Doowich
No sabía cuántos ni qué eran. A la luz cada vez más lejana de los cachalotes que surcaban las alturas vio dos o tres siluetas que avanzaban hacia ellos desde diferentes ángulos de la cima de la colina, y advirtió reflejos de trajes de colores y desgreñadas melenas.
—¡Corre, Daniel! —gritó Ina bajando la ladera.
Daniel consideró afortunado que la tierra fuera blanda y no hubiera más obstáculos en el camino que un campo de flores diseñadas. El cuerpo de Ina le servía de guía en la oscuridad, ahora que las enormes criaturas marinas se hallaban demasiado lejos y no iluminaban. Corrió sin pensar en nada, sin mirar atrás, sin escuchar otra cosa que los latidos desbocados de su corazón y el crujido de las plantas al ser aplastadas.
Cuando alcanzaron la base de la ladera Ina hizo una pausa fugaz y señaló las ruinas de las pagodas.
—¡Tenemos que llegar hasta allí!
Reanudaron la frenética carrera. Daniel albergaba la certeza de que si caía, aminoraba el paso o siquiera titubeaba, sería atrapado. El miedo y la debilidad le hicieron pensar en rendirse, pero el recuerdo de las palabras de Ina (prométeme que me matarás) azuzaba su cuerpo fatigado.
Ina, que le llevaba bastante ventaja, se dirigía a una explanada de muros rectangulares que parecían iluminados por un crepúsculo eterno. Su cuerpo era como una escultura móvil de color blanco. De súbito se detuvo y giró hacia Daniel. Él temió que tampoco hubiese salida por allí. La vio mover los brazos. La oyó gritar su nombre.
Se dio cuenta de que le avisaba de algo. Giró la cabeza.
El primer perseguidor, que se hallaba a considerable distancia de los demás, lo había alcanzado.
Oyó algo semejante a una risa. Fue zancadilleado. Rodó con las piernas flexionadas y el mundo, de repente, se le hizo diminuto: flores, cálices, tallos, olor a humedad y barro, el calor brutal de un cuerpo. Dejó de dar vueltas y quedó boca arriba, al tiempo que una figura se arrojaba sobre él. Extendió las piernas y dio patadas al aire, pero su enemigo las eludió con facilidad y se sentó sobre su vientre. Daniel distinguió una masa de pelo oscuro con olor a fango, pechos desarrollados de mujer, brillo de vidrios de colores en forma de chaqueta abierta y unas facciones asimétricas y repulsivas, con espesas cejas, ojos a distinta altura, un párpado vuelto del revés, labios como peldaños, nariz convertida en un morro negro. El hedor animal de aquella anatomía lo aturdió. Lanzó gritos y se revolvió, lo cual parecía divertir a su captora. Su risa, de dientes separados y grandes, era ronca y revelaba mucha menos comprensión que ansias. Incluso llegó a soltar las manos de Daniel para deslizarías por el rostro de este y hurgar dentro de su boca. Tenía una piel correosa y fétida. Daniel intentó morderla, pero era como querer quebrar una rama gruesa con los dientes.
Aprovechó que tenía libres las manos para lanzar un último y desesperado ataque con ambos puños. Le acertó en la sien, pero la mujer del atuendo de cristal volvió a reír y cerró su zarpa sobre las muñecas de Daniel, inmovilizándolas. Sus dedos eran como los dientes de un cepo. Luego llevó la otra mano a su garganta, bloqueando el paso del aire. No parecía querer estrangularlo sino hacerle perder la conciencia, y eso fue lo que más le aterró. Les somos mucho más útiles con vida. Se debatió como pudo, pero solo lograba mover la cintura y los pies. El risueño rostro de la mujer comenzó a volverse melaza en sus ojos…
De repente la vio alzar la asimétrica mirada hacia un punto que quedaba fuera de su alcance. El golpe lo recibió en la misma sien donde él la había golpeado, pero el talón del pie de Ina, sin duda, era más fuerte. Al mismo tiempo, Daniel colaboró juntando los muslos y flexionando las rodillas hacia arriba. Entre un crujido de cristales, su captora dio una vuelta completa en el aire y cayó de lado. Ya no reía.
—¡Deprisa! —gritó Ina, ayudándolo a incorporarse.
Comprendió su urgencia: el resto de los perseguidores estaba llegando.
Se encontraban muy cerca de las ruinas, pero a la confusa luz crepuscular del Color, Daniel no advirtió ninguna salida. Empezaba a creer que no tenían escapatoria cuando de repente vio aquella abertura en uno de los muros.
—¡No te detengas! —lo apremiaba Ina.
No lo hizo, ni siquiera cuando halló una angosta escalera de piedra tras la abertura. Bajó los peldaños a la misma velocidad, arriesgándose a tropezar y caer. Se precipitaron por pasadizos débilmente iluminados con lámparas enrejadas. Todo era oscuro y callado, un laberinto de paredes de arrecife. Siglos de abandono y océano habían convertido la piedra en esponjas horadadas.
Al fin, Ina se detuvo. El silencio en torno a ellos era absoluto.
—¿Qué era… eso… esa mujer? —Daniel intentaba recuperar el aliento.
—Una ritualista de cualquier clan… Estaba deformada genéticamente con «estigmas mentales y físicos» para imitar al Híbrido del Sexto Capítulo… Hemos escapado por ahora, pero tenemos que seguir… Sin duda conocen estos túneles, y no les costará alcanzarnos… —Daniel, que apoyaba la cabeza en el hombro de Ina, sintió la mano de ella en la mejilla, confortándolo—. Saldremos de esta, te lo juro.
El contacto de aquella mano alivió su miedo. Se besaron y acariciaron un instante, sin buscar un placer final, solo para atenuar el temblor de los cuerpos. Luego siguieron avanzando, y Daniel no vio a Ina titubear a la hora de escoger un camino, aunque de vez en cuando ella se detuviera como si sus sentidos fueran capaces de percibir sutilezas en aquel aparente sosiego.
—¿Dónde estamos? —preguntó él.
—En los túneles que se extienden bajo los templos. Algunos son vestigios de habitáculos antiguos, otros han sido construidos por los ritualistas. Si los atravesamos, llegaremos al otro lado de las colinas, en la zona del Color. Quizá allí dejen de perseguirnos.
De pronto se puso tensa. Daniel quiso preguntarle qué ocurría pero ella le indicó con gestos que guardara silencio. Al fin habló, en un susurro apresurado:
—Están dentro. Los percibo. Hay un nivel superior de grutas sobre nosotros… Quizá pretenden cortarnos el paso por encima, pero no creo que logren bajar a tiempo. Lo que tenemos que hacer ahora es encontrar algún modo de pasar al otro lado…
Ina parecía cada vez más asustada. Movía la cabeza de un lado a otro y retrocedía, como si ya no estuviera tan segura del camino a seguir. De repente señaló una tenue alfombra de luz violeta en un recodo. El tono de su voz reflejó alivio.
