Montaña
La entrada era oscura y parecía profunda vista de lejos, pero al llegar comprobaron que se trataba tan solo de un paso a través de la roca. Se arrastraron hacia el otro lado y, para su sorpresa, salieron de nuevo al aire libre. Lujuriante vegetación, raíces grotescas y piedras pulimentadas con capas de limo constituían el paisaje. Yilane señaló algo más: unos rebordes en el suelo, dispuestos en varios niveles. Formaban una escalera que se abría paso ascendiendo entre los angostos canales de plantas.
Daniel, que no sabía bien qué esperaba encontrar, quedó un instante paralizado.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Yilane, deteniéndose en uno de los peldaños.
Escalera de metal. ¿Había dicho eso también cuando estaba inconsciente? Pero aquella escalera no era de metal.
—No lo sé… Quizá esto no nos lleve a ninguna parte.
—No lo sabremos si no continuamos. —Yilane dio la vuelta y siguió pisando con los pies descalzos los peldaños cubiertos d‹ moho.
No era un trayecto muy largo, pero las curvas de los distintos tramos y la espesura habían impedido vislumbrar el final desde abajo. Se trataba de otra abertura, esta vez más amplia, en lo alto de la roca. La humedad era densa, y a ello se unía cierto rumor creciente de agua.
La inmensa caverna a la que accedieron tenía la parte superior abierta al cielo. Su luz bastaba para revelar en gran medida el interior del recinto, aunque los rincones más alejados estaban sumergidos en la penumbra. Bajo esa relativa claridad era posible advertir una separación serpenteante entre los dos lados de la cueva, de unos treinta metros de anchura en su parte más dilatada, una especie de desfiladero que se introducía en las paredes formando aberturas en arco. Era un espectáculo extraordinario. Un puente prensil autoextensible cubierto de polvo permitía el paso de un lado a otro.
—Tiene la forma de un volcán. —Señaló Yilane las paredes de la caverna.
Daniel solo cabeceó, incapaz de articular una palabra. Siempre había sabido que existían lugares así, procedentes del torturado período de cataclismos, pero encontrarse en uno de ellos se le antojaba desquiciante. Oía la explicación religiosa de Yilane como en sueños:
—En el Duodécimo se cuenta el origen de los Antiguos, una raza previa a la humanidad, cuya ciudad de hielo se hallaba en lo que semejaba ser un volcán sin serlo realmente…
Pero el temor de Daniel residía en sucesos más inmediatos.
—Puede haber alguien aquí dentro. —Indicó el puente.
—Quizá. O puede ser un vestigio de la expedición de Kushiro.
Se asomaron con cautela por el borde del desfiladero. Era un abismo tenebroso cuyo fondo no vislumbraban. Yilane arrojó una piedra, que desapareció en la oscuridad sin dejar rastro. Pero el sonido que llegaba desde algún punto de aquella negrura resultaba claramente identificable.
—Agua —dijo y miró a Daniel—. Un torrente, o una entrada hacia el mar. Veamos lo que hay al otro lado.
El puente parecía sólido. La luz mortecina revelaba traviesas de plástico y metal afirmadas con espículas de perforación a las rocas. Yilane arrojó una piedra al centro, y la estructura respondió con firmeza. Lo cruzaron. En su parte media se balanceaba ligeramente, y Daniel apartó una mano de la correa de la mochila y se sujetó a la baranda procurando no mirar hacia abajo. Cuando llegaron al otro lado y se adentraron en las sombras, descubrieron que la caverna finalizaba en aquel punto. Yilane parecía confundido.
—Si hay un puente, es porque debe de haber algo aquí —señaló.
El corazón de Daniel latía frenético. Avanzó hacia al fondo del desfiladero preguntándose qué era lo que buscaban. ¿Una «trampilla»? ¿Una «escalera de metal»? ¿Un «techo con ángulos»? Todo se le antojaba absurdo.
Fue entonces cuando, al mirar hacia el borde de roca del precipicio, lo vio.
—Una escalerilla —dijo Yilane acercándose—. Autoextensible.
De plástico y metal, como el puente. ¿Podría ser la escalerilla de la supuesta «revelación»? Daniel empezaba a pensar que podían estar engañándose. ¿Y si los chillidos de los pájaros y el posterior hallazgo del dibujo en la cima eran mera coincidencia?
Decidió decírselo a Yilane, pero al agacharse junto a él y mirar su rostro en la penumbra, comprendió lo que el creyente se disponía a hacer incluso antes de que lo dijera.
—¡No, Yilane! —lo detuvo.
Los ojos de Yilane contenían miedo, pero también una hambrienta determinación. Como si lo impulsara algo muy superior a él.
—Tenemos que conocer —dijo Yilane y lo apartó con delicadeza.
—¡Bajar por aquí es arriesgado!
—No mucho más que escalar hasta aquí.
En verdad, la escalerilla era gruesa y estaba firmemente sujeta al borde. Los travesaños parecían recios y, aunque se hallaban impregnados de humedad, semejaban ser resistentes. Como si alguien lo hubiera dejado todo para indicarnos el camino, pensó Daniel. Sin embargo, le asustaba no poder ver dónde finalizaba. Era como si condujera a otro mundo. ¿Al mundo de la Llave?
—Si quieres, espérame aquí —dijo Yilane.
Antes de que pudiese darse cuenta, Daniel se halló a solas, con la escalera chirriante por el peso de Yilane. Se asomó y vio los cabellos castaños del creyente como flotando en una ciénaga negra. Luego también ellos desaparecieron.
—¿Yilane? —llamó.
Aguardó la respuesta en vano.
Al distinguir el dibujo en la cima, Héctor Darby ya no albergó duda alguna.
Estaban a un paso de obtener la Llave.
La movediza Casa de Dios cubría casi toda la arena con sus olas, pero Anjali y Rowen, que iban delante, se habían abierto camino a través de las espumosas aguas y estaban subiendo por las rocas en dirección a la abertura. El lugar no parecía haber sido hollado durante siglos, aunque esta última impresión podía ser falsa, ya que la marea había ascendido y las olas lamían el borde de las rocas haciendo desaparecer cualquier rastro previo. Darby se preguntaba, ansioso, si llegarían a tiempo de impedir que les ocurriera algo a Daniel y Yilane. Necesitaba pensar en la peor de las posibilidades. La visión mental de Anjali les había dado a entender que estaban vivos pero en grave peligro, y no habían recibido respuesta al grito de sus nombres cuando llegaron a la cala.
Sea como fuere, tenían que subir.
