Reeve y Sam Brown, aunque no sean estos nuestros nombres reales, son una pareja de clase media de los años 1990-2010 aproximadamente. Se dice que están casados, lo que significa que viven juntos y observan idealmente una relación monógama mediante un acuerdo formal de su sistema de gobierno y de sus autoridades ideológicas y religiosas. Es un papel de respeto público.
Por motivos del proyecto de investigación, los Brown están ambos sin trabajo por el momento, pero tienen ahorros suficientes como para vivir cómodamente durante un mes más o menos mientras se establecen y se ponen a buscar trabajo. Se acaban de mudar a una casa de dos plantas en una zona suburbana con jardín privado, que es aparentemente una instalación de agricultura rudimentaria con fines estéticos o tradicionales, en una calle llena de árboles a ambos lados, que los separan de otras casas parecidas. Una carretera es un pasaje de acceso sin paredes diseñado para facilitar el paso del transporte terrestre con automóviles o camiones. (Creo que he visto automóviles en alguna parte, alguna vez, pero ¿qué es un camión?) En este momento la simulación deja de funcionar, porque aunque este ambiente pretenda simular la apariencia de una superficie planetaria, el cielo en realidad es una superficie visual que está a unos diez metros de nuestras cabezas, y la carretera se desvanece dentro de unos túneles que esconden entradas a puertas T, a doscientos metros en cada dirección. Hay barreras de vegetación cultivada para que no veamos las paredes. Es una simulación bastante buena, considerando que, según el tablero, en realidad está contenida en un montón de cilindros (que orbitan en los restos de estela de tres o cuatro enanas marrones que están separadas por cien trillones de kilómetros de vacío), pero esto no es el mundo real.
Nuestra casa…
Salimos del ropero en el que Sam y yo nos materializamos y miramos a nuestro alrededor. El ropero está en una especie de cobertizo, con un suelo basto de baldosas de cerámica y paneles de pared fina y transparente en las paredes (que, según Sam, se llaman ventanas), rodeados por unas tiras de plástico que se arquean en la parte superior. Hay cosas por todas partes. Cestas con plantas de colores que cuelgan de las paredes, una puerta hecha de tiras de madera astutamente bloqueada dentro de un panel de madera, y cosas así. Hay una especie de alfombra con forma de moqueta áspera delante de la puerta, cuya finalidad desconocemos. Empujo la puerta para abrirla, y lo que veo es aún más confuso.
—Creía que esto debía ser un apartamento —digo.
—No se les daba muy bien guardar la privacidad —Sam está mirando a todas partes intentando identificar alguno de los artefactos—. No tienen anonimato en público. Ni puertas T. Así que solían guardar todo su espacio privado en casa, en una sola estructura. Se llama casa o edificio, y tiene muchas habitaciones. Esto es solo el vestíbulo.
—Si tú lo dices —me siento idiota. Dentro de la propia casa me encuentro en mitad de un pasaje. Hay puertas en tres lados. Voy de una habitación a otra, con la boca abierta por la incredulidad.
Los antiguos tenían moquetas. Son lo suficientemente gruesas como para amortiguar el chasquido de mis zapatos. Las paredes están cubiertas por una especie de tejido de colores, totalmente estático pero desagradable a la vista. Las ventanas de la habitación frontal dan a un montículo con plantas de colores, y en la parte de atrás hay un espacio con hierba muy corta. Las habitaciones están llenas de muebles rechonchos y pesados, hechos de tiras de conglomerado de madera y metal, y de lo que me imagino que será diamante estructural. Se les daba bien la geometría rectilínea, dejando las curvas para los objetos más pequeños y esas piezas raras pequeñas que parecen máquinas muertas. Hay una habitación en la parte de atrás con muchas superficies de metal y algo que parece un tanque de agua sin tapadera, y también hay algunas máquinas raras que sobresalen por la encimera. Hay otra habitación pequeña debajo de las escaleras con un retrete alto y primitivo, pero reconocible.
Merodeo por el pasillo del piso superior, abriendo las puertas e intentando descubrir el propósito de las habitaciones de cada lado. Dividían las habitaciones según su función, pero muchas de ellas parecen tener varios usos. Una de ellas debe de ser el cuarto de baño, pero es demasiado grande y parece estar embozado porque todos los módulos higiénicos están en la superficie al mismo tiempo y están muy fríos, como si hubiera fallado el sistema. Dos de las habitaciones tienen plataformas para dormir y otras cosas, como armarios grandes de madera. Miro en uno de ellos, pero solo hay un palo que va de un extremo al otro, con alguna especie de portador con gancho que cuelga de él.
Todo me parece muy extraño. Me siento en la cama y saco mi tablero en cuanto suena. ¿Y ahora qué? —me pregunto.
Del tablero han salido unos botones y unas flechas, y dice: apunta a un objeto para identificarlo.
Vale, así que este debe de ser el sistema de ayuda —pienso—. Aliviada, apunto a la caja del gabinete y aprieto el botón.
Armario. Gabinete de almacenamiento para la ropa en espera de ser usada. Nota: la ropa usada puede limpiarse en el lavadero de la planta baja con la lavadora. Como recién llegados, solo tenéis un conjunto de ropa. Tarea aconsejada para mañana: ir al centro y comprar ropa nueva.