—¡Allí! ¡Una salida!
Alcanzaron el recodo. La abertura estaba tallada en la piedra, al fondo de un angosto túnel de techo abierto en varias cornisas, y era rectangular. Una bruma amoratada la hacía resplandecer como la esperanza.
—Esa luz es el Color… —explicó Ina—. ¡Lo hemos logrado!
Se introdujeron en el túnel, y habían avanzado unos doce pasos cuando lo oyeron. Extraños ecos de maleza removida, como plantas pisoteadas por una criatura que se acercase. El resplandor comenzó a oscurecerse. Ina, que iba delante, lanzó un grito. Daniel se alzó de puntillas para mirar por encima del hombro de ella.
Apenas pudo creer lo que veía.
Llevaban media hora viajando por la Zona Hundida, y en el interior del vehículo reinaba la inquietud. Las noticias que Darby les ofrecía por la pantalla no resultaban tranquilizadoras.
—Hay señales de alta actividad ritualista, Maya. Creo que hicimos bien en separarnos como tú sugerías, pero vosotros también deberíais tomar un desvío. Seguir por la carretera principal es arriesgado, más aún en esa especie de sauna árabe de mármol en la que viajáis. Resultáis tan discretos como si llevarais un cartel luminoso anunciando vuestra presencia…
—No servirá de nada habernos separado si nos desviamos como vosotros, Héctor —dijo Maya.
—¿Temes una emboscada de la gente de Moon?
—No lo sé, pero en caso de que se produzca, nos esperarían en la carretera principal. No tienen modo de saber dónde estáis vosotros.
—Esa es una buena pregunta. —El doctor Schaumann apartó los ojos del monótono camino oscuro, apenas ilustrado por la fosforescencia de las criaturas que se removían en el cielo—. ¿Dónde estáis vosotros?
—En dirección a las ruinas de Kobe —dijo Darby—. Daremos un rodeo antes de llegar y enfilaremos hacia las colinas del Color. ¿Y vosotros?
—Nos encontramos a unos diez kilómetros pasado Kioto —contestó Yilane.
—Al fondo vemos las colinas del Color —dijo Schaumann—. Arden piras en algunas de ellas, como era de esperar en los días previos a Halloween. Por supuesto, son eléctricas: aunque pretenden imitar las hogueras del Sexto, saben que no es saludable hacer fuego de verdad bajo el Cristal. A eso puede deberse la actividad ritualista, Héctor.
—De todas formas, tened cuidado. Volveremos a llamaros cuando nos desviemos hacia Amanohashidate. —Darby desapareció de la pantalla.
—«Tened cuidado» —dijo Yilane, y torció sus gruesos labios en un gesto de impaciencia—. Ya es tarde para tenerlo. Todo esto ha salido mal desde el principio.
—¿Y qué se supone que tendríamos que haber hecho, Jeremy Yin Lane? —Maya volvió a sentarse frente a él y cruzó los brazos. Su pieza fina y flexible de color negro le moldeaba el cuerpo como otra piel. Las armas en su cintura golpearon el asiento con ruidos metálicos.
—Resultas encantadora cuando pones esa voz —se burló Yilane.
—Pues debe de estar encantándote continuamente —apuntó Schaumann—, porque Maya es tan capaz de cambiar su voz como que el sol salga ahora mismo tras esas colinas.
—Cuando dejéis de reíros de mí —dijo la muchacha, aunque Las únicas carcajadas habían sido las de Schaumann—, me gustaría que Yilane me respondiera. ¿En qué nos hemos equivocado?
—Sería más fácil si te dijera qué hemos hecho bien, Maya Müller. En primer lugar, ¿cómo sabemos que lo están llevando por tierra?
—Permite que sea yo quien responda a eso, Maya —intervino Schaumann—. Moverte con un aéreo dentro de esta urna a presión, Yil, es más peligroso que andar con los ojos vendados junto a un barranco. A un centenar de metros del Cristal hay un campo magnético de bloqueo. Sirve para impedir, precisamente, que cualquier objeto conducido por un jovencito loco como tú pueda estrellarse contra él. Sería casi imposible romperlo, pero el constructor no quiso arriesgarse, e hizo bien. A esta profundidad, una brecha del tamaño de mi dedo meñique nos enviaría a todos los que estamos en la Zona Hundida, creyentes o no, al Sagrado Reino sumergido de Dios…
—Lo han llevado por tierra —dijo Maya—. Y aunque no fuese así tardarían lo mismo. No noto mucha diferencia.
—Yo, en cambio, noto una gran diferencia —objetó Yilane—. Por tierra o aire llegarán antes que nosotros, escucharán la revelación de labios de ese idiota y se habrán ido con la Llave antes de que hayamos llegado a vislumbrar la colina del laboratorio…
—Me gusta la gente optimista —comentó el doctor Schaumann.
—Lo he calculado. —Yilane hizo un vaivén frente a un panel. El lado de la cabina en que se sentaba era un vacío azul donde flotaban pantallas—. Incluso si no encontramos ningún obstáculo, no llegaremos antes de medianoche. Nunca debimos aceptar que Kean se fuera con ellos…
Tras una pausa la voz de la muchacha sonó divertida, pero ambos hombres la escucharon con repentina seriedad.
—Yilane: te conozco desde hace dos años y, aunque siempre hemos mantenido la distancia, quiero pensar que te conozco bien y que no guardas a otro muy distinto en tu interior. Si me equivoco, dilo ahora. Estamos en un camino sin retorno y me gustaría que me acompañara gente conocida.
—¿A qué te refieres?
—A que fingiré que no has querido sugerir lo que has sugerido.
—¿Y qué he sugerido, Maya Müller? —dijo Yilane, aparentemente concentrado en las pantallas.
—Que permitirías que una niña de seis años fuese asesinada a cambio de encontrar la Llave.
Hubo un silencio breve.
—Escuchad, no me parece prudente…
Pero Yilane interrumpió el intento conciliador de Schaumann. Seguía dando la espalda a Maya y al doctor, y su largo y rizado pelo castaño, echado sobre un hombro, y su faldellín rosado contrastaban con el fondo azul monocromo. Un tatuaje con forma de reptil era visible en su nuca.
—La vida de esa niña no era problema nuestro, Maya. La raptaron para presionarlo a él. Pero tú lo rescataste de las manos de Olsen. Él sí era problema nuestro. No debimos dejar que volvieran a llevárselo. ¿Qué pretendéis evitar, Rowen, Darby y tú? Van a matar a esa niña de todas formas, como a su estúpido padre, y lo sabéis.
