El domingo amanece fresco y tranquilo. Me quejo e intento no ponerme las sábanas sobre la cabeza. Por una de esas rarezas de la programación, ayer fue un día de trabajo, y mañana también tendré que trabajar y el pensar que estoy entre dos días de once horas de trabajo me está matando. No tengo ganas de pasar la mitad de mi día libre con busconas de puntos como Jen y Angela, pero me obligo a levantarme y a coger mi vestido de los domingos del creciente montón de ropa que hay en la silla al fondo de la habitación. (Pronto tendré que ir a la tintorería y pasar algún tiempo en el sótano para arreglar las cosas que puedo lavar en casa. Más trabajos aburridos en mi día libre. ¿Pero cuándo se termina todo esto?) Abajo me encuentro a Sam que está echando los cereales en una taza de leche con mucho cuidado. Parece preocupado. Tengo nervios en el estómago, pero me obligo a poner un cazo con agua en el fuego y a echarle un par de huevos. Tengo que comer algo: no tengo buen apetito, y con todo el ejercicio que estoy haciendo, podría empezar a perder tejido muscular fácilmente. Miro a mi interior, a mi enlace de red, que es prácticamente mudo, para consultar la puntuación semanal de mi cohorte. Como siempre, soy casi la última del grupo. La única que está por debajo de mí es Cass, y siento un pinchazo de ansiedad. Ya estoy casi segura de que no es Kay, pero no puedo evitar preocuparme por ella. Después de todo, tiene que bregar con ese cerdo de Mick. Entonces el estómago me da otro pinchazo, y me acuerdo de que tengo que hacer una cosa antes de salir.
—Sam.
Me mira por encima de su taza.
—¿Sí?
—Hoy, no te sorprendas si… si… —no puedo decirlo.
Deja la cuchara y mira por la ventana.
—Hace muy buen día —frunce el ceño—. ¿Qué es lo que te preocupa? ¿La iglesia?
Le digo que sí con la cabeza.
Se le ponen los ojos vidriosos por un momento, así que me imagino que está consultando sus puntos. Después asiente.
—No te han penalizado, ¿no?
—No, pero creo que… —muevo la cabeza, incapaz de seguir hablando.
—Te van a señalar —dice, simple y lentamente.
—Creo que sí —asiento—. Es una sensación que tengo, eso es todo.
—Déjalos —parece enfadado, y por un momento me asusto, pero después me doy cuenta de que por algún motivo no está enfadado conmigo… lo que le da rabia es la idea de que Fiore pueda señalarme en la iglesia, está indignado ante la posibilidad de que la congregación esté de acuerdo. Resentido—. Nos iremos.
—No, Sam —el agua está hirviendo. Miro el reloj y enciendo la tostadora. Huevos duros y tostadas, hasta ahí llegan mis habilidades culinarias—. Si lo haces, tú también te convertirás en un objetivo. Si los dos estamos bajo mira…
—No me importa —cruzo su mirada por casualidad, y no veo ninguna señal de la reticencia que lo ha estado acosando durante todo el mes—. He tomado una decisión. No me voy a quedar ahí parado permitiendo que nos destruyan uno a uno. Los dos hemos cometido errores, pero tú eres la que estás más expuesta. No he sido justo contigo y yo, yo… —se atranca un momento—, me habría gustado que las cosas hubieran sido distintas —mira a su taza y murmura algo que no logro descifrar.
—¿Sam? —Me siento—. Sam. No puedes echarte el peso de todo el programa sobre los hombros tú solo —parece triste. ¿Triste? ¿Por qué?
—Ya lo sé —me mira—. ¡Pero me siento tan indefenso!
Triste y enfadado. Me levanto, voy hacia el fuego y lo apago. Los huevos se están chocando contra el fondo del cazo. La tostadora está marcando el tiempo.
—Deberíamos haberlo pensado antes de acceder a que nos metieran en esta prisión —le digo. Tengo ganas de gritar. Con mi borrado extra de memoria (del que tengo la furtiva sospecha de que ha sido más fuerte de lo que se esperaba mi identidad anterior, la que me escribió la carta y después se olvidó de haberlo hecho…) lo que me sorprende es haber accedido a entrar. Estoy seguro de que si hubiera sabido que Kay iba a dudar y se iba a echar atrás, habría elegido quedarme fuera con ella, habría elegido la buena vida, con asesinos o sin ellos.
—Una prisión —deja escapar una risilla amarga—. Es una buena descripción. Ojalá hubiera alguna forma de escapar.
—Pregúntaselo al obispo; puede que te dejara salir por mala conducta —saco la tostada, le pongo mantequilla, saco los huevos del agua y los pongo en el plato—. Ojalá se pudiera.
—¿Qué te parece si hoy vamos a la iglesia dando un paseo? —me propone, indeciso, mientras estoy terminando de desayunar—. Son unos dos kilómetros. Parece largo, pero…
—Me parece una buena idea —le digo, antes de que se arrepienta—. Me pondré los zapatos del trabajo.
—Vale. Nos vemos abajo dentro de diez minutos —me roza cuando sale de la cocina y yo me sobresalto, pero no parece que se haya dado cuenta. Le está dando vueltas a algo en la cabeza, y me resulta frustrante no poder preguntárselo.
Dos kilómetros son un agradable paseo matutino, y Sam me deja cogerlo de la mano mientras caminamos por las avenidas en calma, bajo los árboles, en los que han brotado improvisadamente muchísimas hojas verdes y negro-azuladas. Tenemos que pasar por los tres túneles que unen las distintas zonas del vecindario de la parroquia (no se ven líneas rectas de más de medio kilómetro, puede que sea porque, si las hubiera, resultaría obvio que nuestros paisajes están sacados de superficies internas de secciones cónicas en vez de estar pegadas a la superficie exterior de una esfera por una fuerza de gravedad natural), pero casi no se ve a nadie. La mayoría de la gente va a la iglesia en taxi, así que no saldrán de sus casas hasta que nosotros estemos muy cerca.
Cuando empieza el servicio me siento frustrada, aunque supongo que no será igual para los demás. Después de dirigir la congregación en una interpretación retórica de First we take Manhattan, Fiore se lanza a una larga perorata sobre la naturaleza de la obediencia, el crimen, nuestro puesto en la sociedad, y los deberes de unos con otros.
—¿No es cierto que estamos aquí para disfrutar de los beneficios de la civilización, para criar a nuestros hijos y para conseguir un estado moralmente puro? —truena desde el púlpito, con los ojos vidriosamente enfocados en una inmensidad escondida tras la pared del fondo. Y para ello, ¿no es necesario que defendamos nuestro orden social, que es un temprano antecedente de una sociedad ideal platónica, para que sea capaz de hacer crecer y madurar el fruto de la utopía? Una verdadera retórica me doy cuenta, ansiosamente. Me pregunto adonde querrá ir a parar. La gente de la fila de atrás está inquieta; no soy la única con la conciencia sucia.