Me duelen los pies. Me quito los zapatos impulsivamente, contenta de poder deshacerme de esos irritantes tacones. Después me quito la chaqueta sin bolsillos y la meto en el armario, usando la cosa con forma de gancho y brazo que cuelga de la barra. Parece solitaria ahí y, de pronto, me siento muy rara. Todo aquí es muy raro. ¿Cómo se lo estará tomando Sam? —me pregunto, un poco preocupada; no se le hizo fácil la recepción, y si todo esto es tan raro para él como para mí…
Espero a que la cabeza deje de darme vueltas para bajar. (Un pensamiento me asalta por el camino. ¿Se supone que tengo que vestir igual dentro de la casa que en público? Esta gente parecía tener una doble personalidad muy marcada, según estaba en público o en privado. Probablemente tendrían ropa diferente para momentos formales o informales). Al final dejo la chaqueta pero, un poco a mi pesar, me vuelvo a poner los zapatos.
Encuentro a Sam desplomado en la esquina de un sofá enorme del salón, mirando a una caja negra regordeta con una lente curva que muestra imágenes planas de colores. Está haciendo un ruido poco claro.
—¿Qué es eso? —le pregunto, y da un salto que casi se sale de la piel.
—Se llama televisión —me dice—. Estoy viendo el fútbol.
—Ah —rodeo el sofá y me siento a una distancia que nos permita darnos la mano, si queremos. Miro las imágenes. Algún tipo de meca… no ellos son ortomasculinos, ¿no? En grupos de defensa… están formando grupos que se enfrentan unos a otros. Están codificados por colores—. ¿Estás viendo esto? —le pregunto. Uno de ellos lanza algo alarmantemente parecido a una mina de asalto al otro grupo de ortos, que intentan saltar sobre ella. Después empiezan a correr y a pelearse por la propiedad de la mina. Un instante más tarde alguien toca un silbato y se oye como un rugido que parece venir de la multitud que está viendo el… ¿ritual?, ¿auto-ejecución-competitiva?, ¿juego?… desde las filas de sillas colocadas detrás de ellos.
—Se supone que es un entretenimiento popular —Sam mueve la cabeza—. Creí que viéndolo entendería algo más…
—¿Qué es lo más importante que tenemos que entender? —pregunto, inclinándome hacia él—. ¿El experimento o cómo vivir en él?
Suspira y saca un rectángulo negro nudoso, apunta a la caja, y espera a que la imagen se vuelva negra.
—El tablero decía que tenía que intentar verlo —admite.
—Mi tablero ha dicho que tenemos que ir a comprar ropa mañana. Solo tenemos la que llevamos puesta, y por lo que parece se debe de ensuciar y empezar a oler mal muy rápido. No podemos tirarla y hacer otra nueva —se me ocurre una cosa—. ¿Qué haremos cuando tengamos hambre?
—Hay una cocina —señala con la cabeza a la puerta de la habitación con los aparatos que me habían sorprendido antes—. Pero si tú no los sabes usar, podemos pedir la comida por teléfono. Es un terminal de red que solo tiene audio.
—¿Qué significa si tú no los sabes usar? —le pregunto levantando las cejas.
—Solo estoy repitiendo lo que dice mi tablero —parece un poco a la defensiva.
—A ver, dame eso —me lo pasa y rápidamente leo lo que ha estado viendo: Tareas domésticas: la gente de la Edad Oscura, cuando vivían juntos, parece que se repartían el trabajo según el sexo. Los hombres hacen los trabajos remunerados; las mujeres limpian y se ocupan de las tareas de la casa, compran y preparan la comida, compran y limpian la ropa, y hacen funcionar la maquinaria doméstica mientras el hombre trabaja—. ¡Esto es una majadería! —digo.
—¿Sí? —me mira extrañado.
—Pues, sí. Ha salido directamente de las culturas antro no tecnológicas más primitivas. Ninguna sociedad avanzada espera que la mitad de su fuerza de trabajo se quede en casa y que se dividan los trabajos arbitrariamente. No sé cuál será la fuente que les proporciona esta basura, pero no es plausible. Si tuviera que adivinar, diría que han confundido la documentación preceptiva radical con la descriptiva —pulso con el dedo el tablero—. Me gustaría ver sondeos serios de condiciones sociales antes de aceptar todo esto. Y, en cualquier caso, no tenemos por qué vivir así, incluso si este fuera el modo en que ellos dirigen a la mayoría de los zombis que participan en el sistema. Esto es solo una guía general y todas las culturas tienen a mucha gente que se comporta fuera de sus cánones.
Sam parece pensativo.
—¿Así que crees que se han podido equivocar?
—Bueno, no voy a afirmarlo hasta que no haya revisado sus fuentes primarias y haya intentado aislar las alteraciones, pero ni hablar de que yo haga todo el trabajo de casa —sonrío burlonamente, para quitarle un poco de hierro al asunto—. ¿Qué estabas diciendo?, ¿qué podemos pedir la comida por teléfono?
La cena es una especie de pan cocido redondo que llaman pizza. Tiene queso por encima, y salsa de tomate y otras cosas que lo hacen más sabroso. Está caliente y es graso. Nos lo han mandado por una puerta T de corta distancia del armario del invernadero en vez de traérnoslo con un camión. Estoy un poco decepcionada por ello, pero imagino que el camión puede esperar a mañana.
