Casa
La oscuridad tomó la forma de un rostro quieto y blanco.
Seguía en el desván, frente a la máscara de Kushiro. Aunque no se trataba exactamente del desván, sino de aquel altillo angosto de techo en ángulo al que había accedido para escapar de los horrendos gritos de Olive.
Desconcertado, miró al suelo: se hallaba intacto, ninguna tabla se había partido. Su encuentro con Darby, sin duda, había sido solo un sueño.
Tenía que inclinarse imitando el descenso del techo con el fin de ponerse en pie. La Biblia afirmaba, en su Octavo Capítulo, que los techos en ángulo no eran inocuos: a través de ellos penetraban cosas indeseables. Bijou nunca hubiese admitido vivir en una casa que tuviera una habitación como aquella. Resultaban peligrosas, incluso aunque no fueras creyente.
La máscara le impresionaba, pero no era otra cosa que un objeto con la forma de un rostro. Él había creído ver ojos encerrados en las aberturas vacías, ojos que brillaban con fuerza y autoridad, pero también con terror. Sin embargo, se engañaba; las órbitas eran simples huecos rasgados a través de los cuales se advertía la oscuridad de la tela del respaldo donde la máscara reposaba.
Lo que debía hacer, antes que nada, era buscar a Yun. Si Olive había enloquecido, ¿qué podía estar ocurriéndole a Yun? Tenía que encontrarla antes de que su hija abriera una puerta al azar y su mente sufriera las consecuencias…
De pronto sucedió algo que le hizo estremecerse.
En el sofá la máscara se movía. Era como si otro rostro naciera bajo ella. Al mirarlo Daniel descubrió que, en realidad, lo que importaba no era aquella máscara sino lo que ocultaba debajo, la cabeza sin rasgos, la oquedad de la boca agitándose a ciegas con palabras que provenían de una lejana oscuridad:
—Soy lo último que verás antes de morir, lo peor que descubrirás sobre ti mismo, el lugar al que irás cuando hayas muerto…
—Basta, Daniel —dijo el doctor Schaumann, y Daniel abrió los ojos.
Moon se hallaba intranquilo.
No tenía motivos, en realidad. Él había cumplido con su deber. Ahora solo quedaba esperar a que la Rubia acudiera a la cita en la primera esclusa de la Zona Hundida y le pagara lo acordado por su trabajo. Lo que más deseaba Moon era marcharse del maldito Japón y regresar a Europa con su bello amigo Lam. Había planeado descansar una buena temporada. Emplearía el tiempo libre en pagar caros tatuajes para su piel, o comprar aderezos o perfumes y adorarse a sí mismo a través de ellos. Su contrato con el Amo había concluido, y eso era razón de más para sentirse satisfecho.
Pero no se sentía satisfecho.
Era cierto que su estado de ánimo podía deberse al sueño que había tenido mientras estaba en la cama con Lam. En él había visto a un joven de cabello espeso y negro vestido con un cinturón del que pendían flecos de cuerdas ceremoniales y un doble collar de perlas. El joven se contoneaba en las sombras, toda su piel sudorosa, del mismo color tierra que las paredes, bailando una danza silenciosa e incesante.
Sin embargo, habían sido sus facciones lo que había dejado a Moon sin aliento.
Eran las suyas.
Al despertarse había creído comprender. Moon era creyente de la Ciudad, el destino último de los seres. Supo que había contemplado un augurio: esa sería su forma de vida cuando muriera. Llevaría ese cinturón y en su cuello ceñirían una doble cadena, lo cual indicaba una servidumbre eterna, enloquecedora, a los amos de la muerte.
Y si la pesadilla lo había dejado inquieto, la anunciada visita de Turmaline (se estaba retrasando, como siempre) no contribuía precisamente a tranquilizarlo, menos aún con las noticias que ella le había comunicado varias horas antes:
—Ina y Olive han fracasado. —Siempre imperturbable, diseñada para complacer tan solo al Amo, Turmaline soltaba las palabras sin emociones, con una pronunciación tan delineada y fría como una teoría matemática—. Están muertos.
Imbéciles, era lo que había pensado Moon al oírla.
—¿Y esa revelación que tanto os interesaba…? —preguntó. Agradeció que la transmisión fuera solo auditiva y Turmaline no pudiera ver su cínica sonrisa.
—No es asunto tuyo —cortó la Rubia tras un titubeo.
—La habéis perdido, ¿no es cierto? —Moon no dejó que su mecánica interlocutora pensase una respuesta—. En cuanto a Kean y a su tierna niña…
—Están a salvo, junto con los demás —dijo Turmaline—. Nuestra última información los sitúa a todos en Singapur, en la mansión que Meldon Rowen tiene en Sentosa.
—¿Qué pensáis hacer?
—Te repito…
Cierto, sus «asuntos» habían finalizado ya, y era aconsejable que la Rubia también lo supiera. Zanjó el tema y habló con otro tono.
—Estoy en la esclusa de salida de la Zona. ¿Cuándo vendrás a pagarme?
No había ningún problema en mostrarse sincero en ese punto con La Rubia.
—Estoy preparándome —dijo la Rubia—. Nos vemos en tres horas.
«Preparándose» era una palabra de difícil significado para Turmaline. Moon sabía que para conservar las hebras metálicas bañadas en oro que colgaban de su cabeza, su propietaria debía entregarse a sesiones intensivas de control de temperatura y humedad. Lugares como la Zona Hundida, situados a varios centenares de metros bajo el nivel del mar, podían estropear su preciosa cabellera en cuestión de días. Pero Moon llevaba más de tres horas esperando, lo cual le había servido, ciertamente, no solo para recordar su pesadilla sino para meditar en los sucesos de la noche, producidos por las inexplicables decisiones del Amo.
Si le hubieran dejado llevar el asunto, tal como el Amo había planeado en un principio, a esas horas ellos serían los triunfadores. ¿Por qué lo habían marginado al final? ¿Por qué aquel complicado truco de hacer que Daniel huyera con Ina White, esa inútil y enfermiza creyente discípula de la japonesa? ¿Acaso el Amo no había confiado en que Moon obedecería sus órdenes y le entregaría la revelación? Quizá era eso: quizá aquel individuo a quien todos llamaban «Amo», que Moon nunca había visto y solo conocía de oídas a través de Turmaline, había temido que él quisiera obtener más ventajas de la situación que el simple dinero. Pensar eso le deprimía.
