Arrecifes
Hubiese podido estar muerta, pero estaba dormida. La única diferencia con un cadáver era que se hallaba acostada, y nadie dejaría un cadáver en esa posición.
Por lo demás, su belleza resplandeciente parecía artificial. No respiraba, no se movía: yacía bocarriba, el cabello cuidadosamente distribuido alrededor de la cabecera de un lecho muy simple. Un cuerpo femenino sin aderezos, adornos ni sábanas, con los ojos cerrados.
Turmaline.
Los ojos se abrieron.
Tengo poco tiempo. Escucha con atención.
Turmaline se incorporó y abandonó el lecho en un solo gesto silencioso. Caminó con pasos mullidos hacia la puerta y salió al exterior.
Aún no había amanecido en Wellington, pero una claridad verdosa, difusa, llenaba el horizonte. La casa alquilada por una semana era una magnífica villa situada en las colinas que dominaban la ciudad. De paredes verde manzana y ventanas blancas, poseía un jardín y un patio muy amplios. La soledad daba cierto miedo, pero era lo que Turmaline buscaba: no había nadie alrededor, y la vigilancia era escasa.
Se detuvo junto a la pared de la fachada e inclinó el lado izquierdo de la cabeza, donde se encontraba la pequeña placa receptora de su auricular, despejándose el cabello metálico para que las palabras del Amo llegaran con nitidez. Su pelo lanzó chispazos con los primeros rayos del sol.
El diálogo fue breve. Turmaline había cumplido las órdenes, pero era preciso hacer más. La Verdad aún no se hallaba libre para actuar. La próxima misión de Turmaline estaba clara.
Cuando el auricular enmudeció, regresó a la casa. Mitsuko aguardaba en el suelo del salón, en la postura en que Turmaline la había arrojado por la noche. En su mirada ya no había rastros de rebeldía, como meses atrás. La hija de Kushiro ya era, tan solo, la voluntad del Amo.
—Nos vamos —dijo Turmaline—. Tenemos el tiempo justo para llegar al aeropuerto. —Mientras la japonesa de cabello rojizo se ponía en pie, la Rubia agregó, sonriendo—: Y una buena noticia para ti: te queda poco para morir.
Nunca había visto nada parecido.
A su alrededor todo parecía vivo y caótico: arena amontonada, rocas, el verdor legamoso derramado por los bordes, el mar indefinible que rompía contra los arrecifes. Incluso el cielo, con sus nubes bizarras y gibosas, parecía tener otra cualidad. Sintió como si no estuviese en la Tierra, como si se hallara en un mundo remoto no hollado jamás por el ser humano. Pero lo peor de todo era que, a pesar de ese sentimiento de extrañeza, lo que estaba contemplando…
—… nos pertenece —dijo Darby, y Daniel lo miró—. Y nosotros pertenecemos a esto. Es aberrante, ¿verdad? De algún modo piensas que la ciudad es tranquilizadoramente falsa. En cambio, esta playa solitaria es lo real. Aquí nació la vida, y probablemente las ideas religiosas…
El aéreo de Svenkov, un vehículo pequeño, maniobrable, con una sola cabina donde los pasajeros se sentaban en círculo y un scriptorium para suministrar los datos del trayecto, se había posado cerca de la playa, al sur de Ratanui, a unos ochocientos kilómetros al sur de Wellington. El viaje, emprendido en la madrugada, había durado poco más de tres horas. No era un tiempo muy largo para haber cambiado tanto de escenario, pensaba Daniel, y lo mismo parecían pensar sus compañeros.
Jeremy Yin Lane, alias Yilane, se había despojado incluso de sus adornos y joyas y se arrodillaba sobre la arena. En su espalda era visible el tatuaje en forma de serpiente, desvelado por un viento inconstante que agitaba su cabellera y provocaba náuseas por su «hediondo olor a pescado». Pero el joven Yilane, orgulloso de su linaje ancestral y su creencia en el Décimo Capítulo, parecía querer demostrar que solo él era capaz de dar el primer paso en aquel recinto infinito y sagrado. El propio Svenkov había escogido la zona de rocas para detenerse, sin avanzar hacia la arena. Allí había dejado su mochila y armas, y utilizaba el faldellín de cuerdas que se había quitado de la cintura como alfombra para pisar el borde filoso de las piedras. Parecía una bella ave de presa posada en un promontorio, el largo pelo azabache bailando con la brisa.
—He conocido norteños que enloquecieron mirando este mar —exclamó sonriente.
Nadie contestó a sus burlas, pero Daniel pensó que podía no estar exagerando.
Se refugió en la contemplación de la plena belleza de Anjali Sen, la oscura creyente india, que se había reunido con Yilane para entonar unos cánticos de rodillas. Maya, la chica ciega, también rezaba a prudente distancia de las olas, mientras que Rowen se quejaba y aseguraba entre dientes que su propio aéreo poseía un vehículo auxiliar que podría haber aterrizado en la misma playa y les hubiese ofrecido más comodidad y protección. Svenkov parecía disfrutar con sus críticas.
—Si quiere prescindir de mí, no tiene más que decirlo —soltó con frialdad—. Pero mientras yo sea el ariki de este grupo las cosas se harán a mi manera.
Mirando los grotescos arrecifes Daniel pensaba cómo había podido concebirse un paisaje así. ¿Era la voluntad de algún Ser Superior que las rocas adoptaran formas asimétricas y salvajes, y que en sus mismos bordes creciera un légamo como aquel?
Darby, tras enjugarse los labios, se había acercado al lugar donde Maya se sentaba. Rowen también parecía considerar que ese punto, en una zona despejada de arena a suficiente distancia de olas y arrecifes, era propicio para un campamento. Daniel aún titubeaba, confuso, hipnotizado por la barahúnda del mar, cuando percibió una figura junto a él.
