Cuarto
Lo primero que Daniel Kean vio en Japón fue un suicidio.
Acababa de bajar del vehículo aéreo y soportaba, junto a Darby y la muchacha, una cola lenta e interminable en el gigantesco aeropuerto, cuando de repente se fijó en que, un centenar de metros delante de él, en una sala vertiginosa, cilíndrica, abierta en la cima, alguien arrojaba un objeto por la baranda de una escalera. Luego le pareció que el objeto había caído solo y extendía brazos y piernas en el aire. Se oyeron gritos, hubo una oleada de confusión.
—Es solo un suicidio —dijo Darby, cogiéndolo del brazo—. No llames la atención haciendo aspavientos, Daniel Kean. En este país la gente se precipita desde los sitios altos por muchas causas, casi todas religiosas. Los suicidios son más frecuentes en primavera que en invierno, pero siempre se ve alguno que otro en cualquier época del año. Esto no es el Norte, es el Este: las cosas que creerías terribles en el lugar del que procedes aquí son simples rituales o formas de concebir el mundo. Pero lo importante es que no destaques. Vas anunciándote por todas partes.
—¿Por qué?
Darby enarcó las cejas.
—Tienes cara de no haber salido de Dortmund en toda tu vida, muchachito. Si a eso le unimos la expresión de pánico que ahora mismo estás poniendo, bien… Constituyes un objeto muy atractivo para que otros quieran hacer muchas cosas contigo, ninguna de ellas del todo agradable para ti. En Japón es vital pasar inadvertido.
Ciertamente, pensó Daniel mientras se arreglaba su túnica rosada y echaba tras los hombros la larga trenza en la que había anudado su cabello, nadie podía reprocharle sentirse angustiado. Había pasado más de diez horas en el interior del vehículo aéreo, la mayor parte de ellas llorando en silencio al acordarse de Bijou o de Yun, las restantes oyendo las explicaciones de Darby o durmiendo y despertando en medio de estremecedoras pesadillas. Y ahora estaba allí, en aquel vasto y extraño lugar donde la gente se arrojaba de cabeza a la multitud por culpa de sus creencias religiosas, tan distinto del confortable mundo del Norte.
Las mismas creencias que, si Darby tenía razón, habían logrado depositar aquella clave en su interior.
Durante el viaje a Japón, Darby había sacado su pequeño scriptorium de bolsillo y le había mostrado una imagen: la de un hombre biológico como él, pero de facciones orientales, pelo ralo y blanco y espesas cejas; su expresión era un inefable misterio encerrado en una afable sonrisa.
—Estás viendo al sabio japonés Katsura Kushiro —explicó Darby—, el hombre que ha introducido el mensaje dentro de ti. Cuando falleció, hace unos treinta años, estaba considerado como uno de los más extraordinarios creyentes que han existido, experto en varios Capítulos, entre ellos el temido Cuarto, que habla de Dios, y el Undécimo, el del Tiempo. Lo curioso es que Kushiro nunca se interesó por la Llave: más bien fue la Llave la que se interesó por él. Sucedió que, hurgando en viejísimos textos, encontró un dato censurado en las versiones más antiguas del Cuarto: las coordenadas del lugar donde, supuestamente, Dios habita bajo las aguas… No pongas esa cara: es cierto que nadie ha probado que exista realmente un ser todopoderoso viviendo en las profundidades del océano, pero tampoco se ha demostrado lo contrario. La mayor parte de las exploraciones submarinas han fracasado… Supongo que Dios nos atemoriza demasiado como para intentar encontrarlo. Pero Kushiro obtuvo una pista y viajó a Nueva Zelanda acompañado de científicos y creyentes de confianza para cerciorarse de que era correcta.
—¿Por qué allí?
—Nueva Zelanda es la tierra de Dios. Sus ciudades se mencionan en el Cuarto. Los polinesios, además, son Su Pueblo elegido. Y es el país más próximo a las coordenadas que descubrió. En Nueva Zelanda realizó otro hallazgo increíble, ignoramos dónde exactamente, ya que tanto sus discípulos como él lo mantuvieron en estricto secreto. Y, al cabo de más de un año de ausencia, regresó… solo.
—¿Qué ocurrió con el resto? —Daniel estaba más interesado en la historia de lo que había pensado en un principio.
Darby se encogió de hombros.
—Al parecer, solo sobrevivió Kushiro, que en los pocos textos que escribió a partir de entonces nunca hizo mención a lo que habían descubierto en Nueva Zelanda. Murió poco después, sin revelar nada más. —Darby manipuló su scriptorium y la imagen de Kushiro dio paso a la de una mujer de cabello rojizo. Llevaba una pieza negra brillante en forma de abrigo abierta en los pechos y botas negras de lazos hasta los muslos. Se adornaba con un collar de acero. Sus facciones eran orientales, pero existía algo en ellas, y en la apariencia carnal de su cuerpo, que a Daniel le hizo saber que era biológica—. Su hija, Mitsuko, creyente del Cuarto, tenía solo diez años cuando Kushiro murió. Su padre le confesó, cuando agonizaba, que lo que habían encontrado en Nueva Zelanda tenía relación con la Llave del Abismo, pero la instó a que nunca se mezclara en su búsqueda, pues le traería nefastas consecuencias. También le dijo que había trazado planes para que, años después de su muerte, una persona, en un lugar remoto, recibiera una clave de labios de otra y, usándola adecuadamente, lograra entrar en su laboratorio de Japón y encontrara algo que había guardado allí, relacionado con su descubrimiento. Le ofreció los datos de la revelación: el día, la hora y el tren de Hamburgo donde tendría lugar… Tras su muerte, Mitsuko guardó en secreto esos datos. Pero hace un par de años, de improviso, mis amigos y yo logramos averiguarlos. Al parecer, Mitsuko quebrantó la promesa hecha a su padre y reveló los datos a sus alumnos de confianza… Después, Mitsuko y sus discípulos desaparecieron.
—¿Desaparecieron?
—Así es. Ignoramos su paradero. Quién sabe, quizá sean ellos nuestros enemigos. —Apagó la imagen y miró a Daniel—. Esta noche lo averiguaremos.
El hotel se llamaba Imperial 58, lo cual hacía suponer que existían por lo menos otros cincuenta y siete con ese nombre, y estaba en el distrito de Hibiya. El edificio mostraba un drástico vacío que permitía, por uno de los lados, vislumbrar el interior de las habitaciones, como si hubiese sido cortado limpiamente con un hacha. Daniel ya estaba acostumbrado a eso. Habían viajado desde el aeropuerto a Tokio en un tren que no se parecía en nada al Gran Tren: su interior era, al mismo tiempo, un salón con velas encendidas y una gran cama redonda.
—En Japón todo es dos cosas a la vez —le explicó Darby—. Nada es una sola por completo. Llevan ese hábito a su arquitectura, su tecnología… incluso a su educación: existe la figura del profesor hon mie, como lo denominan en el antiguo idioma del país, que se encarga de separar conceptos para que los alumnos no perciban el conjunto. Creen que todo lo que se une es peligroso, o, cuando menos, indeseable. El símbolo de la cadena, formada por pequeños eslabones, que una vez completa sirve para atar o encerrar, es una metáfora japonesa de la concepción del mundo. Viene a decir: si integras, te encadenas a ti mismo. Lo han sacado de la Biblia: «Nunca añadiré voluntariamente un eslabón a tan odiosa cadena». ¿Recuerdas el Capítulo Cuarto? —Y recitó—: «Lo más misericordioso de este mundo… es la incapacidad de la mente humana para relacionar todo cuanto contiene. Vivimos en una plácida isla de ignorancia…», etcétera. Los japoneses consideran que Japón es la «plácida isla de ignorancia», y resulta «misericordioso» no relacionar los conceptos entre si. Kushiro, en su texto de interpretación al Cuarto, cuenta una fabula: un discípulo aprendió los ruidos de un bosque, luego las plantas de un bosque, luego las fieras del bosque, y entonces quiso saber lo que era un bosque, unió todo lo que había aprendido y el bosque lo devoró.
Darby hablaba mientras ascendían sobre la plataforma del hotel, entre paredes manchadas de arterias de humedad. En ese momento sacó su reloj de bolsillo.
—Son casi las siete. Tenemos el tiempo justo para cenar y explicarte la situación antes de que acudas a tu cita de las nueve. Nuestros amigos nos están esperando en una suite. Algunos tienen casa en Tokio, pero hemos preferido reunimos en un hotel. Confío en que te encuentres a gusto con ellos.
Una suave melodía de flautas sonaba a partir del piso doscientos. Había música y silencio, que podían ser diferenciados uno de otro aunque sonaran simultáneamente. Daniel no veía puerta alguna, pero en ese instante una abertura dejó paso al interior de un salón. Solo se detuvieron para descalzarse en un cuadrado que Darby llamó «doma». Las puertas no eran del todo puertas, sino puertas que a la vez eran paredes, o paredes que a la vez eran entradas, situadas bajo dinteles de madera. El suelo, en aquella inefable dualidad, era suelo y pedestal, asiento y adorno, subía y bajaba por todo el salón, o se horadaba en imprevistos agujeros, que aturdían a Daniel y le hacían vigilar dónde pisaba. Así, hasta llegar a un lugar despejado, alfombrado por tatamis, donde había varias personas cenando.
La noche removía las hojas de papel que cubrían la enorme abertura hacia el exterior, ya que en aquel punto era donde el edificio dejaba de ser edificio y toda la pared que daba a la calle había sido sustituida por simples láminas colgantes del mismo material que las puertas. A pesar de que la mayoría de los comensales se encomiaban desnudos o casi desnudos, eran cuerpos diseñados y no sentían el frío nocturno. Solo Darby se frotaba los brazos de vez en cuando, arrebujado en su túnica.
Al ver a Daniel, todos se levantaron y uno de ellos esbozó una sonrisa.
