1995 d. C.
Se lo están tragando.
Las últimas palabras del capítulo anterior, escritas en una luz gris, permanecen ahí en el escenario oscuro del monitor, bajo el menú de ayuda rotulado en el arco del proscenio. El cursor parpadea, un aplauso visible y lento en el negro auditorio desierto.
Llegamos al acto final: no más suplantaciones. No más juegos de prestidigitación con las voces ni más trajes de época. Las pelucas, pieles, y vestidos que yacen ahí abandonados desaparecen. Las máscaras descartadas y las caras sin vida como cáscaras vuelven a atrezo y penden de sus colgaderos. La calavera mordisqueada de Francis Tresham pende junto a la careta de cera de John Clare, con las cejas arqueadas cual luna creciente y una mandíbula que sobresale con un aspecto demacrado. Un molde de Nelly Shaw, con los labios dejando al descubierto los dientes por la agonía provocada por las llamas, se apoya contra la mejilla de papel maché de Alfie Rose, al que da un beso sin querer.
En el proscenio, aunque el decorado permanece igual, el escenario ha cambiado en cierta forma. Se han borrado algunos de los edificios de los años treinta pintados en el telón de fondo y se han añadido otros nuevos; Caligari se alza como una masa enorme frente al cielo claro de noviembre. Año 1995. Las luces se apagan. Las filas vacías aguardan el monólogo final.
Me alejo de la pantalla, del texto, del cursor y de su hipnotizante pulso de música trance. Me doy cuenta de que los ojos me pican, de que la mesa rebosa de cosas. Un cenicero hueco por dentro con la forma de una rana que bosteza, una cascada burda de colillas y piedra pómez estropeada que se derrama desde su garganta de porcelana. El dedo índice de la mano derecha pende dispuesto encima de las teclas. El autor teclea las palabras «el autor teclea las palabras».
De pie, siento la energía que abarrota la habitación, una corriente que fluye hacia atrás en el tiempo proveniente de todas esas lecturas futuras, de toda esa gente y de los diversos grados de inmersión de cada uno de ellos, su conciencia se encuentra medio sumergida dentro del texto y medio desprendida del momento, del continuo, y por lo tanto se puede llegar a ella. Inspiro una gran bocanada de eso mismo, de sus brasas y su crepitar. Siento que todo va bien y que aquí hay una energía poderosa. Todo sucede de modo correcto.
A mi alrededor, los libros de referencia acerca de la ciudad se amontonan formando torres; se convierten en una reproducción a pequeña escala de la propia ciudad. Ahí tenemos Witchcraft in Northamptonshire - Six rare and curious tracts dating from 1612 (Brujería en Northamptonshire: Seis tratados raros y curiosos que se remontan a 1612), y una selección de la obra poética de John Clare. Ahí tenemos a los coritani[9], a los cruzados, los compendios de la vida y muerte de los santos que conforman una topografía de la historia convertida en algo sólido, acantilados de palabras con una extensión de cuarenta siglos que deben sortearse para llegar a la puerta, a las atronadoras escaleras sin moquetar situadas más allá. Bajo por ellas como una avalancha medicada más de la cuenta hacia el salón; la televisión y el sofá.
La historia como calor, agobiante y agotador. Caigo más que me siento en esa reliquia de sofá riesgoso e intento localizar el mando a distancia a tientas, manoseando la capa de hielo perenne formada por revistas y tazas de té vacías que esconden la alfombra, por su propio bien. Resultaría mucho más fácil echar un vistazo, pero también más deprimente. Los dedos se cierran sobre el artilugio, una barrita de chocolate con frutas imaginada por una forma de vida basada en el silicio, y localizo el botón requerido. Una ligera sacudida procedente del sur enciende las noticias del canal cuatro. La historia como calor. Zeinab Badawi por las noches sostiene en alto el crisol ennegrecido para que lo inspeccionemos.
