14
Hospital

Oigo sequedad, y tengo un sabor a azul en la boca, y una erección. Me paso la lengua por los labios y me doy cuenta de que tengo la boca seca y sabe como si algo se hubiera muerto ahí dentro. Y no tengo una erección porque no tengo un pene con el que tenerla. Lo que tengo es un caso serio de, de… fuga de memoria, ahora lo entiendo, y abro los ojos de par en par.

Estoy tumbada entre unas sábanas blancas severamente almidonadas, enfrente de una pared blanca con unas cavidades extrañas. Unos tapices de un color verde claro cuelgan a los lados de mi cama. Alguien me ha puesto una túnica extraña con una raja que baja derecha por la espalda. La túnica también es verde. Esto tiene que ser el hospital —pienso, cerrando los ojos e intentando que no me entre el pánico—. ¿Cómo he llegado hasta aquí? Intentar no tener pánico no es un principio. Toso e intento incorporarme.

Unos segundos más tarde la sensación de vértigo disminuye, y vuelvo a intentarlo. El corazón me late con fuerza, tengo náuseas, y me duele la zona frontal de la cabeza; me siento tan indefensa como una medusa. Mientras tanto el pánico está abrasándome otra vez. ¿Quién me ha traído aquí? Si Yourdon me encuentra, ¡me mata! Hay una caja con botones colgando de un gancho del marco de la cama. La cojo y aprieto uno de los botones al azar, y se me levantan los pies. ¡De la otra forma! Diez segundos después estoy sentada, incómoda, con la cama levantada detrás de la espalda. Me produce una presión desagradable en el estómago, pero vertical estoy un poco mejor (tengo un pequeño grado de control sobre el exterior), antes de volver a ponerme nerviosa otra vez.

Vale, así que el jardinero… me desvanezco, mi relato interno se paraliza en una nube de incomprensión. ¿Me trajo aquí? Bueno, ¿y dónde es aquí? Esta cama… es una de una fila que hay contra la pared de una habitación blanca de techos altos. Hay una fila de ventanas en la parte alta de la pared de enfrente, y puedo ver a través de ellas un cielo azul y blanco. Está todo salpicado de piezas de un equipo incomprensible. Hay armarios al lado de algunas de las camas… y veo que una de las camas de la otra parte de la habitación parece estar ocupada.

Cierro los ojos, sintiendo el peso mortal del terror. Sigo en la prisión —me doy cuenta de un modo enfermizo.

Pero estoy demasiado débil como para hacer nada, y, además, no estoy sola. Oigo unos tacones que se acercan y unas voces que vienen hacia mí.

—Las visitas terminan a las cuatro en punto —dice una voz de mujer con la reactividad emocional que me esperaría de un zombi—. La especialista visitará al paciente esta tarde. La paciente está débil y hay que dejarla descansar —la cortina se abre, y veo a una zombi que lleva un vestido blanco y un adorno extraño en el pelo. Me mira—. Tienes visita —entona—. No te esfuerces demasiado.

—Eh —consigo decir, e intento girar la cabeza para ver quién es, pero sigue estando medio tapado por la cortina. Esto es como una pesadilla, cuando sabes que hay algún tipo de monstruo que se está introduciendo sigilosamente dentro de ti…

—¡Vaya! ¡Si es nuestra pequeña bibliotecaria!

¡Mierda, conozco esa voz! —pienso—. Pero tú no puedes estar aquí —pienso al mismo tiempo, casi enfadada. Justo en el momento en que Fiore aparece, desde detrás de las cortinas, y se inclina por encima de las barras laterales de mi cama, con una expresión de condescendencia divertida en la cara.

—¿Te gustaría decirme dónde creías que ibas?

—No —consigo no apretar los dientes—. No particularmente —la pesadilla me ha alcanzado, y la desesperación está amenazándome con apoderarse de mí. Me han cogido y me han vuelto a traer para seguir jugando conmigo. Estoy mareada y ardiendo.

—Vamos, Reeve.

Viscoso, esa es la palabra. Fiore me planta una de sus manos rechonchas en la frente, y me doy cuenta de que está pegajosa y fría.

—Oh querida. Estás ardiendo —quita la mano antes de que se la quite yo, y tiemblo—. Ahora entiendo por qué te han traído directamente aquí.

Aprieto los dientes, esperando el golpe de gracia, pero Fiore parece tener otros planes.

