El taxi que me lleva a la Cámara de Comercio llega una media hora después de que Sam se haya ido a trabajar. Estoy preparada y esperándolo, pero estoy nerviosa por todo esto en general. Por una parte, parece necesario (para asegurar mi independencia ante Sam, tener una fuente de ingresos extra, conocer a otros compañeros, romper el surco solitario de la mujer que está siempre en casa), pero por otra parte, es una decisión discutible. No tengo ni idea de lo que me van a pedir que haga, me va a robar mucho tiempo, será seguramente aburrido y sin sentido, y aunque conozca a otra gente, no puedo saber si me caerá bien o no. Lo que en su momento parecía una buena idea, ahora me está empezando a agobiar.
El operador del taxi no me es de ninguna ayuda, claro… no me puede decir nada.
—La Cámara de Comercio —anuncia—. Por favor desaloje el vehículo —así que me bajo y me dirijo al imponente edificio que está a mi derecha, con una puerta giratoria hecha de metal y madera, esperando que no noten mi indecisión. Voy hacia el dependiente de la recepción.
—Soy Reeve. Tengo una cita a las, eh, diez en punto con el señor Harshaw.
—Pase, señora —dice el zombi, señalando la puerta que está detrás de él con una ventana de vidrio escarchado y con una inscripción de letras doradas encima. Mis tacones suenan mientras camino y abro la puerta.
—¿El señor Harshaw? —pregunto.
La habitación está dominada por un amplio escritorio de madera, con un rectángulo teñido incrustado, hecho con la piel de un gran herbívoro. Las paredes están revestidas de madera y hay imágenes fijas naturales dentro de unos marcos que cuelgan de unos ganchos cerca del techo, certificados y retratos de grupos de hombres con chaquetas oscuras que se dan la mano. Un hombre casi anciano con un traje negro, prácticamente calvo y con la cintura ancha, está sentado detrás del escritorio. Medio sonríe cuando entro, y me extiende una mano. ¿Un zombi?, me pregunto, dudosa.
—Hola Reeve —parece tranquilo y seguro de sí mismo—. ¿No quiere sentarse?
—Claro —cojo una silla de la otra parte del escritorio y cruzo las piernas, mientras le analizo la cara. Se nota que me está mirando, prestando atención a mi cuerpo, lo que significa que es real. Los zombis no están programados para eso—. ¿Cómo es que no lo he visto en la iglesia?
—Soy del cuerpo administrativo —me dice con sencillez—. ¿Quiere un cigarro? —dice, señalando una de las cajas de madera del escritorio.
—Lo siento, no fumo —le digo, un poco tensa. Odio como huele, pero esto no puede ser malo, ¿no?
—Tanto mejor para usted —coge uno, lo enciende e inhala el humo pensativamente—. Ayer solicitó un puesto de trabajo en caso de que hubiera alguna vacante, y resulta que en este momento tenemos una que le podría ir bien. Me he tomado la libertad de mirar sus informes. Pero uno de los requisitos es ser no fumador.
—Ah —levanto una ceja. El señor Harshaw, del cuerpo administrativo, no es lo que me esperaba, que digamos; creía que me las iba a tener que ver con un zombi estúpido que tuviera que consultar una base de datos de colocación.
—¿En qué consiste el trabajo? —le pregunto.
—Es un trabajo de biblioteca —se encoge de hombros—. Archivar libros. Seguir los que se retiran, publicar los avisos de vencimiento y recaudar las multas. Ayudar a la gente a encontrar los libros y la información que estén buscando. Organizar los estantes y añadir los títulos nuevos cuando entran. Trabajarás para Janis, de la cohorte número uno, que ha sido nuestra bibliotecaria desde el principio. Dentro de poco dejará el trabajo, y por eso tenemos que enseñarte, para que puedas sustituirla.
—¿Va a dejar el trabajo? —lo miro extrañada—. ¿Por qué?
—Porque va a tener un niño —dice, y dibuja un anillo de humo perfecto que sube hacia el techo.
Al principio no entiendo de qué está hablando, pero el concepto no me es del todo desconocido.
—¿Por qué tendría que dejar su trabajo para…?
Ahora es cuando le toca a él mirarme extrañado.
—Porque está embarazada —dice.
La cabeza me da vueltas, como si todo el mundo estuviera girando a mi alrededor. Tengo como un ruido metido en los oídos y me noto débiles las piernas. Menos mal que estoy sentada. Entonces empiezo a unir cabos sueltos y a darme cuenta de lo que está pasando. Janis está embarazada, o sea, que tiene un feto creciendo dentro del cuerpo como si fuera un tumor encapsulado, que era el modo en que los humanos solían incubar a sus pequeños durante los años salvajes, antes de la civilización. Me imagino que ella y su marido tuvieron relaciones sexuales, y que ella era fértil.
