Quinto Capítulo

Color

1

Descendían a gran velocidad, y eso le provocó un intenso mareo.

Se hallaba en la cabina trasera del vehículo aéreo, arrodillado frente a un asiento. Le habían permitido recostar la cabeza en él, pero no podía levantarse. La posición era más incómoda aún, porque había otro asiento frente al primero, y la distancia entre ambos era tan estrecha que se veía obligado a elevar los pies y apoyarse en el suelo solo con las rodillas.

Tal postura era innecesaria, como lo había sido la orden de bajar por la escalerilla lateral de la torre y esperar a que el vehículo lo recogiese en vez de ser recogido en la plataforma, o de mantenerlo desnudo después de haber borrado las trazas de temperatura de su vestuario con el vaporizador. Ahora comprendía que todas aquellas órdenes tenían un único objetivo: amedrentarlo, anular su voluntad.

La misma función ejercía la guardiana que se había ocupado de él cuando entró en el vehículo, y que le había ordenado echarse en el suelo encañonándolo con una potente arma de ráfagas. No le permitía alzar la cabeza, y Daniel apenas había podido ver otra cosa de ella que las botas color bronce, de larga puntera, con adornos. De vez en cuando apoyaba una de esas botas en su espalda. Cuando la apartaba, la sustituía por el cañón del arma, que recorría su piel como un dedo índice de metal.

Durante el breve trayecto le había estado hablando en tono divertido, como desafiándolo a que replicara.

—La Zona Hundida es oscura. Lo más oscuro que hayas visto en tu vida. Pero lo peor son los ruidos… Cosas que reptan y se arrastran. Nadie sale de la Zona Hundida igual que entró. Seguro que ni siquiera habías oído hablar de ella… —Daniel jadeaba con la mejilla apoyada en el asiento. Veía la puntera de una bota como un puñal de bronce junto a su rostro y oía su voz, no menos recia. Recordaba, fugazmente, ojos grandes, casi saltones, azules. Repentinamente la bota se alzó, le golpeó el hombro—. Responde, estúpido. ¿Habías oído hablar de la Zona Hundida?

—Un poco.

—«Un poco». —La guardiana rio—. A partir de ahora tendrás experiencia de primera mano. Ya llegamos…

Daniel reprimió las náuseas mientras la vibración lo hacía estremecerse. La cabina del vehículo era, también, un pequeño salón. Había un velador con mantel y un servicio completo de tazas de té. En aquel momento retemblaron produciendo un ruido romo de castañeteo de dientes.

Oía a la guardiana hablar por un micrófono, entre zumbidos y voces remotas. Pensó que la chica había dejado de prestarle atención y se incorporó ligeramente. De inmediato sintió el cañón del arma presionando en su nuca.

—¿Te he dado permiso para levantar la cabeza?

—Voy a vomitar —dijo Daniel con un hilo de voz.

—Hazlo. Sobre el asiento. Después tendrás que limpiarlo.

Con la cabeza apoyada en el asiento, Daniel apenas logró dos violentas arcadas. Pero solo fueron dolorosas y desagradables, no expulsó nada. Cuando logró calmarse, sintió el cañón apoyado en su sien.

—Vas a desear morir antes de que el día acabe —le susurró Botas Puntiagudas.

La vibración cesó de repente, y Botas Puntiagudas lo alzó del pelo y le obligó a caminar sin que pudiese erguirse del todo. Salieron del vehículo aéreo en dirección a un nuevo transporte, esta vez terrestre, de color naranja. Arrastrado del pelo y encorvado, Daniel apenas percibió a su alrededor otra cosa que luces difusas y un soplo de aire denso. No tenía modo de saber dónde se encontraban. Escuchaba el rumor de tráfico, y en un momento en que logró mirar hacia arriba entrevió nubes dispersas, lo que le hizo suponer que aún se hallaba fuera de la Zona Hundida.

No pudo averiguar más, porque al pie de la escalera de aquel nuevo vehículo una mano enguantada sostuvo su barbilla obligándolo a alzar la cabeza.

—Volvemos a vernos, gran héroe —dijo Moon.

2

El interior estaba formado por varias habitaciones conectadas entre sí por un largo pasillo central. Daniel supuso que debía de ser una especie de camión. Botas Puntiagudas lo dejó en manos de otro guardián de pelo naranja que lo condujo por el pasillo hasta la última habitación. Allí le encadenó el cuello a las muñecas con dos clases de cadenas semejantes a collares. Luego lo arrojó al suelo sin miramientos y cerró la puerta. Las paredes de la cabina, que eran azules, cambiaron de color automáticamente y se hicieron rojas. La puerta desapareció, convirtiendo la cabina en un cubo perfecto, sin aberturas.

Al intentar incorporarse, Daniel descubrió que las cadenas reaccionaban a cualquier intento de presión que efectuara: si tiraba de ellas, se enroscaban como serpientes, estrangulándolo. Debía mantener las manos inmóviles a cierta altura y la cabeza ligeramente flexionada si quería respirar. Los eslabones eran de diversos colores entre los que predominaban el rojo y el azul, y cuando cerraba los ojos seguía viéndolos brillar en la oscuridad. Se le ocurrió algo absurdo: que a Yun le gustaría el color de aquellas cadenas.

Entonces, al elevar la vista, descubrió que no estaba solo.

De pie junto a una silla de madera se hallaba una muchacha de cabello castaño mucho más corto que el suyo, vestida con una túnica de gasa decorada con líneas verticales anudada al cuello y la cintura. Cuando el vehículo se puso en marcha y adquirió velocidad, el pelo y la túnica de la muchacha se agitaron. Daniel pensó que tenía que existir algún tipo de mecanismo de provisión de aire, ya que la habitación parecía hermética.

Tras mirarlo un instante, la muchacha se dio media vuelta. Por detrás, la túnica consistía solo en los nudos del cuello y la cintura, de modo que parecía más bien un delantal. Daniel sospechaba que la muchacha estaba allí para interrogarlo: quizá pretendían hacerlo hablar, o rastrear su inconsciente para asegurarse de que era el portador del mensaje.

Mientras el silencio se prolongaba, la angustia fue ganando terreno dentro de él. Ahora que estaba en manos de «ellos» por completo, comprendía la trampa. ¿Qué garantías tenía de que le devolverían a Yun con vida cuando se produjera la revelación? Ni siquiera confiaba en que el grupo de Maya y Darby fuesen capaces de ayudarlo. Contemplar sus manos atadas con los eslabones móviles le pareció todo un símbolo de aquella amarga sensación.

Alzó la vista hacia la muchacha.

—¿Dónde la tenéis? —preguntó. La joven se volvió y lo miró. El cabello le enmascaraba los rasgos—. Mi hija. ¿Dónde está?

—No sé de lo que me hablas —dijo con acento norteño—. ¿Quién eres?

—Me llamo Daniel Kean.

—Ina —dijo la chica girando del todo hacia él. Se sujetaba al respaldo de la silla debido al balanceo del vehículo—. Ina White. —Frunció el ceño—. ¿Por qué te han traído?

—Se supone que tengo algo que revelar.

En la mirada de ella, ahora fija en la suya, creyó captar el asombro y la comprensión.

—Eres el messenja… —dijo Ina White.

Daniel asintió.

—¿Y tú?

—También me necesitan. Soy una de las discípulas de Mitsuko Kushiro… Ellos… —la ansiedad se filtró entre sus palabras—… han amenazado con matarla si no colaboro.

