Undécimo Capítulo

Sombras

1

La Verdad lo sabe todo.

No es difícil saberlo todo: consiste en que no te importe lo que ignoras.

Lo que la Verdad ignora no forma parte de la Verdad, y, por definición, no resulta importante. Al menos, él así lo cree. Y lo que la Verdad cree, siempre es verdad. La Verdad cree en creer. Es un fanático de la creencia.

La infancia de los fanáticos siempre es triste, pero para la Verdad —un niño creado para ser usado y torturado por un sabio profundo aunque poco escrupuloso del Undécimo—, ese período fue el más terrible de todos. Solo la creencia le ayudó a sobrevivir. Aprendió que, cualquier cosa que fuese aquello en lo que creía, tenía que ser bueno porque le había salvado. En consecuencia, de adulto siguió creyendo en lo mismo. Tal continuidad se le antojaba positiva. Solía decir que solo los fuertes pueden permitirse no cambiar nunca. En un momento dado se percató de que no había nadie comparable a él. Entonces decidió llamarse «la Verdad» y trabajar para quien le pagara más.

Aunque ser la Verdad le obliga a vivir solo, la soledad no le molesta.

Nunca se aburre. Puede imaginarse siendo cualquier cosa, incluso varias a la vez. En este preciso instante se imagina que es hombre y mujer, y juega compartiendo orgasmos consigo mismo en un estanque rojizo mientras paladea a pequeños sorbos un licor con el aspecto y las ansias del fuego, pero gélido, que tensa sus sentidos. La vida puede ser muy divertida si dependes solo de lo que crees.

La Verdad vive de lo que pide por su trabajo. Pide mucho y es inmensamente rico. Nadie discute su precio, porque no hay nada mejor que conseguir que la Verdad trabaje para ti, si puedes permitírtelo. Teniendo oro, tienes a la Verdad. Y si tienes a la Verdad, nada podrá detenerte.

Eso cree el Amo, y por eso lo ha contratado.

En este caso, sin embargo, los riesgos son mayores, y la Verdad no los ignora.

Hay que ser sinceros: el plan del Amo es muy ingenioso y hasta ahora ha dado resultado, pero es difícilmente controlable. Ya la Verdad no le gustan las cosas incontrolables. Está harto de esperar oculto, sin poder intervenir, y su situación es peligrosa, más aún cuando surgen imprevistos.

Como el ataque de esa tribu de estúpidos, por ejemplo. Todo puede fracasar debido a esto.

El Amo afirma que no hay (todavía) motivo de alarma, pero la Verdad no confía en el Amo, sentimiento que es recíproco. Sin embargo, ambos saben que saldrán perdiendo si uno decide traicionar al otro. Esto se llama «confianza de diseño», opina la Verdad con sarcasmo. Deben ayudarse mutuamente para no perjudicarse a sí mismos.

El Amo se muestra optimista, aunque la Verdad sabe que miente. Y se da la curiosa paradoja —todo sea dicho— de que a la Verdad no le importa el hecho de que el Amo disimule su miedo con pequeñas mentiras.

Incluso le agrada.

A la Verdad le gustan las mentiras.

2

Despertó acurrucado en un lugar estrecho y pétreo. Durante un fugaz lapso de locura y horror creyó haber sido enterrado en vida. Tras ese relámpago, descubrió con alivio que se encontraba en un nicho excavado en la roca con una abertura lateral. Miró a su alrededor, y el horror regresó.

De pie junto a él había un ser de rostro blancuzco y ojos y labios abultados.

La criatura movió una mano de dedos membranosos agitando una vara de algún tipo, quizá de bambú. Se escuchó un silbido. Daniel sintió un ardor en el muslo, gritó y cayó al suelo. El ser repitió el gesto, y cuando Daniel volvió a gritar, volvió a golpearlo. Parecía indicarle que callara y avanzara en una dirección concreta. Daniel lo hizo, gateando apresuradamente. Ante todo, no deseaba volver a ser azotado. Pero lo fue.

Pronto aprendió aquel lenguaje de hirvientes silbidos. Golpe de vara: detenerse junto a una formación de roca que evocaba una columna. Golpe de vara: ponerse en pie. Golpe de vara: abrazarse a la columna. Golpe de vara: quedar inmóvil. Golpe de vara: no volver la cabeza. Golpe de vara…

—¡Por favor, ya basta…! —gritó—. ¿Qué más queréis que haga?

—Quieren oírte gritar —dijo una voz desde un rincón oscuro—. Si gritas, te golpearán para que grites más. Si callas, te golpearán para que grites.

Aquella voz le resultaba familiar, pero desde el lugar donde se encontraba, abrazado a la columna de piedra, no podía localizar su origen. La caña con que era golpeado siseó dos veces más, luego enmudeció. Pese a todo, Daniel no se atrevió a moverse y siguió alzado de puntillas, tembloroso, aguardando la continuación. Hubo movimiento de sombras a su espalda, oyó pasos y al girar la cabeza comprobó que su captor se había marchado.

El lugar en que se encontraba era extraño. Al principio creyó estar en una caverna, ya que las paredes eran de piedra y olía a humedad antigua, fermentada, pero el brillo del sol llegaba desde algún lugar del techo proyectando sombras móviles de hojas de hayas o algún otro tipo de árbol de hoja ancha, y más allá había una vereda entre espesos matorrales por la cual, sin duda, había desaparecido el carcelero. Quizá se trataba de la antesala a la entrada de una cueva.

Soltó el aliento. Sentía un escozor insoportable en espalda, trasero y muslos, pero no quiso abandonar el contacto con la columna para frotarse las heridas.

—Calma, Daniel —habló de nuevo la voz—. No manifiestes tu miedo.

—¿Yilane?

—Estoy aquí. No te separes de la columna, pero intenta mirar hacia atrás.

Daniel lo hizo sin apartarse mucho. Comprobó que no se había equivocado: al fondo se abría la negra boca de una caverna. Yilane se hallaba de pie y de cara a la pared junto a la entrada, en el punto de penumbra previo a las tinieblas. Había sido desnudado como Daniel, y la tersa parte posterior de su cuerpo mostraba la deforme caligrafía de la vara.

—No te muevas de la postura en que te han dejado —advirtió Yilane volviendo el rostro apenas—. Nos están vigilando, y si te mueves, regresarán y te golpearán de nuevo.

—Al menos estamos juntos —dijo Daniel en un susurro.

—Sí, al menos.

—¿Sabes algo de los demás?

El joven creyente negó con la cabeza.

—Desperté poco antes que tú y lo único que vi, aparte de ti, fueron nuestras mochilas… Están en ese rincón. Pero no te hagas ilusiones: nos han quitado las armas y transmisores. Nuestra única esperanza consiste en que somos diseñados. Les interesan más los biológicos, sin duda se creen herederos directos de los antiguos híbridos…

Daniel recordó a la pobre loca mutilada de Shane Davenport y tragó saliva.

—¡Pero son híbridos realmente! ¿Has visto sus ojos y bocas?

—Son fantoches —rezongó Yilane con desprecio—. Llevan máscaras y guantes adosados a la piel. Probablemente nunca se los quitan. Pero ellos creen ser híbridos, y lo que importa es lo que ellos creen. No se consideran seres humanos sino criaturas fabricadas por Dios, por eso no hablan como nosotros. El silbido de las cañas y nuestros gritos son una forma de lenguaje para ellos…

—Entonces están fingiendo…

—No es exactamente eso, Daniel. Resulta difícil de explicar. ¿Recuerdas el Undécimo? Un profesor de universidad pasa varios años en trance, y al despertar cree haber sido poseído por una criatura no humana cuya raza puede trasladarse en el tiempo y apoderarse de otras mentes. Sospecho que es la misma creencia que profesa esta tribu. El Undécimo viene a decir que si crees que no eres humano, entonces no lo eres, no importa lo que otros piensen. Pero no entremos en discusiones filosóficas. Lo que te interesa saber es: son distintos, ajenos a nosotros, así que no esperes clemencia ni comprensión. Para ellos somos como objetos de estudio: nos examinarán, nos golpearán, nos usarán…

—Pero dijiste que quizá no les interesemos…

—Cierto, y si tengo razón nos destruirán con rapidez. Eso será una suerte para nosotros… —Daniel se disponía a expresar su desacuerdo con lo que Yilane consideraba «una suerte» cuando sombras repentinas ocultaron el cuerpo del creyente. El tono de Yilane se hizo apremiante—. ¡Ahí vienen de nuevo…! ¡Obedécelos y déjame hacer las cosas a mí, Daniel…! ¡Quizá podamos…! —Se interrumpió.