La conferencia sobre el alto el fuego en los Balcanes se presenta en bocados de siete segundos gracias a una cámara maternal y servicial, para reducir así el riesgo de atragantarse. Los representantes de ambas partes parecen sentirse avergonzados, palidecen al ver la luz de los flashes. Unos camorristas de patio de colegio a los que obligan a dar un paso al frente, para que se disculpen, y se den la mano con un resentimiento de ya nos veremos después de la escuela que ya se nota en su mirada y su voz. Dejemos ya de hablar de campos de concentración donde hay violaciones o de limpieza étnica. Volved a vuestros pupitres.
Las próximas visitas a Irlanda del Norte del presidente Clinton esperan centrar la atención sobre un proceso de paz que con celeridad se va transformando más bien en un proceso de embalsamamiento. Clinton sigue la estela de Kennedy si uno juzga las cosas en términos de corte de pelo y mamadas, ha anunciado que no irá a Irlanda sólo para acabar encendiendo las luces de navidad, aunque si para entonces el congreso le corta el teléfono y la corriente eléctrica de la Casa Blanca, puede que se lo piense. Dos familias de Clintons de Irlanda, una a cada lado de la frontera, se pelean por el honor de incluir al descendiente presidente en su árbol genealógico, pero con un poco de suerte la cosa no acabará con un brote de violencia sectaria.
Un análisis económico de última hora, que presenta la conclusión de que el efecto más probable de todo esto resulte en que el diez por ciento de la gente rica acumule aún más riqueza, y los pobres mejor que se mueran. El gobierno nigeriano ha ahorcado a Ken Saro Wiwa por protestar contra la sodomía medioambiental practicada sobre una tierra traumatizada por las temeridades realizadas por la industria petroquímica; neurosis de guerra. Una blancura momentánea bajo las lagunas de Mururoa.
En las viejas ediciones del siglo XVII del periódico local, el Mercury & Herald, encontramos un listado con una serie de muertes, entonces recientes, producidas en Northamptonshire debidas a causas que hace mucho se consideran totalmente imposibles: luces en el cielo, el púrpura[10]. Aquí pone que un hombre recibió «un golpe por parte de un planeta». Me siento boquiabierto bajo el aura catódica de este Armagedón fotogénico, la frase parece que llega tarde para el revival. Bajo el implacable ataque de estas imágenes pasmosas que machacan nuestros paisajes interiores hasta convertirlos en llanuras, como un bombardeo por saturación de la mente. Se trata de la lengua de un mundo que nos abruma. Nada se comunica aparte de la sensación subyacente de que el paisaje se encuentra en su estado más inestable, flexible como gelignita que se calienta. La historia como calor, como un fuego lento ante el cual el planeta llega ahora al punto de ebullición, nuestra cultura pasa del estado líquido al gaseoso entre la agitación caótica y violenta de la fase de transición. Aquí, en el vapor que sube, este proceso se acerca a su momento de crisis, un proceso que se ve interrumpido únicamente por el intermedio que da paso a los anuncios.
De manera sorprendente, entre esta serie de emociones, vertidos, y extinciones globales hermosamente moduladas, surge una mención a Northampton, algo sin precedentes: los inquilinos de las casas sociales del ayuntamiento de Pembroke Road, cuyos jardines dan a la línea de ferrocarril, intentan llamar la atención sobre una nueva serie de casos de leucemia. Si sopla el viento del oeste, se puede oír el chillido y murmullo espectral del mercancías de la noche que pasa por la otra punta de la ciudad. Mike, mi hermano, el más guapo, y a veces el más divertido, aunque francamente no tiene el mismo carisma que uno ni de lejos, vive al lado de Pembroke Road con su mujer Carol y los niños. Quieren mudarse, pero mostrar a los potenciales compradores el lugar vestidos con trajes y cascos antirradiación no va a facilitar las cosas.
