Tercer Capítulo

Ceremonia

1

Ella le hizo jurar aquello por primera vez cuando viajaron a Madrid.

Viajar era arriesgado, pero todo el mundo asume riesgos de vez en cuando. Además, era Tiempo de Invierno, después de Halloween, cuando la tradición ancestral impone a los hijos visitar a los padres. Tras regresar de la casa de las afueras de Hamburgo donde habían celebrado su unión, y disponiendo de tres días más por la festividad, decidieron pasar el Solsticio con la familia de él. Un velocísimo viaje en vehículo aéreo les redujo las molestias y la impaciencia, pero en Madrid fueron por primera vez conscientes de lo lejos que se hallaban del hogar.

Madrid era antigua. La nieve la ensabanaba como a una estatua. A Bijou, que no la conocía, le recordó París, y ambas le hicieron pensar en las ciudades bíblicas del Norte. Señalaba las coincidencias con el dedo mientras paseaban entre silencio y crujidos de hielo: veletas en campanarios, techos picudos, grandes avenidas de columnas, laberintos empedrados y angostos que solo tras ser recorridos se comportaban como calles, iglesias ruinosas edificadas sobre otras aún más viejas y tanta antigüedad como era posible desear (o temer) en la superficie de Europa. Bijou perdió las palabras mirándolo todo. Daniel la miraba a ella, un poco preocupado.

Esa noche, después de la cena, tras reírse con Emil Kean, el padre de Daniel, que trabajaba como jefe de sección en un tribunal, ser interrogada minuciosamente por la madre, Jana, y ponderar el parecido que existía entre la hermana menor, Lania, y el propio Daniel, que habían sido diseñados a partir de la misma célula, Bijou se agazapó temblando bajo los brazos de él en la antigua cama del cuarto de invitados y le confesó su miedo. Todo le había asustado: la vejez de las plazas, los distintos silencios, la bella y distinguida familia de su esposo; también, ahora, el chirrido del lecho y las máscaras decorativas propias de la temporada que ornaban las paredes.

—Bah, no hagas caso a nada de lo que veas —le dijo él—. Mi padre presume de creyente y se rodea de libros viejos para oler a moho, pero ni siquiera los abre. —Rieron en voz baja—. La casa es antigua, pero saludable.

—Tu familia no tiene la culpa, Daniel —aseguró ella—: son personas maravillosas y viven con «amor»… Se trata de mis recuerdos. Madrid me ha hecho revivir mi infancia en París, con mis padres. El linaje árabe viene de mi padre, que a veces me asustaba hablándome de la muerte…

—Eso nos ha ocurrido a todos. —Trató él de quitarle importancia, pero comprendió que ella necesitaba desahogarse. La abrazó con más fuerza mientras la escuchaba.

—Me decía que la muerte vive bajo tierra… Morir, según mi padre, es entrar en un portal negro y bajar a unas cavernas infinitas…

—Son simples leyendas. Quien las cree sufre más que nosotros.

—Pero la muerte existe, eso es real. —Ella se arrebujó junto a él y lo besó en el oído con palabras quedas—. ¿Por qué existe la muerte, Daniel?

—Menudo efecto te ha causado mi familia. —La broma se deshizo ante la seriedad de ella, que lo miraba vorazmente, como si la respuesta a todos los misterios se hallara escrita en letras diminutas dentro de sus ojos.

—¿Por qué debemos morir? No lo entiendo. ¿Por qué esa oscuridad? Ahora que te conozco, y te amo, no quiero separarme nunca de ti. Tengo tanto miedo…

—No vas a morir. —Él acarició sus mejillas—. Ni tú ni yo. Jamás.

De pronto ella lo miró, muy seria.

—Tienes que jurarme algo.

No fue la última vez que se lo pidió: años después, una noche en que Yun tuvo pesadillas y corrió, lívida y fría, hacia el dormitorio de ellos, volvió a hacerlo. Él la tranquilizó repitiendo su juramento —«sagrado», decía Bijou— y, por dentro, se rio sin malicia de aquel dulce temor. Porque en el futuro podía suceder cualquier cosa, pero su padre le había enseñado que un buen hombre debe vivir como si esa certeza fuera falsa.

No obstante, lo juró. Luego acostó a Yun, le dio un beso y regresó a la cama donde Bijou ya flotaba en el incienso del sueño.

Se quedaba, en ocasiones, mirándolas mientras dormían.

Su familia. Una isla de luz entre tinieblas.

2

Pensó, al pronto, en nieve, por la blancura que lo rodeaba.

Se hallaba acostado bocabajo, los brazos en cruz como abarcando el lugar donde yacía. Al removerse liberó un dolor oculto en la zona izquierda de la nuca. La atrocidad del recuerdo le otorgó vigor. Abandonó la inmensa y desconocida cama, dio unos pasos.

Era una habitación grande. Paredes, suelo y techo estaban pintados de blanco o en distintas tonalidades que rondaban ese color, marfil o hueso. Vio una camisa holgada que no era suya apoyada en el respaldo de una butaca, se la puso y olió la tela fresca y limpia. En la misma silla aguardaban un faldellín de gala y sandalias, pero no quiso vestirse del todo por el momento. Su propia ropa había desaparecido.

Una ventana de cristales romboidales le hizo abrir la boca: más allá, se erguían abetos nevados, un lago, pequeñas casas, cumbres de hielo. No le parecieron los alrededores de Dortmund, mucho menos de Wonn. La mañana era gris.

Había una puerta esmerilada. Miró a su través y fue como asomarse a un estanque revuelto. Distinguió sombras quietas. No quería comprobar todavía si se hallaba prisionero, y no tocó el pomo.