Daniel clavó la vista en la piedra sin atreverse a mirar hacia atrás, donde las sombras se acumulaban.

3

Intentaba encontrar una entrada.

Había seguido el rastro a través del río, con el agua color barro rodeándola, el pelo formando una enredadera sucia, las pecas y salpicaduras de sangre mezcladas en su rostro. Ahora estaba desorientada. Palpaba la piedra y la sentía palpitar en señal de respuesta, pero hasta que no hallara una entrada a la Ciudad interior no podría encontrarlos.

A menos que fueran ellos quienes bajaran a la tierra.

Se arrodilló un instante mientras la parda corriente le lamía las piernas. De pronto percibió otra cosa.

—¿Por qué te paras? —oyó—. ¿Qué ocurre?

Ocurre que si gritas no puedo concentrarme, estúpido.

Estaba harta de Svenkov, el polinesio de ridículo nombre, el sensual, perverso, radiante Svenkov. Incluso en su oscuridad privada la muchacha percibía toda el aura de pájaro exótico y presuntuoso que despedía. Se sentía inmunizada ante su influjo, pero era consciente de que los demás, incluyendo a Darby, estaban cautivados por aquella criatura de largo y negro pelo. Peor aún: aunque sabían, como ella, que Svenkov era de algún modo el responsable de lo sucedido, nadie se atrevía a prescindir de él. Rowen lo aceptaba de buen grado, y hasta la agresiva Anjali nunca se oponía directamente a sus decisiones. En consecuencia, ella se veía obligada a aceptarlo.

Pero lo que experimentaba en aquel momento no era enfado sino temor, agudizado por sus presentimientos.

—¿Qué haces? —insistió Svenkov—. ¿Has encontrado piedras de jade, ciega?

Haciendo caso omiso a las palabras de Svenkov, salió del agua dando zancadas, los ojos cerrados y aquella maza de punta de acero en la mano.

El resto del grupo, con Svenkov a la cabeza muy sonriente, la vio acercarse a unos árboles. Estos formaban una especie de muralla junto al río y poseían troncos inmensos y rugosos como la correosa piel de algún animal de gran tamaño. A la muchacha se le antojaban caóticos, incomprensibles, fruto de la desquiciada labor sin control ni vigilancia de la naturaleza libre. Su espesura cubría el sol casi por completo. La muchacha eligió uno de los más anchos y se resguardó tras él. Rowen, Anjali y Darby se le unieron. Svenkov los contempló con semblante desdeñoso. Despreciando aquel escondite, avanzó ágilmente entre la maleza hasta situarse en una línea más avanzada. Estaba descalzo, vestía un velo rojo sobre los hombros y se adornaba las sienes con pequeñas flores sobre los gruesos pendientes plateados.

—Hay algo tras los matorrales —susurró la muchacha apuntando con la clava—. Un peligro.

—¿En serio, ciega? —El tono de Svenkov, desde su escondite, era burlón—. Adivina qué puede ser.

—Basta ya, Svenkov —cortó Darby—. ¿Qué hay?

—Hemos llegado, hombre natural. Al santuario.

—¿Esto es el santuario? —exclamó Rowen.

—Lo que está detrás de estos árboles, sí. El lugar del comienzo del tiempo, el Trono de la Máscara y las Manos de la Tierra de Atua. —Svenkov los miraba ahora erguido, oculto tras la maleza, su voz tan perfecta como su apariencia—. Nath Svenkov, el pobre Svenkov, os ha traído al sitio que queríais, pese a vuestra evidente desconfianza, pese a que habéis decidido dejaros guiar por una ciega antes que por su experiencia…

—¿El santuario? —repetía Rowen—. Pero ¿dónde?

—Desde el lugar donde está tu amiga verás tanto como ella —se burló Svenkov—. Aquí podrás observar mejor. Acércate, manuhiri.

—Cuidado —dijo Maya.

—No podemos quedarnos aquí para siempre —replicó Anjali Sen, avanzando.

Rowen ya se había acercado. Svenkov seguía de pie con una mano apoyada en una rama.

—¿Qué es? —preguntó Rowen.

—Míralo tú mismo —dijo Svenkov.

Rowen atisbó a través de los helechos, jadeando de temor Darby se acercó por detrás y miró sobre el hombro de su amigo. La remotísima antigüedad de las piedras que se alzaban en el claro, más allá de los matorrales, le dejó sin aliento. Pero lo que atrajo de inmediato su atención fueron las casuchas de tejado ondulado y los enmascarados que paseaban entre ellas.

—¡Quizá los hayan traído aquí! —susurró, esperanzado.

Svenkov negó con la cabeza.

—Los que ves son simples custodios. El resto de la tribu está en otro lugar.

—¿Y esas chozas? —dijo Rowen.

—Donde duermen. Están obligados a vigilar el santuario día y noche.

—Debe de haber cuatro o cinco, no más —dijo Maya tras ellos con pasmosa seguridad—. Podemos sorprenderlos.

—Y atraparlos vivos —añadió Darby—. Quizá sepan dónde están Daniel y Yilane.

—¿Atraparlos…? —Svenkov, puso una mano en la cadera y miró a Rowen—. ¿Hablan en serio? Es casi imposible capturar vivo a un creyente tribal. Luchan demasiado bien, y para vencerlos debes matarlos.

—Puedo hacerlo —dijo Maya.

—No me importa lo que creas que puedes hacer, ciega. —Svenkov seguía mirando a Rowen, aunque hablara hacia Maya. Le sonreía con sus bien delineados labios y sus ojos chispeaban como si intentara hipnotizarlo—. Nadie va a hacer nada hasta que no decida…

Un crujido lo interrumpió. Tan veloz que ninguno de ellos pudo seguir su trayecto con la mirada, la muchacha se introdujo entre los helechos, los traspasó y corrió hacia el claro con la maza en alto.

4

Los iban a matar, estaba seguro.

Temblaba de pies a cabeza mientras era conducido entre golpes de vara por una vereda embaldosada flanqueada de coníferas, helechos gigantes y apretados bosques de bambú. A uno y otro lado había muros de piedra, espejeantes estanques azules y veredas de vegetación bien recortada, alrededor de los cuales menudeaban enmascarados de distinta edad. Al fondo se alzaba una especie de salón señorial abierto como un escenario con nativos de ambos sexos portando máscaras más elaboradas por todo vestuario. Hacían gestos entre sí como en una danza silenciosa.

La sensación de falsedad se le hacía muy intensa. Pero lo que importa es lo que ellos creen. Fueran o no verdaderos «híbridos», ¿qué importancia tendría eso para él cuando se ejecutara la sentencia?

Ocupando un simple sillón de bambú en el centro del falso salón se hallaba un individuo que no portaba máscara ni guantes. Sus facciones de diseño acentuaban los rasgos polinesios; tenía piel olivácea, montículos de pechos con pezones oscuros y una diadema de flores blancas como único aderezo. Pero no era mujer, o no del todo, y lo mostró al girar en el sillón y separar las piernas A Daniel y Yilane los hicieron detenerse a gran distancia de él-ella.

Tras un prolongado silencio durante el cual la criatura intermedia examinó con ojos voraces y negros a sus prisioneros, uno de los enmascarados que lo rodeaban se adelantó y lanzó algo a sus pies que se hizo trizas.

—Ha partido un espejo —musitó Yilane junto a Daniel—. Así simboliza el miedo del protagonista del Undécimo a ver su «propia forma», porque se ha quitado la máscara por nosotros.

Daniel no entendía la importancia de quitarse o dejarse puesta una simple máscara. Fue entonces cuando oyeron su voz: suave, sin entonación, casi infantil.

—Solo un momento… trasladado… en vosotros… entender…

—Creo que dice que ha logrado trasladarse a nosotros —tradujo Yilane—, y por eso puede entendernos… Lo simboliza no llevando máscara.

—Hablar… ahora… escuchar… —El divergente movía las delicadas manos morenas mientras se esforzaba en pronunciar. Sin embargo, Daniel no podía dejar de pensar que estaba solo imitando a alguien que no hablaba el idioma.

—Quiere que hablemos —dijo Yilane—. Lo intentaré.