A decir verdad, todas las urbanizaciones desde Spencer hasta King’s Heath tienen un aspecto posnuclear desde los sesenta. Justo una década antes, King’s Heath había ganado premios por su diseño, se la consideraba un modelo perfecto para la Inglaterra del futuro lo que, desgraciadamente, se convirtió en una realidad. Llegados los años setenta incluso la tienda de golosinas tenía persianas de acero, y los perros abandonados se unían en manadas aterradoras para cazar, como en la edad media. La discoteca local parecía decorada por un escaparatista esquizofrénico que había ido al cine por última vez cuando proyectaban Barbarella, o quizás Repulsión, con maniquíes demacradas emergiendo desde los muros y los pilares, anoréxicas y conmocionadas, para lanzarse sobre un espectáculo de luces vomitivo. La juventud de King’s Heath enciende cigarrillos en los pezones de escayola, pasándose unos cigarrillos Sovereign, y bebiendo hasta que les entra la amnesia o las ganas de bronca bajo el brillo de color biryani[11] que gira en forma de espiral de un spray de limpieza defectuoso, más tarde la mayoría de ellos se quedan preñadas o entran en chirona según el género al que pertenezcan. La ciudad se encoge de hombros, dando así una respuesta desgastada por el paso del tiempo a su propio declive físico: ella no esperaba algo mejor.
Apago la tele, derrotado momentáneamente. Oculto en parte por tres semanas de ejemplares sin leer de New Scientist y por envoltorios vacíos de galletas, hay un borrador del anterior capítulo. Aquella tienda de Bridge Street en la que trabajó Lily Rouse aún no tengo claro si se trataba de una pastelería o no, pero al final decido dejarlo así primando los caminos que recorre la ficción sobre los caminos menos sólidos de la historia. Lily se queda entre tarros llenos de cataratas de azúcar; proclama la inocencia de su marido con una lealtad que le provoca dolor mientras pesa los caramelos. Lo sacan de la prisión de Bedford, la cárcel que para Bunyan se convirtió en su segunda casa, y se dirige a la horca, los ligueros definitivos, con el nombre de ella en los labios, lo que no resulta una proeza de la memoria desdeñable cuando se piensa en todas las esposas e hijos que pudieron pasar por su cabeza en ese instante. ¿De qué va todo esto, Alfie?
Bunyan: el primero en cartografiar la tierra del espíritu y la imaginación que yace bajo la parte central de Inglaterra, hacía mapas en el terreno alegórico de los verdaderos viajes realizados en el reino de lo sólido. Asimismo, parece que la intención de su trabajo consistía en despertar la aprehensión de un paisaje visionario que se halla bajo las calles y campos subyugados; dar fuego a un sueño incendiario para que la materia aburrida y pesada de los condados y los municipios ardiera con un nuevo significado, y se vieran transformados. En septiembre de 1681 el conde de Peterborough decretó un nuevo fuero para Northampton, estos hechos se reflejaban en el libro Holy War (La Guerra Santa) de Bunyan al año siguiente, pero reubicados en la ciudad alegórica de Mansoul[12]. Con este alias, la sensación de peso e importancia mítica esgrimida por el lugar y sus habitantes queda subrayada, la centralidad enorme e invisible de la ciudad queda confirmada.
Una de las grandes ventajas de El progreso del peregrino como artificio narrativo sobre esta misma obra radica en su estructura, la peregrinación avanza hasta llegar a un final necesario basado en la redención. Aquí, sin embargo, no hay una resolución tan clara a la vista. Se trata del mismo territorio, pero aquí no tenemos a un solo peregrino salvo quizás el autor, o el lector, y sólo hay un avance dudoso. Y aunque la redención no se descarta, se trata de una posibilidad remota en el mejor de los casos. No se trata de uno de los temas principales de los que hemos hablado hasta ahora.
La clave radica en el capítulo final. Constreñido a una narrativa en primera persona en el tiempo presente, no parece que quede más remedio que hacer una aparición personal, lo que a su vez requiere una aproximación estrictamente documental: no valdría sólo con inventarse las cosas. Se trata de una ficción, no de una mentira.