—Tiene que ser… —digo, y me tapo la boca. Fértil.
—Sí, ella y Norm están muy contentos —dice el señor Harshaw, asintiendo con la cabeza, entusiasmado. Parece satisfecho por algo—. Estamos todos muy contentos por ellos, aunque esto signifique que tengamos que preparar a otro bibliotecario nuevo.
—Bueno, me gustaría mucho, o sea, intentar… —empiezo a decir, aturdida. «¿Le habrá pedido a los médicos que la hagan fértil?» Una sospecha furtiva y horrible… «¿o somos ya fértiles?» Sabía que la menstruación era un tipo de señal metabólica que tenía relación con ser una hembra prehistórica, pero, en realidad, hasta ahora no me había dado cuenta de lo que todo esto significaba. Tener un hijo es difícil, uno tiene que buscar asistencia médica, y tener un hijo que crece dentro de tu propio cuerpo es todavía peor. La idea de que los cuerpos ortohumanos que nos han dado sean tan orto que puedan generar automáticamente seres humanos al azar teniendo relaciones sexuales es aterradora. No creo que los médicos de los años oscuros tuvieran incubadoras, y si me quedo embarazada tendré que dar a luz en vivo. «De hecho, Sam y yo tuvimos…»—. Perdone, ¿dónde están los servicios? —le pregunto.
—Por aquella parte, la segunda puerta a la izquierda —el señor Harshaw sonríe para sí mismo cuando salgo corriendo. Y sigue sonriendo cinco minutos después cuando vuelvo a su despacho, esforzándome por guardar la compostura, negándome a dar explicaciones sobre los retortijones que me han obligado a salir corriendo—. ¿Se encuentra bien? —me pregunta.
—Ahora sí —le digo—. Lo siento, tiene que ser algo que he comido.
—Es perfectamente normal. Si quiere acompañarme, podemos visitar la biblioteca y le puedo presentar a Janis. ¿Cree que podrá hacerlo?
Asiento con la cabeza y salimos para coger un taxi. Creo que lo estoy haciendo bastante bien, teniendo en cuenta que se me ha caído el mundo encima y es como si me estuvieran aporreando con un martillo. ¿Cuánto tarda un feto en nacer, unos trescientos diurnos? Esto le da otro carácter al programa. Tengo la deprimente sensación de que he debido de aceptar todo esto implícitamente. En alguna parte, escondido entre la letra pequeña de la copia que firmé, tiene que haber una cláusula que pueda interpretarse diciendo que doy mi consentimiento para que me hagan fértil y, si fuese necesario, para quedarme embarazada y tener un niño durante el periodo de estudio. Es el tipo de truco sucio en el que Fiore y sus amigos estarían encantados de que cayéramos mientras somos vulnerables.
Unos minutos más tarde me doy cuenta de que la supervisión del comité ético independiente que nos prometieron es una mierda. Toda esta situación, llevada al extremo, supondría que todas las mujeres nos quedáramos embarazadas y que tuviéramos hijos, en cuyo caso los experimentadores se arrogarían la responsabilidad de cuidar a cientos de bebés que no habrían dado su consentimiento para ser criados en un ambiente de simulación de los años oscuros sin acceso a una asistencia médica, a una educación o a un proceso de socialización decente. Cualquier comité responsable de revisión ética se cagaría si se le propusiera encargarse de un experimento como este. Así que me imagino que el comité de revisión ética no es demasiado ético, si es que existe en realidad.
Estoy pensando en todo esto cuando el señor Harshaw le dice a nuestro zombi que nos lleve a la biblioteca municipal. La biblioteca está en una zona de la ciudad que no había visto todavía, en el mismo edificio en el que están el Ayuntamiento y lo que el señor Harshaw señala, diciéndome que se trata de la estación de policía.
—¿La estación de policía? —le pregunto, pálida.
—Sí, donde está la policía —me mira como si no estuviera en mi sano juicio.
—Creía que el índice de criminalidad sería tan bajo que no se necesitarían realmente unas fuerzas del orden —le digo.
—Por ahora es así —contesta, con una sonrisa que no logro interpretar—. Pero las cosas están cambiando.
La biblioteca es un edificio humilde de ladrillo, con una fachada de cristal que da a la zona de recepción, y hay unos tornos que dan a un par de habitaciones grandes llenas de estantes. Hay libros (unas hojas encuadernadas de papel mudo) en las estanterías, muchas estanterías. De hecho, no había visto nunca tantos libros en mi vida. Es irónico, en realidad. Mi enlace de red puede darme millones de veces más de información con un impulso, si funcionara. Pero en esta sociedad informáticamente pobre, las pilas de papel de árboles muertos representan todos los conocimientos de que dispone el saber humano. Por lo que parece, solo tenemos derecho a unos rasguños de sabiduría.
