Tinieblas
Estaba rodeado de absoluta oscuridad.
Densísima, sin fisuras. Una placa negra delante de los ojos.
Intentaba conciliar un sueño imposible, echado sobre aquella tabla y envuelto en una aceitosa crisálida de sudor. Pero era la negrura lo que le aturdía, lo que ponía a prueba sus nervios, afilados por los acontecimientos de una jornada agotadora.
No cedas tan pronto, se dijo Daniel Kean. Es lo que todos esperan.
En su mente estallaban fulgores de imágenes, el recuerdo de los sucesos que lo habían llevado hasta allí.
Nada más llegar supo que aquel país era, en efecto, el peor de lodos cuantos había conocido, incluyendo la Zona Hundida.
No podía decirse que no le hubieran advertido: primero Maya Müller en Sentosa, luego Meldon Rowen mientras el aéreo comenzaba a descender. Le gustaba al empresario señalar los «momentos especiales» con sus palabras bien moduladas, y en ese instante se levantó de su asiento en la cabina de tripulantes y se dirigió a todos.
—Estamos llegando a Nueva Zelanda y debemos distribuirnos las tareas. —Daniel recordaba el brillo de su traje rosado con chaqueta de solapas anchas y una túnica en forma de pantalón, y cómo los bucles negros de su melena ocultaban parcialmente las solapas—. Aterrizaremos en la ciudad de Wellington, justo en el istmo central que une las dos mitades de la Gran Isla. Casi todos conocemos la ciudad, salvo Daniel. Por eso estas palabras tienen la finalidad de informarle en especial a él. —Y Rowen fijó sus ojos verdes enmarcados en aquel rostro moreno y perfecto en Daniel—. Esta es la Tierra de Atua, Daniel, la Tierra de Dios. Sus poblaciones poseen una antigüedad remotísima y algunas persisten tal como la Biblia las menciona. Apenas hay vigilancia ni control. La naturaleza no ha sido diseñada aquí. Sentirás cosas, es imposible que no las sientas. Se trata del miedo natural y humano ante lo remoto y lo antiguo, el terror que genera lo puramente salvaje y la proximidad del mar y el bosque no diseñados, las Tallas y el Puerto… No debe preocuparte ese miedo. Todos lo experimentamos, no solo tú, pero el miedo solo importa cuando su origen se hace real, y no es de esperar que tal cosa suceda en Wellington… Ciertamente, nuestro destino se encuentra mucho más lejos que esta simple ciudad, y mientras nos hallemos en Wellington estaremos prácticamente seguros… —Se dirigió a los demás e inició un breve debate sobre las tareas de cada cual. Por último, con una sonrisa de ánimo, añadió—: Recordadlo, vamos a encontrar la Llave. Es lo que el doctor hubiese dicho si estuviera con nosotros…
Daniel vio a Héctor Darby bajar lentamente la cabeza.
La expresión del rostro del doctor Schaumann, sus ojos dilatados y la rigidez pálida de su figura con manos abiertas y crispadas hablaban de una agonía más allá de la cual no podía conocerse nada más. Su corazón latió hasta el final, y a partir de ese punto todo era enigmático. Y estaba bien que así fuese, pues la ignorancia es la condición humana que la Biblia bendice, esa «isla de ignorancia» en medio del mar de oscuridad.
Una muerte natural es una pregunta sin respuesta. El Noveno Capítulo habla de un hombre que, aparentemente, fallece por la descarga de un rayo, o al menos tal es la «creencia común» que los «curiosos investigadores» apoyarán casi sin reservas. Pero el Capítulo ofrece otra explicación más ominosa, relativa a amenazas indescifrables que moran en las tinieblas. Se interpreta esta inquietante fábula como la actitud más aconsejable ante la muerte imprevista: una mezcla de desconfianza, miedo y resignación. Las tres emociones pugnaban por abrirse paso en el semblante desconcertado de Héctor Darby, para quien la repentina desaparición del doctor había sido más cruel que para el resto.
Daniel, desde el principio, quiso hacer compañía a Darby, y se reunió con él en el salón donde tendrían lugar las exequias, una cámara inmensa y redonda, que hacían mayor dos gigantescos espejos de pared con marco de oro puestos frente a frente. Contemplando la réplica infinita de uno mismo se sobrellevaba mejor la muerte de otro: tan extraña idea se le ocurrió a Daniel Kean. Darby, lloroso, le contó los detalles que ignoraba.
—Aún no puedo creerlo… Estuvo encerrado en su habitación toda la tarde, desde que os marchasteis Maya y tú a cabalgar…
Yo… ni siquiera pensé en él hasta que anocheció. Deseé preguntarle entonces algunas cosas sobre el plan del viaje, ya sabes, aquello que a Brent le gustaba preparar con antelación… Tan cuidadoso como era… ¿Qué estaba diciéndote?
—Que deseaste preguntarle algunas cosas sobre el viaje —susurró Daniel sentado en el reposabrazos del sofá que ocupaba Darby para poder estar más cerca de este.
—Sí… Subí a su cuarto, pero ya se había ido. Los sirvientes me dijeron que había bajado al jardín…
—Yo había quedado con él en dar un paseo a las diez.
—No, bajó mucho antes… Ya lo habían encontrado cuando salí… Los vigilantes solo sabían que había estado caminando un rato entre las estatuas de ébano y, cuando volvieron a verlo, se hallaba en el suelo… Yilane fue el primero que lo examinó, y dijo lo mismo que el médico de Rowen: un fallo del corazón.
¿Y qué otra cosa podía ser, tratándose de un cuerpo diseñado?, pensaba Daniel. Recordaba, además, que el doctor le había comentado que tenía una «lesión».