Sam se relaja después de cenar. Yo me quito los zapatos y los calcetines, y lo convenzo de que estará mejor sin la chaqueta y lo que llaman corbata… aunque no es que tenga que insistir mucho para convencerlo.
—No entiendo por qué se ponen esto —se queja.
—Investigaré un poco más tarde —seguimos en el sofá, con las cajas de las pizzas abiertas sobre las piernas, comiéndonos las lonchas finas grasientas con las manos—. Sam, ¿por qué te presentaste voluntario para el experimento?
—¿Por qué? —me pregunta asustado.
—Eres tímido, y no se te dan bien las relaciones sociales. —Nos dijeron que tendríamos que vivir en los años oscuros durante un décimo de gigasegundo sin poder salir del programa—. ¿No se te ocurrió que a lo mejor no era una buena idea?
—Esa es una pregunta muy personal —se cruza de brazos.
—Sí que lo es —dejo de hablar y lo miro fijamente.
Por un momento parece tan triste que me gustaría poder retirar lo que he dicho.
—Tuve que escapar —murmura.
—¿De qué? —dejo mi caja en la mesa, y llego, a través de la moqueta, hasta una gran caja de madera con cajones con compartimentos que tienen botellas de licor. Cojo dos vasos, abro una botella, huelo el contenido (aunque uno no puede estar nunca seguro hasta que lo prueba) y echo un poco en los vasos. Después vuelvo al sofá y le doy uno.
—Cuando salí de la rehabilitación —mira fijamente a la televisión, lo que me sorprende, porque está apagada. Debajo de los zapatos lleva puestos una especie de calcetines cortos y gruesos. Mueve los pies, nervioso—, me reconoció demasiada gente. Estaba asustado. Era culpa mía, creo, pero me habrían hecho daño si me hubiera quedado allí.
—¿Te habrían hecho daño? —Sam es grande y tiene mucho pelo y no se mueve muy rápido, pero parece muy tranquilo. He estado pensando que puede que haya tenido suerte con él… hay un riesgo de abuso en esta relación atómica, pero él es tan tímido y esquivo que no me parece que vaya a dar ningún problema.
—Estaba un poco loco —me dice—. ¿Conoces la fase de disociación psicopática que algunos pasan después de atravesar una redacción profunda de la memoria? Yo estaba mal de verdad. Se me volvía a olvidar una y otra vez hacerme una copia, y seguía peleándome, y la gente seguía teniendo que matarme en defensa propia. Hice muchísimo el ridículo. Cuando salí… —mueve la cabeza— a veces uno sólo quiere escapar y esconderse. Pero puede que me haya escondido demasiado bien.
Lo miro con aspereza. No te creo —decido.
—Todos hacemos el ridículo de vez en cuando —le digo, intentando consolarlo—. Toma, prueba esto —levanto el vaso—. Lo llaman vodka.
—Por el olvido —levanta el vaso—. Y por mañana.
Me despierto sola en una habitación extraña, tumbada en una plataforma para dormir bajo un saco de algún tipo de tejido de fibra. El pánico se apodera de mí durante unos instantes en que no recuerdo dónde estoy. Me duele la cabeza y tengo los ojos hinchados: si esta es la vida en los años oscuros, se pueden quedar con ella. Aunque, por lo menos, no hay nadie que esté intentando matarme —me digo a mí misma, para encontrar algo que me anime—. Me levanto, me estiro y voy al cuarto de baño.
Es culpa mía por estar tan distraída. Cuando vuelvo a mi cuarto para vestirme, me doy de cabeza contra Sam. Está desnudo y tiene los ojos legañosos, parece medio dormido, y yo prácticamente me empotro contra su pecho.
—Uf —digo, en el mismo momento en que él dice:
—¿Estás bien?
—Creo que sí —me echo para atrás unos centímetros y lo miro a la cara—. Lo siento, ¿y tú estás bien?
Parece preocupado.
—Íbamos a ir a comprar ropa y eso, ¿no?
Me doy cuenta, poniéndome nerviosa, de que estamos desnudos los dos, él es más alto que yo y tiene pelo por todas partes.
—Sí —le digo, mirándolo atentamente—. Cuánto pelo. Es mucho más fuerte de lo que me suele gustar. Entonces me doy cuenta de que me está mirando como si no me hubiera visto antes en su vida.
Es un momento delicado, pero mueve la cabeza rompiendo la tensión.
—Sí —me dice, y después bosteza—. ¿Puedo entrar primero en el cuarto de baño?
—Claro.
Me echo a un lado mientras pasa arrastrando los pies. Me vuelvo para mirarlo. No sé cómo me siento compartiendo la casa con un extraño que es más fuerte y más grande que yo, y que me ha confesado tener una historia de episodios de violencia impulsiva. Pero… ¿quién soy yo para criticarlo? Desde que conozco a Kay hemos hecho una orgía salvaje juntos y hemos hecho muchas veces el amor descontroladamente, y si eso no es un comportamiento impulsivo, no sé… puede que Sam tenga razón. El sexo es una complicación desagradable aquí, especialmente antes de conocer las reglas. Si es que hay reglas. Algunos recuerdos vagos intentan salir a la superficie: tengo la sensación de haber tenido dos parejas de sexo masculino y dos de sexo femenino antes de mi disección. Puede que poli o puede que bi… no me acuerdo. Muevo la cabeza, frustrada, y vuelvo a mi cuarto para vestirme.