—Tengo que cuidar del bienestar pastoral de todos mis fieles, señorita, así que no me puedo quedar contigo mucho tiempo. Estás evidentemente enferma —pone un énfasis raro en la palabra—, y estoy seguro de que eso explica tu reciente comportamiento errático. Pero la próxima vez que decidas ponerte a escalar paredes, será mejor que me lo digas —por un momento su expresión se endurece—, porque no querrás hacer algo de lo que después te arrepientas.

Entre escalofríos consigo volver los ojos hacia él.

—No me arrepiento —¿por qué está jugando conmigo?

—¡Vamos hombre! —cacarea por un momento, con desaprobación—. ¡Por supuesto que te arrepientes! Ser humano es estar arrepentido. Pero tenemos que aprender a sacar el mejor partido a nuestro trabajo, ¿no? Tú estás tardando en establecerte y encontrar tu sitio en nuestra pequeña parroquia, Reeve, y eso nos está preocupando a los que no perdemos de vista estas cosas. Yo he estado… ¿puedo ser sincero?… preocupado de que pudieras resultar una influencia incorregiblemente perjudicial. Por otra parte, tienes buenas intenciones, y te preocupas por tus vecinos… —una expresión ilegible revolotea por sus mejillas—. Así que estoy intentando darte el beneficio de la duda. Ahora descansa, y continuaremos con nuestra pequeña charla después, cuando te encuentres mejor.

Endereza su corpulenta figura y empieza a alejarse. Vuelvo a temblar, con un escalofrío que me recorre la espalda. ¡Es como si no supiera que lo he matado! —ahora me doy cuenta. Fiore gobierna múltiples instancias de sí mismo, pero seguro que tienen que ser conscientes unas de otras, por medio de su enlace de red, ¿no? ¿Por qué él no…?

—Tú —consigo decir.

—¿Sí?

—Tú —me cuesta formar las palabras. Me siento la fiebre altísima—. ¿Qué es el, el…?

—¡No tengo todo el día! —alza la voz irritado, que suena como un gruñido molesto. Se ajusta la sotana—, ¿Enfermera? ¡Enfermera!

—He pedido que llamen a tu marido. Estoy seguro de que tenéis muchas cosas de que hablar —me dice, en un tono un poco más tranquilo. Y después se da la vuelta y se va, arrastrando los pies, hacia las otras camas ocupadas.

Me doy cuenta de que me castañean los dientes: no estoy segura de si es por la fiebre o por una rabia desesperada. ¡Te he matado! ¡Y ni siquiera te has dado cuenta! Después llega la enfermera dando grandes pisotones con sus zapatos de hospital, con algún tipo de instrumento primitivo de diagnóstico en las manos, y me doy cuenta de que me siento fatal.

La enfermera zombi me hace una prueba que consiste en meterme una varilla de cristal frío en el oído y mirarme a los ojos muy de cerca. Después saca un bote y me da lo que al principio creía que era algún tipo de caramelo, solo que sabe asquerosamente mal. El hospital está hecho para que parezca una instalación real de los años oscuros, pero, por suerte, parece que han superado la línea de las sanguijuelas o los trasplantes de corazón y ese tipo de barbaridades. Supongo que será algún tipo de droga, sintetizada a un coste altísimo, y administrada para que tenga algún tipo de efecto interno aleatorio en mi organismo.

—Intenta dormir —me explica la enfermera—. Estás enferma.

—F-frío —murmuro.

—Intenta dormir, estás enferma —pero la enfermera se inclina y me quita una de las mantas—. Bebe mucho líquido —el vaso que está en la mesa de al lado está vacío, pero de todas formas, tengo demasiado frío para sacar el brazo de debajo de la manta—. Estás enferma.

No, mierda. No son solo los brazos y las piernas… todas las articulaciones me gritan a coro con toneladas de músculos que ahora preferiría no tener. Pero la cabeza me da pinchazos y me siento como si estuviera a punto de morir congelada, y el estómago tampoco lo tengo bien. Y los desmayos y las fugas de memoria, sigo teniéndolos.

—¿Qué me pasa? —le pregunto, aunque me cuesta muchísimo ordenar las palabras.

—Estás enferma —repite la zombi. Es inútil discutir con ella… no hay nadie ahí, no tiene teoría mental, es solo un montón de reflejos y diálogos envasados.

—¿A quién se lo puedo preguntar?

Se está yendo, pero parece que le he activado una nueva respuesta.

—La especialista visitará a las ocho esta noche. Todas las preguntas han de dirigirse a la especialista. La paciente está débil y hay que dejarla descansar. Bebe mucho líquido —coge una jarra vacía que yo no había visto antes, y con un movimiento brusco se dirige a la otra parte del pabellón. Un momento más tarde, aparece con la jarra—. Bebe mucho líquido.

