Una humana de piel oscura con cuatro brazos viene hacia mí, cruzando el club. Su único atuendo es un cinturón ensartado con cráneos humanos. El pelo le forma una corona de humo alrededor de la cara, abierta y curiosa. Le intereso.
—Eres nuevo por aquí, ¿no? —me pregunta, parándose delante de mi mesa.
Me quedo mirándola. Aparte de las articulaciones extra de los hombros, netamente pronunciadas, viste un cuerpo bastante correcto, que sigue la forma de un cuerpo humano tradicional. Lleva los cráneos clasificados según su tamaño, engarzados en una gargantilla con un alambre de rosas y espinas.
—Sí, soy nuevo —le digo. El anillo de libertad condicional me provoca un hormigueo en el dedo índice izquierdo, a modo de advertencia—. Me han pedido que te avise de que me estoy sometiendo a reindización de identidad y a rehabilitación. Como todos en mi estado, podría ser propenso a arrebatos violentos, pero no te preocupes, es solo un aviso reglamentario: no te haré daño. ¿Por qué me lo preguntas?
Ella se encoge de hombros. El gesto le produce una ondulación elaborada que termina con un contoneo de las caderas.
—Porque no te he visto antes, y he estado viniendo por aquí casi todas las noches durante los últimos veinte o treinta diurnos. Ayudando un poco se puede ganar rehabilitación extra. No te preocupes por el anillo. Muchos de los que estamos aquí lo tenemos. Hace algún tiempo yo misma tenía que ir avisando a la gente.
Consigo forzar una sonrisa. ¿Un compañero de celda? ¿Avanzado en el programa?
—¿Quieres beber algo? —le pregunto, señalando la silla que está cerca de mí—. Y, bueno, si no te molesta que te lo pregunte, ¿cómo te llamas?
—Soy Kay —coge la silla y se sienta, pasándose la masa de cabellos oscuros sobre los hombros y remetiendo las calaveras con las dos manos por debajo de la mesa mientras mira la carta—. Mmm, creo que me tomaré un moca doble helado, con poca coca —vuelve a mirarme fijamente a los ojos—. La clínica prepara todo para que haya siempre un voluntario que dé la bienvenida a los nuevos. A mí me toca el turno nocturno. ¿Te importa decirme cómo te llamas? ¿O de dónde eres?
—Si quieres —mi anillo me avisa, y me acuerdo de que tengo que sonreír—. Me llamo Robin, y tienes razón, acabo de salir del tanque de rehabilitación. A decir verdad, hace solo un ciclo que estoy fuera —un poco más de diez días planetarios, un millón de segundos—. Soy… —entro en quicktime unos subsegundos, intentando decidir qué historia contarle, hasta que me decido por una aproximación a la verdad—… de por aquí, en realidad, pero acabo de salir de una disección de la memoria. Me estaba agobiando, así que tenía que hacer algo con lo que fuese que me estuviera sobrecargando.
Kay sonríe. Tiene los pómulos agudos y los dientes brillantes enmarcados entre unos labios perfectos. Su simetría es bilateral, tres billones de años de heurística evolutiva y genes homeoboxes que generan una cara que es el espejo de sí misma. «¿De dónde viene este pensamiento?» —me pregunto a mí mismo, molesto—. Es agobiante no ser capaz de distinguir entre tus propios pensamientos y la prótesis de identidad postquirúrgica.
—Hace mucho tiempo que no soy humana —admite—. Me acabo de mudar aquí desde Zemlya —se queda un poco callada—, para mi cirugía —añade en voz baja.
Juego nerviosamente con las borlas que adornan la empuñadura de mi espada. Hay algo en ellas que va mal, y me está molestando mucho.
—¿Vivías con los vampiros del hielo? —le pregunto.
—No exactamente… Yo era un vampiro del hielo.
Esto me llama la atención: no creo haber conocido nunca a un extraterrestre real, ni siquiera a un ex alien.
—¿Tú…? —¿Cómo se dice?— ¿naciste así, o emigraste algún tiempo?
—Dos preguntas —levanta un dedo—. ¿Trato?
—Trato —me acuerdo de que tengo que asentir sin provocación, y mi anillo me manda una señal de calor. Es un condicionamiento natural: una recompensa a la conducta indica recuperación, mientras que un castigo a la conducta refuerza la fuga postquirúrgica. No me gusta, pero dicen que es una parte esencial del proceso.
—Emigré a Zemlya justo después de mi volcado de memoria anterior —en su expresión hay algo que hace que me parezca evasiva, ¿qué podría estar ocultando? ¿Un proyecto que ha ido mal? ¿Enemigos personales?—. Quería estudiar la sociedad de los vampiros del hielo desde dentro —su cóctel emerge de la mesa, y le da un sorbo para probarlo—. Son muy raros —por un momento parece melancólica— pero, después de una generación, yo me sentía… triste —da otro sorbo—, estaba viendo con ellos para estudiarlos, ya sabes, y cuando vives con gente durante gigasegundos no puedes evitar sentirte involucrada, a menos que te revises y actualices totalmente… En fin, hice amigos y los vi crecer y morir hasta que no pude más. Tuve que volver y extirpar el… el impacto. El dolor.
¿Gigasegundos? De treinta años planetarios cada uno. Es mucho tiempo para estar con los aliens. Me está estudiando atentamente.
—Ha tenido que ser una cirugía de precisión —le digo lentamente—. Yo no recuerdo mucho de mi vida anterior.
—Pero tú eras humano —me dice, incitándome a hablar.