Daniel la contempló allí de pie, apoyada en la silla. Era alta, de anatomía vigorosa y atractivas facciones, con labios carnosos y rosados. Su mirada denotaba inteligencia y seguridad en sí misma.

—¿Para qué te necesitan? —le preguntó Daniel.

—Para ayudarles a entrar en el laboratorio.

—Pensé que eso podían hacerlo sin ayuda.

—No —dijo Ina—. No creas que se trata de romper puertas. Es el laboratorio de un creyente profundo y está sellado con barreras que nadie puede traspasar. Soy la única discípula que conoce el modo de entrar. —Titubeó un instante—. O debería decir que soy la única que ha aceptado colaborar… Mi maestra Mitsuko se negó a hacerlo, y la mayoría de mis compañeros también… Supongo que al final optaron por alguien más rastrero —añadió con desprecio—, más cobarde…

—Estás haciendo lo que debes, Ina.

Ina persistió negando con la cabeza cierto tiempo.

—Estoy traicionándola, a ella y al noble recuerdo de su padre. Pero no puedo hacer otra cosa. Le debo todo lo que soy, no podría aceptar que muriese por mi culpa…

Por un instante ambos parecieron sumirse en los pensamientos que aquellas palabras habían invocado. El vehículo se movía, sin duda a gran velocidad, pero dentro de la habitación rojiza solo se percibía aquel balanceo y un rumor hondo de motores.

—La he visto —dijo Daniel entonces—. A tu maestra.

Ina se inclinó para mirarlo con fijeza.

—¿Se encuentra bien? —preguntó, ansiosa.

Daniel no quiso romper la expresión de alivio en el rostro confuso de la chica, y asintió lentamente. No sería él quien le hablara del muñeco de bunraku, decidió.

Pero, más que alegrarla, su respuesta fue para ella como un súbito cansancio: pareció perder toda la energía, dobló las rodillas, se dejó caer en el asiento.

—Nos matarán a todos cuando consigan lo que quieren… —dijo con absoluta calma, como si se tratara de una evidencia muy simple—. Si es que no nos capturan antes los denebianos. Quizá nos entreguen a ellos cuando todo termine.

—¿Quiénes son los denebianos?

Ella lo miró como si dudara de la seriedad de su pregunta.

—¿Nunca has estado en la Zona Hundida de Japón?

—Nunca.

La expresión del rostro de Ina era tensa.

—Te lo explicaré —dijo con voz alterada—. El laboratorio de Katsura Kushiro está en el Color de la Zona Hundida. Dentro de la Zona no hay leyes, y el Color es el peor de sus lugares. Nadie prohíbe hacer nada en el Color. La gente que vive allí ha enloquecido y forman pequeños grupos de ritualistas que luchan entre sí o asaltan los escasos vehículos que se aventuran en su interior. La mayoría se llaman a sí mismos «denebianos» por la estrella Deneb de la constelación del Cisne… ¿Recuerdas la historia del Quinto Capítulo?

—El Capítulo que habla de la caída del Color —dijo Daniel.

Ina asintió.

—Imagino que sabes que no es una metáfora, como casi todos los demás: ha sido comprobada científicamente. En verdad, un meteorito cayó sobre nuestro planeta en épocas remotas, provocando una inmensa destrucción… Una de las consecuencias de su impacto fue que se fundieron los polos y el nivel del agua ascendió. Se dice que Japón eran cuatro islas y quedó convertida en una sola llamada Honshu. Pero hasta Honshu fue inundada cuando el mar creció, y la propia Tokio permaneció sumergida durante siglos. La leyenda afirma que solo el sagrado Fuji quedó a salvo…

—Te refieres a la época de los cataclismos —dijo Daniel—. Tan solo conocía sus efectos en el Norte.

—En el Este las consecuencias fueron peores. Varias masas de tierra, entre ellas la mitad de Honshu, permanecieron bajo el nivel del mar cuando las aguas descendieron. Hace un par de siglos el gobierno japonés encontró bajo el agua un grupo de ruinas dispersas que formaban ciudades enteras, y quisieron preservarlas… Así comenzó el Acristalamiento. Sobre la presencia de esa magna cantidad de ruinas, las teorías divergen. Hay estudiosos que piensan que existía una civilización antes de la caída del Color; otros, más precavidos, hablan de que la época de cataclismos fueron en realidad varias épocas, y en medio de ellas nacieron y murieron civilizaciones… Es difícil probar nada de esto, porque el Color poseía una fuente de radiación cuyos efectos aún perduran en el brillo fosforescente del fondo del mar, imposibilitando cualquier intento de datación de las ruinas. En todo caso, se pretendía que la Zona Hundida fuese un área religiosa dedicada a la adoración e investigación, pero con el tiempo se instalaron en ella grupos de ritualistas del Quinto Capítulo deseosos de realizar sacrificios a lo que ellos consideran que son las deidades del Color… Como recordarás, según la Biblia, parte del Color regresó tras su caída a su lugar de origen en la estrella Deneb, y de ahí el nombre de los denebianos, que son uno de los peores grupos…

Absorto en las palabras de Ina, Daniel apenas se había percatado de que cada vez le costaba más esfuerzo mantenerse erguido en el suelo, como si la habitación estuviera inclinándose. Habla optado por colocar las manos sobre la cabeza para no tener que permanecer encorvado, y en ese momento las bajó de forma inconsciente. El súbito tirón le hizo inclinar el cuello. Luchó por volver a incorporarse, pero el forcejeo activó las cadenas, que se retorcieron sobre su garganta.

Se vio obligado a dejar las manos inmóviles y permanecer de costado hasta que otras manos lo sostuvieron. Daniel agradeció a Ina la ayuda con una sonrisa.

—Vamos cuesta abajo —dijo, apoyado de nuevo en la pared.

—Y seguiremos así durante un rato —repuso Ina—. La Zona Hundida se divide en dos partes. La primera es un descenso constante: la llaman el Gris o la Máscara. En ella la profundidad máxima es de apenas cien metros bajo el mar, y no supone mayor problema. En ocasiones nos detendremos para pasar una esclusa y luego seguiremos avanzando, siempre hacia abajo. Luego vendrá la Zona Hundida propiamente dicha, a unos ochocientos metros, y dentro de ella el Color, que se encuentra a la mayor profundidad de todas: unos mil doscientos metros. Allí está el laboratorio.

—Pareces conocer bien el terreno.

—Lo he recorrido a pie muchas veces por motivos religiosos. Conozco atajos para llegar al laboratorio mucho antes que por carretera. De hecho, viajar en vehículo por la Zona Hundida es un riesgo casi mayor que hacerlo a pie… Hay kilómetros enteros de carreteras vacías, a veces hundidas en el fango milenario, y zonas plagadas de ritualistas denebianos. En este vehículo no hay más de cuatro hombres armados. Si nos ataca una tribu, no tendremos tiempo ni de pensar qué ocurre antes de que nos atrapen… Pero ese será el menor de nuestros problemas cuando se produzca la revelación. —Miró a Daniel—. Porque estoy segura de que, entonces, Moon y sus hombres acabarán con nosotros…

Mientras escuchaba a Ina, Daniel comprendió algo de repente.

Ina tenía razón, y lo había expresado con absoluta claridad: los matarían, antes o después. A ellos dos, a Mitsuko Kushiro y a Yun. Lo había visto en la mirada oscura y divertida de Moon y en el doble infierno de los ojos de la hija de Kushiro. Iban a matarlos, y Darby y sus amigos no podrían hacer nada para impedirlo.

Tenía que planear algo por su cuenta.

3

En ese instante se abrió una puerta y apareció Moon.