Mientras me preparo, levanto el tablero. Me dice que mire en el armario del invernadero. Bajo las escaleras. Está helado. Pero es que esta gente, ¿no tenía instrumentos vitales apropiados? Dentro del armario donde había una puerta T ayer, ahora solo hay una pared negra y un par de estantes. Uno de ellos tiene dos bolsas pequeñas hechas de un tejido absurdo. Tienen muchos bolsillos, y cuando abro una de ellas veo que está llena de rectángulos de plástico con nombres y números escritos. El tablero me dice que son tarjetas de crédito y que las podemos usar para tener dinero en efectivo y pagar bienes y servicios. Parece burdo y torpe, pero cojo las billeteras de todas formas. Me estoy alejando de la puerta cuando mi enlace de red pita.
—¿Eh? —miro a mi alrededor. Cuando miro las billeteras que tengo en la mano, se enciende un cursor azul, brilla sobre ellas y mi enlace de red dice: dos puntos.
—Pero ¿qué…? —me paro de golpe. Mi tablero suena.
Manual de ayuda:
Se os concederán o anularán puntos de crédito social por vuestro comportamiento, según sigáis o violéis las normas públicas. Este es un ejemplo. Los puntos también variarán en función de la puntuación colectiva de la cohorte. Cuando termine el programa, todos los participantes recibirán un bono de pago proporcional a su puntuación; la cohorte con la puntuación más alta recibirá además un bono extra del 100% de su pago final.
—OK —me doy prisa en volver a entrar para darle a Sam su billetera.
Sam está bajando mientras yo entro.
—Aquí está —le digo, enseñándole las dos billeteras—. Esta es tuya. ¿Puedes llevarlas en el bolsillo hasta que compre una de esas bolsas que se llevan en el hombro? No sé dónde llevar la mía.
—Claro —coge mis cosas—. ¿Has leído el manual de ayuda?
—He empezado… necesitaba algo que me ayudara a dormir. Vamos… ¿cómo vamos a ir al centro?
—He llamado a un taxi. Vendrá a recogernos enseguida. —Vale, lo miro de arriba abajo. Se ha vuelto a poner el traje. Sigue teniendo un aspecto raro. No puedo evitar hacer ruido con los pies, impaciente—. Antes que nada, la ropa. Para los dos. ¿Dónde vamos? ¿Sabes cómo se venden las cosas aquí?
—Hay algo que llaman grandes almacenes, el manual dijo que comenzáramos por ahí. Creo que nos encontraremos a algunos de los otros.
—Mmm —pienso una cosa—. Tengo hambre. ¿Crees que allí encontraremos algo de comer?
—Puede.
Algo largo y amarillo aparece delante de la puerta.
—¿Qué es eso? —pregunto.
—Ni idea —parece nervioso—. Vamos a ver.
La cosa amarilla es un taxi, una especie de automóvil que se alquila a centisegundos. Hay un operador humano en la parte de delante, y algo parecido a un tronco acolchado en la parte de atrás. Entramos, y Sam se inclina hacia adelante.
—¿Puede llevarnos a los grandes almacenes más cercanos? —pregunta.
El operador asiente con la cabeza.
—Macy’s. Zona centro. Serán 5 dólares.
Saca una mano y noto que tiene la piel completamente lisa y sin uñas. ¿Será uno de los zombis? —me pregunto—. Sam le da su tarjeta de crédito y el operador la golpea entre los dedos y después se la devuelve. Sam vuelve a echarse para atrás, entonces sentimos una sacudida y empezamos a movernos. El taxi hace varios tipos de ruidos, así que pienso que se va a romper, hay un estruendo debajo de nosotros y algo que gimotea por delante, pero se pone en camino y acelera hacia el túnel. Un momento de oscuridad, y estamos en otra parte, en una carretera entre dos filas cortas de edificios grises. El taxi se para y se abre el cerrojo de la puerta de Sam.
—Ya hemos llegado al centro —dice el operador—. Por favor, bajen.
Sam está mirando su tablero con el ceño fruncido, después lo estira.
—Por aquí —dice. Antes de que le pueda preguntar por qué, se encamina hacia uno de los edificios más cercanos, que tiene una fila de puertas. Lo sigo.
Dentro de los almacenes me desoriento enseguida. Hay cosas por todas partes, apiladas en montones y metidas en cubos de almacenaje, y hay mucha gente dando vueltas por todas partes. Los que tienen un uniforme extraño son los operadores de la tienda que se supone que te deberían ayudar y cogerte el dinero. No hay ensambladores ni catálogos, así que me imagino que solo pueden vender las cosas que tienen expuestas, y será por esto por lo que tienen todo esparcido por todas partes. Le pregunto a uno de los operadores dónde puedo comprar ropa, y me dice:
—En la tercera planta, señora.
Hay unas escaleras móviles en la habitación central con el techo alto, así que me dirijo hacia el tercer nivel y miro a mi alrededor.