—Siendo así, ¿podemos permitir que haya en nuestra sociedad quienes violen sus reglas cardinales? ¿Podemos evitar criticar los pecados en virtud de la sensibilidad del pecador? —nos pregunta—. ¿O la sensibilidad de los que, sin saberlo, viven codo con codo con la personificación del vicio encarnado?
Aquí llega. Noto una sensación de miedo mortal, se me desata el estómago anticipando la denuncia que siento que está por llegar. En todo esto tiene que haber algo más que un libro secreto de la biblioteca, y tengo la terrible sensación de que ha descubierto las marcas del jabón y la escayola y el molde que he preparado para duplicar las llaves…
—¡No! —retumba Fiore desde el pulpito—. ¡No puede ser! —aporrea la barandilla con un puño—. Pero me duele decir que así es… que Esther y Phil no están simplemente adulterando sus almas escondiendo sus viles intimidades a sus inocentes y maltratados esposos, ¡sino que están adulterando el propio tejido social!
¿Eh? No está hablando de mí, pero la sensación de alivio dura poco: se oyen murmullos de rabia entre la congregación, desde la cohorte tres, a la que pertenecen los miembros que Fiore está acusando. Todos miran a su alrededor y yo me doy la vuelta (no seguir a la multitud podría ser peligroso en este momento) y veo una zona agitada dos filas más atrás, donde dos parroquianos bien vestidos se están peleando. Una mujer asustada y un hombre con el pelo oscuro que parece que intenta defenderse miran a su alrededor asustados, sin mirar a nadie directamente, pero intentando… sí, están buscando el modo de escapar de aquí mientras Fiore sigue. Algo me dice que ya es demasiado tarde para ellos.
—Quisiera agradecer especialmente a Jen el haberme informado de este asunto —dice Fiore fríamente. Mi enlace de red me hace una señal, registrando la llegada de más puntos de los que normalmente consigo en un mes, un ajuste que me imagino que viene del hecho de pertenecer a la misma cohorte que esa soplona. Ha hecho un buen negocio con la acusación de adulterio—. Y os pregunto, ¿qué vamos a hacer con esta enfermedad que crece entre nosotros? —Fiore escudriña a su audiencia desde el pulpito—. ¿Qué tenemos que hacer para purificar nuestra sociedad?
Mi enfermizo sentido del terror vuelve a atacarme con fuerza. Esto va a ser mucho peor de lo que me esperaba. Normalmente Fiore señala a alguien dejándolo en ridículo, riéndose de él, despreciándolo… una humillación menor por sacar a escondidas un libro de la sección de referencia no sería nada fuera de lo normal. Pero esto es mucho peor, dos personas que derrocan el fundamento social del experimento. Fiore está completamente indignado, y las cosas se están poniendo muy feas. Se está formando un lío tremendo en los bancos de atrás, gritos de furia y rabia. Cojo a Sam de la mano. Entonces miro mi enlace de red y me entra un escalofrío. ¿Le ha quitado a la cohorte tres todos los puntos que le acaba de dar a Jen?
—Vámonos de aquí antes de que se ponga peor —le digo a Sam al oído, él asiente y me coge de la mano con fuerza. La gente está de pie y gritando, así que voy hacia uno de los lados de la nave lo más rápido que puedo, dando codazos cuando tengo que hacerlo. Veo a Mick al otro lado, gritando algo, con las venas que se le salen del cuello, como si fueran cables. No veo a Cass. Sigo avanzando. Se está preparando una tormenta, y no es el momento ni el lugar para pararme y preguntar por ella.
Detrás de mí, Fiore está gritando algo sobre la justicia natural, pero casi no se le oye por encima de los gritos de la multitud. Las puertas están abiertas, y la gente está saliendo a chorros hacia el aparcamiento. Abro la boca porque alguien me ha dado un pisotón en el pie izquierdo y me ha hecho daño, pero sigo derecha y siento, más que ver, que Sam me está siguiendo. Consigo atravesar la zona de la puerta a empujones y salir, esquivando los pisotones de la gente y a uno que se está peleando, hasta que Sam me alcanza.
—Vámonos —le digo, agarrándolo con fuerza de la mano.
Hay gente delante de nosotros, alrededor de… es Jen.
—¡Reeve! —me llama.
No puedo fingir no haberla oído, sería evidente.
—¿Qué quieres? —le pregunto.
—Ayúdanos —sonríe abiertamente, con los ojos brillantes de entusiasmo, al tiempo que extiende los brazos. Lleva puesto algo de seda negra que realza sus características sexuales secundarias por ligero contraste: se le está hinchando el pecho como si estuviera a punto de tener un orgasmo—. ¡Venga! —señala a una cuerda que hay cerca de la iglesia—. ¡Vamos a dar una fiesta!
—¿Qué quieres decir? —le pregunto, mirando más allá de donde está ella. Su marido, Chris, está visiblemente ausente. Por el contrario, ella se ha hecho con toda una cohorte, tiene seguidores y admiradores o algo, Grace de la doce, Mina de la nueve y Tina de la siete… todas son de cohortes que han llegado después que nosotros… y la están mirando como si fuera un líder…
—¡Purifiquemos la sociedad! —dice, casi como si fuera un juego—. ¡Venga! Entre todos podemos mantener a todos a raya y mantenernos unidos (y ganar muchísimos más puntos) si hacemos una declaración lo suficientemente fuerte ahora mismo. Mandémosles un mensaje a los desviados y pervertidos —me mira con entusiasmo—. ¿De acuerdo?
—Eh, sí —digo entre dientes, echándome hacia atrás hasta que tropiezo con Sam, que ha venido detrás de mí—. Les vas a dar una lección, ¿eh?
Noto que Sam me está apoyando la mano en la espalda con fuerza, avisándome de que no vaya demasiado lejos, pero Jen no está como para entender pequeños detalles de sarcasmo.
—¡Eso es! —está prácticamente en éxtasis—. Va a ser divertido de verdad. Ya tengo a Chris y a Mick preparados…
Se oye un chillido detrás de nosotros.
—Perdonad —murmuro—, pero no me encuentro bien.
Sam me empuja hacia adelante, y me tropiezo al pasar al lado de Jen, balbuceando más excusas, pero la situación no parece crítica. Jen no puede perder el tiempo con juncos rotos o tontos morales y ya se está dirigiendo al grupo que está en la puerta de la iglesia, gritando algo sobre los valores de la comunidad.
Nos vamos hacia uno de los lados del aparcamiento, me vuelvo a tropezar y le cojo la mano a Sam.
—Tenemos que pararlos —me oigo decir. Me pregunto en qué estaba pensando ese mezquino de Fiore cuando pasó tantos puntos de una cohorte a otra. Hacerle esto a las busconas de puntos solo puede tener un resultado. Como mínimo, la cohorte tres les echará la culpa de todo a Phil y a Esther… pero ahora está Jen, intentando darle la vuelta a todo como si se tratara de una limpieza social para ponerse a la cabeza de la revuelta… Me doy cuenta de que una nueva y horrible realidad está tomando forma, y no quiero tener nada que ver con todo esto.
—No sería sensato —mueve la cabeza, pero empieza a andar más lento.