Debía de haber activado algún mecanismo, sin duda, porque la habitación había cambiado de color como si se hubiese sumergido en agua. Ahora ya no era roja sino azul. En los laterales se habían abierto ventanas rectangulares, pero la luz de la propia habitación impedía a Daniel Kean ver otra cosa en el exterior que no fueran sombras fugaces. Moon lograba mantener el equilibrio sin sujetarse a nada, pese a que la inclinación del vehículo era muy ostensible. Junto a él se hallaba el guardia del pelo naranja.

—Venía a daros la bienvenida a la Zona Hundida de Japón —dijo Moon; al mismo tiempo, el vehículo se detuvo, aunque siguió inclinado—. Esta es la última de las esclusas de la Gris. A partir de ahora entraremos en ese maravilloso acuario que es el Japón arcaico…

Moon vestía un yuri color negro atado a las ingles y un cinto de donde pendían dos armas de corto alcance y un cuchillo de mango rojo. Se había pintado el rostro de manera desagradable, con labios y ojos muy acentuados, y mostraba el desdén de quien se sabe atractivo y gusta de ver la prueba en quienes lo contemplan. Se acercó tanto a Daniel que este, con el cuello encadenado a las muñecas, no pudo elevar la vista lo bastante como para seguir desafiando su mirada, como pretendía.

—Nuevas experiencias para un subalterno de tren, ¿eh, gran héroe? —dijo Moon.

—Quiero ver a mi hija… —murmuró Daniel.

—Te está esperando en la entrada del laboratorio. Cuando Ina nos ayude a entrar y se produzca la revelación, te la devolveremos. Imagino que podrás regresar solo llevándola en brazos. A fin de cuentas, estaréis únicamente a trescientos kilómetros de la salida. Y si no puedes, lo más probable es que tus amigos Darby, Rowen y la ciega te encuentren en algún momento. Porque nos están siguiendo, ¿no es cierto?

—No lo sé.

—Puedes apostar a que sí, pero no nos preocupan —dijo Moon, jugando distraídamente con el cabello de Daniel.

—¿Qué pruebas tengo de que no le habéis hecho daño a Yun?

—La confianza lo es todo en este negocio.

—Quiero hablar con ella.

—Es imposible.

—Escucha, Moon: quiero pruebas de que está bien, o no voy a colaborar.

Moon retrocedió y se sentó en el antepecho de una ventana, elevando un pie. Tras una pausa, volvió a hablar, pero su sonrisa había desaparecido del todo.

—¿Y qué se supone que piensas hacer para «no colaborar»?

Daniel había tomado una decisión desesperada.

—Me mataré. No tendréis ninguna revelación…

Por un instante Moon y Daniel se midieron con la mirada. Ina, de pie tras la silla, observaba la escena con aprensión.

—Pues hazlo —dijo Moon al fin. Sacó el cuchillo de la funda y se lo arrojó—. Tienes un par de segundos, gran héroe. Mátate.

El cuchillo rebotó hacia él por el suelo, obligándole a apartar las piernas. Cuando la hoja se detuvo, apuntaba a su cuerpo. Daniel contempló su brillo, luego a Moon.

—¿Qué pasa, subalterno de segunda? —espetó Moon—. ¿No te atreves? ¿O es que hay algo que todavía te lo impide? Te ayudaré. —Se acercó, agachándose hasta que su rostro quedó a la altura de los ojos de Daniel—. ¿Es tu hija? ¿Aún tienes la ilusión de recuperarla? Debo confesarte algo: te he mentido. Solo vas a recuperar su cadáver. Tu pequeña ha muerto ya. —Daniel apartó la vista, pero el creyente tomó su rostro del mentón y le hizo volver a mirarlo. Moon parecía excitado contemplándolo—. Vamos, héroe. Quiero una súbita explosión de carácter, como la que tuviste cuando disparé a tu esposa… Coge el cuchillo y córtate las muñecas, o húndelo en tu bonito y delgado cuello, Daniel Kean. Puedes hacerlo a pesar de estar encadenado, y lo sabes. Te resultará mucho más fácil que cortar el cable de la bomba de Klaus… —Cogió el cuchillo por la hoja y acercó el mango al rostro de Daniel.

Durante una breve eternidad Daniel contempló el mango rojo del cuchillo. Deseaba matarse, pero no porque Moon se lo ordenara. Apartó la vista.

—Es una trampa, Daniel —dijo Ina—. No va a dejar que lo hagas. Todo lo que ocurra esta noche depende del messenja

Moon dejó el cuchillo en el suelo y se levantó. Daniel lo vio dirigirse hacia Ina.

—Quiero que sepáis una cosa. Ambos. —Moon se alejaba de Daniel mostrando su espesa melena azabache—. Sois prescindibles. Todos lo somos, pero vosotros, más.

La chica retrocedió hasta la pared, y en ese punto Moon la alcanzó, desenfundó una de las armas y colocó el cañón en la frente de Ina. Ella no dijo ni hizo nada, pero no dejaba de mirar fijamente a Daniel.

—Podemos mataros o entregaros a los denebianos, o ambas cosas —dijo Moon—. No dependemos de nada ni de nadie. Si tú quieres, Ina, entraremos en el laboratorio de Kushiro de otra forma, y si mueres tú, Daniel, haremos que tu cadáver nos hable según los ritos del Treceavo y obtendremos la revelación… Podemos hacer lo que queramos con vosotros dos, de modo que… —Sin retirar la pistola de la cabeza de Ina, Moon miró a Daniel y sonrió—. Veo que has cogido el cuchillo por fin. ¿Vas a usarlo?

—Deja a la chica en paz —susurró Daniel, arrodillado, sosteniendo el cuchillo con ambas manos.

—¿O si no…? ¿Lo usarás?

—Si te acercas lo bastante, ya lo creo que lo usaré.

—Así que ahora todo consiste en matarme a mí…

El guardia imitó la sonrisa de Moon. En ese instante el vehículo, con un estremecimiento, reanudó la marcha.

—Ya entramos —dijo Moon guardando la pistola y apartándose de Ina—. ¿Sabes, gran héroe? Quizá muramos todos antes de que puedas decidir a quién quieres matar… Nuestros últimos informes aseguran que hay un grupo de denebianos no muy lejos de aquí. ¿Ya sabes lo que son los denebianos, Daniel? Algunos creen profundamente en el Quinto Capítulo y celebran ritos en los que grandes árboles se levantan de la tierra y agitan sus copas. Intentaremos pasar junto a ellos, y si se enfadan tendremos que suplicarles que nos dejen viajar en paz sin hacernos demasiado daño… Así que, ¿a quién pretendes asustar con tu pobre intento del cuchillo? Suéltalo…

Tras un titubeo, Daniel abrió las manos. Se sintió miserable y cobarde.

Moon se agachó, recogió el cuchillo y lanzó a Daniel una bofetada con el dorso de la otra mano. Daniel cayó de costado. Entonces Moon lo agarró del pelo. Daniel se vio obligado a erguirse y alzar los brazos para que las cadenas no lo asfixiaran. Quedó de rodillas, y los eslabones le golpearon la cara con un doble tintineo. Moon lo sostuvo en vilo del pelo mientras le hablaba.

