Decimocuarto Capítulo

Último

1

Daniel reprimió un escalofrío al contemplar el cadáver de Anjali Sen. La rigidez había provocado que las bandas que lo mantenían fijo al lecho se tensaran. Cuando Maya desató la banda del pecho, el cuerpo descendió pesadamente sostenido solo por la cintura, y sus piernas se separaron. Luego, Maya descubrió el rostro, y los ojos de la creyente, dos ónices engastados en una horrible expresión, parecieron observar a Daniel desde más allá de la muerte.

—Pobre Anja —dijo la muchacha acariciando el vientre moreno del cadáver—. El crimen de Yilane fue espantoso: destruyó a la persona que más amaba en el mundo. Pero no fue él quien realmente lo hizo… —Tras una pausa sacudió la cabeza y convirtió otra vez sus manos en herramientas—. Ayúdame con estos cables…

Dos cables enganchados al techo mantenían la cama funeraria en la posición casi vertical requerida. Daniel movió un asiento y se subió encima. Logró desenganchar el cable de su lado mientras Maya hacía lo propio con el suyo. Entonces la muchacha procedió a hacer descender el lecho. Daniel, sentado en el respaldo, la contemplaba.

—Explícame cómo puede una mente invadir a otra incluso muerta —dijo.

—Es cuestión de creencia —repuso ella al tiempo que guiaba el lecho hacia el suelo—. Se basa en el Último Capítulo, que trata de una mujer que invade la mente de un hombre y ocupa su cuerpo, mientras la mente de él se introduce en el cadáver de ella… En el Capítulo se explica, metafóricamente, cómo realizar esa transferencia…

—La Verdad puede hacer eso —dijo Daniel, estremecido, pensando en Mitsuko.

Maya asintió. Estaba agachada junto a Anjali y abría la última banda que la sujetaba por las ingles.

—Es hechicería —comentó—. A los que lo hacen se les llama «nigromantes». Son brujos que utilizan los poderes del Último. Con ellos es posible crear blasfemias como una mente viva dentro de un cuerpo muerto, o un cadáver animado por la fuerza del espíritu que lo ocupa… Ya está… —Se quedó un instante en la misma postura, el rostro inclinado hacia Anjali—. Nos lo llevaremos. Puedo cargarla yo. Antes, rastrearemos los camarotes en busca del resto del equipo y cogeremos algo para transportar los cuerpos… Unas cuantas sábanas servirán.

Dejaron en el suelo a Anjali y bajaron a la zona de camarotes. Todo estaba en silencio. El transmisor, colgado del cinturón de pequeñas anillas metálicas de Maya, ronroneaba con zumbidos remotos. De vez en cuando se oía toser o hablar por lo bajo a Héctor Darby: «De acuerdo…», y «Eso es…» eran sus frases preferidas. Maya le preguntó si todo iba bien, y el hombre biológico contestó afirmativamente.

Al llegar a los camarotes se dividieron la tarea. Daniel entró en su habitación y se acuclilló junto a la repisa donde había dejado parte del agua y los alimentos para el regreso. Lo agrupó todo, y mientras lo hacía notó algo.

Miró a su alrededor, aún en cuclillas, pero no encontró el origen de aquella sensación. Era como si le llamara la atención un detalle que no lograba precisar.

Se incorporó y recogió la sábana. A su espalda, la puerta se abrió.

—¿Has terminado? —dijo la muchacha.

Maya ya había registrado los camarotes de Rowen y Darby. Buscaron en el de Yilane sin hallar nada más y retornaron a la sala principal. Maya cargó el cadáver de Anjali y Daniel hizo acopio de dos bolsas de sábanas y el equipo que habían conseguido reunir. Se dirigieron de nuevo a la escalera, descendieron hasta el cilindro inferior y cruzaron la escotilla para acceder a la Llave.

Para entonces, la sensación de que algo iba realmente mal se había hecho muy intensa en Daniel.

2

—¿Cómo va? —preguntó Maya Müller. Había dejado el cuerpo de Anjali en el suelo y lo estaba envolviendo en las sábanas.

—Lento —repuso Darby, lacónico.

A pesar de que habían estado en todo momento comunicados, el hecho de regresar a la sala azul y comprobar que Darby se encontraba bien, y tan abstraído como siempre ante las pantallas, constituyó una tranquilidad para Daniel. Sin embargo, aún no se había librado de aquella creciente inquietud.

Apoyó en el suelo las bolsas del equipo y utilizó las demás sábanas para envolver a Rowen. El cuerpo del empresario estaba frío y la rigidez empezaba a atenazarlo. Una oleada de tristeza anegó a Daniel, que deseó en silencio que el espíritu de Rowen se reuniera con el de Anjali en la ribera verde del Primer Capítulo.

Las luces se apagaron durante aquella fúnebre tarea, y en la oscuridad la alarma de Daniel se intensificó. Tocaba la piel gélida del cadáver de Rowen y escuchaba los comentarios de Darby, pero de repente todo eso se disolvió y se halló en otro lugar: una habitación bañada por una luz tan blanca que, paradójicamente, le impedía vislumbrar los detalles. Frente a él estaba la Verdad, como lo había estado en las fosilizadas alturas de la Vieja Torre de Tokio o el oscuro cilindro metálico de la casa de Svenkov, hablándole a través de… ¿de quién, en esta ocasión?

La luz le cegaba, no lograba ver su rostro, pero escuchaba su voz y sentía el infinito pavor de su presencia. Soy lo último que verás antes de morir

Cuando la energía retornó, aquella especie de visión pareció ocultarse como tras una nube. Sin embargo, su inquietud no menguaba.

—Acabemos con esto —dijo Maya.

Daniel no podía apresurarse más, y la muchacha dejó su propia carga para ayudarlo. La mano de Maya, cortada en varios puntos por el pelo de Turmaline y aún vendada, se mostraba un poco torpe. Sin embargo, seguía pareciendo la más fuerte y preparada de los tres.

Cuando estuvieron listos, cargaron con los cadáveres, se despidieron de Darby e iniciaron el descenso por la rampa.

La bajada se reveló mucho más difícil de lo que Daniel había supuesto. El peso del cuerpo de Rowen sobre su hombro era considerable, y el suelo húmedo y resbaladizo le obligaba a ir muy despacio. La vasta oscuridad, plagada de crujidos que se reflejaban con ecos en el alto techo, no contribuía a facilitar las cosas. Daniel empezó a pensar que los ruidos se habían hecho más frecuentes e intensos, como si en la eterna pugna mantenida durante eones entre la presión del mar y el armazón de la Llave, este último estuviera empezando a claudicar.

La muchacha tampoco parecía encontrarse bien. Daniel la oía jadear mientras cojeaba llevando a cuestas el cuerpo de Anjali. Una mano morena del cadáver era visible bajo el borde de la sábana balanceándose a la luz de la linterna de Daniel, que era la única que estaba encendida.

Atravesaron los niveles vacíos, fantasmagóricos, haciendo pausas durante las cuales se limitaban a respirar. Solo en una de ellas Daniel rompió el silencio.

—¿Qué haremos si no funcionan? Los incineradores, me refiero.

La muchacha alzó la cabeza. Sus cabellos, de ordinario revueltos, habían terminado formando un mazacote rubio de mechones pegados al rostro. Daniel recordó lo distinta que parecía en Sentosa, aquella tarde en que habían cabalgado juntos.

—Deberían funcionar —dijo—. Pero si fuera preciso, quemaremos los cadáveres nosotros mismos.

Llegaron a los laboratorios y los cruzaron, introduciéndose entre las apretadas filas de mesas con incubadoras y vitrinas, hasta alcanzar un gran espacio despejado. Entonces ella se detuvo bruscamente.

—Descríbeme lo que hay delante.

—Una pared. —Daniel apuntó la luz hacia ella: ríos de agua bajaban por su superficie como si se tratase de una piel desangrándose—. Y una puerta cerrada.

Maya resopló y se agachó, depositando el cuerpo de Anjali en el suelo inundado. Luego pasó una mano por el agua y se la llevó a la boca.

—No es salobre, por suerte. —Su voz resonó con fuerza en la vasta cámara—. Quizá provenga de la misma avería de las salas inferiores. Los mecanismos de seguridad han sellado automáticamente las entradas, entre ellas, al parecer, la del pasillo de los incineradores. No podemos continuar… —Se quedó en la misma postura, la rodilla sana en alto, como si hubiera perdido de repente todo el ánimo.

