Revelación
Medianoche en Japón.
Una señal sonó junto a la cama de Moon, en el dormitorio del vehículo. Las doce, pensó Moon. Se apartó de Lam, que lo acariciaba arañándole la espalda como un gato, y se puso a imaginar lo que podía estar sucediendo en aquel momento en el laboratorio.
«Ya son las doce», dijo Schaumann desde la cabina. Estaba intentando poner el vehículo en marcha. Maya Müller, que revisaba los desperfectos de las ruedas, supo que eran las doce sin necesidad de escuchar al doctor. Sintió miedo al pensar en Daniel Kean y en su hijita y deseó poder hablar con Darby.
Darby consultó su reloj y comprobó que eran las doce. Deseaba que Maya hubiese estado allí, con ellos. Vio a Daniel Kean entrar en el laboratorio conducido por aquella chica y supo que no podía hacer nada por impedirlo.
Las doce, pensó Turmaline de pie en la estrecha cámara de comunicación del lujoso vehículo. Viajaba por la Zona Hundida de regreso del laboratorio, después de dejar a Olive y la niña, y acababa de recibir la confirmación de que Ina y Kean habían llegado ya. En aquel momento envió un mensaje al Amo para que supiera que el plan se desarrollaba conforme a lo previsto. Le enviaba mensajes casi cada hora. Tenía miedo de que el Amo se enfadara, particularmente ahora que la Verdad trabajaba para él.
Al Amo no le hacía falta recibir ningún mensaje, porque ya lo sabía todo. Las doce, pensaba. La revelación es nuestra. Sin embargo, seguía sintiendo miedo de que algo saliera mal, entre otras cosas porque la Verdad se enfadaría.
Las doce, pensó la Verdad, y no pensó nada más.
Estaba en la oscuridad, esperando.
—Son las doce —dijo el chico que sujetaba a Yun.
—Entonces ya está todo —replicó Ina y terminó de ponerse las calzas de pequeños rombos blancos y azules hasta media pantorrilla—. Ahora solo debemos entrar, y luego Daniel Kean nos conducirá a la revelación.
A Daniel lo habían obligado a vestir otras cortas calzas blancas y unas botas del mismo color. Cubrir los pies era, según Ina, «imprescindible» para poder entrar en las habitaciones interiores. Una vez dentro tendría que descalzarse. Daniel obedeció sin protestar. Haría cualquier ridícula cosa que le pidieran, dócilmente, sin importarle lo que fuera. Lo único que le importaba era la pequeña y frágil figura que se hallaba junto al chico del abrigo negro.
El chico no se andaba con contemplaciones. Sostenía una pistola con el cañón apuntando a la sien de Yun, y amenazaba a Daniel con disparar cada vez que este tardaba en obedecerle. Daniel lo había reconocido de inmediato: era el joven del abrigo que había traído a Yun a las catacumbas y luego había escapado con Moon llevándose a su hija. Tenía el mismo aspecto que Daniel recordaba, con aquel largo y cerrado abrigo que le llegaba a los pies y la melena lacia y castaña.
Cuando Daniel terminó de calzarse, el chico, a quien Ina llamaba Olive, siguió dándole órdenes a gritos.
—¡Quédate en la puerta! ¡Vuélvete hacia el marco, de perfil! ¡No nos mires! ¡Baja la cabeza! ¡Abraza el marco!
—¿Abrazarlo…?
—¿Quieres que dispare, Kean? ¿Disparo, idiota?
Se apretó contra el desportillado marco y sintió la aspereza de la madera raspando su piel. No entendía lo que le pedían, ni qué esperaban encontrar en aquel maloliente y desvencijado vestíbulo del establo o en el resto de habitaciones a las que había que acceder (otro absurdo más) por la ventana, pero lo aceptaba todo. Solo se atrevió a balbucir, durante uno de los escasos silencios de Olive:
—¿Puedo hablar con mi hija?
—Ya lo estás haciendo. Ella te oye.
—Pero… ¿podéis quitarle… el velo de la boca?
—No —oyó que decía Ina, quizá después de que Olive la consultara con la mirada. A Daniel le parecía obvio que era ella la que mandaba.
—Qué lástima, no podemos —dijo Olive con sarcasmo—. Pero te oirá si le hablas.
Manteniendo la postura indicada, Daniel alzó la vista y miró a Yun. La niña no aparentaba estar herida, aunque Daniel no lo sabía con seguridad, ya que no podía hablar y no se movía salvo si el chico la tomaba de los hombros conduciéndola. Vestía un camisón blanco sucio desgarrado en los bordes y su rostro desaparecía bajo la venda y la mordaza.
—Yun, escúchame, pequeña… —comenzó Daniel.
Improvisó unas cuantas frases sencillas, aunque torpes. Le dolió pensar que Bijou lo hubiese hecho mucho mejor. Pese a todo, se obligó a hablar con calma: lo que menos deseaba era mostrar su miedo frente a ella.
—Claro —dijo Olive cuando Daniel dejó de hablar, haciendo un mohín con sus labios bermejos—. Papá te llevará a casa…
Daniel lo miró un instante, anegado de rabia y dolor. No creía que hubiese más enemigos que Ina y el chico, y sintió, no por primera vez, la tentación de arrojarse contra Olive. Pero se contuvo. Aunque sospechaba que podía derrotarle, Olive estaba armado y ponía mucho cuidado en mantener la distancia. Daniel sabía que jamás llegaría a alcanzarle antes de que disparara sobre Yun. Por otra parte, algo en su mirada de ojos grandes y absortos, como paralizados, le hacía pensar que Olive no necesitaba de excusas para matar a una niña.
—Coloca a Kean en las Posiciones de Entrada —dijo Ina desde algún lugar tras él.
Olive le dio nuevas instrucciones: de pie en el dintel de la puerta, debía estirar los brazos hasta tocar con la punta de los dedos en el marco al tiempo que separaba las piernas. «Estirarse vigorosamente —decía Ina en tono de recitar un texto aprendido—, para recuperar el dominio de los músculos, como dice el Séptimo Capítulo». Luego tuvo que extender un brazo hasta el límite, dejarlo en reposo junto al cuerpo y repetir el gesto con el otro, para, acto seguido, acuclillarse y girar en diversas direcciones.
Olive daba las órdenes muy rápido, una sola vez; parecía divertido con el empeño que ponía Daniel por obedecerle, hasta el punto de que este no estaba seguro de si lo único que pretendía Olive era burlarse de él. Sin embargo, Ina se lo tomaba muy en serio, y a ratos lanzaba un gemido y murmuraba: «Así… Eso es… Así», como si estuviese experimentando algo sublime.
Aunque la atención de Daniel se centraba en el bienestar de Yun, los extraños gestos y actividades que le obligaban a realizar le producían cierto vago temor, y lo que había visto hacer a Ina poco antes acentuaba esa sensación.
La casa no solo estaba rodeada por la valla de madera sino por un muro interior de piedra que presentaba una abertura amplia en el mismo lado que la valla. Tras cruzar la valla con Daniel, Ina se había dirigido a aquel muro y había ejecutado una serie de extrañas posiciones. Daniel comprendió que Olive había estado esperando con Yun fuera del muro porque ni siquiera él se consideraba capaz de rebasar aquella última barrera.
Ahora sucedía algo similar: Ina, llevando calzas, realizaba una especie de danza subida al antepecho de una de las ventanas. Estas carecían de cristales y eran simples marcos de madera con la pintura raspada, por lo que Daniel seguía sin entender qué clase de obstáculos impedían a Ina penetrar de inmediato en el desvencijado recinto. A esto se unía que, en esa ocasión, él había sido obligado a adoptar posturas similares en el umbral de la puerta de la casa.
