6
Espada

Después de la iglesia nos vamos a casa. Sam no tiene que ir a trabajar los domingos, así que se pone a ver la tele. Yo me voy a explorar el garaje. Es una estructura débil que está a un lado de la casa, con dos puertas grandes por delante. Hay una mesa de trabajo y ya me han instalado todo lo que compré en la tienda de los zombis ayer. Paso un rato intentando ver cómo funciona el taladro y leyendo el manual de instrucciones del soldador. Después voy a entrenarme con la máquina de las pesas del sótano, imaginándome que es un aparato de tortura que transfiere toda la fuerza a los huesos de la víctima humana, que es Jen. Después de reducirla a un conglomerado sangriento del tamaño de una bolsa de la compra, estoy agotada, pero contenta y preparada para enfrentarme a otras tareas más difíciles. Así que voy a buscar a Sam.

Está en el salón, mirando la televisión inexpresivamente, con el volumen apagado. Me siento a su lado, y él casi no se da ni cuenta.

—¿Qué te pasa? —le pregunto.

—Yo… —mueve la cabeza, en silencio y sintiéndose miserable.

Le busco la mano, pero él la aparta.

—¿Es por mí? —le pregunto.

—No.

Le busco la mano otra vez y se la cojo. Esta vez no la aparta, pero parece que está tenso.

—Entonces, ¿qué es?

Por un momento creo que está a punto de decirme algo, pero después, justo cuando voy a intentarlo otra vez, suspira.

—Soy yo.

—¿Qué?

—Yo. Que no debería estar aquí.

—¿Cómo? —Miro a mi alrededor—. ¿En el salón?

—No, en este programa —me dice. Ahora me doy cuenta, no es rabia sino depresión. Cuando está deprimido Sam deja de hablar y se lo traga todo en vez de contarlo.

—Cuéntamelo. Intenta convencerme —me acerco a él, manteniendo su mano entre las mías—. Imagina que soy uno de los experimentadores y que estás intentando justificar que te obliguen a salir de aquí antes de tiempo, ¿vale?

—Yo… —me mira con una mirada extraña—. Se supone que no deberíamos hablar de lo que éramos antes del experimento. No nos ayuda a adaptarnos, y seguramente nos afectaría.

—Pero yo… —me quedo callada—. Bueno, qué te parece si me lo cuentas a mí —le digo despacio—. No se lo diré a nadie —lo miro a los ojos—. Se supone que somos una pareja indivisible. No hay ninguna puntuación negativa entre parejas, ¿no?

—No lo sé —se sorbe la nariz—. Podrías hablar.

—¿Con quién?

—Con tu amiga Cass.

—¡Qué tontería! —le empujo levemente el brazo—. Mira, ¿y si te prometo que no lo haré?

Me mira pensativo.

—Prométemelo.

—Vale, te lo prometo —dejo una pausa—. Entonces, ¿qué es lo que pasa? Tiene los hombros encorvados.

—Acabo de salir de la cirugía de la memoria —me dice despacio—. Creo que es por eso por lo que Fiore, Yourdon y su equipo nos seleccionaron a la mayoría. Una clínica de redacción de memoria tiene que ser un buen sitio para encontrar sujetos para sus experimentos, sujetos que están sanos pero que han olvidado todo lo que sabían. Gente que ha perdido los patrones de la vida y que tienen muy pocos contactos sociales. La gente con relaciones íntimas activas no busca la cirugía de la memoria, ¿no?

—No, no creo —le digo, vagamente alterada por un recuerdo de oficiales militares que me están diciendo: problemas en otra vida, conspiración urgente contra hechos inciertos perversos.

—Siempre que no estén intentando esconderse algo de ellos mismos.

Me esfuerzo por sonreírle.

—No creo que eso sea muy probable, ¿no?

