Ciudad
Morir otorga fama —dijo un informador frente a las cámaras—. Morir intentando matar a otros la acrecienta.
Era cierto. Klaus Siegel llevaba apenas media hora muerto y ya todo el mundo lo conocía. Las noticias resumían los secretos de su vida, las grandes pantallas mostraban su rostro o su cuerpo desnudo en habitaciones adornadas con velos de colores, los psicólogos desentrañaban su carácter y los creyentes alemanes del Primer Capítulo insistían en que las creencias de ellos nada tenían que ver con lo que había hecho o intentado hacer Siegel. Sus dos madres, que vivían juntas en Hamburgo, hacía tiempo que no se interesaban por él. Sus compañeros de fábrica afirmaban que era un chico serio y trabajador. Dos amigos con los que compartía orgasmos dijeron que estaba loco, aunque uno de ellos se hallaba en un manicomio y sus valoraciones fueron desestimadas.
De todo eso hablaban sin cesar los informadores que sitiaban el Gran Tren, detenido junto a unas ruinas que recordaban ciertos paisajes árabes y que se hallaban, por puro azar, muy próximas a uno de las colosales catacumbas de las afueras de Hamburgo (alguien hizo una broma de mal gusto sobre eso). En cuestión de minutos aquel lugar aparentemente desolado se había llenado de cámaras, informadores, agentes de la autoridad y médicos. Las pantallas instaladas junto a las vías pasaron a ofrecer imágenes de la evacuación ordenada de pasajeros junto a titulares como «Final feliz para el secuestro del Gran Tren». Se entrevistaba a expertos que denunciaban los errores en la prevención y la necesidad de poner en marcha un sistema de vigilancia que vigilara a la vigilancia habitual. Otros señalaban que el plan de Klaus demostraba «frialdad e inteligencia», pero que las grandes dificultades que conlleva la fabricación de una bomba orgánica pueden hacer fracasar a un tecnólogo químico experimentado, no digamos a un ayudante segundo.
Por tal motivo el mecanismo había fallado.
Una consecuencia de aquel fallo, entre otras muchas, fue que Daniel Kean se había hecho bastante menos famoso que Klaus.
Pero Daniel pensaba que bien podía su fama marcharse al mismo lugar al que se había ido Klaus. Él seguía vivo, y eso era lo que le importaba.
—Mira, se lo están llevando —dijo Moon.
A Klaus se lo llevaban metido en una urna vertical colgada de una grúa. El equipo de técnicos que había sacado el cadáver tras extraer uno a uno los explosivos se ocupaba en aquel momento de sujetar el cuerpo con correas para mantenerlo en pie y evitar que yaciera, siguiendo la costumbre religiosa habitual basada en el Segundo Capítulo, costumbre que Daniel Kean encontraba estúpida (como casi todas las de los creyentes), ya que jamás había visto que sucediera nada malo por muy acostado que estuviese un muerto. Pero el respeto a las normas y tradiciones era, a su vez, otra costumbre más en Europa. ¿Qué importaba que hubiese pocos creyentes de verdad?
—Un tipo curioso, este Klaus —observó el agente Moon.
—Tan curioso como cualquier otro loco —dijo Daniel terminando de vestirse con la holgada pieza a rayas y las calzas flexibles hasta los tobillos con que había salido de su casa aquella mañana, aunque le parecía que de eso hacía una eternidad.
No había querido cambiarse dentro del tren (se agobiaba allí dentro) y al bajar al andén con la ropa en la mano y el uniforme ensangrentado aún puesto había congregado una nube de informadores a su alrededor. Moon, exhibiendo su identificación, lo había apartado de aquel enjambre y conducido a un sitio tranquilo entre las ruinas. No a las ruinas en sí mismas, por supuesto, sino a una caseta hermética donde se reunían los jefes y subalternos que trabajaban en su reconstrucción, a la que había accedido tras volver a identificarse. Las paredes eran tersas; los muebles, metálicos y escasos; el silencio, tranquilizador. Daniel pensaba que era la ventaja de ser agente de Seguridad Civil: tenías a tu disposición todo lo que querías.
Mientras examinaba su propio uniforme, que se acababa de quitar, y comprobaba cómo el material absorbía poco a poco las manchas de sangre, Moon asintió.
—Sí, supongo que el pobre tipo no tenía nada de particular, excepto que, como siempre, creía saber la verdad y deseaba matar a los que no la saben. —Apoyaba una puntiaguda bota sobre un taburete metálico mientras se descalzaba. Las botas eran lo único que llevaba puesto aún: también se había quitado el cinturón del arma reglamentaria, que reposaba en un sofá—. Estoy liarlo de tratar con locos… ¿Qué te ocurre?
Daniel, que lo había estado observando, se sonrojó y apartó la vista. Sabía que no era educado mirar tan fijamente a la autoridad y menos a alguien tan poderoso como Moon, pero necesitaba expresar lo que sentía. Parpadeó y dijo, sonriendo:
—Es que… no puedo creer que sigamos vivos.
—En realidad, estamos muertos. —Moon no sonreía, inclinado sobre el taburete—. Hemos descendido a las catacumbas. Lo que ocurre es que aún no lo sabemos.
Se quedaron mirándose. Daniel, indeciso ante aquella frase espeluznante, volvió a sonreír. Entonces Moon curvó sus carnosos labios. Instantes después, la risa los dominaba.
—¡Vaya tontería! —dijo Daniel.
—¡Cierto!
Daniel reía mucho más que Moon, cuya forma de reír consistía en mirar a Daniel y contagiarse de sus francas carcajadas. Daniel se sentía bien riéndose del miedo que la broma de Moon le había suscitado. ¿Acaso no se decía que era posible morirse sin saberlo y que la muerte, lejos de ser la ribera verde del Primer Capítulo, era el túnel tenebroso y angosto del Segundo, construido en una ciudad en ruinas, de techo tan bajo que por él solo podías avanzar reptando?
De niño, Daniel se asustaba con aquellas leyendas: se veía arrastrándose por un lugar así, en total oscuridad, sabiendo que nunca alcanzaría la luz porque ya estaba muerto. El pensamiento resultaba tan espantoso que a veces pasaba noches enteras sin dormir llorando de miedo ante aquella expectativa. Bijou creía en parte en todo eso, pero, incluso aunque fuesen meras fábulas, ¿quién deseaba morirse para comprobarlo?
Cuando recobraron la calma, Moon caminó hacia el sofá y sacó un transmisor de su uniforme. La fosforescencia de la pantalla se reflejó en su rostro y su larga cabellera negra mientras la pulsaba.
—No he podido agradecerte tu ayuda como es debido —le dijo Daniel, afectuoso.
—¿Agradecerme? Yo no hice nada, solo subir a ese tren cuando se detuvo. El héroe has sido tú. En cuanto a ese agente de Intervención que me empujó por error… Te juro que me alegraré cuando expulsen a ese estúpido y te asciendan a ti.
—Él no tuvo la culpa: al detenerse el tren, creyó que todo había acabado, y entró con más rapidez de la debida…
—Y todo hubiese acabado de verdad, de no ser porque el mecanismo de esa bomba era defectuoso, así que no defiendas a ese imbécil. —Moon leyó la pantalla del transmisor y luego volvió a guardarlo. Aunque el material de su uniforme ya estaba limpio, no parecía tener prisa por volver a vestirse: se sentó en el borde del sofá y miró a Daniel—. Mi jefe me ha dejado un mensaje. Aún está en el tren, pero viene enseguida.
—¿Tu jefe?
—El superior Olsen, el que te habló por el auricular. Querrá conocerte, supongo.