—¡Tenemos que hacer algo! —insisto. Trago saliva, pero tengo la garganta seca—. Van a azotar a Phil y a Esther…
—No, ya han sobrepasado ese punto —hay un temblor feo en su voz.
Hinco los tacones en el suelo y me paro. Sam se para también, por pura necesidad… O se para, o tira de mí. Su respiración es pesada.
—Tenemos que hacer algo.
—¿Cómo qué? —respira pesadamente—. Son por lo menos veinte. La cohorte tres y los idiotas que creen que pueden alardear de su virtud uniéndose a ellos. No tenemos ninguna posibilidad —mira por encima, parece estremecerse, me empuja hacia él y empieza a andar más rápido—. No te pares, no mires —sisea. Así que, por supuesto, me paro de golpe y miro para ver qué es lo que están haciendo.
¡Oh, mierda! Me tambaleo, y Sam me pasa un brazo por encima mientras veo lo que está pasando. Ya no está gritando nadie, pero eso no significa que no esté pasando nada. Los gritos siguen, dentro de mi propia piel.
—Lo habían planeado —me oigo a mí misma decir desde el final de un túnel oscuro—. Lo habían preparado. No ha sido espontáneo.
—Sí —asiente Sam, blanco como la leche. No hay otra explicación, aunque parezca una locura—. Los ritos de sacrificios humanos parecen haber sido una característica que une las principales culturas de la Edad Pretecnológica —murmura—. Me pregunto cuánto tiempo hace que Fiore estaba pensando introducirlos.
Han atado dos cuerdas a las ramas de los álamos que hay al lado de la iglesia, y dos de los grupos se están ocupando de levantar los cuerpos hacia la copa. Parpadeo. Las curvas parecen estar un poco dobladas. Podría ser la fuerza centrípeta, pero seguramente será porque tengo los ojos llenos de lágrimas.
—No me importa. Si tuviera una pistola, le dispararía a Jen ahora mismo, te lo juro —de repente me doy cuenta de que no me siento mareada por el miedo sino por la rabia—. A esa bruja hay que matarla.
—No funcionaría —dice Sam, casi ausente—. Si se aumenta la violencia, lo único que se consigue es que matar se convierta en algo normal. Ellos están teniendo su fiesta, y lo único que puedes hacer es unirte a ellos…
—Ya, pero… me sentiría mejor —Jen debería tener rejas en las ventanas y dormir con un bate de béisbol debajo de la almohada, si no quiere tener problemas. Se lo merece, esa bruja deshonesta.
—Yo también lo creo.
—¿No podemos hacer nada?
—¿Por ellos? —se encoge de hombros. Ya no se oyen gritos, sino un coro desafinado cantando una especie de himno—. No.
Tiemblo.
—Vámonos a casa. Ahora mismo.
—Muy bien —dice y, juntos, nos ponemos en camino.
El canto nos sigue calle arriba. Me siento aterrorizada porque sé que si miro hacia atrás, me vendré abajo. No puedo hacer absolutamente nada, pero me siento sucia, como si hubiera sido cómplice en todo esto. Y por lo que se refiere a Fiore… se está acercando el momento. Antes o después me encargaré de él. Pero, por ahora, me morderé la lengua y mantendré la boca cerrada, porque tengo la sensación de que ha preparado todo este espectáculo para enseñarnos una lección sobre la construcción de un sistema totalitario, y en este momento todos los espías y soplones van a estar muy atentos, buscando señales de disconformidad.
Un kilómetro más allá y a unos diez minutos de la espantosa conmoción frenética, le doy un tirón del brazo a Sam.
—Vamos más despacio —le sugiero—. Para recuperar el aliento. No tenemos por qué seguir corriendo.
—Recuperar el… —Sam me mira fijamente—. Creía que estabas enfadada conmigo.
—No, no tiene nada que ver contigo —sigo andando, pero más despacio.
Me toca el brazo con la mano.
Asiento, sin decir nada.
—Tres cuartas partes de las personas que estaban allí estaban tan horrorizadas como nosotros. Pero no podíamos impedirlo una vez que todo había comenzado —mueve la cabeza. Respiro profundamente—. Me siento fatal por no haber hecho nada mientras estábamos a tiempo. Se puede manipular una revuelta si uno sabe lo que está haciendo. Pero cuando todo ha comenzado, es difícil pararlos. Fiore no necesitaba empezar nada de esto, pero lo ha hecho. Ha sido como echar gasolina en una barbacoa —son dos cosas con las que me he familiarizado últimamente—. Y después de ese sermón y la transferencia de los puntos, no habría podido impedirlo aunque hubiera querido.
—Parece como si creyeras que es cuestión de elección —lo miro de reojo. Sam no es tonto, pero normalmente no habla con términos abstractos.
—¿De verdad crees que habrías podido evitarlo? Es algo implícito a esta sociedad, Reeve. Nos preparan para que sea fácil matar por conceptos abstractos. Has visto a Jen. ¿De verdad crees que habrías podido pararla, una vez que había empezado?
—Le debería haber clavado un cuchillo en las costillas —camino con pesadez en silencio unos segundos—. Seguramente no lo habría conseguido. Tienes razón, pero eso no hace que me sienta mejor.
Andamos despacio por la carretera, quemándonos al calor del mediodía de un sol artificial de finales de primavera, con nuestros trajes de los domingos. Se oyen los ruidos que hacen los invertebrados bajo la hierba, y el rumor de las hojas de los árboles caducos que se mueven con la brisa. El aire templado huele a salvia y magnolia. Delante de nosotros la calle desciende hacia uno de los cortes que llevan a los túneles de puertas T que proporcionan su geometría a este mundo interno-externo. Sam saca una linterna del bolsillo, atándosela a la muñeca con una cuerda.
—He visto revueltas antes —le digo. Ojalá pudiera olvidarlas—. Siguen una dinámica particular —me siento débil y temblorosa cuando pienso en ello, en la mirada de Phil… apenas lo conocía… y en la obsesión que se escondía tras la multitud. Una delicia para la maldad de Jen—. Una vez que se pasa cierto límite, lo único que puedes hacer es correr y asegurarte de que todo lo que pase después no tiene nada que ver contigo. Si todos hicieran esto, no habría más revueltas.
—Supongo —Sam parece rendido cuando entramos en la penumbra del túnel. Enciende la linterna. El haz de luz se mueve como loco delante de nosotros, mientras la carretera dobla a la izquierda.
—Ni siquiera ese héroe idiota con espada puede manipular una revuelta como esta cuando ya ha empezado —le digo, más pensando en mí misma que en otra cosa—. No sin una armadura de batalla y armas pesadas, porque la gente seguirá y seguirá. Los de detrás no ven lo que está pasando delante, y al idiota que se quede en medio sin hacerse una copia lo matarán enseguida, aunque mate a muchos. Y, de todas formas, el estúpido guerrero de la espada no es más listo que el resto de la gente de la revuelta. El momento de pararla es antes de que empiece. Levantarse ante ella y decir no.
Estamos andando hacia la curva oscura del túnel, desde donde no se ve ni la entrada ni la salida. Sam suspira.