Yilane dio un paso y las varas se movieron ante él. El divergente hizo un gesto y Yilane siguió acercándose hasta situarse a pocos metros.

De nuevo, otro silencio opresivo. Palabras suaves, respuestas estridentes. Por mucho que Daniel intentaba descifrar aquel absurdo diálogo, lo único que percibía era que la voz de Yilane sonaba cada vez más tensa, hasta que de repente quedó ella sola, altiva, rabiosa, poseída de la furia y el orgullo que Daniel ya conocía.

—¡Soy Jeremy Yin Lane, creyente del Sagrado Capítulo del Mar! ¡No podéis hacernos esto…! ¡No…! ¡Dejadme…!

Las protestas de nada le sirvieron. Fue arrastrado hasta uno de los bosques de bambú y, tras atar su largo pelo en la nuca para que no le ocultara la espalda, dos enmascarados comenzaron a azotarlo con rapidez fulgurante, imprimiendo a sus cañas una velocidad que las convertía en sombras. Daniel jamás había presenciado un castigo tan brutal. Al principio el creyente no parecía dispuesto a quejarse, y tensó los músculos agarrado a los bambúes mientras miraba desafiante a sus verdugos. Pero la paliza prosiguió hasta que el joven gritó, lloró y pataleó rogando que se detuvieran.

—¡Dejadlo! —gritó Daniel, pero un par de azotes le hicieron tragarse las palabras.

Cuando el tormento finalizó, Yilane tenía el rostro surcado de lágrimas y la espalda de trazos rojos amoratados en el extremo, lo cual, tratándose de un cuerpo diseñado, daba idea a Daniel de la fuerza de los golpes. Pero este sospechaba que, infinitamente más doloroso para Yilane era su orgullo maltrecho.

Volvieron a conducirlos hacia la entrada de la cueva y los soltaron. Yilane se tambaleó hacia su mochila. Lloraba amargamente.

—¿Nos dejan marcharnos? —preguntó Daniel, esperanzado.

Sin contestar, el creyente abrió la mochila, la revisó y la cerró. Luego hizo lo propio con la de Daniel. Entonces lo miró.

—Nos han condenado al peor de los destinos, Daniel. —Se secó las lágrimas con el dorso de la mano—. La entrada de esta cueva da a un laberinto de cavernas subterráneas… Debemos penetrar en él, y si logramos alcanzar la salida, ello significará que el sacrificio no ha sido aceptado. Solo entonces podremos escapar… Pero yo sospecho qué son estas cavernas…

—¿A qué te refieres?

Yilane no contestó. Rechazando la ayuda de Daniel, cargó con su mochila y dio varios pasos hacia las tinieblas.

—Yil, ¿qué has querido decir? —preguntó Daniel siguiéndolo—. ¿Qué sacrificio? ¿Quién tiene que aceptarlo?

Se encontraban envueltos en la oscuridad cuando oyeron los ruidos.

5

Maldiciendo en voz alta, Svenkov salió de su escondite y corrió hacia el otro extremo del claro. Aunque la muchacha había actuado por su cuenta, todavía esperaba contar con ventaja desde aquel…

Lo que no esperaba era toparse de frente con uno de ellos.

A tan corta distancia, la potente arma de dos cañones de Svenkov no era muy práctica, pero su error consistió en querer usarla pese a todo. En vez de armas, su oponente movió las piernas, derribándolo. Luego extrajo algo de un cinto y lo hizo resplandecer a la luz de la tarde. Un instante después, para alivio de Svenkov, una bala perforaba el brazo del enmascarado haciendo que el cuchillo que sostenía diera varias vueltas en el aire. El gesto de Anjali, alzando la pistola hacia Svenkov, fue como si dijera: «Estamos en paz».

Rowen tampoco parecía especialmente afortunado, y forcejeaba con otro hombre, a quien Svenkov pudo ver de espaldas. La máscara de ojos azules y mejillas blancas se acercaba cada vez más al rostro de Rowen. Svenkov se situó de costado para afinar la puntería, y disparó un solo cañón. Acertó por poco. La cabeza del hombre se convirtió de pronto en una fruta pisoteada.

—¡Vivos! —gritó Darby, parapetado tras los helechos, hacia Svenkov—. ¡Debemos capturarlos vivos!

Déjalos vivos tú, pensaba Svenkov.

Maya Müller parecía imparable. Su clava cortaba el aire con un sonido similar a una risa contenida y su cuerpo embarrado se movía al mismo ritmo. Se enfrentaba a tres guerreros que, de improviso, quedaron reducidos a uno. Pero este logró sorprenderla y descargó la maza contra su costado lanzándola hacia una pared de metal, quizá los restos de uno de los tejados derruidos. Hubo un estruendo de campana y la clava cayó debajo del trozo de pared. Maya quedó indefensa y aturdida.

Darby, que miraba la escena, vio con horror la tensión de los músculos de la espalda del guerrero, el brillo de su máscara al alzar el rostro y tomar impulso y la preparación de la maza para un golpe que parecía decisivo. Solo Svenkov se encontraba en aquel momento libre, armado y pendiente de lo que ocurría, y hacia él se volvió Darby.

—¡Svenkov, dispare! —gritó.

El polinesio se limitó a mirarlo.

En el cerebro de Maya Müller la caída de aquella maza se dividió en incontables posiciones, imaginadas, anticipadas. Su centelleante finta, ejecutada en el último instante, cogió por sorpresa al creyente. La maza golpeó la pared de metal con un estrépito de gong destrozado. Simultáneamente, Maya flexionó una pierna y derribó a su atacante de una patada, para saltar de inmediato y aterrizar de rodillas sobre él.

Todo terminó mucho antes que la ira de Svenkov.

—La próxima vez, obedece mis órdenes —le espetó a la muchacha cuando los únicos enemigos con vida que quedaban se retorcían en el suelo—. Eres ciega, pero no sorda.

—La próxima vez, da una orden que merezca la pena —respondió Maya Müller sin volverse.

Svenkov procedía de un sitio remoto en el cual parecía existir una norma: ninguna mujer desnuda y ciega podía decirle lo que tenía que hacer. Intentó demostrarlo, pero sucedió algo cuando amartilló los dos cañones. Algo que apenas pudo creer.

La punta de la clava se apoyaba en su garganta desde mucho antes. Svenkov no había logrado percibir cómo había llegado hasta allí. Pensó que la muchacha se había movido incluso antes de que aquel intercambio de frases tuviera lugar.

—No vuelvas a amenazarme, Svenkov —dijo Maya—. Soy ciega, ¿recuerdas? Cuando hago cosas como esta, a veces no calculo bien y puedo dañar a alguien…

Se entregaron con denuedo a recorrer el santuario, examinando las chozas, las escalinatas de piedra y la gran Talla en la cima, una representación gigantesca de la Máscara y las Manos. El rostro era redondo y la lengua brotaba hinchada de los labios; los dedos consistían en simples elipses. Detrás, rodeada por robustos árboles, se extendía una laguna cristalina que solo atrajo la mirada de Svenkov.

El desánimo invadió al grupo cuando hicieron una pausa.

—Ni siquiera hay rastros de Yilane y Daniel —murmuró Anjali sentándose en una piedra—. Por no mencionar lo que buscamos…

Darby lo resumió en breves frases:

—Quizá sea otro sitio, o quizá este. ¿Cómo podemos saber cuál es el lugar exacto si no sabemos qué debemos buscar?

—«Chillido de pájaros» —recitó Rowen—. «Trampilla»… «Escalera de metal»… «Techo en ángulo»… No hay nada parecido a eso por aquí.

—Puede que sean símbolos —adujo la creyente india—. Quizá Daniel hubiese soñado más cosas de haber venido a este lugar…

—Tendremos que encontrarlos —repuso Rowen. Su herida estaba sangrando otra vez—. Y para ello debemos interrogar a los prisioneros.

Por algún motivo, los tres se volvieron hacia Svenkov. El polinesio parecía absorto en algo (Darby pensó que estaba mirando fijamente a Maya), pero en ese instante giró la cabeza en un gesto típico, sonriendo. Sostenía el velo rojo a la altura de los muslos y solo entonces Darby se percató de que había estado curándose una herida. Su mirada y postura evidenciaban una indignación contenida.