—Bienvenido, Daniel Kean. Te esperábamos.
Empezaba a hartarse del escrutinio al que lo sometían. Vestido solo con las calzas rosadas y un largo collar, después de que, tras darle la bienvenida, le pidieran que se quitara la túnica aduciendo que en Japón la desnudez era mucho más común que en el Norte, e incluso una muestra de respeto («Piensan que la ropa es integrar el cuerpo, y por eso la rechazan»), Daniel se sentía un objeto al que los amigos de Darby evaluaban para saber si merecía la pena de adquirir. Intentaba mostrarse natural, pero con varios pares de ojos clavados en su blanca y delgada anatomía eso resultaba difícil. Más aún cuando comprobó que los cuerpos que lo rodeaban eran como el de la muchacha ciega: deslumbrantes, poderosos, con un aura de fuerza como solo los grandes creyentes pueden desprender.
—Comprendemos tu dolor y extrañeza, mi querido Daniel —dijo Meldon Rowen, uno de los congregados—. Ayer, tu vida era la de cualquier joven común del Norte, hoy estás en Japón, con un grupo de gente rara, esperando para entrevistarte con esos canallas. No obstante, debo asegurarte que aquí te encuentras entre amigos. Cenemos y hablemos tranquilamente, mientras haya tiempo.
La joven camarera que repartía el licor rellenó su taza. El camarero, vestido, como ella, a la usanza que ya Daniel denominaba «japonesa» (nada más que adornos y pinturas), y cuyas trenzas colgaban hasta sus piernas, se arrodilló, besó el suelo y le ofreció, entre los dientes, una fruta roja como la sangre. Rowen le recomendó que la probara.
—Se llama shinzo —explicó—, que significa «corazón» en antiguo idioma japonés. Debe tomarse con la mano de la boca de quien te la ofrece y arrojarla al licor. Es un ritual previo a la comida en honor de la parte más importante del cuerpo, el corazón, lo cual está inspirado, de nuevo, en el Cuarto: «Una oscura lesión del corazón» causa la muerte de dos personajes…
Daniel capturó la fruta con dedos temblorosos y la dejó caer en la taza de licor. El camarero aguardó de rodillas, muy erguido, las puntas de las trenzas como pinceles caligráficos en vertical sobre el tatami, a que Daniel lo probara. Cuando Daniel hubo bebido un sorbo (la fruta no le supo a nada), el camarero gateó hacia el siguiente invitado con otro shinzo en la boca. Su compañera, mientras tanto, había empezado a dejar sobre la mesa los cuencos de comida, donde destellaban pequeñas cosas indescifrables de colores asombrosos. A Daniel le pareció como si comiera joyas.
—Estoy de acuerdo con que el corazón sea la víscera más importante —intervino de repente un hombre a quien Rowen llamaba «doctor Schaumann»—, pero la negativa de la ciencia moderna a no estudiar ni prevenir las enfermedades del corazón solo por motivos religiosos referidos al Cuarto Capítulo es absurdo.
—Nuestra época se caracteriza por gobiernos que niegan ser religiosos pero que no se atreven a abandonar las supersticiones —definió Héctor Darby—. Nos atemoriza admitir que no creemos en nada.
—Olvidáis que la creencia es la verdad —alzó la voz tajante un joven hermoso de largo pelo rizado, ojos achinados y esbelta figura cargada de joyas y tatuajes—. Yo más bien diría que hasta incrédulos como tú, Héctor, o como Brent Schaumann, terminan aceptando la existencia del mundo tal como es.
—No hablamos del mundo «tal como es», Yil —replicó Schaumann—, hablamos de poner barreras al desarrollo de la ciencia a causa de ciertas frases ambiguas en los textos de Nuestro Libro…
—No hay nada ambiguo en morir del corazón, que debe ser la muerte natural de los seres, Brent.
—¿Por qué «natural»? ¿Solo porque esa es la explicación ofrecida en el Cuarto?
La discusión, que Daniel apenas escuchaba, se prolongó mientras los camareros terminaban de servir. Cuando se retiraron, Meldon Rowen volvió a tomar la palabra.
—Héctor Darby te ha explicado ya todo lo concerniente a esa revelación. Ahora me gustaría hablarte de nosotros…
Hizo una pausa. A Daniel le parecía evidente que Rowen había sido diseñado a capricho por unos padres ricos. Cada centímetro de su figura había recibido la bendición de la genética y el dinero a partes iguales: desde su lustrosa cabellera negra como la antracita hasta el bronceado cobrizo de la piel o el brillo de uñas y ojos, todo en aquel ser humano se le antojaba a Daniel perfecto. Vestía una doble pieza negra de tirantes ajustada a su torso y cintura, y su voz bien modulada resultaba tranquilizadora.
—¿Quiénes somos?, te preguntarás —prosiguió Rowen—. Bien, digamos que un grupo de amigos. Procedemos de lugares muy distintos, pero nos unen intereses comunes. —Miró a Darby—. Héctor y yo, por ejemplo, nos conocemos desde hace mucho tiempo: a él le apasionan los libros y a mí regalárselos. —Darby protestó, sonriendo—. O dicho de otra forma: él tiene inteligencia y yo dinero. Esa es una razón tan buena como cualquier otra para mantener una larga amistad…
—Meldon es el heredero de un importante imperio tecnológico —intervino Darby—, pero prefiere el camino difícil y le tienta todo aquello que constituye una aventura. Gracias a él estamos aquí.
—Y gracias a Héctor sabemos por qué estamos aquí —dijo Rowen, y hubo risas.
Daniel intentó sonreír para mostrar cortesía, pero apenas podía concentrarse en lo que decían. Ni siquiera tenía apetito. Permanecía sentado en el suelo volviendo la cabeza a uno y a otro, sintiéndose lejos de todos.
—En cuanto a los demás… —Rowen señaló a una mujer junto a él, desnuda y sin adornos, cuyo lacio y ondeado pelo carbón, piel casi negra y abrumadora belleza denotaban también un diseño específico—. Anjali Sen es de origen indio, creyente profunda del Duodécimo Capítulo, célebre maestra y gran amiga… La pasión y profundidad de las creencias de Anjali me ha hecho creer a mí también, Daniel. El doctor Brent Schaumann es nuestro científico… —Rowen hizo un gesto hacia el hombre de cabello lacio sentado en el extremo opuesto, cubierto con una pieza rosada, de largas y bonitas piernas y encantadora sonrisa—. Es biólogo y experto en el Quinto Capítulo, aunque no exactamente un creyente…
—Conozco demasiado la Biblia como para creer en ella —intervino Schaumann con aparente seriedad.
Daniel ya se había percatado de que Schaumann era serio solo cuando pretendía hacer reír.
—Brent es un gran sabio —dijo Darby—, además de uno de mis mejores amigos.
—Siempre te pones sentimental con el shinzo, Héctor —susurró Schaumann.
Rowen se volvió hacia el joven moreno de ojos achinados a quien Schaumann había llamado «Yil». Era el que peor caía a Daniel, y el sentimiento parecía recíproco, a juzgar por las cansinas y despectivas miradas que el joven le dedicaba. De larga cabellera castaña rizada, el joven tenía un aire exótico, aunque no parecía oriental sino de alguna raza del Sur. Se agazapaba en el suelo vestido solo con ajorcas, brazaletes y otros adornos de metal labrado. De su cuello colgaba una serpiente de plata con otra cabeza en lugar de cola.
—La parte más dinámica del grupo la aporta Jeremy Yin Lane —dijo Rowen—, alias Yilane, creyente profundo del Décimo. Es discípulo de Anjali en Bombay e hijo del muy llorado, y gran creyente del Treceavo, Ezra Obed Lane.
—¿Por qué la parte «dinámica»? —repuso Yilane sin sonreír—. No tengo nada de dinámico.
—Lo que ocurre con Yilane —dijo la oscura y hermosa Anjali Sen— es que no quiere ser nada que los demás digan de él. Le gusta resultar indefinible.
—Irreducible —matizó Yilane.
—¿Ves?
Por primera vez Daniel vio reír abiertamente a Yilane. Era como si la india tuviera la virtud de entresacar las mejores emociones de los demás. A Daniel le pareció que Anjali tampoco le resultaba indiferente al joven Yilane.
Rowen hizo cesar las carcajadas gesticulando hacia la muchacha ciega.
—Por último, a Maya Müller ya la conoces. Es creyente del Segundo y gran amiga de Héctor Darby. Como ves, formamos un grupo muy heterogéneo. Unos somos amigos de otros, pero lo que de verdad nos ha unido es la búsqueda de la Llave del Abismo. Fue el padre de Yilane, Ezra Obed, quien se enteró de la revelación de Kushiro hace dos años, frecuentando los círculos religiosos de Alemania. Ezra, por desgracia, se hallaba ya muy enfermo del corazón, pero lo comentó con su hijo antes de fallecer, y a través de Yilane lo supimos todos. —Rowen sonrió—. Hemos estado dos años esperando este acontecimiento, Daniel. Ignorábamos que tú serías el messenja, pero…
—¿El messenja? —inquirió Daniel.
—Es la palabra en viejo idioma japonés que designa al portador de un mensaje. No te conocíamos, pero nos alegramos mucho de que estés aquí… aunque sea… en estas tristes circunstancias…
Rowen hizo una pausa. Todos parecían esperar a que Daniel hablara.
—Bien… —murmuró Daniel—. Ya sabía que buscabais algo muy importante…
Yilane lo interrumpió con sequedad, echando todo el largo y desordenado pelo castaño hacia atrás con una sacudida de la cabeza que produjo un campanilleo de sus pendientes. El pelo azotó su espalda y regresó poco a poco, insumiso, hacia su rostro.
—No creo que un empleado de tren tenga ni la menor idea de lo importante que es lo que buscamos —dijo.