—Yo… bueno. Mi canal emocional es muy estrecho. Estrecho, pero profundo. Tuve una familia. Y todo fue mal, por motivos que ahora no te puedo explicar, cosas por las que debería haber hecho algo, creo. O puede que no. Sea como sea, esto es lo que recuerdo mejor. El resto son todo bosquejos de una tercera persona, implantes de reconstrucción de la memoria para reemplazar todo lo que tenía un sentido para mí. Porque, y no estoy exagerando, estaba terminando conmigo. Si no me hubiera sometido a la cirugía, probablemente me habría suicidado. Tiendo a la depresión reactiva, y acabo de perder todo lo que realmente significaba algo para mí.

Lo tengo de la mano, sin atreverme a moverme, preguntándome, de repente, qué tipo de bomba emocional había elegido ante la mesa de queso y vino hace unos días.

Un minuto después vuelve a suspirar.

—Ya ha pasado todo. Pertenecen al pasado, y no los recuerdo con claridad. No me hicieron la cirugía total, sino justo la necesaria para añadir un velo que me permitiera crearme una nueva vida —me mira—. ¿Sabes?

«¿Si sé qué?» —pienso, asustada. Entonces entiendo lo que me está preguntando.

—A mí también me hicieron la cirugía de la memoria —le digo lentamente—, pero no era la primera vez, y fue exhaustiva. Yo he… —trago saliva— he leído la autobiografía que preparé para mí —¿mentí mientras la escribía? ¿Decía la verdad o escribí un montón de mentiras para el desconocido que la iba a leer en el futuro?—. Decía que tenía pareja estable. Tres parejas y seis hijos. Duró un gigasegundo —vacilo al considerar lo que le voy a decir ahora—. No recuerdo sus caras. De ninguno de ellos.

La verdad es que no me acuerdo de nada. Puede que le haya pasado a otro. Según mi autobiografía era yo. Todo terminó hace más de cuatro gigasegundos, más de ciento veinte años, y me sometí al primer borrado de memoria, y a otro más profundo después. Durante más de treinta años estas tres parejas y seis hijos significaron más para mí que, bueno, ninguna otra cosa. Pero hoy son solo un poco de colorido en mi pasado, como secos documentos informativos que conforman una historia prefabricada de un agente durmiente al que están a punto de inyectar en un programa extranjero.

Sam me coge de la mano.

—Yo me sometí a la cirugía para sobrellevar el dolor —me dice—. Después salí de la cirugía y descubrí que, probablemente, no lo tendría que haber hecho. El dolor es un estímulo, una señal de que el organismo necesita alguna reacción evasiva, ¿no? No me refiero al dolor crónico, causado por algún daño nervioso, sino al dolor normal, y al dolor emocional. Hay que hacer algo, pero no evitarlo. Después de la cirugía, el dolor era solo algo lejano, pero me sentía vacío. Solo medio humano. Y tampoco estaba seguro de quién era.

Le acaricio la mano.

—¿Fue una psicopatología disociativa? —le pregunto—. ¿O algo más profundo?

—Era más profundo —parece ausente—. Tenía un vacío tan grande por dentro que yo… bueno, cometí el error de volver a enamorarme. Demasiado pronto, de alguien brillante y rápido y decidido, y creo que completamente loco. Entonces me hablaron del experimento, justo cuando me sentía miserable, intentando saber si estaba enamorado de verdad o si solo me estaba mintiendo a mí mismo. Hablamos del experimento, pero creo que no estuvieron muy interesados. Pero al final no pude más, así que firmé, me hice una copia, y me desperté aquí —me mira triste—. Ha sido un error.

—¿El qué? —me quedo mirándolo, sin saber muy bien qué decir o qué hacer.

—No es que no me guste el sexo —me dice con aire de disculpa—, sino que estoy enamorado de otra persona. No voy a volver a verlos hasta… —mueve la cabeza—. Bueno, esto es todo. Debes de pensar que soy un verdadero idiota.