La habitación le entregó otra sorpresa: sobre una mesa de mármol alzada por esculturas de cuerpos genuflexos, reposaba una bandeja con comida y té caliente. Tenía hambre. Acercó un diván, que no hizo ruido al moverse, se sentó y empezó a devorar pequeños bollos de pan dulce y queso, y a beber sorbos de té. Tal actividad le hizo comprender que aquel mundo era real. Pero no se alegró: hubiese preferido un sueño.

Nunca supo cómo, porque un momento antes, mientras comía, había mirado y solo había visto la puerta, y un momento después volvió a mirar y era ella.

—Me pareció que estabas despierto —dijo la muchacha. Tenía una voz grave, levemente teñida de acento del Sur—. ¿Te encuentras bien?

Daniel no se movió de la mesa ni dijo nada. La taza de té que llevaba a sus labios prosiguió su camino.

Le sorprendió reconocerla de inmediato, ya que la primera vez la había visto de lejos, la segunda de forma muy fugaz y la tercera en plena oscuridad. Pero supo que era la figura de las ruinas, la misma que luego había mantenido aquel combate breve y salvaje contra Olsen. Su apariencia, ahora, era inocente: una larga pieza blanca, el cabello suelto y húmedo, hebras pegadas a la frente. Mantenía los ojos bajos. ¿Y cómo había logrado entrar en completo silencio?

Tras aguardar en vano una respuesta, la muchacha hizo algo inesperado: se echó al suelo. Pero no fue un gesto de saludo ni de humillación. Era como si el suelo fuese un lugar para estar. Permaneció sentada con el tronco erguido, sin apoyarse en la pared, las piernas flexionadas cubiertas por la pieza.

—¿Dónde estoy? —preguntó él al fin.

—Una casa en Königshafen, una pequeña villa al sudeste de Alemania, junto al lago Viejo Königssee.

—Ya. —Daniel pensaba mucho cada palabra. Se frotaba el dolor de la nuca—. ¿Cómo llegué hasta aquí, y cuándo?

—Te trajimos. Anoche.

—¿Quién más, aparte de ti?

—Mi amigo. Yo te saqué a la superficie y él aguardaba en un vehículo en el túnel de Wonn. Lo conocerás pronto.

—¿Y mi ropa?

—Estaba muy sucia. Te la quitamos al llegar.

Los silencios eran más largos que las frases. Daniel cerró los ojos.

—No recuerdo nada de eso.

La muchacha seguía con la mirada puesta en el suelo.

—Tuve que golpearte en la catacumba para dejarte inconsciente —dijo—. No deseaba hacerlo, pero no me diste otra alternativa. Querías quedarte allí y yo no podía permitirlo. Permanecer entre cadáveres bajo tierra es muy peligroso.

—No me hubiese importado morir —replicó él.

—No hubieses tenido la suerte de morir —dijo ella suavemente.

Daniel la observaba sin delatar emociones. Advertía curvas férreas y una anatomía compacta bajo la larga pieza blanca.

Un solo detalle le intrigaba.

¿Por qué no me mira? ¿Por qué cierra los ojos?

—Y mi hija… —murmuró.

—Ellos se la llevaron.

—¿Ellos?

—Moon y el otro agente. No pude impedirlo. O quizá sí, pero tuve que dedicarme a salvarte a ti.

Daniel se encorvó, conteniendo el dolor. Pensó en Bijou, cuyo cadáver aún debía de estar en aquella catacumba. Pensó en Yun.

—¿Por qué…? —murmuró—. ¿Qué quieren hacer… con mi hija?

—Lo sabrás todo dentro de poco. ¿Has terminado de comer?

Sus pensamientos se inflamaron de ira. Dijo que sí, se incorporó, estiró los brazos, se frotó la nuca y pidió lavarse. Ella se levantó con presteza.

—Aquí puedes hacerlo.

Lo que había pensado que era un espejo de cuerpo entero al otro lado de la cama resultó ser una pequeña puerta. La muchacha la abrió mientras él se acercaba.

Era justo lo que Daniel pretendía.

Pese a todo, no pudo evitar la sensación de que ella, simplemente, lo estaba esperando y le concedía maltratarla así.

Al empujarla contra la pared, una mesa cercana se volcó y varios adornos de cristal estallaron en el suelo. La muchacha no hizo intento alguno de defenderse; permaneció quieta, con los ojos firmemente cerrados. Sus labios eran gruesos y los pómulos y mandíbula angulosos. Una librea de pecas le estampaba rostro y pecho.

—¡Me hiciste abandonarla! —gritó Daniel—. ¡Me separaste de ella y de mi hija!

La había cogido del cuello con las dos manos y en aquel momento hizo presión. No era un cuello especial, ni siquiera grueso: por el contrario, la esbeltez lo presidía. De haber tenido dedos algo más largos y apretar con la fuerza precisa, una sola de las manos de Daniel se hubiese cerrado sobre aquel tallo hasta rozar el pulgar con el índice. Sin embargo, una reciedumbre que era algo más que carne, sangre y aire le impedía siquiera deformarlo. La muchacha parecía esculpida en una sola pieza de alabastro. Respiraba tranquilamente. Era Daniel Kean quien semejaba ahogarse.

—¡Mírame! —Le enfurecía aquella obstinación de sus párpados—. ¿Por qué no me miras? ¡Mírame!

Pero la puerta de la habitación se abrió antes que los ojos de ella.