A Daniel no le apetecía ver a Olsen, y aunque la compañía de Moon le resultaba grata, en aquel momento lo que más deseaba era regresar a casa. Pero no le pareció correcto protestar.
—Y, en fin —dijo Moon en tono divertido—, ¿qué te contó ese loco?
—¿Cómo?
—Ese importantísimo secreto, ese «legado terrible» que te dijo al oído, ¿qué era?
—¿Acaso no lo escuchasteis?
—Habló en un tono demasiado bajo para tu transmisor. Daniel se divirtió al saber eso. Sonrió enigmáticamente.
—Juré no revelárselo a nadie, ¿recuerdas?
Volvieron a reír. Moon ponía cara de malvado cuando reía, con aquellas espesas cejas negras formando una uve en la blancura de su hermoso rostro.
—¡Entonces debes cumplir con tu palabra, Daniel Kean!
No parecían tener nada más que decir. Moon se levantó y comenzó a vestirse. Daniel se esforzaba en buscar algún tema de conversación, pese a que el silencio de Moon no le resultaba tenso. De repente se acordó de otra cosa que sí debía hacer, y decidió pedírsela a Moon.
—¿Puedo usar tu transmisor? He pensado que si mi esposa ha oído las noticias, estará muy preocupada…
—Claro. —Moon se lo lanzó—. A sus órdenes, señor jefe de sección —agregó.
Daniel sonrió y salió de la caseta. Deambuló por entre las ruinas de viejas estatuas religiosas que representaban a extraños seres. Mientras aguardaba la comunicación con la academia donde Bijou trabajaba, advirtió a una muchacha solitaria sentada sobre una piedra, probablemente una pasajera que aguardaba con los demás los vehículos de transporte.
Al pronto le pareció que la muchacha lo observaba. Luego la miró mejor y comprendió que se había equivocado.
De hecho, la muchacha tenía los ojos cerrados.
Pasaba inadvertida.
Los pasajeros iban y venían, comentando entre sí lo ocurrido o a través de transmisores, y no reparaban en su presencia. En ocasiones, un individuo cualquiera se detenía, intrigado: veía a una mujer con el pelo corto y rubio atado en una cola, vestida con dos breves piezas negras y sentada sobre una piedra. No especialmente llamativa, no especialmente bella, pero el individuo en cuestión se quedaba mirándola sin saber muy bien por qué, como si la mujer tuviese algo que la hiciera superior a su propia apariencia. Luego, cuando el observador de turno se alejaba, ella volvía a alzar el rostro. Nadie le había visto los ojos.
Llegaron varios vehículos de transporte, pero la muchacha no subió a ninguno. Siguió aguardando.
Ya no buscaba.
Había encontrado.
—Pero ¿estás bien? ¿No me ocultas nada?
—¿Alguna vez te he ocultado algo? —dijo Daniel con una punzada de remordimiento, porque no creía haberle dicho a Bijou todas las verdades de su vida.
—He estado tan ansiosa… Sabía que era tu tren, aunque al principio todos me decían que no eras tú quien estaba hablando con ese loco…
—Pues era yo. Pero míralo desde el lado bueno: Merla Shank me ha prometido que va a ascenderme a subalterno primero y… —Guardaba aquella sorpresa para cuando regresara a casa, pero decidió decírsela—. Quizá me haga jefe de sección dentro de poco. —Aunque, fiel a su reservado carácter, Bijou apenas dijo «oh», Daniel percibió lo emocionada que se hallaba—. Están muy contentos con lo que hice, aseguran que salvé el tren. Merla me ha llamado «héroe».
—Lo eres —afirmó Bijou categóricamente—. No por lo que has hecho hoy. Hablo en serio. Eres un héroe, Daniel, siempre lo he sabido.
—Pero lo mejor de todo es que me han concedido otros dos días de descanso.
El nuevo «oh» sonó mucho más emotivo.
—Eso es una muy buena noticia —dijo Bijou—. Creo que yo también podré tomármelos. Deberíamos celebrarlo. ¿Dónde estás ahora?
—En algún lugar cerca de Hamburgo. Unas ruinas. —Se detuvo ante un inmenso muro con aberturas estrechas y bajas por las que se vislumbraba una densa oscuridad, y dio media vuelta—. No quieren mover el tren, pero pronto nos trasladarán a casa, estamos esperando los vehículos… ¿Dónde estás tú?
—Aquí, en los archivos. —El tono de ella se hizo divertido—. ¿Dónde pensabas que estaba?
—Quiero decir… Dime dónde estás exactamente. Quiero saber que estás allí. Quiero verte estando allí.
—Hay un salón de paredes de color crema, un gran armario, un par de cuadros… También un diván de color verde y blanco, y yo encima del diván… —Ella siguió ofreciéndole detalles, en tono juguetón, hasta que de repente se detuvo—. Necesito verte.
—Y yo a ti. —A Bijou le ocurría lo mismo, pensaba Daniel: el miedo, esa frialdad horrenda, inhumana y humana a la vez, los dominaba. El peligro había pasado, pero había dejado tras de sí un poso de temor, y ardían de impaciencia por reunirse y gozar carnalmente para conjurarlo—. ¿Dónde está Yun?
—En clase. No sabe nada, por supuesto. Pero voy a buscarla ahora mismo. ¿Cuánto tardarás en llegar?
—No lo sé. —Había recordado lo que Moon le había dicho sobre esperar al superior Olsen—. Todavía tengo que hablar con Seguridad. Te llamaré en cuanto salga…
—De acuerdo. Iré a buscar a Yun.
—Dile que tenemos cuatro días de descanso para estar juntos. O mejor…
—¿Sí?
—Dile que papá no se ha ido en ningún tren oscuro. Y que está deseando darle un beso y llevarla al parque.
—Se pondrá muy contenta.
Cuando desconectó el transmisor se dio cuenta de que se había alejado mucho de la vía. O no tanto: aún podía vislumbrar el lomo de cristal del Gran Tren a la sombra de los muros ruinosos que lo flanqueaban. Los pasajeros seguían ocupando los vehículos de transporte. Se preguntó si Moon lo estaría buscando y decidió regresar rápidamente por donde había venido.
En ese instante el mismo viento que distribuía sus largos y lacios cabellos dorados sobre su rostro le trajo el sonido de un lamento hondo y estremecedor. Advirtió que varios pasajeros se habían puesto a rezar junto al tren. Sin duda eran creyentes agradecidos por haber salido indemnes.
Se paró a escuchar aquel cántico de voces graves, y le pareció como si, bajo sus pies, la misma tierra respondiera, aunque su respuesta no fuese una plegaria sino más bien un grito, el aullido de un ser torturado en un profundo sótano.
Naces, creces, crees que vives en un mundo normal…
Sabía que se engañaba. Bajo la tierra no se oía nada. Lo que ocurría era que el cántico se mezclaba con el viento y la atmósfera de aquellas viejas ruinas, provocando esa falsa sensación. En cuanto se salía de la ciudad y se visitaba un terreno tan antiguo como aquel, sin vigilancia alguna, el miedo volvía creyente a cualquiera.
Como tantos hombres del Norte, Daniel Kean nunca viajaba a lugares sin vigilancia. La casa, el interior del tren y las ciudades constituían su mundo. Incluso Bijou, que viajaba mucho más que él, jamás salía de Alemania. En muy contadas ocasiones iban al parque, pero los parques estaban bien vigilados, como la ciudad. Existía la idea generalizada de que viajar lejos resultaba peligroso. En sí mismo, viajar era siempre arriesgado.
Y un día descubres que eres distinto, o que el mundo no era tan normal como suponías…
Los rezos finalizaron de improviso y Daniel parpadeó. Pensó que se había dejado llevar por absurdas supersticiones de creyentes. Si seguía así, acabaría como el pobre Klaus. Iba a reanudar el camino cuando, de pronto, sintió otra cosa.