La muchacha apoyó las manos en los muslos y separó las piernas. Habló sin elevar la voz, pero su tono calmo resonaba poderoso en el interior de la cabina.
—Yin Lane, te disculpa el hecho cierto de que eres muy joven, y las apasionadas enseñanzas que te inculcó tu padre te hacen ser posesivo y ambicioso.
Abandonado todo intento de seguir con las pantallas, Yilane dio media vuelta en el asiento y quedó de perfil. Lo hizo con mucha lentitud y en total silencio.
—¿Qué has dicho? —Su voz se había hecho delgada y fría como un cuchillo.
—Yil, Maya… —Alzó la mano el doctor—. Por favor…
—Ezra Obed fue muy exigente contigo, Yil. —La muchacha hablaba como si reprendiera a un niño—. Tú mismo lo has dicho en ocasiones. Me consta que posees nobles sentimientos, pero tu padre se las arregló para que los separaras de tus propósitos de modo que no se influyeran mutuamente. Creo que deberías asumir de una vez por todas que tu padre ha muerto y ya nadie es dueño de tu destino.
Durante un momento solo se oyó el rumor monocorde del motor y las múltiples ruedas deslizándose con suavidad por la carretera en penumbra. Yilane había completado su giro y se hallaba de frente a Maya. En su rostro no se movía un músculo. Sus largos cabellos rizados le ocultaban los brazos hasta el codo.
—No te atrevas a hablarme así, Maya Müller —dijo al fin—. Eres una simple «perra» del Sur, una esclava… Sin la ayuda de Darby, aún estarías atada por una correa olfateando la muerte en el desierto…
—Yilane, basta —ordenó el doctor Schaumann.
La muchacha continuaba con la cabeza inclinada, en actitud tranquila.
—No tienes ningún derecho a mencionar a mi padre… Gracias a él estamos aquí. Si no llega a hablarnos de la revelación…
—Te habló a ti, a nadie más —cortó Maya—. Fuiste tú quien hablaste con Anjali. Tu padre pretendía que solo lo supieras tú…
El gesto de Yilane fue violento como un rayo. Pero la mano con la que buscaba el cuello de Maya encontró otra mano, recia como una roca, en el camino. Quedaron frente a frente, amenazadores, y en la pausa se impuso la voz de Schaumann.
—¡Basta, he dicho! ¡Yilane, Maya! ¿Qué pretendéis?
El joven se soltó de la presa. De pronto pareció a punto de echarse a llorar.
—Deberías purificar tu sucia boca antes de mencionar a mi pad…
En ese instante la muchacha se irguió, pero no pareció que fuera debido a las duras palabras de Yilane. El vehículo había empezado a aminorar la velocidad. Schaumann, inclinado sobre el parabrisas, conectó los faros suplementarios.
—¿Qué sucede, doctor? —preguntó Maya.
—Ritualistas.
Las figuras se hallaban quietas y de pie en la carretera a oscuras. Llevaban un vestuario complejo de ropas holgadas que abultaban en diversos lugares del cuerpo, pero eran del tamaño de niños pequeños y no parecían tener rostro.
—Son solo muñecos rituales —dijo Yilane—. Están cubiertos de ropa por completo «hasta el cuello», a la manera del Híbrido… Es una forma de celebrar…
Pero Maya no lo escuchaba: giró el rostro hacia los altos árboles que flanqueaban la carretera y sus pecosos pómulos palidecieron a la luz de los controles.
—¡Doctor, no frene!
—¿Qué quieres decir? El vehículo se detiene automáticamente ante cualquier…
—¡Es una trampa! ¡Acelere de forma manual!
Las manos de Schaumann volaron por los controles cuando, de improviso, el techo de la cabina se hundió.
Al principio Daniel Kean pensó en una criatura viva. Se movía, parecía respirar, extendía lo que semejaban ser múltiples extremidades. Luego ya no estuvo tan seguro, porque no vio ningún rostro, ni nada que pudiera ser llamado «cabeza» o siquiera «cuerpo». Era un denso ovillo de vegetales creciendo en la abertura de salida. Sus zarcillos producían ruidos de desgarro al avanzar, como si, al mismo tiempo que crecía, se rompiera en mil pedazos. Un hedor a moho y raíces descompuestas lo acompañaba, y se hacía más intenso e insoportable conforme aquel grotesco nudo de hojas y ramas como cuerdas aumentaba.
La abertura quedó cubierta en cuestión de segundos y el resplandor violeta se extinguió. Sin embargo, el tapón hinchado de vegetales siguió moviéndose hacia ellos.
—¡Tenemos que retroceder! —gritó Ina.
Dieron media vuelta, pero se detuvieron al ver las dos figuras que se acercaban desde el otro extremo del túnel. Lo hacían con parsimonia, como si supiesen que la captura era ya inevitable. Bajo la débil luz de las lámparas podían vislumbrarse sus deformes y oscuras facciones.
Daniel casi deseaba seguir avanzando: su miedo le hacía preferir los adversarios humanos antes que la cosa de vegetal corrompido que crecía a su espalda. Sin embargo, Ina se lo impidió, cogiéndolo del brazo. Había dejado de mirar a los ritualistas y elevaba la cabeza. El estruendo como de árbol talado que estallaba tras ellos hizo que tuviese que gritar para que Daniel la oyera.
—¡Arriba! —Señalaba una cornisa de piedra que daba paso a otro nivel de cavernas. Empezó a trepar con agilidad y Daniel la imitó.
Huyeron por un nuevo escenario, más oscuro, menos preciso, horadado por miles de pequeñas ventanas iluminadas por el Color. Ina escogió una pendiente hacia arriba, pronunciada al principio, que se compensaba al final con un repentino descenso. Entonces señaló otra abertura. Era como un respiradero entre las rocas, pero resultaba lo bastante amplia como para cruzarla.
Se encontraron en lo alto de un promontorio, sobre una ladera con árboles diseminados que crecían oblicuamente. Frente a ellos, las rocas formaban una nueva cima. Ina decidió subirla. La ascensión, escarpada, les obligó a echar el cuerpo hacia delante, y, en particular a Daniel, a ayudarse de las manos.
Hicieron una pausa en un rellano, junto a un tronco sin ramas ni hojas, y se asomaron por la pendiente.
Desde aquel punto podían contemplar toda la ladera, y Daniel vislumbró la abertura por la que acababan de salir y la otra abertura, bloqueada, más abajo.
Entonces creyó comprenderlo todo.
El vehículo, con el sistema automático desactivado, se desviaba hacia la cuneta después de embestir como bolos los muñecos ritualistas. Tras intentar maniobrar en vano, encajado entre el asiento y el techo hundido de la cabina, el doctor Schaumann flexionó sus largas piernas y sonrió.