¿O tal vez se trataba de otra cosa? Se preguntaba si podía haber una razón más sutil para aquellos aparentes errores. Por lo poco que lo conocía (siempre a través de Turmaline), el Amo le había parecido muy astuto, y, desde luego, la Verdad tenía fama de serlo…
De pronto Moon quedó inmóvil.
La Verdad.
Lo pensó detenidamente. Se le había ocurrido una explicación para aquel fallido plan de última hora. La más probable. Quizá la única posible.
Si no se equivocaba (y estaba seguro de no equivocarse), podía salir ganando.
Aunque Daniel accedía a someterse a aquellos exámenes, no le agradaban en absoluto. Ahora que todo había pasado, lo único que deseaba era olvidar, pero los estudios del doctor le obligaban, por el contrario, a recordar los más pequeños detalles. Pese a todo, su compañía le resultaba grata. Schaumann era un hombre vital y positivo, que con cada gesto transmitía ese deseo de vivir que Daniel reconocía haber perdido en parte.
—Antes del siguiente examen vamos a darnos un baño —indicó Schaumann esa misma mañana—. Servirá para relajarnos.
Pese a que ya había estado en ella a lo largo de aquel único día que se encontraban en Sentosa, a Daniel le abrumó de nuevo la gigantesca sala de mármol que constituía el baño de la mansión de Rowen, donde todo adoptaba curvas gráciles, incluso la servidumbre, compuesta por una pléyade de jovencitos y jovencitas de piel tostada y cabelleras azabaches, cuyos cuerpos, en curiosa simetría, hacían juego con el suave alabeo de los muebles. La obsequiosidad de aquellos sirvientes, pegajosos como la hiedra y perfumados como flores, le incomodaba. En cambio, Schaumann parecía hallarse en su elemento y estiraba las bonitas piernas en la laguna turquesa regada por el chorro de dos gárgolas de bronce, mientras los criados permanecían atentos a sus mínimos deseos.
—He descubierto, a mi edad —decía Schaumann, con su aleare rostro acariciado por nubecillas de vapor—, que no me gusta ser rico sino tener un amigo rico… Paso temporadas enteras aquí, en Sentosa: los jardines y playas son fascinantes, ya te invitaré luego a dar un paseo por los alrededores… Y su atmósfera es insto lo que necesito. —Se tocó el pecho. Daniel, recostado en la gran piscina frente a él, lo miró sin entender—. Creo que tengo una pequeña lesión del corazón —explicó Schaumann—. El corazón, el punto débil de la vida, ya sabes. El mío está afectado desde hace tiempo… A veces pienso que por un viejo «amor»… —Sonrió enigmático—. Aunque creo que lo que más daño me hace es lo de «viejo»… Tú dirás que sesenta y dos años no son nada en un cuerpo diseñado, pero la edad no solo son números que se agregan a tu cómputo total: también significa aburrimiento.
—Si viviera aquí, yo no me aburriría —reconoció Daniel.
—Olvidas que quien vive aquí es Meldon Rowen, exclusivamente. En realidad, mi vida es mucho menos excitante y complicada que todo esto. Pero no perdamos más tiempo: tenemos cosas que hacer.
El doctor no podía disimular su buen humor desde que se encontraban en la mansión. Según sus propias palabras, todo Singapur le gustaba, desde el edificio del aeropuerto en forma de minarete azul turquesa (por cuyo interior se movían, como gatos entre perfumes, vigilantes de ambos sexos tan hermosos como Anjali Sen) hasta la propia selva diseñada, según Schaumann, a partir de un único fractal cuyo motivo se repetía incontables veces en las hojas de los helechos y palmeras o en el dibujo de las alas de mariposas. «Opinan que las matemáticas son la única forma de entender la jungla, y les doy la razón —decía Schaumann—. Singapur es el lugar preferido por artistas y científicos. Nadie te molesta, tienes de todo y puedes soñar. El conjunto te parece caótico al principio, pero cuando lo miras detenidamente adviertes sus reglas. La ventaja es que una excursión por el campo te hace aprender geometría», concluía soltando su risa cristalina. A Daniel, en cambio, el país le pareció más bien triste. Añoraba la monótona sociedad de las ciudades del Norte y su rutina cotidiana, y ansiaba regresar a todo eso, por muy remoto que se le antojara.
La propia mansión se encontraba en Sentosa, una isla al sur de la capital unida a tierra firme por una telaraña de puentes y barreras que impedían atisbar el horizonte. Era más tranquilizador así, ya que la Casa de Dios —el mar— quedaba convenientemente separada de la civilización. Había playa, pero era un reducto cuadriculado y vigilado por guardianes y cámaras que no daba al océano sino a un remanso azul cerrado. En ella se tendían cuerpos lánguidos y grupos de creyentes formaban círculos y cantaban junto a la orilla. A su alrededor la selva hacía brotar pirámides y troncos de conos blancos y azules que refulgían al atardecer. Eran los edificios de la empresa de Rowen.
La casa había surgido tan de improviso en medio de aquel exacto verdor que le tuvieron que decir que ya habían llegado para que Daniel se lo creyera: ello era debido a que la verdadera casa se encontraba a unos veinte metros de altura sobre la vegetación, apoyada en cuatro paralelepípedos de piedra de jade rodeados por escaleras en espiral. A Daniel le asombró la belleza del jardín, adornado con esculturas de ébano que representaban figuras humanas de un realismo asombroso.
A partir de las escaleras, la impresión de seguir avanzando en espiral persistía como un eco en el interior. Las habitaciones eran redondas y las paredes carecían de ángulos. Vistas de cerca, las líneas verticales resultaban ser columnas. Triángulos y cuadrados estaban proscritos, la decoración se basaba en círculos. Por lo demás, a Daniel le bastó con saber que dispondría de una habitación para él y otra adyacente solo para Yun.
—Prepararemos otra para tu hermana —le dijo Rowen—. Ya le he enviado un mensaje: un vehículo aéreo la recogerá esta misma noche en París.