De repente oyó a Ina decir:
—La casa nos admite. Trae a Kean.
Se hallaba de pie en el antepecho, como si no se atreviera todavía a dar el paso decisivo hacia el interior. Se volvió hacia Daniel.
—Tengo un auricular —dijo, apartándose el cabello para mostrárselo— y estoy en comunicación constante con Olive. Si me desobedeces, aunque solo sea una vez, o si simplemente haces algo que no me gusta, daré orden a Olive de que dispare a tu hija… O quizá le diga que le haga otras cosas antes… ¿Está claro? —Daniel asintió—. Pues vamos.
Mientras subía a la ventana, cuyo marco aparecía roto en varios lugares, Daniel giró la cabeza y miró a Yun, que respiraba bajo su doble venda acompañada de Olive, prometiéndole en silencio que la rescataría. Luego observó la entrada de la valla. No pudo ver a Darby y sus compañeros, y le sorprendió que no hubiesen hecho intento alguno de seguirlos.
—No te preocupes por ellos —dijo Ina desde la habitación, como si le leyera los pensamientos—. No podrán pasar.
—Debimos decirle la verdad cuando pudimos hacerlo —comentó Darby.
—Entonces era tarde —objetó Rowen alzando la pierna para introducir la pistola en la funda del tobillo—. Y ahora es tarde para lamentarlo. Conozco bien tus crisis pesimistas, Héctor. Luego podremos reconocer las culpas de cada uno. Ahora debemos decidir si intervenimos o esperamos…
Se hallaban en el interior del vehículo estacionado al pie de las escalinatas. Rowen había propuesto recoger las armas y prepararse para un eventual enfrentamiento. Darby contemplaba fascinado y casi divertido el impulsivo carácter de su amigo: por muy mimado por la fortuna que estuviera, Meldon Rowen no era de los que aguardaban sentados dando órdenes.
—No podemos entrar, Meldon. —Darby sacudió la cabeza—. Además, ya lo han hecho pasar al interior. Son las doce y cuatro minutos. Daniel los conducirá hasta la revelación y todo habrá acabado.
—Era lo que esperábamos que sucediese. El plan era intervenir luego.
—Pero no esperábamos ser solo tres, es decir, dos: yo no cuento.
—Ellos también son dos, Héctor. —Rowen, que buscaba munición en uno de los compartimentos de la cabina, de pie frente a un espejo, se volvió para mirarlo y mostró la blanca dentadura en contraste con su moreno rostro—. Eh, ¿qué pasa? ¿Vas a abandonar ahora, que estamos tan cerca?
—No he dicho eso —aseguró Darby, vehemente—. Pero ya no me importan la revelación ni la maldita Llave: solo quiero salvar a Daniel Kean y a su hija.
—Es lo que quiero yo. Por eso propongo que entremos, pase lo que pase…
La voz de exótico acento de Anjali Sen pareció llenar toda la cabina.
—La cuestión, Meldon, es que no podemos entrar. El laboratorio de Kushiro es una fortaleza hermética basada en los conocimientos del Séptimo Capítulo.
—Esa chica ha logrado entrar…
—Esa chica es Ina White, y el chico un tal Olive Frey, los he reconocido. Son discípulos de Mitsuko. Solo ellos podían traspasar la valla y el muro interior de esa forma…
—Lo tenían todo muy planeado —comentó Darby.
—Un momento. —Rowen frunció el ceño. Sus ojos verdes relampagueaban—. Nosotros también hemos hecho planes. ¡Anja, tú te ocupaste de estudiar las cerraduras rituales del laboratorio! ¡Dijiste que era posible traspasarlas!
—He dicho que no podemos entrar —replicó Anjali Sen—. Me refería a los tres. No he dicho que yo no pueda.
—El riesgo es muy grande si lo haces sin ayuda, Anja —dijo Darby.
—Voy a intentarlo, de todos modos. —Anjali dio media vuelta y abrió la compuerta de la cabina. Rowen parecía confundido.
—Espera… ¿De qué riesgos habláis? —Lanzó una mirada nerviosa al hombre biológico—. ¿Qué riesgos, Héctor? ¿Qué puede pasarle a ella?
Darby hizo un gesto vago, pero quizá Rowen vio la respuesta en su rostro, porque no aguardó a que hablara. Salió del vehículo con rapidez y Darby lo acompañó.
El paisaje que los rodeaba era abrumador. Desde la cima de la colina se podía vislumbrar casi toda la Zona Hundida, y sobre ellos, dando la falsa impresión de hallarse al alcance de la mano, la bóveda de cristal y el inmenso piélago de agua resplandeciente donde menudeaban siluetas confusas. Darby distinguió dos pulpos de gran tamaño como flotando en las nubes sobre el techo del laboratorio. Incluso sus bocas de pico resultaban nítidas en el ulterior de la masa de tentáculos.
En cierto modo, era imposible olvidar que se encontraban dentro de una vasta cámara presurizada. La atmósfera tenía la cualidad artificiosa de un salón climatizado. Ni un soplo de viento agitaba las ramas de los árboles de diseño que cubrían la ladera. Y hacía frío, probablemente debido a la baja temperatura del exterior. Darby, que se había quitado la chaqueta durante el viaje, tuvo que volver a ponérsela.
—¡Anja! —llamaba Rowen.
La doble pieza azul brillante que vestía Anjali Sen parecía flotar en la penumbra mientras subía la escalinata. Rowen llevaba una pieza ceñida y translúcida. Ambos resaltaban bajo los resplandores violetas del cielo con sus perfectas anatomías, como si se tratara de seres completamente felices y eternamente jóvenes. Solo Darby parecía lo que era: un viejo cansado.
Anjali Sen giró la cabeza cuando Rowen la alcanzó.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Rowen en tono exigente.
—Ya te lo he dicho: intentar entrar.
—¡No puedes hacerlo sola!
—¿Quién te ha hecho jefe del grupo, Meldon? ¡Estoy aquí igual que tú o que Héctor, porque me interesa encontrar la Llave! ¡Y más vale que sepas algo: esto no es ninguna aventura maravillosa, por mucho que lo parezca! ¡No lo ha sido para ese empleado de tren y su familia, y ya es hora de que no lo sea tampoco para nosotros!
La expresión de Rowen era inescrutable. Darby sabía que la relación del empresario y la india iba más allá del placer mutuo. El «amor» entre ambos era perceptible.
—Supón que lo logras —dijo Rowen—. ¿Qué harás? Necesitarás armas, ayuda…
—No voy a poder entrar con ningún objeto encima, Meldon. —La creyente sonrió mientras se desabrochaba el lazo de sus finos pantalones azules—. Pero no estoy indefensa, ya lo sabes…
Darby pensó que Anjali no exageraba: Anjali era una de las creyentes más poderosas que había conocido. Sin embargo, su experiencia se limitaba al Duodécimo Capítulo, el Capítulo de la montaña y el hielo, de modo que el reino del aire y los susurros del Séptimo, con el cual Kushiro había construido aquella fortaleza, quedaba fuera de su alcance. Un solo error y quizá se produjese algo peor que su muerte. ¿Qué? Eso solo podían saberlo los creyentes.
—Cuando entre, intentaré rescatar a Kean y a su hija. —Anjali posó en Rowen sus grandes ojos negros—. Ina y Olive son jóvenes, puedo superarlos sola. —Besó fugazmente los labios de Rowen y se acercó a Darby, que cogió sus manos y las apretó con afecto—. Héctor —murmuró de forma que Rowen no la oyera—, si ocurriera algo… llévate a Meldon de aquí lo antes posible.