Lo más difícil era llegar al acantilado, pues el mar batía con fuerza contra las primeras rocas y los cubría hasta la cintura. Maya, que avanzaba delante, parecía más firme que las propias piedras, pero se detenía de vez en cuando para ayudar a Darby. Svenkov, el último de todos, empapado hasta la cabeza, con la camisola blanca que vestía adherida al torso, caminaba con indiferencia y solo hablaba para ordenar hoscamente a Darby que se moviera. En medio de ambos, el hombre biológico se tambaleaba agarrándose a las rocas para vencer el poder de succión del mar.
De repente Maya se detuvo. El agua aún le llegaba por las rodillas. Darby, que intentaba esquivarla, se paró un instante, y lo mismo hizo Svenkov.
—No —dijo ella.
—¿Qué? —preguntó Darby, pero su pregunta se deshizo bajo el sonido de otra voz.
—Arrojad mochilas y armas al agua.
Detrás de las rocas estaba una desconocida. Se erguía afirmando los pies entre las piedras, cubierta a medias por estas. A Darby le impresionaron su belleza casi inhumana y el fascinante brillo de su cabello rubio y largo que la brisa apenas removía, como si se tratase de una escultura sobresaliendo de su cabeza. Era, en verdad, una mujer preciosa.
Pero cuando se fijó mejor en los destellos de sus ojos verdes, se dijo que no le apetecía acercarse a aquella mujer tan preciosa bajo ninguna circunstancia.
Quizá también influía el hecho de que sostuviera dos pistolas de ráfagas de cañones oscuros y fríos como el fondo de sus pupilas.
—No me hagas repetirlo, Maya Müller —dijo Turmaline.
La muchacha parecía titubear. Darby, que ya había obedecido y arrojado sus pertenencias, se preguntó por un momento si Maya y Svenkov contraatacarían.
En ese instante un brazo perfecto, blanco, como dibujado en el aire, envolvió su garganta desde atrás. Sintió un frío metálico en la cabeza.
—¿Quieres que empecemos por tu amigo, ciega? —dijo Svenkov alzando su pistola de repuesto hacia la sien de Darby.
Todo había sido una trampa desde el principio, comprendió Darby.
Se sintió perdido.
—¡Yilane! —volvió a gritar.
El silencio era abrumador porque estaba repleto de sonidos inútiles: crepitaciones, rumor de aguas profundas… ¿quizá también gritos? Pero si era así, se oían fuera de la montaña. En cualquier caso, la voz de Yilane parecía haberse esfumado para siempre junto con su cuerpo.
Daniel aguardó hasta cerciorarse de que el creyente no respondería. Las dudas y temores lo detuvieron un instante más, pero concluyó que la soledad era mil veces peor que una muerte rápida. Entonces bajó un pie por el borde, lo apoyó en uno de los travesaños y, agarrándose a los lados, empezó a descender.
Durante un tiempo impreciso, estremecedor, se concentró en observar la pared de roca tachada por los travesaños, a la cada vez más escasa luz que llegaba de arriba. Pero cuando la oscuridad lo envolvió, perdió el poco ánimo que le quedaba. Y el inquietante sonido que subía desde las profundidades no ayudaba a tranquilizarlo: podía ser agua, pero ya no estaba tan seguro. ¿Acaso la respiración de alguna clase de enorme criatura? Quizá ese era el motivo —se dijo— de que Yilane no le oyera.
Fuera como fuese, se sentía incapaz de seguir descendiendo en plena oscuridad con aquel rugido bajo sus pies. Se apretó contra la escalerilla, pensando que no iba a poder continuar, cuando de improviso le llegó un súbito resplandor desde abajo.
Al mirar descubrió que la longitud del tramo de escalera que aún le quedaba por recorrer seguía siendo considerable, pero podía distinguir suelo firme al fondo y la figura de Yilane moviéndose de un lugar a otro.
Lleno de renovadas energías, prosiguió el descenso. Yilane lo aguardaba al final, pero no parecía alegre.
—No hay nada —dijo—, solo estas luces.
Eran varios focos conectados entre sí a la palanca de un generador, que Yilane había activado tras tantear en la oscuridad. No revelaban otra cosa que una gruta de bordes estrechos y un enorme cauce central. El agua discurría a través de una inmensa brecha y ondulaba formando rizos de espuma que producían al golpear las paredes un retumbar constante. Su profundidad era difícil de calcular, pero no aparentaba ser un simple río.
El cauce se amoldaba a un recodo, en correspondencia con la forma del desfiladero. Las luces no alcanzaban más allá.
—¿Qué es todo esto? —Daniel alzó la voz para hacerse oír por encima del estrépito del agua.
—Algo nuevo —fue la respuesta de Yilane.
Enjugándose los labios de diseño, Daniel avanzó hacia el recodo. Distinguía extrañas sombras en aquel extremo. Se acercó y comprobó que Yilane se equivocaba.
Había algo más aparte de luces.
De hecho, muchas cosas: piezas, trozos de metal, cables cortados, herramientas, cajas apiladas, lienzos de descanso… Un sinfín de pequeños y grandes objetos aglomerados. Era como si un grupo de técnicos hubiese trabajado concienzudamente en esa zona, incluso vivido en ella, y luego hubiesen desaparecido dejándolo todo allí.
Cuando sus retinas genéticamente preparadas para aprovechar el mínimo rastro de luz empezaron a ofrecerle imágenes, deambuló por aquel cementerio. Ni siquiera sabía qué buscaba.
De pronto se detuvo.
La pared en aquel lado mostraba rebordes llamativos, como balaustradas o cornisas, pero no era eso lo que le había llamado la atención. El techo, que formaba una cornisa convexa en ese punto, presentaba en su centro una abertura que parecía dar paso a un pequeño recinto.
Era fácil llegar hasta ella: solo tenía que subir por aquellos rebordes.
Trampilla en el techo.
Con el corazón latiéndole con fuerza, sin pensar siquiera en avisar a Yilane, Daniel dejó la mochila en el suelo, asió uno de los rebordes, se incorporó y llegó hasta la abertura. Se alzó por ella en plena oscuridad.
—Tráelos —ordenó la Rubia.
¿Y Anja y Meldon…?, pensaba Darby mientras avanzaba junto a Maya con las manos en la cabeza. Alzó la vista y los distinguió en lo alto de las rocas, junto al agujero de entrada. Una mujer de pelo rojo les apuntaba. Darby creyó reconocerla y se sobresaltó: era Mitsuko Kushiro… o lo que quedaba de ella, sin duda controlada por la Verdad. ¿Acaso la Verdad era aquella mujer rubia de ojos gélidos? ¿O se trataba del Amo?
Mientras era obligado a caminar a trompicones hasta las rocas, Darby se volvió hacia el polinesio.
—¿Ella le pagó más, Svenkov?
—Y me amenazó mejor —dijo Svenkov sin ningún énfasis.