—Ya jugaste a ser héroe una vez, Daniel Kean, ahora nos toca a nosotros. —Dio otro súbito tirón a su pelo y Daniel gimió de dolor—. Te conservamos con vida solo porque guardas dentro de ti algo que nos interesa. Cuando nos lo entregues, quedarás vacío, y podremos abrirte las entrañas si nos apetece… ¿Queda claro? —Daniel asintió. Moon lo soltó y se levantó—. He aquí a un verdadero héroe…

La puerta se cerró tras las risas de Moon y el guardia, la pared cubrió de nuevo las aberturas hasta hacerlas desaparecer y la habitación volvió a ser rojiza. El rostro de Daniel empleó más tiempo en perder el color que lo teñía.

Durante un instante solo se escucharon los jadeos de ambos prisioneros. Luego, aún de rodillas, Daniel miró a Ina.

—Ayúdame a escapar —le dijo.

4

El Gris, también llamado la Máscara, se extiende en un trayecto sinuoso hasta las profundidades de la Zona Hundida, donde no llega la luz del día. La frontera se encuentra en Nagoya, a unos doscientos kilómetros al sudoeste de Tokio: allí, los vehículos se detienen frente a la primera esclusa. El descenso posterior se realiza a través de un túnel sombrío de altura variable, de compleja estructura. No vemos agua por ninguna parte, solo paredes oscuras y una carretera que, incluso cuando parece elevarse, desciende siempre. Nos hundimos sin ser apenas conscientes de ello, cien, doscientos metros. Atravesamos esclusas con el tamaño y la forma de antiguas puertas de templos, con un color obstinadamente negro.

Todo tiene aires de misterioso preámbulo.

Cerca de las fantasmales ruinas de Kioto, la humedad, de golpe, se convierte en una presencia pegajosa y tibia, como un trópico. Los mecanismos de ventilación se ponen en marcha, pero ya no es posible olvidar que solo un muro de cristal nos separa del océano. Aunque la ilusión de vida civilizada persiste, y nos acompañará durante todo el camino, se hace difícil seguir sintiéndose el centro de la Creación.

En algún punto antes de traspasar la Máscara se pierde parte de la confianza en controlar lo que nos rodea. Incluso aquellos que recorren el mismo trayecto casi a diario (creyentes y científicos en su mayoría), experimentan la opresión de hallarse en un universo distinto, ajeno al hombre y, al mismo tiempo, propio del hombre. Cada nueva esclusa se convierte en la lucha de nuestra conciencia con el miedo. ¿Y si ya no hay vuelta atrás?, pensamos. ¿Qué nos aguarda más allá de la última puerta negra?

—Por eso la llaman la Máscara —explicaba el doctor Schaumann en la pantalla del comunicador—. Es la sensación de que las cosas no son lo que aparentan. Tened en cuenta que es como si estuviésemos viajando hacia atrás en el tiempo, hasta los «días extraños» de la caída del Color, cuando, según la Biblia, la Tierra se convirtió en un «campo desolado» cubierto de materia muerta… No ha podido demostrarse que esta explicación bíblica sea incorrecta… Y cada nueva esclusa nos acerca más a esa remota época y nos aleja de la vida que conocemos.

—Podría afirmarse, entonces, que nos estamos acercando a la vida real —propuso Héctor Darby en la oscuridad de la cabina del vehículo.

—Prefiero llamarla «vida», a secas, Héctor —dijo Schaumann—. No tengo claro lo que es la realidad.

Se hallaban detenidos en la última esclusa desde hacía varios minutos, casi los mismos que el doctor Schaumann había empleado en recordarles los detalles científicos del lugar por el que iban a viajar. Desde la cabina solo podía contemplarse un tramo de carretera flanqueado de luces que se introducía entre dos paredes monstruosas, hinchadas, cortadas por una sola línea vertical, sobre cuya superficie se derramaba el agua de la condensación del aire. Un rumor como de ronquidos de dioses dormidos lo hacía vibrar todo, pero no era constante: parecía la respiración de algo poderoso, iba y venía.

Héctor Darby, de pie, acariciándose la barba, podía ver las luces traseras del baño-vehículo de sus compañeros. Meldon Rowen, junto a él, estiraba su morena anatomía sentado frente a los controles. Anjali Sen, la oscura india, hacía ejercicios arrodillada sobre el asiento, flexionando los brazos. El viaje se había hecho lento, fatigoso. Darby sabía que la aparente atmósfera cordial era forzada: seguían sin saber dónde se encontraba Daniel, y el trayecto hasta el laboratorio no estaba exento de peligros.

—Sin duda nos llevan bastante ventaja —dijo Anjali.

—Ya contábamos con eso —resopló Rowen.

El rostro pecoso de ojos cerrados de Maya Müller sustituyó a Schaumann en la pantalla.

—Héctor, Meldon, Anja… Se me ocurre que podríamos probar a dividirnos más allá de la Máscara: nosotros seguiríamos por la carretera hacia Kioto, en previsión de una posible emboscada, vosotros cambiaríais de rumbo, por ejemplo, en la encrucijada de Gifu. De este modo…

De este modo, complicaríamos más las cosas —dijo Anjali. Darby sabía que había una inofensiva aunque incesante rivalidad entre las dos mujeres. El temperamento controlador de la creyente india chocaba con la terca obstinación de Maya—. Opino que no debemos separarnos.

—A mí tampoco me gusta —reconoció Darby—. ¿Qué es lo que pretendes, Maya? ¿Servir de cebo mientras nosotros escapamos por una vía alternativa?

—Pretendo que no sirvamos de cebo todos —replicó la muchacha.

Su plan fue recibido con un silencio escéptico.

—Déjanos unos minutos para decidirlo —propuso Rowen.

—De acuerdo. —Maya cortó la comunicación.

—Estoy preocupado por Daniel —confesó de pronto Darby. Anjali, que seguía flexionando los brazos iluminada por las pantallas que quedaban encendidas, se detuvo y lo miró—. No solo no le hemos contado la verdad sobre lo que hicimos…, tampoco le hemos dicho lo que va a encontrar en la Zona Hundida.

—No creo que eso importe, Héctor —objetó Anjali—. Lo custodiarán hasta el laboratorio. No va a pasarle nada.

—Excepto si… —Darby se mesaba la barba—. Excepto si intentara huir…

Hubo un silencio. Rowen y Anjali parecieron meditar en aquella inesperada posibilidad.

—Esperemos que no lo haga —sentenció al fin Rowen—. No sobrevivirá si intenta huir.

5

—No sobreviviremos si intentamos huir, Daniel.

—Tampoco si esperamos aquí encerrados hasta llegar al laboratorio, Ina —replicó Daniel—. Ya has oído a Moon. No tenemos nada que perder.

—Te ha mentido para provocarte. Estoy segura de que tu hija aún vive…

—Quizá, pero si es así quiero averiguarlo por mí mismo. Hace un momento dijiste que conocías varios atajos para llegar a pie al laboratorio antes que este vehículo. Si llegamos antes de medianoche, quizá todavía no se hayan atrevido a dañar a mi hija y podríamos tratar de rescatarla.

Sabía cómo sonaba lo que estaba diciendo, pero aun así aguardó la reacción de Ina, deseoso de que ella aceptara.

Tras una reflexión, la muchacha negó con la cabeza.

—Nada ni nadie nos protegería. Estamos dentro del mar, en la Zona Hundida, donde las cosas son distintas al mundo que conoces. El mar contiene a Dios y al Color, y su realidad no es la nuestra…

—Se trata tan solo de un lugar acristalado a cierta profundidad bajo el agua, nada más. El resto son pensamientos de creyentes.

—Yo soy creyente —afirmó Ina cambiando de tono.