Yilane sostenía algo en las manos. El mar parecía haberlo transfigurado: dilataba las fosas nasales y jadeaba con fuerza.
—Son amuletos —explicó—. Nada de lo que ves a tu alrededor es dañino, tan solo es ajeno. O eso parece. Se trata del vestíbulo de la Casa de Dios. Nosotros, los creyentes del Décimo, entramos en ese vestíbulo adornados con estos collares y pendientes. ¿Los has visto alguna vez? —Alzó un collar formando una O dentro de la cual se asomaba su rostro delineado de ojos orientales—. Las cuentas son conchas de moluscos. Emisarios, como se les llama en algún texto interpretativo. Póntelo, y los pendientes también. Te ayudarán.
—¿Moluscos? —dijo Daniel sosteniendo el largo y blanco collar y los pequeños pendientes.
—Criaturas del mar. Los objetos sagrados se elaboran con ellos, en recuerdo de la Tiara de la Orden. Son símbolos. Te protegerán de la oscuridad de los arrecifes y de los Emisarios mayores que habitan en ellos.
Yilane ya le daba la espalda cuando Daniel lo detuvo.
—¿Me protegerán? —Pese a todo, y al olor biológico que desprendían aquellos objetos que Yilane había traído en la mochila, Daniel se colocó el collar y dejó que las conchas se desplomaran entre chasquidos por la tersa piel de su pecho—. ¿Cómo me van a proteger de lo que estoy viendo?
Yilane lo miró entornando los rasgados ojos.
—Sé que no eres creyente, Daniel Kean —dijo con desprecio—. Y pese a todo, constituyes la prueba de que la creencia es real… Por eso estás aquí. De modo que a nadie le importa lo que opines.
Sus palabras produjeron un silencio.
—Me gustaría creer, Yilane —dijo Daniel con suavidad—. Me sentiría más feliz, te lo aseguro.
—En eso te equivocas —intervino Anjali Sen sonriendo hacia Daniel—. No serías más feliz, todo lo contrario. Creer es conocer, y conocer da miedo. Pero Yilane también se equivoca si piensa que no nos importan tu opinión o tus sensaciones. Es muy difícil acostumbrarse a esto. He aquí —dijo y extendió la mano— el mar no diseñado, tal como era desde el principio de los tiempos, aquel sobre el que habla el Viejo Borracho de las leyendas del Décimo, de cuyas olas brotan las espantosas rocas que contemplas. Nada ni nadie puede ayudarte a atenuar tu pánico, Daniel, seas creyente o no. Pero el sentido de la creencia aquí es la similitud: con estos adornos intentamos fundirnos con las criaturas marinas, los Emisarios de Dios, cuyas casas espirales ya vacías cuelgan de nuestros cuellos y orejas como un recuerdo de sus invisibles cuerpos gelatinosos. Te lo ruego, Daniel: ven aquí, a la arena, y tranquiliza tu espíritu con bailes y cánticos.
La invitación era amable, pero obviamente Yilane no la compartía. El joven se había alejado dándoles la espalda. Cuando Daniel lo miró fugazmente, observó que se recogía el espeso pelo rizado en la nuca, quizá para descubrir todos sus tatuajes y dibujos. Entonces una serpiente cálida y oscura le tocó el brazo.
Llevado de la mano por Anjali, como un niño, Daniel se obligó a avanzar por la fina, demasiado cremosa arena que manchaba sus pies.
No solo era pánico sino un malestar hondo, nauseabundo. Nadie podía reprochárselo. Pensaba que todo en su cuerpo era ajeno a lo que le rodeaba, incluyendo el olor y color de las cosas, la percepción del frío y el viento o los inmensos cielos. La Zona Hundida era humana, pero aquel templo abigarrado no.
—Te acostumbrarás —dijo Anjali.
Daniel supo que solo intentaba consolarlo.
No se acostumbró. En cambio, buscó el amparo (sin saber bien por qué) del hombre biológico.
Héctor Darby apenas había participado en los cánticos y danzas de los demás. Cuando terminaron de traer el equipo del aéreo y lo repartieron entre las distintas mochilas, el bibliófilo regresó a la arena y se sentó frente a la Casa de Dios. Su túnica y holgada camisa se hinchaban como jorobas a la espalda y los ralos pelos bajo su calva se agitaban. Permanecía con el ceño fruncido, como si el mar tuviese palabras escritas en el horizonte, y él intentara descifrarlas.
El sol ya había inaugurado un camino de fuego en su descenso por una esquina del océano cuando Daniel (una silueta en el ocaso naranja) se sentó a su lado.
—Estamos en el inicio de los tiempos —dijo Darby sin preámbulos, como si la presencia de Daniel le hubiese impulsado a dar voz a un monólogo ya comenzado—. Procedemos de aquí, no podemos negarlo. Incluso para un no creyente la Biblia sirve como receptora de la tradición, y a partir del Décimo Capítulo el Autor comienza a viajar: nos lleva a un pueblo de pescadores para mostrarnos el verdadero mar y los híbridos que habitan en los arrecifes. Luego, en Capítulos sucesivos, al desierto austral, a la Antártida… Y habla de ciudades sumergidas o enterradas y razas que vivieron en épocas pretéritas, muy anteriores a la humanidad. ¿Son solo fábulas o la verdadera historia? ¿Qué pensar al respecto en un sitio como este?
—Siempre creí que la Zona Hundida era lo peor que iba a contemplar jamás —dijo Daniel.
Darby negó con la cabeza.