En esa ocasión no creyó que fueran el viento o las plegarias: estaba seguro de haber oído ruidos a su espalda.
Al volverse distinguió una hilera de estatuas socavadas por el tiempo. Una de ellas era de color carne y apoyaba el pie en una piedra. Cuando miró de nuevo, aquella última figura había desaparecido.
Cinco segundos necesitó su cerebro para convencer a sus ojos de que había visto, en realidad, a una persona viva. Otros cinco segundos, y su memoria lo convenció de que era la misma muchacha que se hallaba sentada cerca de la caseta, la de los ojos cerrados. ¿Realmente la había visto? Ya no estaba tan seguro. ¿Y por qué se había ido tan rápido?
—¿Daniel Kean?
La inesperada voz, resonando delante de él, le hizo volverse.
—Soy el superior de Seguridad Civil Elsevier Olsen —dijo el hombre alto, de uniforme, acercándose y tendiéndole la mano—. Ya hablamos por el auricular, pero es un placer poder conocerte en estas circunstancias más tranquilas. ¿Te sucede algo?
—No, nada.
—Me pareció que hablabas con alguien.
Daniel negó, un poco confuso, mientras estrechaba la mano de Olsen. El apretón de Olsen era firme. Sus dedos, sin dejar de ser finos y tersos como los de cualquier hombre normal, poseían fuerza.
Olsen cambió de tema y sonrió.
—Quiero darte la enhorabuena por tu actuación en el tren, Daniel. El agente Moon —agregó, cabeceando hacia Moon, que lo acompañaba— me ha contado los detalles que me perdí. ¿Has terminado de hablar con tu esposa? ¿Podemos marcharnos?
Olsen cogía suavemente del brazo a Daniel, que parpadeó sorprendido.
—Pensaba irme en el transporte de empleados…
—Lo sé, pero han surgido algunos problemas. Creemos que es mejor escoltarte hasta casa. —La expresión que puso Daniel debió de despertar, sin duda, la piedad de Olsen, porque suavizó el tono y sonrió—. Te lo explicaré por el camino.
Daniel los acompañó de inmediato. Mientras barruntaba acerca de las palabras del superior Olsen, recordó la figura que había creído ver de pie junto a las estatuas.
Miró por encima del hombro. No había nadie.
Ocurría algo extraño, pero no estaba segura de qué podía ser.
Había optado por mantenerse al margen de momento, ya que no deseaba entrar en contacto con su objetivo si no era a solas.
Cuando los dos agentes se alejaron acompañando al subalterno del tren, salió de su escondite tras las piedras y caminó en dirección opuesta, hacia las ruinas.
Mientras caminaba, abrió el transmisor del collar y mantuvo un breve diálogo. Luego lo cerró y siguió avanzando entre piedras y muros, tan colosales que ocultaban el sol. Pronto dejó atrás las vías del Gran Tren, el rumor de rezos y conversaciones, los cuantiosos decorados de la civilización. Se sintió bien en aquel yermo.
Pero no pretendía sentirse bien.
Buscaba un sitio concreto, un terreno donde las ruinas apenas se elevaran sobre la arena. El Segundo Capítulo decía: «Como los miembros de un cadáver sobresaliendo de una tumba poco profunda». Extraordinaria metáfora. En un lugar así podría hallar una entrada.
Bajó una pendiente de escombros hasta dar con una planicie de hierba que, por su disposición y desorden, casi no parecía diseñada. Paredes rotas de escasa altura y antigüedad incalculable cuadriculaban el suelo. ¿Qué habían sido antes? Quizá casas particulares. Terrenos arcaicos como aquel eran frecuentes en toda Europa. Por doquier yacían objetos muertos que revelaban su propia historia: carcasas de aparatos, muebles desvencijados, un zapato, un guante mohoso. La arena los rodeaba, la brisa jugaba a desnudarlos.
Aquel lugar podía servir.
Llevó las manos al borde de su pieza de ropa superior.
El viento convertía las puntas de su cabello rubio, contenidas por una cinta negra, en un pincel que dibujara el aire. Lo único que no se quitó fue aquella cinta.
Amontonó las dos piezas negras de ropa, las sandalias y el collar con el transmisor sobre unas rocas, escogió un sitio entre la hierba y se arrodilló.
Quedó inmóvil. Necesitaba percibir la dirección del viento con toda su piel: el viento le señalaría el lugar donde se hallaba la entrada.
Se tomó el tiempo preciso. No le importaba que, mientras tanto, el vehículo oficial en el que viajaba Daniel Kean se alejara cada vez más. Sobre la tierra, distancias y direcciones eran cruciales, pero bajo ella todo formaba parte de todo, una sombra era igual a otra situada a mil kilómetros; si una presencia alteraba un punto, otra en el punto opuesto lo percibiría.
La creencia afirmaba que en las profundidades de la tierra se encontraba la Ciudad Que No Tiene Nombre, el símbolo sagrado del Segundo Capítulo. La Ciudad era como un cuerpo: nada podía ocultarse o perderse bajo su piel. Pero para entrar en ella era necesario encontrar su boca, y para dar con esta, su respiración.
El viento de entrada a la Ciudad era una tecla más en el instrumento del aire. Los profanos no lo diferenciaban de las brisas comunes, esos callejones transparentes que no conducen a ninguna parte. Sin embargo, la piel entrenada sabía distinguir unos de otros.
La muchacha buscaba el aliento de la Ciudad.
De pronto lo sintió. A su espalda. Cambió de postura y se situó frente a aquella brisa distinta, separando las piernas. El aire era como una lengua árida sobre su carne.
Por fin se incorporó y avanzó con absoluta seguridad, pisando las piedras con sus pies descalzos, hasta hallar una abertura angosta bajo una pared.
En su interior, una oscuridad afligida, como los ojos de un amigo que muere mirándonos.
La entrada.
Regresó y recuperó la ropa y el collar.
Incluso antes de entrar, ya presentía el rastro de su presa.
—Klaus Siegel no trabajaba solo. Alguien le ordenó hacer estallar el tren.
—Pero ¿por qué?
—Oh, el motivo no importa tanto ahora: llámalo «desestabilización», «ataque al sistema»… —Olsen se inclinó hacia delante cuando el vehículo comenzó a descender por la larga carretera en pendiente—. En cualquier caso, alguien, un grupo, utilizó a Klaus para provocar esa matanza. Por fortuna, Klaus no soportó la tensión a que era sometido y cometió un error con el mecanismo de la bomba. Además, al parecer se arrepintió de ser manipulado y quiso delatarse. Te eligió a ti, Daniel.
—¿A mí?
—Para hablarte. ¿Tienes idea de por qué lo hizo?
—Fue una casualidad. —Daniel vio a Olsen arquear las cejas y sonrió—. Sí, en serio: pasé por esa sección para dirigirme a la mía, que era la cuarta. En ese momento vi a Klaus haciéndole señas a mi compañera, pero decidí… —Se detuvo, preguntándose si se arrepentía de aquella decisión. Concluyó que no, porque el final todo había salido bien, y la voz de Bijou sonaba muy cálida cuando le había dicho: «Eres un héroe»—. Decidí atenderlo yo. Entonces él me dijo lo que quería y me obligó a sentarme.
—Comprendo. —Olsen tamborileaba sobre un muslo con su mano de uñas muy cuidadas. Era un hombre de voz y ademanes graves, fulgurante anatomía, felina melena castaña y ojos muy verdes. Cuando hablaba mostraba una hilera de dientes, como si sonriera siempre o elevara de continuo el labio superior. A Daniel, como a cualquier otro individuo corriente, su apariencia le cohibía—. ¿Qué opinas, Moon?