—No —lo que pienso es que tengo que rescatar a Cass, Kay, de ese cerdo que la tiene encerrada—. No creo que seas un idiota, Sam —me escucho a mí misma decirle. Me inclino hacia él y le doy un beso en la mejilla con una intimidad de amigos. Se sorprende, pero no intenta evitarme—. Me gustaría solo que no estuviéramos metidos en todo esto.

—A mí también —me dice tristemente—. A mí también —me echo un poco sobre él, porque las palabras suenan redundantes. Entonces empiezo a sentir demasiado su cuerpo, así que me levanto y vuelvo al garaje. Si tengo que rescatar a Kay, tengo que estar bien equipada por si Mick resultara violento.

El lunes Sam se va a trabajar. Y al día siguiente, y al otro… todos los días de la semana, menos el domingo. Lo están entrenando como secretario legal, que parece mucho más interesante de lo que es, aunque está aprendiendo las leyes y las costumbres de los antiguos, porque algunas grandes bases de datos han sobrevivido casi intactas y el Ayuntamiento tiene que procesar mucho papeleo. Una de las consecuencias es que todos los días tiene que ponerse los mismos trajes oscuros, menos cuando está en casa, donde se encuentra a gusto con los vaqueros y una camiseta desabotonada y sin corbata.

Empiezo a acostumbrarme a que se vaya casi todos los días, a la rutina. Por la mañana me levanto y hago el café para los dos. Después se va a trabajar y yo me voy al sótano donde me pongo a entrenar hasta que termino toda sudada y con los brazos que me crujen. Entonces, antes de salir a correr, me tomo otro café, salgo y hago seis veces el medio kilómetro que hay entre los dos túneles, aunque desde el martes he empezado a correr un poco más. Cuando empiezo a tambalearme por el agotamiento, vuelvo a casa y me doy una ducha, me tomo otro café y me pongo algo decente si voy a ir al centro o algo indecente si es que me voy a quedar trabajando en el garaje.

También hay otras cosas más desagradables, claro. Después de dos semanas, un buen día me levanto en mitad de la noche con un desagradable calambre en el estómago y al día siguiente me siento asqueada al darme cuenta de que estoy sangrando. He oído hablar de la menstruación, desde luego, pero no me esperaba que los diseñadores del Programa YFH estuvieran tan locos como para reintroducirla. Muchos otros mamíferos hembra simplemente reabsorben la mucosidad de la vagina, ¿por qué tendrían que ser distintos los humanos de la Edad Oscura? Me lavo lo mejor que puedo, pero sigo goteando. Es horrible, y cuando llamo a Angela para preguntarle si hay alguna forma de pararla me dice que vaya a la droguería para comprar artículos de higiene femenina.

Estos artículos vienen de las tiendas de la zona del centro. Normalmente voy dos veces por semana. La comida se puede comprar preparada en paquetes de metal o como ingredientes crudos, pero como soy muy mala cocinera y aprendo muy lento, tiendo a evitar estos últimos. Esta semana tengo que saltarme la rutina y adelantarla urgentemente porque tengo que ir a la droguería para comprar los artículos de higiene, que son como unas almohadillas que hay que ponerse dentro de la ropa interior. Todo este asunto es desagradable. ¿Qué será lo próximo? ¿Nos obligarán a coger la lepra? Aprieto los dientes y decido comprar más ropa interior. Y medicinas para el dolor, que vienen en unos pequeños discos amargos que me tengo que tragar y que no funcionan muy bien.

Con la ropa me las he apañado más o menos bien. Les he pedido consejo a Angela y a Alice para elegir lo que me tengo que comprar para guardar una buena apariencia en público. Así estoy segura de comprar lo correcto y evitar entrar en la lista negra de nadie. Jen me ha dicho que tengo muy mal gusto para la moda. Lo consideraría una acusación de cierto peso si es que hubiera alguien en este globo de cristal que es nuestro universo que de verdad tuviera algún gusto para la moda, en vez de ser simplemente víctimas de una base de datos de vestuario histórico fragmentaria que está avanzando desde el viejo estilo de los años cincuenta a un paso de un año planetario cada dos decenas de días.