Una vez libre (Daniel no quería pensar en la palabra «inservible») y a salvo junto a Yun, se había decidido que regresaría a Europa cuanto antes. Pero nada tenía de malo descansar unos días en la imponente mansión de Rowen mientras terminaban de recobrarse de la tensa experiencia de Japón. La idea de que su hermana se reuniera con ellos para regresar todos juntos había sido casi lo primero en lo que Daniel había pensado al llegar a Singapur, y Rowen, muy complaciente, no había dudado en concedérselo.
Aunque a cambio (Daniel no quería pensar en la palabra «obligación») tuviera que someterse a los exámenes de Schaumann.
El lugar donde se realizaban era una habitación situada en lo alto de la casa. Su aspecto era radicalmente distinto al resto: las paredes poseían ángulos y el techo descendía de una manera similar a la de la parte superior del desván de Kushiro. Había mesillas, juegos de té, lámparas de araña y sofás.
—Llevamos ya dos exámenes con este, doctor —dijo Daniel—. ¿Cuántos más cree que serán necesarios?
—Oh, un par de ellos, como mucho. —Schaumann lo miró, de pie en la ventana. No se había vestido tras el baño, y los contornos de su esbelta figura estaban subrayados por el dorado atardecer, mientras que el resto permanecía en sombras—. Solo hasta cerciorarnos de que no hay otros detalles importantes hundidos en tu inconsciente que pudieran relacionarse con la revelación.
—No entiendo por qué todos ustedes están tan seguros de que hubo una «revelación» o como quieran llamarla —observó Daniel—. Solo dije unas cuantas frases al azar que se referían a lo que me había ocurrido…
—Tú piensas que es azar, pero el azar no puede demostrarse —arguyó Schaumann arrastrando una mesa rectangular hasta situarla frente a Daniel—. Y si no puedo demostrar que no es cierto, me resulta más sencillo admitirlo. Nos has contado que hallaste esa trampilla por azar, y que también por azar dijiste la frase: «Pájaros bajo nuestros pies». Sin embargo, cuando subiste a la zona superior del desván, las tablas crujían imitando el canto de los pájaros…
—Otro azar.
—No necesariamente —apuntó Schaumann—. El laboratorio se construyó siguiendo instrucciones precisas de Kushiro, y esas tablas sonaban así con algún propósito… Luego creíste ver que la máscara te miraba, retrocediste, el suelo se hundió, caíste al desván y quedaste inconsciente… Cuando Anja te encontró, murmurabas aquellas frases…
—¿Y qué? ¿Qué de especial tiene que dijese: «Máscara y manos», «Chillido de pájaros», «Trampilla» y…? —Se esforzó en recordar.
—«Escalera de metal» y «ángulo en el techo» —completó Schaumann.
—¡Fueron cosas que vi o sentí momentos antes! La trampilla y la escalera de metal llevaban a la parte superior del desván, que tenía el techo en ángulo. Allí estaban los moldes de la máscara y las manos de Kushiro… En cuanto a lo del «chillido de pájaros», eran…
—Los crujidos de las tablas del suelo del altillo, lo sé —asintió el doctor.
—Si me hubiese quedado inconsciente en esta habitación, quizá habría dicho: «Sillas de patas curvas», «Cortinas» o «El doctor desnudo arrastrando una mesa».
Schaumann soltó su risita mientras se sentaba sobre la mesa, frente a Daniel.
—Quizá tengas razón —admitió—. De hecho, es lo más probable. Pero no hablamos de cosas que la razón pueda entender, Daniel, ni la tuya ni la mía. Nos movemos a un nivel mucho más profundo, el de la creencia. —Schaumann sonrió con cierta dulzura—. Las cosas no tienen un solo significado; es una de las enseñanzas que he aprendido en esta vida. Los objetos se muestran inocentes ante nuestros ojos y nos preguntan: «¿Qué soy?». Dependiendo de tu respuesta, serán una cosa u otra… o bien una cosa y otra a la vez. En el Octavo Capítulo, que contiene mucha sabiduría matemática, se afirma que los ángulos de un techo son también una puerta que permite el paso a otras realidades. Puedes insistir todo lo que quieras en que solo se trata de un techo con una forma especial y no de una puerta, pero lo único que conseguirás manteniendo ese punto de vista es que la puerta nunca se abra para ti, ¿comprendes?
—¿Y qué otra cosa pueden significar las palabras que murmuré? ¿Por qué todos estáis tan seguros de que esas palabras son la «revelación»?
El doctor Schaumann pareció ir a responder, pero de pronto elevó el dedo índice al tiempo que sonreía con enigmático placer.
—Por ahora es mejor que no sepas más —dijo—. Vamos con el examen.
Turmaline y Moon vestían casi igual por puro azar: piezas muy finas de tirantes, la de Turmaline en gris con dibujos en naranja abierta a partir de la cintura, la de Moon de color perla hasta los muslos. Ambos ocupaban sendos asientos enfrentados en el salón más espacioso del vehículo de Moon, el suyo, junto a una pared roja, la Rubia junto a un búcaro. Ambos llevaban el pelo suelto, lo cual, en el caso de la Rubia, resultaba más llamativo, porque el peso de su blondo cabello era abrumador. Turmaline, sin embargo, mantenía la cabeza perfectamente erguida.
Agazapado en el asiento, abrazando sus piernas desnudas, Moon observaba a su visitante con la pericia de quien intenta descubrir un desperfecto en un objeto valioso. Entonces apoyó los pies descalzos en la alfombra, alargó la mano, cogió la copa de la mesilla y bebió otro sorbo de licor. Turmaline apenas había tocado su copa.
—Brindemos, pues, por… el mutuo fracaso de nuestro trabajo —dijo Moon. La Rubia lo miró con algo que podía ser más que curiosidad (a Moon le gustó pensar que era un «titubeo»).
—¿A qué viene todo esto, Moon? —dijo Turmaline sin hacer ademán de aceptar el brindis—. Ya tienes tu oro. ¿Qué pretendes?
—Pensé que te agradaría tomar una copa antes de irte para olvidar el mal trago del fracaso.
—No todo ha fracasado —dijo la muchacha de los cabellos dorados con cierta suspicacia—. El Amo los vigila en Sentosa. Vayan a donde vayan, los seguiremos de cerca.