—Completamente improbable —dijo Moon.
—Eso creo yo también.
¿Qué quieren decir?, se preguntaba Daniel, pero ambos agentes se habían sumido en el silencio.
No sabía cuánto tiempo llevaban viajando, había perdido del todo esa noción. Moon, que era quien pulsaba las pantallas de control del vehículo, había elegido introducirse por un túnel y después por una carretera cuesta abajo cuya pendiente, al principio suave, se hizo tan pronunciada que Daniel tuvo que sujetarse con ambas manos al asiento, poseído por el vértigo. Ahora el vehículo volvía a discurrir por terreno llano, pero no a la luz del día.
Un gran techo lo cubría todo, aunque el lugar era tan vasto que no daba la impresión de ser el interior de un edificio sino un mundo. Desde la altura proyectaban sus haces fosforescentes varios grupos de focos iluminando ruinosos arcos de piedra y pálidos ventanales muy estrechos. En las paredes había complicadas pinturas, pero viajaban a demasiada velocidad como para poder contemplarlas.
Daniel siempre había sabido que en el norte de Alemania había lugares así. Sin embargo, no era lo mismo saberlo que hallarse en uno. Le resultaba inquietante.
—Es Wonn —dijo Moon sentado tras las pantallas de conducción, contestando a la pregunta de Daniel—. ¿No habías estado nunca? He elegido pasar por Wonn, que apenas tiene tránsito. Así vamos más rápido.
Daniel se mostró conforme, ya que estaba deseando llegar a casa. Había olvidado llamar a Bijou al subir al vehículo tal como le había prometido, y sin duda ya era tarde para hacerlo. Además, no quería volver a pedirle prestado el transmisor a Moon.
Pero algo seguía inquietándolo. Se volvió hacia Olsen.
—¿Por qué cree que necesito escolta, señor? ¿Quién me amenaza?
Olsen dejó de tamborilear y miró a Daniel como si hubiese sido interrumpido durante una reflexión profunda.
—Los que utilizaron a Klaus para hacer estallar el tren —aclaró—. El grupo.
—Oh —asintió Daniel.
—Sin duda querrán saber si Klaus habló demasiado. Harán todo lo posible por averiguar qué te dijo. Y con «todo lo posible» me refiero a todo: atentar contra tu seguridad, o la de tu familia.
—¿Mi familia?
—No debes preocuparte. —Olsen palmeó la rodilla de Daniel—. He enviado a dos agentes a la academia para recoger a tu mujer y a tu hija y llevarlas a casa. Se hallan protegidas.
Daniel se sintió considerablemente aliviado al oír eso, aunque el deseo de reunirse con Yun y Bijou se le hizo más acuciante. Pese a todo, había algo que no dejaba de resultarle gracioso. Se volvió hacia Olsen.
—Perdón, ¿dice que ese grupo quiere saber lo que Klaus me contó?
—Así es —afirmó Olsen.
—Pero… —Daniel lanzó una risita—… Klaus no me contó nada.
—Nada que hayas podido entender, muchachito.
Daniel sonrió intentando no mostrarse irrespetuoso en su réplica.
—Me refiero a que no me dijo nada… Solo movió los labios, sin decir nada.
Olsen dirigió hacia Daniel sus ojos verdes centelleantes.
—Asombroso —dijo—. ¿Estás seguro?
—Sí, señor.
—Después de todo aquel plan y aquel esfuerzo, tras hacerte jurar que no lo revelarías… Parece ridículo, ¿no?
—Por supuesto. Quise preguntarle por qué había hecho eso, pero se… se clavó las tenazas en ese momento…
—¿Y por qué le dijiste a Moon otra cosa? —preguntó Olsen. Daniel frunció el ceño y Olsen añadió—: Le dijiste que habías jurado a Klaus no revelarlo.
—Oh, eso fue solo una broma… —Quiso reír, pero se contuvo al advertir que los ojos de Olsen carecían de humor en la oscuridad—. Yo… no pensé que fuera importante. Solo bromeaba.
—Bien. —El poderoso cuerpo de Olsen se removió en el asiento—. De todas formas, estamos en el punto de partida, pequeño: porque el grupo creerá que mientes.
—¿Por qué iba a mentir?
—Porque realmente juraste no revelar a nadie lo que Klaus te dijera.
—Lo hice para no ponerlo nervioso… —Daniel sentía como si se hubiese metido él solo en su propia trampa—. No pensaba respetar ese juramento… Además, no estoy mintiendo…
—Claro que no, pero eso no quiere decir que ellos vayan a creerte.
El vehículo descendió por otra empinada cuesta y al llegar al final Moon tuvo que encender todos los faros. En la impenetrable oscuridad se distinguían formas. Quizá eran estatuas. Daniel encogió las piernas apoyando los pies en el asiento. Fue un gesto reflejo, por más que supiera que su origen era una absurda creencia: de niño le decían que no era bueno pisar la tierra en los lugares profundos. Sin embargo, al mirar a Olsen comprobó que había hecho lo mismo. De hecho, Olsen utilizaba el mecanismo de giro automático del asiento y daba vueltas distraídamente sujetándose las rodillas con ambas manos. Parecía abismado en profundas cavilaciones. No obstante, a Daniel no le daba la impresión de que Olsen fuera un hombre que pensara mucho las cosas.
Se sentía cada vez más inquieto. ¿Por qué estaban dando aquel rodeo por lugares tan extraños? Miró a Olsen, de quien podía contemplar alternativamente, mientras su asiento giraba, las fundas de las armas sobre las caderas, el largo pelo castaño, las calzas flexibles negras hasta el muslo.
—¿Puedo… puedo llamar a mi familia? —preguntó.
—Por supuesto.
—No aquí —dijo Moon desde el asiento delantero—. Las paredes bloquean la transmisión.
—Saldremos enseguida —aseguró Olsen.
En exacta correspondencia con sus palabras el vehículo se detuvo tan bruscamente que Daniel tuvo que aferrarse al asiento para no caer. Olsen y Moon salieron con rapidez y Moon dejó la puerta abierta e invitó a Daniel a acompañarlos. Habían encendido linternas y, ayudado por aquellos haces de luz, Daniel supo dónde se encontraba.
Era una especie de inmenso sótano en medio de la carretera. El techo, muy bajo, lo formaban vigas de madera y acero. Gruesas columnas de metal roído por el óxido se hallaban dispersas a lo largo de la cuneta, flanqueando el camino, que proseguía hasta perderse en la oscuridad. Las linternas señalaron hacia una de las columnas.
—Mejor, entremos —dijo Olsen de repente.
¿En dónde?, se preguntaba Daniel.
Entonces comprobó que la columna tenía una abertura en arco que daba paso a la oscuridad. Se acercó y vio unas escaleras de caracol que descendían.
Olsen se quedó aguardando en el umbral hasta que Daniel pasó. Moon, que ya había entrado, era solo una luz que flotaba en la negrura.
—Bajemos —indicó Olsen—. Tenemos que decidir lo que vamos a hacer. Y quiero mostrarte algo.
El descenso se hizo eterno, quizá porque debían moverse con extrema lentitud: los peldaños eran cortos y no perdonaban las distracciones. Moon iba el primero, Olsen el último. Daniel, en medio de ambos, escuchaba la voz del superior mientras miraba dónde ponía el pie.