Por un instante hubo un hondo silencio. Anjali Sen volvió su rostro de pómulos altos y largas pestañas hacia el joven.
—Jeremy Yin… —murmuró con tono de reproche.
Daniel no quería irritar al creyente ni aumentar la tensión. Se esforzó en sonreír.
—Tienes razón —dijo—. No soy creyente, y no entiendo bien la importancia de esa… Llave… Pero comprendo lo útil que soy para vosotros… También comprendo que me utilicéis. Pensáis que alguien ha puesto una información en mi interior, y queréis conocerla. Desde luego, si recobrar a mi hija dependiera de lo que otra persona supiera, yo utilizaría a esa persona de la misma forma… —Hizo una pausa. Se había deshecho la trenza y su pelo rubio con el mechón oscuro en la coronilla caía por sus hombros. Mantenía las piernas flexionadas, una rodilla en alto, la otra en el suelo. Su figura grácil parecía mínima, como su suave tono de voz, pero en sus palabras había fuerza—. En cierto modo, yo también busco algo importante. Mi esposa y mi hija eran lo más importante del mundo para mí. Hoy solo me queda mi hija… —Elevó los ojos y los miró. La música cesó, respetando el breve silencio—. Ayudadme a recuperarla y os prometo que haré todo lo que pueda por ayudaros.
Una parte de él, al acabar aquella especie de discurso, se sintió ridícula. ¿Acaso el licor, con su extraña fruta roja tan parecida a un corazón, lo había confundido hasta ese punto? ¿Qué les importaba a ellos lo que él estuviera sufriendo? ¿Y cómo iba a poder negarse a ayudarlos, si se encontraba en sus manos? Sintió que se ruborizaba de humillación por confesarse así ante individuos que lo observaban con tanta frialdad.
Pero comprobó que se equivocaba: en la mayoría de las expresiones advirtió distintas tonalidades de emoción.
Meldon Rowen dejó la taza en la mesa y, con ella, un aliento largamente retenido. Bajó los ojos mientras hablaba. El borde de sus párpados formaba dos curvas negras bajo la oscuridad de su pelo.
—Daniel, para nosotros, lo que te ha ocurrido ha representado una sorpresa terrible, casi incomprensible… Hace dos días pensábamos que la cena de hoy sería una especie de celebración. A fin de cuentas, esta medianoche vas a revelar el mensaje de Katsura Kushiro al mundo, el secreto para obtener la Llave del Abismo. Era lo que más deseábamos, el fin de una larga búsqueda. Cuando Héctor nos avisó de que se había producido la esperada revelación en ese tren alemán, nuestro entusiasmo fue desbordante… Pero todo ha tomado un rumbo diferente. Por desgracia, ya sabes que hay otro grupo que conocía los mismos detalles, y que actuó antes que nosotros, y de una manera brutal. Nosotros nunca te hubiésemos hecho daño… —Se despejó el pelo del rostro y alzó la mirada hacia Daniel. Sus ojos verdes estaban húmedos—. Creo que ya es hora de llevarte a la Vieja Torre, Daniel. Desde allí, ellos te obligarán a acompañarlos al lugar de la revelación. Cuando la revelación se produzca esta medianoche, trataremos de salvaros a tu hija y a ti y eliminar a nuestros competidores… Sin embargo, no quiero engañarte…
Rowen hizo una pausa y lanzó una fugaz mirada a los demás, que fijaban la vista en la mesa. Luego prosiguió, siempre con su magnético tono de voz:
—No sabemos a quiénes nos enfrentamos, pero sospechamos que son muy poderosos. Ese tal Moon no era agente de Seguridad, sino un creyente profundo del Segundo, igual que Maya. Y sin duda habrá otros más poderosos que él. —Tras un hondo silencio, añadió—: Intentaremos hacer todo lo posible, Daniel, pero lo que nos aguarda esta noche será muy difícil. Para todos.
El ambiente era salvaje. Los golpes de los enormes odaikos electrónicos, tambores con el diámetro de una plaza de aldea, producían un efecto demoledor. A ellos se unían los chillidos de los bailarines, que seguían la costumbre japonesa religiosa, inspirada en el Cuarto, de danzar imitando gritos de animales. Sentado en una butaca junto a un candelabro y vestido con un breve sayal negro estampado con la imagen móvil de unas llamas, Moon pensó que no podía haber encontrado mejor club nomiya para beber sake caliente y distraerse. No se quejaba del exceso: Tokio y su locura le gustaban.
El local se hallaba en las ruinas del Viejo Roppongi y sus dueños eran escultores sagrados de figuras de arcilla. Se decía que sus paredes y techo estaban forrados de piel humana, pero Moon no lo creía. Más bien parecía pergamino, puede que algún tipo de cuero. Como era tradicional, no se trataba de un «local-del-todo», y una de sus paredes había desaparecido uniéndose a un pequeño edificio de casas particulares cuya respectiva pared también había sido suprimida, de modo que era posible observar la vida privada de los vecinos del inmueble, e incluso intervenir en ella accediendo a cada habitación mediante unas escaleras. Los vecinos no tenían derecho alguno: eran simples subalternos. Aunque unos amortiguadores de ruido atenuaban el estrépito del local en el interior de sus casas, se veían invadidos con frecuencia, a cualquier hora del día o de la noche, estuviesen comiendo, durmiendo o bañándose, por gente borracha. Podían ser golpeados, usados carnalmente o asesinados. Y siempre había nuevos candidatos para ocupar la casa de una familia eliminada.
A Moon le gustaba espiar a los inquilinos: veía a un muchacho en la blancura de un baño, veía los rituales amorosos de una pareja en el lecho, veía a un niño de unos siete años que apagaba la luz de su cuarto azul e intentaba dormir.
Aquel niño, un bulto diminuto en su pequeña cama, le hizo pensar en la niña de Kean. Consultó la hora en el reloj de un pedestal: quedaban casi treinta minutos para que Daniel Kean llegara a la Vieja Torre. Pero él aún tenía que recibir instrucciones. La Rubia se estaba retrasando.
No se llama la Rubia sino Turmaline. Recuérdalo. No le gusta que la llamen la Rubia sino Turmaline.
Bebió otro sorbo de sake y al alzar los ojos de nuevo la vio.
Turmaline le hacía señas con los brazos desde la habitación azul del niño en el edificio de vecinos. Moon se puso en pie de inmediato, se ajustó un tirante de su túnica de llamas y se desplazó entre el sudor perfumado de los cuerpos que bailaban en dirección a las escaleras que conducían al edificio.
Cuando pasó al interior de la habitación, los amortiguadores de ruido hicieron desaparecer el estruendo. Moon miró hacia la cama y vio al niño. Era un niño japonés, de lacio pelo negro. Estaba desnudo, tenía los ojos vidriosos y adoptaba una extraña posición sobre las sábanas deshechas. Moon se fijó en que Turmaline le había roto el cuello.
—Qué incendiado estás, Moon… —Lo saludó Turmaline señalándole los adornos móviles de su pieza—. ¿Te calientan mucho estos sitios de degeneración japonesa?
Moon no respondió. No era saludable mostrarse molesto por las provocaciones de la Rubia. En vez de eso, se limitó a pasar la mano por su vestido negro haciendo desaparecer la imagen de las llamas.
La Rubia se sentaba en el diván del dormitorio, junto a un gran oso de peluche. Tenía el cabello sujeto en un moño tan abultado que parecía otra pequeña cabeza brotando de su coronilla. Era la primera vez que Moon trabajaba con Turmaline, pero ya la conocía lo suficiente para saber que la llamaban la Rubia porque su pelo era su seña de identidad: consistía en un injerto de afilados metales de aleación bañados en oro. Cubría toda su espalda y pesaba tanto que, en otra cabeza que no fuera la de ella, hubiese hecho que el cuello se doblase y las vértebras reventaran. Uno solo de sus cabellos podía hacer rico a un hombre. La Rubia los usaba para matar.
Por lo demás, vestía como siempre, con elegancia: en aquella ocasión, mallas de red marfil, collar turquesa y sandalias negras. Los pechos tenían los pezones pintados en distintas tonalidades de azul.
—¿Cómo está la niña? —preguntó Turmaline.
—Mucho mejor que este chico, por lo que veo —dijo Moon.
—Contesta.
—Como me dijisteis que tenía que estar.
—Quiero oír «bien», «mal», «ilesa» o «dañada», Moon.
—Bien. Ilesa. Mis chicos la tienen en la ciudad.
—Hay cambio de órdenes —dijo la Rubia.
Moon escuchó con creciente frustración.
—¡Es absurdo! —protestó—. ¡Yo pensaba que Kean…! ¡Tenía planes con él, el tipo para el que trabajas me prometió…!
—El Amo —puntualizó la Rubia—. Lo de esta noche es muy grande, más de lo que puedas imaginar. El Amo quiere asegurarse de que saldrá bien.
—¡Y saldrá bien gracias a mí! —Moon tragó saliva. De alguna manera seguía sintiéndose fuerte. Ahora que Elsevier Olsen había sido eliminado, toda la operación dependía de él, y lo sabía—. ¡Tu Amo me necesita! ¡Si yo no hubiese estado en Alemania, ese estúpido de Olsen ni siquiera habría podido capturar a la niña! Soy una pieza importante, no una más del engranaje…
—Ya no —dijo Turmaline—. Tú y yo somos ahora piezas pequeñas.
—¿A qué te refieres?
—El Amo ha contratado a otro. Alguien decisivo. Lo llaman la Verdad.
Turmaline lo miraba con fijeza.
—He oído hablar de ella, pero es pura leyenda —se burló Moon, aunque la seriedad de Turmaline le atemorizaba—. Ha querido asustarte…
—Es posible —concedió la Rubia—. Pero si es así, lo ha conseguido. —Se puso en pie. De dos zancadas cubrió el trayecto hacia la escalera—. Limítate a hacer lo que te he dicho.