Algo en aquella respuesta interesó a Moon. Dirigió a la Rubia una de esas miradas que hacían temblar incluso a sus curtidos ayudantes, pero Turmaline, simplemente, le devolvió el escrutinio con sus ojos azules.
—¿Los seguiréis de cerca? ¿Cuánto de cerca?
—Todo lo necesario —dijo la Rubia, evasiva.
Moon percibía por primera vez una grieta en aquella voz inflexible.
—De modo que no os habéis dado por vencidos…
—No es el estilo del Amo.
—No, claro. Menos aún ahora, que cuenta con la inapreciable ayuda de la Verdad… Me gustaría saber quién es. ¿Tú has llegado a verla?
—Es obvio que no.
—¿Por qué tan obvio?
—No estaría viva si la hubiese visto —respondió Turmaline.
—Ya. —Moon sonrió—. «Quien ve la Verdad, no ve otra cosa», dicen… Se cuentan muchas leyendas sobre ella: que puede imitar cualquier identidad, por ejemplo, o usar cualquier cuerpo como un muñeco bajo su control… —Turmaline lo miraba sin responder—. ¿Sabes lo que estoy pensando? Que tu Amo quería que el plan de esta noche fracasara. Porque el verdadero plan es otro. Nosotros solo somos un señuelo. ¿Cómo dijiste? «Piezas secundarias»…
—No entiendo adónde quieres ir a parar, Moon.
—Creo que lo entiendes perfectamente: cometiste un error al hablarme de la Verdad en el club de Tokio. Ella es la clave, ¿no es cierto? Raptar a la hija de Kean y utilizar a Ina White… Todo eso es el decorado. El único protagonista es la Verdad. Siempre lo fue. ¿O acaso no lo sabes?
Hubo una pausa. En el gran salón del vehículo no se escuchaba el menor ruido.
—No sé nada de los planes del Amo —dijo la Rubia al fin alzando distraídamente un pie de uñas rojo sangre y apoyándolo en el asiento sin dejar de mirar a Moon. Su cabello hizo clinc cuando su mano lo apartó—. Me limito a cumplir órdenes.
—¿Y por qué das la impresión de que también te sientes tan marginada como yo? —Moon le hizo un guiño, como invitándola a compartir un secreto—. El Amo nos ha utilizado como distracción, Turmaline. En realidad, es la Verdad la que hará todo el trabajo. Pero nosotros somos profesionales. ¿No es doloroso que nos traten así?
—Nada de lo que insinúas tiene sentido —afirmó la Rubia pronunciando con lentitud cada palabra.
Moon pareció aceptar aquella conclusión.
—Es posible que me equivoque. Pero ¿y si estoy en lo cierto? ¿Y si podemos sacar más beneficios a todo esto? Trabajas por dinero, igual que yo. Haz esto: habla con el Amo y dile que conocemos su plan, y que es muy arriesgado, aunque digno de admiración. Y dile que queremos que él también reconozca que lo hemos descubierto.
Tras aguardar en vano una reacción de su interlocutora, Moon cogió la botella de licor, observó que estaba vacía, se levantó y desplazó su sinuoso cuerpo hasta un pequeño armario de cristal para coger otra.
—Piénsalo, Turmaline —insistió—. A mí no me importa lo que el Amo busca, y creo que a ti tampoco. Me dan igual todas las llaves de este mundo. Y por mí, Dios puede seguir reinando bajo el agua hasta el fin de la eternidad o ser destruido. No acepté este trabajo por la mística. ¿Quieres saber por qué lo acepté?
—Ardo de impaciencia.
La inusitada ironía de Turmaline hizo que Moon se volviera y la mirara un momento. La Rubia sonreía con una levedad casi imperceptible.
—Lo acepté porque si soy rico tengo menos miedo —confesó Moon—. Y si soy aún más rico, tendré aún menos miedo. Quizá tú puedas llevarte una mano a la cabeza y sentir que tienes todo el oro que quieres ahí colgando, pero me da la impresión de que también deseas más… ¿O acaso tu obediencia te ciega hasta ese punto?
—No —negó la Rubia—. No hasta ese punto.
—Lo sabía. Somos iguales. —Moon retornó a las botellas del armario.
—¿Entonces?
Mientras elegía un licor nuevo, opalescente, Moon siguió hablando.
—Pregúntale al Amo cuánto vale lo que he descubierto. Solo eso.
—Supongamos que me dice que no vale más de lo acordado —replicó la Rubia—. ¿Qué ocurriría?
—Que las cosas podrían complicarse, ¿no? —Moon contempló el licor a través del cristal tallado: su turbia densidad era perfecta—. ¿Qué crees que pasaría, por ejemplo, si Darby, Rowen y los demás supiesen que los hemos dejado ganar? ¿Qué ocurriría si supieran que «la verdad» está más cerca de lo que ellos sospechan? Lo cual, en este caso, es algo más que un juego de palabras… —Sonrió ante su propio ingenio.
—Sinceramente, Moon, no creo que el Amo acepte tales condiciones —zanjó la Rubia.
—¿Por qué?
—Porque todo ha terminado ya.
A Moon le sorprendió la tajante declaración.
—¿Qué quieres decir con eso? —Se volvió hacia Turmaline y descubrió que la Rubia se había levantado en silencio y se hallaba frente a él. Incluso descalza, Turmaline era muy alta, y su delineada y perfecta figura ensombrecía la de Moon.
—Que todo ha terminado para ti. —La Rubia torció el cuello en un gesto centelleante.
Mientras veía la ola de metal embravecido aproximarse a su rostro, Moon aún tuvo tiempo de recordar el extraño y terrible sueño. El presagio de su muerte.
El miedo es el hilo de bunraku de la humanidad…
Daniel no quería escuchar aquella voz muerta extendiéndose como una enfermedad por todo su cuerpo. Pero no había forma de no escucharla: se hallaba en lo alto de la Torre, frente a ella.
¿Recuerdas el interrogatorio de Olsen, cuando te arrodillaste a suplicar? Me gustó entonces hacerte daño…
Cayó de rodillas frente a esa voz, obligado por ella, y su odio y su rabia lo hicieron temblar más allá del miedo que sentía. Vio a Olsen y a Moon sosteniendo el arma. Vio la mirada de Bijou alejándose.