—¿Qué hacemos ahora? —jadeó Daniel inclinándose para dejar a su vez el cadáver de Rowen junto al de Anjali. Lo invadía una vaga impresión de que algo no cuadraba.

La muchacha se puso en pie y cojeó hacia la pared. Sus botas de lazos chapoteaban en la laguna.

—Tendremos que encontrar otra entrada, o intentar desbloquear esta. ¿Por qué no examinas esa otra pared? Quizá haya algún dispositivo de apertura…

—No creo que debamos separarnos…

—No vamos a separarnos. Yo buscaré aquí y tú allí. Estamos muy cerca…

Daniel terminó por aceptar y se alejó en dirección a la pared indicada, abriéndose paso con los pies descalzos en el agua. Al apuntar hacia aquel extremo con la linterna comprendió qué era lo que le había parecido incongruente.

—Nos hemos equivocado —dijo en voz alta—. La entrada hacia los incineradores está en este pasillo, lo recuerdo bien…

De repente solo escuchaba los retumbos de su propia voz. Había dejado de oír los pasos de Maya y los chisporroteos del transmisor que ella llevaba.

Algo iba realmente mal.

—¿Maya? —Se giró sosteniendo la linterna.

El haz de luz reveló agua en el suelo, un par de botas rojas, unas piernas desnudas, una cintura, un torso y los dos cañones del arma de Svenkov apuntándole.

En ese momento los cañones dispararon.

3

Cuando el atronador eco se extinguió, Daniel supo dos cosas: que se hallaba ileso y que la muchacha no podía haber errado el tiro a aquella distancia. Tenía que tratarse de un fallo voluntario, aunque no entendía por qué ella había querido fallar (ni dispararle) y no tenía tiempo para entenderlo.

Los cañones seguían apuntándole, pero solo uno humeaba. De algún modo intuyó que, en el siguiente disparo, Maya no fallaría.

Si es que se trataba de Maya.

Puede dominar las mentes a voluntad.

Tenía varias posibilidades: eligió, quizá de manera incoherente, llevar la mano a su propia pistola.

—Suelta el arma, Daniel —se limitó a decir ella desde las sombras.

Daniel no obedeció. Alzó la pistola y en ese momento se percató de que la muchacha se había movido condenadamente rápido y ya no estaba frente a él. Apuntó a un lado y a otro, pero descubrió que él tampoco quería disparar. Al menos contra ella.

Sin bajar el arma, se introdujo de espaldas en el pasillo de los incineradores. En ese momento otro proyectil arrancó centellas al marco de metal de la entrada del pasillo.

Entonces la vio, acuclillada junto a una de las mesas del salón inundado, recargando la pistola con gestos veloces.

—¡Daniel, suelta el arma! —repitió ella. Su voz sonó como un grito.

Fue ese grito lo que le impidió contestar al fuego. Retrocedió por el pasillo sin atreverse a dejar de mirar hacia la entrada, con la pistola en la mano y la linterna bailando en su pecho. Decidió que solo dispararía si ella lo seguía hasta aquel túnel.

Pero ¿adónde iría? Escuchaba un confuso rumor de maquinaria desde algún sitio de la sala. Quizá podría ocultarse, intentar despistarla. Tenía que escapar, eso estaba claro. Frente a Maya Müller, o a la Verdad que ahora controlaba su cuerpo, carecía de posibilidad alguna de contraataque.

Mientras pensaba eso vio la sombra de la muchacha recortada en la embocadura del pasillo. Tensó el dedo, y cuando se disponía a efectuar el disparo la figura de su perseguidora pareció hundirse en la tierra. Apuntó con la linterna y observó el frenético intento de ella por ponerse en pie mientras su cinturón de anillas repiqueteaba contra el suelo. Sin duda, sus botas habían resbalado en el metal húmedo. Daniel no vio que llevara la pistola de Svenkov encima, quizá había rodado fuera de su alcance. En todo caso, no podía quedarse a comprobarlo. Echó a correr por el pasillo hasta llegar al recodo. Temía resbalar igual que Maya, pero ir descalzo le otorgaba ventaja.

En aquel recodo sonaban bocinas acompañadas de destellos de luces color naranja. Ignoraba cuánto tiempo llevaba activada la alarma, si es que se trataba de una alarma, y dedujo que quizá uno de los disparos había dañado algún tipo de circuito.

Varios bidones se hallaban adosados a la pared. Frente a ellos, a cierta altura, distinguió una entreplanta por la que parecían discurrir infinidad de tuberías y cables, dividida a su vez por grandes pilares. Pensó que, si conseguía subir hasta allí, quizá lograra escapar. O, al menos, ganar tiempo. Necesitaba tiempo para saber qué iba a hacer.

De un salto subió a uno de los bidones y lanzó la pistola al lugar donde pretendía llegar. Luego afirmó los pies sobre la tapa del bidón y se impulsó hacia el borde de metal, que agarró con todas sus fuerzas.

Mientras colgaba intentando trepar, escuchó los pasos de las botas.

A toda prisa, se alzó hacia la nueva plataforma, cogió el arma y apuntó el haz de la linterna que pendía de su pecho. Aquello era un dédalo de retorcidas tuberías: si se introducía por allí, estaba casi seguro de que la Verdad no podría encontrarlo.

Corrió a través de uno de los estrechos pasajes entre los cables de acero. Vagamente se preguntó qué podía ocurrir si un disparo acertaba en uno de aquellos conductos. ¿Estallaría todo? ¿Se inundaría?

Como para ayudarlo a despejar sus dudas, varias tuberías a su derecha saltaron por los aires en aquel momento. No ocurrió nada peor que eso, pero Daniel comprendió que ella había subido a la plataforma. Miró hacia atrás y la vio a escasos metros de distancia. Y lo peor era que sospechaba que no había fallado aquel último disparo adrede: ahora Maya trataba de matarlo.

Dobló por uno de los recodos, y de repente una plancha de metal herrumbroso y gastado del suelo cedió bajo sus pies. Intentó agarrarse a las tuberías, pero las gotas que las salpicaban las volvían resbaladizas. Capas de herrumbre, cables enroscados y algo que podía ser polvo de incontables siglos lo acompañaron en la caída. Tras el golpe, descubrió que había perdido la pistola. Un cable largo y grueso lo rodeaba, y en sus esfuerzos por liberarse se enredó aún más.

Oyó un ruido en el techo. Al mirar, supo que su perseguidora había tenido mejor suerte. Tanta, que, en cierto sentido, le favorecía también a él, ya que Maya no había caído y todavía se hallaba sobre una de las tuberías de la plataforma superior, quizá dudando entre si saltar o disparar desde allí. Los incesantes destellos de luces la mostraban como un animal salvaje. Daniel pensó que el sonido de la alarma también era ventajoso, pues provocaba que Maya se confundiera.

En un supremo esfuerzo, encogió las piernas, las deslizó por el laberinto de cable y logró zafarse.

No había salido tan indemne como creía: le dolía fuertemente un costado, pero sus piernas estaban ilesas, y en aquel momento eran la única parte de su cuerpo que le importaba.

Miró a su alrededor sin encontrar el arma. Para empeorar las cosas, su linterna había dejado de funcionar tras la caída. Echó a correr en la penumbra intermitente de luces y comprobó que los grandes pilares de la plataforma superior se prolongaban en la zona inferior. Se dirigió hacia uno y se ocultó tras él. Repitió la estratagema cuando oyó los pasos. Vio a la muchacha caminar sin apresurarse en su dirección. Su cojera se había intensificado y arrastraba la pierna, pero parecía percibir a Daniel con tanta exactitud como si lo olfateara. Entonces la oyó.

—No tengo más remedio que hacerlo, Daniel…

Decidió arriesgarse. Salió de su escondite y corrió zigzagueando, usando los pilares como momentánea protección. Un disparo dio en uno de ellos, haciendo que la bala rebotara, enloquecida, dejando a su paso un eco de horribles silbidos.

Accedió al pasillo lateral, y descubrió que allí estaban los incineradores y que no había otra salida. Tendría que retroceder. Y retroceder significaba encontrar los dos cañones de Svenkov manejados por una experta luchadora cuya mente estaba controlada por un asesino.