—La Zona Hundida es un cristal, y nosotros nos sentíamos protegidos en su interior, como nos sentíamos tras la cápsula del centro genético donde fuimos creados. Aquí nos encontramos fuera de toda protección y todo control, Daniel. Hemos iniciado los viajes bíblicos. Y no hay duda de que cada cosa que vemos obedece a un esquema no humano, ajeno al diseño y la lógica: la forma de esos arrecifes, o de esa pequeña isla rocosa separada de la costa… —La señaló, y Daniel se obligó a contemplarla de nuevo: un detalle geológico nauseabundo—. Un trozo de tierra en medio del «agua azul», como describe el Décimo… Y este… este olor…
—Es repugnante… —dijo Daniel intentando evitar las náuseas por enésima vez. No había podido comer en todo el día.
—Tiene que haber razones científicas para este olor —se esforzó Darby—. ¿Por qué en el mar diseñado no lo percibimos? Brent sabría más de esto que yo, pero creo que se debe a que aquí no existe control sobre la vida, como en el mar con diseño geobiológico. Este es el olor de las cosas que se pudren, de los cuerpos que permanecen allí donde mueren. —Miró a Daniel fugazmente, pero no a los ojos: contempló su cuerpo terso, pulcro, tendido junto al suyo, incluso inclinó la cara hacia su piel—. Tú eres inodoro, como todos los diseñados, o acaso despides una sutil fragancia —dijo—. No es vuestro olor, Daniel, es el mío, el olor de las cosas abandonadas y no vigiladas… Si los híbridos existieran, esas horrendas mezclas de pez y hombre, olerían así. ¿Recuerdas a Shane Davenport, que deliraba creyendo cazar híbridos? Creo que se sintió igual. Todos los biológicos sentimos que pertenecemos más a esta naturaleza que a la vuestra. Probablemente Kushiro también lo pensó. ¡Los verdaderos híbridos somos nosotros!
Su voz se quebró y lo sumió en el silencio. Más de una vez había visto Daniel sufrir a Darby por no pertenecer al linaje del diseño, pero nunca como hasta ese momento. No supo qué contestar le: eran ideas absurdas, pero Darby era un bibliófilo y su cultura y sabiduría no tenían parangón. Fuera como fuese, la tensión que advertía en su ánimo le llevó a intentar un débil consuelo.
—Estoy seguro de que el doctor te habría quitado estas ideas de la cabeza…
De pronto quedó inmóvil. Acababa de recordar lo que Schaumann le había dicho la última vez que habían hablado, y le pareció correcto contárselo a Darby, en parte por distraer su amargura. Cuando terminó, Darby lo miró un instante.
—A mí me dijo algo parecido. —Y ante la expresión de sorpresa de Daniel añadió—: Tras la comida de bienvenida a tu hermana, Brent y yo hablamos un rato. Me dijo que, al examinarte en el cuarto de techo en ángulo, había percibido otra cosa de forma indirecta… No en ti sino en el ambiente, entre nosotros… No añadió nada más. Creí que se hallaba tenso por la expectativa del viaje.
—¿Qué crees que podía ser?
—No lo sé. Parecía reacio a comentarlo. Supuse que deseaba asegurarse antes de emitir una opinión definitiva. Brent era así. —Darby se frotó los brazos—. Luego, cuando murió, ya no volví a pensar en eso hasta ahora.
Se miraron en la creciente oscuridad.
—¿Podría significar algo importante? —inquirió Daniel.
Darby pareció reflexionar mientras deslizaba la mirada de uno a otro de los miembros del grupo. Daniel lo imitó. En la orilla, Anjali y Yilane rezaban mientras las olas cubrían sus tobillos. Maya palpaba un desnudo y retorcido tronco de árbol. Rowen y Svenkov charlaban junto a la hoguera. Al fin, Darby movió la cabeza.
—Por lo pronto, creo que debemos respetar su voluntad y no hablar con nadie de esto —dijo—. Será nuestro secreto.
—De acuerdo.
La sonrisa de máscara de Darby apareció y desapareció como una breve contracción muscular. Su velluda y tosca mano buscó el hombro de Daniel y acarició su brazo.
—Te debo una disculpa por la forma de tratarte en casa de Svenkov —dijo—. Desde que conocemos la revelación me encuentro tenso, Daniel. Saber que quizá mañana hayamos llegado al santuario y obtenido la Llave, sea lo que sea… casi diría que me angustia… Y si debo ser sincero, tu insistencia en acompañarnos tampoco me agradó demasiado. Ni Maya ni yo queremos que sufras más de lo que has sufrido…
—Lo sé. Maya intentó convencerme de que no os acompañara.
—Pero ahora me alegro de que estés aquí —concluyó Darby con voz grave.
No hablaron más. La noche sobrevino como la muerte: poderosa, totalizadora. Daniel no había conocido oscuridad tan absoluta, aquella en la que cerrar los ojos casi es una forma de luz. Solo Maya permanecía impávida cuando se reunieron alrededor de la hoguera, y hasta el curtido Svenkov parecía nervioso y caminaba como un animal esbelto y perfecto por la orilla cubierto por una camisa tan blanca que fulguraba en la opacidad de la noche.
El sueño de Daniel fue agitado. Creyó distinguir, al abrir los ojos un instante, diminutos resplandores en la sombra de uno de los arrecifes. Pensó que soñaba, hasta que la voz de Yilane, que hacía el turno de guardia, despertó a los demás.
—Son ritos tribales —dijo Svenkov poniéndose en pie, mientras Yilane señalaba las luces—. Hay tribus en los alrededores, nunca lo he negado, pero yo seré quien diga cuándo debemos empezar a preocuparnos, si no te importa.
Aunque Yilane no le agradaba, a Daniel le irritó el trato despectivo del polinesio. Se acercó a Yilane cuando las cabezas volvieron a reposar sobre la arena.
—No le hagas caso, es un estúpido —le dijo.
Yilane desvió la vista fugazmente para mirarlo y siguió oteando el horizonte.
Cuando despertó, supo de inmediato que sucedía algo.