… por eso ordené a Olsen que matara a tu esposa.
Máscara y manos… Chillido de pájaros… Trampilla… Escalera de metal…
Escuchaba algo más, como una presencia lejana que lo llamara, pero en aquel momento todo su ser estaba pendiente de los labios blancos de la mujer bunraku, de su cuerpo de carne muerta mostrado ante él y sus palabras como plegarias vacías.
Volveré a hacerte daño cuando me apetezca, Daniel Kean, solo por capricho, y tú moverás la cabeza y asentirás…
—Basta, Daniel.
Desde su mesa, el doctor Schaumann separó las piernas hasta colocar los muslos casi paralelos al borde del mueble. Estuvo un rato en esa posición mirando a Daniel, que se debatía en la pesadilla.
—Basta —repitió con suavidad.
Los párpados de Daniel temblaron y abrió los ojos. El doctor Schaumann se levantó y puso las manos en la cintura. Mostraba el pecho sudoroso y jadeante descubierto por la camisa blanca que llevaba, y que constaba solo de cuello y mangas. Su pelo estaba recogido por encima de la nuca.
—Ya te lo dije —murmuró Schaumann con calma, sin sonreír—: te advertí que en el examen volverías a vivir ciertas experiencias… Es una consecuencia directa de las pruebas, no hay manera de evitarlo. Como te expliqué, nuestro cuerpo también es espacio: tiene ángulos, rincones de sombra y luz… Los gestos que hago imitan esos ángulos y los hacen corresponder con la forma de las paredes, el techo y las mesas donde nos encontramos, y de esa manera puedo ver el entorno, el lugar que nos rodea, la casa, y a ti mismo por dentro… Los creyentes dirían que es pura creencia basada en el Octavo, pero yo lo considero un simple examen científico… No obstante, al hurgar en tus recuerdos, despierto otros sin querer… ¿Cómo te sientes?
Daniel, de rodillas sobre su mesa, demoró en responder. Jadeaba y miraba al doctor y todo lo que le rodeaba con ojos muy grandes.
—Cansado —mintió.
En realidad, la furia lo dominaba, lo abrumaba por completo: revivir su diálogo con la Verdad era —lo comprendió después— revivir su odio y su más feroz deseo de venganza. Miró a Schaumann creyendo que lo percibiría, que su agitación lo delataría, pero observó que, a su modo, el doctor también intentaba vencer una extraña emoción. Su mano derecha se palpaba el pecho a la altura del corazón.
—¿Qué ocurre? —preguntó Daniel.
—Realmente, no lo sé —dijo Schaumann hablando con mucho cuidado—. Entré en tus pensamientos y te llevé al lugar de la revelación, como siempre, pero esta vez… he notado otra cosa.
De pronto sucedió algo. Daniel, que respiraba acompasadamente sin dejar de mirar a Schaumann, se dio cuenta de inmediato del cambio. El rostro del doctor perdió vida, su boca se abrió como una puerta empujada por el viento, los ojos se oscurecieron.
—¿Doctor? ¿Brent?
Sin responder, Brent Schaumann se levantó y subió a la mesa. Permaneció de pie, con su esbelta figura rígida y la mirada perdida en un punto indefinido.
—Hay algo más… —dijo con esfuerzo—. Lo percibo… —Giró de medio lado hasta situarse de perfil, y echó la cabeza hacia atrás. Fijó la vista en el techo respirando entrecortadamente—. ¿Qué es? ¿Por qué no puedo acceder…? Déjame acceder… Los ángulos se cierran… —Pareció realizar un esfuerzo final, y de pronto todo cesó—. Oh, no pongas esa cara —dijo Schaumann aún de pie sobre la mesa—. No eres tú, ni nada que hayas hecho, Daniel, sino algo que… Tengo que meditar sobre el asunto. Te veré luego.
Descendió de la mesa de un ágil salto y salió de la habitación.
Pero Daniel no volvió a ver a Schaumann en todo el día, y a la mañana siguiente tuvo otras cosas en qué pensar, ya que esperaba la llegada de su hermana Lania.
Para entonces ya había tomado una decisión.
El aéreo privado de Rowen aterrizó puntualmente, y Lania Kean salió por la compuerta con la expresión de quien contempla un mundo mágico. El viaje en sí mismo había sido asombroso, empezando por el aéreo, cuyo interior era tan grande y confortable que Lania se dijo que hubiese podido vivir en él el resto de sus días. Rowen fue a recibirla al aeropuerto personalmente, negándose a que Daniel lo acompañara («para que el encuentro no se produzca de golpe», dijo), y el viaje hasta Sentosa hizo que Lania disfrutara más de los ademanes suaves y la deslumbrante palabra de su anfitrión que del paisaje. Pese a aquella fastuosa bienvenida, un vago sentimiento de inquietud la oprimía. Toda la opulencia de Sentosa y la increíble mansión de Rowen no significaron nada para ella hasta que al fin apareció Daniel, casi tímidamente, en el inmenso balcón de la casa donde se había dispuesto el encuentro. Para ambos hermanos, la presencia del otro era como un espejo: habían sido creados a partir de la misma célula y sus esbeltas figuras eran idénticas.
Se abrazaron, besaron y extinguieron con suaves caricias el miedo que habían sentido aguardando aquel momento. A él le dolió saber que su padre había entrado en contacto con un grupo de creyentes para intentar averiguar su paradero.
—Pero él no es creyente —dijo, un tanto desorientado.
—¿Y le vas a reprochar que acuda a ellos? —Lania hacía esfuerzos por no llorar—. ¿Sabes lo preocupados que hemos estado todos?
Decidió contarle lo sucedido. No le ofreció detalles, solo la versión moderada que había ensayado para ella: en el tren, aquel soñador le había confiado un secreto; ahora otros deseaban saberlo, y para conseguirlo no habían dudado en matar a Bijou. Se sintió bien hablando con Lania. El sufrimiento por el que había pasado pareció atenuarse junto a ella.
Hubo una pausa cuando Daniel acabó de hablar. Al fin, Lania sonrió. Volvieron a abrazarse y ella tomó aire, como si las palabras de Daniel la hubieran liberado de un peso.