—Yo no —dijo Daniel Kean—. Yo solo quiero salvar a mi hija, igual que tú a tu maestra, y ninguna creencia va a obligarme a marchar hacia la muerte con las manos atadas al cuello, sometido al capricho de ese criminal. ¿Puedo contar con tu ayuda o debo hacerlo solo?

Se hallaban en extremos opuestos de la cabina rojiza: Daniel sentado en el suelo, sin nada encima salvo la cadena que lo ceñía; Ina de pie en una esquina, con su túnica a rayas agitada por los jadeos. Daniel ni siquiera sabía si les estaban escuchando, y en cierto modo le daba igual. Su desesperación había dado paso a un sentimiento de extraña invulnerabilidad. Sin embargo, no quería intentar nada sin la ayuda de la chica.

Ina lo miró un instante. Luego bajó la vista.

—No conozco el mecanismo de cambio de color de esta cabina —dijo en voz baja—. Solo sé que, mientras sea roja, nada en el mundo nos permitirá salir. Es completamente hermética en este estado.

—El aire entra por algún sitio: tu pelo se mueve, lo siento en toda la piel…

—Es como una red de pequeños poros, pero eso no quiere decir que sea frágil.

—Empecemos por intentar liberarme. —Daniel se apoyó en la pared para ponerse en pie—. Quizá con tu ayuda lo…

De súbito el cubo rojizo se convirtió en una trampa mortal de muros que avanzaban hacia sus cuerpos. Ina lanzó un grito. Daniel logró alzar las manos antes de golpearse, pero Ina no tuvo tanta suerte y giró hasta caer al suelo en medio de un torbellino de su túnica de seda. Hubo un nuevo balanceo. Instantes después, toda la cabina vibraba.

—¿Qué está ocurriendo? —vociferó Daniel.

—¡Quizá hemos chocado! —dijo Ina.

—Pero seguimos moviéndonos…

Entonces la habitación se hizo azul, la puerta se abrió y entró el guardián. Todo retornó al rojo en un parpadeo. De pie frente a ellos, con los dedos en las hebillas de sus largas calzas rojas, el guardián tenía el cabello de un color similar al de la prisión. Llevaba una pieza ceñida en negro, además de las calzas. Cruzadas a su espalda, dos fundas de armas, una de fuego y otra de acero afilado. Su aspecto era el de un joven de complexión muy delgada, pero Daniel sabía que podía tener más edad y fuerza de las que aparentaba.

—¿Quién ha gritado? —preguntó.

Era la primera vez que Daniel lo oía hablar, y se estremeció. Pese a que había pronunciado con lentitud cada palabra, el conjunto había resultado tan ajeno a oídos de Daniel como si su garganta estuviese llena de insectos. Conocía historias sobre hombres que se operaban en Japón para que sus voces sonaran como gruñidos de animales, a imitación de los participantes de la orgía del Cuarto Capítulo, pero hasta ese momento no las había considerado del todo ciertas.

—¿Tú, héroe? —El guardián lo miró.

Daniel no respondió y el guardián dio un paso hacia él.

—He sido yo —dijo Ina de repente—. Me he caído.

—Te has caído… —El guardián cambió de rumbo y se dirigió a ella. Hablaba como si tuviera la cabeza dentro de una bolsa llena de tierra. La chica lo esperó de pie, apoyada en la pared, tensando la túnica con cada inspiración. Al llegar junto a ella el guardián levantó una mano bruscamente haciendo que Ina apartase la cara, pero se limitó a sujetarla de la túnica—. Te explicaré la situación —susurró, arrastrando las frases—. Había un árbol en el camino. Nos hemos desviado. Quizá haya denebianos cerca. Tus gritos los atraerán. No vuelvas a gritar, pase lo que pase, aunque te caigas y te rompas tu bonita cabeza… —La otra mano del guardián señaló la cabeza de Ina. Entonces, de manera imprevista, la golpeó. La bofetada apenas sonó en el espacio sin ecos de la cabina, pero hizo que Ina girara el rostro hacia el lado opuesto y gritara—. Has gritado otra vez… —El castigo se repitió. Ina apretaba los dientes—. Ahora, mucho mejor… ¿Y ahora?

El guardián parecía estar jugando: hacía flotar una mano mientras aferraba de la túnica a Ina con la otra, amagaba varios golpes y de repente descargaba uno de verdad. Sonreía cuando cogía desprevenida a la chica. Una de las bofetadas hizo que Ina casi cayera al suelo y su túnica se desprendiera del cuello con un seco sonido de desgarro. El guardián soltó la prenda, que quedó colgando de la cintura de Ina.

—¡Mira lo que has hecho, estúpida! —rugió—. ¡Vuelve a vestirte! ¡Vístete! —Y empezó a golpearla con ambas manos, sin pausa, por todo el cuerpo, mientras Ina intentaba inútilmente anudarse los extremos de la túnica rota al cuello.

Lo hizo en ese instante. No por él. Tampoco por Yun. Lo hizo porque le resultaba imposible seguir contemplando cómo aquella chica, a quien apenas acababa de conocer, era maltratada salvajemente.

Carecía de un plan previo, confiaba más en su voluntad que en sus fuerzas. Extendió las piernas poniéndose en pie de un salto y logró llegar hasta su objetivo antes de que este se diera cuenta de lo que sucedía. Colocó las manos atadas delante del cuello del guardián. El tirón hacia delante hizo que las cadenas se activaran y comenzaran a estrangularlos a ambos.

Tomado por sorpresa, el guardián realizó pobres forcejeos. Quizá hubiese conseguido liberarse, pero Ina hundió una rodilla en su vientre y, sin transición, golpeó con ambos puños su rostro. Un segundo después Daniel sostenía un cuerpo exánime.

—¡Tiene una llave cromática colgada del cuello! —exclamó Ina ayudándolo a dejar el cuerpo en el suelo.

Se movieron torpemente. Daniel perdió tiempo manipulando la pequeña llave hasta que comprendió que era Ina quien tenía que cogerla y abrir las cadenas. Ella lo hizo, y Daniel se sintió aliviado al encontrarse libre. Dieron la vuelta al cuerpo y sacaron sus armas. Ina se quedó con el cuchillo y le entregó la pistola a Daniel. Luego ella volvió a anudarse la rasgada túnica y Daniel examinó la pieza negra del guardián: era casi transparente, pero estaba formada de recias anillas flexibles.

—Protege de las balas —dijo Ina.

Daniel se la quitó y probó a ponérsela. Era pequeña, pero se adaptaba muy bien a su torso. Luego se colgó la funda del arma en el hombro y miró a Ina.

—¿Y ahora?

—Si salimos de aquí, es posible que podamos abrir la puerta exterior y saltar del vehículo en marcha —sugirió ella.

—No tiene ninguna llave más —dijo Daniel—. ¿Cómo abrió la puerta?

—No necesita llaves para eso. La puerta es porosa, como el resto de la cabina, solo puede abrirse si logramos que aparezca, lo cual quizá ocurra al contacto con su mano. Ayúdame a llevarlo hasta la entrada…

Comenzaron a arrastrar el cuerpo. En ese momento la mitad de la cabina se hizo azul y la puerta se abrió.

—En efecto, la cabina es porosa —dijo Moon, de pie en el umbral—. Todo lo que habláis puede ser escuchado.

6

A Moon lo escoltaban dos de sus hombres, o quizá mujeres; era difícil determinarlo pese a que uno de ellos fuera Botas Puntiagudas y mostrara genitales de mujer bajo una corta pieza amarilla. Ambos iban armados, igual que Moon, aunque Moon aparentaba no necesitar más armas que su sonrisa. Permanecía en medio de la entrada, las manos desgarbadamente colocadas en el marco de la puerta, y miraba con fijeza a Daniel, como si solo este se hallara presente. Un vistoso medallón de plata y ónice brillaba en su pecho desnudo.