—Eres una necia. ¿Acaso piensas que la Verdad, si es que existe tal sujeto, va a venir a Tokio solo porque el Amo lo llame?
—No, no va a venir —dijo la Rubia—. Ya está en Tokio.
Cuando Moon parpadeó, cayó en la cuenta de que se hallaba solo en un dormitorio azul, junto al cadáver de un niño.
—No discutas con ellos —aconsejó Maya—. No te servirá de nada.
Le entregó una toalla. Daniel, sentado al borde de la bañera, la cogió y se secó el cabello. El baño, amplio, de paredes de mármol, espejos nítidos y apliques dorados, se desplazaba a unos cincuenta kilómetros por hora y el agua que aún llenaba la bañera oscilaba con los balanceos del vehículo.
—Haz todo lo que te ordenen. —Maya se retrepó ágilmente en la repisa, apoyando la nuca en el espejo: Daniel contemplaba a su gemela en el reflejo, adosada a ella por la cabeza y el tronco—. Todo. Oponerte no es una opción mientras tengan a tu hija. Pero recuerda que no le harán daño antes de que se produzca la revelación. La necesitan como cebo para atraerte.
—¿Qué les digo si me preguntan por vosotros?
—La verdad: que hemos venido contigo a Japón y que también deseamos saber lo que vas a revelar. De todas formas, no podemos engañarles.
—Pero ellos creen que colaboro con vosotros…
—Que lo crean. —Maya se encogió de hombros—. Van a hacer lo que pensaban, sea como fuera. Solo les interesa la revelación. A partir de ahí, ya no les importarás.
—¿Y qué ocurrirá entonces?
—Llegará nuestro turno. Intentaremos eliminarlos y salvar a tu hija. —La muchacha ciega flexionó las rodillas, agazapada en la repisa—. Ya sé cómo suena lo que acabo de decir, pero no tienes otra opción que creernos.
El agua de la bañera desapareció en un remolino por el desagüe produciendo un suave gorgoteo. Simultáneamente, el vehículo frenó. El amplio baño de mármol y el vehículo formaban un todo dividido en dos partes, al estilo japonés, sin fusionarse en una sola cosa. En la zona del vehículo se hallaban Yilane y el doctor Schaumann. Solo tenían contacto con Maya y Daniel, que se encontraban en el baño, a través de una pantalla instalada en una esquina.
El vehículo-baño viajaba con lentitud de pez grande por las calles, seguido de cerca por el vehículo europeo de Meldon Rowen, en el que también iban Darby y Anjali. Como Daniel debía vestirse con una ropa especial, Maya le había propuesto tomar un baño durante el trayecto. «Servirá para relajarte», le había dicho. Daniel había chapoteado en espuma perfumada mientras Tokio se deslizaba entre sombras por el techo. Bañarse en aquel recinto lujoso y móvil hubiese parecido a Daniel, en otras circunstancias, una experiencia apetecible.
—Hemos venido por el Jardín Imperial para no introducirnos en los vericuetos cercanos al río Sumida, donde está la sagrada zona portuaria —le explicó la muchacha—. Después de los escultores y poetas, los clanes de marineros son los más sagrados de Japón, porque se mencionan en el Cuarto. A veces, para distinguirse unos de otros, los miembros de un clan se deforman físicamente con operaciones quirúrgicas, o diseñan embriones en sus propios laboratorios. Japón es la tierra de las mezclas.
—Pues la gente parece muy normal —dijo Daniel asomado a un círculo que él mismo había despejado en el vaho de la ventana.
—La gente es normal en todas partes —dijo Maya Müller—. La diferencia es que, en Japón, la gente, siendo normal, es consciente de que hay algo en ellos que no lo es. Piensan siempre con esa dualidad. Para ellos, nada es todo del todo. Un ser humano también es un animal. Un soldado es, al mismo tiempo, valeroso y cobarde. Un individuo común esconde un héroe.
—Yo no escondo ningún héroe —dijo Daniel en tono amargo.
—Tú no eres un individuo común —fue la extraña respuesta de ella.
Daniel no pudo meditar en esas palabras, porque en la pantalla apareció el rostro sonriente de Yilane.
—Maya: dile a tu compañero de baño que se vista de una vez. Llegaremos dentro de cinco minutos.
—Por suerte no todos parecéis odiarme tanto como él —comentó Daniel cuando la pantalla volvió a apagarse.
La muchacha se agachaba para sacar unas piezas de vestuario de una bolsa. Sus manos se movían de manera exacta, como si poseyeran visión propia.
—Yilane no te odia. Es un creyente joven y apasionado, y esperaba que la revelación de Kushiro sonara poco menos que desde la boca de un dios y no de un empleado de tren. Todavía no tiene edad para comprender que la puerta hacia la inmensidad puede ser muy pequeña. —Le entregó la ropa que sostenía—. Te pondrás esto: son dos piezas térmicas. Si las mantienes un tiempo sobre tu piel, no importará que te obliguen a quitártelas luego, porque el calor se transmitirá a las zonas de tu cuerpo que hayan estado en contacto con ellas y eso permitirá al doctor Schaumann seguirte la pista donde quiera que estés. No escucharemos lo que te digan, pero sabremos en todo momento dónde te encuentras.
—¿Esperas que me lleven muy lejos?
—La cita de la Torre es solo para separarte de nosotros. Te llevarán al laboratorio de Kushiro, en la Zona Hundida. Allí obtendrán tu mensaje.
—¿La Zona Hundida? —Daniel se estremeció—. Pero es peligroso entrar en ella…
—A ellos les interesa más que a nadie que llegues sano y salvo —replicó escuetamente Maya y sacó de un armario un cinturón con un par de fundas con sus correspondientes armas de fuego que colocó sobre la repisa.
Daniel empezó a vestirse: eran dos fajines de color rojo naranja, cálidos al tacto, de bordes que se cerraban solo con tocarse y cuya anchura podía regularse a voluntad. Se puso uno en el torso y otro en la cintura. Las piezas se adaptaron muy bien a su esbelto cuerpo, y de inmediato se sintió confortable con ellas.
Tenía miedo, un miedo puro, superior al habitual. Ni siquiera lo relacionaba con el temor a lo que pudiera ocurrirle a Yun. Era algo hondo, casi físico, como una araña de hielo que avanzara por su espalda. Cerró los ojos intentando serenarse. Luego miró a la muchacha por encima del hombro.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo.
—Claro.
—¿Por qué estás metida en esto? ¿Por encontrar esa… Llave?
Maya, que introducía un afilado cuchillo en la funda de una de las botas, se detuvo. Sus ojos cerrados aletearon.
—Sí. Yo creo en ella.
—¿Y por eso te uniste al grupo?
—Conozco a Héctor Darby desde mucho antes que a los demás. Le debo la vida… —Hizo una pausa—. Fui creada en una pequeña comuna de Yemen, en Arabia, para servir en los rituales de búsqueda de la Ciudad de la Muerte. Me entrenaron para captar el viento sagrado de la Ciudad y penetrar en ella. Allí, en el Sur, a las niñas entrenadas con este fin se les llama «perras», porque se afirma que ventean la muerte. Decir que es un entrenamiento muy duro no es decir ni la mitad. Las «perras» del Sur no sobreviven muchos años, o si lo hacen, pierden parte de sus cuerpos, o de sus mentes. Allí fue donde quedé ciega. —Daniel la miraba en silencio. El tono de la muchacha era suave, sin inflexiones—. Por suerte para mí, Héctor Darby me conoció y liberó. Héctor es amigo del doctor y de Meldon Rowen, Rowen es amigo de Anjali, y Anjali de Yilane. Supongo que ahora todos fingimos ser amigos, pero sin la Llave no creo que nuestra unión durara mucho.
—¿Y si no existiera? —preguntó Daniel al cabo de un instante, aún impresionado por la historia de ella—. ¿Y si la Llave fuera una mera ilusión, Maya?
La muchacha pareció considerar despacio aquella posibilidad.
—Quizá lo sea —admitió—, pero Héctor suele emplear en estas ocasiones una frase que me gusta. Dice que si tienes una ilusión, debes intentar que dure hasta tu muerte, porque entonces para ti será una forma de verdad. Yo tengo esa ilusión y quiero que dure hasta mi muerte. —Tras una pausa, agregó—: Creo que la Llave puede ser capaz de quitarnos el miedo. He vivido toda mi vida con miedo y quiero saber qué se siente cuando dejas de tenerlo.
Daniel se quedó mirándola un instante.
—Pareces tan decidida, tan segura de ti misma… ¿Nadie ha podido quitarte nunca una idea de la cabeza, Maya Müller?
La muchacha se irguió. Por un instante Daniel pensó que ella lo miraba, pero sus ojos seguían clausurados.
—¿Qué importancia tienen las ideas que solo están en la cabeza? —replicó ella.
La pantalla volvió a encenderse. Esta vez era el doctor Brent Schaumann.
—Hemos llegado. Vieja Torre de Tokio. Oh, no intentes ver nada por las ventanas del baño, Daniel, está muy oscuro. Te contaré algo sobre este lugar para que no te sorprendas cuando entres. La Vieja Torre se llama así porque es la más antigua de la ciudad, anterior a la era de los cataclismos. El gobierno de Tokio la conserva sin modificación, por interés religioso y arqueológico; solo han añadido un par de modernos ascensores que llevan hasta la cúspide. Nadie conoce con certeza la razón por la que fue construida, aunque la teoría más en boga entre los creyentes japoneses afirma que se erigió en honor de Dios, o que Dios mismo la hizo cuando se sumergió en el océano; y por tanto sería el Monolito descrito en el Cuarto, pero no existen pruebas científicas de tal cosa. Otra antigua tradición cuenta que en París había una torre similar, aunque a mí esta leyenda me parece, simplemente, una muestra de envidia francesa. —Tras una risita, Schaumann prosiguió—. Mide un poco más de trescientos metros de altura, y no es de piedra, como aparenta, sino de metal, pero tú no vas a ver ese metal por ninguna parte, ya que toda esta zona permaneció hundida durante siglos a más de mil metros bajo el océano en la era posterior a los cataclismos y está cubierta por completo de limo y fósiles. La parte intermedia es de gran belleza porque se ha convertido en coral.