—Vamos a estrellarnos —dijo.
El parabrisas estalló en ese momento, y una extraña medusa negra bloqueó la visión de Schaumann. En su cúspide, dientes en lugar de ojos; bajo ellos, dos ojos en lugar de boca. Schaumann comprendió tras un parpadeo que estaba contemplando una cabeza humana al revés.
—No lo dudes —dijo la cabeza con voz de mujer.
Maya, agachada en la cabina, apoyaba las manos en el suelo. A su alrededor el mundo se fragmentaba, pero dentro de su cuerpo existía cada vez más unidad.
Los combates se ganaban o perdían durante los preparativos, ella lo sabía. En el Sur se decía que un cuerpo era una flecha y su propio arco al mismo tiempo. El poder de los músculos no residía en su despliegue, sino en el punto de partida. Por eso empleó aquellos segundos de caos, cuando aún nada estaba decidido, para recogerse en sí misma.
Luego alzó la cabeza y examinó la situación.
La mujer del parabrisas.
Intuía que no se trataba de una simple ritualista deformada genéticamente, con mucha fuerza pero escasa habilidad: había realizado un salto calculado desde un árbol aprovechando que el vehículo frenaba, y había hundido el techo y hecho trizas el cristal con dos golpes. Fuera quien fuese, era una experta. Y tampoco atacaba. Se estaba preparando, como ella. Desenfundaba los músculos, esos sables albergados en la piel.
Tendría que ocuparse de ella. Pero antes debía guiar, como siempre, a quienes poseían la desventaja de ver solo con los ojos.
—Yilane —dijo—: están entrando por detrás, en el baño.
La respuesta de Yilane no la escuchó, pero supo que el joven creyente la había entendido y se dirigía hacia la mitad del vehículo que era baño de lujo. Ahora, ambas mitades temblaban y saltaban; el scriptorium emitía avisos de desastre, y probablemente se produciría una colisión contra algo en pocos segundos. Maya Müller calculó que, para cuando eso ocurriera, ella y su adversaria se encontrarían en una etapa muy avanzada del combate.
Instantes después, se irguió como un resorte y extendió las piernas buscando la abertura del parabrisas despedazado.
—Es un árbol —dijo Daniel—. Un simple árbol… Lo introdujeron por esa abertura.
El pánico ante lo que había imaginado como una criatura monstruosa hecha de hojas y ramas se deshizo dentro de él en un repentino acceso de risa. Logró contenerse con esfuerzo.
—¿Eso crees? —preguntó Ina, enigmática. Luego se apartó y miró a su alrededor—. No parecen seguirnos, pero no podemos esperar aquí para asegurarnos…
Continuaron subiendo por una pendiente menos pronunciada. La tierra estaba llena de pequeñas piedras. Daniel avanzaba despacio, usando la pared como apoyo. Ina, con más soltura, sin desfallecer ni un momento, le instó a hacerlo en ella. Cuando alcanzaron la cima, Daniel decidió romper el jadeante silencio.
—Tengo que saberlo, Ina. Explícame qué crees que hicieron con ese árbol…
—Fue el árbol quien lo hizo. Ellos se lo ordenaron. Los creyentes del Quinto Capítulo adoran el Color y controlan los árboles a voluntad. La Biblia lo dice cuando afirma que el Color agita como un viento fantasmal las copas de los árboles…
Daniel no replicó. Intentaba capturar sus fragmentarios recuerdos de lo ocurrido. Estaba convencido de que Ina se engañaba, como cualquier otro creyente, pero, incluso si la explicación correcta era la suya, ¿cómo se las habían arreglado para cortar aquel tronco e introducirlo con tanta rapidez por la abertura de la ladera?
Decidió que la oscuridad violácea que los rodeaba era engañosa. No podía estar seguro de lo que veía, ni de lo que recordaba haber visto.
Irguiéndose de puntillas sobre una roca, Ina oteó el horizonte, con su esbelta figura vestida con el resplandor intenso del cielo.
—Ya estamos en el Color —dijo.
Daniel, de pie junto a ella, contuvo el aliento.
El mundo que se extendía más allá, con sus ruinas, montículos y techos de pagodas, estaba cubierto por una luz mortecina como la de un atardecer sin sol. Procedía del otro lado de la bóveda de cristal, en las alturas; y su tonalidad era sobre todo violeta, aunque contenía otros matices, en particular tintes verdosos. Daniel percibió que viraba de un tono a otro constantemente, más aún si la miraba con fijeza. Recortados sobre aquel fondo, montes y edificios adoptaban un color pardo oscuro y despedían el brillo de los objetos tersos y bruñidos. Existía un llamativo contraste entre la piedra y las plantas que crecían sobre ella, visible incluso desde la distancia: bosques, matorrales y cultivos mostraban la misma apariencia artificial del diseño, mientras que el suelo donde se asentaban delataba los estragos de una abrumadora antigüedad. Con sus rocas porosas y sus rugosidades de limo, aquella tierra no podía ocultar que alguna vez había formado parte del lecho del océano.
Pero el Color no era solo una tonalidad. En su interior pululaban billones de formas que aportaban su propia luz al entorno. Daniel identificó peces, quizá también grandes medusas o pulpos batiendo sus apéndices sobre la cumbre de las montañas. Se le antojó una visión tan pavorosa que casi sintió náuseas.
—En esa colina está el laboratorio. —Ina la señaló, y de repente entornó los ojos y su expresión cambió por completo.
Existía toda una teoría respecto de la predilección que experimentan determinados vehículos por chocar contra lugares sagrados. Haciendo equilibrio sobre el asiento, Schaumann vio a través del parabrisas destrozado cómo su querida máquina-baño japonesa rebotaba y saltaba sobre los baches de lo que, eones atrás, había sido el fondo del mar en dirección a uno de los muchos templos erigidos en la zona. Lo identificó: se trataba de un Cobertizo Clausurado, construido para celebrar las ceremonias del Sexto Capítulo. Como cualquier otro científico, Schaumann era profundamente supersticioso y no creyó que fuera casual tal elección. En todo caso, ya estaba tomada. Y por suerte, el lugar parecía de madera.
—Cuidado —advirtió—. Chocamos.
No creía que Maya y Yilane lo estuvieran oyendo, pero pensó que al decirlo controlaba mejor la situación. En el doctor, el control de las cosas lo era todo.
Instantes después las tablas que formaban la pared delantera del Cobertizo saltaban por los aires. Las múltiples ruedas del vehículo chirriaron, un faro desistió de iluminar y uno de los costados —el opuesto al del doctor, por fortuna— golpeó contra una columna, la resquebrajó y produjo un cambio en el trayecto final que hizo que el vehículo se estrellara con un estruendo de cristales, metal y madera contra la pared del fondo. Allí concluyó su recorrido.