Entonces vio los lechos verticales con los esqueletos atados a ellos. Usó uno como parapeto y aguardó su muerte.

Los pasos sonaron en el interior del corredor. De nuevo, su voz tensa.

—Ya no eres Daniel…

De repente Daniel Kean creyó verlo todo de otra manera.

Había huido pensando que la Verdad controlaba a la muchacha, pero las palabras de ella sugerían una explicación diferente.

—¡Maya, escúchame! ¡Soy Daniel! —Se detuvo a esperar la reacción: no hubo ninguna, solo silencio—. ¿Quién crees que soy? ¿Qué te ocurre?

No hubo respuesta. Ni siquiera oía los pasos ya.

¿Y si ella lo estaba engañando? ¿Y si lo que le había dicho era un truco para que él dejara de huir y se delatara? Pero entonces recordó los disparos fallidos del comienzo y le pareció que era la explicación correcta. La muchacha no quería matarlo: se veía obligada a hacerlo, quizá debido a que sospechaba de él. Pero ¿por qué?

Sabía que se arriesgaba a descubrir su escondite si continuaba hablando, pero ya no podía detenerse.

—¡Maya, respóndeme, por favor!

Entonces escuchó algo inesperado: un sollozo.

Se asomó y vio a la muchacha en el pasillo, frente a los incineradores, su silueta recortada por la espectral luz azul en lo alto de las compuertas. Había caído de rodillas, y en aquel momento soltó la pistola.

—Cógela… —rogó—. ¡Daniel, la pistola! ¡Cógela, por favor!

Podía ser una trampa, pero algo en el desesperado temblor de ella le hizo confiar. Salió de su escondite, se acercó y recogió el arma. Las culatas estaban calientes.

—¿Por qué sospechas de mí?

—No lo sé… —Ella seguía de rodillas—. No recuerdo nada… Empecé a pensarlo sin poderlo evitar cuando regresamos de la nave con el cuerpo de Anjali… No dejes de apuntarme… Puedo hacerte cualquier cosa… Es mejor que me dispares…

—No —dijo él, sabiendo que sería incapaz de hacerlo.

—Ha estado en mi mente… —gimió Maya—. Ha intentado convencerme de que debía matarte… Por favor, dispara…

—Quizá haya otra posibilidad. Tu cinturón. Dámelo.

Ella obedeció de inmediato, como si intuyera lo que él se proponía. Daniel comprobó que las anillas eran resistentes y el cierre difícil de abrir sin emplear ambas manos. No se trataba de una solución perfecta, pero le parecía lo mejor que podía hacer dadas las circunstancias. Retrocedió con el arma en alto.

—Ponte de pie y extiende las manos sobre la tubería —dijo.

Empleó la correa de su propio cinturón como refuerzo, para impedir que el cierre metálico quedara al alcance de los dedos de ella. La muchacha colaboró apresuradamente. Cuando quedó encadenada, Daniel le quitó las bandas de cartuchos de repuesto y se las colocó alrededor de la cintura. Luego comprobó que el transmisor de ella estaba apagado. Lo conectó y oyó la angustiada voz de Darby.

—¿Qué ha sucedido? ¡La comunicación se interrumpió!

—Estamos bien, Héctor —dijo Daniel, pensando que no podía explicarle en aquel momento lo sucedido—. Enseguida regresaremos.

Darby jadeaba de excitación.

—¡He encontrado algo! ¡Es muy importante! ¡Debéis venir!

Daniel le aseguró que así lo haría. Cerró el transmisor y contempló a la muchacha, que parecía aceptar las ataduras sin debatirse. Despojada del cinturón de anillas, su cuerpo solo estaba cubierto por manchas de polvo y grasa. Los ojos cerrados y el brillo húmedo de su piel ofrecían la impresión de que se hallaba en medio de una horrible pesadilla. Daniel acarició su frente.

—No me gusta dejarte aquí, Maya, pero creo que es lo mejor. —Ella asintió. Al percatarse del lugar donde se encontraban, Daniel recordó algo—. Los cadáveres… Debo traerlos…

—No, escúchame, ya no importa —dijo Maya—. Si ha logrado entrar en mi mente, es que está fuera, en un cuerpo vivo… Yambos sabemos en cuál. —Se removía, inquieta, con la cabeza inclinada y la mejilla apoyada en las tuberías, las hebras de su pelo como serpientes adheridas a los pómulos—. Tiene que ser él… ¡Solo quedamos nosotros tres! ¡Tiene que ser él!

—No lo creo —dijo Daniel, pero conforme lo decía se preguntaba si ella podía tener razón—. Iré a verle.

Se alejó mientras escuchaba el grito de ella.

—¡Ten cuidado, Daniel! ¡Tiene que ser Héctor!

4

Ascendió sumido en una angustiosa pesadilla. No quería creer en lo que ella le había dicho, pero, si pretendía engañarlo, ¿por qué no le había disparado cuando tuvo oportunidad? Quizá tan solo se equivocaba, y en tal caso, ¿qué otra explicación podía haber? Darby, ella o… ¿O él mismo? ¿Cabía pensar en la locura de que, sin saberlo, él fuera la Verdad, o la albergara de alguna manera?

Una cosa era cierta: estaba solo. Por completo. No podría confiar en Maya ni en Darby. Se hallaba abrumadoramente solo y pensaba que quizá eso era lo que había anticipado Kushiro al elegirlo. Ahora todo dependía de él.

Llegó a la rampa de acceso a la sala azul y comenzó a subir, sosteniendo la pistola de dos cañones en actitud de disparo, aunque ignoraba de qué le iba a servir. Incluso si el hombre biológico confesaba ser la Verdad, Daniel estaba seguro de que no tendría fuerzas para matarlo.

—¿Héctor? —llamó.

No esperaba aquel silencio apenas perturbado por los remotos rugidos de las entrañas de la Llave. Se puso en guardia. La enorme pistola temblaba en sus manos.

Llegó a la plataforma suponiendo que la encontraría vacía, o quizá —le horrorizaba aquella posibilidad— con el cadáver de Darby en el suelo. Pero el hombre biológico se hallaba de pie y de espaldas al fondo de la sala, completamente inmóvil.

—Héctor… —Daniel apuntó el arma hacia él—. ¿Qué ocurre?

Darby pareció tomar aire antes de hablar. La camisa que llevaba estaba manchada de sudor.

—Hola, Daniel —dijo sin volverse, con voz serena, aunque Daniel percibió un extraño tono que le alarmó de inmediato.

—¿Qué tienes en la mano?

El hombre biológico se volvió hacia él y le mostró el libro.

—Es una Biblia. La traía en mi equipaje. —Entonces Darby parpadeó, observando la pistola. De repente su voz volvió a sonar igual que siempre—. ¿Qué haces? ¿Dónde está Maya?

Daniel decidió contárselo. Darby lo escuchó en silencio, abriendo mucho los ojos, iluminados por los reflejos de las imágenes del scriptorium, que seguían recibiendo datos. Cuando Daniel acabó de hablar, Darby hizo algo que lo dejó confundido: distendió los labios bajo la enmarañada barba y una sonrisa convirtió su rostro en una gárgola. Pero era una sonrisa extraña.

—Así que… la Verdad ha «invadido» la mente de Maya… ¿Eso es lo que creéis? —Darby extendió el brazo y Daniel alzó la pistola. Ante aquel gesto, Darby se detuvo—. Solo pretendo dejar el libro sobre la mesa… Daniel, comprendo lo nervioso que estás, pero si esos nervios llevan a tu bonito y delicado dedo a apretar el gatillo, aunque sea por error, te quedarás sin saber algunas cosas interesantes…

Sin duda, aquella era la manera de hablar del hombre biológico. Daniel la conocía muy bien, y al oírlo se tranquilizó un poco. Dio algunos pasos hacia el interior de la sala, colocándose en mejor posición frente a Darby, bajo las luces de las paredes azules. Sin embargo, no bajó el arma. Darby arqueó sus espesas cejas.

—¿Vas a seguir apuntándome con esa barbaridad de pistola, o me escucharás?

—Puedo hacer ambas cosas.