—Bueno, pero estás aquí, y todo ha terminado… —le dijo.
Mirándola, Daniel se dio cuenta de que Lania era un confortable regreso a la vida, a las miradas que hablaban, al afecto que no necesitaba hablar. Desde aquella remota mañana en que Klaus Siegel se había dirigido a él en el último asiento de la sección décima del Gran Tren, Daniel se sintió verdaderamente en paz. O casi. Estamos aquí, pero no todo ha terminado.
Su hermana no era muy dada a mantener las actitudes solemnes durante mucho tiempo, y enseguida lo cogió de la mano.
—Llévame con Yun.
Pese a la alegría que manifestó la niña al ver a Lania, Daniel no podía dejar de percibir el notorio cambio operado en ella. La seriedad de su hija se había convertido en rigidez, como si la ausencia de Bijou, que Daniel había intentado explicarle con sencillas palabras, la estuviese paralizando de algún modo. Lania también pareció darse cuenta. A veces Daniel tenía la terrible sensación de que Yun lo hacía responsable de la muerte de Bijou. Lania, sin embargo, no le concedió importancia a aquella actitud.
—Necesita un poco más de tiempo —le comentó a Daniel—. Cuando regrese a casa contigo se adaptará.
El almuerzo de bienvenida tuvo lugar en un enorme salón redondo, sin muebles. El mullido suelo estaba sembrado de círculos de bandejas que sostenían bebidas y cuencos con viandas. Todos se sentaron o recostaron de manera informal. La presentación «oficial» de Lania Kean corrió a cargo de Rowen, y hasta el siempre seco Yilane le dedicó comentarios amables. Daniel notó que a Lania le llamaba la atención el aspecto de Héctor Darby, que, vestido con una gran túnica negra, alargaba sus velludos brazos para coger uvas de un cuenco, pero su hermana se cuidó de demostrar sorpresa, así como tampoco inquirió nada sobre los ojos cerrados de Maya Müller o la soberana presencia de Anjali Sen y el doctor Schaumann. Parecía aceptar a aquellos personajes como lo que eran, por el simple hecho de que, de alguna forma, habían ayudado a Daniel.
En un momento dado, Rowen alzó su copa al tiempo que tomaba la palabra.
—Hace pocos días nos reuníamos también con Daniel, y también brindamos, pero la ocasión entonces distaba de ser feliz. Ahora todo ha cambiado: Daniel ha recobrado a su hija y mañana retornará con ella y contigo, Lania, a su vida de siempre. En cuanto a nosotros, emprenderemos otros viajes que nos llevarán por fin al destino que hemos soñado… —Se detuvo, como buscando el final apropiado—. Todos tenemos cosas que lamentar, pero también que celebrar. Brindo por eso.
Las conversaciones regresaron, y Lania pareció encantada con las anécdotas que contaba Rowen, y los comentarios de Yilane, Darby y Anjali. Daniel, en cambio, estuvo lacónico. Le agradó que Rowen y los demás se hubiesen encargado de distraer a su hermana, ya que él se sentía incapaz de hacerlo.
Al finalizar la comida hubo como cierta prisa general por abandonar el sitio y reunirse con otros en medio del salón. Daniel vio a Darby hablando con el doctor Schaumann y se acercó a ellos.
—Voy a ir —dijo sin preámbulos.
Ambos lo miraron, aunque Darby pareció manifestar más asombro que el doctor.
—¿Adónde? —preguntó Darby.
—Donde vayáis. Donde os haya dicho la revelación que debéis ir.
Darby lo miraba con la boca abierta. Meneó la calva cabeza un instante.
—No entiendo… —murmuró—. ¿Por qué…?
—Porque los que me han hecho daño os seguirán, estoy seguro. Y quiero encontrarlos. —Controló el temblor de su voz para añadir—: Mi hermana cuidará de Yun. Si Rowen lo permite, pueden aguardar aquí hasta mi regreso.
—Daniel, es absurdo… —comenzó Darby.
Daniel le dio la espalda de repente. Aunque creía haber meditado su plan cuidadosamente, no se sentía menos desconcertado que el hombre biológico. ¿Acaso eso era lo que realmente deseaba hacer?
Alguien lo detuvo. Era el doctor. Schaumann solo llevaba encima una fina capa de ungüentos y pinturas elegantes que resaltaban sus delicados rasgos, y toda su figura aparecía de un color intensamente carnal bajo las luces del salón. Pero había algo en el brillo de sus ojos y la rigidez de su postura que no era solo adorno.
—Daniel, te comprendo y te admiro. —Su voz parecía tensa—. Pero no quiero hablar ahora de esa decisión que has tomado… Solo quería… Me gustaría repetir la exploración que te hice ayer, pero fuera de casa…
—Pensé que únicamente podía hacerse en lugares con esa clase de techo.
—No es imprescindible aquí en Sentosa —repuso el doctor—. La vegetación diseñada adopta formas geométricas exactas y eso servirá… Conozco un sitio que sería ideal. ¿Qué te parece si nos vemos en el jardín, junto a las estatuas, a eso de las diez de esta noche?
—Muy bien, pero ¿qué ocurre? ¿Tiene relación con lo que percibiste ayer?
En vez de responder directamente, Schaumann se inclinó hacia él.
—No quiero que le cuentes a nadie lo de ayer, Daniel —susurró—. Aún no estoy seguro de nada, así que debemos ser discretos. ¿De acuerdo? —Daniel apenas tuvo tiempo de asentir. El doctor se apartó de él tras murmurar—: Esta noche, junto a las estatuas.
No hubo una reacción inmediata a su decisión, lo cual Daniel ya esperaba. Suponía que ellos también tenían que meditar antes de aceptarle o rechazarle. De hecho, él mismo no lo tenía claro. Sabía que si se detenía a pensarlo no lo haría, y debido a ello aún no había hablado con su hermana. ¿Por qué debía acompañarlos en aquella absurda búsqueda, ahora que todo había…?
Pero no todo había terminado.