—Sí —enfáticamente sí. Aún quedan jirones de memoria: el brillo de espadas en la penumbra de una callejuela en una zona remilitarizada. Sangre en las fuentes—. Yo era un académico. Un miembro del cuerpo docente —una serie de puertas cortafuegos ensambladas, alineadas tras la temible coraza de un punto de control de fronteras entre gobiernos. Civiles que imploraban, gritando y empujando la entrada en penumbra—. Enseñaba historia —casi todo esto es… era… verdad—. Todo parece aburrido y lejano ahora —un breve reflejo de armas de fuego; después, silencio—. Me estaba estancando, y necesitaba actualizarme. Creo.
No estoy mintiendo del todo. No me presenté voluntario. Alguien me hizo una oferta que no pude rechazar. Sabía demasiado. O consentía a la cirugía de la memoria, o mi próxima muerte sería la última. Por lo menos, eso era lo que decía la carta de muerte que estaba al lado de mi cama cuando me desperté en el centro de rehabilitación, cuando los confesores cirujanos del hospital me acababan de inyectar agua del Leteo directamente en el cerebro con robots de tamaño molecular. Sonrío, sellando verdades parciales con una mentira absoluta.
—Así que me han reconstruido por completo, y ahora no recuerdo por qué.
—Y te sientes como un humano nuevo —me dice, medio sonriendo.
—Sí —le miro las manos inferiores. No puedo evitar darme cuenta de que las está moviendo como si estuviera nerviosa—, aunque sigo manteniendo el antiguo diseño de mi cuerpo —tengo una forma muy tradicional: soy un hombre de estatura media, con los ojos oscuros, delgado y fuerte, con pelo negro, que me empieza a crecer, como si fuera la reconstrucción de un euroasiático de la era preespacial, hasta con el kilt de piel y las sandalias de cáñamo—. Tengo una fuerte imagen de mí mismo, y no quiero despojarme de ella, tengo muchas asociaciones unidas a ella. Por cierto, son bonitas las calaveras.
Kay sonríe.
—Gracias. Y, por cierto, gracias por no preguntar.
—¿Preguntar?
—La típica pregunta: ¿Por qué pareces… bueno…?
Levanto mi vaso y por primera vez doy un sorbo al líquido azul, ácido y frío.
—¿Has pasado casi una vida humana prehistórica como un vampiro del hielo y la gente sigue acosándote y preguntándote por qué tienes demasiados brazos? —Muevo la cabeza—. Me imaginé que tendrías un buen motivo para ello.
Cruza los dos pares de brazos, a la defensiva.
—Me sentiría una mentirosa pareciendo… —mira detrás de mí. Hay mucha gente en el bar, unos cuantos bishoujos y una pareja de cyborgs, pero muchos de ellos llevan puestos cuerpos ortohumanos. Se queda mirando a una mujer que tiene el pelo largo y rubio hasta la mitad de la cabeza y la otra parte afeitada, y que lleva una tela blanca transparente y un cinturón de espada. La mujer está riéndose a carcajadas por algo que ha dicho alguno de sus compañeros, soldados berserkers a la espera de contrincantes—. Ella, por ejemplo.
—Pero ¿tú has sido ortohumana antes?
—Lo sigo siendo, por dentro.
Caí en la cuenta: lleva un halo xenohumano cuando aparece en público porque es tímida. Miro al grupo y, sin querer, cruzo la mirada con la mujer rubia. Me mira, se pone rígida, y se aleja intencionadamente.
—¿Cuánto tiempo hace que está este bar aquí? —pregunto, sintiendo que me queman los oídos. «¿Cómo se atreve a hacerme esto a mí?»
—Unos tres ciclos —Kay saluda con la cabeza al grupo de ortos que están en la otra parte del bar—. Preferiría evitar prestarles demasiada atención porque son duelistas.
—Yo también lo soy —asiento con la cabeza—. Lo encuentro terapéutico.
Hace una mueca.
—Yo no participo. Es juego sucio. Y no me gusta el dolor.
—Bueno, a mí tampoco —digo lentamente—, pero no se trata de eso, lo que pasa es que nos enfadamos cuando no conseguimos recordar quiénes somos, y nos atacamos primero con palabras; y según un marco estructurado y formal, nadie tiene que resultar herido.
—¿Dónde vives? —me pregunta.
—Estoy en… —me doy cuenta de que está cambiando evidentemente de tema— la clínica, todavía. Quiero decir que todo lo que tenía… yo —lo liquidé y hui—, yo viajo ligero. Todavía no he decidido lo que quiero ser en esta nueva vida, así que no merece la pena llevar mucho equipaje.
—¿Quieres otra? —Pregunta Kay—. Yo invito.
—Sí, gracias.
Siento como un aviso en la mente cuando me doy cuenta de que la Rubia viene hacia nuestra mesa. Finjo no darme cuenta, pero siento un calor que me es familiar en el estómago, y tensión en la espalda. Antiguos reflejos, los nuevos códigos trampa aún no han tomado el control y, a escondidas, aflojo la funda de la espada. Creo que sé lo que quiere la Rubia, y me alegra dárselo. No es la única por aquí propensa a los arrebatos de furia asesina que tardan en pasar. Mi consejero me dijo que los aceptara y que me abandonara a ellos con contrincantes como yo. Se consumirá a su tiempo. Por eso sigo adelante.