—Yo no —repuso Darby—. Cuando me amenazan, dejo de hablar. Es casi un acto reflejo. Mi lengua se mueve solo cuando se siente lo bastante libre para hacerlo. —Y de improviso pareció perder la paciencia—. ¡Oh, vamos! ¿Qué es lo que temes? ¿Acaso estoy armado? Y si esos poderes de la Verdad son tan reales como afirmáis, ¿de qué va a servirte la maldita pistola…? —Volvió a esbozar aquella sonrisa que Daniel conocía—. Puedo asegurarte que no soy la Verdad, solo voy a decirla…

Daniel titubeó un instante. Entonces bajó la pistola y la guardó en la funda que colgaba del cinto de pequeñas perlas explosivas de la munición.

Darby se mostraba ceñudo. No parecía más tranquilo que antes: de hecho, flotaba en su mirada un brillo suspicaz, como si, al obedecer su petición, Daniel le hubiese probado inequívocamente que su amenaza iba en serio. Sin embargo, una extraña calma se había apoderado de Daniel. Aún no estaba muy seguro de quién era el hombre que tenía delante, pero había decidido, como desde aquel primer día en la casa de Königshafen, confiar en él.

—Habla —dijo.

Al cabo de un rato, Darby sonrió y dejó el ejemplar de la Biblia sobre la mesa.

—Me alegro de que hayas optado por la decisión racional, Daniel. Porque, si hay algo peor que la Verdad, es creer en ella.

—Basta de juegos de palabras. ¿Qué quieres decir?

—Hablaré con claridad. —Darby abrió las gruesas, velludas manos—. La Verdad no existe, y si existe, no posee los poderes que creemos que tiene… No puede invadir la mente de otro ni vivir en un cuerpo muerto. Los poderes de los creyentes son meras ilusiones adornadas de voluntad… —Miró a Daniel, cuyo rostro mostraba sorpresa—. Es curioso, pero tú parecías saberlo desde el principio… Si no hubiese dejado de creer en los creyentes, hasta diría que Kushiro hizo bien en elegirte…

En ese instante se apagaron las luces. Pese a su deseo de seguir calmado, Daniel tuvo un sobresalto al sentirse indefenso en aquella confusa tiniebla. Llevó una mano hacia la pistola, pero algo le hizo detenerse y aguardar. La borrosa figura de Darby, de pie frente a él, se perfilaba en sus ojos. Cuando el hombre biológico habló de nuevo, no pareció afectado por la oscuridad sino por algo mucho más hondo y considerablemente más vasto.

—Daniel: ahora comprendo lo que impulsó a Katsura Kushiro a interrumpir su trabajo en la Llave y decidir que otros lo continuaran en el futuro… Ahora sé lo que hizo que sus hombres prefirieran morir antes que regresar y contar lo que habían averiguado…

Daniel aguardó en la oscuridad, pero Darby se había sumido en el silencio.

—¿Y bien?

—Nuestro mundo es falso —dijo la voz de Darby en tono angustiado.

En medio de aquella declaración regresó la luz con renovadas fuerzas. Darby prosiguió:

—Nuestro mundo está basado en catorce textos escogidos por el scriptorium de este habitáculo para educar religiosamente a los nuevos hombres que nacieron aquí. Pero las claves que usó para escogerlos fueron coincidencias: unas coordenadas y un meteorito le llevaron a elegir el Cuarto y Quinto Capítulos… Acabo de comprobar que los demás los encontró usando esos dos como referencia. De alguna manera, están escritos por el mismo anónimo Autor y mencionan similares nombres sagrados. El scriptorium los llama «Cuentos de los Mitos»… A partir de ellos, nuestro cerebro lo hizo todo: los leímos, los creímos, los fuimos adaptando a nuestra vida, suprimimos los nombres extraños y las frases que no encajaban… En suma, los convertimos en sagrados. —Observó pensativamente el libro sobre la mesa—. No soy creyente, ya lo sabes, nunca lo he sido, pero descubrir esto ha representado para mí un golpe brutal. Ignoro si también para ti, sospecho que sí. Y quién sabe lo que ocurrirá con la humanidad… Ahora comprendo el interés de Yilane en que nada de esto se conociera…

Daniel dio varios pasos, como intentando ordenar sus ideas.

—¿Qué pruebas tienes? —preguntó.

—En realidad, ninguna. —Darby pareció muy feliz de no tenerlas—. Son sospechas y deducciones, tan solo. He revisado, muy por encima, miles… quizá millones de apuntes, anotaciones, entradas de diarios… Supongo que los historiadores sacarán mucho más partido a todo esto que yo. Pero he llegado a una conclusión: el inconcebible paso del tiempo… los millones de años transcurridos… nos han hecho invertir el proceso de causa y efecto. Pensamos que la creencia es real porque consigue hacer cosas, pero es justo lo contrario: debido a que pensamos que es real, nos imaginamos que consigue hacer cosas. —Dio un golpecito a las tapas del libro—. Creímos en estos Catorce Capítulos hasta el punto de transformar el mundo que nos rodea en ellos. La realidad entera, como arcilla fresca, se ajustó a nuestro molde… ¿Me pides pruebas? Están aquí. —Señaló la pantalla del scriptorium—. Según las anotaciones más antiguas, el mundo de antaño no era como el nuestro. Incluso después de la caída del Color tampoco lo fue… No existía un Dios maligno que soñara bajo las aguas, ni extraños híbridos que fueran sus hijos; nadie podía poseer a otra persona mentalmente, ni resucitar un cuerpo de sus cenizas, ni… pobre Maya… ni había ninguna Ciudad Sin Nombre bajo tierra, llena de cadáveres vivos. Antes, los seres humanos no compartían nuestro miedo.

—Pero Maya consiguió encontrar esa Ciudad… Y tú mismo viste a Anjali volar sobre el acantilado… —Daniel señaló un rincón del suelo hacia el que no quería mirar—. ¡Y ahí están todavía las cenizas en que se ha disuelto Yilane! ¿Y Kushiro? ¿Acaso no nos ha guiado hasta aquí debido a sus premoniciones?

—¡El molde! —exclamó Darby excitado, como si Daniel lo hubiese desafiado a una discusión intelectual—. ¡Ya te lo dije: la realidad es arcilla para la mente humana! Cuando Maya me recordó que los creyentes hacen cosas imposibles, no supe qué responderle… ¡Ahora lo sé! A partir de esos catorce textos creamos un nuevo molde, y el perro dócil de la realidad se ha adaptado a él, ¡pero no por eso el molde deja de ser tan falso como los textos! Si lográramos creer en otra cosa… si el mundo supiera que esto… ¡Esto! —Enarboló el libro sagrado y lo agitó frente a Daniel—. Si el mundo supiera que esto es falso, ¡quizá en el futuro podríamos cambiar ese molde y vivir sin miedo, sin creencias fanáticas y carentes de sentido, originadas por simples errores de lectura! —Sus ojos brillaban de excitación—. La Llave del Abismo, Daniel… ¿Recuerdas la leyenda? Se decía que, al hallarla, llegaría el fin de los tiempos, mataríamos a Dios y nuestro miedo se extinguiría… ¡Quizá sea cierto!

A Daniel le escocían los ojos y se le había formado un nudo en la garganta. Por un fugaz instante fue como si algo destellara en su propia oscuridad. Ver a Héctor Darby tan entusiasmado le transmitía una sensación de vigor, de nuevos horizontes, pese a que la explicación que el hombre biológico le ofrecía se le antojara terrible.

¿Quizá por eso seguía sintiendo aquella inquietud?

Mientras sostenía el libro, Darby tendió los brazos, casi suplicante.

—Podemos modificar ese molde, Daniel… Quizá no lo veamos ni tú ni yo, y desde luego ya es demasiado tarde para personas como mi padre, a quienes la creencia enloqueció… Pero con el paso de los años, cuando la humanidad conozca la falsedad intrínseca de este libro… ¡la realidad cambiará!

El abrazo surgió tan repentina y espontáneamente que Daniel fue consciente de que rodeaba el cuerpo del hombre biológico sin apenas recordar en qué instante se había acercado, cuándo había cedido y extendido sus propios brazos dejándose arrastrar por el torbellino de emociones que poseían a Darby. Olió el olor pungente de Darby, carnal, biológico, y lo sintió jadear en su pulcro hombro desnudo.

—¡Daniel —gemía Darby—, la vida me ha arrebatado a Brent y a Meldon! ¡Cuánto daría por que estuvieran aquí, con nosotros, ahora mismo, y supieran lo que sabemos!