—Sí —me estremezco e intento acurrucarme debajo de las sábanas. Lentamente me doy cuenta de que debería de estar haciendo muchas preguntas (en realidad, tendría que estar obligándome a mí misma a levantarme de la cama y salir corriendo como si tuviera el pelo en llamas), pero, por ahora, echarme un poco de agua en el vaso ya me parece heroico.

Me tumbo y me quedo mirando al techo, incoherente entre la rabia y la vergüenza. ¿Me habré imaginado matando a Fiore en la biblioteca? No creo; los recuerdos son muy vivos. Pero también son muy vivos los demás recuerdos, las masacres y los interminables años de guerra. Y no todos mis recuerdos son reales, ¿no? La memoria de arranque, el hablar con otra voz de mi propia laringe… si es que no es un falso recuerdo de un falso recuerdo, está claro que no era yo: era un gusano que utilizaba mi implante. No puedo (esto se está complicando) fiarme de mí misma, sobre todo mientras siga desmayándome.

—¿Puedo? —pregunto, y abro los ojos otra vez, y Sam me está mirando.

Está inclinado sobre mí donde antes estaba Fiore, y me doy cuenta enseguida de que he estado desmayada otra vez. Tengo frío, pero ya no tengo fiebre; las sábanas están empapadas en sudor, y la luz de las ventanas se está oscureciendo.

—¿Reeve? —me pregunta, nervioso.

—Sam —levanto la mano para tocarlo. Me coge los dedos entre sus manos—. Estoy enferma.

—He venido en cuanto me lo han dicho. Fiore me ha llamado a la oficina —parece un poco sorprendido, con los ojos llenos de espanto—. ¿Qué ha pasado?

Vuelvo a temblar. Estoy mal con las sábanas mojadas.

—Después —quería decir: No donde las paredes tengan oídos—. Necesito agua —tengo la boca muy seca—. Sigo teniendo desmayos.

—La enfermera ha dicho algo sobre una especialista —dice Sam—. La doctora Hanta. Ha dicho que vendrá a verte más tarde. ¿Te vas a poner bien? ¿Por qué estás enferma?

Aprieto la mano de Sam lo más que puedo.

—No lo sé —me da un vaso de agua, y trago—. Creo… no. No estoy segura. ¿Cuánto tiempo he estado… dormida?

—No me has reconocido cuando he entrado —dice Sam. Me está cogiendo de la mano como si me fuera a ahogar—. No me has reconocido.

—Las fugas de memoria están empeorando —le digo. Me chupo los labios—. Tres —no, cuatro—, hoy. No estoy segura de por qué las tengo. Sigo recordando cosas, pero no sé hasta qué punto los recuerdos son reales. Creía que había —me paro antes de decir matado a Fiore, en caso de que lo haya hecho de verdad y haya alguna otra razón por la que el cura no lo sepa—, escapado. Pero me he despertado aquí —cierro los ojos—. Fiore dice que estoy enferma.

—¿Qué se supone que tengo que hacer yo? —pregunta Sam lastimeramente—. ¿Cómo te arreglo? Aquí no hay puertas A…

—Tecnología de los años oscuros —me duele la mano de apretarlo. Le obligo a relajarse—. No desensamblaban a la gente para reconstruirla, usaban medicinas, drogas, y cirugía. Intentaban arreglar el tejido dañado in situ.

—¡Eso es una locura!

Me río nerviosa y débilmente.

—¿Me lo dices a mí? Eso es un especialista, un doctor —una de esas palabras, extrañas y obsoletas, que no significan lo que solían significar… En el mundo real, fuera de esta prisión, un doctor es un académico, alguien que investiga, no un mecánico del cerebro. Supongo que habrá significado esto mismo en los años oscuros, cuando nadie sabía cómo funcionaban los organismos que se replican automáticamente, y lo estaban investigando—. Creo que se supone que debería determinar qué es lo que va mal, y repararlo. Suponiendo que no tengan un ensamblador médico aquí en el sótano… —le aprieto la mano, porque se me ha ocurrido una idea horrible. Si tienen una puerta A médica, ¿no estará infectada de Curious Yellow?—. ¡No permitas que me metan!

—¿Qué te metan en… qué? ¿Qué te pasa, Reeve? Reeve, ¿te estás desmayando otra vez?

Las cosas se están volviendo grises a mi alrededor. Se inclina, y le digo «* *», en un suspiro, al oído. Entonces…

La desesperación es el motor de la necesidad.