Turmaline salió de las rocas. Sonreía ligeramente, y siguió haciéndolo al levantar las dos armas hacia la muchacha.
—Al señor Darby aún lo necesitaremos. En cuanto a ti…
—No, espera —dijo Svenkov—. Te dije que exigiría algunas prerrogativas con ciertos miembros del grupo…
—Te referías a Daniel Kean —observó Turmaline apuntando aún hacia Maya—. Y te serán concedidas en cuanto lo atrapemos.
—He cambiado de opinión. —Svenkov cogió a Maya del brazo—. Lo haré con ella.
—Es demasiado peligrosa para ti, idiota —repuso Turmaline, y Darby vio cómo sus bonitos y largos dedos índices se enroscaban como serpientes sobre los gatillos.
—Escuchad —dijo Darby alzando las manos—. Queréis la Llave, ¿no es cierto? Ya habéis llegado. Está ahí arriba. —Señaló el dibujo en la cima—. Subid y tomadla. Sabemos que hemos perdido, dejadnos marchar… —Pero Svenkov y Turmaline se medían con la mirada, sin prestarle atención.
En ese instante se oyeron disparos. La Rubia se volvió y su expresión adoptó otra clase de seriedad. Aunque Darby no logró averiguar lo que sucedía en lo alto del acantilado, la reacción de la mujer pelidorada le hizo pensar que, fuera lo que fuese, era ventajoso para ellos.
—No los pierdas de vista —dijo Turmaline a Svenkov y echó a correr.
—¿Quién es ella, Svenkov? —preguntó Darby mirando al polinesio, que no apartaba los ojos de Maya.
—Ni lo sé ni me importa. Se llama Turmaline. Me contrató poco antes de que me visitarais vosotros.
Yuli, el chico de la taberna, el que nos guio a Davenport, pensó Darby. Dedujo que todo había sido minuciosamente planeado: Yuli, bajo las órdenes de aquella rubia, los había llevado a Shane Davenport. Tal vez la mujer biológica estaba realmente loca y no fingía, pero sabían que acabaría mencionando el nombre de Svenkov.
—Me propuso un doble plan —dijo Svenkov—: la informaría en todo momento de la ruta por la que íbamos y la ayudaría luego a mataros a todos. A cambio, me quedaría con el dinero que estabais dispuestos a pagarme, además del que ella me pague. Una oferta inmejorable, ¿no crees?
—¿Y el ataque junto a la cascada? ¿Quién lo planeó? ¿Ella o usted?
Svenkov curvó sus labios en una ligera sonrisa.
—Digamos que no soporto que se cuestione mi autoridad… Quise castigar al rubio en la playa y su amigo el creyente me lo impidió… Ya he hecho tratos con tribus de enmascarados en otras ocasiones, esta no tenía por qué ser una excepción…
—Pero lo era, ¿verdad, Svenkov? —intervino la muchacha. Sonreía con los ojos cerrados a escasa distancia del arma de Svenkov—. Esa mujer quiere a Daniel con vida. ¿Le ha parecido bien que lo vendieras a una tribu? —Svenkov titubeaba. Maya amplió la sonrisa—. ¿O acaso has sido lo bastante ingenuo como para decirle que no has tenido la culpa y pensar que te creería?
—Svenkov, escuche —interrumpió Darby—. Maya tiene razón: esa mujer va a matarlo también a usted en cuanto todo esto termine… Si nos ayuda, sobrevivirá.
Pero Svenkov no parecía tener otro interés que la figura desgreñada y desnuda hacia la que dirigía su pistola.
—Aseguran que eres peligrosa —dijo con voz suave y musical—. Veamos cuánto.
Sin dejar de amenazarlos con la primera arma, desenfundó la de dos cañones y apuntó a la pierna derecha de Maya en un mismo y rápido gesto.
La detonación hizo que Darby cerrara los ojos. Cuando los abrió, la muchacha se retorcía a sus pies con el rostro crispado y las manos aferradas a la rodilla derecha. Entre sus dedos se filtraban líneas de sangre. No gritaba, pero su garganta producía un sonido ronco, como de retener el aliento.
—¡Svenkov, cobarde! —gritó Darby queriendo arrojarse contra el polinesio, pero el cañón de la otra pistola apuntó hacia su frente. Svenkov retornó a la muchacha.
—No veo que seas tan peligrosa. De hecho, creo que eres completamente inofensiva. Pero te gusta amenazar a Svenkov y humillarlo… Probablemente, volverías a hacerlo si te dejara. No importa: hembras, machos y divergentes más fuertes que tú han bailado para mí y rogado que los use. Arrástrate hacia delante —ordenó. La muchacha siguió inmóvil—. Contaré hasta tres y dispararé a tu amigo. Uno… —La muchacha empezó a arrastrarse empleando las manos y la única pierna que lograba mover. Svenkov alzó el pie descalzo y le propinó una patada—. Más rápido. —Se divirtió observando cómo la muchacha imprimía a sus movimientos más velocidad. Sus manos se hundían en la arena como arañas, impulsando su cuerpo hacia delante a un ritmo febril. La rodilla derecha dejaba a su paso un rastro irregular de sangre.
Lo que a Svenkov no le gustaba era que ella no se quejara. Obedecía en silencio, como una máquina.
Al llegar a una franja de arena que las rocas resguardaban de la marea, Svenkov le ordenó detenerse. En ese momento se oyeron disparos desde el acantilado.
—Oh, ya veo que allí arriba os han ganado. —Permitió que Darby mirara. La figura de la Rubia se erguía a lo lejos, en dirección a la abertura. Cerca yacía un cuerpo. ¿Meldon?, se preguntó Darby. No podía estar seguro desde esa distancia, pero si era así, rogó por que la poderosa Anjali Sen hubiese logrado escapar.
El polinesio volvió a centrar su atención en Maya.
—Date la vuelta.
A Darby le costaba mirar a su amiga. Por diseñada que Maya estuviese, la perla explosiva del arma de Svenkov había convertido su rodilla en pulpa, y el proceso de girar el cuerpo tenía que producirle un dolor inconcebible, pero ella tan solo respiraba más hondo, como si estuviese realizando algún tipo de ejercicio. Svenkov también parecía sorprendido. Se acercó y «aceleró» la lenta maniobra de Maya lanzando una patada de su talón contra la brecha sangrante de la pierna. Se oyó un crujido y un único pero escalofriante grito. La muchacha quedó boca arriba, con el hueso de la rodilla desviado en un ángulo imposible. Darby apartó la cara como si hubiese experimentado el dolor él mismo.
—Voy a matarle si puedo, Svenkov —gruñó, tembloroso.
—Pero no podrás. —Svenkov sonrió. A Darby su rostro le parecía injustamente hermoso—. Y te aconsejo que guardes tus escasas fuerzas de hombre biológico para cuando tengas que subir ese acantilado…
—¿Qué piensa hacer con nosotros?