Darby asintió y le deseó suerte.
Anjali terminó de desvestirse y avanzó despacio hacia la valla. La abertura era amplia y parecía invitarla a entrar, pero la india sabía que se trataba de una falsa impresión. Si ponía un pie más allá de aquel sencillo borde de madera sin ejecutar las posturas debidas, podrían suceder cosas en las que prefería no pensar.
Se detuvo justo en el límite y se volvió para contemplar por última vez el atractivo rostro de Rowen, sombreado por las incontables criaturas marinas que se movían sobre él tras el cristal. Le hizo un guiño, como animándolo.
Quería darle a entender que se sentía segura, que pensaba que iba a lograrlo.
En realidad, estaba lejos de mostrarse tan optimista.
—El laboratorio se divide en ocho cámaras —dijo Ina—, como las ocho partes del Séptimo Capítulo, y está construido con sonidos. Los objetos que ves a tu alrededor son simples materiales para evitar el silencio, al igual que nuestros cuerpos. Ese jarrón, esas cortinas… No se trata de decoración sino de cajas de resonancia. Todo dentro de este laboratorio está colocado para la creación de sonidos. Si se te ocurriera la locura de andar solo por las habitaciones, te aconsejo que nunca entres en una en la que no oigas nada. «Ex nihilo nihil», como dice el Séptimo… Significará que está bloqueada: si entras, tu mente quedará arrasada, porque solo mediante los sonidos o susurros podemos establecer contacto con lo infinito. Pero no me molestaré en explicarte lo que no podrías entender jamás. ¡Busca!
Ina lo azuzaba como un perro de aquí allá y se limitaba a observarlo. Daniel ignoraba qué debía hacer, pero a ella eso le parecía lo correcto. «Si supieras conscientemente adónde ir, no serías el messenja», le había dicho.
—Eres una vasija, Kean —le explicó—. Llevas algo dentro que acabará apareciendo. Tú solo muévete y mira a tu alrededor.
Ya habían recorrido lo que ella denominaba la «tercera» cámara, que era el derruido cuarto por donde habían entrado. La sala en que se encontraban se conservaba en mejor estado, y poseía amplios cortinajes de colores, jarrones de bronce, mesas de madera y un curioso suelo lleno de arena fina y castaña. El techo era bajo y algunas paredes mostraban revestimiento de piedra. Olía a moho y a polvo. Ina le había ordenado quitarse las calzas, y de vez en cuando le hacía alzar los brazos sobre la cabeza. Daniel obedecía y fingía escuchar las complicadas explicaciones. Entretanto, intentaba decidir qué hacer.
—Me has engañado, ¿verdad? —le preguntó mientras deambulaba por la cámara produciendo al pisar con sus blancos pies un ruido como de arañazos sobre la arena—. Nunca fuiste alumna de Mitsuko. Trabajas para Moon…
—Moon y yo trabajamos juntos, cierto —concedió Ina—, pero él no es mi jefe. Y te equivocas: Olive y yo sí éramos discípulos de Mitsuko.
—Entonces, Darby y sus amigos…
—Ellos contrataron a ese tal Olsen al principio, lo que ocurre es que, sin que lo supieran, Olsen ya estaba sirviendo al Amo por su cuenta y fingió trabajar para ellos.
—¿Quién es ese Amo?
Tras un titubeo Ina espetó:
—Alguien más poderoso que tú y que yo, estúpido. Él fue quien ordenó secuestrar a tu familia. —Su voz se hizo amenazadora—. No dejes de caminar. Si te paras un solo instante te golpearé. Puedo hacerte mucho daño, te lo aseguro.
Pero Daniel intuía que disponía de cierto privilegio. Al fin y al cabo, Ina también dependía de él. Intentó ganar tiempo con preguntas.
—¿Por qué me ayudaste a escapar?
—Decidieron que debía aliarme contigo para que no te creyeras solo. Sospechaban que intentarías huir en algún momento, y planearon lo de los árboles en la carretera y el bosque para darte la oportunidad. Los hombres de Moon tenían la orden de no herirte. Tú pensabas que ese producto que te habías rociado te hacía invulnerable…
—¿También el ataque de los ritualistas fue planeado?
Ina fijó los ojos castaños en él con expresión de desprecio.
—¿De qué hubiera servido eso, imbécil? Eso fue real. Estuvimos a punto de ser capturados. Por suerte, conozco bien la Zona Hundida. —Tras una pausa, rezongó—: Vamos a la siguiente cámara… Te advierto que, si sigues sin mostrarme la revelación, puedo empezar a pensar que te callas voluntariamente para ofrecérsela luego a Darby.
—Eso no es cierto…
—Pero puedo pensar que lo es, Daniel Kean, y actuaré en consecuencia. Existen varias maneras de descubrir lo que contiene una vasija: puedes volcarla… o romperla. Recuerda que sigo en contacto con Olive. No te gustaría que obligara a tu hija a caminar sola dentro del laboratorio… Será mucho peor que matarla. ¿Queda claro?
—Sí —musitó Daniel, horrorizado.
Ina no expresaba emociones. A Daniel le parecía que hablaba incluso con más frialdad que el propio Moon.
—Pues procura llevarme a la revelación cuanto antes.
Daniel la siguió hasta la puerta. Antes de abrirla, la chica se detuvo a escuchar. Pareció captar lo que deseaba —una especie de repiqueteo—, porque asintió y cogió el pomo.
—Podemos entrar.
Por un momento Anjali Sen se preguntó si Kushiro de había percatado de manera racional o, como diría el doctor Schaumann, «fríamente científica», de las implicaciones de lo que había construido en la cima de aquella colina en la Zona Hundida. Sabía que era una idea absurda, pero el palpitante poder que percibía en aquel mundo aparentemente yermo le hacía preguntarse eso.
Seguía moviéndose con delicadeza: brazos, cintura, piernas, en una danza pausada aunque incesante, de pie ante la abertura de la valla. Sabía que su cuerpo y el entorno debían convertirse en una misma cosa. La «vivienda blanca» de la que hablaba el Séptimo, la casa del hombre de las montañas en la que penetra el protagonista de la fábula, sitiada por terribles criaturas, era una metáfora de la protección invisible que rodeaba al laboratorio.
Anjali recordaba que, justo antes de llegar a la casa, el protagonista comparaba el paisaje a una pintura y afirmaba: «Nosotros deambulábamos en cuerpo y alma a través de esas pinturas». Era preciso formar parte del decorado para poder acceder a él. La técnica para lograrlo resultaba muy difícil, incluso para una avezada creyente como ella.
Tranquila, se repetía. Lo peor que podía hacer era apresurarse. Sonreía mientras ejecutaba las posiciones, era su manera de controlar los nervios.
Por ahora estaba haciéndolo bien: los gestos de los brazos y la fuerza con que separaba o juntaba las piernas se armonizaban con el conjunto de pequeños sonidos que la rodeaban abriendo una vía por la que podría acceder. Pero, a partir de ahí, tendría que improvisar… ¿Cómo conocer con exactitud todos y cada uno de los pasos necesarios? Ni los discípulos de Mitsuko, ni la propia Mitsuko o el mismísimo Katsura Kushiro lo conocían todo. La creencia no era científica: no había modo de medirla ni comprobarla. No podía explicarse con palabras, y los textos bíblicos que la revelaban eran tan solo símbolos o metáforas, por eso los no creyentes como Darby nunca la comprenderían por completo, aunque conocieran sus implicaciones.