Pero la rabia que sigue a la disección no es lo único que me irrita. Además de la revisión de la memoria, opté por restablecer mi edad. Siendo otra vez un postadolescente, noto el tormento dinámico y hormonal que esta fase comporta. Me hace dar vueltas, nervioso, por mi apartamento, ponerme en el cubículo blanco del servicio y pasarme una cuchilla por debajo de los brazos, con la curiosidad de ver el brillo del rojo de la sangre que brota. El sexo ha recobrado una importancia obsesiva que casi había olvidado. La furiosa necesidad de sexo y la violencia es curiosamente difícil de vencer cuando te levantas drenado y vacío e incapaz de recordar lo que fuiste, pero es mucho menos divertido, la segunda o tercera vez que te sometes al ciclo de rejuvenecimiento.
—Oye, no mires a tu alrededor, pero seguramente ya sabes que hay alguien que está a punto de…
Antes de que me dé tiempo a terminar la frase, la Rubia se apoya sobre los hombros de Kay y me escupe en la cara.
—Exijo satisfacción —su voz era como el taladro de un diamante.
—¿Por qué? —le pregunto fríamente, con el corazón a punto de explotar por la tensión, mientras me seco la mejilla. Noto cómo crece en mí la furia, pero me esfuerzo por mantenerla bajo control.
—Tú existes.
Hay un cierto tipo de mirada que tienen algunos casos de postreahabilitación en la etapa psicopática disociativa, cuando aún se están tejiendo los hilos enmarañados de la personalidad y la memoria, hasta convertirlos en una nueva identidad. La furia insensata del mundo y el odio existencial, que normalmente dirigen hacia la antigua identidad por llevarlos a este mundo, desnudos y sin memoria, generan esta misma dinámica. Un odio ciego y salvaje, y la musculatura perfecta del fenotipo optimizado, se combinan para que la Rubia aparezca intimidatoria, casi primitiva. Aun así, tiene el suficiente autocontrol como para lanzar un desafío antes de atacar.
Kay, tímida y mucho más avanzada que nosotros en el programa de recuperación, se acobarda en su asiento cuando la Rubia se queda mirándome fijamente. Eso me molesta… que la Rubia no tenga fuerza para intimidar a los transeúntes. Y puede que yo, en realidad, no esté tan fuera de control como me parece.
—En ese caso… —me levanto despacio, sin perder el contacto visual con ella ni por un instante—, ¿qué te parece si vamos a la zona remilitarizada? ¿Reglas de primera muerte?
—Sí —dice como silbando.
Miro a Kay.
—Ha sido un placer hablar contigo. ¿Me pides otra copa? Vuelvo enseguida —siento sus ojos clavados en la espalda mientras sigo a la Rubia a la puerta de la zona RMZ, que está justo detrás del bar.
La Rubia se para en el umbral.
—Detrás de ti —dice.
—Au contraire. Quien desafía va delante.
Me mira otra vez, evidentemente furiosa, luego avanza hacia la puerta T y parpadea. Me seco la palma de la mano derecha en el kit de piel, y agarro la empuñadura de la espada, desenvaino y doy un salto a través del agujero de gusano de punto a punto.
Las reglas del duelo establecen que quien desafía tiene que alejarse diez pasos de la puerta, pero la Rubia no está de buen humor, y no es bueno que yo esté a la defensiva y preparado para esquivarla porque ella está esperando, deseando hincarme la espada en el abdomen aquí mismo.
Es rápida y cruel, y no tiene la más mínima intención de seguir las reglas, y estoy de acuerdo, porque así mi propia rabia tiene ahora un punto de escape y una cara. La cólera que me ha estado comiendo por dentro desde la intervención quirúrgica, el odio de los criminales de guerra que me han forzado a esto, de la persona que solía ser, que se rindió y aceptó que le borraran todos los recuerdos —ni siquiera me acuerdo de cuál era mi sexo ni mi estatura—, tiene ahora un punto donde concentrarse, y más allá del círculo que dibujan las hojas de nuestras espadas, la cara de la Rubia refleja la concentración y la rabia como un espejo de mí mismo.
Esta parte de la zona remilitarizada está diseñada sobre una ciudad devastada del viejo Urth, que en la era postnuclear ha quedado reducida a páramos de hormigón y donde una extraña vegetación trepadora va cubriendo las estatuas de los conquistadores y los escombros ya consumidos de los coches de ruedas. Podríamos estar solos aquí, desahuciados a la suerte de un planeta abandonado por los seres inteligentes. Solos con el dolor y la rabia hasta que los efectos postquirúrgicos vayan desapareciendo poco a poco.
La Rubia intenta alcanzarme, y yo me echo hacia atrás con cuidado, intentando localizar algún punto débil en su ataque. Prefiere el filo a la punta, y la derecha a la izquierda, pero no me está dejando ningún punto abierto.
—¡Date prisa y muere! —grita impaciente.
—Después de ti —hago un amago e intento que pierda el equilibrio dando vueltas alrededor de ella. Cerca de la puerta por la que entramos hay unas ruinas de un edificio alto, con cascotes de construcción amontonados que nos llegan por encima de la cabeza. (La luz roja de la puerta parpadea, lo que significa que no podremos salir hasta que uno de los dos haya muerto). Los escombros me dan una idea, y vuelvo a hacer un amago, echándome hacia atrás, dejándole un espacio abierto.
La Rubia aprovecha el espacio, y apenas consigo bloquearla porque es muy rápida, pero no es astuta, y está claro que no se esperaba que tuviera un cuchillo en la mano izquierda, que me había atado al muslo antes, y mientras intenta protegerse de él, aprovecho la oportunidad y le clavo la espada en el estómago.