—¿Quién tiene acceso a todo esto? —le pregunto.
—Dejaré que Janis te explique todo el procedimiento —dice, pasándose una mano por su resplandeciente coronilla—, pero todos los que quieran pueden retirar… tomar en préstamo… los libros de la sección de préstamos. La sección de referencia es un poco distinta, y también hay una colección privada —se aclara la garganta—. Es confidencial y se espera que no des nada de esta sección en préstamo a quien no tenga una autorización. Por cierto, posiblemente suena dramático, pero no es muy romántico. Conservamos mucha documentación del proyecto en papel, así que no podemos violar el protocolo experimental aportando herramientas de conocimiento y gestión antes de tiempo, y tenemos que almacenar todo este papel en alguna parte mientras que no lo usemos, así que lo tenemos aquí, en la biblioteca —mantiene la puerta abierta—. Vamos a buscar a Janis, ¿vale? Después nos iremos a comer. Así podremos hablar de si aceptas el trabajo y, de ser así, te comentaré cuál sería tu sueldo, las condiciones que te ofrecemos, y cuándo podrías empezar el curso de aprendizaje.
Janis es rubia y delgada, tiene ojeras y se la ve preocupada, y las manos huesudas le revolotean como insectos atrapados mientras me describe las cosas. Después de haber tenido que bregar con las maquinaciones de Jen, Janis es como una bocanada de aire fresco. El primer día llego al trabajo temprano, pero Janis ya está allí. Me lleva enseguida a la pequeña y sucia sala del personal, que está detrás de una estantería que no vi ayer.
—Estoy muy contenta de que estés aquí —me dice, apretándose las manos—. ¿Quieres un té? ¿O un café? Tenemos de los dos —hay una máquina eléctrica para hervir el agua en el rincón y la enciende—, pero alguien va a tener que salir a por leche dentro de poco —suspira—. Esta es la sala del personal. Cuando no viene nadie puedes venir aquí para tomarte un respiro o salir para comer. Cerramos entre las doce y la una. Y también tenemos un terminal del ordenador de la biblioteca —señala a un aparato con forma de caja parecido a un equipo de televisión para niños, que está conectado, mediante un cable enrollado, a un panel lleno de botones.
—¿La biblioteca tiene un ordenador? —le pregunto, intrigada—. ¿No puedo, simplemente, usar mi enlace de red?
Janis se sonroja.
—Me temo que no —se disculpa—. Nos obligan a usarlo como lo hacían los antiguos, con un teclado y una pantalla.
—Pero yo creía que no se había salvado ninguna de las máquinas, excepto las copias. ¿Cómo podemos saber de qué manera eran físicamente?
—No estoy segura —Janis parece pensativa—. ¿Sabes que no lo había pensado? ¡No tengo ni idea de cómo la habrán diseñado! Seguramente estará recogido en algún protocolo experimental en alguna parte… los no clasificados están en red, si los quieres mirar. Pero ahora no nos da tiempo —el agua empieza a hervir, y se apresura a echarla en dos tazas llenas de gránulos de café instantáneo. La estudio indirectamente mientras me da la espalda. Todavía no se le nota mucho que esté embarazada, aunque me imagino que tendrá la cintura un poco abultada, pero el vestido tiene una raja, así que es difícil que se note—. Primero quiero enseñarte cómo funciona el mostrador de atención al público, de la sección de préstamos. Tenemos que tener un registro de quién ha pedido prestado cada libro, y cuándo lo tienen que devolver, y esta es la parte más fácil por la que puedes empezar. Así que —me da la taza de café—, ¿qué sabes sobre el trabajo de biblioteca?
Durante el curso de la mañana aprendo que el trabajo de biblioteca abarca un área tan grande de gestión de la información que en los años oscuros, antes de que las bibliotecas se organizaran automáticamente por sí mismas, la gente dedicaba toda su vida (corta, sin duda alguna) a aprender a administrarla. Ni Janis ni yo estamos cualificadas para ser bibliotecarias de la Edad Oscura, con su sistema de catalogación exotérico y los lexicones que clasifican la información, pero podemos llevar una pequeña biblioteca municipal de préstamo y la sección de referencias, corriendo de aquí para allá con un poco de paciencia. Parece que tengo algunas habilidades históricas en este sentido, no como con la soldadura, donde parece que he perdido toda la experiencia que tenía. Me acuerdo del alfabeto y comprendo inmediatamente la clasificación decimal, que cada libro tiene una etiqueta metida en un sobre, dentro de la pasta delantera, que hay que guardar cuando se presta…
A media tarde he atendido un total de cinco devoluciones y un visitante, que se ha llevado en préstamo dos libros (uno sobre cultura azteca, y otro sobre el cuidado y la alimentación de las plantas carnívoras), así que empiezo a preguntarme qué necesidad tiene el Programa YFH de tener nada tan exótico como un bibliotecario que trabaje la jornada completa.