Daniel, que apenas escuchaba la explicación del doctor (se ajustaba los bordes de sus exiguas prendas, solo por puro afán de hacer algo con las manos), quedó desconcertado ante la última frase. ¿Qué me importa a mí lo bella que pueda ser?
Pero Schaumann seguía hablando.
—Ignoramos dónde quieren que vayas, pero yo te aconsejaría que usaras los ascensores para subir a lo más alto. Ten serenidad, obedece las instrucciones que te den y déjanos el resto a nosotros… Suerte.
La pantalla se apagó. Cuando Maya Müller abrió la puerta del baño, un fantasma de vapor escapó hacia la noche. Daniel salió del vehículo y miró a su alrededor. Se encontraba en una especie de selva (le habían dicho que era un parque) y al pronto no vio la torre por ninguna parte. Tampoco mucha gente, solo algunos transeúntes caminando por el borde de la carretera. Un golpe de viento húmedo lo cegó un instante con sus propios cabellos. El viento venía a rachas, pero era soportable.
Por fin la divisó, al otro lado de la calle, y comprendió por qué no la había visto antes: parecía una roca natural, una especie de montaña escarpada que se alzaba en medio de los árboles. No logró distinguir su cima en la lóbrega noche de las nubes.
Miró a Maya por última vez. La silueta de la muchacha se recortaba en la luz que emergía del baño de mármol. Ella dijo:
—Hace dos días te lo pedí, y ahora vuelvo a hacerlo: ten confianza en nosotros.
Daniel asintió, pero no quedó tranquilo.
Aquella frase le había hecho recordar la extraña sensación que había experimentado en casa de Darby tras el funeral de Bijou, la idea, vaga pero persistente, de que algo no encajaba en el conjunto.
Seguía sin saber qué era, pero intuía que, por mucho que Maya dijera lo contrario, no podía confiar en nadie.
Estaba solo.
Empezó a caminar hacia la torre.
No encontraba la entrada. Todo lo que había descubierto, tras rodear dos veces la gigantesca estructura, era piedra cortada en ángulos formando una especie de base de pirámide cubierta de vegetación y escombros. Quiso pedir ayuda a los demás, pero el vehículo-baño de Maya y sus amigos había desaparecido. La sensación de abandono que experimentó lo hizo detenerse. Jadeaba como si, en lugar de dos, hubiese dado veinte vueltas seguidas corriendo sin parar.
Se sintió ínfimo bajo la noche, desnudo bajo aquellas bandas rojizas que ni siquiera eran ropa, vacío del todo. Había tenido que dejar su preciado equipaje a cargo de Maya. No podía llevar nada consigo, y no sabía si, al término de aquella pesadilla, conservaría lo único que aún le quedaba: su vida, quizá la de Yun. Había venido a rescatar a Yun, y apenas podía rescatarse a sí mismo.
Yun.
Tenía que hacerlo por ella. Debía enfrentarse a cualquier cosa por ella.
Respiró hasta llenar los pulmones y decidió dar una vuelta más. El doctor Schaumann había dicho que la torre aún era usada por grupos de creyentes, lo cual indicaba que debía de haber algún modo de entrar. Pero tenía que apresurarse: calculó que estarían a punto de dar las nueve. Si se retrasaba, Yun podía pagar las consecuencias.
Llevaba recorrida la mitad del trecho cuando descubrió algo. En las dos inspecciones previas había mirado al nivel del suelo, ya que suponía que la entrada a un sitio alto debía de estar, como mínimo, en la superficie. Pero en aquel momento vislumbró, en una hondonada llena de rocas, unos agujeros estrechos como madrigueras que le recordaron las aberturas de las catacumbas de Wonn.
Se le ocurrió que era típico de la extraña dualidad japonesa: para subir, debías descender. Tenías que llegar hasta el fondo si querías alcanzar la cima.
Bajó por la hondonada, se puso en cuclillas e introdujo la cabeza por uno de los agujeros. Olió a moho, pero comprobó que franquearlo no era tan difícil como había supuesto: tras un corlo pasadizo, la abertura se ensanchaba. En aquel punto flotaba un tenue resplandor.
Apoyó el vientre en el suelo, se deslizó y comenzó a reptar. Por fortuna la tierra, blanda y húmeda, no le arañaba. Tosió al recibir una nube de moho en el rostro y tuvo que cerrar los ojos, pero siguió arrastrándose.
La muerte, ese túnel por el que solo puedes avanzar reptando.
El recuerdo de tenebrosas leyendas lo aturdía. Decidió que no era el lugar más apropiado para tener memoria, y se esforzó en concentrarse solo en sus movimientos.
Estaba llegando al final cuando oyó las voces.
Resonaban como ecos profundos procedentes del subsuelo. No decían nada coherente, o nada que él pudiese entender, pero eso no le ahorró el terror. Sintiendo que el miedo resultaría mortal si se quedaba paralizado en medio del trayecto, puso todo su empeño en seguir moviendo mecánicamente brazos y piernas. Al fin sacó la cabeza por la abertura del fondo.
Se hallaba en una especie de vasto salón. No podía precisar del todo sus contornos, pero distinguió montículos, trozos de escaleras que ascendían hasta los confines de la mirada y paredes pintadas bajo la única y fantasmal luz que poblaba todo el recinto, proveniente de las cabinas de dos ascensores centrales. Las voces venían de allí.
Las cabinas estaban abiertas, eran espaciosas y se hallaban muy iluminadas. Al acercarse a la primera, un horrendo espectro verde apareció ante él y lo miró a los ojos. Cuando logró calmarse descubrió el espejo en la pared del fondo. Su cuerpo estaba cubierto de cabeza a pies por salpicaduras de diversos tonos verdosos, como si dos pintores locos lo hubiesen torturado con sus brochas. La tierra por la que se había arrastrado, además de ensuciarlo, le había colgado del pelo retorcidas raíces de plantas y había removido sus dos prendas un par de centímetros hacia abajo hasta casi arrancárselas.
Por contraste, en el reluciente ascensor todo parecía nuevo y limpio. Era, a la vez, cuarto de baño y ascensor. En este último había un mapa en una pantalla, pero no de la torre sino del parque que la rodeaba, así como tres botones. El baño era de una blancura cegadora, y contenía el espejo, una ducha y un retrete japonés de baja altura. Las voces, mezcladas entre sí, emergían del techo. Una decía: Pulse, pulse, pulse, pulse…, sin cesar. Otra elaboraba más su mensaje: Por favor, quítese los zapatos… Está en terreno sagrado… Una tercera daba la bienvenida. Una cuarta y última exigía respeto y limpieza al visitante. Daniel pulsó cada uno de los botones sin que nada ocurriera. Comprendió que tendría que obedecer las instrucciones.
Pasó al interior del baño, se desnudó, entró en la ducha y se desprendió el moho del estómago, el pecho y los muslos, así como la tierra que tenía adherida al pelo. Luego cogió las dos prendas rojas y las limpió lo mejor que pudo. Después de secarse volvió a ponerse los fajines rojos, pero no se calzó las sandalias.
Cuando regresó a la zona del ascensor, comprobó que la segunda y cuarta voces habían desaparecido. Pulsó el segundo botón, y la puerta se cerró.
Llegó a su destino con tanta rapidez que apenas pudo creer lo que vio cuando las puertas se abrieron.
Se hallaba en una plataforma al aire libre que daba al vacío. El lugar solo contaba con suelo y techo, sin paredes. Vio destellar la enjoyada superficie de la ciudad a lo lejos, y dedujo que debía de estar a más de doscientos metros de altitud. Nunca antes había visto una ciudad de aquella forma. Pensó que tanto horizonte a su disposición no podía ser saludable. Se había acostumbrado a vivir en la trinchera de las ventanas angostas, las paredes altas y el hormigón protector. Pero, en aquella desnudez cósmica, ¿quién impediría que el cielo se abriera como un mar invertido y lo arrastrara? Sin embargo, no fue ese espectáculo lo que le pareció más extraordinario.
Lo fascinante era que toda la plataforma estaba tapizada de fósiles. Del techo pendían volutas enormes de arcaicos moluscos y helechos de piedra. En algunos salientes se estampaban esqueletos de peces como peines de púas finas. Era como una escultura del fondo del mar. Recordó entonces lo que le había contado el doctor Schaumann sobre la permanencia de la torre bajo el océano durante siglos.
Decidió recorrer aquella primera plataforma antes de subir al tercer piso, para asegurarse de que no lo esperaban allí. Salió de la cabina y empezó a moverse con cuidado sobre las pirámides de valvas. Durante un tramo hubo de gatear, porque un dosel de esponjas de piedra restaba altura al techo. Estaba descalzo y apenas vestido, pero su cuerpo diseñado le protegía de los pinchazos y rozaduras, así como de la gelidez del viento que atravesaba, inclemente, toda la plataforma. Supuso que, de encontrarse en la misma situación, el pobre Héctor Darby no habría podido dar un paso.
La plataforma era circular, pero no necesitó recorrerla por completo para cerciorarse de que no había nadie, ya que apenas existían lugares donde esconderse. Regresó al ascensor y pulsó el tercer botón.
Las puertas se abrieron sobre un Tokio más remoto, el Tokio que conocían las gaviotas y rozaban las nubes. Pero fue la propia plataforma, de nuevo, lo que más le asombró. Colmenas de cristales coloreados y abigarrada geometría cubrían cada resquicio. En ocasiones sobresalían en forma de anémonas rígidas multiplicando la luz de una luna en creciente. Era una hermosa pesadilla de vidrieras rotas. La zona de corales, recordó. Allí debía de ser la cita, pues no había más pisos por encima. O quizá sí, ya que existía un techo, pero tendría que descubrir el modo de seguir subiendo.