El funeral fue rápido pero completo. Rowen lo anunció con solemnidad: el doctor contaría con una ceremonia a su altura, por mucho que amigos como Darby no lo desearan o que la premura del viaje del día siguiente aconsejara la brevedad. En cierto modo, el empresario se consideraba «responsable», ya que Schaumann había muerto en su casa. Tres ritualistas cantaron que el espíritu de Schaumann escogería el camino de la luz y se ría transportado a la ribera verde del Primer Capítulo y no a la Ciudad tenebrosa del Segundo, y un bailarín con guantes y faldellín rojo danzó al ritmo de los cánticos. Un nicho tallado en una enorme pieza de oro acogía el cuerpo del doctor, colocado en posición sedente, como una especie de ídolo, con las manos entrelazadas en el pecho y las rodillas juntas. Se dijeron las frases usuales: «Hemos perdido a un amigo y a un gran científico», o: «Los demás debemos proseguir con la tarea, es lo que a él le gustaría». Se repartieron máscaras y mantos, Rowen recitó el Efficiunt y los lacios y bonitos cabellos del doctor empezaron a resplandecer. En los ojos enmascarados de Daniel persistió la mirada y la expresión de Schaumann durante un instante después de ser devoradas por el fuego. Ya desnudos los rostros, Daniel advirtió consternación en Anjali Sen, Meldon Rowen y Yilane, y cierta frialdad en Maya.
Pero nadie expresó la tragedia como lo hizo Héctor Darby.
Schaumann carecía de familiares cercanos, y Darby fue el encargado de recibir sus cenizas en una hornacina repujada. En ese instante tuvo una crisis. Estallando en fuertes sollozos, alzó la voz:
—¡Ahora, que estábamos tan cerca…! ¡Precisamente ahora! ¡Por favor…! ¡Mi pobre y dulce Brent!
Todos los asistentes, incluyendo ritualistas y bailarines, lo contemplaron con una curiosidad no exenta de miedo. Daniel pensó que era extraño ver llorar al hombre biológico: hasta qué punto perdía su apariencia, en contraste con la inalterable perfección de los diseñados. Tuvo compasión por él, y pensó en Bijou.
Solo cuando logró recalar en el lecho esa madrugada, apenas un par de horas antes de subir al aéreo, recordó su cita con Schaumann. El doctor había muerto sin revelar qué era lo que le preocupaba tanto, por qué deseaba repetir su examen «fuera de casa». Daniel se propuso hablarlo con Darby, pero luego lo olvidó, distraído por el pavor de la ciudad de Wellington.
Tejados picudos, campanarios de iglesias abandonadas, hastiales, puertas labradas y ventanas de rombos otorgaban un ominoso aire bíblico a Wellington, y la presencia insoslayable del nauseabundo mar lo acrecentaba. Ni en el aeropuerto ni en la ciudad parecía haber gente. La noche se extendía sobre las calles solitarias y mal iluminadas convirtiéndolas en estanques de sombras.
Se encaminaron hacia la zona del Puerto. Se llamaba así, pese a que no había naves marinas (apenas las había en ningún lugar) ni existía actividad comercial de ningún tipo, solo era un muelle de piedra legamosa cuyo nombre contenía connotaciones religiosas. Maya y Yilane se separaron del grupo para conseguir el equipo en un viejo almacén, mientras Rowen dirigía a los demás a un Lugar de Reunión para encontrar un buen guía. Los Lugares de Reunión no eran los antros estrepitosos que Daniel había esperado sino salas decoradas con sombras donde grupos reducidos charlaban en voz baja. Había cortinajes blancos que ocultaban paredes enteras, frente los cuales los recién llegados eran examinados por las miradas de los clientes. Sin embargo, nadie parecía interesado en nadie.
Esculturas de rostros oscuros y cuerpos retorcidos se alzaban por doquier, dentro y fuera de los Lugares. Darby se detuvo bajo una de ellas y la señaló a Daniel.
—Son las Tallas —explicó.
—¿Qué representan? —Daniel estaba estremecido.
—¿Quién puede saberlo? Son demasiado antiguas y su significado exacto se ha perdido. ¿Acaso el dolor o el miedo del encuentro con Dios? Mira esos ojos grandes, pavorosos… Podrían ser encarnaciones humanas de la divinidad. Lo cierto es que hay muchos rostros como estos esculpidos en piedra a lo largo de varias islas del Pacífico, algunos de increíble antigüedad. Se discute si podrían ser incluso anteriores a la caída del Color… Pero estoy hablando como el pobre Brent… Solo quería decirte que esto es lo que nos ha traído hasta aquí, Daniel… Estas Tallas se conocen como las representaciones de la Máscara y las Manos. Hay un lugar sagrado en Nueva Zelanda, al sur de la región llamada Otago, más allá de la ciudad de Dunedin, con un santuario de piedra que representa una máscara y unas manos. Cuando mencionaste esas palabras estando inconsciente supimos lo que quería decirnos Kushiro: sin duda, ese es el lugar donde encontró la Llave, y donde puede estar todavía…
—Pero ¿y el resto de las frases? «Escalera de metal»… «Ángulo en el techo»…
—Anja y Meldon aseguran que lo sabremos todo cuando lleguemos. Pero no es fácil encontrar el santuario, por eso necesitamos un guía que conozca bien el terreno…
—Puedo llevaros a alguien que conoce a los mejores guías —dijo inopinadamente una voz a su espalda.
Era un joven de largo cabello castaño. Vestía adornos tribales: collares de piedras verdes, un cinturón de placas, calzas de piel, brazaletes. Su sonrisa le iluminaba el rostro.
—Creo que estáis buscando guías para viajar a Otago, ¿no es cierto? —dijo—. He oído a vuestros amigos preguntar en el piso superior, pero no encontrarán a nadie dispuesto a emprender el camino mañana, menos en los días previos a Halloween.