—No lo sé —admite Janis, delante de una taza de té en la sala del personal, con las piernas estiradas debajo de la raquítica mesa de madera pintada de blanco—. A veces estamos más ocupadas… espera a las seis de la tarde. Cuando salen del trabajo, algunos pasan por aquí, de camino a casa, para devolver algún libro. Pero en realidad, no me necesitan. Un zombi podría hacer este trabajo perfectamente —parece pensativa—. Supongo que tendrá más que ver con darle trabajo a la gente que lo solicita. Es uno de los inconvenientes del experimento. No estamos en una economía de circuito cerrado, y si no le dan constantemente trabajo a la gente, se les derrumbará. Así que lo que tenemos es una situación en la que ellos fingen pagarnos y nosotros fingimos trabajar. Por lo menos hasta que se asocien con otras parroquias.
—¿Se asocien con…? ¿Es que hay más?
—Eso me han dicho —se encoge de hombros—. Las van introduciendo poco a poco, para que conozcamos a nuestros vecinos antes de que nos unan formando una comunidad más grande y que todo salte en pedazos.
—¿No es una actitud un poco pesimista? —pregunto.
—Puede que sí —me sonríe en un modo extraño—. Pero es realista.
Creo que me voy a llevar bien con Janis, a pesar de su sentido del humor irónico. Me siento bien con ella. Vamos a trabajar bien juntas.
—¿Y las otras cosas? ¿El archivo privado y el ordenador?
Dice que no con las manos.
—Todo lo que necesitas saber es que Fiore viene una vez a la semana, y que le abrimos la habitación cerrada y lo dejamos allí solo una o dos horas. Si quiere llevarse algunos papeles, lo apuntamos y después se los pedimos hasta que nos los devuelva.
—¿Alguien más?
—Bueno —parece pensativa—. Si viniera el obispo, le das acceso a todas las zonas —hace una mueca—. Y no me preguntes sobre el ordenador, porque nadie me ha dicho cómo funciona y la verdad es que no entiendo a ese trasto, pero si quieres intentar usarlo cuando haya poco trabajo, puedes hacerlo. Pero acuérdate de apuntarlo todo —me mira—. Todo —repite, insistiendo tranquilamente.
Se me acelera el pulso.
—¿Del ordenador? ¿O de lo demás?
—De la retirada de libros —dice—. Incluso las páginas que la gente ha visto. ¿Has notado que todos los libros son todos de pastas duras? Te sorprenderá lo pequeños que eran los aparatos de rastreo en la Edad Oscura. Los ponían en los lomos de los libros y detectaban las páginas por las que el lector abría los libros. Todo sin violar el protocolo.
—Pero el protocolo… —me paro. La televisión no parece muy complicada, técnicamente, ¿pero lo es? ¿De verdad? ¿Qué hay dentro de una máquina como esa? Tiene que tener cámaras o un sistema realmente completo de renderización…
—Los años oscuros no eran simplemente oscuros, también eran rápidos. Estamos hablando de la época en que nuestros ancestros pasaron de necesitar un ábaco para sumar los números a construir las primeras máquinas emocionales. Pasaron de los médicos hechiceros con medicinas venenosas, que no podían ni volver a unir una extremidad que se hubiera cortado limpiamente, a la regeneración de los tejidos, al control total del proteoma y del genoma, y al cultivo de partes del cuerpo por encargo. Pasaron de usar cohetes, que ponían en órbita, a los primeros sistemas de elevación en cadena. Y todo esto lo hicieron en menos de tres gigasegundos, noventa años de los suyos.
Se detiene para beber un poco de té.
—Es muy fácil para nosotros subestimar a los ortos de la Edad Oscura. Pero es una costumbre que desecharás después de haber estado aquí un tiempo, y empezarás a juzgarlos como es debido. El clero (los experimentadores) ha estado aquí más tiempo que nosotros. Incluso Harshaw, que trabaja para ellos —pronuncia su nombre con disgusto. Me pregunto que habrá hecho para ofenderla.
—¿Crees que manejan todo esto más que nosotros? —le pregunto, intrigada.
—¡Maldita sea! —Sí, ha dicho maldita: es evidente que se está contagiando del espíritu de las cosas, hablando en la jerga arcaica que usarían los antiguos—. Creo que hay mucho más en todo esto de lo que se ve a simple vista. Han progresado mucho más en estabilizar esta sociedad de lo que nunca te podrías imaginar en solo cinco ciclos —mira repentinamente a un rincón de la habitación justo encima de la puerta, y yo sigo la dirección de su mirada—. En parte es porque lo ven todo y lo oyen todo, incluso esto. En parte.