—A ti, llevarte conmigo. En cuanto a la ciega… —Svenkov bajó la vista hacia el cuerpo expuesto de la muchacha—. Veamos si es capaz de obedecer como taurekareka…
Empezó a dar órdenes. La muchacha las acató: alzó las manos a la cabeza y separó las piernas. En aquella postura, con la horrenda herida revelando la rótula fracturada, parecía completamente indefensa. Jadeaba, pero su rostro volvía a mostrar una especie de extraña calma. Svenkov se agachó y trazó líneas en la arena húmeda con la punta de la pistola, encerrando en ellas el cuerpo desnudo de su prisionera.
—Ahora nos iremos, tu amigo biológico y yo, y tú me esperarás aquí y en esta exacta posición. Me ocuparé de comprobarlo. Quizá te observe cada minuto, o quizá dentro de dos o tres horas, no lo sabrás… Si advierto que te has movido, no importa la causa, si has bajado las manos o te has desplazado por encima de una de estas líneas un milímetro con alguna parte de tu cuerpo, le volaré la cabeza a tu hombre biológico… Supongo que queda claro. —La muchacha asintió—. Cuando regrese, seguiré comprobando lo peligrosa que eres… —añadió, y se volvió hacia Darby—. En marcha.
Mientras se alejaban, a Svenkov le produjo especial placer comprobar que la muchacha se mantenía obedientemente inmóvil.
Era una especie de cámara clausurada. A la luz que penetraba por los focos del piso inferior, distinguió destellos metálicos y otra palanca similar a la de abajo. Más focos se encendieron al moverla. Casi parecían amenazarlo: apuntaban hacia él. Se volvió para llamar a Yilane y descubrió que el creyente ya estaba subiendo.
—¿Qué es esto? —preguntó Yilane.
A ninguno de los dos se le ocurría una respuesta sensata. Por un lado parecía una formación natural de roca, una especie de nicho un poco más grande de lo normal. Sin embargo, había interruptores, cables en buen estado, más herramientas, incluso un pequeño armario portátil… Al mismo tiempo, la propia piedra que lo sustentaba todo tenía unas irregularidades asombrosas, como relieves. La simetría y repetición hacían pensar en un origen artificial. Pero ¿quién podía haber tallado aquella locura y qué significaba?
Daniel elevó la vista al techo. La piedra, allí, había sido pulida y cortada formando ángulos, como el de una habitación común.
Ángulo en el techo.
Sintiendo que vivía en un sueño, siguió el recorrido de las líneas del zócalo, pero el brillo de los focos, situados en dos de las esquinas, le cegaba.
Entonces se fijó en el angosto armario metálico que se alzaba junto a las piedras talladas. Su puerta solo se hallaba encajada.
Supo lo que iba a encontrar antes de abrirla.
Pero no era lo mismo saber que encontrar. Ver la escalera metálica autoextensible casi le hizo pensar que iba a volverse loco. La cogió, preguntándose de qué podía servirle. Entonces miró hacia arriba, justo encima del mueble.
Concentrado en los extraños relieves de piedra, Yilane ni siquiera se percató de lo que Daniel hacía hasta que este sacó la escalerilla. Entonces se quedó mirándolo.
—¿Qué estás…? —Daniel le señaló la hendidura en el ángulo del techo y Yilane se interrumpió. Su semblante mostró una súbita, exacta comprensión.
Apartaron el armario entre ambos, Daniel colocó la escalera bajo la hendidura y apretó los interruptores de muelle. La escalera, una serpiente dócil, se estiró hasta el techo. Daniel subió por ella. La hendidura tenía el diámetro de un brazo y parecía profunda. Daniel extendió la mano y tanteó.
No había nada.
Se preguntó por un instante qué había esperado encontrar. ¿Quizá un objeto en forma de llave? La idea se le antojó ridícula. ¿Acaso no podía ser todo un cúmulo grotesco de coincidencias? Lo único que él había hecho en el desván del laboratorio de Kushiro había sido repetir frases relacionadas con lo que le había ocurrido. Trampilla. Escalera de metal. Ángulo en el techo… ¿O no? Se volvió hacia Yilane.
—¿Qué hay? —preguntó Yilane.
Daniel iba a responder cuando se fijó en la expresión esperanzada, casi desbordante de entusiasmo, de su compañero. El brillo de sus ojos le recordaba a Klaus Siegel.
¿Qué es la creencia? Buscar en un agujero, no hallar nada y no darnos por vencidos…
Con un escalofrío, alzó la mano y la introdujo de nuevo en la hendidura.
Decirnos: «Hay algo», y volver a buscar, sabiendo que encontraremos lo que buscamos…
Se le secó la boca al tocarlo.
Se hallaba al fondo, en uno de los lados. Sin duda, antes lo había confundido con una piedra. Era un objeto elíptico y oscuro de superficie tersa, como un huevo al que se le hubieran cortado los extremos. De pie semejaba una especie de pequeño barril. Daniel lo sopesó, sopló el polvo acumulado sobre él, y vio el pequeño cristal en uno de sus lados planos.
Temblando, bajó de la escalera con el objeto en la mano. Yilane lo miraba, el semblante tan crispado como el suyo.
Tenía que saberlo. Tenía que comprender por qué se hallaba allí, por qué él precisamente, entre todos. Por qué somos elegidos los elegidos. Llevó el dedo índice a aquel cristal redondo. Aunque el pequeño objeto se abrió lentamente tras emitir un zumbido, el ruido no procedía de él. Las paredes se estremecieron y varias herramientas colocadas en los rebordes cayeron al suelo. Yilane cerró los ojos y pareció murmurar una plegaria, ladeando el rostro.
—¡Viene de abajo! —gritó Daniel.
Descendieron por la abertura. El terror los paralizó.
El ruido, cada vez más titánico, provenía de las aguas.
Pero no lo producían las aguas, sino lo que emergía de ellas.
Por suerte, se dijo Anjali Sen, la japonesa funcionaba a poca velocidad: no solo se movía, sino que era obvio que también pensaba a un ritmo muy lento. Pero las dos pistolas que sostenía podían disparar de manera considerablemente rápida.
Mitsuko los había sorprendido cerca de la entrada de la cueva, mientras trepaban, por lo que no pudieron echar mano de las armas.
Sin embargo, no era Mitsuko en realidad. Quizá lo había sido, pero ya no lo era, y probablemente no lo sería nunca más. Su semblante, rígido, semejaba el inútil intento de un artista por dotar de expresión a una masa de cera. Todo en ella tenía aires de muñeco torpe.