No se sorprendió demasiado de que el emisario escogido por el grupo para interrogarle fuese Maya Müller, la chica ciega e intuitiva. En cambio, sí le asombró, y mucho, la manera que ella tuvo de abordarlo. Entró en su habitación poco después del almuerzo y (costumbre inveterada en ella, al parecer) se sentó en el suelo para hablarle:
—Meldon tiene caballos de verdad en el jardín. No imágenes de scriptorium ni figuras mecánicas sino auténticos caballos, diseñados en los centros de genética de su propia empresa en Sentosa. ¿Has visto caballos de carne y hueso alguna vez? —Daniel tuvo que reconocer que no—. Puedo enseñarte algo que pocos conocen: a montar. No hay peligro alguno, han sido diseñados para eso.
La proposición era extravagante, pero él decidió aceptar.
En el jardín aguardaban dos hermosos ejemplares de aquel curioso animal: uno en blanco perla, el otro un alazán de crin con reflejos rojizos. Maya le enseñó a aferrar la montura y alzarse sobre el estribo. Tal como le había asegurado, habían sido diseñados para complacer a jinetes sin experiencia, y en poco tiempo Daniel se afianzó sobre el alazán y empezó a disfrutar. Maya, que había elegido el blanco, cabalgó fuera del perímetro del jardín. Sus pulseras de metal y ébano despedían destellos cuando alzaba las riendas.
La tarde era inmensa y cálida. En el cielo no había una sola nube, y una brisa fresca oreaba las grandes y húmedas plantas a ambos lados de la vereda por la que se introdujeron. Maya retrasó el trote para ir juntos. A Daniel la sensación de ir sobre un caballo le parecía tan asombrosa que durante un buen rato se olvidó de todo y se dedicó a gozar en silencio. Por eso mismo las palabras de Maya, imprevistas, le sobresaltaron aún más.
—Daniel, no puedes acompañarnos.
Se sorprendió del tono tajante que ella había empleado y la brusquedad con que había sacado el tema. Decidió devolver el golpe con la misma fuerza.
—Comprendo. Ya tenéis la revelación, de modo que Daniel ya no sirve para nada y puede regresar a casa. «A su vida de siempre», como dijo Rowen. Lástima que haya perdido a su esposa por el camino y «su vida de siempre» ya no exista… Pero ¿qué puede importaros eso? —No había indicios de ofensa, ni siquiera un acento mordaz, en el tono de su voz. Era una declaración fría, casi objetiva.
—No lo entiendes —dijo ella sin permitir que el silencio se prolongara—. Lo que pretendes es muy peligroso… Sospechábamos que había alguien más importante que Moon en todo esto, pero saber que es la Verdad ha superado nuestras peores expectativas.
La sola mención del nombre odiado bastó para que todo el placer que Daniel sentía por la deliciosa experiencia de cabalgar desapareciera como un sueño.
—¿Quién es esa… «Verdad» realmente? —preguntó en voz baja.
—Nadie lo sabe. —Maya se encogió de hombros—. Se dicen tantas cosas sobre ella que todo parece falso: que no es ni hombre ni mujer, que ni siquiera está viva o que su nombre es uno de los inscritos en el libro del Hombre Negro del Octavo… En todo caso, se sospecha que es creyente profundo del Último Capítulo y que trabaja a sueldo, como Moon. Algunos piensan que no existe, que se trata de una fábula… Yo era de las que creían eso, hasta que nos contaste tu experiencia con Mitsuko… Lo que viste que le hizo a la hija de Kushiro demuestra que es un adversario real y temible, Daniel.
—No tengo miedo de la Verdad —dijo Daniel.
—Yo sí —reconoció Maya.
—¿Crees que podría… atacar aquí, en Sentosa? —Daniel se estremeció pensando en Lania y Yun.
—No lo creo. Por ahora le interesa encontrar la Llave, no eliminarnos. Además, Sentosa está vigilada. Eres tú el que me preocupa. Ya te pedimos que te arriesgaras una vez; no queremos que vuelvas a hacerlo por algo que no te incumbe.
—No lo hago por la Llave —replicó Daniel—. Sea lo que sea ese tesoro, no me interesa. Me interesa la Verdad.
—¡Nada podrás hacer contra ella, si la encontrases! —Por primera vez la voz de la muchacha parecía teñida de impaciencia—. Ni siquiera eres creyente, Daniel…
—Héctor Darby tampoco.
—Héctor Darby busca la Llave, no una absurda venganza…
—¿Y eso qué significa? ¿Qué él sí puede arriesgarse? —Daniel contempló enfurecido el perfil inalterable de la muchacha. Los caballos, rozándose, imprimían un ritmo paradójicamente parsimonioso a los cuerpos, en contraste con la violencia de las palabras—. ¿Sabes lo que Ina White me llamó mientras me golpeaba para conocer la revelación? Dijo que yo era una «vasija»: solo importaba mi contenido. Quizá eso es lo que soy para todos vosotros… El messenja, la vasija… ¡Pero puedes decirles a los demás que ya estoy roto y vacío, y nada podrán obtener de mí! —Notó los ojos húmedos. Era como si en la boca tuviera palabras de fuego que necesitara expulsar antes de que le quemaran—. ¡Mi «vida de siempre» se ha hecho pedazos, Maya! ¡No podría volver a vivir tranquilo con Yun sabiendo que ese demonio puede regresar y llevársela cuando quiera! Díselo así a tus amigos: voy a ir con vosotros…
—No tengo que decirles nada —repuso ella—: no son ellos quienes me han enviado. En realidad, no les parece del todo mal que nos acompañes. «Quién sabe —dicen—; quizá la “vasija” contenga otras cosas…». —Tras una pausa agregó—: Siento expresarlo así.
—Entonces, ¿por qué has venido?
—Por ti. Y porque ya te hice daño una vez y no quiero repetirlo.
—No fuiste tú quien ordenó asesinar a mi esposa.
—He padecido una gran variedad de sufrimientos —dijo la muchacha—, y a estas alturas de mi vida puedo asegurarte que solo hay algo peor que hacer sufrir a otro, y es permitirlo. He venido a avisarte, Daniel Kean: el lugar al que vamos es mucho más peligroso que la Zona Hundida, y nuestros enemigos poseen un poder considerablemente mayor. Pregúntate si la venganza puede compensar el hecho de que Yun se quede sola.