Creer consistía sobre todo en creer, sin trabas, sin reparos. Y creer en una sola cosa. «Si crees, aunque solo sea un poco, en la posibilidad opuesta, no conseguirás nada», recordó que decía uno de sus maestros. «Debes creer como si solo existiera aquello en lo que crees».
Siguió moviéndose en medio del escenario que la rodeaba, intentando formar parte de él.
La nueva cámara tenía esa clase de contrastes, o de asimetrías, que Daniel ya había visto en otros lugares de Japón: un dormitorio, un puente, una biblioteca. El puente era una pasarela de madera que cruzaba por encima del lecho. Ina le ordenó que la subiera y se situara sobre ella para abarcar así toda la habitación.
El ruido de repiqueteo lo producían dos objetos de metal colgados de una lámpara que sobresalía de la pared: una gran cadena de la que pendía una cruz y un cinturón. Se agitaban suavemente, como movidos por una extraña brisa. Ina se despojó de las calzas, se colgó la cruz del cuello y se abrochó el cinturón. Llevando solo tales adornos encima subió al lecho y se arrodilló. Las paredes que la rodeaban eran espejos, y otras cuatro Inas aparecieron desde distintos ángulos.
—Voy a intentar establecer nexos —explicó—. ¿Sabes lo que son? La criatura que en el Séptimo Capítulo se disfraza con una máscara y unos guantes fingiéndose humana le susurra al protagonista una revelación trascendental: le dice que existen vínculos «horribles e inmemoriales entre la humanidad y la infinitud». En pocas palabras, lo que abras aquí —añadió, señalándose el cuerpo— se abrirá en el aire —señaló su imagen en el espejo—, y de esa forma podemos encontrar muchos más accesos al espacio oculto… Kushiro dedicó su laboratorio a establecer esos nexos mediante los sonidos que en la Biblia se llaman, metafóricamente, «susurros de las criaturas». Si hago esto… —se incorporó hasta ponerse de pie y separó las piernas violentamente—… estoy desplazando aire y produciendo ondas sonoras… Las mismas ondas de luz, al rebotar en los espejos, «suenan» también, en cierta forma… Al movernos en este lugar es como si tocáramos un delicado instrumento… Tú no puedes percibir la melodía, pero la casa sí, y reacciona en consecuencia…
Quedó un instante en aquella postura y alzó los brazos mientras seguía con la enrevesada explicación. Daniel fingía escucharla intuyendo que solo haciéndola hablar evitaría que Ina se impacientara. De pronto experimentó un sobresalto al ver que la chica lo observaba a través del espejo.
—He abierto nuevos accesos para ti —dijo Ina adoptando un énfasis amenazador—. Todo el espacio está a tu disposición ahora, Kean. Llévame a la revelación, o te juro que voy a arrancarte esa piel delgada y pálida que tienes… A ti y a tu hija.
Daniel se estremeció. Había algo en la forma de hablar de Ina que le hacía sospechar que era muy capaz de hacer lo que decía. Decidió distraerla con nuevas preguntas.
—Tu Amo es ese a quien llaman la Verdad, ¿no es cierto?
La reacción de Ina fue inmediata. Interrumpió los gestos y quedó sentada de costado en el lecho, mirándolo por el espejo. El sudor hacía resplandecer su piel.
—Es la Verdad quien trabaja para el Amo —dijo en tono grave y cuidadoso—. ¿Cómo sabes ese nombre?
—He hablado con ella. —Fue el turno de Daniel de mostrarse enigmático—. La Verdad ha capturado a tu maestra, ¿lo sabías? La ha convertido en algo peor que una esclava… ¡Aunque supongo que eso era lo que tú deseabas…!
Antes de que pudiera terminar la frase, Ina ya se había levantado de un salto y subido a la pasarela. Daniel vio la furia en sus ojos, pero no intentó apartarse. Una bofetada lo arrojó al suelo y un talón lo hizo rodar al extremo opuesto. Pero lo peor de todo fue cuando ella dejó de golpearlo y lo miró. La frialdad de Ina le daba aún más miedo que su salvajismo. Sabía, sin embargo, que esa vez era él quien controlaba la situación, y decidió seguir presionándola.
—¡Puedes golpearme cuanto quieras, eso no cambiará las cosas para tu maestra…! —gritó abrazado a sí mismo, sudoroso, irguiéndose ante ella—. ¡Mitsuko Kushiro está destruida, aunque aún siga con vida! ¿Eso era lo que pretendías conseguir? —Ina lo miraba como dudando sobre si volver a golpearlo. Entonces regresó al lecho. Daniel suavizó el tono—: Ina, ¿por qué no me ayudas? No eres como ellos…, como Moon o la Verdad… Te han engañado o te han convencido de alguna forma para hacer esto, pero no eres como ellos…
Ina lo contemplaba arrodillada desde el lecho. Sus senos subían y bajaban en una lenta respiración. De repente se recostó boca arriba. En el espejo del techo, otra Ina extendió sus cabellos castaños por las sábanas.
—Ella y yo teníamos diferentes puntos de vista —dijo en un murmullo. Parecía hablarle más a aquella muchacha que flotaba sobre ella que a Daniel—. Era una maestra excelente. Me enseñó todo lo que sé sobre el Séptimo, el uso de los sonidos, cómo cada cosa que roza tu cuerpo puede convertirse en un canal, una puerta hacia otras cosas… Tenía una increíble mansión al norte de la ciudad, pero solíamos ir a las playas del sur de Tokio, que bordean la Zona Hundida. Allí aprendíamos a ser pájaros y abrirnos al contacto con Los Que Susurran. Me decía: «No te veas como un simple instrumento sobre el que otros tocan. Eres una mujer, Ina. Fuiste sagrada en otro tiempo. Ahora solo somos cavernas, pero antaño nuestras riberas eran soleadas y en ellas crecía la semilla de la carne». También me decía: «Somos reinas, no los nidos vacíos que Dios usaba para incubar, sino verdaderas reinas capaces de gobernar la creación»… ¡Me decía todo eso…! —Calló un instante, conteniendo los sollozos. La mano que reposaba sobre su vientre se abrió con suavidad, como albergándolo—. Manteníamos una relación de «amor»… Ella gozaba carnalmente con otros discípulos, pero conmigo, además, sentía «amor», no solo «arte». Yun día me habló de la revelación, y de la Llave del Abismo. No logré entender por qué no quería buscarla, como había hecho su padre…
Daniel no quería interrumpir a Ina, pero recordó lo que Darby le había explicado. Kushiro le aconsejó que no se involucrara, pensó. Ina seguía hablando mientras miraba a la muchacha del techo.
—Me contó que su padre había encontrado la Llave en Nueva Zelanda, la había ocultado en lugar seguro y había anunciado una revelación relacionada con ella, una clave que obtendría un messenja en un tren en Alemania, un día determinado… ¡Yo le dije que debíamos intentar conocerla! Ella me decía: «Ina, la Llave no nos está destinada… Deja que las cosas sucedan… Mi padre sabía lo que hacía…». ¡No era capaz de comprender que no se trataba de tener sino de destruir! «Madre —le decía, la llamaba así—… Madre, la Llave es lo único que puede matar a Dios. Lo único que devolverá a las mujeres el poder de la vida o las vengará para siempre, ¿no lo comprendes?». La Biblia dice que Dios se oculta bajo las aguas soñando su sueño eterno en la ciudad de los grandes pilares, pero tiene miedo de la Llave… porque sabe que el día en que el hombre la encuentre… —Su boca se torció en una mueca—. Ese día… su autoridad en la Tierra habrá terminado.