El cielo de color rosa estaba limpio de nubes y una bola de luz incandescente se alzaba por un costado del mar, que empezaba a recuperar su azul. Había un silencio inmenso por el cual se deslizaba a toda prisa el sinuoso y moreno cuerpo de Svenkov, que hacía la última guardia.
—¡Fuera de ahí! —gritaba—. ¡Largo! —Corría hacia unas rocas enormes y grises que se alzaban en la orilla y llevaba algo en la mano. Al llegar a cierta distancia lo lanzó. Daniel creyó que se había vuelto loco.
La piedra trazó un arco invisible en el aire y rebotó contra las rocas.
Entonces aparecieron, con suprema calma, como si no les importara en absoluto la hostilidad de Svenkov: cuerpos morenos y delgados, ojos que no parpadeaban emergiendo de negras cuencas, lenguas moradas colgando del mentón, labios gruesos y oscuros… Tres machos. Daniel reprimió un grito y su respiración se cortó. Híbridos. Son así. Vio a Svenkov buscar otra piedra y tuvo una extraña reacción, como si el terror que le inspiraban aquellos seres necesitara refocilarse en sí mismo y odiara que el polinesio los atacara.
—¡Malditos indígenas! —murmuraba Svenkov.
Daniel se incorporó de un salto (al mismo tiempo veía otros cuerpos levantarse en la arena) y se acercó, paradójicamente impulsado por el miedo. Solo entonces creyó comprender. El anillo negro pintado alrededor de los ojos hacía creer que estos sobresalían, y lo que parecían lenguas y labios eran…
Una piedra acertó a uno de ellos en el brazo, pero el nativo no dio muestras de dolor. Svenkov volvió a agacharse para coger un nuevo proyectil, y en ese momento Daniel lo sujetó del hombro.
—¡Basta, Svenkov! ¡No nos atacan!
Svenkov se soltó con un simple tirón, y cuando ambos hombres volvieron a mirar solo vieron el paisaje. Había sucedido exactamente así: un parpadeo, y los jóvenes pintarrajeados aún se alejaban con tranquila parsimonia; otro, y sus cabelleras oscuras flotando al viento se convirtieron en maleza. La presencia de los visitantes pareció incluso disolverse en el recuerdo, como un sueño.
Svenkov se encaró con Daniel. La melena azabache le ocultaba medio rostro, pero la mitad que mostraba daba cuenta de la magnitud de su fiereza. Jadeaba, erguido y salvaje, como si el hecho de no haber podido arrojar aquella última piedra lo hubiese recargado con una energía que necesitara liberar respirando, y su torso perfectamente proporcionado y las suaves redondeces de sus músculos se agitaban con la respiración. Vestía dos diminutas y ceñidas piezas en colores azul, rojo y blanco, que parecían hechas de cuentas de cristal, y se adornaba con una pulsera de gruesas piedras verdes sagradas, y todo eso lo hacía resaltar casi como un dios. Le pareció a Daniel que el polinesio había sido diseñado para mandar y ser obedecido.
—No vuelvas a entrometerte en lo que hago, norteño —advirtió Svenkov.
—¡No eran enemigos, Svenkov! ¡Solo cuerpos diseñados con tatuajes en la piel!
—No me gusta que me espíen…
—Anoche había luces en los arrecifes, y les restó importancia… ¿Es ahora cuando ha decidido que debemos preocuparnos?
A juzgar por aquella forma de mirarlo, Daniel casi esperaba que Svenkov lo golpeara allí mismo, pero entonces oyeron una voz tras ellos.
—Daniel tiene razón —dijo Anjali, aproximándose—. Esos nativos no nos atacaban.
—Pero piensan que esta tierra es de ellos —replicó el explorador con frialdad—. Si no les enseñamos que deben tenernos miedo, acabarán atacándonos.
—No quiero entrometerme en sus decisiones, Svenkov —dijo Rowen uniéndose a Anjali—, pero ¿no cree que sería mejor no darles excusas?
—Más vale que ustedes no me las den a mí. —El tono del polinesio era amenazador—. Soy el jefe, el ariki, ¡y eso significa algo más que una simple palabra! —Y volvió a mirar a Daniel—. ¡Nadie debe contradecirme!
Maya y Anjali empezaron a protestar, pero una voz se alzó sobre todas.
—Estoy de acuerdo con el señor Svenkov —dijo Yilane sin inmutarse—. ¿Quién tiene más experiencia que él para servir de guía en la sagrada Tierra de Dios? —Hasta Anjali Sen pareció aceptar aquellas palabras—. Y esos nativos estaban espiándonos.
Svenkov, entonces, hizo algo inesperado. Dobló las rodillas y las clavó en la arena que las olas empezaban a lamer. Se llevó las manos al pecho.
—¡He aquí a Svenkov! —gritó—. ¿Qué es? ¡Un servidor de los norteños! ¡Un taurekareka a quien pueden humillar! ¡Pero lo único que quiere Svenkov es proteger la cordura de todos en esta tierra de locos! ¡Conoce el terror del mar y los arrecifes, y solo pretende salvar unas cuantas mentes norteñas! —Y se agitaba y gritaba como un animal grande y enfurecido, no carente de hermosura, mientras el agua convertía sus negros cabellos en una tinta insoluble.
Tras aquella especie de éxtasis se sentó en una roca con los ojos cerrados. No habló ni se movió durante una hora, y en esa pausa Maya sonrió junto al oído de Daniel.
—No culpes a Yilane por no defenderte: sus razones no eran religiosas.
—¿Qué quieres decir?
La muchacha lo «miraba» con párpados tan inmóviles como sus pecas, sin dejar de sonreír.