—Yo conocí a una persona que lo habría hecho —dice con melancolía—. El hombre del que me enamoré. No era un tonto, pero habría sabido manejar una situación como esta.
¿El hombre? Sam no me parece el tipo… hasta que me acuerdo de que lo estoy mirando con una visión de separación de géneros, igual que él me está viendo a mí y de que no puedo saber quién o qué era Sam antes de entrar en el experimento.
—Nadie puede hacer eso —le digo delicadamente.
—Puede ser. Pero creo que me hubiera fiado de lo que dijera Robin más que de…
Me paro de repente como si me hubiera estrellado contra una pared. Se me han puesto de punta todos los pelos de la nuca, y se me ha vuelto a hacer un nudo en el estómago como si estuviera a punto de vomitar.
—¿Qué pasa? —pregunta Sam.
—La persona que conocías fuera, por la que te estás consumiendo —le digo con cuidado—, se llama Robin, ¿no es así?
—Sí —asiente con la cabeza—. No te lo debería haber dicho, me penalizarán…
Me agarro a su mano como si fuera una tabla salvavidas mientras me hundo.
—Sam, Sam —¡Tú, idiota! ¡Sí, tú! (No sé muy bien a cuál de los dos me refiero)— ¿No se te había ocurrido nunca que puede que yo conociera a Robin?
—¿Por qué? ¿Para qué serviría? —tiene las pupilas enormes y oscuras en la penumbra.
—Eres el peor… —no sé qué decir. De verdad, no lo sé. Atónito es la palabra más suave que describe como me siento—. El nombre que le diste a Robin fue Kay, ¿verdad? —Tú…
—Kay, ¿sí o no?
Se pone nervioso e intenta soltarme la mano.
—Sí —admite.
—Muy. Bien —es como si no hubiera aire suficiente—. Bueno, Sam, nos vamos a ir a casa, ahora, ¿vale? Porque quienes fuimos antes de venir aquí no cambia en absoluto donde nos encontramos ahora, ¿no?
Es imposible descifrar su expresión en la oscuridad.
—Tú debes de ser Vhora…
Casi le doy una bofetada. Pero en vez de hacerlo, le toco los labios con el dedo índice.
—Primero nos vamos a casa, y después hablamos —le digo, con el estómago revuelto todavía, horrorizado por mi propia estupidez y por no haber querido ver las cosas claras. Vale, así que me he topado directamente con él. Y pensar que me he retorcido los sesos. ¿Y ahora qué?
Suspira.
—Vale —todavía no usa mi nombre. Pero vuelve a apuntar con la linterna hacia adelante. Y es entonces cuando veo el contorno de la puerta en la pared de enfrente.
Es curioso que cuanto más viajamos, menos vemos.
Viajando a través de puertas T evitamos los puntos de interposición entre los nódulos, porque la puerta es, en realidad, un agujero en la estructura del espacio sin puntos de intervención. Y no es muy distinto en coche. Subes, le dices al zombi dónde quieres ir, y él acelera. No es que haya una máquina debajo del capó que inyecte líquido destilado de una antigua biomasa fosilizada (es solo un generador de puerta compacto y un dispositivo de efectos sonoros), pero no cambia nada en cuanto a tu interacción con lo que te rodea.
Mientras tanto, fuera de los coches y de los pasillos y de las puertas y de los juegos que nos negamos a jugar, hay un universo real. Y a veces te da una bofetada en la cara.
Como ahora. He sabido todo el tiempo, de un modo abstracto, que estamos viviendo en una serie de presentaciones terrestres bastante rectangulares, colocadas en la superficie curva interna de muchas colonias enormes de cilindros, que están girando para conseguir fuerza centrípeta (como sustituto de la gravedad), en una órbita que gira alrededor de quién-sabe-qué enana marrón. El cielo es una pantalla, el viento es aire acondicionado, los túneles de las carreteras son parte de una ilusión necesaria, y si vas a andar por el enorme plato trasero, te encontrarás con unas colinas o acantilados que no puedes escalar porque solo tienen algunos metros de altura. No me he parado mucho a pensar cómo estará todo unido entre sí, asumiendo que debía de haber puertas T en cada túnel de carretera. ¿Pero qué pasaría si hubiera otra salida?
Le cojo la mano.
—¡Para! Apunta la linterna hacia atrás. Sí, ahí, justo ahí.
—¿Qué pasa? —pregunta.
—Vamos a ver —lo empujo en esa dirección—. Venga, necesito la luz.
Las paredes del túnel están hechas de losas suavemente curvas, rodeadas de cemento, formando un tubo de unos ocho metros de diámetro. La carretera es una capa lisa de asfalto, cuyos bordes llegan hasta las paredes del tubo justo a la mitad de cada lado. (Ahora que lo pienso, ¿qué habrá debajo de la cubierta de la carretera? Tiene que ser sólida, pero puede que no haya nada debajo). Lo que he visto es un surco rectangular en la pared de enfrente. Cuando me acerco, veo que es de un metro de ancho por dos de alto, con un panel liso de metal hundido en un lateral del túnel. No hay señales de que haya ninguna manilla ni cerradura, salvo un agujero de unos cuantos milímetros de diámetro a la mitad, justo al lado de uno de los bordes.
—Pásame la linterna.
—Toma —me la da sin decir nada. Me acerco a la pared lo más que puedo y pongo la linterna en la grieta. Nada, no se ve ninguna bisagra ni nada. Me pongo en cuclillas y la pongo en el agujero. Nada, aquí tampoco se ve nada.
—Mmm.
—¿Qué es? —me pregunta, nervioso.
—Es una puerta. Es lo único que te puedo decir —me levanto—. Por ahora no podemos hacer nada más. Vámonos a casa y ya pensaremos en esto.
—¡Pero si nos vamos a casa no podremos hablar! —con la luz tenue de la linterna se le ven los ojos muy blancos—. Escucharán todo.
—No ven todo —le digo, para consolarlo—. Venga, vámonos a casa. Esta tarde quiero que cortes el césped.
—Pero yo…
—La cortadora está en el garaje —le digo implacable—. Con otras cosas.
—Pero…
—No están controlando los túneles porque no se esperan que vayamos ahora a casa, Sam. ¿Has notado tu enlace de red últimamente? ¿No? Bien, no parece que hayamos perdido ningún punto por ahora. Hay algunas lagunas en el sistema de vigilancia. Creo que conozco otro sitio donde no están controlando, y tienes que saber que no somos los únicos que queremos salir de aquí.
Me siento seguro diciéndole esto, aunque me saquen el cerebro con cucharilla y me den de comer Curious Yellow en este mismo momento, nos cogerían a los tres: a Sam, a Janis y a mí. Kay debe de estar en fase de negación ahora, pero ella (no, tienes que seguir pensando que él es Sam —me digo a mí misma) no creo que nos delate a los malos. Creo que sé descifrar a Sam bastante bien, a estas alturas, para saber lo que le preocupa. Es curioso cuánto deseaba a Kay pero no sabía si me podía fiar de ella. Y ahora que me fío de Sam, dudo que me vaya a volver a acostar con él nunca más. ¡Qué rara es la vida!