3

—Maya no solo te salvó la vida al sacarte de esa catacumba, Daniel Kean —dijo el hombre de pie en la puerta—: también rescató el cadáver de tu esposa. De modo que suéltala y cálmate.

Daniel ya había obedecido la primera orden; la otra no dependía de su voluntad.

—¿Dónde está mi mujer? —inquirió—. Me calmaré cuando la vea.

—La hemos llevado a un lecho funerario y hemos preparado su cuerpo para que puedas despedirla con dignidad. Pronto podrás verla. Pero antes debemos charlar. Intentaré responder a tus preguntas. —El hombre se mostraba enérgico, autoritario. Se volvió un instante hacia la muchacha, pero no pareció preocupado por ella: como si supiera que Daniel nunca hubiese podido hacerle daño. Cruzaron breves palabras en voz baja e intercambiaron sonrisas fugaces.

—¿Quiénes sois? —La mirada de Daniel delataba asombro.

—Mi nombre es Héctor Darby y estás en mi casa. Ella es mi amiga Maya Müller, y tú eres Daniel Kean. Y ahora, más vale no perder el tiempo en presentaciones idiotas. Tenemos mucho que hacer y más que decir. La rapidez es vital.

Le permitió un par de minutos para terminar de vestirse con la ropa que había sobre la silla, luego lo acompañó a un salón espacioso. Daniel quedó abrumado por la enorme biblioteca. A diferencia de Bijou, a él no le gustaban los libros. En su casa tenía, tan solo, una edición de la Biblia y algunos textos rituales. En cambio, en la oficina donde trabajaba Bijou, los volúmenes se apilaban por doquier. Pero Daniel pensó que en aquel salón había muchos más. Los veía apretujarse casi con obscenidad, lomo contra lomo, hinchados, desproporcionados. Podía escuchar, con el silencio suficiente, lo que Bijou denominaba la «respiración»: crujidos de viejos legajos, distensión de gruesos tomos, estertor de los finos al ser aplastados. Lo que no eran libros, eran antigüedades. En el centro del salón destacaba un globo terráqueo enorme. Se escuchaba el tictac de un ronco y pesado reloj de pared.

Héctor Darby lo invitó a sentarse en una butaca de patas de hierro, frente a un mural que quizá representaba la pequeña villa de Königshafen. La muchacha se les unió enseguida. Se había puesto una larga y elegante pieza negra de escote recto y su cabello, peinado, ondeaba luminoso. No abría los ojos al caminar, pero su paso era firme y exacto. La mirada de Daniel iba de uno a otro, grande, absorta. La luz gélida de los amplios ventanales le informó de que el mediodía debía de estar cerca.

—¿Qué te sorprende tanto? —preguntó Darby percatándose de su expresión, mientras servía unas copas.

—Sería más fácil decirle lo que no me sorprende —contestó Daniel.

—Soy un hombre biológico —dijo Darby—. Supongo que habrás visto muchos.

—Algunos.

Recordó que, de vez en cuando, los atendía en el Gran Tren. Resultaban llamativos, y eran indicio de linaje y riqueza. Diseñar una criatura podía resultar caro, pero no diseñarla en absoluto era un verdadero lujo. Permitir que la célula fecundada se desarrollara a su arbitrio, con escaso control exterior, en las vitrinas de los centros genéticos, no estaba al alcance de todos. Daniel pensó que era comparable a adquirir una de las antigüedades de aquel salón: algo innecesario, valioso, frágil. El embrión podía morir durante el crecimiento, y a lo largo de sus vidas los hombres y mujeres biológicos sufrían diversas enfermedades y la vejez los deterioraba con escalofriante premura. En cuanto a la apariencia física…

—Esto de aquí —explicó Darby en tono burlón, tocándose la cara— se llama barba, y esto —llevó la mano a la cabeza— es una calvicie natural. Mis brazos, piernas, torso y pubis también están cubiertos de pelo. Tengo cincuenta y dos años, se me abulta el vientre, me acatarro, mi voz es ronca, sé que soy feo y estoy muy contento de no poseer esa silueta estilizada de los hombres diseñados como tú, de larga cabellera, preciosas facciones, cuerpo curvilíneo sin briznas de vello y extremidades largas y torneadas, que apenas delatáis la edad, vais desnudos en pleno invierno sin sentir frío, y de lejos, y muchas veces de cerca, os parecéis tanto a las mujeres. O quizá habría que decir que las mujeres se parecen tanto a vosotros. ¿Satisfecha tu curiosidad, Daniel Kean?

—Sí, yo…

—¿Deseas saber también algo sobre Maya Müller? —Señaló a la muchacha, que les daba la espalda, de pie frente a la ventana—. No abre los ojos porque no los necesita para mirarte: sus ojos son la totalidad de sus otros sentidos.

—¿Qué?

—Es una forma de decir que es ciega.

Daniel la contempló —la silueta menuda, anchos hombros, el pelo corto y rubio—, recordando que la había visto combatir contra hombres armados en las catacumbas. Dedujo que no debía de provenir del Norte, donde la ceguera incurable era una rareza.

La muchacha seguía de pie frente a la ventana. Afuera había empezado a nevar.

—Oh, ve mucho mejor que tú y que yo, precisamente porque no usa los ojos —dijo Darby percibiendo su sorpresa—. Pero permíteme que te diga que lo que Maya vea o no, no te importa en este momento. Hablemos de lo que te importa. —Le entregó una copa de oloroso licor.

—¿Dónde está mi hija? —preguntó Daniel, rechazando la copa—. Eso me importa.

—Lo ignoramos. —Darby hizo una mueca y bebió un sorbo—. Pero no van a hacerle ningún daño. Todavía no. Te necesitan.