—No soporta que Anja te trate con amabilidad, ¿no lo has notado? Es evidente que quiere mantener con ella una relación de «amor»…
—Pensé que Meldon y ella…
—Ah, claro, es así. Pero Yilane no puede nada contra Meldon y se desahoga contigo. Sea como sea —agregó en un rápido susurro—, yo me preocuparía mucho más de nuestro querido guía…
—No me gusta cuando grita —dijo Daniel contemplando de lejos a Svenkov.
—A mí me agrada menos su silencio —repuso ella.
Poco después, el polinesio pareció animarse. Ordenó partir de inmediato y apuntó con el dedo a los que escogía, sin pronunciar otros nombres que «hombre biológico», «ciega» o «rubio» (por Daniel): Maya, Anjali, Rowen y Darby se encargarían de recoger el equipo; Yilane intentaría averiguar hacia dónde se había dirigido el grupo de indígenas; la tarea de Daniel consistiría en borrar las huellas del improvisado campamento, esparciendo en un rincón apartado de la playa los restos de la fogata.
Daniel obedeció sin protestar. Deshizo el círculo de pequeñas piedras, echó arena sobre las cenizas y cargó con las ramas aún no consumidas hasta el lugar que Svenkov había indicado, un trozo de playa cubierto de guijarros. No entendió por qué el explorador había elegido aquel rincón tan alejado hasta que oyó pasos a su espalda. Giró y recibió el golpe en pleno rostro. Cayó de costado sobre la grava y, al querer levantarse, Svenkov lo pateó.
—Si gritas, te mataré. —A la altura de los ojos de Daniel una larga culebra terminada en punta se desenroscó y restalló en el aire.
Intentó defenderse inútilmente manoteando, pero optó al fin por aguantar el castigo acurrucado sobre los guijarros o girando sobre sí mismo cuando los golpes se repetían sobre la misma zona. Apenas llevaba un faldellín de cintas y su cuerpo quedó a merced del látigo de Svenkov, que podía escoger con facilidad el objetivo. En su piel diseñada las señales se limitaban a tenues enrojecimientos, pero escocían como quemaduras. De todas formas, Daniel sentía que Svenkov era realmente capaz de matarlo si llamaba a los demás.
De repente el chasquido del látigo se interrumpió. Daniel alzó la cabeza, con el rostro manchado de arena y lágrimas. No había oído a Yilane acercarse, y apenas lo vio alzar la rodilla. Svenkov se dobló por la cintura y cayó sobre la arena con un gruñido.
—Eres el jefe y lo acepto —espetó Yilane—, pero nosotros te contratamos a ti, imbécil, no al revés. —Tendió una mano a Daniel y lo ayudó a incorporarse. Enseguida se volvió para prevenir una posible represalia de Svenkov. Sin embargo, el explorador se limitó a levantarse y sacudirse la arena.
—Buen golpe —reconoció. Parecía incluso de buen humor—. Pero tu amigo el rubio necesitaba una lección… ¿Tú eres su protector?
—En cualquier caso, no soy el tuyo. —Yilane se había atado el pelo en la cabeza. Daniel veía perfectamente su tatuaje en la espalda—. No vuelvas a golpearnos, Svenkov. A ninguno de nosotros.
Oyeron la voz de Rowen, llamándolos, y Svenkov les lanzó una última mirada, recogió el látigo y comenzó a caminar en dirección a los demás.
—Tenías razón —dijo Yilane a Daniel, sonriendo—. Es un estúpido.
Mirando al joven creyente, Daniel pensó que, después de todo, era posible que Yilane y él se hicieran amigos.
Pero, del mismo modo, supo que, a partir de ese momento, tendría que considerar a Svenkov como enemigo.
—Escuchad.
Yilane, que iba delante de Daniel, se había detenido y alzado la mano.
Se hallaban en un paso especialmente denso, con raíces mohosas sobresaliendo de la tierra como dedos retorcidos. Lo más llamativo era aquel sordo rumor. La expresión del joven creyente era extática cuando volvió a hablar.
—Es «El Sostenido Rumor del Agua en medio del Antinatural Silencio»…
—¿Qué significa eso? —preguntó Daniel. Fue Darby, jadeando tras ellos, quien respondió.
—Yil se refiere al momento en que el protagonista del Décimo llega al pueblo de pescadores en el vehículo y escucha el rumor de una cascada en el «silencio antinatural». Muchos creyentes opinan que ese silencio anticipa la aparición de híbridos…
—Pero no hay silencio, todo lo contrario —objetó Daniel—: todo está lleno de extraños ruidos…
—Por eso es «antinatural» —replicó Yilane con tono de suficiencia, como si la conclusión fuera obvia—. Los creyentes somos capaces de percibirlo. —Se había detenido junto a un árbol y miraba a Daniel desdeñosamente. Daniel pensó que no podía haber mayor contraste entre el esbelto y exacto cuerpo del joven y las retorcidas líneas de la vegetación que lo rodeaban.
En verdad, hasta la selva diseñada de Sentosa parecía pintada sobre un papel en comparación con aquel laberinto donde todo crecía, buscaba aferrarse, extenderse. Allí donde podía haber vida la había, aunque fuese inútil o inservible, incluso absurdamente fea, y allí donde había espacio para moverse, las cosas desplegaban pequeñas patas, agitaban escamas o alas. La vegetación era una enfermedad verde que producía múltiples excrecencias en la piel de la tierra. Gorgoteos, risitas de niños, susurros y diálogos incomprensibles cruzaban velocísimos en el aire. Daba la impresión de que, despojada de diseño y observada de cerca, la vida en una selva no diseñada era tan solo un hervidero de horrores.