Hace doscientos megasegundos de la reunión con Al y Sanni, y han cambiado muchas cosas. Yo, por ejemplo: ya no soy un fenotipo militar. Ni tampoco Sanni. Ahora somos civiles, corpúsculos de experiencia militar liberados en la confusión de reconstrucción circulante en que se ha convertido el futuro de Es.

No estoy acostumbrado a ser humano otra vez, ni orto ni lo que sea… algunas partes de mí se han perdido. Cuando explotó la guerra, dejándome atrapado en un MASucker durante casi una generación, quedé reducido a lo que llevaba en mi persona y en mi cabeza. Después, cuando me militaricé, tuve que dejar escapar algunos componentes de mi identidad. No estoy seguro de por qué razón. Algunas cosas tienen sentido (cuando se está en guerra, los propios escrúpulos de infligir dolor y daños a la facción enemiga han de suprimirse), pero quedan algunos vacíos sin un ritmo ni razón evidentes. Según mis notas escritas del periodo que pasé en el Agradecimiento a la Duración, yo solía tener un maduro y profundo interés por la música barroca de la Edad Preindustriai, pero ahora no logro recordar ni siquiera un mínimo de melodía. También estuve casado, y con hijos, pero ahora me desconcierta no tener recuerdos ni sentimientos de aquella época. Puede que fuera una reacción al dolor, o puede que no… pero ahora que me han dado de baja en el servicio militar, me encuentro a mí mismo sin masa de reacción y a la deriva por un vector de escape que me separa de todos los afectos. Solo me mantiene mi nuevo trabajo.

Los Linebarger Cats surgieron de la coalición con activos importantes. Para mi sorpresa, recibí un balance de crédito que, con una buena administración, podría mantenerme sin trabajar… al menos durante unos cuantos gigasegundos. Parece que la guerra recompensa, si estás de la parte de los que ganan, y consiguen no perder la cabeza mientras dura.

Cuando dejé el MilSpace (un complejo proceso que implicó muchas uniones de redes anónimas y puertas de censura en dirección única para despojarme de mis módulos militares antes de la reintegración en la sociedad civil), me reensamblé como un joven ambiguo de la República Cognitiva de Lichtenstein. Hay mucho que decir de ser ambiguo, después de haber pasado varios cientos de megasegundos sin genitales.

Lichtenstein es una colonia vivaz y cínica de artistas satíricos, tan sofisticada que casi han vuelto al primitivismo. Por un acuerdo, usamos filtros de campo visual que dibuja todo a pinceladas oscuras, llenando nuestros cuerpos de color. La vida aspira a un estado de machinima. Es una forma rara de ser, pero familiar y cómoda después de la percepción hiperespectral vigilante de un tanque. Así que doy vueltas por las galerías y salones de Lichtenstein, intercambiando conversaciones ingeniosas y anécdotas con los otros frecuentadores, y en mi abundante tiempo libre, hago muchos viajes a los balnearios y flotarios. Me aseguro de no dormir nunca dos veces con la misma persona en el mismo cuerpo, aunque descubro que ni siquiera este abandono anónimo me protege de las lágrimas de mis amantes: parece que la mitad de la población ha perdido a alguien y que están vagando por el mundo en su búsqueda.

Desde un punto de vista superficial, mi vida parece proceder sin dirección durante los primeros cuatro o cinco megasegundos. En privado, estoy trabajando en algo que podría resultar ser un recuerdo de la guerra… un texto en serie pasado de moda que promueve provocativamente un único punto de vista, sin ninguna pretensión de objetividad… mientras que en público, vivo de mis ahorros. El salir del servicio militar me ha dado una cobertura de identidad razonablemente segura como un mujeriego que recibe dinero de una sociedad primogénita, desde la que han mandado, cuando era joven, a un bioma menos aferrado al pasado (y políticamente cargado), y no me resulta difícil mantener las apariencias. Pero en el fondo, la insignificancia y falta de sentido de una vida así, me irrita; quiero hacer algo, y mientras que el proyecto en el que he estado trabajando bajo las órdenes de Sanni durante los últimos dos años reúna las condiciones, tiene que ser, necesariamente, anónimo. Si dejo un efecto significativo, será por mis acciones, no por mi nombre. Y así, mientras mi libertinaje se intensifica, entro en una especie de neblina melancólica.

Entonces un día me despierto por unas llamaradas de latón de trompetas del planetario que está al lado de mi cama, anunciándome que tengo visita.