—Ahora os explicaré lo que ha pasado, por si no pudisteis comprender la pronunciación de Yamu —dijo Moon—. Nos topamos con un árbol bloqueando la carretera, probablemente una trampa denebiana, y tuvimos que desviarnos campo a través, si es que puede llamarse «campo» a esta zona particularmente desagradable e inhóspita que hemos tenido la delicadeza de no mostraros… Nos hallamos a casi ochocientos metros bajo el mar, bordeando el Color, a punto de entrar en él, en un área plagada de denebianos y otros ritualistas de diversa índole. Pero nosotros no somos menos peligrosos. A mi derecha, Lam es creyente del Segundo como yo y dispara muy bien; a mi izquierda, Send dispara mejor que Lam. Ambos llevan armas sensibles al calor corporal. ¿Sabe un empleado de tren lo que significa eso? Explícaselo, Ina.

—No pueden fallar —dijo la chica secamente—. Son atraídas por la temperatura del cuerpo.

—Podríamos acertaros con los ojos cerrados a cien metros de distancia —tradujo Moon—. Y ahora… Ya tenemos bastantes problemas de fondo intentando no caer en las trampas denebianas. Soltad las armas y a Yamu. Por cierto, Daniel: devuélvele la pieza de defensa. Te queda fatal.

Cuando Moon acabó de hablar, ni Daniel ni la chica hicieron nada.

—¿Ninguno de los dos quiere ser el primer cobarde? —Moon volvió la cabeza hacia el guardia a quien había llamado Lam. Este se hallaba enfundado en un abrigo negro que solo permitía ver sus manos de uñas largas y rojo-plateadas y la compleja pistola. En ese momento extendió el codo al apuntar.

La bala destrozó por completo la cabeza del guardián al que Daniel y la chica aún sujetaban. No fue simplemente un agujero: el cerebro de Yamu estalló como una burbuja dejando al aire la superficie de la lengua y los dientes de la mandíbula inferior. Las paredes, la pieza que llevaba Daniel y la túnica de Ina quedaron envueltas en sangre. Ambos soltaron el cuerpo a la vez.

Todos somos prescindibles, incluyendo nosotros, ya os lo dije —recalcó Moon—. No lo repetiré: soltad las armas. —Sus palabras y su aspecto podían resultar pretenciosos, pero en aquellos ojos opacos Daniel percibió algo mucho más inquietante. Era como si los ojos de Moon fuesen un vehículo moviéndose a gran velocidad y, al mirarlo, Moon embistiera con ellos.

El tren oscuro.

Un ruido lo sobresaltó: Ina había arrojado el cuchillo al suelo. Él aún sostenía la pistola.

—¿Y bien, gran héroe? —indagó Moon sin dejar de (matarlo) mirarlo con aquellas pupilas carbonizadas—. ¿Qué quieres hacer?

En realidad, quería hacer muchas cosas, pero los ojos de Moon le dejaban pocas opciones, o más bien ninguna: eran como trampas pegajosas donde su voluntad quedaba atrapada. Comprendió que lo ocurrido antes con el cuchillo se había debido a eso. Ina tenía razón: Moon lo engañaba. Nunca le hubiese dejado obrar con libertad.

Pese a todo, alzó la mano con que sostenía la pistola, dispuesto a disparar. Entonces parpadeó al ver que el arma ya estaba en el suelo. Había obedecido a Moon sin ser consciente de ello.

Hubo un silencio. La habitación seguía balanceándose y vibrando, pero nadie se movió ni habló durante aquella pausa. A juzgar por su expresión, Moon parecía muy lejos de hallarse satisfecho.

—La pieza, héroe —ordenó—. Quítatela.

Mientras Daniel deslizaba los tirantes de la pieza por encima de su cabeza, Moon siguió hablando en tono cansino, las manos apoyadas en el vano de la puerta.

—¿Sabes, gran héroe? Estoy empezando a hartarme de ti. Ya es hora de que alguien te enseñe dónde está tu lugar. Tira la pieza al suelo y arrodíllate.

Hizo todo lo posible por no ceder, pero, al tiempo que ponía en juego su voluntad, sus rodillas se doblaban temblorosas. No sabía qué le estaba ocurriendo, era como si no fuese él, o como si se hubiese dividido en dos partes, ambas igualmente inútiles.

Moon, entonces, bajó las manos del marco de la puerta y se acercó. Su rostro eran sus ojos: como dos moscas en un plato de leche. Aunque intentó moverse, Daniel solo logró sentarse sobre los talones, incapaz de levantar las rodillas. Me está haciendo algo con los ojos.

—Aún no tienes ni remota idea de lo que podemos hacer los creyentes, Daniel Kean —dijo Moon—. Te pondré ejemplos: puedo ordenar que te mates, o que mates a Ina, o que te ofrezcas a mí para ser usado, incluso que sientas «amor» por mí. No importa cuánto me odies. No importa si sabes que gocé a tu pequeña niñita oriental antes de matarla… Si te ordeno que sientas «amor» por mí, lo sentirás. Harás y serás cualquier cosa que yo quiera…

Los ojos de Moon eran grandes círculos negros, como si las letras centrales de su nombre hubiesen crecido y lo abarcaran todo. Sin embargo, Daniel se hallaba lúcido y era capaz de razonar lo que le sucedía. Incluso había logrado rescatar un dato perdido en el fondo de su memoria y forjado un plan, pero los ojos de Moon no le permitían llevarlo a cabo.

—Vamos a empezar por lo sencillo —dijo Moon cubriendo con su sombra el cuerpo arrodillado de Daniel—. Vas a usar la lengua. Solo la lengua, por ahora…

—Déjalo, por favor, déjalo… —oyó, remotísima, la voz de Ina.

—¿Celosa? —se burló Moon, y alguien rio grotescamente, quizá Lam, quizá Send—. Lo siento, no me gustas, Ina. Tu lengua, Daniel Kean. Quiero verla.

A Daniel le pareció que un gusano rosado emergía a ciegas de sus labios.

De improviso, el mundo adoptó la forma de una explosión y lodos cayeron al suelo o contra las paredes como piezas de un tablero desordenado. Se oyeron gritos desde el fondo del vehículo, y los guardias y Moon giraron la cabeza.

En ese instante Daniel se dio cuenta de que Moon había dejado de mirarlo.

Podía moverse.

7

Supo que no dispondría de otra oportunidad.

Un corto trecho de aire separaba su mano izquierda de la derecha de Ina: se levantó de un salto, la aferró por la muñeca y se lanzó hacia delante, empujando a Moon, que aún estaba en el suelo. El cuerpo de Moon golpeó a Lam, pero el choque contra Botas Puntiagudas, más resistente o con más suerte, precipitó al suelo también a Daniel. Por un instante todos jugaron a incorporarse mientras las miradas de Daniel y la guardiana se cruzaban (aquellos terribles ojos azules). La pistola de la chica había caído en un lugar —por desgracia y por fortuna— inaccesible para ambos. Esa vez fue Ina quien tiró de su mano.

—¡Detrás de mí, Ina! —gritó él, parapetándola con su cuerpo.

Botas Puntiagudas parecía haberse hecho daño en el hombro, y por el momento no representaba una amenaza. Moon se levantaba mientras desenfundaba el arma. Pero Lam ya se había recuperado, y le apuntaba.