—Porque tú quieres salir de aquí, ¿no? —le pregunto.
—Sí —le tiembla la voz.
—Entonces vas a tener que fiarte de mí un poco más porque todavía no tengo un plan para escapar —le aprieto la mano—. Pero estoy trabajando en ello.
Caminamos juntos hacia la luz.
Por la tarde, Sam se pone los vaqueros y una camiseta, y corta el césped. Yo estoy en el garaje con un mono de trabajo y unas gafas de seguridad, porque he hecho un molde con la escayola y lo estoy llenando de estaño, fundiendo una copia de plomo de la llave del gabinete de curiosidades de Fiore. La llave de plomo no abrirá la cerradura, pero servirá como plantilla para el disco tallado y la pequeña barra de metal que tengo esperando.
Para confundir a todo el que me estuviera viendo, tengo algunos soportes alrededor (una placa de madera para la puerta, que compré en la tienda de pesca, una placa en la que grabar alguna dedicatoria insignificante). Cuando le enseñé a Sam lo que estaba haciendo pestañeó rápidamente, y después asintió.
—Es para el club de las mujeres del punto de cruz manual —le digo, con la primera explicación estúpida que se me ocurre. No existe un club así, pero suena bien, es una explicación que activará una imagen reflejo en quienquiera que nos esté espiando en busca de alguna conducta anómala.
Puede que estemos viviendo en una vasija de cristal con luces brillantes y pantallas que nos vigilan todo el tiempo, pero no creo que haya un ser humano que esté viendo lo que hacemos en todo momento. Somos muchos más que los experimentadores, y su interés principal es nuestra socialización pública. (O, por lo menos, esa es la versión oficial). Para controlar a un organismo inteligente se necesitan observadores con una teoría mental que sea tan inteligente como la del sujeto al que estén observando. Nosotros somos el doble que los experimentadores en orden de magnitud, y no he visto ningún signo de fuertes metainteligencias superhumanas en esta operación, así que creo que tengo probabilidades de éxito. Si estamos enfrentándonos a dioses debiluchos, debería tirar la toalla ahora mismo. Pero si no… Puedes delegar todo lo que quieras a mecanismos subconscientes, pero corres el peligro de que se les escapen algunos detalles. Sic transit gloria panopticon.
Los servicios de la iglesia los controlarán de todas las formas imaginables. Pero después de la iglesia, Fiore y sus amigos estarán tan ocupados volviendo a proyectar las grabaciones desde todos los ángulos imaginables e intentando entender cómo operan las dinámicas sociales de una genuina revuelta de los años oscuros, que no se preocuparán por lo que yo esté haciendo en el garaje hasta mucho más tarde, y me dedicarán solo una mirada aburrida para asegurarse de que no me esté acostando con el marido de mi vecina ni llorando como una histérica en un rincón. Y como están acostumbrados a usar puertas A para fabricar cualquier tipo de artefacto físico que necesiten, seguramente creerán que lo que estoy haciendo es algún tipo de hobby de los años oscuros y me verán como una esposa un poco aburrida pero bien adaptada en general. Incluso me gané un par de puntos la semana pasada por coser. Estuve zurciendo trabajosamente una jaula de Faraday para mi bolsa justo delante de sus narices, ¡y ellos creyeron que estaba practicando diligentemente manualidades tradicionales femeninas! Hay pequeñas lagunas en su sistema de vigilancia, y otras más grandes en su capacidad de entendernos, y esto será lo que los haga caer.
El concentrarme en hacer la llave y en pensar cuánto estoy empezando a odiarlos es una buena forma de evitar hacer frente a lo que pasó fuera de la iglesia esta mañana. También es una buena distracción de la pared contra la que me estrellé antes, o la puerta del túnel, o todas las demás cosas de mierda que han pasado desde que me desperté esta mañana pensando que hoy no sería más que otro aburrido domingo.
Después de lo que parecen unos minutos de tensión infinita (pero el reloj mentiroso insiste en que han sido unas cuatro horas buenas), salgo del garaje. La luz caliente de la mañana se ha suavizado, convirtiéndose en un rosado resplandor de media tarde, y los insectos rechinan bajo un cielo turquesa. Parece que me he perdido una tarde idílica de verano. Me siento temblorosa, estoy cansada y tengo hambre. También estoy sudando como un cerdo, y seguramente apestaré. No hay señales de Sam, así que me voy para adentro y ataco al cuarto de baño, me quito la ropa y marco el programa de la ducha para una fresca inundación hasta que el agua se lo lleve todo con ella.
Cuando salgo de la ducha busco agitadamente por el armario hasta que encuentro un traje de playa, y después bajo las escaleras con una idea bastante vaga de encontrar algo que comer. Quizá una cena de microondas, para cenar en el porche de atrás viendo la puesta de un sol ilusorio. Pero veo a Sam entrando por la puerta principal. Parece demacrado.
—¿Dónde has estado? —le pregunto—. Iba a preparar algo de comer.
—He estado con Martin, Grey y Alf en el cementerio de la iglesia —lo miro con más atención. Tiene la camiseta manchada de sudor, y las uñas sucias—. En el entierro.
—¿El entierro? —por un momento, no sé de lo que me está hablando, entonces, de repente, me acuerdo de todo y empiezo a sentirme un poco mareada, como si todo me estuviera dando vueltas dentro de la cabeza—. El… me lo deberías haber dicho.
—Estabas ocupada —se encoge de hombros desinteresadamente.
Mueve la cabeza.
—No tengo hambre.
—Sí que tienes —lo cojo del brazo derecho y lo llevo a la cocina—. No has comido nada a mediodía, a no ser que hayas picado algo y yo no te haya visto, y se está haciendo tarde —respiro profundamente—. ¿Cómo ha sido?
—Ha sido… —se para y respira hondo—. Ha sido… —se vuelve a parar y empieza a llorar.
Estoy completamente segura de que Sam ha visto la muerte de cerca antes, muy de cerca y de un modo que le afectó personalmente. Tiene por lo menos tres gigasegundos, se ha sometido a una cirugía de la memoria, ha sufrido la disociación psicopática que produce, se ha visto entre tontos que se retaban en duelo como yo en la fase postquirúrgica y ha vivido con criaturas pretecnológicas para quienes la muerte violenta y la enfermedad son parte del banquete desagradable de la vida. Pero hay una enorme diferencia entre los efectos de un semiduelo entre adultos que lo aprueban, con unas copias de puertas A que te hacen resucitar produciéndote solo un ligero dolor de cabeza, y un acto fortuito de brutalidad sin sentido en el aparcamiento de una iglesia.
Dejando aparte las copias, las segundas oportunidades, que nadie pueda volver a casa rascándose la cabeza y preguntándose qué ha pasado en los dos kilosegundos de su vida que parecen haber desaparecido. La diferencia real es que podrías haber sido tú. Porque, cuando te paras a pensarlo seriamente, la única cosa segura es que si el sapo repugnante del pulpito hubiera dado el nombre equivocado, serías tú el que terminaría allí arriba en las ramas, ahogándote y dando tirones colgado de una cuerda. Podrías haber sido tú. No lo has sido, pero esto no es más que un accidente de la fortuna. Sam acaba de volver de la guerra, y ha entendido definitivamente el mensaje.