—¿Por qué tendría que ayudaros ahora? —El polinesio, de pronto, convirtió su velo en una llamarada roja como sus mejillas y su pelo en un torbellino negro cuando giró violentamente hacia ellos—. ¿Por qué debería Svenkov hacer algo más por vosotros? ¿Qué importancia tengo? Ahora me buscáis, antes me despreciabais… —Darby tuvo que reprimir una sonrisa. Era como un niño lloriqueante—. ¿Por qué no le pedís ayuda a vuestra amiga la ciega…?

Rowen parecía tomárselo en serio. Hizo un ademán apaciguador.

—Escuche, Maya no hizo caso de sus órdenes, y le pedimos disculpas por ello, pero estamos desesperados por encontrar a nuestros amigos… Usted conoce mejor a estos creyentes, Svenkov… Solo deseamos que los interrogue…

—Puedo encargarme de eso —dijo Svenkov sin mirarlos—. Pero exijo todas las joyas de heridos y cadáveres.

Rowen consultó las miradas. Darby se encogió de hombros y Anjali asintió. Maya permanecía al margen, alejada de todos.

—No hay problema —dijo Rowen.

Reunieron a los heridos, tres en total, arrastrándolos sin contemplaciones al pie de las escalinatas. Svenkov registró las chozas hasta encontrar lo que buscaba: una silla de bambú con el respaldo formado por una sola barra horizontal y varias cuerdas. De paso aprovechó para saquear los habitáculos de los creyentes y a estos mismos, a quienes despojó de collares, ajorcas y brazaletes. Por último, les arrancó máscaras y guantes con un fuerte tirón que desprendió parte de la piel de manos y mejillas de algunos.

Sin máscaras, los creyentes mostraban facciones y cabellos de diseños similares, con acentuados rasgos y tez oscura, como si llevaran otra máscara debajo. Los tres eran hombres, respiraban con esfuerzo y miraban a los rostros que los rodeaban.

—Muchos no se han quitado estas cosas desde hace años y se les han pegado a la piel… —explicó Svenkov mostrando las máscaras—. Conozco este clan. Viven al pie de las montañas, en la zona de Catlins. Son creyentes del Undécimo. Nunca hablan.

—¿Ha probado a pedírselo? —sugirió Darby.

—Existe un lenguaje universal, hombre biológico.

Svenkov eligió a uno que se apretaba el brazo derecho, partido por un golpe de la clava de Maya. No tardó en atar sus delgados brazos a la parte inferior de las patas traseras de la silla, dejando que la espalda se apoyara directamente en el respaldo. El pecho del prisionero se hinchaba al respirar. Su rostro no reflejaba más temor que antes de ser elegido. Parecía estar esperando, tan solo, concentrado en lo que Svenkov iba a hacer.

Con el velo rojo anudado a la cintura, apoyado con un pie en el borde de la silla, el polinesio se inclinó hacia él.

—Nos habéis tendido una emboscada junto al río y habéis capturado a dos de nuestros amigos. Queremos saber dónde los habéis llevado.

El creyente siguió mirándolo y respirando con fuerza, sin hablar. Entonces Svenkov alzó el pie hasta casi rozar con la rodilla su propio rostro y lo descargó con fuerza descomunal contra el delgado pecho del nativo, a una altura ligeramente superior a la del respaldo, haciéndolo arquearse sobre este.

Se oyó un ruido como de cáscara que se parte. Luego un gemido ronco y un grito ensordecedor, mientras la boca del prisionero se abría como un pozo de paredes rojizas.

Héctor Darby cogió a Svenkov del brazo.

—¿Está loco? ¿Qué es lo que hace?

—Interrogarlo. Antes me acusasteis de colaborar con ellos y tenderos una trampa… Es justo que quiera aclarar las cosas, ¿no? Además, ahora mismo los compañeros de este creyente están torturando a tus amigos en otro sitio… ¿A quiénes prefieres oír gritar, hombre natural? Y quítame la mano de encima, si no te importa…

Svenkov había hablado con tranquilidad, sin elevar el tono, pese a que algunas de sus palabras se habían perdido entre los alaridos del creyente. Darby retiró la mano y Svenkov volvió a apoyar el pie en la silla. Esperó hasta que el prisionero dejó de gritar.

—Sé que me estás escuchando —dijo Svenkov—. Y sé que tus creencias te impiden hablar. Pero yo puedo golpearte para que tus vértebras se rompan cada vez más arriba, sin matarte, hasta que solo puedas mover los labios… Dime dónde los habéis llevado.

—Corriendo… —susurró el creyente. Todos se inclinaron hacia él—. En el desierto… Incontables épocas… El viento… hacia mi destino…

Cerraba los ojos, como concentrado en cada palabra.

Tras un rato de confusa expectación, volvió a hablar:

—Desciendo… Al vacío… En eras remotas… Negrura viscosa… Babel de ruidos… Huyo cuando se desploma… En mi mano albergo una caja…

Svenkov comenzó a levantar el pie de la silla, pero Darby intervino de nuevo, sujetándolo. Svenkov giró a la velocidad del rayo y agarró a Darby del cuello con una sola mano.

—No me toques —susurró—. Ya te lo advertí una vez.

—Yo también —dijo Maya. El cañón de una de las pistolas de repuesto del propio Svenkov se apoyaba en la cabeza del polinesio. Nadie la había visto acercarse. Nadie la había visto quitarle un arma—. Suéltalo.

Svenkov lo hizo y se apartó de la silla. Su expresión no se modificó, pero no dejaba de mirar fijamente a Maya. Anjali, por su parte, intervino para calmar a la muchacha, que bajó la pistola. Darby intentaba recobrar el resuello.

—¡Lo que está haciendo no solo es cruel, Svenkov, sino inútil! ¡Esta es la manera en que hablan, a imitación de esa charla «desmañada» y «torpe» que se menciona en el Undécimo! ¡Sus frases proceden de ese texto! ¡No obtendrá nada más!

Svenkov miraba a Rowen, que titubeaba entre uno y otro.

—¿Qué propones entonces, Héctor? —preguntó Rowen.

—Volver a registrar el poblado… Quizá encontremos alguna pista. ¡Cualquier cosa, antes que esto!

Svenkov vio que Rowen cedía y Anjali le apoyaba. A la muchacha ciega no la miró. Se encogió de hombros.

—Háganlo como quieran. No son mis amigos los que están en peligro.

Con rápidas zancadas se alejó del grupo y subió las escalinatas de piedra en dirección a la laguna.

6

Los ruidos provenían de lugares inconcretos de la oscuridad. Eran agudos, punzantes. El eco de las cavernas los mezclaba entre sí, impidiendo conocer su origen.

Daniel y Yilane los escuchaban como paralizados, y en el caso de Yilane, casi exánime. Pero su debilidad ya no parecía tan solo provocada por la brutal paliza. Se volvió hacia Daniel, y a la escasa luz que penetraba del exterior este contempló sus ojos desorbitados, los rojos labios trémulos. De la boca del creyente brotaron frases como «seres arcaicos», «semipólipos que dominaron la Tierra millones de años antes», «confinados en cavernas remotas por la Gran Raza»…

Daniel escuchaba con el corazón latiendo desbocado. Acarició las mejillas húmedas de Yilane y se abrazó a él para atenuar su pánico. Sin embargo, el miedo de Yilane, como una llama, lejos de mermar, inflamaba el de Daniel.

—La Gran Raza selló los abismos donde encerraron a estos seres —temblaba la voz de Yilane—, pero quedaron aberturas… ¡Esos… silbidos, Daniel…! ¡Los silbidos son sus voces! Dominan los vientos, pueden filtrarse por la roca…

—Yilane, escucha… —A Daniel le costaba esfuerzo hablar. El miedo le oprimía el pecho y, aunque respiraba hondo, no sentía que los pulmones recibieran ni un soplo de aire—. Es posible que sea cierto lo que dices, pero sea como sea tenemos que intentar salir de aquí…

—¡No podemos escapar de ellos! ¡No son seres corpóreos, Daniel! La Biblia…

—¡Olvida la Biblia por un momento! ¡Lo único que ahora importa es hallar una salida! —Cogió su cara entre las manos y besó sus labios para atenuar su miedo—. Debemos intentarlo, Yil… Estaremos juntos, pase lo que pase.