Se oyó un estruendo. Daniel sintió todo lo que se puede llegar a sentir al morir, salvo la muerte.

El proyectil se había estampado contra el dintel de la puerta, pero su solo estallido, que había disuelto el marco en mil fragmentos, bastó para que Daniel volviese a resbalar. No cayó al suelo en esa ocasión: las palmas de sus manos extendidas lo impidieron. Se incorporó y corrió hacia el largo pasillo central del vehículo. Vio a Ina llegar al fondo y doblar un recodo.

—¡Hay una salida! —le gritó ella.

Se introdujo por el pasillo sin mirar atrás, sabiendo que una vez dentro se convertiría en un blanco tan fácil que Lam podría acertarle con los ojos cerrados. A menos que su teoría fuese correcta.

Oyó el nuevo disparo y se inclinó hacia delante. Percibió la bala sobre su cabeza bufando al rasgar el aire como un insecto rabioso. Estaba ileso. Siguió corriendo, llegó al final del pasillo y descubrió la salida a su izquierda. En ese momento vio que otro individuo armado, quizá el conductor, se dirigía hacia él desde el extremo frontal del vehículo y alzaba una pistola intentando afinar la puntería.

—¡Salta! —gritaba Ina desde fuera—. ¡Salta, Daniel!

Lo hizo. El conductor no había disparado, quizá porque había visto que por el mismo pasillo se acercaban sus compañeros. Ina detuvo su caída y echaron a correr hacia lo que parecían árboles.

La noche era eterna y húmeda. Daniel no tenía tiempo de mirar a su alrededor, solo a sus pies y a los de Ina, que abrían el camino. Una rama explotó en pedazos junto a ellos. Ina cambió de rumbo y Daniel la siguió. El terreno, desnivelado, empezó a exigirles más esfuerzo. Daniel descubrió que subían por una ladera, entre una pesadilla de troncos cubiertos de gotas resplandecientes. El color de aquel bosque era azul.

Se detuvieron un instante para recuperar el aliento. Ina habló dando bocanadas.

—Han caído en una trampa denebiana… Lo vi al salir: un árbol arrojado al paso del vehículo… Eso significa que hay ritualistas cerca. ¡Tenemos que…!

El problema más grave podía ser ese, pero no era el único: Daniel lo supo cuando el tronco que se hallaba en medio de ambos fue pulverizado entre un estruendo de chispas de ámbar, como si una carga explosiva colocada en su interior hubiese detonado en ese instante. Giró la cabeza para oír (más que ver) la sombras de Lam y del conductor acercándose.

—¡Allí! —gritó uno de ellos. Volvieron a disparar.

Con el corazón latiendo a la velocidad de su terror, Daniel siguió a Ina hacia la espesura que coronaba la colina. Hubo nuevas detonaciones, pero resonaron salvadoramente remotas. Al llegar a los arbustos Daniel imitó a la chica y se arrojó al suelo. Un rocío gélido y mohoso los empapó. Gatearon como animales por entre la maleza, y por un momento solo los oídos de Daniel lograron no perder a Ina. Le faltaba el aire, no tanto por el esfuerzo como por la propia atmósfera, densa, de invernadero, como si el oxígeno fuese sudor.

Ina no se detuvo al salir de los matorrales: bajó la ladera dando zancadas, con la estela de seda de su túnica desgarrada flotando tras ella. Atravesaron lo más deprisa que pudieron un terreno angosto flanqueado de colinas hasta que estas se hallaron lo bastante próximas unas de otras como para formar un desfiladero. En aquel punto hicieron un alto, y durante casi un minuto se limitaron a respirar.

—¿Estás bien? —preguntó Ina—. ¿No te han herido?

Estaba bien. Se lo dijo, y le contó entrecortadamente lo que había comprendido mientras Moon lo amenazaba.

—Antes de subir al vehículo me obligaron a rociarme con un producto que anula los rastros de calor de la superficie del cuerpo… Cuando Moon habló de armas sensibles al calor corporal, decidí arriesgarme… Pensaba protegerte durante la huida, pero al final te expuse a las balas.

—Hiciste lo único que podíamos hacer, Daniel —afirmó Ina con vehemencia—. Al principio dudé de tu decisión. Ahora te lo agradezco.

—Aún tenemos que salir de aquí. ¿Sabes dónde estamos?

—En la antigua zona de Kansai, al oeste de Honshu —dijo Ina—. Ignoro en qué sitio exacto, pero creo que no muy lejos del Color…

Daniel se sentía más tranquilo en la paz de la noche. Alzó la vista y contempló el cielo negro, estampado de infinidad de estrellas.

—Hay quienes aseguran que pueden orientarse por las estre… —comenzó a decir.

Entonces ahogó un grito.

Las estrellas se movían.

No de la manera imperceptible en que lo hacen los astros, sino a simple vista. Cambiaban de lugar continuamente, todas por igual, a una velocidad no muy grande pero incesante: tras cada parpadeo que daba, Daniel advertía que el mapa del cielo era otro. Parecía un inmenso caldo negro con partículas doradas en suspensión yendo de aquí para allí, chocando entre ellas, arremolinándose a kilómetros de altura.

—Son cardúmenes de peces, no estrellas —dijo Ina—. Estamos bajo el mar, no lo olvides. Lo que parece el cielo es una bóveda de cristal presurizado, Daniel. Esto es la Zona Hundida. Ocupa unos treinta mil kilómetros cuadrados de área. Los cristales que la cubren son especiales, y el sistema de ventilación muy sofisticado. La atmósfera en el interior se conserva a la misma presión que en la superficie, pese a que en algunos puntos la profundidad alcanza más de mil metros. Fue una labor colosal, los trabajos de construcción del Acristalamiento duraron más de un siglo…

—¿Por… por qué brillan? —preguntó Daniel con la vista fija en el burbujeo de luces.

—Son fosforescentes debido a la radiación del Color, ¿no lo sabías? —El tono de Ina mostraba asombro ante la pregunta. Entonces sonrió—. Lo siento. Olvidé que nunca habías estado en la Zona Hundida… Los peces en esta región desprenden luz desde hace millones de años debido al Color, Daniel.

—Es… —murmuró él, y olvidó hallar una palabra para proseguir.

—Sí, fascinante —cortó Ina en tono cansino—. Sobre todo para quien lo ve por primera vez. Abrumador, fascinante… y terrible.

—No iba a decir «fascinante». —Daniel bajó la cabeza, confuto—. A mí también me parece terrible: como una inversión de las cosas.

—Una inversión del orden natural —asintió Ina—. Pero el mundo también es esto, Daniel Kean. Lo que llamamos «natural» es únicamente aquello a lo que estamos más habituados. Para los denebianos, lo «natural» es ver peces nadando en el cielo. Vamos, debemos continuar…

—¿Crees que aún nos siguen?

—No son los hombres de Moon lo que más me preocupa. —Ina miraba de un lado a otro, y su tensión era perceptible para Daniel incluso en la penumbra—. Al salir del vehículo lo sentí: hay ritualistas cerca. No voy a mentirte: tú y yo juntos podríamos recibir ahora mismo el Gran Premio a las Presas Denebianas del Año. Somos macho y hembra, jóvenes y saludables; estamos desarmados y desnudos. —Como para acentuar la palabra llevó las manos a los jirones de la túnica y terminó de arrancarla, arrojándola sobre la hierba. Luego se apartó el pelo de la cara. La maleza le llegaba a las rodillas—. Debemos jurar algo: si nos capturan, el que pueda de los dos intentará matar a ambos.