Avanzar entre aquella florescencia era como hacerlo por el interior de una lámpara hecha pedazos. En un momento dado su camino se vio obstaculizado por un gran montículo. Se disponía a sortearlo cuando se detuvo.
El montículo tenía cuernos, ojos y boca.
Los ojos estaban vacíos, la caverna de la boca mostraba los dientes. A la luz de la luna parecía un monstruo, pero se trataba, sin duda, de un fósil de animal de gran tamaño, un viejo buey, quizá. Daniel intentó imaginar su destino: atrapado bajo toneladas de agua durante los cataclismos y empujado por poderosos torbellinos, terminaría cayendo sobre la plataforma sumergida y allí habría permanecido durante eones, visitado por peces y cangrejos, convirtiéndose al fin en una carcasa de moluscos. Manos aviesas habían colgado guirnaldas de sus cuernos, tal vez para que no fuera «animal-del-todo», o con algún otro propósito desconocido que no importó a Daniel. Una extraña tristeza lo invadió al contemplar a aquella criatura, tan inmensa y tan muerta.
Entonces oyó un ruido.
La figura se hallaba de pie más allá del montículo, junto al borde de la plataforma. Un segundo después, o quizá menos, se deslizó hacia la izquierda y desapareció en un silencio de pez detrás del hinchado bloque central de cristales. Pero Daniel, rígido de terror, no necesitó más tiempo para reconocerla.
—Yun —dijo.
Todo se transformó para él en una frenética carrera sobre un espejo partido.
Tras dar la vuelta a la plataforma volvió a verla frente a un pilar de metal herrumbroso. Los reflejos orlaban sus cabellos y el contorno de su cuerpo, pero negaban las facciones.
—¡Yun! —llamó Daniel.
Oyó una risita. La figura alzó los brazos y desapareció en el techo. Al acercarse, Daniel comprendió que había trepado por el pilar y, contorsionándose como un papel que se arruga, se había introducido por una abertura superior.
Buscó a su alrededor y vio una escalera de metal en buen estado que ascendía hasta otra abertura. Se apresuró a usarla. El nivel superior era de menor diámetro que las dos plataformas previas. Cuando Daniel salió por la trampilla, la figura había llegado al borde de la nueva plataforma y permanecía quieta, como sabiendo que no tenía escapatoria.
Daniel se acercó con cautela. Todavía no podía ver sus facciones, pero ya no estaba tan seguro de que fuera Yun: era más alta, de pelo algo más largo…
—¿Por qué me persigues? —preguntó la sombra con una voz que, desde luego, no era la de Yun ni tenía su acento, por mucho que sonara como la de una niña.
—¿Y tú, por qué huyes? —Daniel jadeaba.
Aquel intercambio de dudas pareció sumir a la figura en cierta paz. Dejó de mostrar actitud defensiva y apoyó las manos en la cintura. Daniel se acercó más y por fin la contempló.
Era como mirar una ilusión, un trampantojo humano. No era Yun, ni lo parecía, pero en aquel estanque de formas incompletas una confusión así era posible.
Tenía estatura y voz infantiles, pero los senos, turgentes, denunciaban a una muchacha mayor. En la penumbra del pubis se advertían genitales de hombre y mujer, como en los cuerpos divergentes. El rostro podía ser de ambos, y en eso no se diferenciaba de Daniel ni de ningún otro diseñado, aunque en su caso lo llevaba dividido por una línea desde la frente a la barbilla, cada mitad pintada de un color: la izquierda de algo que parecía blanco, la derecha de algo que parecía rojo. Su edad era ambigua; podía ser muy joven, pero el destello de su mirada indicaba experiencia. Solo llevaba encima un par de pendientes en forma de anillo, enormes, que casi rozaban sus pequeños hombros.
—¿Quién eres? —preguntó el desconocido.
—Me llamo Daniel. ¿Y tú?
—¿Qué hacías persiguiéndome, Daniel? —dijo el divergente sin contestar.
Daniel no creía que aquel niño-hombre, o lo que fuese, tuviera relación alguna con los que habían secuestrado a su hija, pero decidió que era mejor no meterse en nuevos líos.
—Pensé que eras… alguien.
—Soy alguien —dijo el ser intermedio en tono ofendido.
—Alguien que conozco —precisó Daniel.
—Oh, eso suele suceder. —El rostro dividido sonrió—. La gente ve en mí lo que más desean. Mi nombre es Neizra. Al principio te confundí con un ritualista. ¿Qué haces en la torre?
—Tengo una cita. —Daniel, impaciente, estaba deseando marcharse—. ¿Sabes si hay otra plataforma sobre…?
—Una cita… —lo interrumpió Neizra—. ¿Y a qué hora es esa cita, Daniel?
—A las nueve.
—Llegas casi quince minutos tarde —dijo Neizra—. Tu hija va a morir.
Daniel sintió que las piernas se le doblaban.
—No… Lo siento, yo…
El ambiguo semblante de Neizra parecía complacido con su reacción.
—Ven —ordenó.
La criatura se apartó del borde y caminó con presteza por la plataforma. Daniel lo siguió apresuradamente. No veía a nadie más aparte de aquel ser, pero Moon le había dicho que solo le devolverían a su hija después de la revelación, a medianoche. Yun no tenía por qué encontrarse allí.
—Quiero hablar con mi hija… —pidió mientras seguía a Neizra.
—Cállate.
Habían llegado a una pared en ruinas que, sin embargo, no parecía tan antigua como el resto de la torre. Consistía en un simple muro de ladrillos blancos erigido a un lado de la plataforma, como formando parte de una construcción ya derruida.
—Quédate ahí. —Neizra señaló el muro—. Date la vuelta.
—Por favor, he hecho lo que he podido… Te suplico…
—La vuelta. —Giró un dedo Neizra—. Apoya las manos en el muro.
Daniel obedeció. El viento, con olor a río nauseabundo, agitó su melena rubia. Creyó que era su propia melena lo que le rozaba la espalda, pero eran unos dedos. Entonces los dedos se deslizaron bajo su prenda inferior.
—Separa las piernas —dijo Neizra a unos centímetros de su hombro, mientras apoyaba la otra mano en la espalda de Daniel—. No te muevas… He dicho: no te muevas… ¿No has aprendido aún la postura de separación? ¿O quizá no eres de aquí? ¿De dónde se supone que vienes, Hombre Completo?
—Alemania —gimió Daniel.
La pequeña mano de Neizra abarcó sus genitales.
—¿Dónde está eso?
—Europa, el Norte…
—«Europa, el Norte». —Neizra pareció relamerse con los nombres, como si fueran dulces—. Nunca he estado en «Europa, el Norte».
La estatura y complexión de Neizra (apenas llegaba a los hombros de Daniel), así como su tono de voz, hacían pensar a Daniel en un niño, pero, a juzgar por la forma en que acariciaba sus partes como solo Bijou y ciertos hombres y mujeres con los que había tenido orgasmos habían hecho, semejaba alguien mucho mayor. Le sorprendió que Neizra pareciera querer gozar carnalmente con él, ya que lo que menos esperaba de los individuos que habían raptado a su hija era que desearan causarle placer. Pero quizá Neizra solo pretendía demostrar que podía hacerle cualquier cosa.
—¿Y por qué has venido a Japón, Hombre Completo? —preguntó Neizra.
Algo en aquellas preguntas hizo que Daniel Kean volviera la cabeza. No supo cómo ni por qué, pero al sorprender el rostro dividido y advertir la expresión de sus facciones pintadas, creyó comprender lo que sucedía.
—No me mires y responde cuando te pregunte —dijo Neizra, hosco, y acentuó la orden con un fuerte tirón que hizo gemir a Daniel.
—Busco a mi hija —respondió Daniel mirando de nuevo hacia la pared, mientras, para sus adentros, tomaba una decisión. Pensó que, si todo estaba perdido, daba igual acelerar la pérdida.
—Es cierto, tu hija… Separa más las piernas…
Su captor se distraía con el curioso cierre de su prenda. Decidió aprovechar la oportunidad y giró el codo derecho hacia atrás. La desesperación aumentó sus fuerzas, y el ruido que escuchó le hizo pensar que había ganado de un solo golpe. No fue así, pero al menos Neizra perdió el equilibrio. Daniel se abalanzó sobre él, y durante el forcejeo le resultó evidente que, por muy avezado que Neizra pareciera, no era más que un niño.
—¡Dónde está! —jadeó Daniel, a horcajadas sobre sus pechos—. ¡Mi hija! ¡Dónde está!
—¡No… sé…! —La criatura intermedia gimió. Aquel pavor tampoco logró circunscribir su sexo: un chico angustiado, una chica angustiada—. ¡No sé nada de tu hija…!
Daniel observó los grandes aros de metal en las orejas de Neizra e introdujo los dedos de la mano derecha por ambos, sujetándole el pelo con la otra mano tiró de los adornos. Oyó el dolor de Neizra en el sonido de desgarro. El divergente se tensó y lanzó un alarido.
—¡Alguien… arriba…! ¡Te esperan… arriba! —En el rostro doblemente pintado de Neizra las lágrimas de cada ojo adquirieron distinto color al rodar por las mejillas. Pero la sangre en sus orejas era solo roja.
—¿Hay otra plataforma arriba?
—¡Sí, la última!
—¿Cómo puedo subir?
—¡Unas escaleras… detrás de ti!
—¿Quién me espera arriba? —preguntó Daniel sin soltar los pendientes.