—Tenemos oro —advirtió Darby.
—El oro no compra el miedo de los hombres —repuso el joven desconocido sin dejar de sonreír. Era, sin duda, un nativo. Daniel creía percibir los rasgos diseñados de la raza polinesia en sus facciones—. Pero a cambio de un poco de ese oro puedo presentaros a alguien que os recomendará al mejor de los guías…
Darby se animó con aquella inesperada propuesta.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Yuli.
—Bien, Yuli. ¿Dónde vas a llevarnos?
—No está lejos. Queda en el mismo puerto.
—Deberíamos avisar a Meldon y Anja —dijo Daniel en voz baja, pero Darby se mostró impaciente.
—Perderíamos tiempo. Meldon me dio algo de oro para pagar el alojamiento en Wellington. Lo usaré. Les llamaremos si obtenemos éxito.
Siguiendo la figura de largo y lacio pelo castaño y esbelto cuerpo atravesaron una plaza flanqueada de casas de tejado picudo a dos aguas, a imitación de la sagrada arquitectura de las ciudades coloniales. A pocos pasos el olor del mar se hizo intenso, pero la noche lo había convertido en simple vacío. El lugar, en efecto, no estaba lejos. Era un edificio enorme, casi desproporcionado, de paredes curvas que revelaban su espantosa antigüedad. Varias Tallas junto a la entrada atrajeron la atención de Daniel. En la base de una podían leerse, en idioma universal y polinesio, los dos versos que abren el Noveno Capítulo:
He visto el sombrío universo abierto,
donde los negros planetas giran ciegamente.
Darby le señaló otro, en este caso escrito solo en polinesio a los pies de una segunda Talla.
—«Kamate. Ka Ora —recitó—. Tenei te tangata / Puhuruhuru». Significa: «Es la muerte. Es la vida. Es el temible ser que hace que brille el sol». Hablan de Dios… Ya sé qué es este lugar… —Antes de que pudiera añadir nada más señaló la puerta de entrada—. Yuli nos llama…
El silencio y la oscuridad eran tan vastos como el vestíbulo al que accedieron. El joven se dirigió a un guardián de linaje polinesio y cabello rizado que cruzaba las piernas enfundadas en botas sentado en el oscuro recinto. Tras hablar con él un instante se volvió hacia Darby.
—Mi compañero quiere lo mismo que me vais a pagar a mí.
Darby aceptó, y tras el intercambio de oro Yuli se dirigió grácilmente a una puerta de doble hoja al fondo.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Daniel Kean.
—Ya lo has oído: el sitio donde se encuentran aquellos que conocen a los mejores guías —respondió Darby.
—¿Qué sitio es?
—Un manicomio, por supuesto.
Al cruzar la puerta, Daniel pensó que soñaba. Era un jardín similar a la ordenada jungla de Sentosa, a plena luz del día. Hacía calor, y la ceñida ropa de Daniel —chaqueta de cremallera y pantalones de malla— parecía impropia en aquel ambiente.
—Es una atmósfera artificial —advirtió Darby—. Los locos no soportan la oscuridad ni el mal tiempo.
Yuli se introdujo por una solitaria vereda. Daniel movía la cabeza de un lado a otro mientras caminaba.
—Esto no parece un manicomio…
—Hay muchos lugares que son manicomios sin parecerlo, Daniel —replicó Darby—. Además, no juzgues por lo que has visto en el Norte. Ya sabes que la Biblia permite deducir que la locura es una consecuencia directa de la sabiduría. Los locos han contemplado más cosas que los cuerdos, y de alguna manera poseen una visión más amplia, prismática, como las facetas de esa piedra llamada Trapezoide cuya contemplación, en la fábula del Noveno Capítulo, provoca los sueños del protagonista y despierta al ser que yace en las tinieblas. Por eso deben ser recluidos, porque son puentes entre la oscuridad y la luz. En el Norte se les tiene por visionarios mientras que aquí, en el Sur-Este, son, más bien, lo opuesto.
—¿Lo opuesto?
—No ven visiones: las producen. Mirándolos, te asomas a lo oculto. Por eso nunca debes mirar a los ojos de un loco, dice la leyenda. La metáfora del Trapezoide es correcta. Los locos son como piedras talladas de mil maneras distintas, y cuando los contemplamos accedemos al mundo de tinieblas que se encuentra al otro lado…
—¿Y tú crees en esa leyenda?
—No, pero no quiero ser el primero en arriesgarme —repuso Darby.
Yuli se había detenido junto a un estanque de agua muy azul y hablaba con un hombre vestido con una ligera túnica transparente y adornado de brazaletes. Su piel era tan blanca que Daniel estuvo seguro de que podría ser usada para escribir un largo texto y que todas sus palabras resultaran comprensibles.
—Yo no puedo continuar más adentro —explicó Yuli dirigiéndose de nuevo a ellos—. Él es el ariki del centro y os guiará. Se llama Evengel. Suerte. —Se despidió con un reverencia después de que Darby le entregara la pequeña cantidad de oro estipulada.
—¿Habéis estado alguna vez con locos? —preguntó Evengel—. No les miréis a los ojos. Es tapu.
—Ya se lo he dicho —comentó Darby.
La esbelta silueta los guio por sombrías veredas y plazuelas rodeadas de flores. Daniel contempló a varias personas sentadas en bancos o en el suelo. Eran cuerpos diseñados, más o menos igual de bellos que los de cualquier otro hombre o mujer. De hecho, Daniel ni siquiera estaba seguro de si se trataba de locos o empleados. Su confusión aumentó cuando Darby le dijo que ser empleado no significaba necesariamente no estar loco.
—Siempre he creído que la realidad la establece quien la ve —dijo Darby—, y aquí la mayoría ve otra realidad. Tú, por si acaso, no mires a los ojos de nadie.