Fue esta última circunstancia la que Anjali intentó aprovechar a su favor: cuando Mitsuko les ordenó arrojar las armas, agachó la cabeza y se apartó ágilmente de la invisible línea de tiro. Oyó varias detonaciones y escuchó el gemido de Rowen a su espalda. Casi sintió la tentación de retroceder y arrojarse contra Mitsuko. Meldon, pensó. No estaba preparada para la muerte de Rowen, con quien mantenía una relación de «amor», pero comprendió que lo ayudaría mucho más si lograba escapar con vida.
Rodeó la cima buscando una superficie sobre la que correr. Solo encontró un borde de roca y unos treinta o cuarenta metros de vacío en vertical. El acantilado acababa en ese extremo. No lograría escalarlo con la suficiente rapidez como para eludir las balas de la japonesa.
Le quedaba una posibilidad.
Había un poder, entre los no muy numerosos del Duodécimo Capítulo, que proporcionaba la capacidad que en aquel momento necesitaba. A fin de cuentas, el Duodécimo era la Transición de la Tierra, y en sus páginas el Autor revelaba, por medio de conocidas metáforas, la fuerza oculta en las montañas. Si se equivocaba, se estrellaría desde treinta metros de altura contra los escollos. ¿Era preferible eso a una bala? Quizá no, pero al menos tendría más oportunidades.
Afirmó los pies en el borde del precipicio, separó las piernas enfundadas en unos llamativos pantalones de rayas rojas y respiró hondo. Se concentró en la metáfora del «avión radicalmente aligerado» en el que vuelan los protagonistas sobre los nevados picos de la Antártida simbólica. Su formación en la Escuela Sagrada de Bombay y sus viajes de peregrinación a las tierras de hielo del sur regresaron a su memoria.
Ella también podía moverse así. Ella también flotaría sobre los nevados picos.
El viento pareció barrer todas sus percepciones y el espacio se convirtió en una pared gris sin fisuras y un suelo terso. Solo tenía que caminar por allí. Solo caminar.
Caminar por un suelo terso como si lo hicieras sobre un escenario…
—Feliz viaje —oyó a su espalda.
Giró la cabeza y vio que Mitsuko le disparaba.
Contempló la bala que podía matarla acercándose a inconcebible velocidad mientras adelantaba el pie derecho y pisaba el aire. Un viaje, sí. Voy a viajar por este pasillo gris. Sintió que una fuerza majestuosa la arrebataba. Aunque no hacía otra cosa que caminar, consiguió eludir el proyectil con la misma facilidad con que hubiese esquivado una pelota lanzada por un niño.
Entonces miró a su alrededor y reprimió un grito.
Se hallaba a varios metros de distancia del borde del acantilado. En el aire. O no en el aire: caminando sobre el suelo gris. Pero aquello no tenía nada que ver con caminar. Cuando deseó subir, se encontró de repente a una altura de unos quince o veinte metros por encima del punto anterior, lo cual le produjo un vértigo que casi le impidió concentrarse. Deseó bajar, y apareció de improviso tan cerca de las olas que podía tocarlas si extendía los brazos.
No tardó en controlar aquella nueva forma de desplazamiento. Todo consistía en tomarse las cosas con calma. No podía jugar con las dimensiones: tenía que seguir manteniéndose de pie sin apartarse demasiado de la montaña.
En un parpadeo se situó a espaldas de Mitsuko. El disparo, la bala y sus movimientos parecían haber ocurrido a la misma velocidad, y el sonido del arma aún perduraba, así como el humo que rasgaba el aire.
—Feliz viaje, Mitsuko —dijo.
Le bastó una patada. La mujer biológica salió despedida hacia delante. Cayó como caería un objeto, sin gritos, sin defensas. Golpeó dos, tres veces las rocas antes del golpe final, en los mortales escollos. Anjali deseó descender para seguir su trayecto y ver su conclusión, y apenas acababa de pensarlo cuando se encontró junto al cuerpo de Mitsuko en el instante en que este se estrellaba contra la rompiente.
Apoyándose en las rocas contra las que había chocado, Mitsuko irguió el tronco, despatarrada sobre las olas. Su pelo era más rojo que antes y le cubría casi por completo el rostro. Pero no era pelo, observó Anjali, sino espesos colgajos de sangre. Sin embargo, aun con la cabeza destrozada, se movía.
Hasta cierto punto. Si antes lo hacía con lentitud, ahora parecía casi inválida. De pronto se paralizó, y las olas la embistieron como un escollo más. Anjali supo que, fuera lo que fuese lo que habían hecho con ella, negándole la muerte liberadora, ya no iba a moverse de nuevo.
No podía perder más tiempo. Había creído ver a otro enemigo al pie del acantilado capturando a Darby y Maya. Regresó a la cima con demasiada rapidez y quedó flotando a decenas de metros por encima del cuerpo caído de Meldon Rowen. Ver a Rowen le dolió más de lo que había esperado. El aire a su alrededor pareció pasar por un cedazo hasta convertirse en finas y puras moléculas. Anjali notó con pánico que había perdido la concentración, cerró los ojos y al abrirlos descubrió que descendía hacia la cúspide abierta del acantilado, tras la abertura de la entrada, frente a unas escalinatas de piedra que conducían a otra abertura mayor.
Al pie de las escalinatas, junto a Svenkov y Darby, estaba la Rubia.
A Anjali le bastó una mirada para saber que Svenkov los había traicionado. Su llegada desde los aires había impresionado tanto al curtido guía que parecía haber perdido el control de sí mismo y de su rehén. Darby aprovechó para escapar y se alejó escaleras arriba. Svenkov dudó entre Anjali y Darby, y al final lo único que hizo fue retroceder buscando la protección del fabuloso diseño anatómico de Turmaline.
La Rubia, en cambio, no parecía impresionada, como si ver mujeres volando formara parte de su rutina. Sus ojos le dijeron a Anjali que estaba deseosa de matar, y que aquel momento era tan bueno como cualquier otro.
—De modo que ya has aterrizado —dijo Turmaline y disparó dos ráfagas de balas con sus armas gemelas. Anjali ya se había dejado caer hacia un lado y la piedra tras ella saltó en pedazos—. Y veo que se te rompieron las alas —añadió Turmaline, y volvió a apuntar.
En efecto, Anjali ya no iba a volver a volar. Pero percibió el error de la Rubia: después de los disparos había dejado a Svenkov al descubierto, sin duda pensando que no necesitaba ayuda. Svenkov, nervioso, tardó más de lo necesario en alzar los cañones de su pistola. No mucho. Lo suficiente.
Anjali bajó la cabeza de modo que el disparo de Svenkov y los de Turmaline se cruzaron en diagonal. Al mismo tiempo, se arrojó sobre el torso de Svenkov golpeándolo y haciéndolo estrellarse contra un árbol. Sabía que no tenía tiempo que perder.