Dio la vuelta en la cama, se apoyó en una pared de espejo y quedó en silencio, los ojos cerrados, su reflejo unido a ella como dos seres gemelos que soñaran un mismo sueño. De repente pareció despertar de improviso. Daniel observó que el cambio se había producido sin transición: su mirada y su voz volvían a ser implacables.
—Le dije todo eso, pero no me hizo caso. Entonces hablé con Olive y con otro discípulo llamado Shar, y nos propusimos encontrar a un nuevo jefe que quisiera ayudarnos. Shar terminó abandonando y se marchó, pero Olive y yo entramos en contacto con el Amo. Cuando el Amo nos dijo que él sí quería encontrar la Llave, no dudamos a quién debíamos servir…
—Y la traicionasteis. —Aunque temía que ella volviera a golpearlo, Daniel era incapaz de ocultar su desprecio—. La vendisteis a unos asesinos…
—En efecto —murmuró Ina y lo miró de una forma que él ya conocía: entornando uno de los ojos y abriendo el otro de par en par. Su expresión, entonces, dejaba de ser hermosa para convertirse en una máscara que sugería cosas horribles—. La traicionamos. La vendimos… Los servidores del Amo entraron en su morada gracias a nuestra ayuda… También les facilitamos el acceso al resto de los discípulos. Olive y yo somos capaces de muchas cosas, Daniel Kean. Te lo demostraré.
Se inclinó hacia uno de los espejos, se apartó el cabello y presionó con un dedo en el auricular. Habló hacia su reflejo, como si hubiese alguien allí capaz de escucharla.
—Olive: abandona a la niña en las cámaras del sótano y oblígala a caminar sola.
Yun intentaba no tener miedo. Lo había estado intentando durante los últimos días y casi lo había conseguido, pero ahora las cosas se habían complicado.
Hasta ese momento, para ella, todo había consistido en una sucesión de lugares distintos, órdenes simples y la compañía de Olive. La mayoría de sus frases comenzaban siempre con: «Olive, ¿puedo…?». Y, en general, Olive se lo permitía. A Yun no le caía del todo mal el tal Olive, lo cual era una suerte, ya que no había podido separarse de él desde… En fin, desde aquello que había sucedido en las catacumbas, fuera lo que fuese (Yun no estaba segura de ciertos recuerdos). Descontando el hecho de que no le permitía hablar con sus padres, Olive era buen chico. O lo había sido hasta que la llevó a aquella fea casa de madera en medio de una especie de bosque donde siempre era de noche y había peces en el cielo. Ahora las cosas habían empeorado.
En aquella casa Olive se mostraba mucho más nervioso que nunca y la miraba como si fuera a darle una especie de sorpresa. Esa era la explicación que él mismo le había ofrecido cuando le dijo que tenía que vendarle los ojos y la boca:
—Es una sorpresa —había dicho.
Y desde luego que lo fue, porque había consistido ni más ni menos que en la llegada de su padre.
Pero a Yun no le pareció agradable, pese a todo. Porque hasta ese momento había podido mantener el miedo a raya, pero al escuchar la voz de su padre había descubierto que únicamente podía ser fuerte si él no estaba. Junto a su padre, lo único que quería hacer era llorar como una niña pequeña.
La presencia de su padre era su mayor alegría, y también su mayor temor.
Intentaba tranquilizarse, pero era muy difícil. Más aún cuando Olive, tras quitarle la venda y la mordaza, le dijo que darían un «paseo». El paseo consistió en entrar en la casa (siempre después de que Olive ejecutara raros gestos en la ventana) y bajar unas escaleras blancas hasta una especie de sótano de paredes encaladas. Entonces Olive se agachó frente a la cerradura de una puerta con marco de cristal que tenía grabado un hermoso jarrón con flores. ¿Qué hacía? Escuchar.
Yun deseaba seguir mostrando valor, pero (digámoslo con claridad, señorita, como diría su profesor de academia, el señor Phelps) empezaban a temblarle las piernas.
Sobre todo porque intuía que Olive tenía tanto miedo como ella.
—Podemos entrar —dijo Olive al fin.
La habitación a la que pasó era oscura y fría, pero no parecía haber nada malo en ella. Su guardián, entonces, sacó del abrigo el pañuelo y la venda.
De pronto a Yun le resultó imposible seguir soportando el miedo. No quería desobedecer a Olive, pero aquello era superior a sus fuerzas.
—Olive, por favor, no vuelvas a taparme los ojos…
—Es una sorpresa, Yun.
Digámoslo con claridad, señorita…
—Olive… —Empezó a llorar mientras el mundo desplegaba una noche sin luna sobre su mirada—. No me… —Luego las palabras desaparecieron también.
—Sabes contar hasta veinte, ¿verdad? —oyó la voz de Olive en aquella tiniebla—. Ahora comenzarás a contar y yo me esconderé. Cuando termines, me buscarás. Puedes ir por donde quieras, recorrer toda la casa, pero no te quitarás la venda de los ojos ni de la boca… Aunque desees quitártelas, no lo harás. Adiós, Yun. Comienza a contar.
Yun gimió aterrorizada mientras, sin poderlo evitar, su mente, como un reloj imprevisto, le susurraba los segundos. Uno… Oyó la puerta cerrarse. Dos…
—Te quedan unos quince segundos antes de que tu hija empiece a moverse por la casa, Daniel. Con suerte, seguirá siendo tu hija tras cruzar la primera puerta, pero más allá de la segunda…
—Ese libro —murmuró Daniel apuntando con el dedo hacia las estanterías casi vacías—. Está en ese libro.
—¿En cuál?
—El de los grabados en dorado y las tapas negras. Ina lo señaló.
—¿Este? —Daniel movió la cabeza afirmativamente. Ina cogió el libro y lo hojeó rápidamente. Luego lo mostró sujetándolo de cara a Daniel, de forma que las figuras de la cubierta resultaran visibles—. ¿Sabes qué es este libro? —Indicó los curiosos símbolos de la portada—. Esto de aquí son letras, palabras en el antiquísimo kanji, el idioma japonés escrito… Dicen: «Ai Gei». ¿Sabes lo que significa Ai Gei? Podría traducirse como «amor» y «artesanía»… Este libro es, tan solo, la Sagrada Biblia de Amor Artesanía escrita en antiguo japonés… Una Biblia común y corriente. —Arrojó el libro a la estantería y se cruzó de brazos.
—La clave que buscas está en ella —murmuró Daniel intentando adoptar un tono convincente.
Se dio cuenta de su error cuando Ina cambió de actitud. Aquella mirada, con uno de los párpados ligeramente entornado, le heló la sangre.
—Daniel, estás hablando con una creyente. Con cada parte de mi cuerpo siento tu mentira. ¿Piensas, acaso, que todos y cada uno de los objetos inútiles que hay en esta casa no han sido estudiados a fondo? Mitsuko y sus servidores leales han sido interrogados y anulados. La casa es nuestra desde hace tiempo, con todo lo que contiene. A ti te queremos para que nos ofrezcas la revelación, no para que juegues a los enigmas… —Hizo una pausa y su grueso labio superior se alzó mostrando los dientes—. Esclavo ignorante, tu hija ha empezado a moverse a solas por las habitaciones… Dentro de poco abrirá una puerta sin esperar a oír ruidos, y su mente quedará tan vacía y oscura como el espacio entre las estrellas… Tienes una última oportunidad…
Daniel, desesperado, miraba a su alrededor buscando algo que convenciera a Ina. Entre los anaqueles, colgado de la pared, veía un cuadro misterioso: mostraba a unos seres que parecían insectos o cangrejos gigantes, de cuerpo rosáceo y alas membranosas, que caminaban en el aire. Ignoraba qué podían ser aquellas criaturas crustáceas, pero resultaba evidente que flotaban porque había pájaros volando bajo los apéndices inferiores de los seres, semejantes a patas.