Ropa. Muchísima ropa. Hay más ropa de la que nunca me hubiera imaginado que podría haber en un solo sitio… y está toda hecha con ese tejido absurdo, y puesta sin un método evidente que permita encontrar lo que se busca, ¡ni de ajustarlo a la medida adecuada! ¿Cómo encontrarán lo que necesitan? Es un sistema de locos, poner todo lo que tienen en mitad de una casa grande y dejar que los visitantes intenten encontrar las cosas. Hay otras personas dando vueltas y tocando la mercancía, pero cuando me acerco resultan ser zombis haciendo de gente normal. Ninguno de los otros está por aquí todavía. Supongo que aún es temprano.
Doy vueltas por un bosque de perchas colgadas con chaquetas hasta que veo a un operador.
—Usted —le digo—. ¿Qué me puedo poner?
Parece una ortohumana. Lleva puesta una falda azul y una chaqueta y los zapatos de tacones incómodos. Me sonríe como un robot.
—¿Qué artículo necesita? —me pregunta.
—Necesitaría… —me paro—. Necesitaría ropa interior —le digo. Estas cosas no se limpian solas—. Que sea suficiente para una semana. Y algunos pares de calcetines —porque el de la pierna izquierda se ha desgarrado— y otro traje exactamente igual que este. Y otro par de zapatos —de repente se me ocurre una cosa—. ¿Me podría dar un par de pantalones?
—Espere, por favor —el operador está muy frío—. Por favor, sígame por aquí —me lleva a un atril que hay cerca de una serie de estatuas que llevan puestos trajes largos que no parecen resistentes, y otro operador sale por una puerta de la pared con un montón de paquetes—. Aquí está su pedido. Los pantalones son artículos que no están disponibles en este departamento. Por favor, denos su talla y le daremos las prendas adecuadas.
—Oh —miro a mi alrededor—. ¿Puedo elegir cualquier cosa de aquí?
—Sí.
Paso un par de kilosegundos dando vueltas por la tienda, mirando las cosas de vestir. Venden muy pocos pantalones, y parecen rotos, están hechos de una tela sintética azul, con unos desgarrones a la altura de la rodilla. Por casualidad voy a parar a la otra punta de la tienda donde hay muchos pantalones que parecen estar bien. Son negros, lisos y sin agujeros.
—Quiero uno de estos de mi talla —le digo al operador que está más cerca, uno de sexo masculino.
—Este artículo no está disponible en modelo de señora —dice.
—Oh, vaya —me rasco la cabeza—. ¿No lo puede ajustar?
—Este artículo no está disponible en modelo de señora —repite. Mi enlace de red me avisa. Un icono rojo aparece sobre el montón de pantalones: violación suntuaria.
—Mmm —así que hay restricciones en lo que nos van a vender. Empieza a ser frustrante—. ¿Me podría dar uno de mi talla? Es para un hombre que tiene exactamente la misma talla que yo.
—Espere, por favor —espero moviéndome impaciente. Al final aparece otro operador masculino que sale de una puerta que apenas se veía en la pared, con un paquete—. Su artículo para regalo.
—Bien —cojo los pantalones, ahogo una sonrisa, y pienso en estos horribles zapatos y cómo…— Lléveme al departamento de zapatería. Quiero unos zapatos de mi talla, para un hombre…
Cuando pago, usando la tarjeta de crédito, me acumulan más puntos sociales: ya tengo cinco.
Me encuentro con Sam abajo, en el departamento de muebles, unos cinco kilosegundos más tarde. Los dos llevamos muchísimos paquetes, pero él ha comprado un contenedor portátil llamado maleta y apretujamos casi todo lo que hemos comprado ahí dentro. Yo he comprado un bolso y unas botas que llegan hasta los tobillos con una suela suave que no hace ruido al andar, meto los zapatos de antes en la bolsa, por si acaso los necesitara, y ahora estoy mucho más cómoda.
—Vamos a buscar algo de comer —sugiere Sam.
—Vale.
Hay un sitio para comer en la otra parte de la carretera del Macy’s, y se parece bastante a uno real, solo que la comida te la dan humanos (bueno, zombis) que te atienden, y se supone que la han preparado otros humanos en la cocina. Menos mal que es una simulación, o me sentiría fatal. En los radios de acción de combates intensos te enseñan a sintetizar comida a partir de desperdicios biológicos o de tus camaradas muertos, pero esto es distinto. Se supone que es un sitio civilizado, de algún modo. Elegimos lo que vamos a tomar de una carta impresa en una película blanca, y nos sentamos a esperar.
—¿Cómo te han ido las compras? —le pregunto a Sam.
—No demasiado mal —me dice cautelosamente—. He comprado ropa interior. Y un par de pantalones y camisas. Mi tablero dice que hay muchas convenciones sociales respecto a la ropa. Cosas que nos podemos poner, cosas que no nos podemos poner, cosas que nos tenemos que poner… un lío tremendo.
—Cuéntame —le digo que me ha resultado difícil comprar unos pantalones que no tuvieran agujeros.
—Aquí dice… —saca su tablero—. Ah, sí. Convenciones suntuarias. No está codificado legalmente, pero los pantalones no les estaban permitidos a las mujeres en los primeros años oscuros, y las faldas están completamente prohibidas para los hombres —arruga la frente—. También dice que las costumbres parecen haber cambiado hacia la mitad del periodo de estudio.