—¿Matar?

Ina asintió, mirándolo.

—Los denebianos no nos matarán. Les somos mucho más útiles con vida. Utilizan a los diseñados del exterior para someterlos a sus rituales, basados en interpretaciones extremas del Quinto Capítulo: nos darán drogas que harán que nuestro cuerpo se vuelva gris y se desprenda a trozos, como dice la Biblia que ocurrió con los cuerpos de la familia en cuya granja cayó el Color. Te aseguro que no es la clase de vida que vas a desear vivir, Daniel, de modo que júrame que me matarás si llega el momento… —Daniel lo hizo, estremecido, y ella juró lo mismo.

Quedaron mirándose en silencio. Para Daniel, de repente, el pacífico bosque que los rodeaba se había llenado de pisadas, sombras y ojos brillantes. Cosas que reptan y se arrastran.

—Bien, sigamos —dijo Ina—. Con suerte, llegaremos al Color en cuanto crucemos estas colinas. A partir de ahí podré guiarte al laboratorio de Kushiro.

Daniel bajó la cabeza. No había perdido la esperanza de salvar a Yun, pero, por mucho que se repetía a sí mismo que Moon solo había intentado provocarlo, se le antojaban cada vez más remotas las posibilidades de hallar a su hija con vida.

Ina no le permitió aferrarse al silencio. Sus palabras tampoco fueron compasivas.

—Es muy probable que no volvamos a ver a las personas que intentamos proteger, Daniel, pero no podemos arriesgarnos a perderlas solo a causa de nuestro desánimo. Si retrocedemos, nos encontraremos con Moon. En caso contrario, quizá tengamos alguna posibilidad de llegar antes que él y salvar a tu hija. Tú mismo lo dijiste: nos hubieran matado, de todas formas.

Daniel asintió, comprendiendo que Ina tenía razón.

Reanudaron la marcha bordeando las colinas hasta llegar a un espeso juncal. Ina propuso atravesarlo para no ser vistos desde el exterior. Al introducirse por él crearon un mundo de crujidos. Las altas plantas apenas se movían con el aire circundante, hacía calor y la humedad del ambiente resultaba pegajosa. El largo pelo de Daniel se enredaba a veces entre los juncos, obligándolo a realizar frecuentes pausas.

—¿De dónde han salido tantas plantas y árboles? —le preguntó a Ina—. Deben de estar diseñados para sobrevivir en un lugar sin la luz del sol…

—Lo están —dijo Ina—. Son diseños genéticos preparados para crecer en estas condiciones. Los ritualistas los plantan para realizar sus ceremonias, y también para alimentarse. Ellos mismos se han diseñado a lo largo de generaciones, y se afirma que algunos han conseguido ver en la oscuridad y respirar solo un par de veces al día. Lo que no han podido diseñar son sus mentes: han enloquecido encerrados aquí dentro, como habitantes de un acuario humano. Sus leyes y conocimientos no son los nuestros, pero son poderosos creyentes del Quinto y Sexto Capítulos.

Daniel se quedó mirándola. Las sombras de los juncos cruzaban el rostro en penumbra de Ina White y sus labios carnosos, entreabiertos.

No sabía cómo decirle lo que estaba pensando: él mismo se sentía aturdido ante lo que recordaba haber experimentado. Cuando habló, lo hizo con lentitud, escogiendo las palabras.

—Ina, no puedo entender cómo Moon lo logró, pero me obligó realmente a hacer lo que me ordenaba… Fue algo muy extraño… Quizá se trató de simple sugestión, pero no podía evitar obedecerle… Era como si mi cuerpo no fuera mío.

—Tu cuerpo no es tuyo —replicó Ina—. Es solo un vestido. Es tan ajeno a ti, y al mismo tiempo tan peligroso, como podrían serlo estos juncos. Así sucede desde que fuimos creados, Daniel. Lo único que de verdad nos pertenece es la conciencia, que es como un faro que iluminara las tinieblas. Ser creyente significa controlar la luz de ese faro de tal manera que podamos hacer cosas con ella, además de iluminar.

Como dando por zanjada la conversación, Ina continuó caminando. Daniel la siguió, pensativo. Un día te despiertas y ves que el mundo no es como creías. ¿Podía Ina tener razón? Sabía que nunca había experimentado nada parecido a lo que había sentido mientras Moon lo miraba. Ni siquiera la humillación sufrida con Mitsuko admitía comparación. En aquel momento había obedecido voluntariamente a la voz que controlaba a Mitsuko para no poner en peligro a su hija; en cambio, lo de Moon había sido como un sueño en plena vigilia, la invasión de su ser más íntimo. ¿Acaso no era buena prueba de que la creencia era cierta, o al menos conseguía muchas de las cosas que el creyente se proponía, como opinaba Héctor Darby? ¿O podía haberse tratado de pura y simple sugestión? Aún dudaba.

Más allá del juncal el terreno ascendía hacia la cima de una colina. Ina propuso subir hasta ella. Cuando por fin llegaron, Daniel se dio cuenta de que se hallaban en un sitio lo bastante elevado para gozar de una amplia panorámica.

Ambos contemplaron el espectáculo, estupefactos.

La colina descendía hacia un valle estrecho en el que se alzaban extrañas casas de tejados ondulados. Ina las llamó «pagodas» y explicó que eran templos abandonados de remota antigüedad. Más allá, detrás de nuevas colinas, flotaba una niebla resplandeciente de un tono entre violeta, verde y azul, que abarcaba toda la curvatura del cielo de cristal.

—El Color —dijo Ina.

Pero lo que en aquel momento dejó a Daniel sin palabras fue lo que se movía sobre las altas lomas que formaban el horizonte.

Lentas, majestuosas, las criaturas avanzaban proyectando su resplandor fosforescente sobre las pagodas como zepelines de luz. Cuando se acercaron, Daniel reprimió un grito al ver sus colosales cabezas, sus anatomías como grandes mansiones embrujadas, el albor de sus panzas con las que, por un momento, empedraron la bóveda acristalada por encima de ellos.

—Cachalotes —dijo Ina en tono reverencial—. Una manada. Suelen descender a más de mil metros para capturar presas. Los más pequeños son crías. Dicen que es de mal agüero ver cachalotes en el cielo.

Daniel estaba dispuesto a creerlo: un sudor frío lo bañaba al paso de aquellos monstruos de silencio, nubes sólidas de tormenta que se desplazaban entre destellos de tonalidad violeta y remotos crujidos.

—Van a quebrar el cristal… —susurró, espantado.

—No —dijo Ina—. Ni siquiera lo rozan. Lo que oyes es su voz. Se comunican con ecos. Al reverberar en las placas de cristal, producen sonidos como de golpes o…

Daniel ni siquiera fue consciente de que Ina se había interrumpido. Torcía el cuello alzando la cabeza hasta el límite, abrumado por aquel desfile. Una parte de él recordó casi de forma exultante que, en otros tiempos (quizá mejores, quizá tan solo distintos), el Gran Tren le había parecido el espectáculo más colosal que podía contemplarse. Pero frente a aquel despliegue cegador de pura naturaleza apenas se le ocurría otra cosa que mirar, seguirlos hasta el fin con la mirada como un niño seguiría las evoluciones de una deslumbrante cometa…

—Daniel…

… seguirlos para siempre, hasta el destino último. Hasta el lugar donde Yun y Bijou lo esperaban…

Bajó la vista, parpadeante, cuando sintió que Ina lo cogía del brazo.

—¡Daniel, corre todo lo que puedas!

Entonces vio las sombras.