembucha! No tengo todo el día.

Fiore (el engreído y arrogante bufón de cura, al que solo le gusta señorear ante su congregación) se marchita como un aerostato perforado.

—Un examen forense preliminar parece haber revelado huellas de DNA del asesino.

Yourdon resopla.

—¿Por qué no esperamos a encargar un equipo de detectives? Venga ya, no me hagas perder el tiempo.

Fiore coge una hoja de papel que le da el policía.

—Reacción en cadena de la polimerasa, según lo cual… no, dejemos eso… determina que la huella dactilar concuerda con, eh, la mía. Y con la de nadie más en el Programa YFH.

Yourdon parece furioso.

—¿Me estás diciendo que lo has colgado tú ahí para desangrarlo? Hay que decir en su favor que Fiore está manteniendo su postura.

—No Excelencia, estoy diciendo que el asesino está jugando con nosotros.

Me echo sobre Sam, sintiendo náuseas. Pero eso era una fantasía, ¿no? Sobre lo que le haría a Mick. Y nunca se la he contado a nadie. O sea que, ¡tengo que haber sido yo! Solo que yo no lo he hecho. ¿Qué está pasando?

—Eso es —Yourdon aplaude—. Plan de actuación… usted, reverendo Fiore, se coordinará con la doctora Hanta para seleccionar, entrenar y aumentar a la policía. Que a su vez obtendrá poder y autorización para reclutar a cuatro ciudadanos para las fuerzas policiales, con el rango de sargento. También discutirán ustedes conmigo más tarde la selección de un juez, los procedimientos para hacer comparecer a los criminales ante el tribunal, y el nombramiento de un verdugo —mira al cura—. Entonces devolverá, espero, la capilla a su condición original, como estaba antes de que se la encargara a usted… y se encargará del cuidado pastoral de su rebaño, ¡qué tiene una calamitosa necesidad de guía!

El obispo gira sobre sus pies, y se vuelve hacia la larga limusina negra, seguida por tres zombis policía que llevan armas automáticas primitivas, pero eficaces. Me arqueo sobre el brazo de Sam, pero él me mantiene recta. Fiore espera a que el obispo cierre de un golpe la puerta, y después respira y mueve la cabeza lúgubremente.

—De esto no saldrá nada bueno —refunfuña en nuestra dirección… nosotros, los testigos cercanos y los zombis que nos rodean discretamente—. Policía: operación anulada. Ciudadanos, deberíais cuidar del estado de vuestras conciencias. Al menos uno de vosotros sabe lo que ha pasado aquí hoy, antes del servicio, y el silencio no os beneficiará.

La policía zombi empieza a dispersarse, seguida por el graznido de parroquianos curiosos. Yo me acerco a Fiore cautelosamente. Estoy muy trastornada, no estoy segura de que sea este el momento más apropiado, pero…

—¿Sí? ¿Qué pasa, hija mía? —estrecha los ojos y compone la cara formando una sonrisa de bendición.

—Padre, yo, yo me preguntaba si podría hablar un momento con usted —le digo, con indecisión.

—Desde luego —mira a un zombi policía—. Ve a la sacristía, coge una fregona, un cubo y los productos de limpieza, y empieza a limpiar el suelo del campanario.

—Se trata de… —me echo atrás. La conciencia me está dando pinchazos, pero no estoy segura de cómo seguir. Siento un montón de ojos sobre mí a través del patio, ojos curiosos que se preguntan qué estoy haciendo.

—¿Sabes quién lo ha hecho? —me pregunta Fiore.

—No, quería hablarle de Janis, ha estado muy rara últimamente…

—¿Crees que lo ha matado Janis? —unas cejas espesas enmarcan sus ojos oscuros/que me miran por encima de una nariz aristocrática, una nariz que no pertenece a la misma cara donde unos lóbulos de tejido adiposo rodean la garganta—. ¿Eso crees?

—Eh, no…

—Entonces hablamos en otro momento —dice, y antes de darme cuenta de que se ha despedido, ya está llamando a otro policía zombi—. ¡Tú! ¡Tú! ¡Eh! Ve al depósito funerario y trae un ataúd al campanario… —y en un momento, ya se está alejando de mí, con la sotana ondeando en torno a las botas.

—Venga —dice Sam—. Vámonos a casa ahora mismo —me coge por el brazo.

Arrugo los ojos para no seguir llorando.

—Vamos.

Me lleva a través del aparcamiento, hacia una fila de taxis que están esperando.

—¿Qué es lo que has intentado decirle a Fiore? —me pregunta tranquilamente.

—Nada —si está tan desesperado por saberlo, podría hablar conmigo el resto del tiempo, cuando me siento sola.

—No te creo —se queda callado un minuto, mientras entramos en el taxi.

—Pues no me creas —el taxi se aleja del bordillo sin preguntarnos dónde vamos. Los zombis nos conocen a todos de vista.

—Reeve —lo miro. Se me queda mirando, con una expresión seria.

—¿Qué?

—Por favor, no hagas que te odie.

—Demasiado tarde —le digo amargamente. Y en ese momento, justo en ese momento, es verdad.