Otros artículos… me he obsesionado con la ferretería. Sam debe de pensar que me estoy gastando todo el dinero que gana en la peluquería o algo así, pero la verdad es que estoy pensando en mi propia supervivencia. Cuando los asesinos me encuentren, si es que lo hacen, estoy dispuesta a luchar. Creo que ni siquiera ha entrado en el garaje desde que vinimos a vivir aquí, y si lo ha hecho ha tenido que ver el taladro, el soldador y los trozos de metal, la madera, los clavos, el pegamento y la mesa de trabajo. Y todos los libros de texto: La ballesta, medieval y moderna, militar y deportiva, la historia de su construcción y gestión. Es sorprendente lo que ha sobrevivido.

Actualmente estoy leyendo un amplio volumen llamado El manual del espadero. Hay método en mi locura. Mientras que no haya una forma evidente de que un blaster ni cualquier otro tipo de arma moderna caiga en mis manos, no soy lo suficientemente suicida como para jugar con explosivos dentro de una habitación presurizada sin saber cuál es su topología física, pero creo que se puede formar un caos considerable con los juguetes que se pueden crear con las tiendas de máquinas de la Edad Oscura. La que me da más quebraderos de cabeza es la ballesta. Tengo que saber cuál es el eje de rotación de cada sector para corregirla con la fuerza de Coriolis, que es donde la cuerda de plomada y el medidor de distancia láser entran en juego.

En público me estoy esforzando por ser otra persona. No quiero que nadie pueda llegar a imaginarse que me estoy construyendo un arsenal.

Las señoras de mi cohorte, o sea, Jen, Angela, Alice y yo, porque el marido de Cass todavía no la deja salir, nos encontramos para almorzar tres veces a la semana. No quiero preguntar por Cass porque no quiero que Jen piense que me preocupo por ella. Lo considera una debilidad y está intentando ver la forma de aprovecharse de ello de algún modo. No quiero que me manipule, así que me visto elegante cuando nos encontramos en algún restaurante o en la cafetería, y sonrío y escucho educadamente cuando charlan sobre lo que hacen sus maridos o sobre los últimos cotilleos de los vecinos. Las otras nueve casas de mi calle están vacías, esperando a que lleguen las nuevas cohortes, pero me parece raro porque los demás viven cerca de los otros miembros de sus propias cohortes, y hay un buen ambiente de cotilleo sobre la desorganización suburbana debido a los trastornos de las normas sociales.

—Creo que podemos aprovecharnos de la cohorte número tres —dice Jen con tono astuto un día, mientras se come una tortilla de patatas espolvoreada con pimentón.

—¿Tú crees? —pregunta Angela ansiosa.

—Sí —Jen parece orgullosa.

—Cuéntanoslo, —Alice pone el tenedor entre los restos de su ensalada césar. Está intentando mostrar interés, pero a mí no me engaña. Jen le echa una mirada penetrante y se pone a cortar su tortilla.

—Esther y Mal viven en la otra parte del Lakeside View, enfrente de donde vivimos Chris y yo —un trozo de tortilla se tambalea en el tenedor, llamando nuestra atención. Jen mastica pensativa—. Me he dado cuenta de que Esther me observa desde su jardín algunas mañanas, así que un día llamé a un taxi para ir a comprar, le pedí que diera una vuelta y que me dejara justo detrás del túnel en la otra parte de la calle. Es sorprendente la gente que se ve por aquella zona —sonríe, mostrando unos dientes perfectos de ave rapaz.

—¿A quién viste? —le pregunta Alice, complaciéndola por tener audiencia.

—Ella entra y unos diez minutos después llega Phil con un taxi. Le pide que se vaya y llama a la puerta. Se va una o dos horas más tarde.

Angela expresa desaprobación. Alice simplemente parece un poco hastiada.