—¡No lo sé, no lo conozco! —Neizra sollozaba—. ¡Te lo juro! ¡Vengo cada noche a la torre por orden de un superior, en busca de ritualistas que quieran hacer algo conmigo…! ¡Hace una hora encontré a alguien arriba…! ¡Me dijo que tú vendrías…! ¡Me ordenó que te dijera lo de tu hija…! ¡A cambio dijo que podía usarte, si me apetecía! ¡Cualquier cosa, menos matarte! Me aseguró que tú harías todo lo que te ordenara… ¡Me amenazó! ¡Por favor, perdona!
Sus ojos, abiertos y suplicantes, contemplaban a Daniel como esperando cualquier clase de decisión. Al fin, Daniel le soltó y se incorporó.
—¡Mis orejas! —lloraba el ser intermedio, aún en el suelo. Se había tapado los oídos. Por entre los dedos culebreaban gotas rojas—. ¡Mis pobres orejas…!
—Vete —dijo Daniel, arreglándose la ropa.
Neizra se apartó de un salto y echó a correr con las manos en la cabeza. De repente se detuvo en el centro de la plataforma y se encaró con Daniel.
—¡No sé quién es el de arriba, norteño, pero me da mucho miedo! ¿Y sabes qué? ¡Deseo que tenga en su poder a tu hija! ¡Y ojalá que…! —Barbotó una serie de obscenidades. Según ellas, el mejor destino que Yun podía esperar era la muerte. Cuando acabó de desahogarse, aún gimoteando, su menudo cuerpo doble se perdió en la oscuridad.
Daniel no se lo reprochó: él también tenía miedo de lo que le aguardaba arriba.
Contempló las escaleras. Subían en diagonal por fuera de la plataforma. Respiró hondo y avanzó hacia ellas.
Aquel era, en efecto, el sitio más alto. También el más reducido: constaba de un simple cubo de piedra de unos cuatro metros por cuatro, erguido sobre todo lo demás, con cuatro postes colocados en las cuatro esquinas que quizá servían para sostener luces. Desde aquella altura, ni siquiera el monte Fuji, dibujado en el tenebroso horizonte, parecía importante.
La fuerza del viento era brutal. Daniel veía las cosas a través de las rejas de su pelo desordenado. Se lo apartó al abandonar las escaleras y contempló el escenario.
Tokio ceñía la torre por completo varios centenares de metros más abajo, pero era mucho más extenso hacia el lado opuesto a las escaleras, frente a él. Infinidad de pequeñas luces lo poblaban formando una galaxia de silencio. De un extremo a otro, de norte a sur, de este a oeste, el espacio era Tokio.
Excepto en una esquina, donde la oscuridad era una persona.
—Llegas tarde, Kean.
La silueta en sombras estaba aureolada por las luces de la ciudad. Formaba como un vacío negro, una interrupción de las cosas, una nada erguida cerca de uno de los vértices del cubo, junto al poste. Los extremos de sus prendas negras aleteaban con el viento como pájaros sobrevolando un cadáver. Su voz tenía más entidad que su figura: era grave, claramente audible, aunque sin énfasis.
—Disculpa la broma del divergente de abajo, pero me molesta esperar. Acércate.
Daniel dio varios pasos hacia la figura. Empezaba a diferenciar la piel blanca de los trozos negros de ropa. La silueta permanecía de pie con las piernas separadas sobre el borde del cubo, de cara al luminoso horizonte. No cambió de postura mientras Daniel se acercaba. Mantenía los brazos junto al cuerpo.
Daniel no quiso llegar hasta el borde. Se situó tras ella y aguardó.
—Eso es Tokio —dijo la figura sin señalarlo de ninguna forma: no movió los brazos, ni la cabeza, ni hizo ningún otro gesto, y sin embargo su voz (siempre neutra) provocó que Daniel mirara hacia el luminoso y descabellado paisaje—. Desde aquí puede disfrutarse de una vista magnífica. Y resulta útil para aprender ciertos secretos. Te contaré algo. Todo el mundo cree saber que la religión fundamental de Tokio se inspira en el Cuarto. Lo que pocos conocen es que, al igual que este Capítulo, Tokio también se divide en tres partes. Mira esas colosales esculturas que se alzan sobre los edificios, en forma de tentáculos, garras y alas. Esa es la primera parte, la Arcilla. En Japón se piensa que Dios nos creó como un escultor podría moldear un trozo de arcilla, por eso los escultores son sagrados aquí. Pero, bajo esa arcilla, ¿qué hay? Otra ciudad más salvaje, menos eterna, que aúlla por las calles su furor con el consentimiento de los gobiernos. Es la segunda parte, la Orgía. Por último, rodeándola y recordando a sus habitantes que la ciudad vino de él y a él regresará, está ese universo denso y oscuro más allá del río Sumida que algún ignorante llama «mar», donde Dios duerme su sueño de siglos. Arcilla, Orgía y Mar son las tres partes del Cuarto. Equivalen al Pasado, Presente y Futuro de la humanidad. En el pasado luimos creados, en el presente vivimos y gozamos en perpetua locura, y en el futuro… nuestro destino consistirá en ir en busca de Dios bajo el mar, e intentar destruirlo…
Hizo una pausa, pero no pareció que reflexionara. Fue como el silencio que se establece entre dos ruidos mecánicos. Luego prosiguió:
—La fábula del Cuarto termina con la historia de un hombre, una especie de héroe, que asesina a Dios atravesándolo con el bauprés de un barco pequeño, aunque las partes segmentadas de Dios vuelven a unirse al final y el ciclo se repite. Los creyentes discuten sobre la interpretación adecuada de este asesinato teológico. Pero solo hay una posible interpretación: el bauprés del barco es el símbolo de la Llave. El hombre moderno piensa que ya no cree en Dios, lo cual puede ser cierto, pero aún le teme. Dios forma en la mente del hombre una sombra que no tiene entidad, ni siquiera realidad, que solo está hecha de miedo. Su realidad es el miedo que provoca. El hombre teme a Dios, y Dios solo teme a la Llave. Quien posea la Llave puede destruir a Dios. Es necesario, pues, encontrar la Llave… para destruirla.
—¿Destruirla?
La voz calló un instante, como valorando la interrupción de Daniel.
—La Llave ha de ser destruida —continuó—, porque Dios debe seguir vivo en nuestra mente. Lo que nos da terror nos consuela. El miedo es el poder. Dios debe vivir.
Entonces se volvió.
Lo hizo con mucha lentitud, casi con cuidado, como un engranaje que girase. Se situó de frente a Daniel sin apartarse del borde. No sonreía, no movía el rostro, solo miraba. A la débil luz de la luna, Daniel supo algunas cosas.
Se trataba de una mujer biológica. No tan mayor como Darby, quizá de unos cuarenta años, pero su ausencia de diseño genético saltaba a la vista.
La naturaleza había dictaminado que aquella mujer tuviera baja estatura y rasgos orientales. Su cuerpo era delgado y en los pómulos, clavículas y rodillas resaltaban los huesos. El pelo era de color rojo. Llevaba una fina correa negra atada al cuello con un pequeño cascabel, señal de humillación y esclavitud, y vestía dos piezas de seda negra: una en el torso, que alcanzaba y cubría sus manos; la otra, un faldellín por encima de sus rodillas. Su rostro, incluyendo los labios, tenía el color exangüe de la luna. Lo único que no era blanco en aquel óvalo eran los iris de sus ojos rasgados, negros como caparazones de insectos encerrados en cristal.
Mirando aquellos ojos, Daniel Kean se dio cuenta de otra cosa.
La mujer estaba muerta.
Alguna vez —quizá cuando aún vivía— había sido hermosa. Ahora era como un saco vacío, la cáscara rota que antaño había albergado a una criatura.
No sé quién es el de arriba, norteño, pero me da mucho miedo.
—La Llave no es tan solo una leyenda —dijo la mujer con aquella voz que parecía brotar de un lugar hueco y abandonado—. Kushiro dejó una clave para que otros la encontraran. Esa clave está dentro de ti, Kean, y hoy vas a entregárnosla…
De súbito Daniel comprendió que se había equivocado. La mujer no estaba muerta, sino algo mucho peor. Había sido como saqueada, convertida en otra cosa. Su hueco tono de voz revelaba que estaba siendo obligada a hablar mediante… ¿qué? ¿Amenazas? ¿Dolor? ¿Qué clase de cosa la obligaba a mover aquellos labios blancos?
—Una sola clave —dijo la voz que emergía de la garganta de la mujer—. Nos hemos cerciorado de eso. Durante días… muchos días… hemos interrogado a esta mujer. Si hubiera sabido algo más, lo habría dicho. Pero solo hay una clave. El padre de esta creyente la depositó en ti. Por eso estás aquí.
El padre de esta creyente. Se refería a Katsura Kushiro, sin duda.
Daniel creyó reconocerla. Recordó que Darby le había enseñado una imagen suya y le había dicho que tanto ella como sus discípulos habían desaparecido. Aquella mujer tenía que ser Mitsuko Kushiro.
—¿Qué… le habéis hecho…? —murmuró Daniel sintiéndose incapaz de contemplar por más tiempo la densidad atormentada de los ojos de la mujer: agradeció que el viento los cubriera, casi con piedad, bajo su propio pelo.
Un largo silencio.
—En el antiguo Japón existía un arte llamado bunraku —dijo la mujer—. Consistía en usar muñecos como si fueran personas. Alguien los obligaba a moverse y hablar. Cuando todo finalizaba, el muñeco quedaba quieto. Desarticulado. No podía hacer nada por sí mismo. Sin embargo, no sufría. Porque lo peor de ser un muñeco es saber que lo eres, y los muñecos del bunraku lo ignoraban. Esta mujer no lo ignora. Por dentro sigue pensando y sintiendo, sigue habitando los espacios de su mente, pero ahora soy yo quien lleva las riendas de su cuerpo.