Las caricias, esas cálidas mantas que calman los escalofríos de los hombres, dieron resultado y Yilane dejó de temblar. Avanzaron entre la ciega tiniebla. Daniel hacía esfuerzos por no hacer caso de aquellos agudos sonidos (como silbidos de flautas enloquecidas) e intentar concentrarse. Los ojos le mostraban esbozos de sendas, túneles y ramales, pero sabía que tardarían más de un día en recorrerlos todos, y era muy posible que ninguno de ellos condujera al exterior.

Se detuvo en una encrucijada y escogió un túnel donde creyó advertir cierto resplandor. Conforme se adentraban por él, las sombras se retiraban del suelo como una bajamar. El último tramo casi les pareció increíble por lo iluminado que estaba. Yilane gritó de alegría, pero Daniel, de pronto, no compartió su entusiasmo: era demasiado fácil para tratarse de una salida. Al llegar al final comprobó que sus peores temores se habían hecho realidad.

La brecha, entre dos rocas, era larga pero demasiado angosta. Incluso los esbeltos brazos de Daniel y Yilane habrían tenido dificultades para pasar por ella. A Daniel le parecía horrible hallarse tan cerca de la salvación y no poder acceder a ella.

La única suerte era que los espantosos sonidos ya no se escuchaban. Pero cuando regresaron a la encrucijada volvieron a oírlos. Tiene que haber alguna explicación. Daniel se resistía a creer en la historia que Yilane le había contado. Alguna criatura no diseñada, como las de la selva, u otra clase de cosa. El problema era esa «otra clase».

Pese a estar abrazado a Daniel, la voz de Yilane sonó remota, estrangulada por un miedo invencible.

—¡Daniel, ayúdame!

Ante el pavor descomunal de su compañero, los terrores propios le parecieron más manejables. Escogió otra salida. Esa vez no quiso detenerse a elegir la que pudiera tener más luz. La oscuridad era casi palpable, como si se bucearan en las profundidades de alguna ciénaga.

En aquel nuevo túnel los sonidos se hicieron más intensos. Daniel decidió cubrir con la mano el oído de su compañero, manteniendo el otro pegado a su hombro, para lograr que avanzara.

—Estamos saliendo —mintió. La frase se convirtió para él en una especie de plegaria. La repetía una y otra vez, a Yilane y a sí mismo, en voz alta o susurrada: Estamos saliendo. Estamos cerca. Vamos a salir.

El túnel se abría a nuevos grados de tiniebla y cuevas anárquicas donde las formaciones de roca se convertían en trampas afiladas. Era imposible moverse con rapidez sin darse de bruces contra una pared o estalactita. Aun así, algo le decía que debía caminar deprisa. Aquellos ruidos se habían hecho no solo más intensos sino también compactos, como si la cosa o cosas que los producían hubiesen sufrido una mutación. No son corpóreos.

Intentó acelerar el paso y de repente su pie no encontró nada debajo.

Empezó a caer.

7

Minutos después, envuelto en el velo rojo y húmedo, tras un relajante baño en la laguna, Svenkov regresó a las chozas y no halló ni rastro de los prisioneros. Darby y la hermosa creyente india (una buena pieza de carne morena, según evaluaba Svenkov) se sentaban en una choza. La ciega se hallaba en la entrada de otra, y solo verla avinagró la expresión del polinesio. Se acercó a Meldon Rowen, que se hallaba tendido de espaldas sobre una piedra plana. Parecía dormitar. Sobre su pecho se apoyaba una pequeña esfera verdosa.

—Frutas curativas —Rowen sonrió ligeramente—. Anjali Sen asegura que cierran definitivamente una herida. Y creo que da resultado.

—¿Han averiguado algo? —preguntó Svenkov echándose el velo al hombro.

—Absolutamente nada. Estamos tan perdidos como al principio.

—¿Y los prisioneros?

—No han dicho nada más. Uno de ellos ha muerto de las heridas, los otros dos agonizan en las chozas.

—Eso pasa por no usar con ellos frutas curativas —se burló Svenkov—. Tú pagas, manuhiri. ¿Qué quieres que haga Svenkov ahora?

Rowen respiró hondo y el movimiento de su pecho hizo que la fruta rodara. La atrapó antes de caer y se sentó en la piedra.

—Escuche, Svenkov, no soy responsable de lo sucedido. De haber sido por mí, le hubiese dejado hacer lo que quisiera, pero no a costa de tener a mis amigos en contra… —Svenkov movía la cabeza asintiendo, como si lo que Rowen decía le pareciera muy razonable—. De todas formas, debemos encontrar a Daniel y Yilane. Sin ellos, nuestro viaje no puede proseguir…

—Están muertos, manuhiri. O morirán pronto.

—Pese a todo, es preciso intentarlo.

—Pero no sé dónde…

El grito los sobresaltó.

—¡Los percibo! —vociferaba Maya Müller echando a correr con la clava en las manos—. ¡Están bajo tierra!

8

En ocasiones le había ocurrido que un simple pero imprevisto escalón le había hecho sentir que se precipitaba por un vacío inacabable. En ese momento volvió a sentirlo, con una diferencia: el vacío era inacabable.

Braceó frenéticamente. Había perdido a Yilane, o Yilane a él, y aunque conservó la mochila, esta solo le sirvió para caer más rápido. Agudísimas piedras se esforzaron por lacerar su cuerpo diseñado. Cuando al fin se detuvo, lo que le rodeaba siguió moviéndose: llovieron guijarros junto a una ración de polvo que le hizo toser. ¿Cuánto tiempo había estado cayendo? ¿Dónde se encontraba? Lo ignoraba todo.

Se incorporó jadeante. Algunos puntos de sus extremidades le ardían, pero no creía tener nada peor que arañazos. Agradeció que el diseño lo hubiese protegido de roturas de huesos o heridas graves.

—Yilane… —musitó—. ¿Yilane?

Lo oyó, más que verlo. Sus jadeos eran ostensibles.

—Aquí…

—¿Estás bien?

—Eso creo… ¡Escucha…!

Daniel sintió que se le helaba la sangre. Los ruidos sonaban ahora muy próximos y parecían provenir de la cima de la pendiente por la que habían caído, pero también de algún lugar delante de ellos, ¿o quizá eran ecos?

Miró a su alrededor. La caída les había hecho descubrir, por azar, otro nivel de cavernas, mucho más visible que el superior debido a la copiosa luz que llegaba desde el fondo rebotando contra un techo de estalactitas altísimas.

Tuvo la certeza de que aquella era la última oportunidad de la que dispondrían. Si no encontraban una salida en aquel punto, no habría otra.

Se arrastró a tientas hasta dar con Yilane y palpó su cuerpo preguntándose con repentina angustia si tendría alguna extremidad rota. Entonces encontró su rostro y en las yemas de los dedos tocó la cristalina tibieza de las lágrimas. Daniel intentó que su voz sonara esperanzadora.

—¡Vamos, Yilane! ¡La salida está cerca!

—Sigue tú, Daniel… A mí ya me tienen…

—¡Yilane!

Yilane no parecía oírlo. Daniel tomó su cara entre las manos. A la luz del distante resplandor la mirada del creyente se le antojaba distinta. Sus pupilas eran como rostros conocidos que ocultaran otras facciones debajo.

—Yilane, estás dejándote llevar por el miedo… ¡Yo no siento lo mismo que tú!

—Aún puedes salvarte…

—No me iré sin ti.

Pensó que Yilane se resistiría si lo obligaba a moverse a la fuerza, pero respiró aliviado al comprobar que el joven se levantaba por sí solo. Lo hizo con firmeza repentina, como si alguien más fuerte hubiese tomado el mando en su interior. Sin embargo, sus piernas temblaban. Daniel lo sostuvo y cargó con su mochila, arrastrándola por tierra y dejando que Yilane le pasara un brazo sobre los hombros. De esa guisa avanzaron en dirección al espectral decorado de luz y gritos.

—Mira a tu alrededor… —decía Yilane—. Surcos, túneles, pasillos… Estamos en su mundo, Daniel, un universo primordial anterior a lo creado… Escucha su llamada…

—Solo veo una caverna grande y una luz al fondo —rezongó Daniel Kean.

Quiso convencerse de que lo que decía era cierto. No solo eso: de que era lo único cierto. Pero resultaba difícil razonar cuando el terror adquiría voz y lanzaba alaridos que parecían ensordecer a sus propios pensamientos.