—¿No os dais cuenta? —pregunta Jen—. No es público. Eso nos da fuerza —pincha un poco de brócoli, lo deshace siguiendo los troncos pequeños, despedazándolos con los dientes—. Hay una palabra para esto. Adulterio. No está castigado como tal, siempre que sea un secreto. Pero si sale a la luz…

—Nosotras lo sabemos —le interrumpe Angela. Así que, ¿por qué…?

—… porque es miembro de la cohorte tres. Esther y Mal y Phil son todos de la cohorte número tres. La, eh, presión social ha de ser aplicada por tus iguales. Así que esto nos da ventaja sobre Esther y Phil. Si se lo decimos a Mal, perderán muchos puntos.

—No me encuentro muy bien —digo, poniendo el cuchillo sobre la mesa y empujando la silla hacia atrás—. Necesito un poco de aire fresco.

—¿Es por algo que he dicho? —dice Jen, indiferente.

Estoy aprendiendo a mentir mejor poniéndome seria. No creo que antes mintiera muy bien, pero pasar tanto tiempo con Jen es como hacer un curso acelerado de perfidia.

—No, no tiene nada que ver contigo… debe de ser algo que he comido —digo mientras me levanto.

Estoy intentando no llamar la atención para no ofender ni a Jen ni a las demás, y estoy intentando no mostrarme excéntrica en público, pero hay algunos límites que no puedo soportar. Presentarme voluntaria para la lista de una conspiración para chantajear a alguien ya es demasiado. Tendré que sonreírles mañana o pasado, pero en este momento solo quiero estar sola. Así que me voy para fuera, donde está soplando una brisa ligera, voy hasta el final del bloque y cruzo la calle. Hay muy poco tráfico (ninguno de los humanos reales conducimos… es demasiado peligroso), y los zombis están configurados para ceder el paso a los peatones, así que llego al parque muy pronto.

El parque es un bioma semidomesticado. El césped está bien recortado, las grandes plantas caducas están bien podadas, y el pequeño arroyo, con sus meandros entre las plantas, está domesticado y se puede cruzar por muchos puentes peatonales. La gran ventaja es que a esta hora está prácticamente vacío, salvo por el encargado, zombi, y puede que alguna pareja de señoras que no tenga nada mejor que hacer que estar aquí en su tiempo libre. Camino por el sendero de piedras que va desde el bloque del centro hasta el bosquecillo que está al lado de los botes del lago.

Me voy tranquilizando conforme me acerco a la orilla. Están simulando un día soleado con una pequeña nube alta y una brisa perezosa, que de vez en cuando alcanza la suficiente velocidad como para refrescarme la piel bajo el vestido. Aparte de la especie de máquina incesante de gorjeo de los dinosaurios del tamaño de un puño que hay en los árboles, está todo bastante tranquilo. A veces hasta consigo olvidar el constante y perpetuo sentido de rabia y humillación que Jen parece estar consiguiendo inducirnos a los demás.

Por mucho que lo intente, no puedo seguirles los pasos. Es como si no se dieran cuenta de que se puede seguir al sistema ignorándolo, negándose a participar, y avanzando solo con las recompensas y castigos públicos. De algún modo inconsciente, todos han decidido obedecer a la presión arbitraria de la separación de los géneros, y no estarán contentos hasta que todos se hayan conformado y compitan por las mismas recompensas. ¿Era así realmente en los años oscuros para las mujeres, que habían sido creadas como víctimas aleatorias de un determinismo genético, en vez de presentarse voluntarias en un experimento reforzado por recompensas y castigos explícitos? Si es así, tengo suerte: solo me quedan tres años de todo esto.