Llevaban varias horas de fatigosa marcha, tras dejar el aéreo camuflado bajo ramas según las instrucciones de Svenkov. Este había asegurado que el santuario no se hallaba lejos, pero las distancias se hacían confusas entre aquellas murallas vegetales. Y tampoco era fácil moverse rodeados de criaturas sin diseño. No es que ninguna de ellas se acercara demasiado a los diseñados (paradójicamente, era Darby quien más padecía el constante revoloteo de los insectos, aunque era el único que se hallaba vestido por completo), pero el simple hecho de contemplarlas, con sus grotescas formas y anómalas conductas, hacía pensar en la creación de una mente enferma. Todas eran pequeñas, a diferencia de las criaturas bíblicas, pero ¿quién podía afirmar que no existían ejemplares de mayor tamaño? ¡En verdad, para Daniel, no solo el silencio era «antinatural» allí!
Anjali Sen miró a Svenkov.
—¿Hay una cascada cerca?
—Hay un río con varias —aseguró Svenkov.
—Necesito ver ese lugar —pidió Yilane.
—¿Podría ser peligroso? —inquirió Anjali Sen.
—No más que cualquier otra cosa por aquí —dijo Svenkov muy tranquilo—. El río se encuentra en nuestro camino, de todas formas…
El único que parecía adaptado al entorno era Svenkov. Claro que contaba con ventajas: lo que Daniel había tomado por un simple adorno en su cuello —una especie de colgante— le servía de alguna forma de brújula. Svenkov lo consultaba de vez en cuando y cambiaba de rumbo en medio de la espesa vegetación. A ratos cantaba: extrañas palabras mecidas en viejas melodías. Gustaba de ir acicalado, las breves franjas de vestuario inmaculadas atadas a su alta y delineada anatomía y el lacio pelo negro muy peinado. En ocasiones capturaba algún insecto, aduciendo que en la ciudad los vendía a los de su linaje, que se hacían adornos y joyas con sus caparazones. Su figura era inquietante y bella a partes iguales, y Daniel se sentía a la vez atraído y repelido cuando lo miraba.
Ni Yilane ni él habían hablado a los demás de la pelea con Svenkov. Había sido el polinesio quien, a los pocos minutos de iniciar el camino por la selva, se había rezagado para poder acercarse a Daniel.
—Siento haberte golpeado, manuhiri —le había dicho—, pero la única manera de sobrevivir en sitios como este es seguir las órdenes estrictas de un jefe. No obstante, exageré con la disciplina. Te pido disculpas.
Daniel había estrechado su mano sin creer una sola palabra de lo que decía. El mensaje seguía siendo: «El único que importa soy yo». Pese a todo, aceptó su oferta de paz. Deducía que el punto débil del polinesio era intentar compensar su miedo con extravagancias. Al igual que Yilane, Svenkov mantenía la ilusión de encajar más en aquel mundo que el resto, pero se trataba solo de su disfraz. En realidad, era una criatura tan ajena a la vida no diseñada como cualquiera de ellos. Solo los tres nativos que había visto por la mañana habían parecido a Daniel adaptados al entorno.
Reanudaron la marcha y el rumor creció hasta parecer que los rodeaba. Los árboles empezaban a escasear abriéndose a un claro inundado de sol tras un muro de altas piedras. Yilane soltó la mochila y trepó ágilmente a una roca, agarrándose a la rama de un tronco inclinado. Su voz delató la emoción que sentía.
—«El agua del río era abundante —recitó— y pude ver dos vigorosos tramos de cascadas…».
Daniel pensaba que el escenario daba pie a recordar la Biblia.
La cascada más grande se derramaba en una cristalina curva al caer al torrente, una cortina centelleante con flecos de espuma. Había otras de menor tamaño en ambos extremos, situadas a distintos niveles. Flanqueando los márgenes, un terreno embarrado y enormes helechos de tallo plateado. Insectos fulgurantes que parecían hechos de cristal atravesaban el aire como agujas relumbrando.
Svenkov ordenó un descanso, y Daniel acompañó a Yilane hacia el cauce. Rowen y Anjali se apresuraron a seguirlos. En la orilla contemplaron con reverente respeto los atronadores dedos líquidos repicando sobre el lecho de burbujas, como un gran diamante desmenuzándose en poliedros fríos. Era una visión extraña, casi mística, que reproducía el escenario bíblico. Yilane entonó susurrantes plegarias mientras movía los brazos.
Daniel estaba aturdido y temeroso. He vivido lo suficiente para llegar a ver estos lugares terribles, se dijo. Pero ¿dónde están la Verdad y el Amo?
El único que manifestaba su desacuerdo era Darby:
—No creo que esto tenga nada de «antinatural»… Es agua que cae de una roca.
—Hablamos de «descontrol», Héctor —señaló Rowen como intentando demostrar que estaba acostumbrado a lugares así—. Las criaturas biológicas pueden no haber sido diseñadas, pero están controladas… El agua desplomándose desde esos peñascos es fruto del caos, como señala la Biblia.
—Quizá veamos híbridos —dijo Yilane.
A modo de réplica se oyeron aullidos desde las copas de dos palmeras anormalmente unidas en su raíz. Pero Daniel pensó que llevaban oyendo gritos así desde que habían iniciado la marcha.
—Híbridos… —Darby resopló, secándose el sudor de la calva—. ¿Quién los ha visto realmente? ¿Tú, Yilane? ¿Seres no diseñados, unión de peces y hombres, de ojos saltones, piel fría y membranas en los dedos? ¡Seamos sinceros! ¿Los ha visto alguien?
—La Biblia los menciona… —dijo Yilane.
—¡Pero no hay datos fiables al respecto!
Nadie replicó. A Daniel le parecía que Darby no contaba con ningún apoyo en su escepticismo. Pensó, por otra parte, que si la naturaleza imitaba a la Biblia, ¿no demostraba eso que esta tenía razón?
—¿Qué le pasa? —oyó la voz de Svenkov de repente. Señalaba a Maya.