—Pareces haber conocido a muchos locos —comentó Daniel de pasada—, a juzgar por lo que sabes sobre ellos…
—Mi padre fue uno —dijo Darby.
Desconcertado, Daniel intentó improvisar una disculpa, cuando de repente comprendió que habían llegado a su destino.
La mujer, sentada en un banco con varios setos de flores alrededor, tenía la piel ligeramente bronceada y el pelo castaño corto, pero fue la túnica que la cubría de la cintura a los pies lo que atrajo la atención de Daniel. Sus colores irisados variaban como si flotasen en un líquido. Observada desde distintos ángulos, la prenda pasaba del verde al azul y de este al rojo y el violeta en una cascada inagotable.
—Vestir ropa llamativa resulta útil para no mirar sus ojos —le susurró Darby—. Por eso se la ponen.
—Shane Davenport —la presentó Evengel con mucha seriedad. Luego se inclinó y los dejó solos.
Permanecieron de pie frente a ella mientras Darby improvisaba una conversación.
—Me han dicho que conoce bien la región de Otago, Shane. ¿Fue creada en Nueva Zelanda?
—Fui creada en el Sur. Arabia. —Shane Davenport hablaba al tiempo que sonreía. Su sonrisa (que Daniel veía de refilón, no se atrevía a alzar la vista) era bonita y su tono de voz también. Parecía encantada de estar allí, frente a ellos. A diferencia de Darby y Daniel, ella sí los miraba a los ojos—. Vine a la Tierra de Atua con el propósito de cazar.
—¿Es cazadora? —inquirió Darby.
—Digamos que lo fui. He viajado por Marlborough, Christchurch, Dunedin, hasta Invercagill… Solo hay ruinas.
—¿Qué cazaba? —se interesó Darby.
—Ejemplares como tú, pero híbridos.
Daniel manifestó sorpresa pero Darby le hizo un gesto que parecía querer decir: «Déjala que hable».
—Se refiere…
—Me refiero a machos biológicos híbridos… No puedo creer que tu jovencito no sepa lo que son los híbridos… —Davenport lanzó una carcajada—. Más vale que le hables de la vida, si es que pretendes atravesar los condados del sur con él…
Darby siguió preguntando.
—¿Cuándo dejó de cazar, Shane?
—Cuando sucedió aquello que obliga a los cazadores a dejar de cazar: ser cazado.
Al tiempo que decía esto, apartó la túnica con un gesto violento, produciendo una ráfaga súbita de luces coloreadas.
Pese a la exacta labor quirúrgica, aún eran perceptibles las finas líneas que, a nivel de la zona media del muslo, separaban la piel del material sintético. La rodilla artificial brillaba bajo el sol artificial de los locos.
Y eso no era todo.
Casi más impresionante, para Daniel, resultó descubrir el vientre algo abultado, los cuantiosos lunares, las cicatrices, el espeso vello púbico, el inconfundible olor de la carne biológica liberado por el mismo movimiento.
Daniel se preguntó cómo no se había dado cuenta antes. Comprendió que su forma de mirarla, centrando la atención en la túnica, había impedido que se percatara.
—¿Cómo te sientes siendo biológico, Darby? —dijo Davenport—. Te diré cómo me siento yo: como un animal viejo. Tengo treinta y siete años y me parece que tengo ochenta. De modo que, amigo mío, te esperan dos tareas… No solo deberás proteger el culito diseñado de tu diseñado compañero sino tu propio y viejo culo… Porque te juro que en las Tierras de Atua hay híbridos que cazan a los biológicos como tú y se dan el festín de sus vidas…
Una vena latía en la frente de Darby, revelando su tensión. Sin embargo, cuando habló, su voz fue la más suave que Daniel le había escuchado hasta entonces.
—Siento mucho lo que te han hecho, Shane.
—No sucedió nada que no esperase que sucediera —murmuró Davenport, con idéntica y repentina suavidad—. ¿Cómo dice el Noveno? «Nada sucedió que se pueda demostrar que fuera contrario al orden natural». —Volvió a reír y cambió de postura, apoyando la pierna artificial en el banco—. Había cazado varias veces en las cavernas al sur de Dunedin e iba acompañada del mejor guía que pueda concebirse, la persona cuyo nombre, probablemente, os interesará conocer. Dejadme contaros lo que ocurrió. Hay una tribu de guerreros híbridos. Viven más allá de Otago. Yo los cazaba. Un día ellos me cazaron a mí. Nos tendieron una emboscada, íbamos unos diez, todos cuerpos de diseño salvo yo. Los mataron a todos excepto a mi guía y a mí, después de hacerles ciertas cosas propias de su especie que no describiré en honor de tu lindo amigo. Luego os contaré lo que ocurrió con mi guía. En lo que a mí respecta, decidieron conservarme en cautividad. Estaban fascinados con mi cuerpo. No les interesaba el diseño genético sino aquellos de nosotros que olían a carne y vida. Estuve prisionera un mes, más o menos. Ellos no lo llaman «mes», y ni siquiera sé cómo lo llaman… No hablan como nosotros… Y no me ataban: tan solo me dejaban allí tirada, en las cavernas húmedas, y cuando les parecía que iba a morir, me sacaban al sol y me tendían sobre las piedras. Hicieron experimentos conmigo. Ellos quizá los llaman «juegos»… A veces me parecía que solo querían oírme gritar. No me dejaban desmayarme ni dormir… Fueron las últimas criaturas que he podido mirar antes de que la oscuridad entrara en mis ojos…
Hizo una pausa, pidió disculpas y siguió hablando. Daniel, que contemplaba su boca, advirtió unas facciones ajadas como un libro manoseado.