Deja caer su espada y cae de rodillas. Yo me siento, trabajosamente, enfrente de ella, a punto de desplomarme. «Dios mío. ¿Cómo ha conseguido herirme en la pierna?» Puede que no haya debido de confiar tanto en mis instintos.
—¿Ya? —le pregunto, sintiéndome de repente a punto de desmayarme.
—Yo… —tiene una expresión curiosa mientras levanta la funda de mi espada—. Uf —intenta tragar— ¿Quién?
—Soy Robin —le digo suavemente, mirándola con interés. Creo que no había visto nunca morir a nadie con una espada clavada en el estómago. Hay mucha sangre, y un olor terrible que procede de sus intestinos destrozados. Creía que se retorcería y gritaría, pero puede que tenga un autocontrol autónomo. De todas formas, yo estoy ocupado sujetándome la pierna. La sangre sigue corriéndome entre los dedos. Camaradería en el dolor—. ¿Tú eres…?
—Gwyn —traga—. El brillo del odio ha desaparecido, dejando ver algo… ¿desconcierto?
—¿Cuándo te hiciste la última copia de seguridad, Gwyn?
Entrecierra los ojos.
—Hace. Una. Hora.
—Bien. ¿Quieres que termine con esto?
Tarda un momento en conseguir mirarme a los ojos. Asiente con la cabeza.
—¿Cuándo? ¿Tú?
Me inclino hacia ella, haciendo muecas, y cojo su espada.
—¿Qué cuándo me hice yo una copia? Quieres decir, ¿desde que me recuperé de la cirugía de la memoria?
Mueve la cabeza, o quizá se estremece. Levanto la espada y arrugo la frente, poniéndola a la altura de su cuello, para lo que uso toda la energía que me queda.
—Buena pregunta…
Le rebano el cuello. Sale sangre por todas partes.
—Nunca.
Voy dando traspiés hasta la salida, la puerta A, y le pido que me reconstruya la pierna antes de volver al bar. Me desactiva, y un momento subjetivo más tarde, me despierto en la cabina, en el lavabo de la parte trasera del bar, con el cuerpo recompuesto como nuevo. Me quedo mirándome en el espejo un minuto más o menos, sintiéndome vacío pero, curiosamente, en paz conmigo mismo. «¿Puede que esté preparado para una copia dentro de poco?» Doblo la rodilla derecha. El ensamblador ha hecho un buen trabajo de canonicalización, y el músculo que me ha arreglado funciona perfectamente. Decido evitar a Gwyn, por lo menos mientras siga en un estado tan insensatamente violento; que será mucho tiempo si sigue buscándose peleas con otros mejores que ella. Y, entonces, decido volver a mi mesa.
Kay sigue allí. Qué raro. Creía que ya se habría ido. (Las puertas A son rápidas, pero tardan como mínimo unos mil segundos en demoler y reconstruir un cuerpo humano: son muchos bits y átomos que compatibilizar).
Me dejo caer en mi silla. Me ha comprado otra bebida.
—Lo siento —le digo automáticamente.
—Uno se acostumbra a estas cosas por aquí —suena filosófica—. ¿Te sientes mejor?
—Ya sabes, yo… —me paro. Por un momento vuelvo a aquel páramo diseminado de trozos de cemento, con un dolor abrasador en la pierna, volviendo a sentir el odio en estado puro que sentí al lanzar mi golpe sobre la cabeza de Gwyn—. Ya ha pasado —le digo. Me quedo mirando al vaso, lo levanto y me bebo la mitad de un trago.
—¿Qué ha pasado? —la pillo mirándome—. Si no te molesta que hablemos de ello —añade precipitadamente.
De repente me doy cuenta de que está asustada, y preocupada. Mi anillo me manda repetidamente señales de calor.
—No me importa —le digo, y le sonrío, probablemente un poco cansado. Dejo el vaso—. Todavía sigo en la fase disociativa, supongo. Antes de que saliera esta tarde estaba sentado solo en mi cuarto, dibujándome en los brazos unos bonitos trazos con el bisturí. Pensando si rajarme las muñecas y terminar con todo esto. Estaba enfadado. Enfadado conmigo mismo. Pero ahora ya estoy mejor.
—Suele pasar —su tono es precavido—. ¿Qué es lo que ha cambiado?
Arrugo la frente. El saber que es un efecto secundario común de la reintegración no me ayuda.
—He sido un idiota. Necesito hacerme una copia en cuanto llegue a casa.
—¿Una copia? —Abre los ojos de par en par—. Has estado dando vueltas por aquí llevando una cinta con una espada de duelo toda la tarde, ¿y no te has hecho una copia? —levanta la voz hasta empezar a chillar—. ¿Qué estás intentando hacer?
—Aturde saber que se tiene una copia. De todas formas, estaba enfadado conmigo mismo —dejo de fruncir el ceño cuando la miro—, pero no puedo seguir enfadado para siempre.
Lo más importante es que, de repente, empiezo a sentir un tremendo vacío de terror ante la idea de volver a descubrir quién soy, o quién fui. ¿Qué sentido tiene empezar a sentir las emociones de los demás solo después de haber atravesado a alguien con una espada? En la Edad Oscura todo esto habría sido una tragedia. Incluso ahora, morir no es algo que la gente se suela tomar a la ligera. Durante un terrible instante, siento el impulso de correr hacia Gwyn y pedirle perdón —pero sería absurdo porque ella no se acordaría de nada. Estará en el mismo espacio mental en que estaba antes. Seguramente me retaría a otro duelo, con la misma rabia insensata, dejándome en el sitio, hecho una hamburguesa.