Puede que sea por esto por lo que terminamos en el banco de madera del porche de atrás, yo sentada y él con la cabeza apoyada en mi regazo, sin llorar como lo habría hecho un niño, pero sí sorbiéndose la nariz de vez en cuando entre los jadeos de una respiración entrecortada. Yo le estoy acariciando el pelo, intentando que no me arrastre con él… la hoja afilada de la empatía, o la urgencia de decirle que se sobreponga y que siga con el programa. Duele cuando te juzgan, y él me disuadiría con sus propias palabras si lo escuchara. Si no…
Bueno, podría haber usado un aparato de escucha la otra noche, pero no quiero usar esto contra él.
—Greg llamó mientras estabas en el garaje —me dice al final—. Me preguntó si les podía ayudar a limpiarlo todo. Lo que estaba diciendo esta mañana. No permitir que abusen de mí. Me imagino que parte del problema es que si no pude hacer nada en su momento por lo menos podría hacer algo después —y se para otra vez, sollozando casi un minuto.
Cuando para, consigue hablarme tranquila y uniformemente, con un tono pensativo. Es como si estuviera explicándoselo todo a sí mismo, intentando encontrarle un sentido.
—Cogí un taxi para ir a la iglesia. Greg me pidió que llevara una pala, así que la llevé. Cuando llegué Martin y Alf ya estaban allí, con Liz, que era la mujer de Phil. Mal está en el hospital. Intentó detenerlos. Lo hirieron. En la revuelta, quiero decir. Hay otras personas decentes aquí, pero están demasiado asustadas como para ayudarnos siquiera a enterrar los cuerpos o consolar a la viuda.
—Viuda —es otra palabra nueva en esta pequeña prisión, como embarazada o revuelta. (Y mortal si es que estamos aquí el tiempo suficiente, me imagino).
—Greg cogió una escalera que había en la entrada de la iglesia, y Martin subió para cortar la cuerda y soltar los cuerpos. Liz estaba muy callada cuando bajaron a Phil, pero no lo pudo soportar más cuando bajaron a Esther. Menos mal que Xara llegó con una botella de whisky y se sentó con ella. Entonces Greg, Martin y Alf empezaron a excavar. En realidad empezamos allí mismo, pero después Alf dijo que Fiore se había equivocado, y que lo teníamos que hacer en el cementerio.
Así que empezamos a cavar allí, mientras que Alf fue a comprar unas tablas. Creo que el agujero era lo suficientemente profundo. Ninguno de nosotros lo había hecho antes.
Se queda en silencio un momento. Le acaricio el pelo, echándoselo para atrás, desde un lado de la cara.
—Veinte ciclos —dice un poco después.
—¿Siete meses?
—Sin copias —afirma.
Es una cantidad de tiempo que da miedo perder, eso seguro. Y más miedo todavía da pensar que las últimas copias que tienen de nosotros están encerradas en el ensamblador cortafuegos que aísla el Programa YFH del resto del mundo exterior… aunque no esté segura de que esté infectado de Curious Yellow, tengo mis sospechas. (El C.Y. se copia a sí mismo entre las puertas A a través de los enlaces de red de las víctimas infectadas, ¿no? Y la funcionalidad sospechosamente restringida de nuestros enlaces de red dentro del YFH me preocupa). No creo que haya otras copias anteriores de Phil y Esther en archivo en ninguna parte. Si es así, y si no podemos limpiar los nódulos infectados, los habremos perdido de verdad.
Sam se queda en silencio mucho tiempo. Nos quedamos en el banco mientras la luz se hace más roja y se oscurece, y un poco más tarde, me limito a apoyar las manos en su espalda y a mirar los árboles del otro extremo del jardín. Entonces, sin ningún preámbulo, murmura:
—Supe quién eras casi desde el principio.
Le vuelvo a acariciar la mejilla, sin decir nada.
—Tardé menos de una semana en imaginármelo. Te pasabas casi todo el tiempo hablando de esa supuesta amiga tuya que estabas buscando aquí dentro. Y que creías que era Cass.
Sigo acariciándolo, más que nada para tranquilizarme a mí misma.
—Creo que al principio estaba conmocionado. Tú parecías tan dinámica y confiada y segura de ti misma… fue horrible despertarme en aquella habitación y descubrir que me había convertido en esta cosa hinchada que anda a pisotones, pero después, al verte a ti así, como eres, me asusté. Al principio pensé que me había equivocado, pero después no. Así que no dije nada.
Dejo de mover las manos, dejándole una sobre un hombro y la otra al lado de la cabeza.
—Casi me mato el segundo día, pero tú no te diste cuenta.
\Mierda\ Pestañeo.
—Estaba enfrentándome a mis propios problemas —consigo decir.
—Sí, ahora me doy cuenta —me habla con un tono suave, casi somnoliento—. Pero no pude perdonarte por un tiempo. Yo ya he estado aquí antes, ya sabes. No aquí-aquí, pero sí en un sitio parecido.
—¿Los vampiros del hielo? —le pregunto, antes de poder contenerme.
—Sí —se pone tenso, y se incorpora—. Todo un planeta de sapiens anteriores a la aceleración que probablemente no conseguirán seguir adelante sin ayuda exterior porque han pasado tanto tiempo para llegar a la técnica que se han quedado sin combustibles fósiles de fácil acceso —mece las piernas y se sienta derecho, cerca de mí pero lo suficientemente lejos como para que no nos podamos tocar—. Viviendo y alimentándose y muriendo de viejos y a veces metiéndose en guerras y a veces muriendo de hambre, por desastres y plagas.
—¿Cuánto tiempo estuviste allí, que no me acuerdo? —le pregunto.
—Dos gigasegundos —se da la vuelta y me mira fijamente—. Formaba parte de una, una… creo que tú lo llamarías una unidad reproductiva. Una familia. Yo era un vampiro del hielo, ya sabes. Estuve allí desde el final de la adolescencia hasta la vejez, pero en vez de dejar que me cuidaran, me escapé a la tundra y usé mi enlace de red para pedir que me transfirieran. Casi lo dejo demasiado tarde. Era un enfermo terminal y casi me quedo en una cama para siempre —parece distante—. Todos los sapiens que hemos visto que saben usar instrumentos usan estrategias reproductivas de tipo K. Yo sobreviví a mis parejas, aunque tuve tres hijos, a sus parejas cis y trans, y más nietos que…
Suspira.
—Parece que quieres que sepa todo esto —le digo—. ¿Estás seguro?
—No lo sé —me mira—. Solo quería que supieras quién soy y de dónde vengo —mira a las piedras que hay en el suelo entre sus pies—. No lo que soy ahora, que es un travestido. Me siento sucio.
Me levanto. Ya ha me ha contado suficiente, pienso.