En contra de lo que venía siendo habitual desde que el viaje se iniciara, Maya Müller había dejado de pasar inadvertida. Hasta ese momento había ocurrido como si su ceguera se contagiara también a quienes la veían, pero en ese instante todas las cabezas giraron hacia ella. Tras dejar la mochila, las armas y su corto atuendo en el suelo trepó ágilmente a una gran roca junto a la orilla y permaneció quieta durante el lapso de dos parpadeos, los pies juntos, las manos en los muslos, una figura de color carne contrastando con el fondo verde castaño. Luego se volvió hacia ellos.
—Hay algo —dijo mientras bajaba de la roca y cogía las armas—. Un peligro. Cerca.
—No era necesario que subieras ahí para decir eso —replicó Svenkov con desprecio—. Esto es selva no diseñada, ciega. Está llena de peligros.
—Es mejor que la crea, Svenkov —aconsejó Darby—. Nunca se equivoca.
Los demás estaban sacando las armas. Svenkov no se lo pensó dos veces y extrajo de la mochila un grueso artilugio de dos cañones, largo como su brazo, atemorizador y vistoso como él mismo. Lo revisó y enfundó en un cinturón que dejó colgar de la cadera. Tras aguardar un rato ordenó que Rowen y Anjali inspeccionaran un extremo del río y Yilane y Daniel el otro.
Con su cuerpo y pelo chorreantes, Yilane pisaba el barro del margen avanzando cautelosamente.
—Siento que soy «observado con propósitos malignos, desde todas partes, por ojos fijos que nunca parpadean»… —citó Yilane el Décimo en voz baja—. ¿Y tú?
Daniel estaba pensando en una respuesta cuando de pronto aparecieron.
Los vio antes de oírlos.
Ojos saltones. Labios gruesos y anormalmente violáceos. Manos que se abrían para descubrir membranas entre los dedos. Mejillas que brillaban como el vientre de un pez. La vegetación se transformó en todo eso.
Supo que esa vez no se trataba de tatuajes. Pero no le importaba lo que fuera. Sintiendo un horror y repulsión indecibles disparó al más cercano y brotó sangre del pecho de la criatura.
—¡Vete, Daniel! —gritó Yilane. Peleaba sin armas, y derribó a varios de un solo golpe—. ¡Son demasiados!
Era cierto. Salían de todas partes: de los helechos gigantes, de lo alto de las ramas, de las rocas, del río. No usaban armas de fuego sino mazas o clavas, pero las manejaban con terrible habilidad. Daniel retrocedió disparando lejos de Yilane, para no herir lo. Aliviado, comprobó que la mayoría de sus enemigos optaba por cambiar de rumbo, pero no le tranquilizó ver que se agregaban a la lucha contra Yilane, que empezaba a ceder abrumado por el número creciente. Dos de ellos se acercaron sosteniendo una especie de piel de animal o capa. Mientras era aferrado de brazos y piernas, el joven creyente miró de nuevo a Daniel.
—¡Vete! —chilló.
Daniel se percató de que se hallaban a cierta distancia del combate principal. Estaban solos. Yilane está solo.
Cuando volvió a mirarlo, ya no lo vio. La capa o piel estaba ahora arrollada sobre sí misma y se movía y saltaba sobre la tierra con gestos frenéticos. Las criaturas intentaban sujetarla. Daniel comprendió que habían envuelto a Yilane en ella. Quieren capturarnos vivos. El recuerdo de la historia de Shane Davenport atravesó su memoria, más veloz y destructivo que las balas.
Tomó la decisión en ese instante, y avanzó hacia los seres con el arma en alto. Era un suicidio y lo sabía: nunca podría derrotarlos a todos. Sin embargo, tampoco huiría abandonando al creyente a su suerte. Disparó a unos cuantos, hasta que uno logró aferrar su brazo con una mano rugosa y fría.
Entonces una sombra pegajosa cubrió el sol sobre su cabeza y lo sumió en la oscuridad.
Maya Müller detectaba algo extraño en sus oponentes, pero no le interesaba averiguar qué era. Por el momento, lo único que quería era matarlos.
Aunque solo usaban mazas, acababan de demostrarle lo peligrosos que resultaban desarmándola de un solo golpe, de modo que decidió hacer que se confiaran y retrocedió hasta unas rocas.
Dos de los seres la embistieron. Percibió que sus direcciones no eran opuestas ni su ataque perfectamente simultáneo, por lo que no se estorbaban entre sí: aquello también demostraba experiencia. Calculó el instante exacto y se agarró a dos ramas que se entrecruzaban sobre su cabeza. En ese momento todo su mundo era una blancura ciega con un par de líneas trazadas en el cielo. Giró, se balanceó y golpeó a uno de los guerreros con el talón, pero la maza del otro la atrapó como a un pájaro en pleno vuelo arrojándola contra la roca.
Se reprochó el error. Su adversario contaba ahora con ventaja y se aproximaba por la espalda. No solo uno: oía varios pasos. Supo que intentar contraatacar sería, quizá, la última equivocación que le permitirían cometer. Tensó los músculos.
Los golpes la aplastaron contra la roca. Los soportó como pudo. Las mazas iban y venían a un ritmo salvaje, como si intentaran superar el obstáculo de su carne y hundirse en la piedra. Cuando era arrojada a un lado, otro golpe la enviaba hacia el opuesto. Al fin cayó de rodillas y solo entonces se detuvieron. Sintió que una mano aferraba su pelo. El tirón le hizo crujir las vértebras. Braceó para liberarse, pero las mazas volvieron a caer sin piedad obligándola a permanecer inmóvil.
Fue arrastrada. El suelo se hizo pastoso bajo ella. Supo que la habían llevado hasta el margen de barro del río. Allí la mano la soltó.
Percibió que había quedado al cuidado de uno solo de los guerreros: el resto, sin duda, optaba por los adversarios aún no derrotados.