—¿Vas a ser fiel al libro? —le pregunto, mientras un zombi viene con dos vasos de líquido amarillo claro que llaman cerveza.
—Bueno, siempre pueden multarnos —dice, encogiéndose de hombros—. Pero supongo que tienes razón. No tenemos por qué hacer todas las cosas con las que no nos sintamos a gusto.
—Exacto —subo la pierna derecha y pongo el pie sobre la mesa—. Mira.
—Es una bota grande.
—La he comprado en el departamento masculino. Pero no me buscaron la talla hasta que les dije que era un regalo para un hombre que tiene la misma talla que yo.
—¡Ah sí!
Me doy cuenta de que estoy enseñando la pierna que tiene el calcetín roto así que la vuelvo a poner debajo de la mesa.
—Tenemos un poco de autonomía, aunque sea limitada. Ahora que estamos dentro, podemos vivir como queramos, ¿no?
Los platos de comida llegan. Filetes sintéticos, imitación de verduras que parece que han crecido en una esquina fangosa de una biosfera salvaje, y unos vasos con unos condimentos de colores brillantes. Por unos momentos solo me ocupo de mi plato. Tengo mucha hambre y la comida es sabrosa, aunque un poco básica. Por lo menos no nos moriremos de hambre aquí. Me siento llena enseguida.
—No sé si podemos —murmura Sam con la boca llena—. ¿Sabes? El sistema de puntos…
—No puede evitar que hagamos lo que queramos —lo interrumpo, echando a un lado mi plato—. Todo lo que tenemos que hacer es ponernos de acuerdo si queremos ignorarlo, y podremos hacer todo lo que queramos.
—Supongo —se mete otro trozo de filete en la boca.
—De todas formas no tenemos ni idea de lo que consideran una violación del sistema. Vamos, que ¿qué tengo que hacer para perder un punto?, ¿o para ganarlo? En realidad no nos han contado nada, solo nos han dicho que tenemos que obedecer las normas y acumular puntos —le apunto con el tenedor—. Tenemos estos textos de referencia en los tableros con todo lo que dicen sobre cómo es una sociedad genéticamente determinista y están todas esas costumbres estúpidas, pero no sé cómo todo eso puede afectarnos a menos que no se lo permitamos. Todas las sociedades tienen un cierto grado de flexibilidad, pero estos tipos han interpretado al pie de la letra las normas que les han llegado a las manos. Si me preguntas te diría que han sido muy simples.
—¿Qué pensarán los otros? —pregunta.
—¿Qué qué pensarán? —lo miro fijamente—. Estaremos aquí cien ciclos. ¿De verdad crees que nos pondrán un bono de pago al final del experimento por, digamos, ponernos estúpidos zapatos con punta que dan dolor de pies durante tres años?
—Depende —Sam baja el cuchillo—. Todo depende de cómo sopesan la conveniencia relativa de hacer que otras personas se sientan incómodas ante su propia riqueza futura —tiene una expresión pensativa—. El protocolo es… interesante.
—Vale —me levanto—. Vamos a probarlo.
Me quito la chaqueta y la pongo en el respaldo de la silla. Un par de zombis me miran.
—¡Eh! ¡Miradme! —les grito. Me desabrocho el vestido y lo dejo caer hasta las rodillas. Sam se sorprende. Lo miro a la cara y me desabrocho el sujetador, lo dejo caer, me subo a la silla y me bajo los calcetines y las bragas—. ¡Miradme! —Sam mira hacia arriba y me pongo roja cuando veo su expresión…
En ese momento, un flash rojo tapa mi campo visual y oigo un zumbido de mi enlace de red, parecido a la alerta de descompresión que todos aprendemos a temer incluso antes de aprender a andar. «Diez puntos menos por desnudez pública» —dice el enlace.
Cuando se me aclara la vista, veo que unos camareros y el dueño del restaurante vienen corriendo hacia mí con toallas y delantales, dispuestos a hacer de todo para cubrirme, para tapar la horrenda visión. Sam sigue mirándome, pero no soy la única que se ha puesto roja. Me bajo de la silla y tres o cuatro zombis de sexo masculino, todos más grandes que yo, llegan hasta mí, me cogen de los brazos y me llevan físicamente a la parte de atrás. Ahogo un grito de pánico: ¡No puedo moverme! Pero me llevan directamente al servicio de mujeres y simplemente me tiran allí dentro, dejándome sola. Un momento después, mientras estoy intentando recuperar la respiración, las puertas se abren de golpe y alguien me tira la ropa que me había quitado.
—Diez puntos menos, por escándalo público —entona mi enlace de red—. Se ha llamado a la policía. La función de ayuda te aconseja que corrijas tu código de vestuario y que escapes.
Mierda, mierda… Forcejeo por un momento hasta que consigo ponerme el vestido pasándomelo por encima de la cabeza, y también me pongo la chaqueta. La ropa interior puede esperar… No sé qué es la policía, pero no suena bien. Empujo la puerta y miro detrás de la esquina, pero allí no hay nadie, solo hay un pasillo pequeño con puertas que dan a la parte trasera del restaurante y una de ellas dice SALIDA DE INCENDIOS con letras verdes. La abro de un empujón y voy a parar a una calle estrecha con muchos contenedores con ruedas. Apesta a comida en descomposición. Temblando levemente, llego hasta el final, después giro a la izquierda dos veces.