—«Pájaros bajo los pies» —dijo, trémulo.
Por un instante la vio titubear.
—Repítelo —exigió ella. Lo hizo, pero cometió el error (o quizá ella podía leer su mente) de desviar la vista hacia el cuadro que le había inspirado. Ina siguió la dirección de su mirada y al descubrir lo que era soltó la risa—. No te rindes, ¿eh?
—Te juro que no lo he inventado… —mintió—. Ha venido a mi cabeza…
—Los segundos pasan…
—¡Ina, créeme, te lo suplico!
Se oía a sí mismo decirlo y sabía que su voz sonaba falsa. Pero ¿cómo podría convencerla si ignoraba la clase de información que ella quería oír?
Entonces, de improviso, se produjo el cambio.
Al principio lo único que percibió fue que ella se quedaba mirándolo como si lo viera por primera vez. Luego, con gestos veloces, Ina se despojó del cinturón, se descolgó la pesada cruz, subió a la pasarela y lo cogió del brazo. Daniel se dejó arrastrar hasta la puerta de la siguiente cámara, donde Ina se detuvo a escuchar. Quiso pedirle que volviera a comunicarse con Olive para salvar a Yun, pero en ese momento Ina abrió la puerta y pasaron a la siguiente habitación, que estaba vacía, y de allí a unas escaleras. Ina escogió el tramo que ascendía y, tras aguardar ante otra puerta, penetraron en una especie de desván de techo bajo formado por listones de madera.
A diferencia de las anteriores, aquella cámara estaba llena de objetos: sillas, cajas apiladas, marcos vacíos, baúles, barras metálicas con o sin sucias cortinas unidas a ellas… El suelo era un mosaico de baldosas que imitaban figuras.
Figuras de pájaros.
Daniel quedó asombrado por la coincidencia, ya que su frase había sido una mera improvisación. De cualquier forma, pensó que aquel azar le favorecía.
Ina lo empujó sobre las baldosas.
—Busca.
—Ina… Dile a Olive que… —Busca, Kean.
Comprendió que Ina ya no estaba dispuesta a pensar más en él. Se había colocado otras calzas, blancas, de rombos amplios, que cubrían del todo sus torneadas, fuertes piernas. Luego se sentó sobre un taburete alto y apoyó los pies en el borde del asiento.
—Busca, Kean —repitió.
Daniel gateó intentando encontrar algo que pudiese satisfacerla. El problema, en aquel lugar, era justo el opuesto a los anteriores: había demasiadas cosas, y todas parecían importantes, o al menos enigmáticas. De pronto la sorpresa lo paralizó.
Entre un marco y un haz de barras de acero sobresalía una nariz. Era un rostro de color oscuro. Daniel apartó las barras con cuidado. La escultura estaba elaborada en algún tipo de metal o piedra, y consistía en el busto de un hombre, incluyendo sus manos entrelazadas. Lo reconoció enseguida. Kushiro esbozaba la misma extraña sonrisa que en la imagen que le había mostrado Darby. En la base de la pieza, bajo las manos, había grabadas unas palabras:
Empecé a sospechar.
Ahora temo saber.
Debajo: «Sagrada Biblia, Cuarto Capítulo, II, 29».
—Era su lema —comentó Ina—. Aborrecía unir conceptos, como buen japonés… Siempre tenía miedo de llegar a saberlo todo, por eso decidió legar a la posteridad su hallazgo… De igual forma, su hija no quiso buscar la Llave. —Sus labios se torcieron—. Puedo aprender filosofía japonesa, incluso puedo comprenderla, pero jamás llegaré a compartirla. Es preciso saberlo todo, porque solo sabiéndolo todo tenemos alguna posibilidad de enfrentarnos a Dios. Pero dar los primeros y fundamentales pasos para luego retroceder… ¿No es absurdo? ¿Sabes qué pienso? Que no debió ser Kushiro quien encontrara la Llave. Quizá… Quizá no debiste ser tú quien recibiera la revelación… ¿Por qué no la recibí yo, por ejemplo? ¿Por qué escoger a una criatura tan mediocre y estúpida como tú, un esclavo, un no creyente…?
—Creo que puedo responderte a eso —dijo Daniel, desafiante—. Tú también eres mediocre y estúpida si no te has dado cuenta…
—¿De qué?
—De que te han engañado, Ina. —¿Qué quieres decir?
—Mírate. Te han dejado sola. ¿Por qué no está contigo ese Amo del que tanto hablas? ¿Por qué no está la Verdad? ¿Por qué tan interesados todos en traerme hasta aquí para luego dejarme a solas contigo? Voy a decírtelo: porque no confían en que yo vaya a revelar nada… —Ina se incorporó lentamente. Su actitud al acercarse a Daniel era de amenaza, pero este siguió hablando en tono desafiante desde el suelo—. Te han dejado las sobras del banquete… Para ellos, tú también eres una esclava. Y voy a decirte algo más: tu Amo y la Verdad no quieren la Llave para destruir a Dios, sino para salvarlo. Lo que pretenden es destruir la Llave, Ina…
—Mientes… —Ina se plantó frente al cuerpo arrodillado de Daniel. Su rostro parecía un estanque en el que alguien hubiese arrojado una piedra: emociones opuestas iban y venían. Cerraba los puños hasta emblanquecer los nudillos. Sin embargo, aunque Daniel temía que volviera a golpearlo, no quiso detenerse.
—¿Qué te dijeron para convencerte? ¿Acaso que deseaban vengar a las mujeres por lo que Dios les había hecho? —Daniel sonrió—. Te han estado utilizando… Sin tu ayuda no hubiesen podido secuestrar a Mitsuko… Y cuando obtengan lo que quieren, nos destruirán a todos… incluyéndote a ti y a Olive.
—¡Es mentira! —gritó Ina, y desvió la vista un instante.
Era el momento que Daniel esperaba. Había extendido la mano derecha por el suelo hasta dar con el objeto, y en ese instante reunió fuerzas, lo levantó y azotó el aire con él. Acertó en el hombro izquierdo de Ina. La chica retrocedió y cayó de lado. Al hacerlo aplastó varios marcos, que se fragmentaron.
Daniel se puso en pie y alzó de nuevo la barra metálica. El mismo pánico que le provocaba lo que había iniciado le daba fuerzas para intentar concluirlo.
—No puedes matar a una creyente… —dijo Ina, que ni siquiera hizo amago de esquivarlo.
Tras el nuevo golpe saltaron astillas y sangre. Algo pareció destrozarse en la cabeza de Ina, pero a Daniel le dio la extraña impresión de que quizá era algo que ya estaba roto desde mucho tiempo atrás.
La barra solo encontró objetos inanimados cuando golpeó por tercera vez, como si Ina se hubiese convertido, por fin, en la materia que la formaba: madera, cristal, piedra. Al pronto Daniel creyó que la muchacha había logrado desaparecer. Entonces oyó su voz a la espalda, y supo que se había movido con increíble rapidez:
—No puedes matarme…
Daniel hizo girar su improvisada arma, pero en esa ocasión la barra no llegó a su destino: la mano izquierda de Ina la detuvo en el aire mientras la derecha aferraba la garganta de Daniel, empujándolo hacia una de las esquinas del desván.