A mitad de trayecto se detuvo. Ya se había alejado lo suficiente del lugar donde habían caído y podía discernir mejor la dirección de los sonidos: le pareció que algunos provenían, en efecto, de la pendiente que habían dejado atrás, pero la mayoría se hallaban delante. Quizá a solo quince o veinte metros. En cuanto cruzaran la muralla de rocas frente a ellos, los verían.

Si es que había algo que ver.

No son corpóreos.

Notó que Yilane lo abrazaba con fuerza.

—No pienses —le dijo Daniel—. No pienses. Solo camina…

Siguió avanzando, desesperado, al encuentro de la luz y el horror.

Cuando le pareció que no iba a soportar dar un paso más, su terror cristalizó en una momentánea indiferencia. Le parecía que, más allá de lo que sospechaba o imaginaba que iba a encontrar, más allá de sus fantasías sobre lo que podía estar produciendo aquellos ruidos, no podía haber nada peor. Las posibilidades, como el vacío por el que había caído, se abrían al espacio, negras, insondables, peligrosas.

Rebasó la barrera de piedras con los ojos cerrados. Al abrirlos, advirtió un caos de sombras y estrépitos. Los gritos lo ensordecían. Entonces la luz se desprendió de la tierra y voló al techo, treinta metros o más por encima, plagado de rocas puntiagudas. El corazón de Daniel se paró.

Un instante después, cuando sus ojos habían comprendido de qué se trataba, los latidos dentro de su pecho prosiguieron.

La salida, enorme como un edificio, estaba tan inconcebiblemente a su alcance que no quiso cruzarla de inmediato por temor a que se disipase como un sueño. Se detuvo, dejó las mochilas, se desembarazó incluso de Yilane —que también contemplaba la salvación con la boca abierta— y se apoyó de pie en la pared de roca echando la cabeza hacia atrás y dejando que el cabello le cayera por la espalda.

Lloró, recobró la calma, volvió a llorar sin apremio y sin sonidos. Yilane jadeaba en la pared opuesta, como su reflejo. Daniel le sonrió.

—Gaviotas —dijo—. La caverna produce ecos, por eso sonaban así… Pero solo era un grupo de gaviotas…

—No. —Los ojos de Yilane habían recobrado el brillo de orgullo y sabiduría—. No es eso, Daniel… Eso es lo que tú has creído ver.

Se sintió tentado de discutir, pero cambió de opinión al recordar que discutir con un creyente era llevar las de perder desde el principio. Bijou decía que… Bueno, Bijou lo habría sabido expresar mejor, si hubiese estado allí.

De cualquier forma, comprendió que nada le aseguraba que se hallaran a salvo. Recordó el brillo despiadado de aquellas pupilas de ojos saltones, los falsos rostros de nácar, el fuego inclemente de los azotes. Sabía que si los enmascarados volvían a apresarlos, ya no habría escapatoria para ellos.

—Salgamos de aquí —dijo.

9

Fue como si el contacto con la tierra se apagara.

Lo inesperado de aquella interrupción la hizo titubear. Sintió miedo.

Desde abajo, varios ojos ansiosos la observaban. Se volvió hacia ellos, luego regresó por el camino de altas piedras planas por el que había subido y esperó hasta acercarse al grupo para hablar.

—Los he perdido. —Su voz era tensa—. Quizá recorrieron algún subterráneo y han vuelto a salir de repente… Pero ha sido tan rápido que parece extraño…

—¿Hay otra posibilidad? —preguntó Rowen.

Maya Müller hizo una pausa.

—Quizá les ha sucedido algo.

Todos estaban demasiado fatigados, incluso Darby, para descartar aquella segunda opción. Svenkov abrió los brazos en un gesto que parecía querer significar: «Ya lo dije». Al fin, Anjali Sen tomó la palabra.

—Hay una forma de averiguarlo. ¿La playa está cerca, Svenkov?

—Detrás de ese acantilado —respondió el polinesio titubeante.

—Hay un poder en el Undécimo que podría probar —dijo Anjali hacia los demás—, pero necesito el contacto con el agua de mar. Si todo sale bien, me trasladaré a las mentes de Daniel y Yil y veré lo que están viendo. También puedo percibirlos desde la distancia y saber lo que les rodea…

—Ni lo sueñes —objetó Rowen—. Hasta yo sé que eso es muy peligroso. Si estuvieran muertos…

—¿Prefieres que no los encontremos? —lo interrumpió Anjali—. Ya hemos perdido quizá las posibilidades de hallar lo que buscábamos. ¿Quieres que perdamos también a Yilane y Daniel?

—Quiero que no te pierdas tú —repuso Rowen.

Svenkov meneó la cabeza y continuó el camino. Habló sin volverse y sin dejar de avanzar.

—Sea como fuere, tenemos que cruzar esos acantilados si queremos llegar a la playa antes del anochecer…

Rowen y Anjali no le hicieron caso. Parecían enzarzados en algo más que una simple discusión.

—Por favor, deja de pensar que todo depende de ti, Meldon.

—Solo estoy opinando, Anja. No siempre vas a tener la misma suerte que en el laboratorio de Kushiro. Héctor, explícale lo que podría suceder…

—Lo sé perfectamente, no hace falta que Héctor me explique nada.

—¡Las posibilidades son mínimas!

—Las posibilidades siempre son mínimas, Meldon. Lo que importa es creer en ellas.

El debate se tornó amargo, quizá —opinaba Darby— porque tanto Rowen como Anjali se hallaban al límite de sus fuerzas. En un momento dado las bellas facciones de la creyente se endurecieron.

—Meldon, sé que esta búsqueda para ti no significa otra cosa que una aventura, un logro material, como para tu padre lo fue fundar una empresa… Pero para Yilane y para mí representa el sentido de nuestras vidas… Déjame hacer lo que debo.

Rowen la siguió con la mirada. Su expresión de incredulidad apenaba a Darby, que le puso una mano en el hombro.

—Puede salir bien —dijo Darby.

—Y puede salir mal —replicó Rowen secamente, y se apartó.

10

Accedieron a una playa de rocas que lindaba con aquella especie de montaña horadada por la enorme entrada de la caverna. Las gaviotas eran las únicas dueñas del lugar, y graznaban sin temor ante la presencia de dos indefensos y desnudos humanos. Incluso se posaban en la orilla, frente a ellos, y solo alzaban el vuelo cuando Daniel y Yilane se acercaban demasiado. Eran gaviotas no diseñadas, extrañas, quizá inquietantes, pero solo gaviotas.

Mientras caminaban hacia el mar como hacia un ejército que se enfrentara a ellos, Daniel miró la arena cremosa bajo sus pies, con señales indelebles de la presencia de agua no mucho tiempo atrás. Volvió la cabeza y comprobó que aquel barro se extendía hasta la entrada de la caverna.

—La marea —dijo Yilane, como leyéndole el pensamiento—. Las cuevas se inundan con la marea alta. Y está aumentando. —Señaló la línea de la orilla—. Tenemos que encontrar un sitio elevado.

Se dirigieron hacia la montaña y escogieron una ruta de fácil acceso. Cuando consideraron que ya habían escalado lo suficiente, hicieron una pausa para descansar. Daniel se felicitó de su suerte.

—Si hubiésemos salido más tarde, quizá habríamos muerto ahogados.

Yilane no contestó. Se hallaba en cuclillas sobre una roca hurgando en su mochila. Daniel se concentró en revisar la suya: pensar en Bijou momentos antes le había hecho recordar la hornacina. Lanzó un suspiro de alivio al comprobar que seguía allí. La contempló agradecido un instante, ya que tenía la sensación de que había sido aquel objeto el que, de alguna manera, les había ayudado a salir. Luego sonrió con tristeza al imaginar que Bijou hubiera comentado: «Eso es un pensamiento propio de creyentes».

También estaban las provisiones y la ropa. Sacó la petaca de agua y bebió un trago que acompañó con un poco de queso y galletas. No sentía demasiada hambre y, como diseñado, no le resultaba imprescindible comer todos los días, pero supuso que debía hacer acopio de energía.

Entonces se dedicó a observar su cuerpo. Había salido mejor librado de lo que creía: los azotes habían dejado marcas, pero estaban desapareciendo. Tenía varios cortes muy finos que apenas habían sangrado y raspaduras que sanarían pronto. Pensó en ponerse algo de ropa y sacó un velo blanco, pero se limitó a taparse con él. Ya se lo anudaría después. Cerró un instante los ojos, sentado sobre las rocas y abrazado a las piernas, mientras el viento peinaba sus rubios cabellos.