Aunque, claro, eso tiende a colocar la carga que supone la responsabilidad de acabar la novela sobre los hombros de la propia ciudad. Si todos sus temas, motivos, y especulaciones se han de resolver, entonces se resolverán a través del propio ladrillo y la propia carne. La confianza en el proceso que conlleva la ficción, en que la interrelación oculta entre el texto y los acontecimientos debe resultar inquebrantable y total. Este lugar mágico, este lugar loco que se encuentra en el hueco que hay entre las chispas, entre mundo y mundo. Todas las energías sutiles pasan por aquí en su viaje hasta la forma. Dirigidas adecuadamente, nos proveerán de las cesuras que esta narración exige: los terribles perros negros volverán. Habrá fuegos, y cabezas cortadas, y nos encontraremos con la lengua de los ángeles. Se necesita lograr una armonía improbable entre el incidente y el artificio, que puede requerir la localización de ciertas referencias. No queda otro remedio que dar un paseo.
Fuera, la lluvia cae con fuerza sobre la escalera de incendios de Phipps, dando lugar a una estática constante y ámbar a través del resplandor Lucozade[13] de las farolas de sodio. El empresario cervecero Pickering Phipps levantó todo este barrio a finales del XIX, principios del XX, como un último intento desesperado de alcanzar la salvación espiritual. Algo poco probable, por lo que parece.
Montó una fundición en Hunsbury Hill desde donde se dominaba la ciudad e hizo un agujero en los restos del asentamiento de la edad de hierro adyacente para buscar el hierro necesario para construir la vía férrea. Gran parte de lo que pagaba a sus trabajadores volvía a él a través de las barras de sus tabernas la noche de viernes, el día de pago. Northampton tenía muchos pubs por aquel entonces. Podías empezar en la parte de arriba de Bridge Street, y aunque sólo te tomaras media pinta de cerveza en cada parada del camino, nunca conseguías llegar al hotel Plough que se encontraba al final del todo, ya que para entonces se había alejado hasta el infinito.
Phipps pensaba que sus antros para beber podían considerarse tentaciones que se habían puesto en el camino recto de los justos y desde esta perspectiva un tanto negativa el Todopoderoso seguramente le condenaría a las llamas del infierno. Tal y como él lo veía, su única oportunidad consistía en hacerle la pelota al creador para ganarse su favor al construir un barrio que tuviera cuatro iglesias y ni un solo pub. Al dejarle caer este modesto soborno a Dios, o dicho de otra manera al representante del distrito municipal de Northampton, el empresario cervecero pensó que de este modo evitaba un horno que consideraba bastante más horrendo que el que él había erigido en Hunsbury Hill. Aunque llamada «Phipps-ville» en los documentos oficiales, la gente del lugar enseguida acordó rebautizarla como la Escalera de Incendios de Phipps. Mi hogar en los últimos diez años, en una casa u otra.
Parece haber una cierta predilección en la localidad por expresar los contornos del mundo espiritual en términos de piedra y mortero, la materia en su forma más densa, más duradera. Phipps construye un laberinto árido y austero, cuyas calles llenas de adosados se convierten en los peldaños de su ascenso al paraíso. Simon de Senlis construye una iglesia redonda como un pictograma templario que simboliza el martirio y la resurrección. Thomas Tresham codifica la Sagrada Trinidad proscrita en esa locura expresada en su cabaña de tres paredes. Testamentos de ladrillo, párrafos de gran densidad escritos en el propio mundo y que, por lo tanto, sólo Dios puede leerlos. El resto de nosotros, los que no levantamos edificios, expresamos los secretos arcanos de nuestras almas en escritos más efímeros, más inmediatos en el instante si éste se mide a escala humana: con conjuros con los que perdemos el tiempo o con la cháchara incansable propia de un vendedor. Con la letra traidora. Con la prosa, o la violencia.
Esforzándome por ver a través de la oscuridad y la llovizna, salgo de Cedar Road en dirección a Collingwood, el chaparrón ahora se transforma en un chisporroteo constante de un color platino apagado que cae sobre las irregulares baldosas de la aceras. Paso junto a una hilera de tiendas pequeña e insegura en la que se encuentra una oficina de correos donde han mangado tan a menudo que ha conseguido tener toda una legión de seguidores entre la audiencia de Crimewatch[14], en su mayoría se trata de criminales que sintonizan el programa para enterarse de las noticias del gremio y de los cotilleos. Sigo caminando, paso por las bocas de los callejones que se abren por el gaznate largo y sin luz de las salidas traseras, los charcos forman ondas en las fosas sépticas y sumideros de unos adoquines que ya tienen un siglo de antigüedad, un musgo iridiscente se acumula entre las romas piedras grises. Aquí ha habido violaciones, y han sido estrangulados muchachos en edad escolar, aun así estos pasajes miserables y patéticos ni siquiera aparecen en la guía de la localidad. Nuestras calles más reales, nuestras calles más inconfundibles aparecen cartografiadas sólo en la memoria y la imaginación.