—Soy un gato en esta habitación —dijo ella con voz ronca, el rostro convertido en una masa de sangre—. Cazo. Y devoro.
La respiración desapareció del cuello de Daniel.
Moviéndose como si las paredes a su alrededor fueran cuchillas, Anjali Sen cruzó la ventana y pisó por fin el suelo de la casa.
Había entrado: lo más difícil ya estaba hecho.
Vio dos puertas de salida. Abrió la de la izquierda solo cuando estuvo segura de escuchar una leve crepitación, la que podría producir la garra de un animal pequeño. Un pasillo corto daba a unas escaleras y se prolongaba con otra habitación. Ocho cuartos en total, ocho «cámaras», como las ocho partes del Séptimo. Conocía bien la estructura del recinto. Confiaba en encontrar a la niña cuanto antes, y confiaba en que los creyentes que la custodiaban no resultaran peligrosos. Luego buscaría a Daniel Kean.
Llegó al pie de las escaleras y percibió que debía bajarlas. Alcanzó un pequeño vestíbulo y una puerta cerrada de marco de cristal. Esperó hasta escuchar un débil ruido y sujetó el picaporte.
La habitación era grande, de paredes con arabescos amarillos, y estaba vacía. En la pared del fondo había otra puerta. Anjali se dirigió a ella, aguardó, oyó un suave susurro y abrió.
La nueva cámara era de un azul puro, sin matices. El único mobiliario consistía en una especie de podio formado por cubos azules. Al fondo había otra puerta, y frente a ella, a punto de aferrar el pomo, se hallaba la niña, vendada y amordazada.
—¡No! —gritó Anjali.
Cruzó la habitación con rapidez y sujetó a la pequeña de los brazos, deseando que no fuera demasiado tarde. La niña había empezado a llorar. Anjali se disponía a quitarle la venda cuando oyó que la puerta tras ella se abría.
—Así que tenemos visita, ¿eh, Yun? —Olive hablaba con mucha rapidez, como si hubiese ensayado las frases—. Supe que habían logrado entrar… Mira quién es… Imagino que se cree muy importante por haber entrado…
Olive había trepado hasta sentarse en el podio azul y dejaba que las recias botas que calzaba colgaran por fuera. A Anjali le dio la impresión de que Olive quería utilizar la altura como ventaja en algún ritual. Le vio forcejear con un cinturón atado a su vientre, bajo el abrigo. Intentaba quitárselo con una sola mano. La otra sostenía la pistola de ráfagas apuntando hacia Anjali.
Nada más verlo, la creyente supo dos cosas: que Olive estaba mucho más nervioso que ella y que no resultaba un adversario de su nivel. Ella lo superaba, incluso desarmada y desnuda. Situó a Yun a su espalda y se encaró con Olive.
—¿Qué le habéis hecho a la niña?
Olive había dejado de apuntarle con la pistola y usaba ambas manos para terminar de desabrocharse el cinturón.
—No lo sé… —dijo en un tono que sonaba muy sincero—. Ha caminado por la casa, ¿verdad, Yun? Ha dado un paseo, un pequeño paseo…
—¿La habéis obligado a caminar a solas? —dijo Anjali, incrédula—. ¿Qué clase de bestias inhumanas sois?
Olive parecía indeciso. Tiraba de su cinturón y sostenía la pistola sin llegar a utilizar ninguno de los dos. Anjali sabía que quería usar el cinturón para provocar algún tipo de ataque, quizá ondas sonoras.
—No fue idea mía —dijo Olive—, sino de Ina… Pero lo importante…, lo verdaderamente importante, zorra, es lo que… tú vas a hacerme a mí. —Se detuvo y sonrió con amplitud. Su sonrisa, al arrugar su blanco y redondo rostro y achicar sus ojos, le otorgó una expresión necia—. No quería decir eso… Iba a decir: «Lo que voy a hacerte». ¿Por qué he dicho eso…?
Anjali Sen la oscura lo miraba en silencio con ojos centelleantes.
El terror deformaba ahora los rasgos del joven creyente.
—No… No te dejaré… —Alzó el arma hacia su cabeza.
—No hagas idioteces —dijo Anjali—. No vas a matarte. —Olive apartó el cañón de su frente—. Suelta la pistola y baja —ordenó con sequedad.
Olive obedeció, pero no se detuvo al bajar del podio. Entre hipidos y sollozos de niño asustado, corrió en dirección opuesta, hacia la puerta.
—¡Ina! ¡Ina, han entrado! ¡Ayúdame!
Abrió la puerta y salió.
Sin esperar.
Estaba asfixiándose, pero aún sostenía la barra.
Dejó que Ina tirara de ella y luego, inesperadamente, tiró hacia él. El gesto sorprendió a Ina, que soltó la barra una fracción de segundo. Recibió el golpe en medio de su expresión de sorpresa. Su rostro quedó dividido por el acero y luego salió despedido hacia atrás con un sonido de entrecejo quebrado. La presión sobre la garganta de Daniel desapareció y este vio la mano de Ina —aún abierta, aún en garra— alejarse junto a su propietaria a velocidad vertiginosa y chocar contra la pared. Cayeron objetos de una repisa cercana al estremecerse toda la estructura; algunos rebotaron en Ina, que no se movió.
Cuando logró serenarse lo suficiente, Daniel comprendió que estaba muerta. Le parecía increíble haberla matado, pero no tuvo tiempo de pensarlo demasiado, porque en ese momento oyó los gritos.
Eran más bien aullidos feroces acompañados de sordos retumbos. Y se acercaban. Fuera lo que fuese aquello que los producía, Daniel no quería encontrárselo.
Ya no podía huir por la puerta, de modo que buscó un escondite a su alrededor. Pero el desván era pequeño, y aunque estaba atiborrado de objetos no ofrecía ningún refugio rápido y seguro. Daniel se sintió atrapado. Entonces algo le llamó la atención en el techo, por encima del cadáver de Ina.
Era una trampilla de madera cerrada con un pestillo. Poniéndose de puntillas, consiguió abrirla, liberando una escalerilla de metal que chirrió al desplegarse, como una dentadura de hierro. Daba a un espacio muy oscuro. No le pareció que fuera otra habitación sino la parte superior del mismo desván, una especie de altillo bajo el tejado.
Trepó por la escalera a toda prisa. No tuvo tiempo de examinar el reducido lugar al que accedió: recogió la escalera y cerró la trampilla justo cuando la puerta del desván se abría de golpe.
Las tablas del suelo estaban algo separadas entre sí, lo que permitió a Daniel espiar los movimientos de Olive. Era Olive, sin duda: podía contemplar su cabeza de largos cabellos y las hombreras de su abrigo. Pero algo extraño y terrible le había sucedido, porque no cesaba de dar aquellos escalofriantes aullidos de animal enfermo. Daniel pensó en Yun y se estremeció. Vio avanzar a Olive de una tiniebla a otra, entre las delgadas franjas de luz, y supuso que no tardaría en descubrir a su compañera, si es que no lo había hecho ya, y luego vería la trampilla.
Sin embargo, mientras pensaba esto, la sombra de Olive regresó a la puerta y salió de la habitación. Sus gritos se perdieron escaleras abajo.
Daniel siguió inmóvil unos cuantos segundos y luego respiró aliviado.
Pero todavía tenía que encontrar a Yun y escapar de allí. El hecho de que Olive hubiese venido solo le aterraba. No podía quitarse de la cabeza que algo malo le había sucedido a su hija.