Daniel quería compartir su entusiasmo, pero algo vago aunque insoslayable seguía punzándole por dentro. De pronto miró a Darby como si no recordara qué hacía abrazándolo. Entonces se apartó de él.

—Ese molde… —dijo lentamente, sintiendo escalofríos—. Sea falso o verdadero… Ese molde ha cambiado la realidad, según dices…

Darby, que no había percibido la inquietud de Daniel, negó con la cabeza, entusiasmado.

—La realidad se ha adaptado a él, pero no ha cambiado intrínsecamente…

—Pero al adaptarse —lo interrumpió Daniel—, ha cambiado. Los creyentes pueden cambiarla. Pueden volar, controlar a otros… Como dice Maya, la Biblia funciona.

—Vemos lo que creemos que vamos a ver, Daniel —admitió Darby—. Si todo el mundo cree lo mismo, nuestros sentidos se deforman… O quizá…

—¿Qué?

Darby se cubrió la boca con la mano. Parecía reflexionar sobre algo nuevo.

—Quizá el meteorito ayudó a ese cambio de alguna manera —dijo—. Estaba compuesto de «materia extraña»… Nuestros antepasados creían que solo afectaría a la superficie, pero ¿y el «Color»? ¿Qué ocurre con esa fosforescencia que todavía persiste en algunos lugares bajo el mar? ¿Y si el agua que consumieron durante tantas generaciones, extraída de ese mar y pese a los filtros, provocó… no sé… un nexo, un vínculo entre nuestro inconsciente y la realidad externa? Eso ayudaría a que la realidad se plegase a nuestro molde… Pero esto es pura especulación… ¿Qué te ocurre?

A Daniel le costaba respirar. Sentía los pulmones como si tuviese el pecho envuelto con gruesas cuerdas que le impidieran expandirlo. Apenas acertó a coger nueva munición y colocarla en su cinturón de cartuchos explosivos. Dejó que la cadena de proyectiles en forma de perlas colgase de su cintura.

—Héctor… —musitó mientras se aseguraba una y otra vez de que la pistola de Svenkov estaba cargada—. Maya está encadenada cinco niveles más abajo. Le he quitado el transmisor, pero podrás encontrarla en cuanto llegues. Llámala y te oirá.

—¿Sigues pensando que han invadido su mente?

—De alguna manera, sí. Pero solo para hacer que sospechara de nosotros. La Verdad no es ella, ni tú, ni yo. Está aquí, ha venido con nosotros tal como dijo Yilane, pero no es ninguno de nosotros.

—¿Quién, entonces? Daniel, tu cara me da miedo…

Daniel no respondió: se sentía incapaz de expresar en palabras el horror que imaginaba. Decidió concentrarse en aspectos prácticos. Iba a necesitar otra arma, más manejable. Buscó a su alrededor y encontró la funda y el cinturón pectoral del arma de Darby. Introdujo la correa por la cabeza y la ató al pecho.

—Regresa con Maya, Héctor. Dile que estoy en la nave…

—¿En la nave? ¿Vas a subir a la nave?

Daniel dejó de mirarlo y elevó la vista. La indiferencia que su semblante había intentado construir se desplomó de repente en una mueca de terror y rabia.

—Está en la nave —murmuró—. Ha estado todo el tiempo allí.

—¿Por qué?

—Intenta hacer algo. Ha querido distraer nuestra atención provocando que sospechemos unos de otros mientras hace lo que le han ordenado… Regresa con Maya, por favor. En cuanto te vea, dejará de sospechar de ti, como he hecho yo. Pero, ante todo, no subáis a la nave. Si no he regresado cuando volváis, cierra la escotilla de acceso…

Corrió hacia la rampa, pero la voz imperiosa de Darby lo detuvo.

—¡Daniel, por favor, dime lo que crees saber y quizá pueda ayudarte!

Sintiendo que cada segundo era vital, Daniel renunció a explicarse, dio media vuelta y echó a correr por la rampa.

5

Maya Müller, en cuclillas junto a las tuberías a las que estaba encadenada, intentaba reflexionar.

Era consciente de que, al regresar a la Llave con el cadáver de Anjali Sen a cuestas, había empezado a pensar, cada vez con más fuerza, que Daniel Kean era la Verdad. Su convicción había llegado a ser tan poderosa que solo con gran voluntad había logrado desviar las primeras balas que le había disparado. Incluso recordaba un momento en que había estado decidida a matarlo, sin más concesiones. ¿Cómo era posible?

Cuando Daniel le habló, lo comprendió todo: la Verdad se lo había hecho creer. Se encontraba en algún sitio, con ellos, y había depositado en su mente esa idea.

Pero ¿cuándo y de qué forma había invadido sus pensamientos?

Al principio había creído que se trataba de Darby, y así se lo había dicho a Daniel. Ahora ya no estaba tan segura. Lo peor era que, de nuevo, no advertía ningún fallo en su convicción, pero eso era justo lo que le hacía pensar que era errónea.

Había sido implantada en su cerebro, como la culpabilidad de Daniel.

Intentó serenarse, recuperar los recuerdos objetivos. Lo relacionaba todo con la visita que Daniel y ella habían realizado a la nave. Había un gran espacio en blanco en su mente a partir del cual las sensaciones de esa visita se disolvían.

Los camarotes. Cuando nos separamos.

Era capaz de rememorar paso a paso todo lo que había hecho en la nave, hasta ese punto.

Entré en mi camarote… y algo ocurrió.

Recordaba solo la pared blanca y la silla verde de la habitación…

De pronto se detuvo. Una oleada de escalofríos recorrió su espalda. Una silla verde, una pared blanca.

¿Cómo era posible que recordase colores? ¿Qué estaba sucediéndole?

Comprendió, entonces, otra cosa. Sabía que el Ultimo Capítulo admitía la posibilidad de que un brujo pudiese hipnotizar a otros solo con la mirada, sin necesidad de palabras. Pero, para conseguirlo, era preciso que ambos, hipnotizador y víctima, fuesen capaces de mirar.

De ver.

Sus párpados temblaron. Por primera vez desde que se había quedado ciega, deseó alzarlos. No lo hizo.

Se sentía confusa, atemorizada, y al mismo tiempo llena de energía, dispuesta a resolver esos enigmas. Decidió liberarse.

En otras circunstancias hubiese esperado a que Daniel y Darby regresaran, pero en aquel momento estaba percibiendo algo más, con una intensidad que superaba cualquier otra sensación. Presentía que su ayuda sería imprescindible.

No perdió el tiempo. El truco con que Daniel había intentado contenerla era burdo para ella: solo su voluntad la había mantenido encadenada. En un gesto de bailarina, se encorvó, introdujo la cabeza entre los brazos, dio la vuelta y se libró de la correa. Abrir el cierre de la cadena fue aún más fácil. Carecía de armas, pero no tenía tiempo para buscar una. Porque, de súbito, aquella nueva sensación se había hecho alarmante.

Intuía que Daniel se encontraba en un grave peligro.

6

Al llegar a la sala de máquinas Daniel percibió que ya no estaba en la Llave debido al silencio puro que lo rodeaba. Atrás quedaban los chirridos de monstruo viejo del gigantesco hábitat submarino. En la modernizada nave en reposo la paz era absoluta.

Aquella atmósfera de catacumba le resultó inquietante. Se detuvo, jadeando, con el corazón batiéndole en el pecho. Hasta donde podía ver, la sala de máquinas se hallaba vacía y, en apariencia, normal.

Aferró la escalerilla y siguió subiendo sin enfundar la pistola. En el cargador había incrustado un cartucho con varios proyectiles de reserva. La cadena de perlas explosivas con el resto de la munición repiqueteaba alrededor de su cintura y muslos.

No podía controlar el temblor. Lo que más pánico le daba no era enfrentarse, por fin, a aquel asesino, sino ignorar qué apariencia tendría. La angustia de las posibilidades que imaginaba le provocaba casi una fiebre de terror puro.

Apenas tardó en comprobar que no había nadie en la sala médica. En el almacén solo encontró el horrible cuerpo de rostro mutilado de la Rubia. Había empezado a descomponerse y únicamente el metal de su cabello parecía como nuevo. Cerró la puerta. No esperaba hallarlo allí tampoco.

Está en los camarotes.