—Creo que me estoy volviendo a conectar —le digo lentamente—. ¿Conoces algún sitio adónde pueda ir que sea más seguro? O sea, ¿qué tenga menos posibilidades de que me ataquen los berserkers?
—Mmm —me mira como criticándome—. Si dejas la cinta y la espada no parecerás fuera de lugar detrás del bloque, en una de las plazas de la segunda fase de recuperación. Conozco un sitio donde hacen unos chuletones de Joe alucinantes… ¿tienes hambre?
Después del duelo, en cuanto se me ha pasado el apetito de violencia, he empezado a tener hambre. Kay me lleva a una plaza de baja gravedad muy agradable, con espuma de hilo de diamante y bonsáis de secuoyas, donde unos viejos robots pintorescos de vapor asan unos jamones tiernos con parrillas de carbón. Kay y yo conversamos, y queda claro que le intriga ver cómo me recupero visiblemente de los efectos secundarios emocionales que conlleva la cirugía de la memoria. La bombardeo a preguntas sobre la vida entre los vampiros del hielo y ella me pregunta sobre las academias duelistas de la República Invisible. Tiene un extraño sentido del humor y, hacia el final de la comida, me comenta que sabe dónde están dando una fiesta en la que divertirse.
La fiesta resulta ser una orgía fluctuante bastante relajada en casa de uno de los pacientes no hospitalizados. Cuando llegamos hay solo seis personas, la mayoría de ellas echadas sobre una cama grande circular, pasándose una pipa y masturbándose unos a otros cariñosamente. Kay se echa sobre mí contra la pared que está justo en la entrada, me besa, y me hace algo electrizante en el perineo y los testículos con tres de sus manos. Entonces se va a la suite higiénica para usar el ensamblador, dejándome jadeante. Cuando vuelve casi no la reconozco, tiene el pelo azul, ha perdido dos de los brazos y tiene la piel café con leche, pero viene hacia mí, me vuelve a besar, y reconozco el sabor de su boca. La llevo a la cama y, después de un polvo rápido, nos unimos al círculo que se pasa la pipa, que han llenado de opio y de un inhibidor de fosfodiesterasa ligeramente vaporizado, exploramos nuestros cuerpos y los de los que nos rodean hasta que estamos a punto de quedarnos dormidos.
Estoy tumbado cerca de ella, casi cara a cara, cuando murmura algo.
—Ha sido divertido.
—Divertido —repito—. Necesitaba… —se me nubla la vista—. Hacía demasiado tiempo.
—Yo suelo venir por aquí —dice—. ¿Y tú?
—No he venido nunca —me paro.
—¿Cómo?
—No me acuerdo de cuándo fue la última vez que tuve relaciones sexuales.
Pone una mano entre mis muslos.
—¿De verdad? —me mira sorprendida.
—No me acuerdo —frunzo el entrecejo—. Lo he debido de olvidar.
—¿Olvidarlo? ¿De verdad? —parece sorprendida—. ¿Puede que hayas tenido una mala relación o algo así y que por eso te hayas sometido a la cirugía?
—No, yo… —me callo antes de decir nada más. La carta que me dejó mi yo anterior lo habría dicho, si fuera el caso. Estoy seguro—. Simplemente se me ha olvidado. No creo que sea frecuente, ¿no?
—No —se acurruca junto a mí y me acaricia el cuello. Me sorprendo un momento cuando me excito al apretarme contra ella. Después empiezo a seguir la forma de sus pezones y ella empieza a respirar más deprisa. Tienen que ser las drogas, pienso; si no es con una ayuda externa no podría estar excitado tanto tiempo, ¿no?—. Habrías sido un buen sujeto para el experimento de Yourdon.
—¿Qué Yourdon?
Me da un ligero empujón en el pecho y me dejo caer de espaldas con gusto, dejándola que se monte sobre mí. Hay juguetes por la cama, llamando y suplicando que alguien los use, pero ella parece necesitar hacerlo del modo tradicional, a pelo: puede que lo vea como una forma de reconectar con lo que significa ser humano, o algo así. Empiezo a jadear cuando la empujo hacia abajo, dentro de mí.
—El experimento. Está buscando casos de amnesia aguda, ofreciendo autorizaciones para el especialista que los encuentre. Te lo contaré después.
Entonces dejamos de hablar, porque la conversación se está entrometiendo en nuestra comunicación, y en este instante ella es lo único que necesito.
Más tarde vuelvo a casa por avenidas alfombradas por césped suave y vivaz, cubierto por tablas de mármol verde tallado de la litosfera de un planeta que está a cientos de trillones de kilómetros. Estoy a solas con mis pensamientos, preservado por el silencio del enlace de red, siguiendo la ruta de un mapa que me promete un radio de cinco kilómetros sin encontrar a nadie. Aunque lleve la espada, no quiero que nadie me desafíe. Necesito tiempo para pensar, porque cuando llegue a casa mi terapeuta me estará esperando y, antes de hablar con él, necesito tener las ideas claras sobre en quién creo que me estoy convirtiendo.
Aquí estoy, despierto y vivo… quienquiera que sea. «Soy Robin, ¿no?» Me siento rodeado de recuerdos confusos, rastros de memoria ya olvidados que se llevan consigo mis vidas anteriores convirtiéndolas en una neblina impresionista. He tenido que mirar mi edad justo después de despertarme. Resulta que tengo casi siete billones de segundos, aunque tengo la estabilidad emocional de un postadolescente que tiene la décima parte de esta edad. Hubo un tiempo en que la gente que vivía dos gigasegundos ya eran ancianos. ¿Cómo puedo ser tan viejo y sentirme tan joven e inexperto?