—¿Sabes qué lugar es este, Daniel? Una catacumba. Fue construida hace miles de años, pero estas entradas son más recientes. Los creyentes del Segundo Capítulo las emplean para acceder al interior. No te sorprenda saber que Alemania está horadada de esta forma bajo tierra. ¿Recuerdas el Segundo Capítulo? Hay una Ciudad, con mayúscula, sin nombre, bajo cada ciudad de la superficie. ¿Sabes cómo se formó esa otra Ciudad? La raza de híbridos que menciona la Biblia es solo una metáfora. Según los creyentes, la verdadera explicación se debe a que los muertos, en tiempos remotos, yacían acostados bajo tierra. Ahora los mantenemos de pie y los incineramos, pero antaño, simplemente, se pudrían en el suelo o en cajas colocadas en posición horizontal.
Daniel procuraba escuchar a Olsen, pero la dificultad de la bajada lo distraía, ya que Moon lo había dejado atrás con facilidad y solo la linterna de Olsen le permitía atisbar los peldaños.
—Con el paso del tiempo —prosiguió la voz ronca de Olsen— los agujeros causados por la acumulación de cuerpos yacentes se unieron entre sí formando un laberinto de cavernas… Pero eso no fue lo peor. Los creyentes afirman que la muerte que yace acaba removiéndose, horada la roca y excava túneles… Yeso han hecho los muertos de la antigüedad: bullen como hormigas. Puedes imaginarte: millones, billones de cuerpos… a lo largo de millones de años… reptando bajo nuestros pies por los túneles de la Ciudad. Por eso se construyeron las catacumbas; de esa forma los muertos no salen al exterior. Fíjate qué ignorantes somos, Daniel: vivimos sintiéndonos relativamente seguros en nuestras cómodas urbes europeas, sin sospechar que no es preciso viajar a las tierras no vigiladas del Este o el Sur para vislumbrar el horror. Lo tenemos bajo nuestros pies y nunca pensamos en ello. Yo no soy creyente, pero te aseguro que esta leyenda me pone los pelos de punta…
Daniel suponía que aquella explicación debía de relacionarse de algún modo con lo que Olsen le había contado antes, aunque no comprendía bien cómo.
—Conozco esa leyenda del Sur, señor —aseguró, algo intranquilo—, pero solo es eso: una leyenda inspirada por el dístico del Segundo Capítulo: «No está muerto lo que yace eternamen…».
—Oh, pero tiene una base real, incluso científica —lo interrumpió Olsen—. ¿No lo sabías? Por ejemplo, está demostrado que el viento de la Ciudad existe. La putrefacción del cadáver forma un hedor frío que viaja por el aire. Los cuerpos entrenados lo perciben. Ese viento nos señala el paso de un sitio a otro dentro de la Ciudad, y también actúa en forma de aviso para indicarnos dónde la muerte se encuentra más activa…
—¿Por qué estamos bajando tanto, señor? —decidió interrumpirlo Daniel—. ¿Por qué nos hemos…?
—Ya hemos llegado —cortó Olsen.
Las pisadas de Moon, que eran las únicas que sonaban —porque Daniel y Olsen llevaban calzas flexibles—, se habían hecho distintas, como si hubiese terminado de bajar. La linterna de Olsen reveló un suelo embaldosado. Olsen empujó suavemente a Daniel y lo hizo salir de la escalera, que continuaba descendiendo. Las dimensiones de la cámara no eran fácilmente adivinables en aquella tiniebla, pero Daniel la imaginó reducida a juzgar por la ausencia de ecos.
De súbito un potente resplandor le regaló la vista. Parpadeó y observó que Olsen había apagado su linterna. No la necesitaba, desde luego, bajo aquella iluminación cruda que provenía de una ringlera de focos instalados en el techo. Era una luz desagradable, pero gracias a ella Daniel pudo examinar por fin el lugar donde se encontraba.
Era más amplio de lo que suponía. También le sorprendió su aspecto, ya que había esperado paredes mohosas y gran antigüedad y se hallaba frente a una lisa y blanca estructura moderna que en algunos lugares había sido cubierta de garabatos. A espaldas de Olsen trepaban de la pared al techo simétricas tuberías cromadas. Varias daban la vuelta a la habitación y se insertaban en unas mamparas de cristal.
Aparte de Olsen, no parecía haber nadie más en aquella cámara. Moon había desaparecido.
Se fijó Daniel entonces en que la pared de su izquierda mostraba, a ras de suelo, dos agujeros perfectamente rectangulares. Mientras los contemplaba, emergió reptando por uno de ellos un cuerpo. Su pelo era tan negro que, durante un fugaz instante de horror, Daniel pensó que estaba decapitado.
La muerte es un túnel infinito de techo tan bajo que por él solo puedes avanzar reptando…
Moon terminó de deslizarse fuera de aquel reducto, se puso en pie con agilidad y se sacudió las manos, aunque ni siquiera se había manchado. Su desnudez aparecía tersa y carnal bajo los focos.
—El generador está en la otra cámara —dijo—. Parece viejo, solo durará algunas horas.
—Tiempo suficiente. ¿Y ella?
—Se acerca —dijo Moon y se apoyó en la pared con los ojos cerrados—. Pero anticiparé su llegada.
Daniel, que jugaba nerviosamente con los bordes de su holgada pieza de ropa, no entendía a qué se referían. Entonces Olsen se quitó la chaqueta corta de su uniforme, que dejó sobre el mismo asiento donde se hallaba la ropa y demás pertenencias de Moon, así como las linternas, se sentó sobre las tuberías acodándose en ellas y volvió a mostrar los dientes al sonreír hacia Daniel.
—No debes preocuparte —dijo—. Te explicaré qué es esto. Hace unas cuantas décadas el gobierno alemán decidió emprender un estudio científico del Segundo Capítulo, y construyó miles de cámaras como esta, junto a las catacumbas, para detectar el viento sagrado de la muerte. Estas máquinas a mi espalda y esa mampara detrás de ti tenían ese propósito. Pero los experimentos no resultaron concluyentes, y el proyecto se abandonó. Sin embargo han quedado las cámaras. Lugares tranquilos y aislados, aunque no todo lo solitarios que cabría pensar. Los creyentes bajan a estas cámaras a realizar ciertos rituales, Daniel. Rituales cuya descripción no podrías escuchar sin dejar de ser para siempre el jovencito de mirada vivaz que aún eres… Te he traído aquí para que veas que no te estoy engañando. Hay grupos muy peligrosos, más de lo que imaginas, y se reúnen en lugares como este para llevar a cabo sus prácticas. Klaus pertenecía a uno de los más fuertes. Y ahora es su grupo el que te amenaza.
Daniel se sentía cada vez más intranquilo, no solo por las ominosas explicaciones de Olsen: era como si algo estuviese fuera de lugar. El hecho de que Moon siguiera desnudo después de haberse arrastrado por aquel agujero le hacía recordar las palabras de Olsen sobre los creyentes que detectan el viento de la muerte con sus cuerpos. Sabía que muchos creyentes trabajaban para Seguridad, pero no comprendía bien qué clase de trabajo desempeñaba Moon. Por otra parte, ¿por qué Olsen le hablaba de todo aquello? El comportamiento de ambos agentes era extraño.
—El poder de ese grupo es inmenso —siguió diciendo Olsen—, y nosotros somos tu única posibilidad, la única que tu familia y tú tenéis de sobrevivir. Pero necesitamos saberlo todo… —Alzó la mano como deteniendo una posible réplica de Daniel—. Respetamos la palabra que le diste a Klaus, desde luego. No obstante, ahora se trata de tu seguridad y la de tus seres queridos…
Daniel se disponía a decir algo cuando, de súbito, percibió el sonido.
Pasos en la escalera.
Olsen también se detuvo a escuchar. Hasta Moon pareció reanimarse. Olsen continuó, en tono apremiante:
—Vamos, Daniel, ayúdanos. ¿Qué te dijo Klaus?