—Pero seguro que no es solo por eso.
Me sonríe enigmáticamente.
—Fin del descanso, chica. Tenemos que volver al trabajo.
Llego a casa tarde, con dolor de huesos por haber estado catalogando los libros que nos han devuelto y por pasar horas y horas detrás del mostrador. Me empiezo a poner nerviosa cuando me acerco a la puerta. Las luces del salón están encendidas y se oye la televisión. Voy primero a la cocina, para coger algo de comer, y ahí es donde me encuentra Sam.
—¿Dónde has estado? —me pregunta.
—Trabajando —ataco a una lata de sopa de verdura y una barra de pan, cansada.
—Ah —pausa—. Bueno y… ¿qué es lo que estás haciendo?
Ha puesto la mantequilla en el frigorífico, así que está más dura que una piedra.
—Me estoy preparando para ser la nueva bibliotecaria de la ciudad. Por ahora serán tres días por semana, pero la jornada es de once horas.
—Ah.
Se agacha para meter un plato sucio en el lavavajillas. Consigo pararlo justo a tiempo… está lleno de platos limpios.
—No, tienes que descargarlo antes, ¿OK?
—Ah —parece molesto—. Así que la ciudad necesita una nueva bibliotecaria, ¿eh?
—Sí —no le tengo que dar explicaciones, ¿no? ¿No?—. ¿Conoces a Janis?
—Janis… —se queda pensando—. No. Ni siquiera sabía que tuviéramos una biblioteca.
—Se va dentro de dos meses, y necesitan a alguien que la sustituya.
Empieza a sacar los platos de la bandeja superior del lavavajillas y los amontona en la mesa.
—¿No le gusta el trabajo? Si es tan malo, ¿por qué lo vas a coger tú?
—No es eso —por fin consigo sacar la sopa de la lata y ponerla en un cazo en el fuego—. Se va porque está embarazada —me doy la vuelta para mirarlo. Está mirando fijamente al lavaplatos, ignorándome conscientemente. Malhumorado todavía, supongo.
—¿Embarazada? Ah —parece sorprendido—. ¿Por qué querría nadie tener un bebé en…?
—Somos fértiles, Sam.
Consigo coger los platos que estaba sacando justo a tiempo. Me enderezo a medio metro de su nariz, pero él está demasiado aturdido como para evitarme.
—¿Somos fértiles?
—Eso es lo que ha dicho Janis, y a juzgar por su estado, supongo que tendrá pruebas para demostrarlo —lo miro un momento con el ceño fruncido, y después me vuelvo hacia el cazo con la sopa—. ¿Me pasas una taza?
—S… sí —el pobre chico parece sorprendido de verdad. No lo culpo… yo he tenido algunas horas para pensarlo y todavía no lo he asumido—. Voy a buscar uno…
—Piénsalo bien. Hemos firmado para entrar en un estudio sabiendo que duraría cien ciclos, ¿no? Esto es lo bueno de las bibliotecas: que puedes buscar información. El tiempo de gestación de un feto humano dentro de un cuerpo es de veintisiete a veintiocho megasegundos. Además, somos todos fértiles, y nos han dicho que ganamos puntos para los bonos que nos darán al final del programa manteniendo relaciones sexuales. La media histórica de concepciones en ortos con buena salud que mantenían relaciones en periodos de fertilidad era más o menos del treinta por ciento por cada ciclo menstrual. ¿Qué te sugiere todo esto?
—Pero yo, yo… o sea, tú podrías… —levanta la taza de la sopa poniéndola delante de él como si fuera algún tipo de escudo. Está intentando ponerme en un aprieto.
Lo miro.
—Ni lo digas.
—Yo… —traga—. Aquí está, toma.
Cojo la taza.
—Creo que sabes lo que iba a decir y tienes razón y te pido disculpas aunque no lo haya dicho. ¿De acuerdo? —lo dice muy rápido, uniendo las palabras como si estuviera nervioso.
—Pongo la taza sobre la mesa con mucho cuidado, porque no hay ningún motivo para tirárselo a la cara y porque, cuando me tranquilizo un poco, me doy cuenta de que tiene razón, y que no ha llegado a decir que si hubiéramos llegado a acostarnos de verdad la otra noche y yo me hubiera quedado embarazada, habría sido por mi culpa. Sam el Listo.
—Hacen falta dos para guardarse rencor —me paso la lengua por los labios—. Sam, siento mucho lo que pasó la otra noche —lo que tengo que decir después es más difícil—. No me debería haber aprovechado de ti. He pasado una mala racha, pero esto no lo justifica. Yo no… nunca he… sido especialmente buena controlándome a mí misma, pero no volverá a pasar —y si pasa, no vas a recibir una disculpa tan buena como esta, eso seguro—. Por mucho que me gustes, no eres un buen polígamo y esta, esta mierda… —me tiemblan los hombros.