Lo había sabido desde que había entrado en el suyo en busca de sábanas y percibido, casi de manera inconsciente, aquel detalle fugaz. El objeto que no debía estar allí, y que él en realidad no había visto del todo porque no esperaba hallarlo en ese lugar, como cuando se pasea la mirada por una habitación repleta de cosas y se capta algo que no encaja en el conjunto, sin llegar a saberse qué es exactamente.

Pero ahora sí lo sabía.

De hecho, se hallaba tan seguro que se reprochó su inmensa cobardía, su deseo de retrasar el encuentro buscando en sitios tan improbables como la sala médica.

Está en tu camarote.

Ve a por él de una vez.

Subió otro nivel. La rotonda de los camarotes estaba a oscuras. Había varias puertas abiertas que daban a otras tantas habitaciones: recordó que eran las de Maya, Darby, Yilane y Anjali. La suya y la de Rowen estaban cerradas.

Dio una vuelta en silencio deteniéndose para mirar el oscuro interior de los camarotes cuyas puertas se hallaban abiertas.

Nada.

Decidió abrir primero la puerta del camarote de Rowen. Apuntó, se asomó: todo oscuro, silencioso, vacío.

Quedaba una puerta más. La de su camarote. Escuchó desde fuera y no oyó nada. La abrió. La habitación había cambiado. Había luz en los paneles de cristal; la cama, al nivel del suelo, carecía de sábana; algunos asientos habían sido desplazados y, arrodillada sobre el diván de escabeles adosado a la pared de cristal, de espaldas a la puerta, se encontraba Bijou. Cuando Daniel entró, ella volvió la cabeza y lo miró un instante.

Estaba desnuda y parecía algo aturdida. Parpadeaba mucho, descolgaba la boca como bostezando y su expresión distaba de ser la de la joven inteligente y enérgica que Daniel Kean había conocido en el Gran Tren y «amado» durante aquellos cinco maravillosos años. El cabello, sucio, desgreñado casi, le caía en dos gruesas melenas, y una de ellas le cubría enteramente un pecho. Todos esos detalles, y algunos otros, la diferenciaban de la Bijou de siempre, pero había otros mil que la hacían idéntica.

—Hola, Daniel, pasa y ponte cómodo —dijo Bijou—. Estoy terminando esto… Enseguida charlamos.

Daniel entró y cerró la puerta, pero no se movió de allí. Había imaginado aquel encuentro de muchas maneras, salvo esa. No creía estar «hipnotizado» ni dormido sino simplemente desconcertado. Para probárselo a sí mismo, alzó la pistola de dos cañones, pero se dio cuenta de que su objetivo le daba la espalda con soberana tranquilidad como si aquella amenaza no le importara lo más mínimo. O, más bien, como si no se hubiese dado cuenta de la amenaza. Claro está, eso también se correspondía con la Bijou de verdad, ya que ¿cómo iba ella a imaginar siquiera que Daniel le dispararía alguna vez, mucho menos por la espalda?

Te está engañando. No es Bijou.

Pese a todo, bajó el arma. Fuese o no Bijou, aquella chica ni siquiera le estaba prestando atención. Seguía subida en el diván, de espaldas a él, haciendo algo. Daniel se desplazó a un lado para ver qué era: vio una caja del tamaño de su mano, alargada, de color gris, llena de cables. Se hallaba adosada al cristal del panel de luces. Los bonitos dedos de Bijou tanteaban en ella con suma habilidad.

—Armar esto es muy laborioso —explicó Bijou volviendo la cara apenas para hablarle—. Hubo que traerlo en piezas sueltas, claro, como a mí… —Emitió una risita—. Llevo horas enfrascada, y quiero terminar de una vez… ¿Por qué no te sientas?

Daniel pensó en responder que no tenía ganas, pero calló. En realidad, la presencia de Bijou no le importaba tanto en aquel momento como sus pequeños recuerdos, los detalles que le habían hecho llegar hasta allí.

Rastreó con la mirada por la habitación hasta descubrirlo. El objeto se hallaba junto a la cama, en una posición simple, sobre uno de los cubos. Comprendió repentinamente la razón por la cual, al verlo la primera vez, no se había percatado de lo que era: se debía a que había cambiado. Su mente estaba acostumbrada a verlo cerrado y sellado. No destapado. Y vacío.

—La hornacina fue tu error —dijo Daniel. Bijou se volvió una vez más y echó un vistazo a la hornacina vacía, pero enseguida tornó a concentrarse en su tarea—. ¿Cuándo robó Yilane la ceniza? ¿Al hurgar en mi mochila, cuando éramos prisioneros de los enmascarados? No, no podía arriesgarse a que yo lo descubriera… En ese momento solo se aseguró de que la hornacina seguía allí, ¿no? Lo haría mientras viajábamos a la Llave, sin duda. Luego, mientras su maestra se quedaba a solas durante el ritual y antes de regresar para matarla, extrajo la ceniza y te sacó. Tú permaneciste oculta en la nave hasta ahora…

—Me «sacó» —dijo Bijou, burlona—. Qué expresión más blasfema. La Biblia dice, en el Ultimo: «liberación de un confinamiento especialmente estrecho». Esa es la frase religiosa correcta, la que contiene el poder… —Y de repente giró de nuevo hacia él y lo miró con los ojos muy abiertos—. ¿Por qué existe la muerte, Daniel?

El horror lo dejó petrificado. Aquel tono de voz era idéntico al de Bijou. Se quedó mirándola, incapaz de reaccionar. Solo una convicción le devolvió las palabras.

Tú no eres Bijou… Entraste en su mente cuando Olsen ordenó secuestrarla junto a mi hija… —Sentía que le faltaba el aire, pero se esforzó por seguir hablando—. Héctor Darby no entendía por qué Olsen me interrogó… La razón era que necesitabais matar a Bijou delante de mí, sabiendo que llevaría conmigo las cenizas para respetar el juramento que le hice… Pero, aunque eran las cenizas de mi esposa, estabas dentro de ellas… —La figura que se parecía a Bijou se encogió de hombros y siguió manipulando el extraño artefacto, como si dejara a Daniel la libertad de creer en lo que le apeteciera—. Hay algo que no entiendo… ¿Qué hubiera ocurrido si yo no hubiese obedecido ese juramento? ¿O si Maya no llega a salvarme en las catacumbas, o no hubiese rescatado el cuerpo de mi esposa?

Bijou no respondió. Entonces pareció cambiar de opinión y dejó de ocuparse de la caja de cables, se volvió hacia Daniel, bajó del respaldo y se arrodilló en el diván. Durante un instante, mientras se echaba el desordenado cabello hacia atrás, mostró el espeluznante agujero de bala abierto en su sien. Daniel se estremeció.

—No hubiese sucedido nada —respondió ella sonriendo—. Simplemente, yo hubiese salido de su cuerpo y regresado al mío, que descansa en un cilindro de congelación en Tokio. Necesito cierto tiempo para hacerlo, pero lo hubiese logrado. No había ningún riesgo, y sin embargo, si todo salía bien, era el plan perfecto para llevarme con vosotros cómodamente, sin que nadie lo advirtiera…

—¿Cómo supisteis lo del juramento?

—Cuando invadí la mente de tu esposa le arrebaté todos los recuerdos. Nuestro plan original era usarla para obligarte a venir a Japón. Pero entonces detecté que ella tenía miedo de que, al morir, sus cenizas viajaran solas a la Ciudad subterránea, y a través de ese miedo supersticioso averigüé el juramento que te obligó a hacer. Debo admitir, sin embargo, que el plan fue idea del señor Lane. Me refiero al Amo, a Ezra Obed, claro. Al conocer ese curioso juramento, decidió utilizarlo a nuestro favor. Fue casi una improvisación, me la propuso y a mí me gustó. Ordené a Moon y a Olsen que «me mataran» mientras fingían interrogarte… Para tu alivio te diré que la mente de tu esposa ya estaba anulada desde un poco antes…

—¿Por qué no invadir la mente de uno de nosotros? ¿Por qué hacerlo de esta forma tan horrible?