Maya y su oponente habían saltado mucho antes. La muchacha había caído de rodillas sobre un espacio circular y dorado, y quedó un instante aturdida. Se dio cuenta de que había perdido los datos sobre la localización y postura de su adversaria. ¿Dónde estás?
Entonces la oyó, cada sonido de su cuerpo al removerse tan identificable como un código. Va a saltar. Se incorporó arqueándose hacia atrás, pero incluso mientras lo hacía supo que ya era demasiado tarde. El mazo de hierro de una bota se estrelló contra su barbilla haciéndole doblarse hasta el límite de sus vértebras. En una feroz combinación, el otro pie de su atacante la golpeó en medio del vientre, alzándola del suelo en medio de un arco de sangre. De algún modo logró atenuar la caída girando sobre sí misma. Sabía qué táctica estaba empleando su enemiga: impedir que se concentrara. Golpeaba, tomaba impulso, volvía a golpear, comprendiendo que, tras el cambio de espacio que había originado el choque, ella necesitaba tiempo para volver a orientarse.
Era cierto, pero ese tiempo ya había pasado.
La noche de su cerebro se iluminó con formas, con objetos. Se hallaba en un Cobertizo Clausurado: la abundancia de adornos sagrados circulares así lo atestiguaba. Los círculos indicaban el ciclo estacional del Sexto Capítulo en el que el Hijo de Dios nace, crece en un ático clausurado, escapa debido a su gran tamaño y por último tres hombres, mediante conjuros, lo devuelven «al seno de aquel que lo engendró», como requisito previo para ser engendrado de nuevo. Esta repetición de muerte y nacimiento se simbolizaba con círculos. Su adversaria se hallaba frente a ella, en un lugar identificable, flexionando sus articulaciones para atacar de nuevo. Maya sospechaba que había sido diseñada para esa clase de lucha. Necesitaba engañarla, usar algo en su beneficio. Ni pensar en armas, por supuesto: el tiempo que tardara en desenfundarlas era justo el que emplearía aquella máquina genética de anatomía flexible para destrozarla contra la pared…
La pared.
Detrás de ella. Un círculo enorme apoyado en la pared. Un solo bloque de metal. Bronce, probablemente.
Aguardó, tensa, dando la impresión de que los golpes la habían debilitado. Sintió el aire desplazarse frente a ella en una oleada de furia, un maremoto invisible, y solo entonces se movió. Saltó hacia atrás y se colgó de los bordes del círculo alzando las piernas. El impulso de su adversaria dio de lleno en el objeto, haciéndolo caer. Con las manos aún aferradas al borde, la muchacha solo necesitó guiarlo en su caída.
Oyó el seco estampido de los huesos al quebrarse. Se incorporó y comprobó que el pesado disco no se movía. Había aterrizado de rodillas sobre un círculo y acababa el combate en otro. Tal simetría le pareció de buen augurio.
—Jamás hasta ahora había visto matar a alguien con el Sagrado Ciclo Estacional del Hijo —dijo la voz mesurada y grave del doctor, que salía en aquel momento del vehículo.
Maya hizo un rápido resumen de la situación: no había otros enemigos cerca y Schaumann, al parecer, se encontraba bien. Pero ¿y Yilane?
Entonces se oyeron gritos fuera del Cobertizo.
—¡Es Yilane! —dijo el doctor Schaumann.
Ina cogió su mano y lo guio ladera abajo. Daniel ignoraba qué era lo que había visto, pero fuera lo que fuese parecía importarle mucho, ya que apretaba el paso sin soltarlo, como si temiera que Daniel quisiera escapar.
Llegaron a un terreno llano y árido, entreverado de rastrojos, más allá del cual se vislumbraban enormes ruinas. Una gruesa y herrumbrosa tubería sobresalía de la tierra y discurría entre las enfermizas plantas volviendo a hundirse poco después. En su parte central, una llave giratoria. Ina soltó la mano de Daniel, se acercó, apoyó un pie en la estructura e hizo girar la llave. Tras un quejumbroso chirrido empezó a manar agua de una espita.
—¿No tienes sed? —le dijo.
Millares de gotas hacían resplandecer su cuerpo bajo los destellos del Color. Ina no solo había bebido sino que se dejaba bañar por ellas con minuciosidad, como si le importara más lavarse que otra cosa. Daniel tenía que reconocer que también le apetecía el contacto refrescante del agua. Aunque su organismo diseñado podía resistir mucho tiempo sin beber, se sentía sucio de barro, impregnado aún del olor repulsivo de los ritualistas.
—Esta es la única agua potable de la Zona Hundida —explicó Ina cuando acabaron de quitarse el barro del cuerpo, cerrando la llave de paso—. Proviene de grandes depósitos exteriores que filtran el agua de mar para desalinizarla. También producen oxígeno y reciclan el aire en el interior de la Zona. Pero no era aquí donde quería traerte… Ven, tenemos tiempo aún. Quiero que veas algo.
Se encaminó hacia las ruinas. Daniel, que ya suponía que ese era el destino de aquella repentina excursión, guardó silencio y la siguió.
El recinto, flanqueado de paredes agujereadas, carecía de techo y el Color lo revelaba por completo. Era indudable que en épocas remotas había sido un hermoso y altivo edificio, pero Daniel no podía imaginar su forma original a partir de aquellos restos. Constaba de una especie de entrada con una gran columna de piedra y un elevado pedestal de vieja roca a la manera de un muro, bajo el cual crecían las plantas.
Pero lo más impresionante se hallaba sobre el pedestal.
—¿Qué… es eso? —murmuró Daniel, alzando la cabeza.
Los rasgos de la colosal figura eran irreconocibles, también su sexo. Daniel ni siquiera estaba seguro de si el artista había querido representar a un ser humano, porque la forma de aquel cuerpo era completamente distinta a la de cualquier persona, diseñada o biológica.
La figura se sentaba entrelazando las piernas y alzaba ambas manos, o los restos de lo que habían sido las manos, ya que algunos dedos habían desaparecido: una mostraba la palma hacia delante, la otra hacia arriba. Constituían, por lo demás, las únicas partes humanas visibles. El sitio ocupado por lo que debía de ser la cabeza era una especie de bóveda sin rostro en cuyo interior parecía haber sido instalado un altar. Sin embargo, lo verdaderamente desconcertante era el vientre. Semejaba un odre gigantesco, tenso, curvado hasta el límite, incrustado entre los muslos cruzados de la criatura. La enorme estatua estaba hecha de algo que podía ser metal, y se hallaba lamida por el óxido. En algunos sitios había sido pintada de rojo o de verde con dibujos de semilunas o cruces. Viejas guirnaldas rituales colgaban de sus brazos, pero las llores hacía mucho que se habían secado y se hallaban negruzcas y arrugadas. Un hedor a infinita humedad y podredumbre la envolvía; incesantes gotas producían ecos al caer en su interior hueco.