—Vale, a ver si lo he entendido. Tú eres un ex-xeno-ornitólogo que te acercaste demasiado a tus sujetos de estudio para tu propia estabilidad emocional. Has sufrido una mala disforia de tu imagen corporal que el YFH no localizó en su cuestionario de ingreso, eres bueno en la negación (de ti mismo y de los demás), y eres un caso de fracaso patético en el suicidio —me quedo mirándolo—. ¿Qué es lo que se me escapa? —le cojo las manos— ¿Qué es lo que se me escapa? —le grito.
En este momento me doy cuenta de varias cosas al mismo tiempo. Que estoy muy, muy enfadada con él, aunque no es esto lo único que siento, porque no es el tipo de rabia que uno siente ante un extraño o un enemigo. Y mientras que yo he estado trabajando como loca y tengo una forma física mucho mejor que cuando llegué, Sam no ha hecho nada, pero es treinta centímetros más alto y pesa treinta kilos más que yo porque es un hombre, y lo han construido como un tanque. Puede que enfadarse y gritarle a la cara a uno que es mucho más grande que yo y que está traumatizado por repetidas experiencias negativas no sea una cosa muy inteligente, pero no me importa…
—* * —murmura.
—¿Qué? —lo miro—. ¿Puedes repetírmelo?
—* * —dice, tan bajo que no llego a escucharlo por encima del ruido de la sangre que me golpea los oídos—. Por eso no me suicidé.
Muevo la cabeza.
—Me parece que no te estoy oyendo bien.
Se me queda mirando.
—¿Quién crees que eres? —me pregunta.
—Depende. Fui un historiador, durante mucho tiempo. Después llegaron las guerras, y fui un soldado. Después me convertí en un tipo de soldado que necesita entrenamiento histórico, y después perdí la memoria —le devuelvo la mirada—. Ahora soy una estúpida ama de casa ineficiente, bibliotecaria a media jornada, ¿vale? Pero te diré una cosa… algún día volveré a ser un soldado.
—¡Pero todos esos son externos! No eres tú. ¡No me quieres decir nada! ¿De dónde eres? ¿Has tenido una familia alguna vez? ¿Qué les pasó?
Parece nervioso, y de repente me doy cuenta de que le doy miedo. ¿Le doy miedo? ¿Yo? Doy un paso atrás. Y entonces me doy cuenta de la expresión que tengo que tener en este momento, y es como si toda la sangre se me hubiera convertido en agua helada, porque su pregunta me ha traído a la memoria un recuerdo que creo que mi identidad anterior había olvidado deliberadamente antes de la cirugía, porque sabía que podría volver a salir a la luz, y si olvidarlo hace daño, peor hubiera sido recordado y que después una intervención médica lo hubiera borrado. Me siento derecha en el banco, y evito su mirada porque no quiero ver su compasión.
—Murieron todos en la guerra —me oigo decir a mí misma inexpresivamente—. Y no quiero hablar de ello.
Cuando me acuesto, otra historia aterradora viene a hacerme una visita, desde lo más profundo de los recuerdos que había suprimido. Esta vez sé que es real y que me ha pasado de verdad, y no puedo hacer nada para cambiarla… y eso es lo que la convierte en una pesadilla tan horrible.
El final ya se ha escrito, y no es un buen final.
En el sueño, yo soy un ortohumano débil con el pelo verde largo y con una sonrisa que mis compañeros dicen que es agradable. Soy mucho más joven (tengo casi tres gigasegundos) y soy feliz, por lo menos al principio. Formo parte de una familia estable con otros tres miembros principales, además de tener otras relaciones sexuales ocasionales con cinco o seis colegas. Somos completamente bisexuales, por naturaleza o por una modificación del sistema límbico, copiado de los chimpancés enanos. En mi familia tenemos dos hijos, y tenemos pensado tener otros dos dentro de un gigasegundo o así. También tengo la suerte de tener una vocación, investigando la historia de la teoría de la memoria… un aspecto de ideología cultural que tomó importancia solo después de la Aceleración, y que se pone y pasa de moda, pero que a mí me parece de esencial importancia. La historia de mi campo, por ejemplo, nos dice que durante casi un gigasegundo del anticuado siglo XXlll, la mayoría de la humanidad-en-exilio era de Zimbabwe, clones casi conscientes que operaban bajo la tutela de un gobernante. Cómo ocurrió y cómo cayó la dictadura cognitiva es lo que estoy estudiando con gran interés, así que no se trata simplemente de unas cuantas expediciones a las viejas sienes de memoria.
Por uno de estos viajes no estoy en casa con mi familia cuando el Curious Yellow sale gritando de ninguna parte para borrar grandes partes de la historia, llevándose consigo toda una civilización estelar, y (para llevarlo al terreno personal) a toda mi familia.
Cuando el Curious Yellow aparece por primera vez, yo estoy visitando en carne y hueso lo que llamamos un Mobile Archive Sucker, o sea, un succionador móvil de archivos. Un MASucker es una nave interestelar que se mueve pesadamente, un cilindro móvil dotado de un hábitat, alimentado por el plasma canalizado desde el interior de una lejana AO supergigante por vía de una puerta T. Da vueltas a una velocidad relativamente baja entre sistemas de enanas marrones, que en esta parte de la galaxia están a 3,26 años luz unas de otras. Durante los intervalos de multigigasegundos que pasan desde que se encuentran más cercanas, la tripulación se retira a una copia de una plantilla helada, reencarnándose desde los ensambladores de la nave cuando las cosas se ponen interesantes. La nave es prácticamente autónoma (aparte de su regulador estelar, y de su puerta T con cortafuegos hermético ajustado a las premisas del instituto de investigación que lo creó hace siglos). Sus sistemas internos están completamente desconectados de la red del programa porque está diseñado para una misión de más de un terasegundo, y se esperaba desde el principio que la civilización colapsara por lo menos una vez dentro del periodo de vida activa de la nave. Por este motivo he venido aquí en persona para entrevistar a Vecken, el capitán de la nave, que vivió poco después de la dictadura cognitiva y debe de acordarse de algunos de los supervivientes.
Ahora pasa algo curioso: no recuerdo sus caras. Me acuerdo de que Lauro, Iambic-18 y Neual no solo fueron importantes para mí, no fueron solo amantes, sino que, de un modo muy real, definieron mi propia identidad. Gran parte de mi identidad se configuró a partir de la idea clave de que no estaba solo: de que era parte de un grupo, de que habíamos ajustado colectivamente nuestra neuroendocrinología de tal modo que el estar cerca de los demás nos proporcionaba una actividad endorfina (lo que solía ser el proceso casual llamado enamorarse) y nos centraríamos en intereses complementarios y habilidades y vocaciones. Más que de una familia, se trataba de un superorganismo, haciendo que nos sintiéramos completos y llenos de alegría. Creo que he tenido una vida anterior solitaria, pero casi no me acuerdo porque creo que se convirtió en algo insignificante en comparación con esta.
Pero no consigo recordar sus caras, e incluso ahora (hace una vida que pasó el dolor), me molesta.