—Cuando se hartaron de los «juegos», me devoraron. Quizá tuve una única suerte: no les gustó la carne de hembra biológica treintañera. Tras probar mi pierna izquierda, me dejaron sobre las rocas y se marcharon. Habían restañado la sangre del muñón con emplastos, esperando seguir consumiéndome, y esa fue la causa de que no muriera… Al quedarme sola, me arrastré entre la arena y las rocas hasta que ya no pude seguir moviéndome. Quise morir, pero comprobé que cuesta mucho… —Volvió a brotar su risa—. Unos exploradores me encontraron, me llevaron a una laguna, me dieron agua y me cuidaron hasta que, al mirarme a los ojos, uno de ellos empezó a gritar y se disparó la pistola en la cabeza… Así supieron que yo estaba loca. Al final decidieron que sería menos peligrosa en Wellington, y me trajeron aquí. ¿Quieres saber por qué se disparó cuando me miró, jovencito? —susurró Davenport en dirección a Daniel—. ¿Por qué no me miras? Hace tiempo que nadie me mira a los ojos…
A Daniel le pareció que era posible obedecerla. No creía que sucediera nada malo. Se contaban muchas cosas sobre los locos, pero en el Norte no se les tomaba tan en serio. Durante un fugaz instante sus ojos treparon, dóciles, por el pecho, el cuello y la oscuridad que envolvía los ojos de Shane Davenport, hasta que… la mano de Darby se interpuso. Una ronca carcajada sacudió el escuálido pecho de la mujer biológica.
—Siempre es igual —rugió—: el joven quiere mirarme y el viejo lo impide.
—Shane —terció Darby—, dígame quién fue su guía y cómo encontrarlo…
—Ah, sí, mi guía… Es el mejor de todos. No podréis dar dos pasos a partir de Balclutha sin él. Se llama Nath Svenkov y vive en una torre a pocos minutos de aquí, en el mismo barrio del puerto. Estará deseoso de acompañaros si se le paga bien…
—¿Cómo logró sobrevivir él a la emboscada? —preguntó Daniel.
Los cabellos de la mujer le azotaron el rostro, donde se removían las sombras de sus ojos enloquecidos.
—No necesitó sobrevivir, muchachito —dijo—. Él tendió la emboscada. Hizo tratos con los híbridos, me vendió a ellos… ¡Espera! ¡No te vayas! ¿No quieres mirarme a los ojos? ¿No quieres…? ¡Cobarde!
La risa de Davenport pareció seguir a Darby y Daniel mientras se alejaban.
—¿Te vas a fiar de un loco?
—¿No has creído su historia?
Caminaban junto al muelle. El oleaje de la Casa de Dios se fundía con la noche y solo era visible cuando la espuma lo subrayaba.
—En su mayoría, no —repuso Darby—. ¿Cazadora de híbridos? ¡Nadie ha visto realmente un «híbrido»!
—Entonces, la traición de su guía…
—Quizá no sea un tipo de fiar el tal Svenkov, pero es el único nombre que tenemos y debemos probar con él —dictaminó Darby—. En cuanto a la señorita Davenport, lo que sabemos es que un día vino a Wellington sin una pierna y con algo que contar.
—Pero me impediste que la mirara a los ojos —dijo Daniel—, y buscas al guía que ella nos aconseja… No lo entiendo, Héctor… Afirmas no tener creencias, como yo, pero te comportas como si las tuvieras…
—¿Y quién no se comporta así en nuestra época? A falta de datos fiables, prefiero hacer caso de la explicación más común. —Tras una pausa, Darby se detuvo y apartó la vista de Daniel lijándola en un punto del aire negro—. Mi padre era creyente del Noveno. Ya te dije que muchos piensan que la piedra Trapezoide del Noveno es un símbolo de la locura, y sus facetas los distintos opuestos que conviven en un mismo pensamiento, y citan como prueba las palabras de la revelación final, en las que el protagonista declara: «Soy el ser, el ser soy yo»… Mi padre ansiaba llegar a ese final, fundirse en una sola cosa con la contradicción para hallar la verdad… Yo fui creado según sus deseos. Su cargo de jerarca de la secta le permitía vivir holgadamente, y pagó por obtener una criatura a partir de una de sus células. Quería tener un hijo biológico para conocer la vida que se desarrolla «por sí sola», según me explicó. Luego he pensado que lo que deseaba era buscar de nuevo la contradicción, ya que él mismo era un símbolo del artificio: su cuerpo era divergente, tenía ambos sexos… De modo que fue mi padre y mi madre a la vez. Mi razón y mi locura. Mi luz y mi oscuridad. Me desarrollé, pues, en la casa de un ser de cuerpo y mente escindidos. Brent Schaumann solía decir que esa educación fue la que me enseñó a dudar de todo… —Sonrió—. Nunca vi un solo aspecto de la verdad sin ver también su opuesto. Era difícil para mi mente de niño entender aquella dualidad encerrada en una sola persona, pero, pese a todo, creo que… mantuvimos una relación aceptable. Luego sus creencias lo enfermaron. En el manicomio se sentaba frente a mí cuando yo lo visitaba, y yo procuraba no mirar sus ojos…
Dio la espalda a Daniel y siguió caminando. El viento hinchaba los flancos de su chaqueta. De pronto se detuvo y se volvió hacia él.
—Daniel, ¿recuerdas que reaccioné con cierta violencia cuando me acusaste de ser creyente? Ahora puedo confesarte algo que nunca le conté a Brent Schaumann ni a nadie… —Su semblante se crispó en una mueca—. En el fondo odio la creencia. Odio el mundo de los creyentes, cualquiera que sea su religión, ese mundo de tinieblas lleno de criaturas atroces y un Dios que sueña bajo las aguas hasta el momento en que decida destruirnos… Sin embargo… ¿quién nos asegura que es falso? Y eso es lo peor. Odio a los creyentes, pero no puedo prescindir de lo que creen. He llegado a pensar que los odio porque los necesito. ¡Si tuviera datos fiables…! ¡Algún dato!