—Pregúntate qué harías tú en mi lugar —dijo él.
Hubo un silencio denso que nada pareció capaz de quebrar. Cabalgaron por una estrecha senda que les obligó a separarse. Maya movía las riendas con pericia conduciendo la blanca montura entre la densidad de la vegetación. Cuando llegaron a un lugar donde las plantas más pequeñas podían ocultarlos por completo, bajó del caballo e invitó a Daniel a hacer lo mismo.
Tras atar a los animales a unos troncos y acariciarlos, se internaron entre los helechos. La atmósfera era húmeda y fragante, y se escuchaban misteriosos ruidos. Una neblina tan ligera como un recuerdo remoto tapizaba las siluetas de las plantas sin llegar a hacerlas desaparecer, incluso resaltándolas.
Alcanzaron un claro rodeado de grandes árboles. Al alzar la vista, Daniel descubrió que eran palmeras gigantescas, diseñadas como columnas abigarradas.
—Es fascinante —dijo.
—Me gusta oírte decir lo fascinante que es —contestó Maya moviéndose entre la bruma. Abrazó uno de los troncos y permaneció un rato así, como amándolo.
Fueron de un sitio a otro, Daniel mirándolo todo, la muchacha palpando. A él lo sorprendían las fugaces antorchas de las mariposas con sus vuelos prefijados y a ella la geometría de los troncos. Había tanta humedad que los cabellos de ambos se derramaban como oro derretido y sus cuerpos destellaban tanto como los collares y ajorcas que vestían. En algo no se parecían: casi más que el paisaje que lo rodeaba, a Daniel le maravillaba la exactitud con que la muchacha lo exploraba.
—¿Nada se te pasa inadvertido, Maya Müller? —le preguntó.
Se sorprendió cuando ella pareció tomarse la pregunta en serio.
—En realidad, muchas cosas —confesó tras una silenciosa reflexión—. No conozco el color de esas orquídeas que ahora mismo tenemos a nuestra izquierda. Sé lo que son, puedo percibir su forma, disposición y cantidad, pero no el color. Me sucede igual con los lugares o las personas. Puedo imaginar tus rasgos, te identificaría entre mil individuos distintos, y sin embargo, cuando sonríes… —Se detuvo, como buscando las palabras—. Cuando sonríes, aunque sé que estás sonriendo, ignoro qué efecto causa tu sonrisa en tu rostro… Supongo que hundo tanto la mano en el agua que no percibo la superficie. Ya veces me gustaría mucho poder ver algo, simplemente, sin conocerlo: sentarme y disfrutar de la forma de un rostro, aunque lo ignore todo sobre la persona que hay detrás. Ver sin ojos consiste solo en saber.
—¿A qué edad…? —comenzó a preguntar Daniel, y se interrumpió.
—¿A qué edad perdí la vista? —dijo la muchacha—. A los doce años.
A Daniel le pareció espantoso saber eso. No se imaginaba qué podía haber causado aquella ceguera, salvo la ausencia de atención médica. En el Norte, los sentidos dañados podían recuperarse con las intervenciones adecuadas.
—¿Te molestaría si te preguntara qué te ocurrió? —dijo con tacto.
—Sí —contestó ella.
Tras otra pausa, cambió de tema inesperadamente. Se puso a comentar cosas sobre Singapur: sus flores y mariposas, las históricas casas de fachada blanca y artesonado negro de Chatsworth Road que imitaban las ciudades bíblicas. Hablaba con la rapidez de quien intenta eludir el silencio. En un momento dado un insecto de múltiples colores zumbó entre ambos con gran estruendo pero, habiendo sido diseñado para no incordiar, se apartó enseguida.
—¿Sabes una cosa? —dijo Daniel interrumpiéndola—. Me gustaría ver tus ojos. ¿Por qué nunca los abres?
—Procuro no hacer cosas inútiles —dijo ella con brusquedad y dio la vuelta en dirección a los caballos.
—Siento haberte ofendido —murmuró Daniel cuando volvieron a cabalgar.
Ella no habló durante un buen rato. Cuando por fin lo hizo, dijo:
—Un adagio del Sur afirma que los ojos de una persona se parecen a lo más importante que han contemplado jamás. No creo que te gustara ver los míos.
El azul de la tarde se oscurecía como si entraran en aguas profundas.
—¿Tan horrible fue lo que contemplaste? —preguntó Daniel tras un silencio.
—Más de lo que crees. Pero ahora, por favor, no quiero pensar en eso. Nos rodea la belleza de la vida, Daniel. Mírala a tu alrededor… y no la desperdicies. —En el mismo tono, y casi sin interrumpirse, añadió—: Siento mucho lo de tu esposa, intenté evitarlo cuando descubrí que Olsen nos traicionaba, pero no lo logré… Ahora quiero evitar tu muerte, Daniel Kean. Te ruego que regreses a Alemania con tu hija y te olvides de nosotros.
—Ya me he olvidado de vosotros —replicó Daniel con calma—. Ahora busco a la Verdad. Voy a acompañaros, Maya: tan solo quiero que me digas cuándo os marcháis y adónde.
—Compruebo que no he podido quitarte la idea de la cabeza, Daniel Kean.
—Las ideas que solo están en la cabeza, ¿de qué sirven? —adujó él, y logró (al fin) crear una carcajada sincera en ella.
—Nos marchamos mañana a primera hora —dijo Maya Müller—. En cuanto al lugar al que vamos, nos lo revelaste tú con tus propias palabras…
—No entiendo cómo.
La muchacha abrió la boca para contestar cuando de pronto su semblante cambió por completo.
Estaban llegando a los inmensos pilares de la mansión, cuyas escaleras se vislumbraban en la creciente oscuridad. Todo parecía tranquilo, pero Maya azuzó a su caballo hacia los pilares y bajó de un salto antes de que el animal se detuviera. Daniel la siguió con la mirada y distinguió a un grupo de personas congregadas en el jardín, bajo luces de antorchas. Las llamas se reflejaban en la bruñida superficie de las esculturas. Fue entonces cuando recordó su cita con el doctor Schaumann.
Una figura se apartó del grupo. Era Meldon Rowen.
Al ver la expresión de su rostro Daniel se estremeció.