Impresionado con aquella majestuosa imagen, Daniel no quiso avanzar más. Ina, en cambio, caminó directamente hasta el arcaico pedestal y apoyó las manos en la piedra, en un gesto que a Daniel se le antojó calculadamente ritual. Luego se volvió hacia él sin apartar las manos y empezó a hablar; su sombra desnuda se proyectaba sobre la roca.
—Es una de las estatuas gigantes que se han hallado por todo Japón, y en muchos otros lugares del Este y el Sur. Son muy antiguas, y su significado exacto se desconoce, pero la leyenda dice que representan a la Madre, la Segunda Mujer, la que, en el Sexto Capítulo, crea a los Retoños de Dios… Es el llamado «fenómeno del Dunwich», uno de los pocos nombres no borrados de la Biblia. ¿Sabes qué significa? —Daniel negó con la cabeza—. En realidad, se pronuncia «Doowich», y deriva de Two-witch, o Two-Witches: «Dos brujas». Simbólicamente, hay dos mujeres en la fábula, tinque carnalmente sean una sola: la mujer antes de ser fecundada por Dios y la mujer fecundada que crea a los Retoños. Te supongo familiarizado con el Sexto, Daniel…
El Sexto era un Capítulo muy inquietante, y aunque Daniel lo había leído, como cualquier otra persona, había intentado apartarlo de la memoria. Sin embargo, recordaba con nitidez que trataba de un viejo que vivía con su hija en una casa del bosque y lograba crear a dos vástagos monstruosos. El peor permanecía oculto hasta el final en un Cobertizo Clausurado y era destruido mediante brujería en la cima de una colina, mientras que al otro lo devoraban unos perros. La interpretación más común afirmaba que Dios podía tener descendencia con los hombres si se efectuaban ciertos ritos cíclicos de los que el Capítulo hablaba solo con metáforas.
—No soy creyente, ya te dije —contestó Daniel—. Y, si debo ser sincero, esa cosa me repugna…
—Es un símbolo sagrado de la naturaleza —dijo Ina frunciendo el ceño y mirando hacia la estatua, como extrañada de que alguien pudiese decir eso de una figura como aquella—. No tiene nada de repugnante. Lo que ocurre es que es algo ajeno a nuestras conciencias, como esa columna de piedra que tocas… o como tu propio cuerpo.
Daniel no veía nada sagrado en la gigantesca figura, pero no quería discutir.
—Te contaré una cosa. —Ina lo miraba sin dejar de tocar la piedra—. Es una historia que me contaron cuando estudiaba con mi maestra Mitsuko en Tokio, y que explica de alguna manera el Fenómeno del Doowich. Se dice que, hace muchos eones, las mujeres no éramos como los hombres, tan repulsivamente esbeltas, de piel tersa, fría y armónica silueta y bellos y desagradables rostros, sino grandes, plenas, hermosas como esta figura, de carne colgante y velluda y enormes vientres. Esa figura era debida a que en nuestro interior, antaño… —se llevó la mano al vientre y sonrió tras una pausa—… habitaba la vida.
Daniel conocía aquella leyenda. Bijou se la había contado después de leerla en viejos textos basados en el Sexto. Recordó que Bijou le había dicho que era solo un cuento: la ciencia aún no había determinado si realmente las mujeres habían sido capaces de realizar tamaña cosa en otros tiempos.
—No me refiero a esa triste imitación que es la criatura biológica —continuó Ina—, sino a la transformación sagrada de una mujer en Madre. No me preguntes cómo, yo no lo entiendo. Pero los sabios afirman que no es preciso entenderlo sino creerlo. El Sexto lo explica mediante metáforas: la mujer seguía un Ciclo semejante al Ciclo Estacional del Capítulo, con una etapa roja, otoñal, en la que expulsaba sangre, y una etapa blanca, invernal, en la que manaba leche. Dos ciclos, dos brujas, dos mujeres. Etapa roja de Halloween, blanca del Solsticio. El cuerpo de la mujer crecía convirtiéndose en un templo. No había necesidad de laboratorios. La vida se desarrollaba dentro de nosotras, y nuestra carne era como una bóveda y hospedaba a los seres. Pero Dios, tras la caída del Color, acabó con todo eso… —Torció los labios en una mueca de odio—. Nos hizo crear monstruos, y las autoridades impidieron que volviéramos a ser Madres. Con el paso del tiempo, nos transformamos en réplicas vuestras: figuras inútiles, llenas de detalles inútiles, trampas de carne…
Daniel se encogió de hombros.
—Ina, se dicen muchas cosas sobre nuestros antepasados: que eran más ágiles que nosotros, que estaban cubiertos de pelo… Puede ser cierto, pero nadie ha…
—Fue Dios, Daniel —cortó Ina, y en su voz había una mezcla de intensas emociones en las que parecía despuntar la amargura—. Dios nos arrebató nuestra verdadera forma y pervirtió los lugares destinados a la vida dentro de nosotras. Dejamos de ser madres de humanos y nos convertimos en incubadoras de sus criaturas… Por eso la vida comenzó a diseñarse en laboratorios. Pero quedan estas viejas estatuas en conmemoración de lo que fuimos…
Hizo una pausa y su mirada pareció adentrarse en sí misma.
—Perdona, pero… —la interrumpió Daniel—. ¿No crees que deberíamos seguir? Dijiste que el laboratorio estaba cerca…
Por un momento pensó que ella se había enfadado. Los ojos castaños de Ina White ardían. Un instante después, sin embargo, su semblante se relajó.
—Tienes razón —dijo—. Te pido disculpas. De hecho, los secretos del Sexto pertenecen a niveles de nuestra naturaleza muy remotos que tú no puedes comprender… Solo que… Pero no importa.
Se apartó del pedestal y caminó lentamente hacia el exterior.
Antes de que el vehículo se estrellara contra el Cobertizo, Yilane había salido de la zona del baño por la puerta trasera luchando contra dos ágiles oponentes. Sus adversarias no llevaban armas y solo vestían collares ceñidos y recias botas, pero, además de superarlo en número, contaban con la ventaja de haber sido diseñadas genéticamente para el combate. Aunque Yilane era un experto luchador, empezaba a equivocarse. Y cuando una de ellas, de espaldas en el suelo, lo atrapó del cuello con sus fuertes piernas, pensó que quizá había cometido la equivocación final.