Porque Cabellos Dorados…
Hizo girar a Svenkov, desenfundó su propia arma, usó a Svenkov de escudo, puso el cañón en la sien del polinesio…
… va a disparar de nuevo.
—¡Si te mueves, lo mato! —gritó.
—Me muevo —dijo Turmaline, y volvió a disparar.
Los bellos ojos de Svenkov se pusieron bizcos, como si hubiesen podido contemplar su muerte reflejada en el chorro de proyectiles. Una fracción de segundo después, su cuerpo era una bonita alfombra de piel a los pies de Anjali. La india quiso contraatacar, pero se dio cuenta de que ya no había obstáculos entre los humeantes cañones de Turmaline y ella. Soltó el arma y alzó los brazos.
—No existía demasiada amistad entre vosotros dos, ¿me equivoco? —dijo Anjali.
—Ninguna, a decir verdad. —En el extremo final entre los dos túneles que le apuntaban, la Rubia sonrió—. Curiosas facciones, ¿dónde te diseñaron?
—En la India —dijo Anjali Sen. Le pareció que decir el nombre de su país en el instante de morir era todo lo que deseaba.
—He estado un par de veces en la India —repuso Turmaline y disparó. Las balas, sin embargo, no brotaron en la dirección deseada a causa de la piedra que había golpeado su brazo izquierdo.
Imperturbable, Turmaline miró hacia atrás. El hombre biológico intentaba coger otra piedra. Fue ese el instante que Anjali decidió aprovechar.
—¡Héctor, vete de aquí! —gritó mientras se lanzaba de cabeza al vientre de la Rubia. Era una muralla de músculo de diseño, fina pero indeformable. Pese a todo, consiguió desequilibrarla. Completó el ataque elevando los puños desde abajo para golpear en la mandíbula de su oponente. Sin embargo, esa vez no alcanzó su objetivo. No solo eso: sintió un dolor atroz, como si millares de agujas perforaran sus manos. Entonces se dio cuenta de que Turmaline había girado la cabeza dejando que su golpe se estrellara contra su cabello. Desconcertada, se contempló las manos sangrantes.
La Rubia imprimió un giro en sentido opuesto a su cabeza y, con un ruido de enjambre acorazado, un millón de agujas de oro volvieron a abalanzarse sobre Anjali. La creyente apartó la cara, pero no con la suficiente presteza. Trozos de piel saltaron por los aires y Anjali Sen cayó hacia atrás, dio varias vueltas por las escalinatas de piedra arrastrando un velo de sangre y se estrelló contra un árbol quedando inmóvil.
Pese a haber sido frenados por el golpe a Anjali, los cabellos de la Rubia siguieron girando y azotaron su propio brazo, que empezó a sangrar. Luego oscilaron un poco más, por último dejaron de moverse. Gotas rojas humedecían las puntas de oro y resbalaban por su deltoides.
A Turmaline no le importaba. Herirse con su pelo le resultaba fascinante.
Miró a su alrededor y se percató de que Darby había logrado ocultarse. Pero ya lo encontraría.
Hizo un rápido resumen de la situación. Había pensado en usar a Darby como rehén para capturar a Daniel con la ayuda de Svenkov, pero ahora Svenkov había muerto, Mitsuko también (lo percibía) y Darby había huido hacia la playa, con lo cual era preciso cambiar de planes.
Las expectativas, sin embargo, no eran malas. Anjali Sen y Rowen habían sido eliminados. Solo quedaban Darby y la muchacha ciega, y esta última no iba a poder luchar con una pierna inútil. No obstante, la ciega era la más peligrosa de todos: resultaba necesario acabar con ella cuanto antes.
Mataría a la ciega y luego a Darby. No le sería difícil después encontrar a Daniel y Yilane. El Amo quedaría satisfecho.
Recargó las armas y se dirigió hacia la abertura de salida.
La cosa emergió de las profundidades con un eco ensordecedor, desplazando una ingente masa de agua. Ojos parpadeantes y móviles observaban en todas direcciones desde una enorme cabeza cilíndrica y rugosa que se alzaba soltando chorros de espuma desde sus infinitos rebordes, como una gran bestia anfibia que se sacudiera las gotas antes de dar los primeros pasos por tierra.
Yilane creía saber qué era. Un terror absoluto lo anonadaba y pensaba que, frente a lo que Daniel había despertado en aquella sala subterránea de los Antiguos, nada podía hacerse salvo pedir un fin rápido y misericordioso. Para ello se había vuelto de espaldas e inclinado hacia delante mientras miraba por encima del hombro, reproduciendo así el gesto sagrado de los personajes del Duodécimo Capítulo, que, al huir de la ciudad de hielo, se vuelven un instante y contemplan aquello que les persigue.
Para Daniel Kean fue como seguir consciente después de muerto. De forma atávica, sin saber si era correcto o no, había hecho igual que Yilane y girado con la cabeza inclinada, como si deseara hundirla en el cuerpo. Permaneció abrazado a sí mismo mientras a su alrededor la tierra retumbaba y se estremecía con aquella fuerza que buscaba su sitio en el nuevo espacio al que ascendía.
El nacimiento de la bestia cesó de repente con otro violento seísmo. En el aire quedaron rizos de humo, olor a herrumbre y ligeros chisporroteos. El agua hervía de espuma. Daniel y Yilane no modificaron su postura durante ese intervalo, cada uno abandonado a su propia angustia.
Por fin, Daniel decidió volverse.
—No, Daniel, no lo mires… —rogó Yilane, aunque él mismo no podía evitar mirar.
De algún modo Daniel supo que la cosa era mucho mayor bajo la superficie. Lo que quedaba a la luz tenía el aspecto de una mitad de esfera que ocupaba casi por completo los bordes de la zanja. Su diámetro total debía de ser de más de veinte metros. Sobre ella, coronándola, se erguía un cilindro de unos diez metros de anchura, aunque no tan alto como la fuerza de su aparición había hecho suponer. Tanto el cilindro como el trozo de esfera mostraban una superficie enmarañada, como el interior de una víscera.
—Daniel —susurró Yilane frenéticamente—, sé lo que es esta criatura… Los Antiguos las usaron para construir sus moradas bajo el agua… Se cree que se extinguieron con el paso de los eones, pero es posible convocarlas si…
Daniel no lo escuchaba. Frunció el ceño mientras contemplaba al monstruo. Sin saber por qué, a su mente había acudido una imagen súbita, inesperada.
El Gran Tren.
Dio un paso adelante.
—¡No te acerques…! —gritó Yilane, horrorizado.
Daniel siguió avanzando con los ojos muy abiertos.
—No es una criatura —dijo—. Es una máquina.