Me doy cuenta de quién soy y de dónde estoy (y de que estoy desesperadamente enferma) en el preciso momento en que la doctora Hanta me aprieta con un pequeño disco de metal completamente helado sobre la piel desnuda, entre mis pechos.

—¡Oh!

—Respira despacio —me ordena, no sin amabilidad, y después parpadea como un búho somnoliento desde detrás de los gruesos cristales de sus gafas—. Ah, de vuelta al mundo consciente, ¿eh?

A modo de respuesta, me entra un ataque de tos ronca, con los músculos inmovilizados por unos espasmos que me dejan las costillas doloridas. Hanta retrocede un poco, alejando el estetoscopio.

—Ya veo —me dice—. Esperaré un momento… ¿un vaso de agua?

Me doy cuenta de que ha levantado la parte de atrás de la cama cuando se me pasa la tos.

—Sí. Gracias —sigo temblando y débil, pero ya no tengo frío. Coge un vaso, y consigo aceptarlo sin derramar nada, aunque las manos me tiemblan alarmantemente—. ¿Qué es lo que me pasa?

—Para eso estoy aquí. Para descubrirlo —Hanta es una mujer pequeña, más baja que yo, con la piel un poco más oscura, aunque no llega a tener el tono berenjena de Fiore. Tiene el pelo corto, espolvoreado por los rastros plata de una senectud inminente, y tiene líneas de expresión en la cara. Lleva un abrigo blanco extraño abotonado por delante y los misteriosos emblemas de su profesión, el caduceo y el estetoscopio… y me pone la campana de este último en el pecho. Parece amable y abierta, y de fiar, todo lo contrario de sus dos colegas clérigos. Pero la belleza no es la verdad, y algún instinto interno me dice que no puedo bajar la guardia ante ella.

—¿Cuánto tiempo has estado con fiebre?

—¿Fiebre?

—Calor y frío. Escalofríos, temblores, alternando con demasiado calor. Sudores nocturnos, cosas así.

—Oh, unos… —noto que se me arruga la frente—. ¿Qué día es hoy? ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Llevas aquí seis horas —dice la doctora Hanta con paciencia—. Te trajeron a media tarde.

Tiemblo convulsivamente. Tengo la piel helada.

—Desde una o dos horas antes.

—El reverendo doctor Fiore me ha dicho que has estado escalando —su tono es neutral, profesional, sin rastros de censura.

Trago saliva.

—Desde entonces.

—Eres una mujer con suerte —Hanta sonríe enigmáticamente y mueve su estetoscopio hacia el hombro izquierdo, apartando mi bata de hospital para llegar hasta él—. Perdona, seré rápida. Mmm —mira dentro del ojo de cristal del estetoscopio y frunce el ceño—. Hace mucho tiempo que no veía esto… Perdón —se incorpora—. No es seguro escalar por las paredes aquí, algunos de los biomas vecinos no están biomórficamente integrados. Hay replicadores en la masa de fracción de las células de reserva que se comerán todo lo que esté basado en esqueleto nucleótido que no emita una señal de inhibición de contacto, y tú no estás equipada para esto.

Vuelvo a tragar… tengo la boca extrañamente seca.

—¿Qué?

—De un modo u otro te has infectado con una variedad de Pestis mechaniculorum. Tienes fiebre porque tu sistema inmunitario todavía consigue contenerlo. Es una suerte que te hayamos encontrado antes de que la citólisis mecanótica se establezca en… De todas formas, te curaré en cuanto termine de secuenciarlo.

—Eh —vuelvo a estremecerme—. Oh, muy bien.

—Sí, muy bien. ¿Tengo que decirte que no vuelvas a escalar por el interior de las paredes? —muevo la cabeza, casi avergonzada por mi propio miedo al descubrimiento—. Muy bien —me da una palmadita en el hombro—. Por lo menos, si vas a volver a hacerlo, ven a hablar conmigo antes, ¿de acuerdo? No quiero que haya más accidentes —desconecta el estetoscopio con cuidado y lo envuelve en su caduceo. Hace ruiditos mientras se unen—. Ahora te voy a dar un poco de antirrobótico, y saldrás de la cama dentro de poco.

La doctora Hanta se abotona la bata, y se encarama en un taburete cerca de mi cama.

—¿No es un poco raro? —le pregunto, un poco imprudentemente. Me imagino que si les hiciera esta pregunta a Fiore y a Yourdon, me arrancarían la cabeza de un bocado, pero Hanta parece más accesible, aunque no más de fiar.