Una vez en la calle voy derecha hacia Sam.
—Ahora, ¿vas a tomarte en serio el protocolo? —me sisea al oído—. ¡Casi me arrestan!
—¿Te arrestan?, ¿qué significa?
—La policía —respira pensadamente—. Te pueden llevar con ellos y encerrarte. Lo llaman detención —sigue rojo y evidentemente preocupado—. Te podrías haber hecho daño.
Tiemblo.
—Vámonos a casa.
—Llamaré a un taxi —dice con tono gruñón—. Ya has hecho bastante daño por hoy.
Sam ha comprado una cosa que llaman teléfono móvil, que es un sustituto de bolsillo del terminal grande de red con cable que va a la pared. Lo lleva en un bolsillo. Habla con él un poco, y unos cientos de segundos más tarde llega un taxi. Nos vamos a casa, entra en el salón dando zancadas, deja la maleta en el hall de la entrada y enciende la televisión. Yo doy vueltas por la casa de puntillas hasta que veo que está completamente absorto en el fútbol, con una expresión de ligero asombro.
Paso un poco de tiempo en mi habitación, leyendo mi tablero. Da muchas advertencias sobre cómo vivía la gente durante los años oscuros, aunque ninguna de ellas tiene mucho sentido… muchas de las cosas que hacían parecen arbitrarias y tontas cuando habla del contexto social y de la historia que explica cómo se desarrollaron sus costumbres. Todavía me fastidia que el experimento del restaurante haya salido tan mal (¿cómo puede ser tan importante no llevar ropa en un contexto social racional?), pero un momento después me doy cuenta de que nadie intentó pararme esta mañana cuando estuve desnuda dando vueltas por la casa. Así que me quito las botas nuevas, y el vestido, que está empezando a oler mal. Bajo las escaleras y abro la maleta, cojo lo que he comprado y me lo llevo a mi habitación. Lo escondo todo en el armario, pero me sorprendo al descubrir que aquí hay espacio para diez veces más cosas. No tengo ganas de probarme la ropa nueva ahora. En realidad me siento fatal. Sam me está ignorando aposta (me imagino que será una reacción de defensa), vivimos en una locura de experimento que no tiene sentido y no tendré la oportunidad de descubrir si hay alguien más que crea que todo esto es absurdo hasta pasado mañana.
Estoy leyendo la explicación que da el tablero sobre cómo las vocaciones (perdón, el trabajo) funcionaba en la sociedad de los años oscuros, y me sobresalto un poco cuando suena una campana de la mesa bajita que hay al lado de la cama. La miro y mi tablero transmite: contesta al teléfono.
Oh. No me había dado cuenta de que tenía uno. Voy a tientas un momento hasta que encuentro el aparato rechoncho con un cordón que se supone que tienes que llevarte a la cara.
—¿Sí? —digo.
—¡R-Reeve! ¿Eres tú?
—¿Cass? ¿Kay? —pregunto, confundiendo los nombres por un instante.
—¡Revee! ¡Tienes que ayudarme a salir de aquí! Está loco. Si me quedo aquí estoy segura de que terminará pegándome otra vez. Necesito algún sitio donde ir —he escuchado a gente aterrorizada antes, y ella lo está. Cass (¿Kay? Una parte de mí insiste) está desesperada. ¿Pero por qué?
—¿Dónde estás? —le pregunto—. ¿Qué está pasando? Tranquilízate y cuéntamelo todo.
—Tengo que escapar de aquí —insiste, con la voz quebrada—. ¡Está loco! Ha leído los manuales e insiste en que va a ganar el bono máximo, y si quiere hacerlo, va a obligarme a hacer todo lo que dice el libro. Esta mañana se fue y me dejó aquí encerrada. Se llevó mi monedero, que todavía lo tiene él, y cuando volvió, amenazó con pegarme si no le preparaba la comida. Dice que para la puntación máxima la mujer tiene que obedecer al marido y que si no hago lo que dice el libro, me pegará… ¡mierda!, ¡ya llega!
Clic.
Me quedo con el teléfono en la mano, mirando a la pared de detrás de la cama, aterrorizada. Cuelgo y bajo las escaleras corriendo hasta el salón.
—¡Sam tenemos que hacer algo!
Me mira por encima de su tablero.
—¿El qué?
—¡Es Cass! Acaba de llamar. Necesita ayuda. Su marido está loco. Le ha cogido el monedero, la ha encerrado y la está amenazando con pegarle si no lo obedece. ¡Tenemos que hacer algo! Ella sola no puede defenderse…
Sam pone su tablero encima de la mesa.
—¿Estás segura? —le pregunta con toda tranquilidad.
—¡Sí! ¡Me lo ha dicho ella! —dentro de mí estoy pegando saltos de la rabia. (Si le pongo la mano encima al bromista que me quitó toda la musculatura superior, juro que le injertaré la cabeza en un perezoso y le obligaré a correr un maratón) ¡Tenemos que hacer algo!
—¿Cómo qué? —me pregunta.
Me desinflo.
—No estoy segura. Ella quiere que la saquemos de allí.