Los pasos se acercaban. Daniel no lograba averiguar si pertenecían a una sola persona o a varias.
—Alguien viene —murmuró.
—Responde, Daniel —insistió Olsen—. Klaus, ¿qué te dijo?
—Nada. Ya le expliqué que…
—El auricular que llevabas captó sonidos. —Olsen, sentado sobre las máquinas de la pared, extendió los brazos—. Cuando Klaus te habló…
—No me habló. Ese sonido sería mi respiración, o la suya…
—Era una voz —negó Olsen—, y no era la tuya. Lo hemos comprobado.
Repentinamente Daniel comprendió el sentido de todas aquellas preguntas: casi sin darse cuenta había pasado de ser el «protegido» a convertirse en sospechoso.
—¡Eso no puede ser! —protestó—. ¡No me dijo nada! ¡Nada!
—Mientes muy mal —le reprochó Moon, aún apoyado en la pared, de perfil.
¿Qué le ocurría a Moon? Daniel lo miró y se dio cuenta de que ya no era el chico divertido y amable que se reía con él en la caseta. Su mirada fija lo atemorizaba.
Los pasos se habían convertido en golpes de martillo contra los peldaños.
—Hablaste con ella, ¿no es cierto? —Aunque sonreía, en el tono de Olsen había algo similar a la tristeza—. En las ruinas. Sin duda te aconsejó que te callaras… Pero debo advertirte que, si confías más en ellos que en nosotros, te equivocarás…
En la mente de Daniel giraban las palabras de Olsen como un torbellino. Los ruidos de la escalera, ya muy próximos, le impedían concentrarse.
—¡No sé a quién se refiere! ¡No hablé con nadie en las ruinas!
Por el hueco de la escalera aparecieron las botas de un agente de Seguridad.
—Cuánto lo siento —se lamentaba Olsen—. Cuánto siento todo esto, Daniel…
Pero Daniel ya no lo escuchaba.
Detrás del agente venían Bijou y Yun.
Se habían conocido cinco años antes, en el Gran Tren. Sucedió que a él lo cambiaron de sección para sustituir a un compañero enfermo del corazón.
—Eres nuevo, ¿no? —le dijo ella, que solía viajar en aquella sección, cuando él le sirvió una bebida.
Antes de conocerla había lamentado la enfermedad de su compañero: luego se reprochaba haber llegado a desear que no mejorase nunca. Le encantaba saludar a la joven pasajera y oír como ella le decía, cada mañana:
—Ya no eres tan nuevo.
El saludo se convirtió en hábito. Bijou fingía estar harta de él al verlo acercarse.
—¡Otra vez tú!
Reían hasta las lágrimas cuando recordaban aquellas primeras semanas. Ella pasaba de la seriedad a la carcajada sin el puente de la sonrisa. Sin embargo, siempre parecía alegre. Albergaba la alegría en su seriedad, como protegiéndola.
Se contaron cosas y dejaron de desconocerse. A ella le hizo gracia que él disfrutara con su profesión («¿Subalterno de tren es una profesión?», decía). Él apenas pudo creer que aquella joven subalterna de archivos que vivía en el extrarradio de Hamburgo y tomaba el tren para dirigirse al centro de la ciudad, practicara, entre otras cosas, esgrima con sable. Pero así era: y un día ella lo invitó a verla batirse. La familia de ella, de origen árabe, vivía en París; la de él, en Madrid. Tras algunas citas y goces juntos descubrieron que querían formar entre los dos una nueva familia en Hamburgo. Eso era lo que significaba el «amor». Bijou, que era creyente, concedía gran importancia al asunto:
—No es una decisión cualquiera —le advertía—. Sabes que la Biblia se llama también «del Amor y del Arte» porque ambas palabras definen la vida. El «arte» atenúa el miedo: por ejemplo, cuando nuestros cuerpos gozan. El «amor», en cambio, lo incrementa, porque empiezas a sentir también el miedo de aquel a quien amas.
Lo que Bijou quería decirle era que tomar la decisión de «amarse» los obligaba a arrostrar todas las consecuencias. Mucha gente vivía en común y compartían orgasmos, pero muy pocos se atrevían a dar el paso del «amor», que producía más temor y por tanto no estaba descrito en las fábulas de la Biblia.
Aunque los padres de Bijou Crane eran religiosos, ella no le exigió ninguna ceremonia para dejar constancia de ese «amor» y convertirse en esposos. Sin embargo, se permitieron una semana de vacaciones y alquilaron un apartamento en una casa antigua de las afueras. Era invierno, nevaba y el viento nocturno atronaba, por lo que apenas salieron de la cama. Bijou le decía: «Abrázame, abrázame, con brazos y piernas, con todo tu cuerpo, protégeme del viento, que no nos separe nunca».
Le gustaba tocarlo. Adoraba entrelazarse con él y jugaba a hacerlo no solo con los dedos de las manos sino con los de los pies. Cuando no lo tocaba, lo miraba con inmensa seriedad y silencio. Solo admitía la verdad entre ambos, y a veces, cuando él le contaba algo, le preguntaba: «¿Me has dicho la verdad?». Y lo besaba si asentía.
Dos años después, cuando eligieron a Yun, también nevaba, y el centro de niños de su ciudad parecía un palacio enterrado en arena blanca. Convertirse en padres tampoco era una decisión bíblica, porque al igual que el «amor» aumentaba aún más el miedo normal del ser humano, aunque la presencia del hijo fortaleciera luego esa relación. Pero ninguno de los dos tuvo dudas al respecto. Como casi todas las familias de su clase, adquirieron un niño ya diseñado: pocos podían comprar células y diseñar al futuro hijo según su capricho. La mayoría de las personas del Norte que deseaban hijos buscaban niños diseñados, como ellos mismos lo habían sido cuando sus familias los adquirieron.
De modo que acudieron al centro genético de Hamburgo y recorrieron varias salas hasta descubrir aquella linda muñeca de rasgos orientales que les sonreía desde su camita. No se habían planteado tener una criatura con ojos rasgados, pero ambos quedaron fascinados al verla. Yun tenía entonces dos años de vida. Cuando cumplió los tres, ya imitaba la pose de seriedad de Bijou, y a Daniel aquella imitación le divertía mucho.
Discutieron y se enojaron cuando la empresa del Gran Tren trasladó a Daniel a Hannover, porque ella odiaba el trabajo de él pero carecía de su facilidad para cambiar de destino. Tardaron en reconciliarse, más aún en adaptarse a la nueva vida. Los apuros económicos hicieron que Bijou aceptara un puesto de sirvienta en los edificios del gobierno, lo cual distaba de ser un empleo fácil y más bien era degradante. Todo se arregló cuando se mudaron a Dortmund, porque ella logró volver a su trabajo en los archivos. Pese a ello, había semanas en que no podían verse. Volvieron a enojarse, se reconciliaron.
Era imposible estar de mal humor junto a Yun.
Dos hombres las conducían. Uno llevaba uniforme de Seguridad Civil; el otro, que parecía más joven, se cubría con un largo abrigo negro. La desesperación de la pequeña Yun, a quien solo las manos del hombre del abrigo sobre sus pequeños hombros impedían correr hacia Daniel, contrastaba con la pálida calma de Bijou: el agente ni siquiera necesitaba sujetarla para que se quedara allí plantada, mirando a Daniel, pero en sus ojos él advirtió todo el horror que debía de estar sintiendo. Allí, en el interior de aquellas pupilas, su mujer parecía casi una desconocida.