Giro a la derecha, hacia Abington Avenue, siento la fría bofetada de sus corrientes de aire y siento la lluvia que se ve empujada por ellas. Cruzando la calle tenemos la Iglesia de la Reforma Unida, uno de los cuatro pilares en los que se apoyó el salto a ciegas hacia la redención de Phipps. Francis Crick vino aquí a catequesis allá por los años veinte, resulta evidente que quedó tan impresionado por las historias de la Biblia acerca de que la Creación se hizo en siete días que por eso descubrió el ADN. La doble hélice, el flujo de la interacción humana da vueltas en espiral alrededor del edificio recientemente remozado: broncas a la hora de cerrar, y copulaciones. El amor, el nacimiento, y el asesinato forman parte de la vorágine habitual.
Kattering Road, y los emporios basura cuyas aguas estancadas van a dar a los afluentes de la ciudad, unas algas formadas por el reloj y la máscara de gas del abuelo. El palacio abandonado de Laser-Hunter-Killer con sus ventanas jabonosas donde el futuro cerró pronto debido a la falta de entusiasmo de la gente del lugar. Más abajo, varado entre el flujo del tráfico de Abington Square en los límites del centro de la ciudad, se encuentra la estatua de Charles Bradlaugh, con el dedo levantado y señalando con resolución hacia el oeste, hacia los campos más allá del área urbana, ayudando de este modo a los compradores domingueros a los que se les ha olvidado cómo llegar al Toy’’R’’Us.
Charles Bradlaugh, primer diputado laborista de Northampton y el primer ateo al que se le permitió la entrada en el parlamento, aunque no sin un gran debate previo. La noche en la que se le admitió en la Cámara de los Comunes se produjo una manifestación en Market Square a la que sé envió a la policía antidisturbios para administrar la bofetada de un gobierno firme. Su figura no se vio libre de polémica, se relacionó con Annie Besant, teosofista, cerillera, y reputada agitadora social gracias a la distribución de una «publicación obscena», según parece la información sobre anticonceptivos se consideraba en general como algo que las esposas o las criadas no debían conocer. Entre los políticos locales no tiene mucha competencia salvo quizás por Spencer Perceval, primer ministro británico muy singular por dos circunstancias: primero, por su condición de oriundo de Northamptonshire, y, segundo, porque lo asesinaron. Bradlaugh se sienta sobre el montículo cubierto de hierba y señala de manera acusadora a la calle Abington, a la zona de las tiendas, al final del siglo XX.
La calle Abington, convertida en peatonal hace algunos años, presenta cestos con flores que penden de los colgadores de las farolas que imitan a las de tiempos pasados consiguiendo un efecto a lo Dickens, con una estremecedora estética sub-Docklands[15] que se hace evidente gradualmente en sus fachadas. Como cuando la democracia y la revolución llegaron por fin a Trumpton, el antiguo régimen corrupto del alcalde y su ayuntamiento salieron de allí con ayuda de la CIA y acabaron reubicados aquí, para imponer brutalmente los valores de su junta de chiste en esta antiguamente encantadora vía pública.