—Todos cometemos errores —otra vez esa sonrisa: es bastante fantasiosa y sincera, como si estuviera riéndose de un chiste, solo que me gustaría saber cuál es—. Tú deja de preocuparte por la integridad del experimento, querida —mueve la mano, como indicando falta de interés—. Por supuesto, te preocupas cuando los sacerdotes se dan la vuelta. Está claro que la gente intenta cazar al sistema… es de esperar. Seguramente habrá gente que ni siquiera quiera estar aquí. Puede que se hayan arrepentido después de haber firmado la cláusula de renuncia. Lo único que puedo decir es que vamos a hacer todo lo que podamos para que no les defraude el resultado —levanta una ceja especulativamente—. Si no es difícil dirigir un experimento a esta escala, y cometemos errores, ¿qué más puedo decir? —y ahora hace un gesto de disgusto apacible, que parece decirlo todo. Está pidiendo mi aprobación, y me descubro a mí misma asintiendo con la cabeza, a pesar de mi buen juicio.

—Pero esos errores… —me paro, insegura de si debo continuar o no.

—¿Sí? —se inclina hacia mí.

—¿Cómo está Cass? —me obligo a preguntar.

La cara de Hanta, que hasta ahora había sido abierta y amable, se cierra como una escotilla.

—¿Por qué me lo preguntas?

Me paso la lengua por los labios.

—Necesitaría beber algo —se baja de su taburete y se acerca a mi cama, me echa en el vaso lo que ha quedado de agua en la jarra, y me lo da sin decir palabra. Trago—. Uno de los pequeños errores de Fiore, supongo —quería decirlo con tono superficial, pero me sale lleno de sarcasmo.

—Oh, sí —mira a su alrededor, hacia el fondo de la sala… a algo que yo no veo porque tengo la cortina delante. Tiemblo, y esta vez no es por los escalofríos de la fiebre—. Yo no diría que es uno de sus pequeños errores —su tono de voz es seco, pero esconde algo que hace que me alegre de no verle la cara. Pero cuando se da la vuelta, su expresión es perfectamente normal—. Cass se pondrá bien, querida.

—¿Y Mick? —digo, por un impulso.

—Eso se está debatiendo.

—Se está debatiendo. ¿Lo que les pasó a Esther y a Phil se discutió antes?

—Reeve —tiene el cinismo de parecer turbada—. No, no se discutió. Alguien calculó mal. Han consultado las primeras fuentes y han descubierto que, que lo que Esther y Phil hicieron no era tan inusual. Y tienes razón, el peso de lo que, eh, de lo que hicieron… el mayor Fiore malinterpretó el estado de ánimo de la multitud. No volverá a pasar, hemos aprendido de esa experiencia, y de… —traga, y asiente minuciosamente a la cortina—. Si una pareja no se lleva bien, va a haber un procedimiento para obtener una aprobación formal social de separación. No somos malos. Es un camino largo y difícil, y si no eres feliz, si alguien no es feliz aquí, el programa no se solidificará, el experimento no podrá funcionar.

El experimento no podrá funcionar. La miro y me encuentro a mí misma preguntándome: ¿Lo dice de verdad? Fiore y Yourdon son tan cínicos que me sorprende estar ante un miembro de su equipo que parece creer en lo que está haciendo. Me quedo atónita, y tan sorprendida por su honestidad como los zombis por un striptease.

—Eh. Creo que la entiendo —muevo la cabeza, y después doy un respingo. Me duele el cuello—. Pero mientras Mick siga aquí, algunos de nosotros no estaremos bien en absoluto.

—Oh, nos encargaremos de Mick de una forma u otra, querida —su caduceo tintinea mientras juguetea con él mientras habla—. No creo que se pueda remediar el daño psicológico… probablemente no lo tendremos que restaurar desde una copia, lo que es bueno por ahora. Pero voy a tener que rediseñar sus parámetros motivacionales desde lo más profundo —arruga la frente ante las cabezas de las serpientes pero no da más explicaciones—. Cass estará… bien, me estoy ocupando de los daños físicos por ahora, y cuando esté mejor, le preguntaré quién quiere ser —se queda en silencio unos segundos—. La mayoría de las fraternidades médicas, ante pacientes con este nivel de daño, prescribirían una cirugía de la memoria profunda… o simplemente finalizarían el caso y restaurarían desde una copia. Pero no quiero autorizar un paso tan grave sin su consentimiento.

Se queda en silencio otra vez. Un momento después me doy cuenta de que me está mirando.

—¿Qué pasa?

—Tenemos que hablar de tus desmayos.