Héctor Darby siguió caminando a solas, con las manos en los bolsillos.
La torre se alzaba entre los picudos tejados del extremo opuesto del puerto. En realidad, constaba de dos partes: un viejo edificio y, sobre su azotea, un cilindro de metal al que parecía accederse mediante una escalerilla. No podía descartarse que aquel herrumbroso añadido fuera también una especie de vivienda. Las dos ventanas del edificio se hallaban iluminadas. Darby se quedó mirándolas mientras llamaba.
Un sirviente polinesio de bonita sonrisa los invitó a subir al salón de la planta superior, donde los muebles destacaban por su tamaño y vejez, como rescatados gracias a un febril trabajo de restauración. A Daniel le hizo pensar en la casa de alguien otrora rico que no estaba atravesando su mejor momento.
Había dos personas en el salón. Como el sirviente no se dirigía a ninguna en particular, Darby alzó la voz.
—¿El señor Svenkov?
—Soy yo.
Daniel se desplazó un poco para verlo, ya que Svenkov no se había movido de la silla donde se sentaba. De inmediato supo dos cosas sobre él: que era de linaje polinesio y que poseía una personalidad arrolladora. Llevaba el largo cabello, negro y lacio, dividido por una blanca raya central, y se cubría con una espléndida chaqueta de plumas blancas hasta la cintura y calzas grises hasta medio muslo con sandalias de cordones. El resto eran adornos tribales: collares, pendientes, ajorcas de bellísimas conchas y sortijas en los dedos de sus largas y cuidadas manos. Pero, sobre todo, era el conjunto de su cuerpo, no solo su perfección sino su modo de estar retrepado en la silla, lo que hacía pensar a Daniel en una soterrada pero discernible fuerza.
Tras aquella primera impresión, Daniel recibió otra. Svenkov lanzó una carcajada al ver a Darby y, cuando habló, su voz, lejos de ser el graznido bronco que Daniel había esperado, sonaba melodiosa.
—¡Oh, por favor…! ¡Por favor…! —No parecía poder contenerse. Se llevó las manos al rostro y siguió riendo. Lo más desagradable para Daniel fue percatarse de que el sirviente y el otro hombre también rieron, y hasta Darby, que parecía ser el motivo de la diversión, sonrió abiertamente—. Debes disculparme, hombre natural, pero acababa de apostar con mi amigo Amet cien pounamus del lago Karuga a que iba a recibir muy pronto la visita de un hombre biológico que deseaba contratarme…
—Tal como lo dices —replicó Darby.
—Seguro que ya lo sabías, Nath —dijo el hombre que se llamaba Amet con una voz bastante menos bella que la de Svenkov.
—Juro por Atua que no… Díselo, hombre biológico, ¿nos hemos conocido antes? —Darby lo negó y Svenkov gesticuló triunfal hacia Amet, que se limitó a apurar la copa que sostenía—. Ha sido un gracioso azar —ponderó Svenkov acariciándose la mejilla con sus largas uñas, quizá para mostrar a Darby la espléndida sortija de su dedo anular—. Y ahora, ¿qué puedo hacer por vosotros?
—Nos gustaría hablar a solas.
El explorador se levantó sin dejar de medir a Darby con la mirada.
—Todo lo que hay en esta habitación es mío, incluyendo a mi sirviente y Amet. Sería como si me pidieras hablar sin paredes. Dime lo que quieras, o lárgate.
Este es el verdadero Svenkov, juzgó Daniel. Le pareció muy mal comienzo, y comprendió la reticencia de Darby. A este, en cambio, ni Svenkov ni su mundo parecían impresionarle mucho. Se encogió de hombros y dio media vuelta.
—En ese caso, te deseamos buenas noches.
—¿Qué es lo que has venido a buscar? —lo detuvo Svenkov.
—He venido a ofrecer —dijo Darby—. Te aseguro que es una buena oferta, pero no la conocerás si no es a solas.
Svenkov lo miraba por encima del hombro, y la solapa de la chaquetilla de plumas rozaba su mentón. Su rostro de altos pómulos mostraba esa astucia poderosa que Daniel asociaba con el diseño de su raza. Tras escrutar a Darby un instante movió la mano. El sirviente y Amet parecieron cobrar vida: el primero se dirigió a las escaleras y Amet abandonó el sofá y lo siguió. Cuando se quedaron solos, Svenkov rellenó dos copas de licor sobre una mesa.
—Habla —indicó.
—Hay un santuario dedicado a la Máscara y las Manos al sur de Dunedin —dijo Darby de inmediato—. Queremos que nos lleves a él. Somos un grupo de seis personas y disponemos de dinero y equipo en abundancia. Tenemos prisa: salimos mañana, o no hay trato.
Svenkov les entregó las copas y regresó a la mesa sin responder. Cada paso que daba con sus altas sandalias hacía tintinear los metales que lo adornaban.
—Conozco ese lugar —dijo al fin—, está en ruinas, no hay nada. ¿Qué se supone que queréis encontrar allí, hombre biológico?
—Lo ignoramos, hombre de diseño, por eso queremos ir —repuso Darby y sonrió—. Te pagaremos lo mismo si nos llevas y traes sanos y salvos, aunque no hallemos nada.
—¿Y queréis salir mañana? ¿He oído bien? —Svenkov dejó su copa sobre la mesa y cogió un pequeño espejo redondo que yacía sobre un soporte junto a las botellas—. ¡Demasiada prisa para ir en busca de nada! —Y añadió con acento quejumbroso mientras contemplaba su rostro en el espejo—: ¿Por qué todos quieren engañar a Svenkov? ¿Acaso Svenkov tiene el aspecto de un ingenuo del que cualquiera puede burlarse? —Retornó a Darby y mostró sus blancos dientes—. ¡Solo puedo aceptar ir en busca de nada si lo recibo casi todo!