Se disponía a abrir la trampilla con la escalera plegable cuando, de pronto, una forma en la oscuridad atrajo su atención. Miró hacia un lado.
Y ahogó un grito.
En medio de las tinieblas flotaba un rostro.
Lo veía como a través de la bruma: reborde de nariz y pómulos, hondas órbitas. La blanca cara de un muerto: Katsura Kushiro.
Todo en Daniel quiso huir, pero su mirada, dócil como un perro, siguió posada en aquel espectro. Advirtió que el cuerpo estaba echado en una especie de raído sofá y envuelto en una manta, pero eran claramente visibles sus manos abiertas reposando en el regazo. ¿Qué hacía allí el cadáver de Kushiro? ¿Por qué lo habían trasladado a aquel angosto reducto en vez de incinerarlo? ¿O acaso no estaba muerto?
Sintió tanto miedo que ni siquiera consiguió gritar. Inmóvil sobre la trampilla, apartó la cara y la hundió entre los brazos con la ingenua esperanza de que, cuando volviera a mirar, la horrenda visión habría desaparecido.
Nada ocurrió, salvo que sus ojos se habituaron a la exigua luz que penetraba en forma de finas barras de polvo, y la estructura del lugar se hizo patente, con su techo en ángulo que se correspondía, sin duda, con el tejado de la casa. En la zona donde él se hallaba, la inclinación del techo era muy pronunciada, por lo que le resultaba imposible ponerse en pie, pero algo más allá (cerca del cadáver) la altura le permitía levantarse.
Aunque la presencia del cuerpo de Kushiro le resultaba pavorosa, había algo en su postura, en la posición del rostro ladeado y las manos yertas, que le impulsaba a observarlo de cerca.
Comenzó a gatear, y las tablas del suelo emitieron un sonido agudo y oscilante. Al llegar al área central, el sonido cambió por completo convirtiéndose en una susurrante serie de notas que se entrelazaban siguiendo el ritmo de sus movimientos.
Quedó un instante desconcertado: aquel chirrido imitaba… ¿qué? Recordó parques diseñados, Yun corriendo entre los árboles…
Cantos de pájaros.
Entonces se fijó en el supuesto cadáver. En realidad se trataba solo de un rostro y unas manos reposando sobre la tela negra de un viejo sofá, en una posición tal —el rostro, en el respaldo; las manos, sobre el asiento— que no parecía sino que alguien los hubiese dejado así con el único propósito de asustar. El color de los tres objetos era tan blanco que casi brillaban. Las facciones de la máscara, perfectas, le hicieron saber que se encontraba ante la reproducción en algún material flexible del rostro de Kushiro. Pero ¿por qué fabricar una cosa como aquella? Entonces comprendió.
La escultura metálica.
La máscara tenía que ser el molde sobre el cual se había realizado la obra. ¿Quién lo había dejado allí, y por qué? Quizá nadie en particular, pues en ese momento se dio cuenta de que varias cajas habían volcado en un anaquel cercano, vaciando su contenido. Los moldes podían haber estado en una de ellas. Tal vez el cuerpo de Ina, al golpear la pared, había provocado que se derrumbaran. Recordó que varias cosas se habían caído en ese instante.
Casualidad o no, la máscara sobre el respaldo parecía mirarlo. Dio otro paso hacia ella y volvió a oír el quejido de las tablas.
Pájaros bajo los pies.
La coincidencia le erizó la piel.
Tenía que ser eso, una coincidencia. Aquella frase era una invención suya creada para distraer a Ina y ganar tiempo. Se había inspirado en un absurdo cuadro colgado de la pared, los dibujos de las baldosas del desván y el crujido de las tablas eran meras casualidades. Solo los creyentes, que siempre concedían suma importancia a las relaciones azarosas, pensarían lo contrario. Y, pese a todo…
En ese instante notó algo más. El rostro de Kushiro no era una máscara. Tenía ojos. Y lo miraba fijamente.
El horror, como una mano invisible, pareció empujarlo. Retrocedió, y las plantas de sus pies combaron la madera. Cayó entre una lluvia de astillas.
Sintió que el suelo contra el que golpeaba no lo detenía, que continuaba descendiendo por un interminable abismo de oscuridad…
Alguien lo llamaba desde ese abismo. Un rostro se inclinó sobre él.
—Calma —dijo Darby, y repitió—: Calma, Daniel.
Pero no estaba nervioso. Solo deseaba moverse. Miró a su alrededor. Se hallaba tendido en un asiento convertido en diván.
La habitación era minúscula —Darby se acurrucaba para poder sentarse a su lado—, sin ventanas, iluminada con paneles azules. Notaba un suave balanceo.
—¿Dónde estoy?
—En nuestro vehículo —dijo Darby moviendo su calva cabeza mientras se masajeaba la barba—, de regreso a Tokio.
Creyó que soñaba. La nuca le dolía y le resultaba difícil concentrarse. Pese a ello, hizo la pregunta precisa, la única cuya respuesta le importaba.
Darby sonrió.
—Se encuentra bien. Ahora está descansando en la otra cabina. Por fortuna, Anjali llegó antes de que resultara dañada… Ese tal Olive no tuvo tanta suerte: mientras huía, abrió una puerta sin aguardar a oír los sonidos y… Bueno, cuando Anjali te halló, Olive ya había muerto.
Daniel se estremeció.
—Recuerdo sus gritos…
—Era imposible captar en él «cualquier discurso coherente», como afirma el Séptimo. Pero lo que importa es que te has recuperado. Al parecer, parte de las tablas del suelo del altillo cedieron, caíste al piso inferior y te golpeaste la cabeza. Has estado inconsciente hasta ahora…
Imágenes fugaces empezaban a asediarlo. ¿Acaso había visto realmente unos ojos en la máscara de Kushiro? Concluyó que, sin duda, se había dejado llevar por el pánico.
Entonces recordó algo más. Al mirar a Darby supo que estaba pensando en lo mismo. Dejó que el silencio y la culpa lo obligaran a hablar.
—Daniel, te pido que nos perdones —murmuró Darby al fin—. No te dijimos toda la verdad.
—Lo sé. Citaste en tu casa una frase de Klaus: «¿Por qué son elegidos los elegidos?», No me di cuenta entonces, pero luego comprendí que no podías haber oído a Klaus sin estar en contacto con Olsen… En el tren, solo Olsen oyó nuestra conversación.
Darby asintió.
—Olsen era superior de Seguridad, pero también un mercenario. Lo contratamos para que ayudara a Maya a encontrar al messenja, pero te juro que nunca le ordenamos que secuestrara a tu familia o te interrogase, o trajese a alguien como Moon… Cuando descubrimos que trabajaba para otros, ya era demasiado larde. Nuestro error, del que me hago enteramente responsable, fue no decirte nada… Decidimos que perderías la confianza en nosotros si lo sabías… Pero, estás fatigado… Debes intentar descansar, hablaremos luego…
Daniel se quedó mirando los cada vez más borrosos ojos del hombre biológico. Sentía, en efecto, un cansancio extremo, ahora que la tensión de la agotadora jornada estaba empezando a ceder en su interior.
—De poco os ha servido todo el plan —musitó con sus últimas fuerzas—. Al final no ha habido ninguna revelación…
Mientras la inconsciencia volvía a apoderarse de él escuchó, como un eco, las remotas palabras de Darby:
—Te equivocas: ya tenemos la revelación, Daniel… Ya sabemos dónde está la Llave del Abismo.