—¿Quiénes?

—Los que contrataron a Olsen y Moon. En una palabra: «ellos» —definió—. Mis amigos, Maya y yo, somos «nosotros». Te diré en qué consiste la diferencia, para que no te debatas en dilemas morales: con ellos, tu hija y tú moriréis; con nosotros, tienes una posibilidad de quedar vivo y salvar a tu hija.

Daniel dejó caer su torso en el respaldo, como si de alguna manera las palabras de Darby fuesen un empellón. Flexionó las piernas y apoyó las sandalias en el borde de la butaca. Permaneció así largo tiempo, los muslos desnudos bajo el corto faldellín, juntos y alzados.

—Quieren obligarte a que les ayudes a encontrar algo —prosiguió el hombre biológico tras una pausa—. Nosotros queremos lo mismo. Ambos estamos dispuestos a cualquier cosa por conseguirlo.

Sus frases recordaron a Daniel, por un momento, las de Olsen. Se envaró.

—¿Y cómo voy a ayudaros?

—Guardas una información clave.

—Te refieres a lo que todos creéis que me dijo ese loco en el tren…

El hombre biológico asintió lentamente.

—¡Pero no me dijo nada! —exclamó Daniel, impaciente—. Movió los labios y…

—En eso te equivocas. —Darby hizo un vaivén, interrumpiéndolo—. Te transmitió una clave, y tú lo dirás cuando llegue el momento. En concreto… —consultó su reloj, un anticuado artefacto que sacó del bolsillo, unido a una cadenilla—… dentro de unas treinta horas…

4

Daniel negó con la cabeza. En su memoria no había lugar a dudas: recordaba el movimiento de los labios de Klaus, recordaba el sorprendente silencio. Nada más.

—Te dijo algo —insistió Darby—. Lo que ocurre es que, al mismo tiempo que te lo dijo, te hizo olvidarlo. Lo enterró en tu inconsciente, de donde tú mismo lo extraerás cuando llegue el momento.

—No se puede obligar a nadie a olvidar algo. Es imposible.

Héctor Darby se plantó ante él, con el semblante deformado por el globo de cristal de la copa. Tras beber hasta apurarla, ordenó:

—Mira a tu alrededor y dime qué ves.

—Un salón.

—¿Qué hay en ese salón?

—Libros, un…

—¿Qué es lo que dicen todos esos libros?

—No lo sé. No los he leído.

—¿Por qué no los lees ahora mismo y me lo dices?

—Son demasiados. —Daniel parpadeó, sin comprender lo que pretendía Darby—. No puedo.

Una lenta, fea sonrisa, partió la extraña barba del hombre biológico.

—De modo que no puedes saber lo que dicen estos libros porque son demasiados. Y sin embargo, presumes de saber qué dice la realidad, mucho más vasta que mi pobre biblioteca, más compleja, más eterna. —Darby caminó lentamente hacia la mesa de licores y rellenó su copa—. Yo sí he leído estos libros, Daniel Kean, y te puedo contar lo que dicen. —Se llevó la copa a los labios—. Dicen: «Lo imposible no existe».

—Esa es la opinión de un creyente —replicó Daniel con desprecio—. Debí imaginarme que seguía tratando con ellos…

Darby se quedó mirándolo con la copa en la mano.

—Tienes un temperamento juvenil e irreflexivo, Daniel Kean.

—¿Es su manera de decir «no creyente»? —espetó Daniel con rabia.

—Es mi manera de decir «estúpido».

—El señor Kean no nos conoce, Héctor —dijo la muchacha en tono de reproche hacia Darby. Se había sentado sobre un velador de mármol, de cara a la ventana, y su silueta recortada por la luz mostraba las simetrías de una escultura—. Y, teniendo en cuenta sus circunstancias presentes, no se merece tus ironías…

—Me disculpo. —Darby sonrió—. No quiero ofenderte, Daniel, pero tú también deberías pensar un poco antes de hablar. Te diré: Maya sí es creyente, yo no. No lo he sido, no lo soy, no lo seré nunca —agregó machaconamente, en un tono que indicó a Daniel que aquel tema resultaba especial para él.

—¿Qué es usted?

—Yo solo soy raro —dijo Darby muy serio—. Como puedes ver, colecciono y leo muchos libros. Todos los que leemos somos raros: ello es debido a que leer nos ayuda a saber, y como lo que abunda es la ignorancia, los pocos que sabemos resultamos cada vez más raros. —Sonrió—. Sin embargo, gracias a ese saber, soy capaz de asegurarte que los creyentes hacen cosas que a los no creyentes nos parecen milagros…

—Conozco a varios creyentes, y no hacen más de lo que puedo hacer yo.

—Porque solo conoces a los superficiales, que son la mayoría. En este mundo hay grados de creencia, igual que de terror. —Darby caminó hacia una estantería y extrajo un volumen grueso, de lomo negro y letras bellamente labradas en oro. No necesitó mostrárselo a Daniel para que este lo reconociera de inmediato—. Esta edición es muy simple, ni mucho menos de las mejores de mi colección. Se trata de la Biblia, la, así llamada… —leyó el título—… «Sagrada Biblia de Amor y Arte», Nuestro Libro, el libro que describe la realidad. Supongo que la has leído —añadió, sin duda irónicamente, ya que Daniel no conocía a nadie que no la hubiese leído al menos una vez—. Tiene Catorce Capítulos, catorce fábulas o parábolas que conforman la suma del universo. Existen creyentes de cada uno de los Capítulos, o de varios a la vez. Muy pocos son creyentes profundos de uno solo, y de estos, aún menos llegan a serlo de más de uno. Mi amiga Maya Müller es creyente profunda del Segundo, el que describe la Ciudad subterránea de la muerte. Ayer siguió tu rastro desde el tren hasta Wonn caminando bajo tierra.