—No tienes por qué disculparte —dice, y da un paso atrás. Antes de que me dé cuenta me está abrazando, y me siento bien entre sus brazos—. También es culpa mía. Debería tener más autocontrol y sabía que te estabas encariñando conmigo, y no me debería haber puesto en una situación que te hiciera pensar…
Me sorbo la nariz.
—¡Mierda! —grito, me separo de él y me doy la vuelta.
La sopa está hirviendo y huele mal. Apago el fuego, cojo el mango para ponerlo en algún sitio más seguro, y busco algo para limpiarlo. Mientras que lo estoy haciendo, Sam, como un zombi con una instrucción de prioridad, sigue descargando metódicamente el lavaplatos y poniendo las cosas en los armarios de cocina. Pongo lo que ha quedado de mi sopa en una taza y amontono las lonchas del pan en un plato, preguntándome por qué no he usado el microondas.
—Cuando consiga tomármelo, se habrá quedado frío.
—Es por mi culpa —parece arrepentido—. Si te hubiera dejado…
—Oh, oh —nos estamos pidiendo perdón mutuamente por respirar fuerte, ¿qué nos está pasando?—. Mira, tengo que hacerte una pregunta. El contrato que tú, eh, firmaste… ¿Te acuerdas de si especificaba una duración máxima de participación?
—¿Un máximo? —parece sorprendido—. Solo decía, mínimo cien ciclos. ¿Por qué?
—Claro —cojo el plato y la taza y me voy para el salón—. Los neonatos humanos incubados con las condiciones salvajes primitivas tardaban por lo menos medio gigasegundo en alcanzar la madurez.
—¿Estás —me está siguiendo— diciendo lo que creo que estás diciendo?
Dejo la taza y el plato en la mesa que hay detrás del sofá y me siento en el brazo, porque si me siento en el sofá, me engulliría.
—¿Por qué no me dices lo que crees que quiero decir?
—No lo sé —lo que significa que no lo quiere decir. Se sienta en el otro extremo del sofá y se me queda mirando—. Nos están viendo, ¿no es así? Todo el tiempo. ¿Crees que deberíamos hablar de ello?
Soplo un poco para que se enfríe la sopa.
—No, pero no hay razón para ser paranoicos, ¿no? Dentro de poco seremos unos cien, por lo menos. Creo que superaremos el número de los experimentadores en veinte a uno. ¿Crees que van a controlar en tiempo real todo lo que nos decimos unos a otros, mientras lo decimos? Muchos de los puntos que recogen los enlaces de red les llegan en respuesta a acciones preprogramadas. Nosotros solo las activamos. Si uno tiene un orgasmo cerca de su mujer, el enlace de red se activa. Un puñado de zombis ven que alguien está dañando la propiedad de otro o que se está quitando la ropa en público, el enlace de red se activa. No quiere decir que haya alguien sentado delante de los monitores todo el tiempo, ¿no?
(En realidad es posible que sea así, si es que estamos en un panóptico rodeados por espíritus malignos, en vez de estar controlados por académicos incompetentes, pero no se lo voy a decir a ellos ahora, suponiendo que ellos existan. De ninguna manera. Sobre todo porque no sé por qué sé todo esto).
—Pero si nos están viendo…
—Escucha —pongo la cuchara en la mesa—. Estaremos aquí como mínimo tres años, y con un máximo no especificado, y somos fértiles. Esto me suena a que lo que tienen pensado es criar a una población de ciudadanos genuinamente de la Edad Oscura. Este es un programa aparte, en caso de que se te haya olvidado, lo que significa que tiene una frontera que se puede defender… el ensamblador que ha generado los cuerpos que tenemos. Los ensambladores no solo crean las cosas, sino que también las filtran: son cortafuegos. Los programas son, de facto, redes independientes de puertas T conectadas íntegramente que están definidas por los cortafuegos que protegen sus límites de todo el que intente entrar a través de las puertas T de saltos de gran distancia. Sus fronteras, dicho con otras palabras. Pero puedes tener un programa sin puertas T internas; lo que lo define en la frontera, no en el interior. Estamos funcionando bajo las reglas del YFH ¿Y esto no significa que todo el que nazca aquí también está sujeto a las mismas reglas?
—Pero ¿qué pasa con la libertad de movimiento? —Sam parece nervioso—. Seguro que no les pueden impedir emigrar, si quieren.
—No si no saben que hay un universo exterior donde poder emigrar —le digo melancólica. Me tomo una cucharada de sopa y doy un respingo porque me he quemado el paladar— Ahu. Se supone que no podemos hablar de nuestra vida anterior. ¿Qué pasaría si aumentan el sistema de puntos un poco más, y que el hablar del exterior delante de los niños, o en público, nos cueste puntos? Si fuera así, ¿cómo lo van a averiguar los nuevos?