Maya Müller no se había movido de la postura en que Svenkov la había dejado. Se quedaría allí hasta que el polinesio regresara, y solo intentaría hacer algo en caso de que ya hubiese matado a Darby.
Si, por el contrario, Héctor seguía vivo y en su poder (sospechaba que eso era lo más probable), soportaría todo lo que Svenkov le hiciera u obligara a hacer hasta encontrar alguna oportunidad de contraatacar sin arriesgar la vida de Héctor. Si no la encontraba, no atacaría.
Tal era su esquema de acción. Se sentía incapaz de intentar salvarse a costa de la perdición de Darby. La sola idea le repugnaba. Le debía la vida, y no podía pagarle ayudando a matarlo.
Había estado oyendo disparos y gritos confusos. Ahora solo escuchaba el salvaje ruido del mar rompiendo contra la honda oscuridad de su interior. Aquella pausa se le antojó ominosa: si Rowen o Anjali hubiesen sobrevivido, ya habrían hecho notar su presencia. Pensó que, por horrible e insoportable que le pareciera, quizá era mejor que todos hubiesen muerto, incluyendo a Darby. Entonces ella podría reunir fuerzas y quedaría libre para vengarse.
Y se vengaría. Hasta el último hálito.
Oyó las rápidas pisadas chapoteando en el agua. Supo a quién pertenecían casi antes de oírlo hablar.
—¡Maya, estoy bien! ¡Svenkov ha muerto! ¡Cuidado con…!
Una ráfaga de disparos desde la cima del acantilado hizo callar a Darby. Por un momento la muchacha gimió asustada, pero de inmediato percibió que el hombre biológico había resultado ileso y se había ocultado entre las rocas.
Sabía lo que Darby había intentado decirle: Cuidado con la chica rubia.
Bien. Eso era todo lo que necesitaba saber. Darby la había liberado. Habían intercambiado, al decir de la Biblia en el Duodécimo, una «elocuente mirada» en medio del viento, y a partir de ese momento el resultado final dependería de ella.
Pensó en las posibilidades. A juzgar por el sonido de los disparos, la Rubia se hallaba aún en lo alto del acantilado. ¿Por qué no había vuelto a disparar? Porque estaba bajando.
Bajando. A toda prisa. Hacia ellos.
Si era ágil, como le había parecido que lo era, en menos de treinta segundos se encontraría a distancia suficiente como para efectuar nuevos disparos, esta vez mortales.
—Maya —oyó decir a Darby desde su escondite de piedras, su voz agrietada por el temor—, solo quedamos tú y yo, y tú no puedes pelear en esas condiciones… Ni siquiera puedes moverte… Quédate ahí, intentaré atraerla hacia mí…
—Héctor. —Levantó la cabeza apenas, cubierta de barro—. Vete.
—No te dejaré —contestó Darby.
—No voy a quedarme —resopló Maya entre dientes—. Sube la ladera que tienes junto a ti. Hay vegetación, podrás cubrirte.
Mientras hablaba, preparaba sus músculos.
¿Qué significaba no poder usar una rodilla? Muchas cosas y ninguna, todo dependía de lo que quisieras hacer. Ciertamente, no podía caminar, pero existían otras formas de moverse. Una rodilla solo era una extremidad inutilizada: el cuerpo tenía cuatro. Apretó los dientes y se dispuso a usar de verdad las otras tres. Había recibido de niña golpes brutales, y había tenido que superarlos. Ahora contaba con más fuerza y experiencia. No iba a rendirse.
—¡Maya…! —jadeó Darby—. ¡Está llegando abajo!
Aún tiene que atravesar el trecho de agua, calculó. Eso la haría ir más lento.
Desplazó el cuerpo hacia un lado vertiginosamente. No tuvo que utilizar la articulación destrozada, logró hacerlo a la perfección. Pero cuando se dispuso a arrastrarse, estallidos simétricos a unos centímetros de su cabeza espolvorearon tierra por todo su ya de por sí embarrado cabello.
Está en el mar, pero su puntería es perfecta.
Se trataba, hubo de reconocer Maya, de una enemiga muy especial. Había impedido sus movimientos a base de disparos, sin duda sabiendo que, si la dejaba deslizarse hacia las rocas, le otorgaría una ventaja.
Lo intentó de nuevo, pero la arena volvió a saltar junto a ella, a escasa distancia de sus dedos. Era como arrastrarse entre bombas ocultas.
Entonces oyó los pasos. ¡Héctor, estúpido!, pensó, sin llegar a gritar. Darby había salido de su escondite y corría a más no poder hacía el extremo opuesto de la cala.
Otra nueva ráfaga de detonaciones sonó lejos de ella. Decidió arriesgarse y dio una vuelta completa en dirección a las rocas, poniéndose a cubierto. El gesto le provocó un dolor de cristal que se hizo añicos en su interior convirtiéndose en fuego y vértigo. Durante un instante solo consiguió gemir e intentar no desmayarse. Por fortuna, continuó oyendo las pisadas alejándose de ella, y supo que Darby tampoco había sido herido. Ambos estaban a salvo. Por ahora.
Había trazado un plan descabellado. Pero, para realizarlo, tenía que seguir moviéndose.
¿Cuánta sangre habría perdido? No lo sabía, suponía que mucha. No tanta, en cualquier caso, para que eso le preocupara.
Turmaline cruzaba la playa a buen paso hendiendo el agua con sus largas piernas, el cabello resonando a su espalda.
La Rubia estaba irritada porque las olas y la imprevista aparición de Darby le habían hecho fallar. Había dudado entre abatir al hombre biológico o seguir controlando a la ciega, a la que ya tenía acorralada. Queriendo cazar la pieza más fácil había perdido ambas. Eso era imperdonable.
Pero no volvería a cometer otro error. Los eliminaría a todos, dejaría el camino despejado, para que la Verdad interviniera cuando deseara hacerlo, tal como el Amo le había ordenado. El Amo no tendría queja alguna de ella.
Darby había vuelto a escabullirse, pero la preocupación principal de Turmaline era la ciega. Si no hubiese permitido que Svenkov la dejara viva… Pese a todo, ¿qué podía hacer aquella chica? Tenía una pierna inútil y era realmente ciega. Turmaline estaba segura de que solo debía acercarse y disparar. No la veía en aquel momento, pero el rastro de sangre en la arena la conduciría hasta ella.
Salió del agua y avanzó con rapidez bordeando las altas piedras por las que había visto desaparecer a su contrincante. De pronto percibió algo.
Miró hacia arriba. Apenas podía creerlo.
Le parecía imposible que la ciega hubiese trepado a las rocas en tan poco tiempo y se hubiese situado sobre ella. Pero allí estaba.
Durante la fracción de segundo en que la vio, Turmaline, incrédula, también pareció ciega.