—Eso es impos…

Daniel se detuvo. Darby sonrió al agregar:

—Si crees con todas tus fuerzas, consigues lo que quieres. Y la persona que te ha utilizado para guardar esa información es creyente profundo de varios Capítulos, además de uno de los sabios más extraordinarios de la historia.

—¿Se refiere… a Klaus Siegel?

—Me refiero a quien utilizó a Klaus de mensajero para transmitirte la información y luego la hundió en tu inconsciente de tal manera que ni la tortura pudiera arrancártela. Luego te hablaré de él.

—¿Y por qué hizo eso?

—Porque para ir de esta habitación a la siguiente, el camino más corto es atravesar la pared, pero los seres humanos debemos conformarnos con abrir puertas, dar rodeos, usar los pasillos… —Darby parecía vagamente irritado—. La información tenía que llegar de un punto a otro, y Klaus y tú sois las puertas y pasillos.

—Pero ¿por qué utilizarme a mí? Ni siquiera soy creyente…

—¿Por qué son elegidos los elegidos, como diría el bueno de Klaus? —Darby se encogió de hombros—. Para el caso, la elección de ese pobre soñador loco que fabricó una bomba absurda es también incomprensible. Pero no importa la forma que tengan las puertas y pasillos si sirven para transmitir la información…

—Y esa información…

—Es la clave de lo que estamos buscando —zanjó Darby con displicencia. Pese a su frialdad, un burbujeo de emociones tensaba su voz—. ¿Por qué no nos ofreces tu versión de lo ocurrido, Daniel?

Le pareció que contaba por enésima vez su entrevista con Klaus Siegel; luego relató el interrogatorio de Olsen. Su anfitrión reanudó los paseos mientras escuchaba. Vestía un llamativo batín de color granate con solapas en tono rubí y pañuelo morado al cuello. No era ropa común en ningún hombre o mujer: a Daniel le hacía pensar en tiempos arcaicos, brumosos, como la atmósfera del salón donde se hallaban.

Otorgar palabras a su tragedia le hizo sentirse mejor, pero al llegar al asesinato de Bijou apenas pudo proseguir. Entonces percibió algo. La muchacha había ladeado la cabeza en dirección a Darby, y este la miraba a ella. Parecía que la historia les afectaba de algún modo.

—Sentimos mucho lo de tu esposa, Daniel —dijo Darby en tono apesadumbrado—. Maya y yo sabíamos el día, la hora y el lugar en el que tendría lugar la transmisión del mensaje, pero ignorábamos quiénes serían sus protagonistas. Decidimos que ella iría en el tren y yo permanecería al alcance del transmisor, dentro de un vehículo. Ellos, por su parte, enviaron a Olsen. Tras recorrer el tren, Maya logró identificaros, aunque, por desgracia, no con la suficiente rapidez como para impedir que Olsen y Moon te interceptaran. La supuesta bomba lo complicó todo, ya que a Maya le fue imposible penetrar en la sección donde estabais, controlada por Seguridad. Intentó abordarte en las ruinas, pero Olsen se adelantó de nuevo. Era lógico que tú confiaras en unos agentes de Seguridad antes que en una desconocida. Cuando llegó a las catacumbas, Maya logró eliminar a Olsen y a uno de los agentes, pero Moon y el otro escaparon con tu hija. Entonces Maya cargó contigo y con tu esposa, os sacó a la superficie, me llamó y os trajimos aquí. Si hubiésemos sospechado… que ellos iban a utilizar a tu familia para amenazarte… —Una súbita indignación crispó su semblante—. ¡Fue algo… bárbaro y estúpido! ¡Sabían, igual que nosotros, que no ibas a poder decir nada!

La voz de Maya Müller volvió a interrumpirlos, densa, profunda.

—Quedan quince minutos —dijo con tanta seguridad como si lo estuviese leyendo en la nieve del exterior.

¿Quince minutos para qué?, se preguntó Daniel.

Darby se volvió hacia Daniel.

—Hay un transmisor en un pedestal cerca de esa ventana. —Señaló—. Sonará dentro de quince minutos y es conveniente que seas tú quien responda… Llamarán aquí porque saben que estás en mi casa, pero solo les interesas tú.

—¿Quiénes llamarán? —preguntó Daniel.

—Los que han secuestrado a tu hija. No sabemos nada sobre ellos, salvo que se trata de gente muy similar a nosotros, que buscan lo mismo que nosotros pero que tienen mucha menos piedad que nosotros. Antes de que despertaras me llamó ese tal Moon y me dijo lo que querían de ti… Te citarán en un sitio concreto mañana por la noche. Deberás acudir a esa cita, sea donde sea. En caso contrario, matarán a tu hija.

Daniel se quedó mirándolo y creyó comprender.

—Porque mañana por la noche revelaré la clave que, según dices, Klaus escondió en mi interior —murmuró.

Darby asintió, y su rostro biológico acentuó la expresión de tristeza.

—A mis amigos y a mí también nos interesa conocerla —dijo—. Si nos ayudas, haremos todo lo posible por salvar a tu hija. Tú decides.

5

Transcurrió un silencio punteado por el tictac del reloj de pared. La muchacha seguía sentada en el velador de mármol con las piernas flexionadas, la pieza negra recogida por encima de sus muslos. Darby paseaba de un lado a otro con las velludas manos en los bolsillos del batín. Aún retrepado en la butaca e intentando ordenar sus pensamientos, Daniel elevó la vista hacia el hombre biológico.