—No se trataba de controlar una mente, como hice con Mitsuko Kushiro y Maya Müller. Para eso no necesito siquiera emerger de las cenizas. Se trataba de trasladarme a un cuerpo… Eso era imposible con la mayoría de los miembros del grupo. Eran demasiado poderosos. Y por lo que respecta a los no tan poderosos como Darby o tú, los demás lo hubiesen detectado enseguida. De hecho, el doctor estuvo a punto de encontrarme en Sentosa. Percibió mi presencia en la mansión, encerrada en un sitio pequeño, y esa noche se disponía a interrogarte para saber si llevabas algún tipo de… —Amplió la sonrisa—. Alguna clase de ceniza humana en tu equipaje. Le parecía increíble, y por eso no dijo nada hasta que fue demasiado tarde. Anjali Sen también me percibió, y Yilane tuvo que acallarlos a ambos, del mismo modo que Turmaline eliminó a Moon cuando empezó a sospechar lo mismo. Era vital conservar el secreto.

—Pero me revelaste tu presencia en la Torre de Tokio, y luego en aquel sueño que tuve en el dormitorio de Svenkov… ¿Por qué?

—Para avivar tus deseos de estúpida «venganza», Daniel Kean. ¿Aún no comprendes? Necesitábamos que acompañaras al grupo hasta el final; no podíamos permitir que, tras recobrar a Yun, regresaras a casa… Hemos jugado con tus sentimientos para usarte de… ¿cómo llamarlo? «Equipaje», quizá. Gracias a ti, pude viajar de incógnito. Las cosas se complicaron un poco cuando aquella tribu de falsos híbridos te hizo prisionero, pero, por suerte, se llevaron también al Amo, y no tocaron la hornacina… Me pareció un plan delicado pero simple. Soy la Verdad, me gusta ser simple… —Permanecía erguida, de rodillas sobre el diván. Había abandonado ya cualquier intento de seguir manipulando el extraño aparato, como si la conversación con Daniel se le hubiese antojado más importante. Tras una pausa, prosiguió—: Lo que no soy capaz de entender es cómo un mediocre no creyente como tú hayas podido descubrirme… Por supuesto, ya es demasiado tarde para que puedas hacer algo, pero… dime… ¿cómo lo supiste?

—Darby me explicó que los creyentes del Decimotercero lograban resucitar cuerpos a partir de sus cenizas y los del Último controlaban las mentes. Ezra Obed y tú erais creyentes de ambos Capítulos… Luego recordé que había visto la hornacina abierta aquí, en mi camarote, momentos antes. El plan me pareció muy claro entonces: tú habitarías en la mente de mi esposa y Ezra te devolvería a la vida al llegar a la Llave, para contar con un aliado…

—Dejar la hornacina aquí fue un estúpido error de Ezra —admitió la Verdad—. Pero, en comparación con el que has cometido tú viniendo solo, resulta banal.

Daniel estudió detenidamente a la figura que tenía delante: no comprendía cómo había llegado a pensar que aquel engendro se parecía, siquiera de lejos, a Bijou. Recordó la mirada alegre y llena de inteligencia, la sonrisa honesta y acogedora y el cuerpo vital de su esposa, y tuvo que reprimir las náuseas.

—No eres Bijou —insistió con repugnancia, y alzó la pistola.

La figura a la que apuntaba ni siquiera parpadeó.

—Solo he robado su cuerpo, en efecto —dijo—, pero también me pertenecieron sus pensamientos más íntimos… ¿Sabías que hacía tiempo que había dejado de sentir «amor» por ti? ¿Sabías que se había hartado de tu inútil empleo de subalterno de tren y pensaba abandonarte llevándose a tu hija? —Daniel seguía apuntando, completamente inmóvil—. ¿Duele oír a la Verdad, Daniel? —La figura de Bijou lanzó una carcajada.

—Estás mintiendo.

—No puedo mentir, ya lo sabes. Y tampoco puedes matarme. —La Verdad fijó la mirada en sus ojos—. Hazte un favor a ti mismo y suelta las armas.

Daniel negó con la cabeza: un gesto lento, terco, prolongado. Mientras lo hacía oyó un estrépito a sus pies y se dio cuenta de que no llevaba ningún objeto encima: armas, correas y municiones se hallaban en el suelo. Sus brazos estaban flexionados y sus manos colocadas en ambos hombros y apoyadas con la punta de los dedos y sus piernas separadas. Intentó moverse en vano. Se sentía atrapado dentro de su cuerpo, como si viviera en la cabeza de un perro cuyo amo fuera otra persona.

Sin embargo, percibía algo en lo íntimo de su voluntad que no cedía. La Verdad no penetraba hasta ese punto.

—Noto tu resistencia —dijo la figura de Bijou—. ¿Cómo puedes siquiera soñar con desafiar a un creyente del Último, Daniel? No puedes oponerte a la Verdad, ¿nunca te lo han dicho? —La figura se incorporó sonriendo y descendió del diván. Seguía pareciendo Bijou, pero ahora su imagen era borrosa—. Échate —ordenó señalando la cama.

Daniel se encontró de repente tirado sobre las sábanas, bocabajo. La Verdad llegó al borde de la cama, extendió una mano y tomó su mentón. El recuerdo de la humillación a la que Moon lo había sometido pasó por la mente de Daniel en ese instante.

—Date la vuelta —dijo la Verdad.

Daniel giró, inexorable. Intentaba entorpecer sus propios gestos, pero solo lograba ser consciente de su deseo de intentarlo. Su cuerpo era un girasol de carne que seguía fielmente el curso de la figura de Bijou. Solo cuando la Verdad le dijo que se detuviera notó que sus movimientos cesaban. Se hallaba otra vez bocabajo.

—Hoy es la gran noche de Halloween, ¿lo sabías? —La Verdad acercó su rostro al de él—. Noche sagrada de máscaras y miedos. Puedo hacer lo que quiera contigo hoy: volverte del revés, obligarte a que te arranques los ojos, convertirte en mí… —Le apuntó con el índice—. No lo olvides. Ahora, déjame acabar, muchachito. Luego jugaremos.

Le dio una palmada en las nalgas y regresó al diván.

Desde la posición donde se encontraba, Daniel comprobó que la Verdad ya no tenía la apariencia de Bijou, o al menos él ya no la veía así, lo cual le pareció indicio de que su poder no era constante ni absoluto.

La Verdad era hombre. Su edad resultaba indeterminada: podía ser un chico muy joven o un anciano, pues, aunque su figura revelaba elasticidad y juventud, la mano que en aquel momento apoyaba en la cintura mostraba extrañas arrugas. El pelo era una ostentosa masa azabache no demasiado larga pero sí abultada, con cabellos de finas puntas distribuidos sin orden alguno. Vestía una fina chaquetilla de red con rombos negros. A Daniel, aquella visión, por espantosa que fuera, le hizo sentirse mejor, como si hubiese sorprendido al asesino en la intimidad de su guarida.

En ese momento la Verdad pareció percatarse de que Daniel lo estaba viendo y se detuvo. Torció los labios como si hubiese olido algo desagradable.

—¿Qué ocurre contigo? —dijo con una voz completamente distinta a la que había empleado hasta entonces—. ¿Quieres pasarlo realmente mal antes de morir?

—No tienes poder… —murmuró Daniel desde su postura inmóvil en el lecho—. Tu único poder te lo doy yo… —La Verdad lo miraba casi con curiosidad. Una guedeja de pelo negro se desprendió del conjunto y cayó delante de uno de sus ojos—. La creencia es falsa… Darby me lo ha dicho… No tienes ningún poder sobre mí…

El mercenario bajó la pierna que ya tenía puesta en el diván y se agachó hasta quedar en cuclillas, apoyando las arrugadas manos en el suelo solo con la punta de los dedos, los negros cabellos rozando las rodillas.

—Qué interesante —dijo—. Sigue.

—Te haces llamar la Verdad, pero no lo eres… —Al oír esto, la Verdad arqueó las finas cejas en ademán de sorpresa—. Eres la mayor mentira de todas… Vivimos en un mundo falso… Héctor Darby lo ha descubierto… Ese es el secreto de la Llave. —Y de improviso Daniel Kean sintió como si no fuera él quien hablara, como si alguien, quizá Katsura Kushiro, lo utilizara para decir aquello—. Si dejáramos todos de creer, tú no tendrías fuerza alguna… Ocupas el interior de un cuerpo muerto solo porque eso es lo que hemos imaginado hasta ahora… Pero la Llave del Abismo cambiará las cosas.

Hubo un silencio. La Verdad seguía inmóvil. Su aspecto era el de algo vivo que aguardara respirando la oportunidad de atacar. Daniel sentía escalofríos al mirar sus ojos, donde el tiempo semejaba haber acabado ya: eran los ojos del fin de las cosas. Tras una pausa, como si hubiese esperado cortésmente por si Daniel tenía algo más que añadir, movió la cabeza.