Hace unos cincuenta años se llamaba Bunny Run, el chacra sexual de la ciudad, donde las chicas de las fábricas que reían nerviosas chillaban y sufrían el acoso de la testosterona llena de buenas intenciones del vecindario. Ahora, en 1995, la alegre lujuria se ha transformado en dolor y frecuentes magulladuras, la violencia se manifiesta en la propia arquitectura de la calle, que se filtra de manera inevitable hasta encontrar su válvula de escape en los seres humanos. El suntuoso y majestuoso New Theatre, el primero que cayó demolido en 1959. Los ecos apagados de George Robey, Gracie Fields, y Anna Neagle languidecen entre los compungidos escombros. Luego le tocó a Notre Dame, un colegio de monjas de ladrillo rojo, un receptáculo gótico en el que confluyeron los deseos de los muchachos en edad escolar durante noventa años, y luego, en último lugar, los soportales amarillentos de estilo art decó de la Co-Operative Society: una bella reliquia con un ligero aire egipcio que presentaba una avenida central que descendía en pendiente como si la hubieran diseñado para que por ella rodara la piedra final que emparedaría vivos a los esclavos que se encontraban mirando el Homecare Centre.
Aquí se encuentra, desenmascarado, un proceso que distingue a este lugar como una encarnación de la era industrial. Los montones de ladrillos, las grúas frente al cielo, he aquí los únicos elementos comunes que se observan en las colecciones de fotografías de interés de la ciudad. Como un Saturno que picotea y que se ha quedado sin jóvenes, la ciudad se devora a sí misma. Todo lo que teníamos de magnífico, lo hemos destrozado. Nuestros castillos, nuestros emporios, nuestras brujas, y nuestros gloriosos poetas. Los machacamos, les prendimos fuego y los metimos en un puto manicomio. Dios.
En el extremo más lejano de la calle se alza a la derecha el desierto y fantasmal Market Square, mientras que la mole de nobles formas de Todos los Santos se erige amenazante y poco iluminada a la izquierda. Una hilera de taxis Hackney se refugia en el flanco de la iglesia, encorvados y relucientes como cuervos. Los escaparates de las tiendas de enfrente, en Mercer’s Row, invitan a hacer otra lectura de la ciudad: sólo se han modernizado las plantas bajas, como si el momento presente se tratara de una calima de eventos tumultuosos que acabasen a cinco metros por encima del nivel de la calle, con los pisos situados más arriba arrendados a los siglos anteriores. Si subiera a la carnicería, Sergeants, el Geisha Café aún permanecería abierto, con sus espectrales camareras deslizándose entre las mesas vacías y llenas de murmullos mientras llevan sándwiches triangulares y espirituales. Bram Stoker compartiendo un té para dos con Errol Flynn entre las representaciones del Repertory Theatre.
Sigo chapoteando, alrededor de la parte delantera de Todos los Santos y de su pórtico protector. Aquí hay una placa en recuerdo de John Bailles, un fabricante de botones que existió durante los siglos XVI, XVII, y XVIII, el mayor intento del condado hasta la fecha por plasmar la inmortalidad de manera fehaciente y seria. Casi ciento treinta años: eso supone mucho tiempo invertido fabricando botones. Aunque las cremalleras y el velcro acabaron con él.
La iglesia mira fijamente con un desdén inexpresivo y anglicano hacia la estrecha fisura de la Gold Street; el impasible resentimiento protestante se dirige a cualquier sombra semita que quede en ese antiguo refugio de prestamistas. En el siglo XIII lapidaron y expulsaron a los judíos de la ciudad, los acusaron de sacrificar a bebés cristianos durante el transcurso de la celebración de arcanos ritos cabalísticos. Se trata de uno de los primeros incidentes antisemitas de carácter violento en Europa que puede denominarse como tal, la ciudad se mostraba tan ansiosa y precoz por realizar su exterminio judío como renuente a dejar de quemar brujas.
Durante la segunda guerra mundial, un bombardero se estrelló en la parte de arriba de la calle, un gran ángel de hojalata con una herida en el pecho por la que entraba el aire que llegó como caído desde el juicio final. Arrastrado hacia el suelo de forma inexorable por rayos de tracción de magia simpática que emanaban de la taberna clandestina que se encontraba situada bajo la panadería de Adam que se encontraba detrás de la iglesia, un maravilloso espacio olvidado diseñado para reproducir la forma y los asientos de un aeroplano enterrado. El ruido imaginario del motor por encima de los chorros de aire fríos como la piedra, los estratocúmulos de barro, que parecían llamar a la unión que aquellas dos formas semejantes, arrastrando al bombardero que volaba allá en lo alto embelesado en una caída en picado ante la que no se podía hacer nada. No hubo heridos, excepción hecha de un ciclista que se rompió el brazo debido a que el impacto le tiró del sillín. Estas calles muestran una vez más una misericordia sorprendente y caprichosa. Uno a uno los ciudadanos desfilan a través de la Casa Galesa para salir del Market Square en llamas. El ciclista se levanta aturdido y herido de entre los restos y contempla estupefacto a una Jane Russell que hace pucheros, y que alguien pintó sobre el fuselaje ahora hecho trizas.