Ser esposa es muy solitario. Sam y yo llevamos vidas muy independientes. Él se va a trabajar por las mañanas y lo veo solo por la tarde, cuando ya está cansado, o los domingos. Los domingos vamos a la iglesia, unidos por el miedo que compartimos a que nos señalen con deshonor, y después volvemos juntos a casa e intentamos recordarnos uno al otro que el modo en que se comportan esas busconas, que se someten sumisamente a todas las normas que dicta Fiore, no es propio de personas inteligentes y razonables. A veces todo se hace cuesta arriba.

Es una pena que Sam sea un hombre, y que las dinámicas internas de esta sociedad oprimida ponga tantas barreras entre nosotros. Estoy segura de que si no estuviéramos sometidos a tanta presión externa, llegaría a gustarme.

Después está Cass; que vino a la iglesia el domingo pasado.

Vivimos en un mundo sintético realmente constreñido y controlado, y hay algunos aspectos del modo en que está construido que hace que resulte evidente su artificiosidad. Por ejemplo, no existe la moda, por lo menos en el sentido de una creatividad de diseño espontánea que produzca oleadas de imitación y recopilación. (La creatividad es, en el mejor de los casos, un recurso escaso, y no es suficiente para las cien personas que vivimos aquí). Lo que tenemos es una industria extrañamente frenética de copias de moda de todo lo que hay en las tiendas. En alguna parte tiene que haber un catálogo de estilo de la Edad Oscura que, probablemente, habrá recopilado algún museo, y las tiendas cambian sus artículos regularmente, obligándonos a comprar prendas nuevas cada cierto tiempo para no quedarnos anticuados. (Esta es otra medida para promover la conformidad: olvidarnos de modernizar nuestra ropa, estar abierto a las críticas). Este mes los sombreros están de moda, confecciones ridículas de ala ancha y redes de velos que tapan la cara. Personalmente, soporto los sombreros, aunque no me gustan las alas ni los velos. Se están poniendo de moda, te los encuentras por todas partes.

Pero volvamos a Cass, el centro de mis esperanzas y mis preocupaciones…

Estoy de pie detrás de Sam, como siempre, con el libio de himnos entre las manos, moviendo los labios, deambulando con la mirada hacia la otra parte de la nave. La semana pasada llegó una nueva cohorte y la iglesia está abarrotada… dentro de nada van a tener que ampliarla. Estoy intentando distinguir a los nuevos miembros porque no quiero confundirlos con los antiguos. Puede que sea parte del cinismo de Jen que se me ha pegado, pero estoy empezando a adivinar el grado de alienación de la gente según el tiempo que lleva aquí. Tengo la sensación de que podré hacerme algunos aliados entre los nuevos miembros, siempre que me los gane antes de que entren en la fase del condicionamiento y de que se obsesionen con el sistema de puntos.

Por alguna razón, Mick está sentado con… de pie entre… los tipos nuevos de esta semana. Automáticamente, miro a la mujer que está a su izquierda. La vuelvo a mirar sorprendido. Lleva puesto un vestido largo azul con cuello alto, y un sombrero negro con un velo que le cubre la cara. Lleva mucho maquillaje alrededor de los ojos. La boca es como una raja roja y tiene las mejillas muy pálidas. Pero es definitivamente Cass, y tiene entre las manos el libro de himnos como si no lo hubiera visto nunca.

«¿Eres tú, Kay?» —me pregunto, torturado ante su presencia. Me he estado aferrando a la promesa que me obligó a hacerle… ¿Me prometes que me buscarás cuando estemos dentro? Y Cass… conocía a la sociedad de los vampiros del hielo. Si Mick no fuera tan celoso y la dejara salir en público, si…

Sam me da un codazo, discretamente, en las costillas. La gente está cerrando el libro de himnos y se está sentando. Rápidamente lo imito. (No quiero que nadie me note, no quiero llamar la atención).