Entonces oyó el llanto.

Levantó la cabeza. Yilane seguía agachado frente a su mochila, de espaldas a Daniel.

—¿Qué te pasa? —preguntó Daniel, incorporándose.

El creyente se volvió apenas. Su bonito rostro estaba enrojecido y brillante.

—Qué te importa a ti, Daniel Kean —espetó. Su tono, casi furioso, confundió a Daniel, que decidió no insistir. Entonces el semblante de Yilane se relajó—. Lo siento.

Daniel sonrió.

—Soy yo quien lo siente… Disculpa si…

Yilane, que seguía dándole la espalda, su largo cabello castaño derramándose sobre la piedra, giró un poco hacia él y mostró el objeto que sostenía. Era un scriptorium. En su pantalla aparecía la imagen de un rostro de ojos rasgados. Daniel solo apreció una diferencia con el Yilane de carne y hueso: la expresión del creyente en la imagen desprendía un aura de innegable firmeza, muy distinta de la mueca de sufrimiento con que miraba a Daniel en ese instante, acentuada por las huellas de azotes que cruzaban su espalda y nalgas. Pero Yilane lo sacó de su error.

—Es mi padre —dijo—. Ezra Obed Lane, creyente profundo del Decimotercero.

—Oh. —Daniel estaba asombrado—. Sois iguales.

—Me replicó a partir de una de sus células para que recordara siempre que debía perpetuar su memoria: él también fue gemelo de su padre. Me enseñó todo lo que sé antes de que Anjali Sen se convirtiera en mi maestra… Siempre llevo este Recordatorio conmigo. Verlo alivia mi miedo.

Daniel lo comprendía muy bien.

—Hay objetos que nos ayudan —dijo, pensando en la hornacina. Había extendido las piernas y una racha de viento intentó arrebatarle el velo. Lo sujetó contra su pecho.

Pero Yilane no parecía escucharlo. Su expresión era tan dolorida que por un instante Daniel se estremeció.

—Mi padre fue un hombre poderoso y sabio. Él fue quien conoció los detalles de la revelación de Kushiro, ¿lo sabías? Ocurrió por casualidad, a través de uno de los discípulos de Mitsuko llamado Shar. Mi padre conoció a Shar en Alemania, y Shar le confesó lo que Mitsuko les había contado a Ina, Olive y a él. Pero mi padre ya estaba muy enfermo del corazón y sabía que no iba a poder hacer nada por sí mismo. Entonces me confió el secreto. Yo decidí solicitar la ayuda de Anjali. Así fue como los demás se enteraron de todo. El mérito de lo que encontremos, si es que encontramos algo, se debe a mi padre… Él confiaba en mí. —Sus labios temblaron—. ¡Y yo lo he traicionado!

—Pero, Yil…

Yilane miraba a Daniel con la finas cejas convertidas en una uve, al tiempo que los labios dibujaban otra uve en sentido inverso. Eran como flechas que apuntaran directamente a sus ojos.

—¡Lloré como un niño cuando esos creyentes me azotaron! ¡Me porté como un cobarde en la caverna, y supliqué que me ayudaras! ¡Soy creyente profundo del Capítulo del Mar, tengo una fuerza inmensa dentro de mí…! ¿Y para qué se supone que la utilizo? ¡Soy indigno de la confianza de mi padre y de la maestra Sen!

Daniel se levantó mientras el creyente lloraba y tomó sus manos.

—No, no… Es el miedo, Yil… No podemos luchar contra el miedo…

—Aún los llevas —dijo Yilane entonces, en otro tono.

—¿Qué?

—Los adornos rituales.

Recordó los pendientes de pequeñas conchas que Yilane había repartido en la playa. Había extraviado el collar pero los pendientes, en efecto, seguían en sus lóbulos.

—En aquel momento no les diste importancia —dijo Yilane—, pero ellos son los que nos han protegido, Daniel. Pudimos huir gracias a ellos, y por eso al final la amenaza se convirtió en simples pájaros chillando… La realidad es otra muy distinta, terrible, cósmicamente espantosa, pero esa protección nos ha servido para evitarla…

A Daniel le irritaba la insistencia de Yilane en querer ver lo que él no veía (como todo creyente), pero no deseaba alterarlo más.

—Quizá sea cierto que… —dijo mientras se levantaba y empezaba a anudarse el velo a la cintura. Entonces quedó inmóvil.

Simples pájaros chillando.

Miró a su alrededor. Un pequeño sendero descendía por el lado opuesto de las rocas. Decidió recorrerlo. El mar seguía avanzando y ya lamía las proximidades del acantilado. Las gaviotas chillaban a lo lejos.

—¡Daniel! —llamaba Yilane—. ¿Qué ocurre?

Chillido de pájaros.

¿No era esa una de las frases que, según Darby, había pronunciado cuando estaba inconsciente, una de las claves de la revelación? Se disponía a decírselo a Yilane cuando, de repente, al llegar al borde de las rocas, otro panorama se extendió ante él.

Se quedó mirándolo boquiabierto.

11

Aunque el viento junto a la orilla no era muy intenso, Anjali Sen se sujetaba el largo pelo negro apartándolo del rostro. Las olas que acariciaban sus piernas eran suaves, pero al arrastrar los guijarros en su retirada producían un estrépito como de millares de pequeños pies de madera corriendo y golpeándose entre sí.

Ondas. El mar, su constante flujo y reflujo. Una ola podía haber alcanzado los más remotos confines antes de rozar su piel. De igual forma, mentes y cuerpos se expandían y replegaban conectados entre sí.

Anjali sabía que iba a intentar algo arriesgado. No obstante, le molestaban las continuas injerencias de Meldon. El gran defecto del empresario era querer controlarlo todo, y ella deseaba enseñarle que no iba a someterse a ningún dictado, salvo el de su propia creencia.

Sin embargo, no era el momento de pensar en Meldon.

Encontró un lugar propicio, se arrodilló y se arqueó completamente hacia atrás, hasta sumergir los cabellos en la superficie fría y movediza del agua.

Conocía bien el Undécimo y el Duodécimo Capítulos. Ambos venían a decir lo mismo: la mente humana está conectada a criaturas remotas, seres que habitaron el mundo en épocas pretéritas, y esa conexión aún no está rota. Es posible hallarla y utilizarla, de igual manera que un transmisor «halla» a otro mediante el puente de las ondas.

Ondas. Mar. La Casa de Dios.

Las olas la recorrían como sábanas que alguien agitara sobre su cuerpo.

Permaneció quieta y extendió los brazos, dejando que las manos se mecieran. Su pelo semejó una medusa negra a la deriva. La posición de su cabeza le hacía contemplar el acantilado al revés: una inmensa estalactita gris.

Sobre todo, ante todo, no dejes que el miedo te use. Úsalo.

Flotaba, se dejaba ir. Mantener aquella postura requería esfuerzo, y ese era el «truco» (como hubiese dicho Meldon): el esfuerzo la distraía, la obligaba a concentrarse en sus músculos, a considerar su cuerpo como un saco arrastrado por las olas.

Sus pensamientos se diluían.

De repente se tensó como una ola encrespándose. Ya no estaba en la playa. ¿Dónde se encontraba?

Giró la cabeza, miró. Vio formas misteriosas a su alrededor y un espacio grotesco envolviéndola. Era terrible sentirse tan ajena a sí misma.

Por fin los veía.

Y algo más.

Una presencia imprevista, un peligro inmenso que Yilane y Daniel ignoraban, aunque se hallaba junto a ellos.

12

Daniel se detuvo en la playa, jadeante. No apartaba los ojos de aquel punto en el acantilado. La marea había ascendido lo suficiente como para circundar las grandes piedras más próximas a la orilla y cubrir sus tobillos. El viento agitaba su pelo dorado y el velo blanco atado a su cintura. Oía a Yilane como se oyen los sueños o los recuerdos. Solo le interesaba el lugar que estaba contemplando, aquella cúspide en la roca.

De pronto bajó la vista y encontró al creyente bloqueándole el paso, de pie sobre la arena, las piernas separadas. La voz de Yilane contenía más ansiedad que nunca.

—Daniel, este es el lugar, ¿no es cierto?

—No lo sé.

Pero mentía. Estaba casi seguro de que lo era.