La mujer pronunciaba las palabras con calma, después de pausas variables, pero los círculos negros y dilatados de sus ojos hablaban otro lenguaje para Daniel: eran como túneles que llevaran a la locura.
—¿Quién eres? —murmuró Daniel.
—No es el momento de responder a eso —dijo la mujer tras un silencio, y retrocedió—, sino de demostrártelo… —El viento hizo sonar su vestido como las velas de un barco desplegadas bajo las estrellas.
—¡No! —gritó Daniel, comprendiendo lo que ella se disponía a hacer.
La mujer inició su suicidio de manera medida, sin titubeos, el cuerpo recto y rígido, los pies juntos, los brazos pegados al tronco, inclinándose de espaldas al borde de la plataforma, junto al poste. Daniel extendió la mano y consiguió sujetarla del brazo en el último momento, agarrándose al poste con la otra mano para detener su propia caída. Ella no hizo intento alguno de ayudarle. Quedaron así durante un instante: ella pendiendo de la mano de él; él, aferrando el poste.
De pronto la resistencia que la mujer ofrecía cambió de sentido, se convirtió en una lucha desesperada por recobrar el equilibrio. Regresó a su posición previa, de pie en la cornisa, con un campanilleo del cascabel de su cuello. El gesto había sido rápido y casi simétrico, como un ballet.
—Ella hará y dirá todo lo que yo le ordene. —La mujer jadeaba a escasa distancia del rostro de Daniel—. Todo.
De improviso se apartó las dos piezas de su vestido, mostró pezones y genitales, se irguió, presionó los labios blancos contra la boca de Daniel y formó con él la extraña imagen de una pareja entrelazada en las alturas, bajo el vacío de la noche. Luego lo apartó de un empellón y sus labios se torcieron. Daniel se estremeció al ver aquel simulacro de sonrisa.
—Todo —repitió la mujer—. Igual que tú.
—Yo no estoy drogado como ella.
—La única droga de ella es el terror, Daniel Kean. El miedo a todo lo que sabe que puedo hacerle… y a lo que sabe que voy a hacerle. —Los ojos rasgados de la mujer manaron lágrimas mientras sonreía—. El miedo es el hilo de bunraku de la humanidad. ¿Recuerdas el interrogatorio de Olsen, cuando te arrodillaste a suplicar? Me gustó entonces hacerte daño, por eso ordené a Olsen que matara a tu esposa.
A Daniel le parecía horrible tener tan cerca y a la vez tan lejos al autor de aquella frase. La mujer frente a él seguía sonriendo, pero ahora también temblaba, con todo su cuerpo, desde la cabeza a las piernas pálidas y desnudas. Mantenía las piezas de ropa apartadas mostrándose ante él.
—¿Eres… Moon?
—Moon es solo una pieza más, insignificante en el conjunto —aseguró la voz quebrada de la mujer—. De hecho, yo también trabajo para alguien superior. Pero en aquel momento me pareció divertido ver tu sufrimiento. Volveré a hacerte daño cuando me apetezca, Daniel Kean, solo por capricho, y tú tan solo moverás la cabeza y asentirás. Sonreirás cuando te lo ordene. Harás cualquier cosa que yo quiera que hagas.
—Lo único que voy a hacer, si puedo, es matarte, seas quien seas… Nunca voy a estar bajo tu voluntad…
—Ya estás bajo mi voluntad. Tú también eres un muñeco de bunraku, Kean. ¿Quieres comprobarlo? —Hubo un silencio que el viento destrozó. Daniel se apartó el cabello de la cara, cuyos mechones volaban a su alrededor como finas cuerdas—. Tu hija está aquí, conmigo. Se encuentra asustada, pero en buen estado. Ella es tu hilo, como hace unos días lo era también tu esposa. Voy a tirar de este hilo, solo un poco: si no haces exactamente lo que voy a decirte, mataré a tu hija en este mismo instante… o haré otro muñeco con ella.
Pese a la furia que sentía, el pánico se apoderó repentinamente de Daniel Kean. Su cerebro atormentado le había entregado una feroz y nítida fantasía: vio a Yun convertida en algo así, su cuerpo exánime pero aún viva y consciente, otorgando su voz a las palabras de un loco, y apenas pudo soportar mantenerse en pie.
—Es un hilo fuerte, por lo que veo —dijo la garganta de la mujer con cierto esfuerzo, como si cada vez le costara más articular palabras—. Daré un suave tirón: quítate las bonitas prendas que llevas —ordenó.
Daniel lo hizo. En dos gestos, las franjas rojas cayeron a sus pies. El viento las arrastró por la plataforma. Sintiéndose humillado, se envolvió el cuerpo con los brazos.
—No, no es eso lo que quiero —dijo la mujer—. Moveré el hilo mejor. Arrodíllate y coloca las manos en la cabeza.
Bunraku. El hilo.
—Júrame obediencia —dijo la voz de la mujer cuando Daniel adoptó la postura requerida.
—Te juro obediencia.
—Más alto.
—¿Cómo sé que está viva mi hija? —murmuró Daniel entonces.
—No lo sabes. Puede que no esté viva. Puede que la esté torturando ahora mismo. El hilo que te mueve no es tu hija ni su destino, Kean, sino el miedo a lo que pueda sucederle. Es el hilo más poderoso: si conoces, lo rompes; si ignoras, él tiene poder sobre ti. Repite el juramento en voz alta. —Daniel lo gritó. Sintió que las lágrimas afloraban a su rostro, como al de Mitsuko. La simetría de aquellas dos voluntades rotas lo abrumaba. La voz volvió a hablar—. Ahora, otro suave tirón. En esa esquina que te señalo hay un pequeño vaporizador. Cógelo y perfúmate con él todo el cuerpo, particularmente las zonas bajo las que tenías esa ropa tan cálida. Luego bajarás diez peldaños por la escalerilla por la que has subido, y aguardarás bien sujeto a las barras. Procura no caerle: el terror de una caída como esa destrozaría tu pequeño cerebro antes de que llegaras al suelo. ¿Queda claro, Kean? Hazlo… Pero, no. —Lo detuvo cuando Daniel daba la vuelta—. No quiero que camines… Debes arrastrarte. Gatea hasta la esquina, Daniel Kean…
Daniel volvió a arrodillarse y comenzó a avanzar con penosa lentitud, la vista fija en el suelo de la plataforma, mientras escuchaba la voz de la mujer.
—¿Te percatas con qué sutileza te manejo, Kean? No me importa responder ahora a tu pregunta… ¿Quién soy? Soy el que mueve los hilos, el que hace que te arrastres desnudo como un gusano, el que te impulsa hacia el final, lo último que verás antes de morir, lo peor que descubrirás sobre ti mismo, el lugar al que irás cuando hayas muerto… Me llaman la Verdad.
—Ha desaparecido.
La breve información los sumió en el silencio. Yilane volvió la cabeza y observó el rostro pensativo del doctor Schaumann en la penumbra de la cabina del vehículo.
—¿Qué significa exactamente eso, doctor?
—«Exactamente» significa que ya no capto la señal térmica. No solo le han quitado la ropa sino que han borrado de alguna manera el calor sobre su piel.
—Conocían el truco. —Yilane se rascó un tatuaje sobre su nuca.
—O lo sospechaban. De todas formas, tendrán que bajar en algún momento. Rowen podrá seguirlos mientras…
—No bajarán —dijo Maya Müller—. Van a trasladarlo en un vehículo aéreo.
Yilane la miró.
—No te pregunto cómo lo sabes porque me consta que sabes muchas cosas —dijo sonriendo—. Incluso aquellas que ni siquiera sabes.
Schaumann pulsó la pantalla del comunicador. Darby apareció en el recuadro.
—Nosotros lo hemos perdido. ¿Habéis visto algo?
Darby negó.
—Todo lo que vemos son nubes y sombras. No entiendo cómo lo habéis perdido. ¿Le han borrado la temperatura?
—Algo así.
—Esperad. —La voz de Darby reflejaba ansiedad. Se oían, de fondo, las frases entrecortadas de Anjali Sen y Meldon Rowen—. Anja está viendo algo por la pantalla. Un vehículo aéreo se acerca a la torre…
—Nosotros ya lo sabíamos. —Yilane sonrió sin ganas.
La muchacha regresó al asiento. Su musculoso cuerpo se removió como intentando adaptar aquella pequeña base a su propia estructura. Aunque se dirigió al doctor Schaumann, no volvió la cara hacia él.
—Brent, ¿a qué velocidad puede ir esto? —preguntó.
—No llegaremos antes que un vehículo aéreo a la Zona Hundida, si eso es lo que preguntas. Pero ellos no podrán usar el aéreo en la Zona Hundida. Estamos empatados.
—El aéreo se aleja en dirección suroeste, hacia el Color —informó Héctor Darby—. No ha llegado a posarse en la torre.
—Deben de haberlo recogido desde alguna escalerilla en el costado —dijo Maya. Sus párpados temblaban como si sus ojos hubiesen iniciado algún tipo de actividad.
—¿Quién puede estar detrás de todo esto? —preguntó Yilane a nadie en particular—. Este plan demuestra gran astucia.
—Sea como sea, vamos tras ellos —dijo Schaumann.
Por un instante ninguno de los tres hizo otra cosa que tocar pantallas y salpicar de rectángulos luminosos el interior de la cabina. En un momento dado, Yilane volvió la cabeza y miró a la muchacha por encima del hombro. Los pendientes, ajorcas y el medallón de serpiente destellaron a la luz de las pantallas.
—A menos que nuestro querido empleado de tren nos esté traicionando… Dime una cosa, Maya. ¿Crees que Daniel Kean sospecha que le hemos engañado desde el principio?
Durante la pausa que siguió, incluso el doctor Schaumann apartó la vista de sus queridas pantallas y miró a la muchacha. El perfil de Maya Müller permanecía impasible, como cincelado en piedra.
—No —dijo Maya sin cambiar de expresión—. No lo creo.