Pero…
—¿Has mirado la puntuación que hemos acumulado?
—Mi… no, no. ¿Y qué tiene que ver?
—Tú, míralo —dice.
—Vale.
—¿Cuál es la puntuación acumulada por nuestra cohorte? —le pregunto a mi enlace de red. El resultado hace que me pare.
—¡Eh, vamos muy bien! Incluso después de… —vacilo.
—Pues sí, si miras los subtotales, verás que hemos conseguido puntos, y muchos, por formar relaciones estables que siguen las normas —le tiembla la mejilla—. Como la de Cass y ese, ¿cómo se llama?, Mick.
—Pero si le está haciendo daño…
—¿Seguro? Bueno, aunque la creamos. ¿Qué podemos hacer nosotros? Si los separamos les costará 100 puntos a todos los de nuestra cohorte, así de sencillo. Reeve, ¿has visto el informe del periódico? Las infracciones son públicas. Todos se han enterado de nuestro pequeño… experimento… del almuerzo. Está en todos los periódicos, con letras rojas. Ha causado un gran revuelo. Si haces algo que le cueste al grupo una relación estable, algunos de ellos, yo no, pero sí los que están obsesionados con el bono final, empezarán a odiarte. Y, como tú misma dijiste antes, estaremos atrapados aquí los próximos cien ciclos.
—¡Mierda! ¡Mierda! —lo miro fijamente—. ¿Y tú qué?
Me mira impasible desde su esquina del sofá.
—¿Yo qué?
—¿Me odiarías? —le pregunto, casi en voz baja.
Se lo piensa un momento.
—No. No, creo que no —pausa—. Pero me gustaría que fueras un poco más discreta. No llames la atención, piensa las cosas antes de actuar, por lo menos intenta que parezca que estás pretendiendo adaptarte.
—Muy bien. Entonces, ¿qué se supone que debería pensar? Sobre Cass, vamos. Si ese cerdo se está aprovechando porque tiene más fuerza que ella…
—Reeve —vuelve a detenerse—, yo estoy de acuerdo contigo, en principio, pero antes tenemos que saber qué es lo que podemos hacer. ¿Podría dejarlo por voluntad propia, sin que la ayudemos? Porque si es así, debería… es ella la que tiene que decidir. Y si no es así, ¿cómo podemos ayudarla? Tenemos que vivir con las consecuencias de nuestros errores mucho tiempo. A no ser que Cass se encuentre en un peligro inmediato, será mejor intentar que toda la cohorte esté de acuerdo, y no hacer las cosas solos.
—Pero ahora mismo tenemos que impedir que le haga algo, ¿no?
No sé lo que me pasa. Me siento indefensa, y lo odio.
Debería ser capaz de ir a la casa de ese cerdo, tirarle la puerta abajo y darle a probar una buena dosis de acero frío en las entrañas. O si no, debería planear un astuto asalto a dos bandas que ponga a la víctima a salvo mientras que pongo minas por su cuarto y polvos picantes en la cama. Pero lo único que hago es darle vueltas a las cosas, desahogándome, dramatizando y descargándome con Sam. Echo de menos mi red normal de recursos y capacidades, y estoy permitiendo que sea el ambiente el que dicte mis respuestas. El ambiente está establecido para que nos inculque estos estúpidos papeles determinados por el género, así que voy a… Niego con la cabeza.
—No queremos que nadie piense que herir y hacer prisionero a un miembro de nuestra cohorte es un buen modo de ganar puntos, ¿no? —dice Sam pensativamente—. ¿Tienes alguna de idea de cómo podemos resolver esto?
Me quedo pensando un momento.
—Llámale —le digo, antes de que la idea se haya formado completamente en mi cabeza—. Llámale y… sí —miro afuera, al jardín—. Dile que vamos a verlo, a él y a Cass, en la iglesia, pasado mañana. No hay por qué ser desagradable con él —me doy cuenta—. Dile que el tablero dice que tenemos que estar elegantes y tener buen aspecto para ir a la iglesia; que es una costumbre; dile que podría perder puntos si Cass no tiene buen aspecto; que perderemos puntos como grupo —me doy la vuelta hacia Sam—. ¿Crees que entenderá el mensaje?
—Sí, a no ser que sea de verdad muy estúpido —Sam asiente con la cabeza y se levanta—. Voy a llamarlo ahora mismo —se detiene—. ¿Reeve?
—¿Sí?
—Tú no… me pones nervioso cuando sonríes así.
—Perdona —me quedo pensando un momento—. ¿Sam?
—¿Sí?
Me quedo en silencio unos segundos mientras intento calcular cuánto le puedo contar. Enseguida sacudo la cabeza mentalmente y simplemente se lo digo. No creo que Sam sea un asesino a sangre fría contratado por quienesquiera que sean los asesinos que mi identidad anterior se creó.
—Yo conocía a Cass fuera del experimento antes de, eh, presentarnos voluntarios. Si ese cerdo cara mierda le hace daño… bueno, ahora no puedo darle un puñetazo tan grande que se le hinquen los dientes tan abajo de la garganta que tenga que comer con el culo, pero ya se me ocurrirá otra cosa. Algo parecido. Y, ¿Sam?
—¿Sí?
—Puedo ser muy creativa cuando hay que ser violento.