—¿Mis qué? —me muerdo la lengua, pero ya es demasiado tarde para hacerme la tonta.

La doctora Hanta levanta una ceja y cruza los brazos.

—No soy tonta, sabes —mira para otra parte, como si estuviera hablando con otra persona—. Todos los que están aquí han pasado por un reajuste de carga redactiva y reducción experiencial antes de ser reclutados. Una de las razones por las que este programa necesita un supervisor médico es para estar preparados para los casos de crisis de identidad. Mucha gente ha dado indicios de quienes solían ser y de por qué quisieron la cirugía de la memoria. De vez en cuando, hay algunos que no se acuerdan… hay algo que quieren enterrar tan profundamente que ni siquiera se acuerdan de lo que es. Algo que les duele. Pero no es normal encontrar… ¡en fin! Te has desmayado dos veces desde que entraste en esta sala, ¿lo sabías? He estado hablando con tu marido mientras tenías la última, y me ha dicho que has tenido algunos desmayos últimamente.

Se inclina sobre mí, con las manos metidas debajo de las axilas, como si se estuviera abrazando.

—No me gusta meterme donde no me llaman, pero todo esto no suena bien. Necesitas ayuda urgentemente. Parece que has tenido una mala reacción a los inhibidores que usaron en la clínica, y mientras no esté segura con un examen detallado, corres el riesgo de estar de camino hacia algún tipo de crisis. No quiero exagerar, pero en el peor de los casos, podrías perder… bueno, todo lo que te hace ser . Por ejemplo, si se trata de una reacción autoinmune (según tu archivo has estado sometida a una actualización completa de tu sistema complementario, y a veces los reconocedores bayesianos empiezan a disparar sobre objetivos erróneos), podrías terminar con amnesia anterógrada, una completa incapacidad de fijar nuevas estructuras de memoria. O puede que sea solo una hemorragia de una corrección anterior mal hecha, que esté provocando integraciones de fugas de memoria aleatorias, en cuyo caso todo se moderará con el tiempo, aunque lo pasarías mal. Pero no te puedo decir lo que te tienes que esperar, ni mucho menos tratarte, si ni siquiera admites tener un problema.

—Oh —me lleva un rato absorber todo esto, pero Hanta es realmente paciente conmigo, y espera mientras me lo pienso. Si no supiera tantas cosas, juraría que me cae bien—. Un problema —repito, insegura de cuánto me tengo que creer, justo antes de que un escalofrío helado me pase los dedos por la espalda, y me ponga a temblar sin control.

—Hablando de problemas… —Hanta levanta su caduceo—. Te va a doler, pero solo momentáneamente y mucho menos de lo que duele ser presa de una mecaplaga —sonríe levemente mientras me señala el hombro, y me sobresalto cuando el áspid me toca. Me produce un escozor como de mordiscos cuando me bombea parches adyuvantes dentro de la circulación, actualizando mi sistema inmunitario protésico para que pueda vencer la plaga. Intento no moverme—. La infección tardará un poco en pasar, y está el riesgo de que se adapte lo suficiente como para desarrollar robofagias, así que te voy a tener aquí toda la noche… solo en observación. Con suerte podrás irte a casa mañana, y te recetaré una semana de baja en el trabajo hasta que te recuperes. Mientras tanto, piensa en lo que te he dicho del problema de la memoria, y hablaremos mañana cuando venga a ver cómo sigues.

Las cabezas de serpiente se alejan de mí y se enroscan entre sí alrededor del báculo mientras Hanta se levanta.

—¡Qué duermas bien!

Está claro que no duermo bien.

Al principio paso un tiempo indeterminado temblando con escalofríos helados y, a veces, olvidando aspirar hasta que algún reflejo primitivo me obliga a tragar bocanadas de aire áspero. Dormir es imposible cuando lo que temes es dejar de respirar, así que me distraigo, hasta el punto del abatimiento, repasando los acontecimientos de hoy. Enormes gotas de sangre arterial se proyectan como fantasmas sobre la pared, como sombras de culpa por haber matado a Fiore… ¿Fiore? ¡Pero él no sabe que lo he matado! ¿Habrá sido todo una alucinación? Obviamente no han sido solo imaginaciones el duro camino de escalada por la nave y los músculos que me abrasaban por el esfuerzo. El cura y la doctora estaban informados sobre ello. Asumiendo que no me haya imaginado sus visitas —me recuerdo a mí misma—. Estoy luchando contra una mecainfección, y contra una oscura crisis neurológica al mismo tiempo. ¿No sería más razonable sospechar que he perdido la cabeza?