—Queridos hermanos —canturrea Fiore—, somos una magnífica congregación, y hoy quisiera que dieseis una cálida bienvenida a los miembros de la nueva cohorte, Eddie, Pat, Jon —y nombra a otras siete víctimas nuevas—, a quienes estoy seguro de que acogeréis bajo vuestras alas y con quienes os esforzaréis por crear lazos de amistad a su debido tiempo. También damos una tardía bienvenida a la dormilona Cass, que por fin se ha dignado a privilegiarnos con su fragante presencia… —y sigue gorjeando en este tono dando su sermón de sumisión azucarada periódico con alguna anécdota de malas acciones diversas. Vern, por lo que parece, se emborrachó y vomitó en Main Street hace dos noches, mientras que Erica y Kate tuvieron una pelea tan violenta que Erica terminó en el hospital, junto con Greg y Brook, que intentaron apartar la de Kate, y que está ahora en la cárcel, pagando el precio de su arrebato con algunos días y noches que tendrá que pasar a pan y agua. Mientras Fiore sigue criticándola duramente se escucha una corriente de desaprobación entre los miembros de la congregación. Miro de reojo a Cass, intentando no resultar demasiado entrometida. No distingo bien la cara, ya que el velo tapa totalmente su expresión, pero estoy segura de que está asustada. Tiene los hombros inmóviles, en posición de defensa, y está ligeramente encorvada, como alejándose de Mick.

Cuando salimos, cojo un vaso de vino y me lo bebo rápidamente, quedándome cerca de Sam. Él me mira preocupado.

—¿Te pasa algo?

—Sí. No. No estoy segura —siento desazón en el estómago. Cass es la mujer más aislada de la cohorte cuatro, no la dejan salir a ninguna parte… ¿Sam podría obligarme a hacer algo contra mi voluntad? Mick es veneno, no la sutil toxina social que es Jen, sino un veneno que mata abiertamente como se mata a un insecto, de un modo brutal y directo.

—Quiero comprobar una cosa. Vuelvo enseguida, ¿vale?

—Reeve… ten cuidado.

Cruzo su mirada. Me doy cuenta de que Mick ¡está preocupado! Avergonzada, asiento con la cabeza, y voy hacia la parte delantera de la iglesia, delante de la entrada principal.

Está hablando con un pequeño grupo de hombres fuertes, con buenos músculos y el pelo casi rapado, unos tipos excavan o trabajan con una maquinaria increíblemente ruidosa, rasgando las calles y volviéndolas a rellenar. Está gesticulando en un modo salvaje. Una pareja de la iglesia está por allí cerca, y hay un par de mujeres esperando en la puerta. Avanzo furtivamente hacia la puerta y entro. La iglesia ya está vacía. Solo queda una persona dentro, que está paseándose por detrás del último banco.

—¿Kay? ¿Cass? —le pregunto.

Me mira.

—¿R-Reeve?

Está oscuro y no puedo estar segura, pero hay algo en su sombra de ojos tan exagerada que me hace pensar en un moratón. El vestido tapará los signos de violencia, si es que Mick le ha estado pegando.

—¿Estás bien? —le pregunto.

Mira hacia la entrada.

—No —susurra—. Escúchame, él… no te metas en esto. ¿Entendido? No necesito tu ayuda. Aléjate de mí —se le quiebra la voz por el miedo.

—Te prometí que te buscaría aquí dentro —le digo.

—No —mueve la cabeza—. Me matará, ¿no te das cuenta? Si cree que he estado hablando con alguien…

—¡Pero podemos protegerte! Todo lo que tienes que hacer es pedírnoslo y te sacaremos de aquí y te alejaremos de él.

Podría no haberme molestado en hablar con ella: mueve la cabeza y se dirige a la puerta, haciendo ruido en el suelo de piedra con sus tacones. Debajo del velo, su expresión no es solo de miedo, es de auténtico terror. Y el polvo blanco que le cubre las mejillas no es suficiente para tapar las manchas oscuras de viejos moratones.