Había silencio, sus atacantes no hablaban. De pronto el guerrero que la custodiaba le dio la espalda, quizá pensando que ya no debía preocuparse más de ella.
Quizá murió pensando eso.
La muchacha cogió la maza de la criatura que acababa de abatir y corrió hacia el estrépito del combate. ¿Qué había ocurrido con los demás?
Darby… Había caído envuelto en ¿qué? Una especie de piel pegajosa. Puede que ileso, pero fuera de combate. No percibía a Daniel ni a Yilane. ¿Y los otros?
Esperaba que, al menos, uno de ellos quedara en pie, pero decidió luchar como si estuviera sola.
La pistola de dos cañones de Svenkov sonaba como un trueno pulverizando cuerpos y árboles. Llevaba una ristra de perlas explosivas envolviendo su cintura y muñeca derecha, y recargaba el arma con suma destreza.
Meldon Rowen también había reaccionado con rapidez. Svenkov lo vio de refilón y pensó que el empresario podía ser cualquier cosa menos un inútil acostumbrado a sus riquezas: había atrapado a uno de los guerreros y lo mantenía como escudo frente a los demás, colocándole la pistola en la cabeza. La maniobra, sin embargo, no frenaba a sus enloquecidos adversarios, y peor aún, Rowen se dirigía de espaldas hacia un terreno fangoso y resbaladizo. Perdería, se dijo Svenkov, pero al menos admiró su coraje.
En peor situación se hallaba Anjali Sen. Una capa de piel sintética untada con una sustancia adhesiva la mantenía casi inmóvil en el suelo, bocabajo. Uno de los guerreros que le habían arrojado la piel —había matado al otro— se acercaba sosteniendo una maza. La maza se alzó, trazó un arco vertiginoso. Anjali giró, envolviéndose en la piel que la ataba. Algo esparció tierra sobre su pelo. Continuando el giro, proyectó ambas piernas contra las de su agresor, haciéndole perder el equilibrio, y siguió pataleando para soltarse de la pegajosa superficie, solo para quedar de nuevo inmóvil ante el filo cortante de una clava que rozaba su garganta.
Un pie desnudo se apoyó sobre la piel que la envolvía. Su captor la miraba sin emociones con aquellos ojos fijos en el rostro de labios hinchados.
Anjali estaba decidiendo qué hacer a continuación (no tenía tiempo de usar su creencia) cuando una detonación abatió sobre sus párpados un grumo espeso. Al abrir los ojos vio el cuerpo desplomándose. Svenkov alzó su pistola humeante en un gesto que indicaba: «Me debes una».
De pronto Anjali comprendió que, increíblemente, estaban ganando: en aquel momento Maya Müller lo confirmó con un feroz golpe.
Ayudada por Svenkov, terminó de deshacerse de la pegajosa trampa y buscó a Meldon Rowen, ansiosa.
Lo vio por fin, recostado en la hierba. El truco del rehén no había funcionado: tenía una herida en el torso y sangraba.
—Te pondrás bien —dijo Anjali examinándolo—. Es un corte superficial. —Rowen la miró y sonrió, respirando fatigosamente.
—¿Cómo están los demás? —preguntó.
Maya había liberado a Darby. Yilane y Daniel no aparecían. La inquietud se apoderó del grupo.
Alrededor de ellos se extendía un cementerio de cuerpos oscuros y rostros deformes. Sin decir palabra, Maya se agachó y palpó un cadáver. Seguía percibiendo algo extraño. Hundió los dedos en sus facciones. Alguien —quizá Rowen— exclamó algo. Se oyó un desagradable ruido de desgarro y Maya alzó la piel arrancada. Hizo lo mismo con una de las manos membranosas. Los demás contemplaron ambos objetos en un silencio asombrado.
—Ahí tenéis vuestros «híbridos»… —masculló Darby.
Las máscaras parecían elaboradas en un material gomoso que se amoldaba perfectamente a la piel, y habían sido pintadas de manera similar, con grandes ojos azules y labios gruesos. Los guantes con membranas interdigitales eran más toscos. Por lo demás, los verdaderos rasgos de los guerreros eran polinesios.
—Forman parte de una tribu de las cuevas —dijo Svenkov—. Se disfrazan así, a imitación de los híbridos anfibios del Décimo, a los que adoran… Querían capturar esclavos, probablemente. Actúan bajo las órdenes de los creyentes de su clan.
Tres pares de ojos fatigados y sucios lo observaban, pendientes de sus palabras. Pero la única que habló tenía los ojos cerrados.
—Ya lo sabías, ¿no es cierto, Svenkov?
El polinesio alzó una fina ceja con expresión de astucia. Maya Müller dejó caer la máscara y el guante y cogió la clava. Su figura, vestida de barro y sangre, parecía más salvaje que las de sus víctimas.
—De algún modo sabías que iban a atacarnos —dijo—, por eso ordenaste que nos detuviéramos aquí… Me pregunto si fuiste tú, incluso, quien los avisó de nuestra presencia con ese colgante-transmisor de tu cuello…
—No sé de lo que hablas, ciega —repuso Svenkov, desabrido—. Me he jugado la vida tanto como vosotros…
—¿Por qué lo hiciste? —continuó ella como si no lo hubiera oído, y aunque hablaba con calma mostraba los dientes—. ¿Pretendías librarte de Yil y Daniel? Me pareció que en la playa tuvisteis un altercado… ¿Es tu modo de vengarte?
—¿Pensáis eso de Svenkov, que…? —comenzó Svenkov un nuevo rito de quejas que Darby interrumpió, jadeante.
—Sea como sea, tendremos que rescatarlos.
—¿Rescatarlos? —Svenkov los miró con incredulidad—. Esa tribu no perdona a sus prisioneros… Los van a matar antes de que terminemos de hablar. —Y les dio la espalda mientras agregaba—: Si tienen suerte, ya estarán muertos.