—¿Qué es lo que buscan? —preguntó Daniel—. Todos. ¿Qué buscáis?

Darby se detuvo y lo miró, Maya giró los ojos cerrados hacia él. Ambos parecieron meditar la respuesta.

—Algo enormemente valioso —dijo al fin Darby.

—¿Tanto como para matar a una niña?

Darby titubeó, pero Daniel advertía por su expresión que no era esa clase de hombre que gusta de ocultar las verdades desagradables. Su mente parecía tan recia como sus rasgos.

—Por terrible que parezca, así es —dijo Darby—: se trata de algo mucho más importante que cualquier vida humana individual, incluyendo las nuestras.

—¿Puedo saber qué es?

—Nadie lo sabe con certeza. Por eso es tan valioso.

—No entiendo.

—Pues es fácil. Imagina un tesoro. Si son joyas, solo son joyas. Si es un libro, no es ni más ni menos que un libro. Pero un tesoro cuya naturaleza nadie conoce es más preciado que ningún otro, porque puede ser, a la vez, joyas y libros, oro y sabiduría. Sus posibilidades son infinitas y cada cual se imagina la que le apetece.

—¿Y qué se imagina usted?

Darby contempló el fondo de su copa antes de responder.

—Que es ficticio.

Hubo una pausa. Daniel habló con inusitada frialdad.

—¿Quiere decir… que mi esposa está muerta y mi hija ha sido secuestrada por algo que ni siquiera existe?

—Héctor… —murmuró la muchacha.

—Oh, la inexistencia de un tesoro así es valiosa por sí misma —señaló Darby—. Encontrarlo tiene tanta importancia como demostrar que no puede ser encontrado. Además, estoy empezando a cambiar de opinión. Quizá me equivoque y sea real.

—¿Qué le ha hecho cambiar de opinión?

—Los que han secuestrado a tu hija —dijo Darby—. Saber que hay gente decidida a hacer cualquier cosa por esto me hace pensar que tiene que ser real.

—Héctor, ya basta. —Maya Müller, acurrucada sobre el velador, encaró a Darby con los ojos cerrados, su busto marmóreo espolvoreado de pecas—. El señor Daniel Kean está viviendo una horrible experiencia. Deja a un lado tus burlas…

—No me burlaba del señor Kean sino de ti, querida —replicó Darby, y agregó hacia Daniel—: Maya cree mucho más que yo en la existencia de ese tesoro, pero, en cierto modo, sabe que tengo razón. Lo que buscamos es tan antiguo y primordial que puede ser cualquier cosa: un objeto, una idea, una ciudad…

—Sabemos su nombre —dijo Maya, como deseosa de mostrarse más sincera que Darby—: lo llaman la Llave del Abismo.

—No he oído nunca eso —admitió Daniel.

—Porque no es bíblico —terció Darby—. No se menciona en ninguna parte de Nuestro Libro. Pertenece a una tradición muy distinta, probablemente prebíblica. Los fragmentos de texto que la citan hablan del fin del mundo, y de una criatura que baja del cielo con ella. Puede que la leyenda de la Llave provenga de una época anterior a los cataclismos o la caída del Color…

—No había seres humanos antes de la caída del Color —dijo Daniel.

—Ese tema es objeto de muchos debates todavía —precisó Darby—, pero por eso es tan importante encontrarla. La Llave podría desvelarnos muchos secretos sobre el origen de la humanidad.

—Hay algo más —añadió la muchacha, y por primera vez Daniel atisbó cierta emoción en su tono—. Las profecías afirman que cuando encontremos la Llave del Abismo, los seres humanos… podremos destruir a Dios… y dejaremos de tener miedo para siempre.

Daniel tragó saliva. Darby y la muchacha habían vuelto sus rostros hacia él, como aguardando cualquier reacción.

—Eso es absurdo —dijo Daniel en voz baja—. Nadie puede destruir a Dios, si es que existe… Y nadie puede dejar de tener miedo. El miedo es la vida… No tener miedo es…

—Imposible —cortó Darby—. Esta vez te doy la razón, Daniel Kean: si hay algo imposible en este universo, es justo eso. Ya te he dicho que pienso que la Llave es ficticia.

—Yo creo en ella —dijo Maya Müller con infinita seriedad.

Antes de que nadie pudiese añadir nada, se oyó el grito de un niño horrorizado. El transmisor quedó mudo un instante, luego volvió a repicar.

—Son ellos —dijo Darby, y consultó su reloj—. Con un minuto de antelación. Nos dijeron que debías contestar tú, Daniel… Si no lo haces, matarán a tu hija.

6

Como viviendo en un sueño, Daniel atravesó el amplio salón en dirección al vibrante aparato, contemplándolo como si se tratara de la entrada hacia algún sitio prohibido. Oyó la voz nada más levantarlo.

—¿Cómo estás, «héroe»? —Lo reconoció de inmediato: era el mismo tono, entre neutro y divertido, que había empleado en la catacumba para decirle: «Tu hija»—. Sé dónde te encuentras, y me sorprende haber confiado en ti. En el tren demostraste tu valor, pero prefiero los cobardes a los mentirosos…

Daniel sostenía el transmisor con extrema cautela, como si fuera dañino. Decidió eludir la provocación de Moon y centrarse en su único interés.

—Déjame hablar con mi hija.