—Lo que dices es… realmente… interesante. No solo interesante: verosímil. Por eso debo completar mi tarea. Aunque el que me ha contratado haya muerto ya, el peligro de que la Llave llegue a ser conocida subsiste. No importa, siempre exijo el pago por adelantado… —Sonrió y añadió en otro tono—: Y ahora, cállate.

Daniel cerró los labios. No pudo separarlos por mucho que se esforzó. La Verdad se aferró a la tubería cromada, trepó de nuevo a lo alto del diván y colocó la tapa de la caja. Daniel se fijó entonces que la «caja» era el scriptorium que Yilane utilizaba supuestamente para albergar la imagen de su padre, solo que ligeramente transformado.

—Lo que me has dicho —siguió la Verdad mientras ajustaba la tapa— me convence de que el viejo señor Ezra Obed Lane tenía razón al querer destruir este lugar… —Palpó con el dedo índice la pantalla situada en la caja—. Ya casi está… Yilane trajo este bonito artefacto en su mochila, y ha valido la pena. La potencia del explosivo no es muy grande, pero más que suficiente para destruir la nave y abrir una brecha en el interior del casco de la Llave. La presión se encargará del resto. Y ya que Ezra ha muerto, no necesito usar la nave auxiliar. Tengo el tiempo justo para trasladarme a mi verdadero cuerpo. Morirás junto a las cenizas de tu esposa, ¿no es una suerte para ti? Pero, dado que me has ofrecido esa lección sobre la realidad del mundo, no quiero dejarte así… —Giró hacia Daniel y dictó otra orden. El cuerpo de Daniel se tensó y quedó de pie junto a uno de los asientos, las manos sobre la cabeza y las piernas separadas, completamente inmóvil—. Coge la pistola que está a tus pies y arrodíllate —dijo entonces.

Daniel percibía su mano como un extraño apéndice artificial que funcionara bajo control ajeno. Sus articulaciones, moviéndose como poleas, aferraron la pistola.

¿Quieres saber por qué existe la muerte? —La apariencia y la voz de la Verdad volvían a ser las de Bijou—. Me temo que no lo sabrás tan rápido como desearías… No obstante, el dolor hará que no te aburras esperando… De ese modo, tendrás tiempo para reflexionar acerca de lo que me has dicho… y quizá descubras… dónde está realmente la Verdad… —Clavó los ojos en Daniel—. Dispara un cañón sobre tu vientre. Uno solo.

Daniel vio cómo los cañones se levantaban y giraban hacia su propio cuerpo.

No tiene poder.

El cañón completaba su giro, le presionaba el vientre.

Solo se detuvo cuando vio la expresión preocupada del rostro del asesino. Era como si de improviso hubiese notado algo que le desagradara.

—Tus amigos suben hacia aquí —dijo.

NO TIENE PODER.

Quizá fue aquella mínima distracción, o quizá el simple hecho de convencerse de lo que estaba pensando. Fuera como fuese, por un momento sintió que volvía a ser dueño de su propio cuerpo.

Sin titubeos, alzó la pistola, la hizo girar hacia la figura que tenía delante y disparó ambos cañones sobre ella.

La Verdad saltó hacia atrás golpeando la tubería cromada, que se partió por la base. Cuando se incorporó, ya no se parecía a Bijou. A ojos de Daniel volvía a ser la Verdad, con su encrespada melena negra y sus ojos arcaicos. De la caverna abierta en su pecho no manaba la sangre. Ni siquiera parecía preocupada: se agachó y arrancó la tubería del todo con una fuerza insólita, sin dejar de mirar a Daniel, que se apartó en el último instante. El metal se estrelló contra el asiento cúbico, haciéndolo trizas.

—Una ventaja que tu esposa practicara esgrima con sable, ¿eh, Daniel? —dijo la Verdad—. Sus músculos se encuentran en perfecto estado…

Sin apresurarse, volvió a levantar la barra. No dejaba de mirar a su víctima mientras tanto, con una fijeza fría pero incesante. Daniel, que había recargado el arma y le apuntaba, titubeó. Quiere que vuelva a dispararle, pensó.

Dedujo que nunca le haría daño con un arma. Cambió de idea, soltó la pistola y se arrojó sobre la Verdad con las manos desnudas, antes de que la barra cayera de nuevo. El ataque cogió desprevenido al mercenario, que retrocedió y soltó la tubería.

Ambos contrincantes rodaron por el suelo, cada uno intentando erguirse antes que el otro.

Volvieron a enzarzarse, y de repente Daniel notó algo.

La habilidad de su oponente parecía haber cesado. Era un individuo cualquiera, con tanta fuerza como la que podía tener él mismo, e incluso más débil conforme la lucha se prolongaba. Daniel intuía por qué. Desea regresar a su verdadero cuerpo, pero dijo que necesitaba cierto tiempo para hacerlo… Aprovechando la ventaja, Daniel giró y se sentó sobre su torso, golpeándole la cabeza contra el suelo.

—¡No puedes matarme! —chilló la Verdad mientras su cabeza (que ahora era de nuevo —para horror de Daniel— la de Bijou) recibía los golpes, abriendo de par en par sus ojos enrojecidos—. ¡Soy lo último que verás antes de morir, lo peor que descubrirás sobre ti mismo, el lugar al que irás cuando hayas muerto…! ¡Soy la Verd…! —De repente la imagen de Bijou volvió a disolverse. Los ojos de la Verdad mostraron las conjuntivas y su garganta emitió un ronco gruñido. Con expresión de dolorida repulsión, Daniel se levantó tambaleante y aferró la tubería.

—A partir de ahora habrá otra Verdad —dijo.

La boca abierta y oscura del mercenario reflejó su alarido en la pulida superficie de la barra que caía vertiginosamente.

Cuando Daniel logró calmarse, descubrió que la barra golpeaba, tan solo, un suave polvo de ceniza. Quizá los restos de Bijou, de la única Bijou que había existido nunca.

—¡Daniel! —oyó la voz de Darby.

—Hay un explosivo… —murmuró mientras el hombre biológico y Maya entraban en el camarote. Señaló la caja en el panel de cristal. Pese a su rodilla maltrecha, la muchacha había saltado sobre el diván y extendía las manos, palpando.

—Está conectado —dijo, en tono de angustia.

Darby se unió a ella. Quitaron la tapa con extremo cuidado y Darby examinó los cables. El rostro del hombre biológico, al volverse hacia Daniel, expresaba todo el horror del fracaso.

—Tiene un contador… Va a estallar en menos de un minuto… —gimió—. Maya: ¿hay alguna forma de desconectarlo?

Maya recorría los cables uno a uno, con los gestos más rápidos y delicados que podía conseguir con su mano herida. Sacudió la cabeza.

—Es uno de estos cables… Hay catorce, pero solo uno es el de desconexión. Si tiramos de cualquiera de los otros, estallará.

—Debemos arriesgarnos —dijo Darby.

Maya volvió a recorrer los cables y eligió uno. En el momento en que iba a tirar de él, Daniel la detuvo.

—¡Espera!

Subió al diván y se acercó al aparato.

Catorce cables.

Cerró los ojos, recordando. Catorce cables pintados de rojo y solo uno de blanco, enterrados en la carne del soñador. Del cable blanco pendía su dedo pulgar. Recordaba perfectamente cuál era: lo había intentado cortar él mismo, junto con Moon.

El tercero de su izquierda.

¿Por qué son elegidos los elegidos?

¿Y si todo formaba parte del mismo mensaje? ¿Y si Kushiro había vislumbrado ese preciso instante del futuro y hecho que el joven Klaus transmitiera la clave final con su propio cuerpo? Los caminos de la revelación, decía Darby, nunca son directos: era preciso dar vueltas, abrir puertas…

Pero él no era creyente. Nunca había creído en la revelación de Kushiro…

—¡Daniel! —gritó Darby—. ¡Sea lo que sea lo que quieras hacer, hazlo ya!

Abrió los ojos y contempló los números del contador en la pantalla. Quedaban apenas cinco segundos.

5, 4…

Llevó los dedos al tercer cable de la izquierda. Recordó que, en el Gran Tren, tirar de aquel cable había iniciado toda su pesadilla.

2, 1…

Clic.