Cerró los ojos, preparado para recibir el golpe de la otra, pero un estruendo hizo que los abriera. Vio a la chica que iba a golpearlo adornando con el interior de su cabeza la piedra gris. Frente a él, Maya enfundaba su arma humeante. Entonces las largas columnas de músculo que lo aferraban se separaron, permitiéndole incorporarse. Se volvió hacia la que le había hecho la presa y apoyó un pie sobre ella.
—No sois simples ritualistas. ¿Quién os ha enviado?
El pie de Yilane se movía con los jadeos de su prisionera. La carne de esta era brillante, húmeda, oscura. Sus ojos, en la penumbra del bosque artificial, eran dos manchas blancas con bolones de ébano en el centro.
—Un hombre llamado Moon —dijo al fin.
—¿Quién más?
—Solo hablé con él. —La luchadora lo miraba con temor—. Por favor, deja que me vaya…
—Vete —dijo Yilane quebrándole la garganta con el talón. Luego se volvió hacia Maya—. No necesitaba ayuda. No grité por eso.
—No te ayudé porque gritaras —replicó ella.
El silencio era inmenso. En aquel bosque no había rumor de hojas, ni otras luces que no fuesen las del cielo, cambiantes, remotas. Yilane, de pie sobre la roca donde había luchado, le dio la espalda a Maya y elevó la vista. Allí, en el cristal, a medio centenar de metros por encima de su cabeza, un calamar enorme se alimentaba parsimonioso. El joven contempló a la criatura con una unción casi religiosa, como si deseara estar junto a ella en ese instante.
—Yin Lane —dijo la muchacha—, ¿vas a seguir perdiendo el tiempo haciendo como que te has ofendido, o vendrás con nosotros al Cobertizo Clausurado? Hemos de decidir lo que vamos a hacer.
—Lo que vamos a hacer está bastante claro. Ya sabemos que Moon ha querido eliminarnos, y ahora eliminaremos a Moon.
—Como siempre, crees que tus deseos son hechos consumados.
—Es la mejor manera de cumplirlos, Maya Müller.
—Solo es la mejor manera de expresarlos, Yin Lane. ¿Qué te parece si vamos al Cobertizo?
Yilane respiró hondo, volviendo parcialmente su esbelta figura, cruzada de venas y suaves músculos. Entonces bajó de la roca de un salto.
—La próxima vez no me ayudes si no te lo pido —advirtió.
—La próxima vez, gana antes. —La muchacha quiso cogerlo del brazo pero Yilane la rechazó—. Jeremy Yin —dijo Maya en un tono inesperadamente suave, aunque también había burla en su voz—, ¿no vas a perdonarme nunca?
El joven se detuvo y la miró, entornando sus ojos rasgados. Bajó la vista.
—Siento haberte hablado antes como lo hice —dijo—. Pero no me gustó que mencionaras a mi padre. Si estamos aquí, es sobre todo gracias a él. No lo olvides.
—Lamento haberte ofendido —admitió Maya—, pero la vida de Daniel Kean y su hija me preocupan. ¿En paz? —Le tendió la mano. Yilane se la estrechó—. Ahora vamos a concentrarnos en la tarea que nos aguarda.
En el interior del recinto el doctor había sacado uno de los asientos de la cabina y se apoyaba en él. Sonrió al ver la cara con que Yilane contempló el estado del vehículo-baño.
—Esa no es la peor de las noticias —dijo—. Piensa cuál sería el panorama que menos te agradaría. Quizá aciertes.
—Incomunicados —dijo Yilane.
—Correcto. La pantalla del comunicador no responde, y tardaremos horas en ponernos en marcha de nuevo, si es que logro arreglar esto…
Yilane le contó lo que había dicho la guerrera antes de morir. Luego se quedó mirando, con cierta melancolía, el disco de bronce en el suelo, apoyado sobre un bulto invisible y rodeado de una laguna de sangre.
—Esto tiene que haberlo hecho Maya —dijo.
Ambos hombres rieron. La muchacha se había sentado sobre uno de los círculos de metal y en aquel momento se dedicaba a revisar y volver a guardar todas sus armas. Las palpaba una a una, y las dejaba a un lado.
—¿Qué opináis? —dijo de repente cuando las risas cesaron—. ¿Qué opinas, doctor?
Los labios de Schaumann se hicieron finos, como conscientes de que iban a pronunciar graves palabras.
—Estoy un poco asustado por la envergadura de todo esto, Maya. Moon no solo se limita a arrebatarnos a Daniel sino que nos tiende una emboscada con un grupo de diseñadas que fingen ser ritualistas… Parece que tenías razón: si llegamos a ir todos por el mismo sitio, a estas horas lo mejor que nos hubiera ocurrido es tener dos vehículos destrozados y a Meldon Rowen dando alaridos en el Cobertizo.
—¿Yilane?
—Propongo que intentemos llamar a los demás por los transmisores portátiles.
—Ya lo he intentado —dijo el doctor—. Dentro de la Zona Hundida solo funcionan bien los comunicadores de pantalla. Y el nuestro está…
—¿No es eso el comunicador? —Yilane torció la cabeza en dirección a la voz electrónica que había empezado a sonar dentro del vehículo.
Schaumann y él corrieron hacia la cabina. La muchacha no se apresuró.
—¿Me escucháis bien? —Era la borrosa imagen de Héctor Darby.
—Al parecer, podemos recibirte pero no llamarte —dijo Schaumann, y le hizo a Darby un breve resumen de la situación.
Tras una pausa, el hombre biológico arqueó las espesas cejas.
—La idea de separarnos fue buena, después de todo. Nosotros hemos llegado ya a la colina del laboratorio. —Los tres rostros que lo escuchaban abrieron la boca, expectantes—. Aún no hemos subido, pero quedan unos diez minutos para la medianoche… y no vemos ningún otro vehículo en los alrededores…
Tras un instante de asombro, Yilane golpeó el asiento con repentina alegría y el doctor apretó los puños. Solo Maya Müller siguió atenta a la voz de Darby sin manifestar emociones.
—¡Eso significa que hemos llegado a tiempo! —exclamó Yilane.
—Vaya, vaya… —Schaumann inclinó la cabeza y una guedeja de su lacio pelo castaño cayó por su frente dividiéndole la sonrisa—. De modo que aún tenemos una posibilidad… Viejo humano biológico, siempre te sales con la tuya…
—No lo sé, Brent —dijo Darby, preocupado—. Tanta calma no me… —Entonces, repentinamente, su tono se hizo tenso—. Esperad un momento… Estamos viendo algo…
Daniel Kean no se lo había imaginado así, aunque tampoco sabía cómo debía haber imaginado el laboratorio de un sabio religioso muerto hacía treinta años.
Lo que veía durante las pausas en la penosa ascensión era, a fin de cuentas, una simple valla que rodeaba una especie de establo con tejado de dos aguas en madera grisácea. La valla carecía de puerta, y en la parte frontal mostraba una amplia entrada completamente accesible.