Vértebras, músculos de espalda y brazos, venas marcadas bajo la piel, aire dilatando las fosas nasales: Maya Müller convirtió su cuerpo en un objeto pesado, una escultura desplomándose sobre la Rubia.
En medio de la caída, intuyó que Turmaline ya se había percatado. Aunque no contó con la sorpresa, la reacción de su oponente fue tardía y el impacto hizo que ambas rodaran por la arena. Turmaline soltó las pistolas, que rebotaron a escasa distancia, pero la suficiente como para que no pudiese utilizarlas de inmediato.
Esa fue la única buena noticia para Maya Müller.
Todo lo demás resultó bastante malo: al caer, ondas de dolor se propagaron desde su rodilla como choques eléctricos de alto voltaje, dejándola por completo inmovilizada, boca arriba, en la peor posición para defenderse. Supo que no iba a poder hacer nada durante varios segundos, y a su contrincante le bastaría con la mitad de uno de ellos para eliminarla.
—Ah —dijo Turmaline—. A eso se le llama mala pata…
La Rubia se incorporó hasta quedar en cuclillas y, tomándose su tiempo, extendió todo su pelo con violentos gestos de la cabeza hasta desenredarlo y prepararlo. No quiso recuperar sus armas: le atraía que el golpe final fuese el toque ardiente de su cabello. Maya Müller no llevaba nada encima. En ritual simetría, Turmaline decidió despojarse de todo: mochila, resto de armas y perlas explosivas, la pequeña pieza de ropa. Pensó que en aquella lucha de un cuerpo contra otro, la muerte de su enemiga sería una clase especial de rito.
Se puso en pie y el oro del pelo lanzó destellos al atardecer. Su cuerpo perfecto, diseñado como una extraordinaria herramienta de placer y dolor, se desplazó hacia el de la muchacha, sus piernas se flexionaron, se sentó sobre su vientre, le inmovilizó los brazos con sus férreas manos y dejó expuestos su pecho y su rostro.
—Eres Maya Müller —dijo con calma—. El Amo me ha hablado mucho de ti, Maya. Te consideraba la pieza más difícil. Es un honor para mí acabar contigo. —Mientras hablaba levantaba el mentón dejando que su pelo colgara hacia atrás formando una sola masa. Quería saborear el momento. Sonrió al pensar que su víctima no moriría de inmediato: golpearía de tal manera que le perforaría el rostro sin matarla. Su agonía sería atroz. Turmaline tenía experiencia en agonías atroces.
Sujetó a la ciega del cuello exponiendo aún más su rostro.
Fue entonces cuando el disparo le rozó el hombro. No resultó lo bastante certero para apartarla de Maya, ni siquiera para provocarle dolor, pero sí lo suficiente para impedirle realizar el ataque. Miró hacia el acantilado y vio a Anjali Sen con la cabeza ensangrentada y tambaleándose, pero apuntando con la pistola de Svenkov. Debí haberla rematado, pensó, y ese pensamiento la distrajo.
La pierna izquierda de Maya se alzó de improviso como un resorte haciendo que Turmaline diera una vuelta de campana. Liberada de su peso, Maya giró sobre la arena. Pero la Rubia se movió con escalofriante velocidad y descargó las púas como una lluvia de cuchillos manejados por otros tantos locos.
Maya esquivó dos ataques mientras la arena junto a su rostro era taladrada por aquellas colas de escorpión. Supo que, tarde o temprano, la Rubia efectuaría un golpe acertado. Y no podía confiar en recibir más ayuda: quienquiera que hubiese disparado (Anjali o Rowen, desde el acantilado), no iba a poder hacerlo de nuevo si su enemiga se hallaba tan cerca.
Decidió cambiar de táctica.
Esperó a escuchar el zumbido del pelo cortando el aire, y, en vez de limitarse a volver a esquivarlo, hizo algo inesperado.
Lo atrapó.
Por un instante, Turmaline la miró, confundida. Tiró de su pelo hacia atrás y el puño cerrado de Maya se convirtió enseguida en un surtidor de sangre. Pero no se abrió.
Con otro tirón, la muchacha hizo que Turmaline perdiera el equilibrio. Entonces se incorporó situándose a su espalda y apoyándose sobre la rodilla izquierda mientras mantenía la derecha extendida. Procurando ignorar las lanzas de dolor que atravesaban su pierna derecha y su mano, sin soltar la presa de cabellos metálicos, empleó el brazo libre para rodear la garganta de Turmaline y obligarla a arquearse hacia atrás.
Turmaline casi sonrió. Otros habían intentado estrangularla antaño sin resultado. Sabía cómo protegerse tensando los fuertes músculos diseñados de su cuello y haciendo presión con las manos. Había sido creada como un arma mortal: nada ni nadie podía dejarla fuera de combate simplemente intentando estrangularla.
Pero en ese momento descubrió que la ciega no pretendía eso.
Maya giró su otro brazo hacia el lado opuesto y llevó el grueso mechón de cabellos dorados hacia el rostro de Turmaline, cubriéndolo casi por completo. Sabía que el cuello de la Rubia era una zona más frágil, pero las manos de su enemiga y su propio brazo lo bloqueaban.
No importaba: lo haría en el rostro.
—No —dijo Turmaline.
—Sí —dijo Maya. Tensó el bíceps y empezó a tirar.
Turmaline miró el mundo bajo barrotes dorados mientras las hebras de su propio pelo se hundían en sus facciones con tanta facilidad que, al pronto, ni siquiera sintió dolor, solo sorpresa. Cuando quiso parpadear, finas lonchas de piel se desprendieron de lo alto de sus ojos. La luz que llegaba a sus retinas quedó taladrada como por una persiana de acero y las comisuras de sus labios se prolongaron de repente en miles de líneas rojizas; la lengua, atrapada en la formación de un grito, se transformó en un amasijo de gusanos planos que se movían a la vez soltando chorros de sangre.
Al llegar a la osamenta del cráneo, los cabellos se detuvieron. Turmaline seguía viva, pero la mano sangrante de Maya apenas podía reunir la fuerza necesaria para continuar.
Sin embargo, la muchacha sabía que «la fuerza necesaria» es solo cuestión de voluntad.
Usó la otra mano, apoyándola sobre la que agarraba el cabello, y dio un fuerte tirón final. Con un sonido como de miles de pequeñas ramas quebradas a la vez, los metales de aleación se abrieron paso por la barrera del hueso y se clavaron firmes como anclas en algún lugar de los pensamientos de Turmaline, que dejó de pensar y de sentir al mismo tiempo.
Solo entonces Maya Müller soltó aquellas hebras afiladas, y con ellas parte de la piel de la palma de la mano, y cayó jadeante sobre el cadáver de la Rubia.