Las luces de la sala son turbias, y el cielo que vislumbro a través de la ventana se está volviendo púrpura, salpicado de pequeños puntos de luz que brillan de un modo extraño, como refractados a través de una profunda masa de agua. Puede que no sepan que tengo información sobre el Curious Yellow y que sé que hay un ensamblador en el sótano de la biblioteca —me digo a mí misma—. Puede que crean que estoy teniendo simplemente un colapso mental. Una fuga disociativa, ¿no la llamaban así los antiguos? Me he infectado con un nanoabono vegetal, y Fiore ha llamado a Hanta para que me parchee, pero no lo mencionará en la iglesia porque podría minar la integridad del experimento. Puede que tengan razón, y que haber matado a Fiore sean solo imaginaciones mías. No estoy simplemente acordándome de fragmentos de malos recuerdos, sino que estoy inventándome partes, sintetizando recuerdos falsos a partir de escombros de un mal trabajo de borrado. Los recuerdos de mi tiempo en los Cats, ¿podrían ser sencillamente trozos de un juego al que solía jugar? Mundos inmersivos de muchos jugadores con un argumento y un modelo de identidad… no recuerdo ser un jugador, pero si lo que quise fue librarme de una adicción, ¿no debería haberlo borrado con cirugía de la memoria?

No se lo puedo preguntar a nadie, está claro. Si le pregunto a Sam, y él no ha oído hablar de los Linebarger Cats, no significaría que no sean reales… ¡todos los que estamos aquí nos hemos sometido a una disección de la memoria! Me reiría si no tuviera la garganta tan seca. ¡Soy Reeve! ¡Miradme cómo falsifico un montón de recuerdos con los que atormentarme! El tipo que me persiguió por los corredores de la República Invisible, ¿era real? ¿Y qué hay de la loca con la espada que me llamó? He estado escapando de enemigos que, en realidad, nunca he visto bien… los he visto siempre de reojo. Es como si tuviera ceguera, el extraño trauma neurológico que hace que sus víctimas no vean, sino que sientan lo que pasa en su campo visual por adivinación. Puede que sea un agente inteligente intentando dar caza a un nido peligroso de enemigos… o puede que solo esté loca, que sea solo una loca que solía sustituir la vida real por un juego, y que ahora esté pagando las consecuencias.

Me despierto tumbada en la penumbra y me doy cuenta de que ya no tiemblo. Me duele todo, me siento débil, pero eso es de esperar después de la larga escalada. Mientras estoy tumbada, empiezo a escuchar los pequeños ruidos de la sala; el ruido de fondo del aire acondicionado, los ruiditos del reloj, el sollozo suave de…

¿Sollozo?

Me incorporo de golpe, cayéndoseme las sábanas y la manta. Los pensamientos me agitan al tiempo que noto una sensación de terror y una relativa percepción de alivio. El rescate de Cass y si Cass está aquí, entonces ese recuerdo es real, lo que no significa que el resto sea real, pero si ese era real, Cass tiene que…

—¡Mierda! —me oigo murmurar. Cojo la ropa de cama y me agarro a ella como lo haría un niño asustado. —No puedo con todo esto —me siento como si me estuviera chupando el dedo—. No estoy preparada para esto —estoy subvocalizando tan bajo que no hago ningún sonido—. Tengo que hablar bajo cuando me estoy diciendo la verdad, porque la verdad es bochornosa y dolorosa. Vuelvo a pensar lo que ha dicho Hanta: cuando esté mejor, le preguntaré quién quiere ser, y eso me alivia porque está claro que yo no tengo nada mejor que ofrecerle. ¿Hanta está preparada para hacer una cirugía de la memoria correctamente? —reflexiono—. Me sorprendería que no tuvieran un buen cirujano confesor con ellos… es el profiláctico fundamental para esos pequeños apuros éticos por los que un programa experimental tiene que pasar. (O para esos pequeños apuros de infiltración que una instalación militar secreta tiene que afrontar, una parte desconfiada de mí que ya no estoy tan segura de poder creer).

Me vuelvo a tumbar. El sollozo sigue un rato, y después oigo el ruido de los tacones de una enfermera zombi que se acerca a la cama. Unas voces y un suspiro, seguido de ronquidos. El fantasma blanco de la enfermera se para a los pies de mi cama, con una cara de óvalo oscuro.

—¿Necesitas algo? —me pregunta.

Digo que no con la cabeza. No es verdad, pero lo que yo necesito, ellos no me lo pueden dar.

Después caigo rendida.