—Oh, no sé si ella querrá hablar contigo. Está avergonzada de tus mentiras. Ya es casi Tiempo de Invierno, Daniel. Se acerca Halloween, y tu pequeña empieza a sentir la llamada ancestral de los padres dentro de su cuerpo. Es la peor época para frustrar sus expectativas. Ella suponía, igual que yo, que dentro del blanco y delgado pecho de su padre latía un corazón honrado. Pero ha madurado de repente cuando le conté la verdad: que su madre murió por tu culpa. Por tus mentiras.

—No es cierto. —Daniel sentía la boca seca.

Darby, en una esquina de su campo visual, gesticulaba, pidiéndole calma. La voz de Moon, joven y potente, resonaba con fuerza en el transmisor. Sin duda, Darby y la muchacha podían oír la conversación.

—Daniel, una débil línea separa el engaño de la estupidez: no te atrevas a sugerirme que la cruce. —Un ligero matiz de amenaza teñía las palabras de Moon—. Ya intentaste engañarnos cuando aseguraste que no habías hablado con Maya Müller en las ruinas, ¿recuerdas? Y ahora estás con ella, en casa de su amigo, el hombre biológico, preparado para ofrecerles la misma información que a nosotros… En mi lengua, lo que has hecho te define como mentiroso y traidor. ¿Y en la tuya?

—Piensa lo que quieras —capituló Daniel en voz baja—, pero déjame hablar con mi hija, por favor…

—Me gusta más esa forma de pedir las cosas —dijo Moon—. No lo olvides a partir de ahora.

Hubo una pausa entre zumbidos. Entonces la oyó.

—¡Papá! Papá, ¿eres tú?

El mundo giró para él en torno a su voz. Se la imaginó sola, sitiada por manos de extraños.

—Yun, pequeña… ¿cómo estás?

—Bien… Pienso en ti y en mamá.

Era su hija, sin duda. Remota, cubierta de otros ruidos, pero, pese a todo, reconocible por aquella manera de hablar, aquellas frases serias que imitaban las de Bijou.

—¿De veras estás bien?

—Sí. ¿Sigues en el tren oscuro, papá?

El recuerdo de lo que ella le había dicho la mañana previa lo dejó paralizado. Darby y la muchacha se habían acercado, expectantes, pero Daniel no los advirtió. Un acuario de lágrimas le emborronaba la visión.

—Sí —contestó—, pero pronto saldré de él. Te lo juro. Volveremos a estar juntos.

—¿Con mamá?

Antes de que se le ocurriese una respuesta para aquella terrible pregunta, volvió a escuchar el vibrante tono de Moon.

—Suficiente por hoy, «héroe». Ahora escucha atentamente…

Cuando oyó lo que exigían de él, apenas pudo creerlo. Darby le hacía señas para que aceptara, y eso hizo. Permaneció un instante aferrando con fuerza el transmisor después de que la comunicación se cortara. Luego miró a Darby.

—Quieren que acuda mañana…, a las nueve de la noche…, a un lugar de…

Darby asentía moviendo su calva cabeza.

—Sí —dijo—. La revelación será en Japón. Nosotros te acompañaremos. Pero antes, como te prometí, despediremos a tu pobre esposa.

7

El Tercer Capítulo narra la fantasmal ceremonia durante el Tiempo de Invierno, en la que el protagonista participa, junto a un viejo enmascarado de manos enguantadas y un coro de espectros, en el nevado pueblo de sus ancestros. Desde hace siglos se sabe que este Capítulo celebra algo más que el Solsticio. Algunas tradiciones lo han entendido como símbolo de la adolescencia, y en ciertas culturas los hijos, al llegar la pubertad, bailan frente a los padres al aire libre, ataviados tan solo con guantes y máscaras, hasta que el calor de los cuerpos desnudos horada la nieve. De igual manera se visita la casa familiar, se cantan ritmos salvajes, se adoran árboles y columnas, se desciende a subterráneos o se incinera a los muertos. Los expertos en el Tercer Capítulo admiten muchas interpretaciones, pero coinciden en afirmar que el Autor también hablaba del modo de despedir a los seres queridos.

Aunque Daniel no era creyente, le gustó comprobar que los requisitos de aquella antiquísima ceremonia se cumplían con fidelidad en el funeral de Bijou.

El cuerpo de Bijou se hallaba sujeto por correas transparentes a un lecho funerario vertical en una habitación aturdida de incienso. Su piel, etérea a fuerza de livideces, había sido lavada y perfumada, y la herida de bala limpiada con esmero y disimulada bajo su bonito cabello castaño. El lecho, que contaba con pequeñas ruedas, fue arrastrado por Darby, Maya y Daniel a través de oscuros pasillos hasta una puerta que daba al exterior.

Allí, en un patio al aire libre que soportaba la lenta caída de los copos entre paredes de ladrillo gris, habían instalado la urna crematoria, que tenía aspecto de crisálida abierta. Sus cristales convexos eran verdes. Daniel ayudó a abrir las correas y trasladar el cuerpo a la urna. Las manos de la muchacha palpaban afanosas, como insectos: Daniel llegó a olvidar que era ciega. La urna fue sellada y Héctor Darby repartió máscaras, guantes y mantos. Los mantos eran negros; las máscaras y guantes, blancos. Las máscaras, muy elaboradas, representaban rostros humanos. Daniel entibió el interior de la suya con el aliento. Creyó que lloraría. No lo hizo.

Con voz grave y enérgica, Darby recitó el Efficiunt Daemones, la cita que abre el Tercer Capítulo, escrita en el viejo idioma latino: «Consiguen los demonios que las cosas que no son, sin embargo, se muestren ante los hombres como si existieran». Después de la plegaria, apretó un lugar en la pantalla de la urna, se escuchó un mecanismo, y cuando Daniel logró mirar por las aberturas de su máscara, Bijou había empezado a arder tras el cristal, rodeada de bruma verde.