Se encontraban en una cala rodeada de altos acantilados, el más pequeño de los cuales era el que acababan de abandonar. Frente a ellos se alzaba la mole de otro mucho mayor, de piedra oscura y pulida por una eternidad laboriosa, hendiendo el cielo azul. Los rayos del sol que declinaba daban en la cúspide señalando el punto donde la roca había sido dibujada. Enormes trazos de pintura blanca conformaban la silueta que tantas veces Daniel había visto representada en los ídolos y las máscaras de los guerreros: un rostro, unas manos.

Chillidos de pájaros. Máscara y Manos.

El rostro tenía retazos de ojos y una boca abierta en una mueca. Las manos eran grotescas.

Daniel contemplaba absorto aquella imagen.

Lo que más le asombraba era la coincidencia de su recuerdo con el hallazgo. Había oído «chillidos de pájaros», oteado el paisaje, visto aquel dibujo.

En ese momento vio otra cosa.

—Hay una abertura.

No la señaló. Dedujo que Yilane la vería también. Sin embargo, era difícil si no se miraba con detenimiento: se hallaba en la boca del dibujo. Un agujero pequeño desde aquella distancia, pero sin duda capaz de dejar pasar un cuerpo.

Yilane se limitó a volver la cabeza un instante y luego continuó mirando a Daniel. Se había sujetado a la muñeca una pulsera de pequeñas conchas encadenadas; su cuerpo finamente musculado estaba iluminado por los resplandores del sol de poniente y el viento alborotaba su cabellera rizada y parecía mover sus ojos y hacer temblar sus hermosos labios.

—Este es el lugar —repitió. Pero ya no era una pregunta sino una enérgica afirmación—. Y lo has hallado tú, tal como dictaba la revelación… No debemos osar profanarlo sin antes entregarnos a los ritos.

—Oh, Yilane… —murmuró Daniel, apartándose.

—¿Ni siquiera haber llegado hasta aquí te hace creer? ¿Por qué no abandonas de una vez esa estúpida actitud? ¿No comprendes que eres la prueba de que todo lo que te hemos dicho es cierto?

Daniel pensó en las implicaciones que sugerían las palabras de Yilane. Si la creencia era real —se preguntaba—, ¿qué impedía que Bijou lo aguardara en algún lugar más allá de la muerte? Si la revelación de Kushiro estaba dentro de él, todo podría adquirir un sentido nuevo. La Llave del Abismo se ocultaría tras aquellas rocas, quizá en el interior de aquella misma abertura, y ellos solo debían extender la mano y cogerla para que la sabiduría ancestral que simbolizaba les perteneciera para siempre.

Yilane pareció leer sus pensamientos, porque movió la cabeza afirmativamente.

—Sé que intuyes la verdad. Ven, vamos al final de la playa, donde el mar aún no llega. Debo explicarte algo… Te ruego que me permitas hablarte antes de hacer otra cosa…

Caminaron hacia las prehistóricas rocas, sombrías por el comienzo del ocaso. Allí, los ojos rasgados de Yilane se situaron a escasa distancia de los de Daniel.

—Sabes igual que yo lo que sucede, Daniel Kean. No puedes negarlo. Por mucho que pretendas vivir como vive la mayoría de la gente, ciego a las verdades profundas, aquí y ahora tus ojos han visto la nueva luz y ya nunca más serás ciego… Sea lo que fuere aquello que nos aguarde en este lugar, formamos parte de eso. El Undécimo Capítulo dice que somos nuestro pasado más remoto, nuestro propio origen… Aquí se encuentra ese pasado… ¿Por qué tiemblas?

Daniel sonrió. Sus mejillas ardían.

—Siento miedo, Yilane…

—Es justo lo que debes sentir —replicó el creyente—. Antes era yo quien lo sentía y tú, que no veías lo mismo que yo, me consolaste… Ahora tú eres el que ves: tu miedo, por tanto, ha aumentado. ¿Recuerdas lo que te dijo la maestra Sen ayer? Creer es conocer, y conocer nos atemoriza. Pero eso no es malo. Es natural y humano. Yo también siento miedo, Daniel. Un miedo puro, enfermizo, que doblega mi carne obligándome a buscar alivio en los otros… Un miedo como una ola que me arrancara de la tierra y me llevara hasta el mismo centro del océano… ¡Es lo que debemos sentir! ¡Y si me ayudas, juntos podremos atenuarlo lo suficiente como para traspasar esa abertura…!

El corazón de Daniel retumbaba frenético en su pecho.

—Qué quieres que haga… —susurró.

—Dancemos —propuso Yilane—. Una danza ritual. Ambos seremos uno solo. Déjate guiar por mí…

A Daniel, de repente, le apeteció. Yilane lo condujo a la zona de arena aún no bañada por el mar y le pidió que imitara sus gestos. No resultaba difícil, ya que, cuando Daniel se equivocaba, Yilane le ayudaba a colocar brazos o piernas en la posición adecuada. Pronto, todo empezó a transcurrir con fluidez, como el agua que poco a poco invadía la tierra bajo sus pies.

En un momento dado, Yilane tomó la cabeza de Daniel entre sus manos y lo besó. Casi sin darse cuenta, Daniel sintió que el miedo en su interior se apagaba como una llama sin aire.

De súbito percibió algo.

Al principio creyó que era un cambio del entorno, una presencia que los vigilaba, una mirada proveniente de algún lugar entre las rocas, oculta. Luego ya no estuvo tan seguro.

La sensación no se parecía a nada que hubiese experimentado antes. Fue tal su vértigo que casi creyó desmayarse, como si hubiese bebido cantidades ingentes de licor. Se sentía, a la vez, exultante y confuso, alegre y aterrorizado. La visión se le nubló. Cuando recobró la serenidad, comprobó que Yilane se había alejado de él y se hallaba de pie junto a una enorme roca en la orilla, apretado contra ella como si pretendiera abarcarla con los brazos.

—¿Tú también lo has sentido? —preguntó Daniel. Yilane lo miró y asintió—. ¿Qué era?

—Quizá un efecto de realizar el rito hallándonos tan cerca del lugar de la revelación… —dijo Yilane no muy convencido—. O una advertencia, como si quisiera decirnos: «No sois lo que creéis ser». Vamos a concluirlo.

Reanudaron la danza, pero en esa ocasión con un objetivo concreto: entrelazaron furiosamente los cuerpos y buscaron el orgasmo frotándose uno contra otro. Gimieron al experimentar el placer que durante unos fugaces instantes despoja de todo temor.

Luego se miraron y sonrieron. El malestar de Daniel había pasado dejando en su interior un poso de fuerza, de energía recobrada. Yilane parecía sentirse igual. Miró hacia la oscura entrada en la boca del dibujo.

—Creo que podremos trepar hasta allí —dijo—. Hay una especie de sendero.

Recogieron las mochilas y las colgaron a la espalda. El mar había invadido ya el único sitio accesible entre las rocas y tuvieron que abrirse paso casi nadando. Una vez a resguardo del agua, Yilane se secó y vistió unos ceñidos pantalones rojizos y Daniel se puso una pieza azul corta y un collar amarillo. Con Yilane delante, comenzaron la difícil ascensión.

13

—¡Se hallan cerca! —exclamó Anjali—. ¡Detrás de ese acantilado! Y han encontrado el sitio de la revelación…

La noticia excitó a todos salvo a Svenkov, que quizá ni siquiera la había escuchado porque se acercaba en ese momento caminando con parsimonia sobre la arena.

Tras abrazar a Anjali, Rowen se apresuró a recoger su mochila.

—¡Vamos, no hay tiempo que perder! ¡Debemos hallarlos antes de que oscurezca!

—Hay algo más —dijo Anjali terminando de colocar su equipo sobre su cuerpo húmedo—. Pero no sé muy bien qué es.

—¿Creyentes tribales? —sugirió Rowen con impaciencia.

Anjali negó mientras se abrochaba los cinturones de armas.

—No… Muy distinto… Creo que corren un grave peligro y no lo saben…

Darby y Rowen se miraron con desesperación.

—¡La Verdad debe de haberlos seguido! —murmuró Rowen, y apenas terminó de decirlo cuando dio media vuelta y echó a correr en la dirección señalada por Anjali—. ¡Quizá lleguemos antes de que sea demasiado tarde!

—¿«La Verdad»? —preguntó Svenkov confundido.

Nadie le respondió.

—Si se trata de la Verdad —dijo Darby como para sus adentros—, ya es demasiado tarde.