Mick está esperando fuera. Si me ve salir detrás de Cass se va a poner hecho una fiera. Y ya no estoy tan segura. Cuando la he llamado Kay no parece haber reconocido el nombre. Pero ¿tendría que haberlo hecho? Después de todo, Kay es solo un alias. Recién salida de la cirugía de la memoria, y sin que yo siga siendo Robin, sino Reeve, en este salón de los espejos… Si después de estas decenas de días alguien me llamara Robin, ¿me reconocería desde el principio?

Miro a mi alrededor, frustrada, preguntándome si habrá alguna salida trasera. Estoy sola en la nave central de la iglesia. No es mi sitio favorito, ya me entiendes, pero en este momento no da ninguna señal de hostilidad, como cuando estamos todos aquí en nuestra fiesta de los domingos, preguntándonos quién será la víctima ofrecida en sacrificio esta vez. Esperando a que Mick se aburra y se vaya, me dirijo hacia la parte frontal de la habitación, a ver si encuentro una nueva perspectiva con la que ver las cosas.

Nunca había estado delante de los bancos. Mientras voy hacia el altar me pregunto qué guardará Fiore en su atril. Visto desde atrás es decepcionante, es solo una tabla de madera tallada con una repisa. Hay un par de libros de papel, pero ningún robot catamita que justifique la afectación de Fiore. El altar también es bastante aburrido. Es una tabla de piedra suavemente pulida, con líneas rectilíneas talladas con esmero. Los símbolos de la fe, la espada y el cáliz, están en lo alto de un soporte de metal en medio de la tela teñida de color púrpura que cubre la piedra. Me acerco porque me intriga la espada. Parece vieja. La lama es muy recta, con una punta completamente cuadrada y de un centímetro de ancha. Al no estar afilada parece más un espejo de acero pulido que una espada. Tiene una empuñadura con una cubierta de protección y un asidero gris y áspero, que parece más funcional que decorativo. Hay algo que me molesta, un recuerdo fantasma que va y viene sin cesar, como queriendo sustituir a uno real. Estoy seguro de haber visto antes una espada como esta. Tiene unas muescas rectangulares apenas visibles, como si le faltara alguna pieza, y el borde plano de la cuchilla no es… brilla con el esplendor de un acero excelente, pero también tiene el débil resplandor del arco iris, una mancha difractiva en el límite de mi mirada.

Empiezo a sudar frío. La blusa está fría como el hielo sobre la piel helada y mientras me enderezo, me dirijo precipitadamente hacia una pequeña puerta que se ve al lado del banco del organista. ¡No quiero que me cojan aquí! ¡Ahora no! Alguien se está burlando de nosotros, y me pone enferma que sea Fiore, o su jefe, el obispo Yourdon. Están jugando con nosotros y esta es la prueba. ¿A quién se lo puedo decir? La mayoría de la gente de aquí no lo entendería y los que lo hicieran… no tenemos escapatoria, a no ser que los experimentadores decidieran dejarnos salir antes de tiempo. Pero la salida nos llevaría derechos otra vez a la clínica de los cirujanos confesores, y tengo el profundo y terrible presentimiento de que están implicados en todo esto. Seguro que lo están.

De pronto me doy cuenta de que tengo que salir de aquí. El caso es que ya he visto antes espadas como estas. Las llaman espadas Vorpal, no sé por qué. Está claro que esta no está activa, pero ¿cómo ha llegado hasta aquí? No usan el borde o la punta para cortar, no están hechas para esto. Pertenecían a… ¿«quién pertenecían? Me devano los sesos intentando acordarme de por qué tengo la terrible convicción de que me encuentro ante algo terriblemente maléfico, algo que no pertenece a ningún programa experimental, el hedor de una terrible corrupción. Pero mi memoria traicionera me vuelve a decepcionar, y mientras me doy golpes contra la puerta cerrada de mi propia historia, vuelvo hacia la luz exterior, pestañeando y preguntándome si no me estaré equivocando, después de todo. Sobre Cass, que no sea Kay. Sobre Mick, que no sea violento. Sobre la espada y el cáliz. Sobre quién soy y lo que soy…