Neual era rápido con las manos y los pies, y encontraba un placer astutamente sarcástico enfadándome. Lauro tenía unos modos perfectos, pero los perdió haciendo el amor con nosotros. Iambic-18 era un xenomorfo radical, y, a veces, cuando quería, se manifestaba en más de un cuerpo al mismo tiempo. Nuestros hijos…
Están todos muertos, y fue indiscutiblemente culpa mía. La naturaleza del Curious Yellow es propagarse furtivamente por las puertas A, creando una red de igual a igual que intercambia instrucciones puente usando a la gente como paquetes de datos. Si tienes la desgracia de que te infecte, te instala su núcleo en tu enlace de red, y cuando te chequean en una puerta A para hacerte una copia o transportarte (para lo que se usa tu enlace de red), C.Y. es lo primero que salta al espacio de memoria de almacenamiento temporal de la puerta. Obviamente, los nódulos de control de la puerta A detectan un defecto de diseño en la arquitectura estándar. La gente que ha sido desensamblada y reensamblada por una puerta A recientemente infectada, infecta otras puertas A mientras viaja. C.Y. usa a la gente como vectores de infección.
La primera infección de C.Y. que llegó a la República de Es instaló una carga útil que había sido diseñada para redactar la información histórica que rodea a algún hecho (no estoy seguro de cuál exactamente, pero creo que es una secuela que dejó la destrucción de una de las viejas dictaduras cognitivas) cuando se reescribía a la gente que pasaba a través de puertas infectadas. Pero solo se activó cuando la infección se había transmitido a través de toda la red. Así que Curious Yellow apareció de golpe por todas partes, después de haber estado expandiéndose silenciosamente durante cientos de megasegundos.
En mi sueño-recuerdo, estoy tomándome un té en el puente del Agradecimiento a la Duración, que en aquel tiempo tenía la forma de un templo del lago de la divinidad sintoísta Kami del viejo Japón. Estoy sentado con las piernas cruzadas enfrente de Séptima (la guardiana de la nave), esperando al capitán Vecken. Mientras repaso algunos temas que había almacenado fuera de la red, mi enlace salta. Parece que hay un problema de coherencia de memoria caché… la puerta T de la nave se acaba de cerrar.
—¿Pasa algo? —le pregunto a Séptima—. Me acaban de desconectar.
—Puede —Séptima parece enfadada—. Le pediré a alguien que investigue —me mira fijamente, recordándome que hay tres o cuatro copias más de esta extraña y vieja archivera por los compartimentos cilíndricos concéntricos de la nave.
Parpadea rápidamente.
—Parece ser una alerta de seguridad. Algún tipo de intruso acaba de saltar nuestro espacio de transcripción. Si me espera un momento, voy a ver qué está pasando.
Va hacia la puerta de la tetería y, como puedo reconstruir más tarde, es este el preciso instante en que un enjambre de 8.329 robots del tamaño de una avispa atacan, brotando del ensamblador, la casa de mi familia. Vivimos en una residencia con la forma de las viejas casas de Urth que se llama La Cascada, con un diseño tradicional de antes de la Aceleración. En la casa hay puertas, escaleras y ventanas, pero no hay puertas T internas que se puedan cerrar, así que los robots se hacen rápidamente con Iambic-18, que está en la cocina con la puerta.
Deconstruyen tan rápidamente a Iambic-18 que no le da tiempo ni a lanzar un grito de dolor, ni una pulsación de enlace de red de agonía. Después avanzan por la casa con un zumbido nebuloso maligno, esparciendo la muerte por todas partes. Un pequeño chorro de sangre por aquí, un grito ahogado por allá. El ensamblador de la casa ha sido presa del Curious Yellow, que ha borrado nuestras copias para ceder su puesto a las avispas de la tiranía, y, aunque todavía no lo sé, mi vida ha quedado vacía de cualquier cosa que le diera un sentido.
Tras las ejecuciones, se comen los cuerpos físicos y defecan más partes de robots, preparadas para ensamblarse en otros enjambres de ataque que continuarán la caza de los enemigos del Curious Yellow.
Ahora sé todo esto porque el Curious Yellow mantenía un registro con todas las muertes somáticas que provocaba. Nadie sabe por qué lo hacía (una teoría dice que era un informe que el C.Y. preparó para sus creadores), pero he visto tantas veces el mapa radar de un trillón de hercios de seguridad de las avispas comiéndose a mi familia y a mis hijos que se me ha quedado grabado en la mente. Yo soy uno de los pocos supervivientes de los millones de objetivos que habían catalogado como enemigos somáticos, y que tenían que destruir en vez de reescribir. Y ahora es como si lo estuviera viendo por primera vez, reviviendo el horror que hizo que implorara a los Linebarger Cats que me cogieran y me convirtieran en un tanque. (Pero eso fue medio gigasegundo más tarde, cuando el Agradecimiento a la Duración se puso en contacto con uno de los reductos aislados de la resistencia).
Me doy cuenta de que me he despertado, pero todavía es media noche. Me escuecen las mejillas por la huella que han dejado las lágrimas saladas que he derramado mientras dormía, y estoy acurrucado en una posición incómoda, cerca de uno de los bordes de la cama. Hay un brazo que me rodea la cintura, y noto el aire de alguien que respira detrás de mi cuello. Al principio no consigo entenderlo, pero después empieza a tener sentido.
—Estoy despierta —murmuro.
—Ah. Bien —parece medio dormido. ¿Cuánto tiempo habrá estado aquí? Me acosté sola… siento una momentánea puñalada de pánico al pensar que no lo he invitado a venir, pero no quiero estar sola. Ahora no.
—¿Estabas dormido? —le pregunto.
Bosteza.
—Me he debido de quedar dormido —estira el brazo y yo también me estiro, y me echo sobre él, sobre la curva que se forma entre el pecho y las piernas—. No estabas bien.
—Lo que no te dije antes —y todavía no estoy seguro de que sea una buena idea contarle—. Mi familia. El Curious Yellow la mató.
—¿Qué? Pero el Curious Yellow no mataba, reescribía…
—No a todos —me inclino sobre él—. A la mayor parte de la gente la reescribía. A otros nos daba caza para asesinarnos. A los que podrían descubrir quién lo creó, supongo.
—No lo sabía.
—Casi nadie lo sabe. O te infectaba directamente, en cuyo caso lo más probable es que murieras, o afectaba a otros, y tú estabas demasiado ocupado reconstruyendo tu vida e intentando hacer que tu micropolítica de cortafuegos funcionara sin la retroalimentación externa que proporcionaba el resto de Es. Un gigasegundo después del final de la guerra, ya no le importaba a nadie.
—Pero tú no lo olvidaste.
Noto la tensión de Sam en el brazo con el que me rodea.
—Mira, estoy cansada y no quiero volver a recordarlo todo… el dolor del pasado. ¿Vale? —intento relajarme a su lado—. Me he convertido en una criatura solitaria. No conseguí acercarme a nadie durante la guerra, y desde entonces tampoco he tenido la oportunidad.
Respira profunda y constantemente. Puede que ya se haya quedado dormido. Cierro los ojos e intento dormirme yo también, aunque tardo mucho tiempo. No puedo evitar pensar lo desesperadamente que tiene que necesitar el contacto humano para que haya decidido volver a compartir la cama conmigo.