Hay vacíos enormes y misteriosos en mi vida. Es evidente que he tenido que tener relaciones sexuales antes, pero no me acuerdo. Está claro que he peleado, mis reflejos y habilidades inconscientes terminaron rápidamente con Gwyn, pero no recuerdo haberme entrenado, o haber matado a nadie, si no es por unos flashes misteriosos que bien podrían ser restos de memoria de momentos de diversión. En su carta, mi antiguo yo decía que era un académico, un historiador militar especializado en manías religiosas, cultos no convencionales inactivos y edades oscuras emergentes. Si esto es cierto, yo no lo recuerdo. Puede que esté bien enterrado, y que vuelva a surgir cuando lo necesite, o puede que haya desaparecido por una buena razón. Cualquiera que sea el grado de extirpación de memoria que solicitó mi identidad anterior está peligrosamente cerca de una limpieza total.
Así que, ¿qué ha quedado?
Quedan trozos rotos de memoria por toda la antesala de mi teatro cartesiano, esperando a que me resbale y me corte con ellos. En este momento tengo la forma de un ortohumano masculino, un producto ortodoxo de selección natural. Me siento bien con esta forma, pero creo que hubo un tiempo en que fui algo mucho más extraño… por algún motivo tengo la idea de que he tenido que ser un tanque. (O eso, o me he inyectado en vena demasiadas aventuras en código virtch de guerra que se me han quedado pegadas incluso después de la cirugía de la memoria, aunque las partes principales se hayan borrado). La sensación de extensibilidad implacable, la violencia controlada fríamente… sí, puede que haya sido un tanque. Si así fuera, hubo un momento en que protegí una puerta de red crítica. El tráfico entre formas de gobierno, como el tráfico en el interior de una de ellas, pasa a través de puertas T, que apuntan hacia agujeros de gusano que unen sitios lejanos. Las puertas T tienen dos extremos que no están filtrados, así que cualquier cosa puede pasar por uno de ellos y llegar hasta el otro. Esto no presenta ningún problema dentro de una misma organización de gobierno, pero se convierte en un problema enorme cuando se trata de defender la frontera de una red contra los ataques de otras. De ahí los cortafuegos. Mi vocación de guardia fronteriza consistía en asegurarme de que los viajantes que entraran, fueran directamente a la puerta A, que era un vector ensamblador que los desmontaba, descargaba sus datos, y los analizaba para evitar amenazas, antes de mandarlos como datos de serie a otra puerta dentro de la zona desmilitarizada para volver a ensamblarlos. A la gente normalmente se la mandaría a través de una puerta A para exploraciones de frontera o señalizaciones a través de aperturas de agujeros de gusano de alto tráfico de datos; pero en aquella época no se hacían excepciones en el control de seguridad porque estábamos en guerra.
«¿Guerra?» Sí: estábamos al final de las guerras de censura. Tuvieron que infectarme en algún momento porque no me acuerdo de lo que pasaba, pero estoy completamente seguro de que yo estaba vigilando un cruce de fronteras, un salto de puertas T de uno de los estados sucesores que se bifurcaron de la República de Es cuando infectaron sus puertas A con gusanos redaccionistas.
Me parece recordar algo… ¡Sí! Una vez formé parte de los Linebarger Cats. O trabajé para ellos. Pero, entonces, no fui un tanque. Fui algo más.
Salgo de una puerta T, de uno de sus extremos, a un pasillo que huele a rancio, corriendo a través del corazón rocoso de una catedral en ruinas. Unos enormes pilares se levantan a mi lado hacia un cielo negro, con la hiedra que se enreda por las pantallas enrejadas que llenan los huecos que quedan entre ellas. (Los pilares son una ilusión necesaria, marcadores del túnel que contiene la atmósfera; en el planeta que está por debajo de este parque gótico, hace un frío de hielo y no hay aire, y está en rotación sincronizada con una enana marrón primaria en alguna parte del espacio transolar dentro de algunos cientos de trillones de kilómetros de la legendaria y ya muerta Urth). Camino a través de unos tapices decadentes de lana carmesí y turquesa, con ortohumanos con togas y armaduras, que están luchando y amándose a través de un abismo de segundos tan grande que mi propia historia parece insignificante.
Aquí estoy, encallado en los límites del tiempo en un centro de rehabilitación dirigido por los confesores cirujanos del hospital de la República Invisible, caminando por los pabellones abandonados de una locura pintoresca en la superficie de una enana marrón mientras intento desenmarañar mi identidad. Ni siquiera consigo recordar cómo he llegado hasta aquí. Así que, ¿cómo se supone que tengo que hablar con mis terapeutas?
Sigo el cursor parpadeante de mi enlace de red hasta llegar a un atrio central. Después sigo a la izquierda hasta una nave con unos altares de piedras antiguas coronados por tallas de esqueletos de gigantes. La nave lleva a un agujero rectangular del espacio delineado por otra puerta T. Al entrar en el agujero de gusano me siento más ligero: la gravedad no me sostiene, y hay una fuerza de Coriolis pronunciada que tira de mí hacia la izquierda. La luz es más brillante, y el suelo es un lago de líquido azul con una tensión de superficie tan alta que puedo patinar por ella, dejando mis huellas. Al nivel del agua no hay puertas, sino unos agujeros irregulares esculpidos en las paredes, y el aire huele mucho a yodo. Si tuviera que adivinar, diría que este camino lleva a la habitación de una de las rutas enigmáticas que giran en torno a las enanas marrones de esta parte de la galaxia.