Había dejado de nevar. En el cielo se oyeron graznidos, quizá cuervos diseñados. Un resto de sol invernal se abrió paso orlando el borde de las máscaras que, sostenidas por las manos, ya no cubrían los rostros. A los pies de la urna, cinco años de la vida de Daniel Kean —quizá toda su vida— se resumieron en una pirámide de ceniza. Sintiéndose como en un sueño, aceptó la pequeña hornacina, del tamaño de su puño, que Darby le entregó. Agradeció a Darby la ceremonia, inclinó la cabeza sobre la hornacina y varias gotas salpicaron la tapa de metal. Lloró como un niño. Como cualquier ser humano. Lloró por Bijou, pero también por todas las muertes.

Maya Müller acercó sus manos vivas y apoyó una en su hombro.

—Lo siento, Daniel Kean —dijo, y en su tono se advertía un esfuerzo por mostrar emociones—. Me reprocho no haber llegado antes, pero no sé si eso hubiese cambiado el destino… Ahora debes intentar olvidar. Y pensar en tu hija. Tu esposa ya no te necesita; tu hija, sí. —Daniel se volvió hacia ella y, a través del velo de lágrimas, tuvo un atisbo de su rostro endurecido, el cúmulo de pequeñas pecas, los ojos tercamente cerrados.

En ese momento Darby tendió un velludo brazo hacia Daniel.

—Esto no debió suceder nunca —dijo, escueto, con su voz potente—. Y Maya y yo te aseguramos que no volverá a suceder. Mañana por la noche, en Japón, cuando reveles el mensaje, acabará tu pesadilla y recuperarás a tu hija. Ahora que sabemos que tú eres el que esperábamos, haremos cuanto sea posible por ayudarte… Nos enfrentamos a gente peligrosa, pero no subestimes nuestras capacidades. Además, tenemos a varios amigos que ya están esperándonos en Tokio. Cuando lleguemos allí, los conocerás.

—Entonces… sabíais desde el principio que Japón era el lugar de la revelación…

—Todos lo sospechábamos —admitió Darby—. El hombre que os eligió a Klaus y a ti era japonés. Se llamaba Katsura Kushiro. Como ya te dije, fue un creyente profundo. Murió hace muchos años, pero antes de su muerte trazó planes muy detallados para que su secreto llegara a las manos correctas. Creemos que él encontró la Llave y la ocultó en algún lugar de Japón. Tú nos conducirás a ella.

—Confía en nosotros, Daniel Kean —dijo la muchacha, erguida en su traje negro.

¿Qué otra cosa puedo hacer?, pensó él.

Y, sin embargo, tenía una extraña sensación.

Algo que había visto, u oído, no cuadraba. Pero ignoraba qué era.

8

Necesitaba estar solo.

Al llegar a su habitación se dejó caer en el primer asiento que vio. Era una vieja mecedora de respaldo forrado de piel. En sus manos, como si se tratara de su propio corazón palpitante, la hornacina con las cenizas de Bijou. Contemplando su reflejo en las tapas de metal, Daniel recordó el juramento que le había hecho a su esposa.

Tan infantil le había parecido entonces, y tan profundo y apropiado ahora.

Por supuesto que lo cumpliría. Nunca la dejaría sola. Estaría siempre con ella.

La mecedora se quejaba con voz lastimera. Había un punto en su curva madera que Daniel no podía traspasar sin hacerla gemir. Se balanceara atrás o adelante, al cruzar aquel eje, el mueble, infalible, maullaba como un gato pequeño.

Yun. Debo pensar en Yun.

Aún intentaba entender lo que le había ocurrido. El día anterior tenía un trabajo, una familia, cierta felicidad; ahora apenas le quedaba una cajita de metal llena de ceniza. Para explicar aquel vértigo, Héctor Darby le había contado una historia imposible y confusa. Pero algo resultaba muy obvio: no iba a abandonar a Yun. La seguiría allí donde estuviese.

La simple idea de viajar a Japón, al Este del mundo, lejos de la ordenada y vigilada atmósfera del Norte, le hacía temblar. Jamás se hubiese atrevido a dar tal paso de no ser por Yun. Había oído cosas horribles sobre lo que sucedía en Japón, sobre todo en su Zona Hundida, cosas que en aquel momento deseó no haber escuchado nunca. Pero Moon le había asegurado que Yun le sería devuelta allí, y Darby había prometido ayudarlo. No tenía elección.

Decidió seguir retrepado en la mecedora hasta que le dijesen que era la hora de partir. Se sentía inquieto, no solo por el futuro. Había algo en el pasado más reciente, un leve pero importantísimo detalle que no encajaba en el conjunto. Seguía sin recordar qué era… ¿Por qué le parecía tan urgente averiguarlo?

Al fin desistió. Supuso que acabaría recordándolo.

No quería dormir, pero, al ritmo de los cada vez más leves crujidos, sus ojos se cerraron contemplando la hornacina.

Soñó con Bijou; ella era de carne y hueso de nuevo, y le sonreía, sentada sobre sus piernas como un gato de diseño que esperase algo de su amo: quizá una caricia, quizá comida. Tenía los ojos cerrados. Él le exigió que los abriera, y ella, complaciente, alzó los párpados como telones y descubrió para él dos pequeños y terribles mundos, dos cavernas iluminadas por algo que no era luz sino su reverso, una especie de tiniebla que oscurecía a la propia oscuridad.