—Es una locura —sacude la cabeza de un lado a otro con mucho énfasis—. ¿Por qué iba a querer nadie hacer algo así? Puedo entender el propósito inicial del experimento, para investigar las circunstancias sociales de la Edad Oscura con una arqueología experimental. Pero intentar crear toda una población de ortos atrapados en este simulacro de años oscuros sin sentido ¡sin saber siquiera que es una reinterpretación y no el universo real…!
—Todavía no estoy segura —le digo, cansada—. No estoy segura de lo que significa todo esto. Pero de eso se trata. Nos faltan los datos esenciales.
—Bueno, bueno —parece atormentado—. ¿Crees que tiene algo que ver con que seleccionaran a la gente que acababa de salir de la cirugía de la memoria?
—Sí, tiene que haber alguna relación con todo esto —lo miro fijamente a través de una fría fisura de sofá continental—. Pero eso es solo una parte. Iba a decir que tenemos que salir de aquí, pero eso ya no es suficiente. Y, a pesar de lo que he dicho públicamente, hay cosas de las que no voy a hablar. Como por ejemplo, que creo que nunca nos dejarán salir de aquí. No sé si esto va a terminar. Si lo de los niños es verdad, estarán preparados para mantenernos aquí para siempre, o peor todavía. Y eso, dejando a un lado las cuestiones más importantes: ¿Por qué? ¿Y por qué nosotros?
Al día siguiente me voy a trabajar, y al otro también, y al final del tercer día estoy reventada. Destrozada. El trabajo de biblioteca parece que no cansa, pero cuando estás trabajando once horas seguidas con un descanso a la mitad de una hora para comer, te agota. Durante el día no hay casi nadie, pero todas las tardes sobre las seis vienen un montón de clientes y tengo que correr por todas partes a la caza de las etiquetas, para catalogar los libros que nos devuelven, recaudar las multas, y clasificarlo todo. Después, por la mañana, termino tirando de un carrito lleno de libros alrededor de las estanterías, colocando los que nos han devuelto y clasificando todo lo que no esté en su sitio. Y si me sobra tiempo, termino quitándole el polvo a las estanterías que hay que limpiar.
—¿Cómo sabes que los libros saben cuándo los están leyendo? —le pregunto a Janis, a mitad del segundo día—. Quiero decir, coge este —lo levanto para que lo vea, es un fajo de papeles con pastas verdes titulado El huerto en casa.
—Mira —Janis lo coge y dobla la cubierta hacia atrás, de modo que el forro de plástico protectivo del lomo se dobla.
Lo miro.
—Ajá —lo único que veo es algo que parece una mosca aplastada ahí dentro, dos antenas como dos pelos corriendo por las costuras del lomo—. ¿Eso es…?
—Yo creo que es fibra óptica —Janis se pone a canturrear mientras cierra el libro y lo vuelve a poner en el carrito—. No creo que nos pueda escuchar, pero detecta por qué página está abierto el libro y sigue los ojos del lector. Los experimentadores se han asegurado de que tengamos todos caras distintas, y de que tengamos dos ojos que funcionen. No puede ser una casualidad. No todos los antiguos los tenían. Si quieres leer un libro en secreto, tienes que usar unas gafas de sol y un cronómetro para pasar las hojas al mismo ritmo.
—¿Cómo sabes todo esto? —le pregunto, admirada—. Pareces un… profesional —tengo la palabra espía en la punta de la lengua, pero me la trago sintiendo un escalofrío.
—Antes de entrar en la clínica era un detective —me mira fijamente—. Es una habilidad que les pedí que no me borraran, porque pensé que me podría servir en mi nueva vida.
—Entonces, ¿qué has…? —me paro justo a tiempo—. Olvídalo.
—Sí —se ríe entre dientes con sequedad—. Oye, me han dicho que lo normal es que me lleven al hospital una o dos semanas antes del parto, y que me quede allí un par de semanas después. ¿Puedo… —parece indecisa—… pedirte un gran favor?
—Claro, ¿el qué? —le digo, pálida.
—Supongo que estaré en la cama mucho tiempo, aburrida, y lo único que se puede hacer en todo el día es ver la tele, y Norm está trabajando, así que no puede venir a hacerme compañía. ¿Te importaría venir a visitarme y traerme algunos libros de la biblioteca, para que no me quede atrás?
—¡Claro! ¡Será un placer! —lo digo con total sinceridad, porque lo siento así. Si yo terminara en algún tipo de hospital de los años oscuros tres o cuatro ciclos me gustaría tener visitas—. Ya me irás diciendo lo que quieres que te lleve, ¿vale?