Al final del pasillo adelanto a muchas nubes de forma humana que se mueven (con la privacidad de la neblina los viajantes no nos vemos) y después llego a otra habitación, con un anillo de agujeros de gusano de puertas T y rutas de puertas A que rodean la pared. Tomo por la puerta indicada y, de repente, me encuentro en un pasillo que me es familiar, con paneles de madera a ambos lados y una fuente decorativa que ocupa el patio del fondo. Es tranquilo y agradable, y está iluminado por el brillo cálido de una estrella amarilla. Aquí es donde a mí, y a otros muchos sometidos a rehabilitación, me han asignado mi espacio. Aquí es donde podemos venir a socializar, libremente y a salvo, con gente que se encuentra en el mismo estado de recuperación. Y es aquí donde vengo a ver a mi terapeuta.
Mi terapeuta de hoy no es ni remotamente humanoide, no es ni siquiera un bishoujo o un elfo; Piccolo-47 es un zángano mesomórfico, que parece una pera, con una especie de extremidades extensibles de robot, algunas de ellas ni siquiera están conectadas físicamente al cuerpo de Piccolo, y no tiene nada que parezca una cara. Personalmente, me parece descortés (los humanos cuentan con una estructura de bajo nivel que utilizan expresiones faciales para comunicar estados emocionales: el que no lleve puesta una cara es una ofensa deliberada), pero prefiero no expresar lo que pienso. Seguramente lo estará haciendo adrede, para ver la estabilidad que tengo. Si no puedo sobrellevar que no tenga una cara, ¿cómo me las voy a arreglar en público? De todas formas, pelearme con mi consejero no va a solucionar mis desequilibrios emocionales. Estoy cansado, me gustaría darme un buen baño e irme a dormir, así que decido terminar con todo esto sin incidentes desagradables.
—Has tenido un duelo hoy —dice Piccolo-47—. Haz el favor de describirme, con tus propias palabras, los acontecimientos que te llevaron al incidente.
Me siento en los escalones de piedra que hay debajo de la fuente, me echo para atrás hasta que siento el agua fresca que me salpica por detrás del cuello, y me digo a mí mismo que estoy hablando con un electrodoméstico. Esto me ayuda.
—Claro —le digo, y le resumo los acontecimientos del diurno, por lo menos los públicos.
—¿Crees que Gwyn te provocó ilícitamente? —me pregunta mi consejero.
—Mmm —me lo pienso un momento—. Creo que he debido de provocarla —le digo lentamente—. No intencionadamente, pero me vio mirándola, y seguramente habría podido desconectar. Si hubiera querido —el aceptarlo hace que me sienta un poco sucio, pero solo un poco. Gwyn está dando ahora vueltas por ahí, sin tener ni idea de que le han traspasado las entrañas. Ha perdido menos de una hora de su línea de vida. Mientras que a mí la pierna me sigue dando punzadas de memoria, y yo me arriesgué…
—Has dicho que no te has hecho una copia. ¿No es un poco temerario?
—Sí, lo es —tomo una decisión—. Voy a hacerme una en cuanto terminemos esta conversación.
—Bien —me sorprendo un poco y me quedo mirando a Piccolo-47. Los terapeutas no suelen expresar opiniones, ni positivas ni negativas, durante la sesión; esto sería como romper la ilusión de que no están ahí, y siento que mi piel se arrastra levemente cuando miro su caparazón suave—. El examinar tu estado público sugiere que estás haciendo buenos progresos. Te animo a que sigas explorando el sector de rehabilitación y a que uses los grupos de ayuda al paciente.
—Mmm —lo miro fijamente—. Creía que no debías intervenir…
—La intervención está contraindicada en las primeras etapas de recuperación de pacientes con psicopatologías disociativas críticas debidas a la disección de la memoria. Sin embargo, en las etapas sucesivas, puede resultar apropiada como guía en pacientes que demuestran síntomas de progreso —entonces se queda callado un momento—. Me gustaría pedirte una cosa. Pero eres libre de decir que no.
—¡Oh! —miro su raíz manipuladora dorsal. Es como una coliflor iridiscente, que se mueve, parpadea y respira, y tiene como si fuera un pulmón desnudo del revés galvanizado con titanio. Es fascinadamente abhumano, es una nanomáquina macroscópica tan compleja que parece tener vida por derecho propio.
—Has dicho que la paciente Kay te ha mencionado algo sobre el experimento Yourdon. El profesor de historia Yourdon es uno de mis colaboradores, y Kay tiene razón. Tu terapia, relativamente profunda, significa que serías un participante ideal para el proyecto. Además, creo que tu recuperación de largo plazo se vería beneficiada si participaras.
—Mmm —reconozco cuando intentan venderme algo difícil—. Tendrías que explicarme más sobre todo esto.
—Por supuesto. ¿Me das un momento? —sé que Piccolo-47 está entrando en quicktime y está mandándole un mensaje a alguien. Su foco de atención disminuye. Veo cómo su sensor periférico desenfoca, y la raíz manipuladora deja de parpadear.