—Se presentaron en la academia y dijeron que nos iban a escoltar hasta casa… —le dijo ella con voz extraña, como excusándose—. No entiendo lo que buscan, Daniel, pero me han explicado lo que debes hacer. —Cruzó con él una mirada llena de inteligencia—. Te pido, por favor, que les digas lo que desean. No te lo pediría nunca, respetaría tu silencio aunque no lo comprendiera, y lo sabes, si no fuera por Yun… Piensa en nuestra pequeña.
—Unas palabras muy razonables —sentenció Olsen—. Ahora, escúchame atentamente, Daniel. Si nos dices lo que queremos saber, regresarás a casa de inmediato con tu mujer y tu hija. De inmediato, tienes mi palabra. Somos la autoridad, así que podemos dejarte ir, no nos importará que conozcas nuestra identidad. Te irás a casa con tu familia y te dejaremos en paz. Pero, si te niegas a colaborar, las mataremos: a tu mujer y a tu hija, aquí, ahora, delante de ti. Luego te dejaremos encerrado con ellas en este lugar, con sus cuerpos muertos…
Los sollozos de Bijou interrumpieron a Olsen un instante. El agente que la custodiaba decidió, esta vez sí, aferrarle los brazos. El otro tapó la boca de Yun, que había empezado a llorar. Daniel dio un paso hacia ellas.
—Suelta a mi hija —dijo hacia el hombre del abrigo.
—Cuando deje de llorar —replicó el hombre, y su voz reveló juventud. Tenía una lacia cabellera castaña y su mirada oscura estaba orlada de ojeras.
—Suéltala, Olive —ordenó Olsen. El joven apartó la mano y Yun siguió llorando más suavemente. Bijou también había logrado controlarse—. ¿Sabes lo que ocurre cuando un cadáver queda encerrado bajo tierra junto a una persona viva, Daniel? —prosiguió Olsen—. Ya te he dicho que hay muchas cosas que desconoces… Quizá tu bella esposa conozca algunas. Sé que es creyente y que su familia tiene raíces árabes. A lo mejor de niña le hablaban de la Ciudad de la Muerte… No son meros cuentos: la muerte está viva. Moon entiende de eso, él es creyente del Segundo Capítulo… Explícaselo, Moon. Dile lo que le pasará.
—Enloquecerás mucho antes de morir —dijo Moon con la mirada bizca, como fija en el aire. Solo dijo eso. Seguía apoyado en la pared blanca, y el contraste con su cuerpo desnudo y su cabellera intensamente negra no podía ser más acentuado.
—La decisión es tuya, Daniel —sentenció Olsen—. Y tuya la responsabilidad de lo que pueda suceder.
Daniel miró a Olsen, directamente a sus ojos verdes.
—No sois de Seguridad Civil…
—Por supuesto que lo somos. —El tono de Olsen era paciente—. Pero ya te he dicho que nos enfrentamos a gente muy poderosa y debemos recurrir a cualquier medida para defendernos. A cualquiera —repitió—. No nos queda otra opción.
Moon, que parecía dormitar apoyando la nuca sobre las manos cruzadas y estas en la pared, abrió los ojos.
—Se acaba el tiempo, Daniel. Decídete.
Pero el tiempo nada significaba para él. Había cesado, como el resto de sus pensamientos. Era como si la primera parte de la historia de su vida hubiese finalizado ya y se encontrase en el instante de tránsito hacia otra cosa. Quizá había una nueva luz al fondo, pero hasta que no la alcanzara seguiría en aquella especie de túnel, viajando aún en el Gran Tren y dirigiéndose a toda velocidad hacia un destino inevitable.
—He dicho la verdad, Klaus no me dijo nada. —Y agregó, mirando a Olsen—: Te mataré si haces daño a mi familia. Os mataré a los dos. A ti, Olsen. Y a ti, Moon.
—No estás en condiciones de amenazar —dijo Olsen, y desenfundó su pistola.
Daniel y Bijou gritaron a la vez, pero lo único que hizo Olsen fue lanzar el arma a Moon. Este la cogió distraídamente, comprobó que estaba cargada y alzó el cañón hacia la cabeza de Bijou. Hizo todo aquello sin dejar de mirar a Daniel. Su expresión era aburrida.
—¡Esperad! —Daniel levantó las manos—. Os lo diré todo… —Percibió la minuciosa atención con que lo escuchaban. No quería mirar a Bijou (aún no) para no contagiarse de su pánico. Oía, desde algún lugar remoto situado a un metro de distancia, el llanto histérico de su hija—. Klaus me dijo… Me dijo que las ciudades… nuestras ciudades eran… —No sabía cómo proseguir. Supuso que cualquier cosa que improvisara serviría, pero no se le ocurría nada. ¿Qué era lo que deseaban saber? Más allá del silencio de Klaus, ¿qué había?—. Las ciudades son…
Ver el dulce rostro de Bijou al extremo del cañón le dejaba la mente en blanco.
—Solo queremos oír la revelación, Daniel —pidió Olsen—. Solo lo que te dijo cuando te acercaste a él.
—No escuché nada… Nada… —Había decidido que no iba a llorar, no delante de Yun, pero mientras lo pensaba las lágrimas brotaban como un dolor: involuntarias, impostergables—. Lo juro… Lo juro…
Se arrodilló, deseando hacer cualquier cosa, lamer las botas de Olsen, por ejemplo. Estaba dispuesto a hacerlo. Un héroe: unas cuantas horas antes había creído que lo era. Pero ¿qué era un héroe?
—Basta, Daniel —dijo Olsen con desprecio—. Levántate.
Un héroe era alguien sin seres queridos. Lo supo en ese instante.
Se incorporó. Respiró hondo, pero no logró llenar los pulmones de aire. La atmósfera de la cámara se le antojaba irreal, con aquel resplandor abarcándolo todo, convirtiendo las caras, salvo las de Bijou y Yun, en rostros de demonios. Pensó que esos rostros vivirían dentro de sus ojos para siempre.
Olsen decretó otra pausa debido a Yun, cuyo llanto se había hecho doloroso incluso para los que no la amaban. Bijou la abrazó, con permiso de Olsen, y le susurró mentiras tranquilizadoras. Luego volvieron a separarlas. De nuevo, Moon elevó el cañón a la cabeza de Bijou.
—Última oportunidad —advirtió Olsen.
La certidumbre de que nada de lo que hiciera evitaría el porvenir lo calmó de repente. Repitió lo mismo que ya había dicho, pero con absoluta convicción.
—Puedo recordar todo lo que me dijo hasta ese momento… Luego fingió que me hablaba… No sé por qué hizo eso, pero lo hizo: movió los labios, tan solo. Pensé que estaba loco. Después se clavó las tenazas y ya no volvió a decir nada. Si quisiera mentir, me resultaría fácil hacerlo —añadió—. Pero no quiero. No me dijo nada… —Olsen parecía dubitativo, como dispuesto a creerle. Daniel miró a Bijou y supo que su esposa sí le creía y aprobaba su sinceridad.
Me besaría. Me preguntaría si le digo la verdad y luego me besaría.
—¿Y qué hay de la chica con la que hablaste en las ruinas? —indagó Olsen.
—No hablé con nadie en las ruinas. Oí un ruido, me volví y creí ver a alguien… Pero luego no estuve tan seguro, porque desapareció.
Hubo un silencio. Hasta Yun había dejado de llorar. Bijou sonreía ligeramente, como apoyando el aplomo con que Daniel había hablado. Olsen, con los brazos cruzados, parecía reflexionar.
—Es posible que estés diciendo la verdad —juzgó Olsen al cabo de un buen rato—. Pero creo que mientes. —Hizo un gesto. Moon efectuó un solo disparo.