Darby mencionó una cantidad sustanciosa de oro.
—La mitad ahora y el resto al final, si resultas tan bueno como aseguran —dijo.
Svenkov dirigió sus ojos verdes hacia Daniel.
—¿Y tú?
—Me llamo Daniel.
—No tienes aspecto de tener tanto oro.
—Tú tampoco —contestó Daniel, y Darby soltó una risita.
Svenkov miró un instante más a Daniel mientras mordisqueaba una larga guedeja de su propio pelo negro. Los pendientes que colgaban de sus lóbulos eran una cascada de medallones engarzados entre sí. Luego volvió a mirar el espejo que aún sostenía.
—Habéis venido a casa de Svenkov para reíros de él —gimió—. ¡Vosotros, norteños, creéis poder comprar a un hijo de Atua con vuestro oro! ¡Decís: «Mañana debes partir y llevarnos a este sitio», y esperáis que Svenkov os obedezca con una reverencia! Pero Svenkov lo ignora todo: no sabe quiénes sois, ni qué buscáis… ¿Esperáis que se incline, se calle y obedezca?
—Vámonos, Héctor —dijo Daniel, molesto—. Dejemos en paz a este arrogante.
Lo que hizo Darby, en cambio, fue aumentar un poco su oferta. Svenkov abandonó el espejo y Daniel percibió el gesto de astucia, la fina ceja alzada, los carnosos labios ligeramente curvos.
—Quiero el doble —dijo Svenkov—. Y además… —alzó un índice—… la mitad de todos los objetos de valor que encontremos.
A Daniel le pareció tan exagerado que miró a Darby convencido de que se reiría de aquella propuesta, pero para su sorpresa Darby asintió.
—No es todo —advirtió Svenkov—: seré el ariki, el jefe. Viajar por Otago ya es bastante malo de por sí. Durante el viaje, yo seré el jefe. Y mi concepto de ser el jefe implica que tú y tú… —los apuntó con el índice—… así como vuestros compañeros, haréis exactamente lo que yo diga, cualquier cosa, sea la que sea, sin discusión…
—Podemos negociarlo…
—No es negociable —dijo Svenkov con su voz melodiosa, pero en un tono frío—. Nada de lo que exijo lo es.
—Tengo que preguntar a los demás.
Daniel se mostró incrédulo. La prepotencia de Svenkov le irritaba y estaba cada vez más seguro de que Shane Davenport les había contado la verdad.
—Héctor, espera… ¿Podemos hablar un momento? —Svenkov se hizo el desinteresado y asintió con un cabeceo. Darby y Daniel se alejaron hasta la esquina opuesta y Daniel cuchicheó—: ¿Por qué te fías de él? Podemos encontrar otros guías. Este tipo no es imprescindible aunque crea lo contrario… Hablemos con Meldon. Estoy seguro de que hallaremos a…
De pronto el rostro de Darby se endureció.
—Muchachito: no tenemos tiempo para elegir. Permíteme llevar este asunto a mi manera.
—Pero…
—Tú elegiste venir con nosotros —cortó Darby—, pero no buscas lo mismo que nosotros. Déjanos escoger la mejor manera de buscar. —Daniel se quedó mirándolo mientras Darby se volvía hacia el explorador—. Señor Svenkov, obviamente tengo que hablar con los demás, pero en principio estoy capacitado para aceptar sus condiciones.
Svenkov no pareció más feliz: les dio la espalda y se sentó. Pero Daniel sorprendió su rostro en el pequeño espejo situado sobre la mesa.
La sonrisa de Svenkov en aquel espejo era desagradable.
Rowen, Anjali, Maya y Yilane se presentaron una hora después cargados con las mochilas donde guardaban el equipo recién adquirido, así como las placas de oro convenidas. Svenkov había insistido para que se hospedaran allí esa noche, y Rowen, que no había obtenido resultados en su propia búsqueda, decidió acceder.
Aunque Svenkov se mostró obsequioso, haciendo gala de su destreza para cautivar a un auditorio con su melodiosa voz, Daniel percibió que se sabía dueño de la situación y había empezado a mostrar su temperamento arrogante. Al principio protestó al conocer la ceguera de Maya, y Rowen y Darby, siempre moderados, lo tranquilizaron asegurándole que la muchacha sabía cuidar de sí misma. Luego abrió un mapa tridimensional de Otago y la región sur sobre la pared con su scriptorium y no perdió la oportunidad de burlarse de sus clientes, en particular de Anjali, que parecía conocer mejor que otros los arrecifes de la costa sudeste, diciendo cosas como: «Eso que mencionas hace años que no está», o: «Bien se ve que necesitáis un guía».
—El santuario se encuentra en esta zona —señaló con un dedo ensortijado un área cercana a la costa del sudeste—. Puede llegarse en una sola jornada a pie desde la playa…
—¿Hay otros santuarios similares? —preguntó Rowen.
—Ninguno de esa importancia.
Rowen se quedó mirando las luces flotantes del mapa.
—Entonces ese es nuestro destino —dijo.
Fue Yilane quien sacó a relucir el tema de los híbridos, y mientras se servía una copa de la tercera o cuarta botella de la noche, Svenkov dijo, simplemente:
—Hay toda clase de bichos no diseñados en la selva y la costa, y varias tribus salvajes, pero no he visto ningún híbrido.
Y dio por zanjado el asunto. Nadie insistió, y Darby no mencionó a Davenport.
Al final de la velada se distribuyeron los dormitorios y, al dirigirse a Daniel, Svenkov alzó una ceja en una mal fingida expresión de pesar.