Se sentía triste, fatigado, y ahora también extrañamente ridículo, una vez que había descubierto cuál era la meta, el lugar al que todos ansiaban llevarlo. Y ese «todos» incluía a Ina, que se hallaba varios metros por delante subiendo en solitario, impulsada por sus inagotables fuerzas, y no paraba de hostigarlo para que la siguiera.
—No te quedes rezagado, Daniel. Falta poco.
Ina jadeaba también, pero eso no tenía nada de raro: habían recorrido la última parte del camino casi al trote, y ahora tenían que vérselas con la colina más alta de todas cuantas habían encontrado hasta el momento, anillada por una carretera que daba varias veces la vuelta a su alrededor hasta llegar a la cumbre, donde el techo de aquel maldito establo parecía rozar los mismísimos cielos en que nadaban peces y moluscos. Ina había propuesto atajar por un sendero que cruzaba la colina desde la base a la cumbre, en vez de recorrer toda la carretera. Era un trayecto más escarpado pero, según ella, seguro y rápido. En lo de escarpado no se equivocaba, y una vez cubierta la mitad del recorrido, de pie sobre el anillo intermedio, Daniel tuvo que detenerse a recobrar el aliento.
Se disponía a reanudar el camino cuando oyó algo. Una especie de motor. Al mirar hacia atrás lo vio.
Era un vehículo grande que recorría la carretera un par de anillos bajo ellos, a gran velocidad, con los faros encendidos. Al pronto se sobresaltó pensando en Moon, al que esperaba encontrar de un momento a otro, pero aquel vehículo no era tan voluminoso y su forma revelaba que se trataba tan solo de un transporte, no de la unión de este con algo más. No era una máquina japonesa, y le resultaba familiar.
Apretó el paso y ascendió hasta el siguiente anillo antes de que el vehículo llegase al punto que él acababa de abandonar. Advirtió a Ina sobre la presencia del intruso y juntos otearon la carretera, aguardándolo.
Cuando volvió a verlo, Daniel cayó en la cuenta.
—¡Espera! ¡Sé quiénes son! No es Moon… Son amigos: Héctor Darby y Meldon Rowen…
Ina, agazapada tras un arbusto, le pidió que repitiera los nombres. Cuando él lo hizo, frunció el ceño en un gesto de sorpresa.
—Darby y Rowen fueron quienes contrataron a Moon, Daniel.
—¿Qué?
—Moon mismo me lo dijo: Darby y Rowen son sus jefes.
Daniel se quedó mirándola.
—Te equivocas…
Y de repente lo recordó. Supo cuál era aquel detalle que, una y otra vez, había eludido su conciencia, la pieza que no encajaba en la historia oficial que sus «amigos» le brindaban. Se vio a sí mismo en la casa de Königshafen y volvió a oír la frase de Darby, aquel desliz oculto hasta ese instante en las arcas de su memoria… Comprendió de inmediato que Ina tenía razón, y un gesto de asco torció sus labios.
—Asesinos… —musitó.
Ina movió la cabeza asintiendo.
—Si están aquí, eso solo puede significar que quieren terminar lo que empezaron. Vamos, Daniel, entraremos antes que ellos.
—¡Espera! ¿Por qué vienen solos?
Daniel le habló del otro vehículo. Temía que hubiesen llegado ya. Recordó la fuerza y habilidad de Maya, y pensó que Ina y él no iban a poder ofrecer la más mínima resistencia en caso de tener que enfrentarse a la muchacha ciega.
Ina apretó su brazo en ademán tranquilizador, pero parecía también ansiosa.
—Nos arriesgaremos. Incluso si han llegado antes no creo que hayan podido entrar. ¿Ves esas escaleras de piedra? —Las señaló. Daniel las había visto mientras subía. Parecían haber sido talladas en la propia roca, y giraban en ángulo recto hasta terminar en la abertura de la valla—. Cuando subamos por ellas y crucemos esa valla, ya no podrán hacernos nada.
—Pero, la valla no tiene puerta… —Daniel se levantó para seguirla.
—No juzgues por las apariencias. Las puertas más seguras nunca se ven. Se trata del laboratorio de Kushiro, y yo sé cómo entrar y ellos no. —Lo apresuró con un gesto—. Vamos, solo debemos cruzar la valla…
La vereda por la que ascendían finalizaba en el segundo tramo de escaleras. La carretera no llegaba hasta allí y moría al pie del primer tramo. Daniel pensó que eso les otorgaría una ligera pero importante ventaja, y no se equivocaba.
Mientras subían la escalera llegó el vehículo, pero Ina no se detuvo y corrió hacia la valla.
—¡Rápido, Daniel!
De pie sobre los últimos peldaños, Daniel vio bajar del vehículo a Héctor Darby, Anjali Sen y Meldon Rowen.
—¡Daniel! —gritó Darby—. ¡Daniel, al fin! ¡Te vimos subir desde la carretera!
Encaró a Darby, que empezaba a subir la escalinata. Deseaba desfogar su rabia. Se sentía traicionado por aquellos en quienes más había confiado.
—¡Lo sé todo! —gritó, los ojos ardiendo de lágrimas—. ¡Vosotros contratasteis a Olsen y Moon! ¡Me habéis engañado desde el principio! ¿Dónde tenéis a mi hija?
Darby y sus amigos se detuvieron en el primer rellano, como inseguros. Daniel deseaba que Darby negara vehementemente la acusación, pero lo único que hizo el hombre biológico fue alzar una mano en un gesto de calma.
—Daniel, espera… Puedo explicártelo todo…
Anjali, la creyente india, se volvió hacia Rowen y le habló al oído. Rowen tomó la palabra con firmeza, aunque la ansiedad erosionaba sus palabras.
—Daniel, eso es un malentendido… Te lo explicaremos luego. Ahora es importante que no cruces la valla con esa chica… No podrás volver a salir si la cruzas por tu propia voluntad, por eso necesitaban traerte hasta aquí…
Daniel lo miraba, indeciso. Se volvió hacia Ina, que le tendía la mano desde la entrada.
—¡Daniel, vamos! ¡Deprisa!
—Sea quien sea, te está engañando, Daniel… —insistió Rowen acercándose peldaño a peldaño—. No cruces la valla… Espéranos…
Daniel se alejó de Rowen y subió los últimos peldaños, pero titubeó ante la abertura. De súbito, al volver a mirar a Ina, se percató de que habían aparecido otras dos personas tras ella. Eran un joven de abrigo negro que sujetaba de los hombros a una niña vendada y amordazada.
Al ver a Yun, olvidó todo lo demás. Abrió la boca y quiso llamarla, pero Ina, tendiéndole la mano aún, habló antes.
—Entra, Daniel, o la mataremos.