—Me he tomado la libertad de transmitir el perfil de tu caso público a la oficina coordinadora, Robin. Este experimento es interdisciplinario, y está dirigido por los departamentos de arqueología, historia, psicología e ingeniería social de la Academia. El profesor Yourdon es el coordinador general. Si te ofreces como voluntario para participar, tu próxima copia, o tu original en caso de que te decidieras por una inmersión total, será ejemplificado como una entidad propia en una comunidad experimental, donde vivirá con otros cien voluntarios de treinta a cien ciclos —de uno a tres años tradicionales, más o menos—. La comunidad se ha definido como un experimento para investigar ciertas represiones psicológicas asociadas a la vida antes de las guerras de censura. En otras palabras, se trata de un intento por reconstruir una cultura de la que hemos perdido el rastro.
—¿Una sociedad experimental?
—Sí. Contamos con pocos datos de muchos de los periodos de nuestra historia. Las edades oscuras son demasiado frecuentes desde el amanecer de la era de las máquinas emocionales. A veces no son intencionadas, la peor Edad Oscura, en los albores de la era de las máquinas emocionales, se produjo cuando no conseguimos entender la economía informativa y la consiguiente adopción de formatos de representación de datos incompatibles. A veces son deliberadas, como las guerras de censura, pero el resultado es que hay largos periodos de la historia de los que sobrevive poca información que no haya sido manoseada por la influencia de la observación. La propaganda, el entretenimiento, y la propia imagen conspiran para dejarnos sin descripciones exactas de la realidad, al tiempo que la edad y la necesidad de disecciones periódicas de la memoria nos dejan sin experiencias subjetivas. Así que el experimento del profesor Yourdon pretende investigar las relaciones sociales emergentes en una cultura de temprana edad emocional, que prácticamente hemos perdido hoy en día.
—Creo que lo entiendo —me arrastro sobre la piedra y apoyo la espalda en la fuente. La voz de Piccolo-47 rezuma tranquilidad. Estoy seguro de que está emitiendo una nube de feromonas de satisfacción, pero, si mis sospechas son correctas, no habrá pensado en el sencillo malestar somático que me puedo infligir a mí mismo para mantenerme alerta. Las gotas heladas que me llegan al cuello son un buen irritante—. Así que yo tendría que ¿qué?, ¿ir a vivir a esta comunidad diez ciclos? Y después, ¿qué? ¿Qué haría?
—No te puedo dar muchos detalles —admite Piccolo-47, con un tono tranquilo y conciliador—. Si lo hiciera, minaría la integridad del experimento. Sus objetivos y funciones tienen que ser inciertos para los participantes si queremos salvaguardar su validez empírica, porque se trata de una sociedad viva, real. Lo único que puedo decirte es que serás libre de abandonarla en cuanto el experimento llegue a un estadio final que satisfaga los criterios de aceptación del guardián de la puerta, o si el comité ético que lo supervisa aprueba la liberación antes. Dentro del programa tu libertad de movimiento sufrirá ciertas restricciones, así como tu libertad de acceder a información y procedimientos médicos, y el acceso a artefactos y servicios posteriores al periodo que se esté investigando. De vez en cuando el guarda de la puerta proporcionará cierta información a los participantes, para guiar vuestra comprensión de la sociedad. Hay un certificado que tiene que ser protocolizado antes de que te unas al programa. Pero te aseguramos que tus derechos y dignidades se conservarán intactos.
—¿Y yo qué saco con todo esto? —pregunto con aspereza.
—Se te pagará bien por tu participación —Piccolo-47 parece casi avergonzarse—. Hay un plan de beneficios extra para los sujetos que contribuyan activamente al éxito del proyecto.
—Eh —sonrío a mi terapeuta—. No me refería a esto —si cree que necesito dinero, está muy equivocado. No sé para quién trabajaba antes, si de verdad era para los Linebarger Cats o para otro poder, incluso más oscuro y aterrador, pero lo único seguro es que no me dejaron indigente cuando me ordenaron la disección de la memoria.
—También está el aspecto terapéutico —dice Piccolo-47—. Tú pareces esconder una gran inquietud relacionada con la cancelación casi completa de tus centros de recompensa/motivación de tu bloque delta, junto a los recuerdos asociados a tu profesión anterior; dicho terminantemente, te sientes sin dirección e inactivo. En la comunidad de simulación, te daremos una ocupación y una vocación, y te introduciremos en una comunidad de iguales, que están en tu misma situación. La camaradería y un sentido renovado de la voluntad se espera que sean efectos colaterales del experimento. Mientras tanto tendrás tiempo para cultivar tus intereses personales y seleccionar una dirección que se ajuste a tu identidad, sin sufrir presiones por antiguos socios o amigos. Y repito, se te pagará bien por tu participación —Piccolo-47 se para un momento—. Ya has encontrado a uno de tus compañeros participantes —añade.
Un palo.
—Me lo pensaré —digo vagamente—. Mándame los detalles y me lo pensaré. Pero no voy a decir ni que sí ni que no inmediatamente —sonrío abiertamente, enseñando los dientes—. No me gusta que me presionen.
—Lo entiendo —Piccolo-47 se levanta ligeramente y retrocede un metro más o menos—. Te ruego que me perdones. Tengo muchas ganas de que el experimento salga bien.
—Claro —le digo adiós con la mano—. Ahora, si me perdonas, necesito un poco de intimidad. Yo todavía duermo, ya sabes.
—Nos volveremos a ver dentro de un diurno, aproximadamente —dice Piccolo-47, levantándose más y dándose la vuelta hacia un agujero que se está formando en el suelo—. Adiós —entonces se va, dejando tras de sí un leve olor a lavanda, y a mí con un recuerdo sorprendentemente vivo del sabor y sensación de la lengua de Kay mientras me exploraba los labios.