—Gracias —Janis parece agradecida—. Ahora, si quieres, coge los taburetes. Estos van en el estante de arriba, pero yo no llego tan alto como tú.
Al tercer día tengo que reunirme con Jen, Angela y Alice para comer. Jen ha escogido el Dominion Cafe para la reunión de hoy, y yo me voy para allá directamente desde la biblioteca, silbando sin ritmo. Me siento muy orgullosa de mí misma. He encontrado algo nuevo que hacer, tengo una fuente de ingresos para mí sola, sé cosas de las que las otras chicas con las que voy a comer no tienen ni idea, y si no pasara la mitad de mi tiempo con miedo al futuro y deseando salir de esta cárcel de muros de cristal y estuviera otra vez con Kay, probablemente sería bastante feliz.
El Dominion Cafe es mucho más lujoso de lo que su nombre da a entender, así que me siento un poco mal vestida mientras el maître me acompaña a la mesa donde está Jen, que ya es el centro de atención. Aquí estoy, con una falda y un jersey sencillos, mientras que Jen lleva puesta la confección más exótica que existe de escupitajos de insecto liados y debe de pasar unas tres o cuatro horas al día maquillándose y peinándose. Angela no está intentando imitarla tanto como para ir contracorriente y Alice parece un poco incómoda en su presencia. Pero ¿y a mí qué me importa? Son gente con la que hablar, y estamos unidas por el sistema de puntuación, así que no puedo ignorarlas. Así es como los antiguos debían de sentirse con sus familias.
—Hola a todas —digo, sacando una silla—. ¿Cómo estáis hoy?
Jen, levantándose, hace gestos con las manos a un cubo de metal cubierto por una tela.
—¡Viviendo por todo lo alto! —anuncia—. Chicas, una copa para Reeve. ¿Vienes con nosotras al pequeño Chateau Lafitte '59?
—Un poco… —levanta la tela del cubo, y veo que está lleno de hielo apiñado alrededor de una botella verde de cristal.
—Champagne —dice Alice, con aire de disculpa—. Vino espumante.
—No me puedo negar —Angela levanta una copa decorada con surcos mientras Jen coge la botella y vierte un poco.
—¿Por qué? ¿Tenemos algo que celebrar? —Jen y Angela normalmente no beben antes del atardecer. Así que me imagino que debe de ser algo bueno.
—Bueno —a Jen le brillan los ojos con maldad—. Puede que creas que tiene algo que ver con que por fin haya mejorado tu carencia social —siento que me arde la cara—, pero no es eso —será puta—. Es solo que esta será la última copa de Alice por algún tiempo.
—¿Cómo? —digo, sin saber muy bien qué es lo que está pasando.
—Unos ocho meses —dice Alice, tocándose los labios con una servilleta. Sus ojos pasan de Jen a mí, como si estuviera pidiendo ayuda.
—Yo… —me paro. Me paso la lengua por los labios—. ¿Estás embarazada?
—Sí —Alice asiente con la cabeza, con movimientos cortos y rápidos. No parece contenta. Sin embargo, Jen parece extasiada.
—¡Por Alice y su bebé! —levanta la copa de espumante, e imito el movimiento, porque sería maleducado no hacerlo, pero en cuanto bebo un poco del vino dulce y espumoso, cruzo la mirada con Alice, y es como una descarga estática. Sé perfectamente lo que está pensando.
—A tu salud —le digo con la copa casi en los labios, y estoy segura de que ha entendido el mensaje porque deja caer un poco los hombros, y bebe un sorbo de vino. Miro a Jen—. ¿Y tú? —le pregunto, antes de poder accionar los frenos del motor de mi boca.
Jen no sonríe.
—No creo que tarde mucho —comenta, con bastante calma—. Entonces me podréis comprar una botella de champagne a mí también, ¿eh?
Consigo invocar al fantasma de una sonrisa abierta, que llega de alguna parte.
—Tienes que estar deseando tener un bebé.
—¡Por supuesto! Y no me voy a parar en uno —Jen me sonríe con amabilidad—. Desde luego, he oído hablar mucho de tu trabajo. Tiene que ser muy difícil.
—No es para tanto —consigo decir, antes de esconderme bebiendo. Puta—. ¿Sabías que Janis también está embarazada? —Apuesto que si—. Me estoy preparando para poder sustituirla —¿pero qué pasa, que vamos a sobrecargar entre todos el sistema de soporte en una semana, o qué?—. Los demás tendremos que trabajar más.
—Oh, tú serás la siguiente —dice Jen, con un aire de seguridad casual que hace que se me hiele la sangre—. Lo verás todo desde otra perspectiva cuando tengas uno. ¡Camarero! ¡Camarero! ¿Dónde está nuestra carta?