Por un instante los ojos de Bijou fueron, para Daniel, como dos globos que un niño perdiera en el cielo. Luego el cuerpo de ella rebotó contra su propia sangre en la pared y quedó inerme.
Dicen que está enterrada en Arabia, la Ciudad de la Muerte.
Así lo aseguran algunos sabios. Afirman haberla visto tal como el Autor la describe, bajo una mortaja reseca de arena, más antigua que el vasto desierto.
La muchacha le daba la razón a quienes opinaban, sin embargo, que el Autor se refería con aquel símbolo a los cuerpos de hombres y mujeres entrenados para conocer y albergar la intimidad del destino último. La Ciudad no se encontraba solo en Arabia: rodeaba toda la Tierra, formaba parte de sus entrañas, como los propios cadáveres, y ciertos creyentes la heredaban, y portaban la muerte consigo.
En aquel momento la muchacha era la Ciudad.
Había avanzando siguiendo el rastro bajo tierra, por cavernas sumidas en la más absoluta negrura. La sensación de soledad era inmensa porque superaba la simple ausencia de seres a su alrededor. Pero ella conocía la causa: la muerte era la suprema soledad, y en aquel momento ella llevaba la muerte en su interior.
Cuando emergió de la oscuridad y el espacio en torno suyo volvió a adoptar dimensiones precisas, se encontró en una pequeña cámara. Una de las paredes mostraba aberturas a ras del suelo por las que se filtraba un intenso resplandor, así como las voces de los que se hallaban en la cámara contigua, entre ellas la de su objetivo. Lo percibía.
En ese momento oyó el disparo. Estaba vestida y no había ejecutado los ritos precisos, pero sintió la punzada del viento y temió que hubiese sucedido algo irreparable. Decidió que irrumpiría y trataría de recobrar el control, aun a riesgo de herir a los que no debía. Podía arrastrarse a través de las aberturas, pero antes tendría que apagar los generadores cuyo zumbido estaba escuchando, ya que trabajaba mejor en tinieblas.
No sabía con exactitud cuántos eran, ni cuántos ofrecerían resistencia, pero aquel cálculo no le importaba.
Solo le preocupaban dos cosas: su objetivo y el único de los hombres que era como ella.
Sabía que él también la olfateaba. Pese a todo, las cosas seguían inclinadas a su favor. Quizá había perdido la ventaja de la sorpresa, pero ellos carecían de otra ventaja más importante.
Ellos no eran ella.
Ni siquiera Daniel Kean (menos que nadie, él) pudo anticipar su reacción en ese instante. Parecía colocado en una balanza en cuyo platillo opuesto estuviera Bijou: al tiempo que el cuerpo de su esposa caía, el suyo se alzaba con frenético ímpetu. En una fracción de segundo había cubierto el trecho que lo separaba de Olsen y sus manos se habían cerrado en la garganta del superior de Seguridad. Daniel carecía de la fuerza y entrenamiento de Olsen, pero cuando ambos rodaron por el suelo y se detuvieron, los ojos de Olsen mostraban más agonía que los de Daniel.
Lo hubiese estrangulado allí mismo, de no ser por la intervención del agente que había controlado a Bijou, que sujetó a Daniel de los brazos. Olsen siguió ahogándose un instante más, como si fuera la furia de Daniel y no sus manos lo que apretaba su cuello.
Daniel forcejeó con una energía desaforada, hasta que de repente unos chillidos lo detuvieron. Era Yun.
—Cálmate, o ahora le tocará a tu hija —dijo Moon, que había girado la pistola hacia la niña.
Ver el arma dirigida a la cabeza de Yun no aplacó la rabia que sentía. Se hallaba como transfigurado. Sabía que tenía que impedir como fuese que Yun muriera, no ya por sí mismo (se sentía perdido) sino por la propia Yun y por Bijou, cuyo cadáver yacía en algún extremo de su campo visual. Nuestra pequeña. El último mensaje de Bijou había sido ese. Sin embargo, sus fuerzas crecían en vez de ceder.
Moon lo miraba a los ojos.
—Tu hija, Daniel.
—Sí, mi hija —dijo él, intentando soltarse de la presa del agente.
Moon dejó de mirarlo para concentrarse en el disparo. El cañón, apoyado sobre la sien de la niña, era mucho más grueso que su pequeña frente blanca, el único trozo de su rostro que la mano del joven del abrigo no cubría.
De repente Moon titubeó. Giró la cabeza, pero no hacia Daniel sino hacia Olsen, que se levantaba frotándose el cuello.
—Ella —dijo, nervioso, bajando la pistola—. Está aquí.
Entonces sobrevino la oscuridad.
La estaban esperando, pero no habían establecido un plan concreto para cuando llegara. Ese fue el primer error de Olsen.
—¡Olive, Moon: llevaos a la niña! —Concentrarse en gritar fue su segundo error.
Todo era confusión en aquella ceguera. Las manos que sujetaban a Daniel Kean lo soltaron, y este se lanzó hacia Moon y aferró un brazo casi blando, helado, que no parecía pertenecer a un ser vivo. Aquella serpiente untuosa se deslizó con rapidez, eludiéndolo. Daniel se preparó para una represalia que no llegó.
Al menos, Moon no había disparado contra Yun. Oyó a la niña llamándolo. La voz se quebraba bajo el sonido de unas botas en la escalera. Vio un haz de luz trepando entre los peldaños.
—¡Yun! —gritó—. ¡Yun!
Era un suicidio moverse por una habitación que parecía llena de demonios. Pese a ello, o precisamente por ello, Daniel se movió. Recibió un violento empujón y cayó al suelo. Alguien, que había horadado una pared a puro fuego, dejó de disparar, y posiblemente de respirar. Un uniforme fue lanzado al aire, y solo el ruido que produjo al dar contra un muro permitió saber que dentro cobijaba un cuerpo; tras el golpe, cuerpo, uniforme y muro fueron lo mismo.
—Eres estúpida… —oyó Daniel la voz enronquecida de Olsen—. Eres estúpida o estás loca si crees… —No supo a quién se dirigía, pero un timbre de pavor en su tono le indicó que el superior no estaba seguro de quién era realmente el estúpido y el loco. Quizá solo fanfarroneaba.
Deseaba llegar a la escalera. Sabía que Moon y el otro agente habían huido llevándose a su hija, y la única opción que le quedaba era perseguirlos. Sin embargo, las palabras de Olsen le hicieron volver la cabeza hacia el encarnizado combate que tenía lugar en la oscuridad.
Olsen parecía pelear contra la muerte. Su adversario era una figura más negra que las tinieblas cuya sola velocidad producía escalofríos. Daniel casi olvidó su propia tragedia gozando de aquel mínimo segundo en que oyó a Olsen gritar mientras era aplastado por terribles golpes contra la pared, como propinados por un martillo en las manos de la noche. O de cien martillos, aunque los ojos de Daniel le dijeron que se encerraban en un solo puño. ¿Cuánto dolor necesitaba un hombre como Olsen para morir? Daniel deseó que la vida del superior se prolongara durante mucho tiempo.
Pero todo terminó antes de que pudiera completar aquel pensamiento.
Cuando solo la figura negra y el silencio quedaron en pie, supo que había llegado su propio fin. No solo no le importaba: lo ansiaba con la violencia única con que a veces se desea lo que más se teme. Pero decidió elegir el lugar correcto.
Arrastrándose y alejándose de la figura, gateó hasta dar con el cuerpo de Bijou. Todo su dolor brotó entonces como una anestesia que finalizara abruptamente.
—¡Mátame o déjame con ella! —rugió cuando las manos de la sombra se posaron en sus hombros, tirando de él.
—Hay una tercera opción —dijo la muchacha suavemente.