—Me temo que te ha tocado la cámara de la zona superior —dijo—. Tendrás que salir fuera para subir por la escalerilla.
Daniel pensó que, habiendo notado su abierta hostilidad, el polinesio se había propuesto hacerle la vida difícil. No le importó: tomó su mochila, subió a la azotea y salió a la noche de Wellington, llena de sombras y puntos remotos de estrellas que giraban en el vacío, y del mar que tapizaba con sonidos aquel fondo. Luego trepó por la escalerilla hasta acceder al interior del recinto de metal. Su dormitorio era una habitación redonda y desnuda, sin ventanas, con una mesa rectangular a modo de catre y una luz cenital simple. Daniel se desnudó y se recostó sobre la tabla boca arriba con la luz aún encendida, mirando el techo y escuchando los lejanos giros de la noche.
En un momento dado, llevó la mano hasta la mochila que yacía en el suelo y extrajo su más preciado tesoro, del que no se había separado desde que había salido de Alemania, salvo durante su viaje a la Zona Hundida.
Besó la fría superficie de metal de la hornacina, como si de alguna forma pudiese así estar más cerca del recuerdo, y le susurró las palabras de siempre: que nunca la abandonaría, tal como Bijou le había exigido cierta vez («Júrame que siempre llevarás mis cenizas contigo»), y que vengaría su muerte. Luego, con extrema delicadeza, volvió a dejar la hornacina en la mochila y apagó la luz.
Le dio la impresión de que apagaba toda su vida.
Y allí estaba ahora, tembloroso, envuelto en sudor, acostado sobre una tabla y sumido en la oscuridad, preguntándose si sus deseos de venganza tenían algún sentido.
Pero no cedas tan pronto, se dijo.
Al día siguiente Svenkov los llevaría al santuario, ellos encontrarían la Llave y la Verdad los encontraría a ellos.
No sabía por qué estaba tan seguro, pero lo estaba: si los acompañaba, acabaría enfrentándose al individuo que lo había arrojado a una oscuridad aún peor que la del interior de aquel antro.
Oyó un ligero ruido y levantó la cabeza. Sus rubios cabellos se pegaban a su frente por el sudor. Tendió la mano hacia la placa de luz, la encendió, parpadeó. La habitación seguía vacía, clausurada. Quizá los ruidos del edificio inferior se transmitían al cilindro de metal. Volvió a apagarla.
¿Y si se engañaba? ¿Y si la Verdad había abandonado la búsqueda tras el fracaso de Ina y Olive? No lo creía, y sin embargo…
Dando vueltas a aquellos pensamientos, acabó durmiéndose.
Tuvo que dormirse, porque de repente veía a Mitsuko a los pies de su catre.
Se hallaba agazapada en un hueco de la pared, en actitud de buitre, y miraba con la fijeza de los muertos. Una luz sangrienta caía sobre su figura. Vestía calzas negras y una gasa de igual color, que ceñía su garganta por encima del humillante collar de cascabel y se dividía en dos bandas a cada lado de sus pechos. Cuando habló, lo hizo con la misma voz vacía con que había lo había hecho en la torre de Tokio. Fuera sueño o no, Daniel la oyó gélidamente clara:
—Volveremos a vernos, Daniel. Y moriréis. Todos.
Tenía que ser un sueño, porque, aunque quiso reaccionar, siquiera levantarse o erguirse, no lo logró. Estaba como atado a aquella tabla.
—O no todos —dijo Mitsuko sin apenas mover los labios, pálida bajo la bruma color sangre que la iluminaba—. Tú y tu hija viviréis…
Extendió una pierna, luego la otra, como las patas de un insecto gigantesco, salió del hueco de la pared y avanzó hacia él. Sujetaba la gasa por los extremos como si pretendiera estrangularse.
—Viviréis —repitió con voz ronca—… dentro de mi boca. —Sus mejillas abultaban como si guardase dentro un enorme trozo de algo que, paradójicamente, se agrandara mientras era masticado—. Aq… íde… tro, Dan… el Ke… —De repente llevó las bandas de gasa hacia la boca. Daba la impresión de que se disponía a vomitar y no deseaba que cayese al suelo.
Se oyó un horrendo gorgoteo al tiempo que los labios de Mitsuko desaparecían y su boca se ensanchaba hasta transformarse en un agujero desproporcionado. Ojos, nariz y mejillas quedaron convertidos en líneas de goma mientras del enorme foso brotaba una cosa negra y brillante como el vientre de una araña que emergía y se enroscaba sobre la gasa.
—Aquí —dijo la voz, ahora con absoluta claridad.
Entonces Daniel comprendió: lo que hablaba era justo la cosa que Mitsuko estaba vomitando. El cuerpo de Mitsuko era solo una cáscara que servía para albergarla.
Y esa cosa era la Verdad.
Llenaba toda la habitación. Daniel dejó de respirar y se agitó indefenso, boca y nariz bloqueadas como en una bolsa negra atada a su garganta.
No le mires los ojos. Porque sus ojos son el Trapezoide de mil caras donde yace la locura…
Gritó. Manoteó.
Necesitó varios segundos de jadeos para cerciorarse de que ya estaba despierto y otros cuantos para encender la luz.
Seguía en la mohosa y clausurada habitación, con la mochila y la ropa en el sitio donde las había dejado. No había sucedido nada que fuera «contrario al orden natural», pero juzgó la pesadilla como la más horrenda y vivida que había sufrido nunca. Y no creyó que se tratara de un simple sueño.
Supo que no iba a poder abandonar. Le gustase o no, la Verdad lo consideraba uno más de ellos y su amenaza se extendía también a Yun. Si quería vivir en paz, tendría que asegurarse de que la Verdad era eliminada.
Se quedó boca arriba en la cama, sin atreverse a volver a dormir, aguardando el amanecer.