Desde Gold Street paso por el doble carril de Horsemarket, por donde ahora circulan más caballos en estampida que nunca antes, donde si giráramos a la izquierda nos toparíamos con la fábrica de cerveza de Carlsberg, ese horror a lo Fritz Lang. En la rama de Copenhague de esta empresa el físico Niels Bohr formuló por primera vez su axioma de que todas nuestras observaciones del universo sólo pueden considerarse, en última instancia, meras observaciones de nosotros mismos y de nuestros propios procesos mentales: Un concepto perturbador, difícil de descartar como la consecuencia de haber tomado demasiadas cervezas y tan cierto cuando nos referimos a las observaciones realizadas sobre una ciudad como cuando hablamos del cosmos, o de las partículas cuánticas que yacen ocultas.
Cruzo Horsemarket hasta llegar a Marefair donde nos encontramos con el adusto mausoleo de la oficina central de control de crédito del Barclaycard a nuestra derecha. Tiene cara de póquer, y la mirada oculta tras unas ventanas negras y opacas, que no revelan nada. Northampton, antiguo centro del negocio del calzado, que se forró con la guerra, y que vio en la larga y desesperada caminata de John Clare una oportunidad de vender un par de zapatos más, se ha convertido en la sede de Barclaycard y Carlsberg, unos iconos perfectos de la era Thatcher, un claro reflejo de nuestras líneas principales de exportación: el macarra cervecero, y los estragos producidos por los créditos. Allá vamos, allá vamos. Allá vamos.
Cruzando la calle vamos a dar con las oficinas del ayuntamiento donde se dice que Cromwell durmió y soñó aquella noche de 1645 antes de cabalgar hasta Naseby para ayudar en el parto sangriento y rompedor que supuso el nacimiento de nuestra actual democracia parlamentaria, que ya como adulta aún se presenta claramente pervertida y traumatizada por esa natividad atroz. Después llevaron a los prisioneros monárquicos a Ecton y los metieron a todos juntos en un prado que se hallaba junto a la posada del Globe Inn la noche antes de dirigirse a Londres, al juicio, el confinamiento, o la ejecución. Muchos de los heridos murieron ahí en el terreno situado detrás de la posada. Un siglo después William Hogarth, un cliente habitual, se ofreció a diseñar y pintar un nuevo rótulo para el Globe, y cambió su nombre por el de World’s End (El fin del mundo) y dibujó una imagen que mostraba el planeta ardiendo en llamas. Los rótulos de los pubs del condado forman una baraja de tarot secreta, esta carta se presenta como la más siniestra, el tema recurrente de este lugar, el fuego, se impone en su aspecto definitivo y aterrador.
Sigo caminando, la iglesia de San Pedro se encuentra ahí iluminada por los focos, tiene un color dorado bajo los últimos coletazos de la lluvia, se trata de un edificio sajón reconstruido tras la invasión normanda. Aquí se celebró el funeral por el tío Chick, todo un pícaro en muchos sentidos, el miembro de la familia que siempre andaba metido en el mercado de negro, perdió una pierna ya anciano pero no perdió su sentido del humor espléndidamente desagradable, ni su mirada maliciosa y cómplice de sapo etéreo con diamantes en la frente. El vicario lo elogió y dijo de él que se trataba de un hombre decente y respetuoso de la ley, decente en todos los sentidos. A lo largo de la misa, Papá y el tío Lou se miraban el uno al otro desconcertados sin tener ni idea de quién hablaba.
Aquí también nos encontramos con el conjunto del idiota y la mendiga tullida junto a la puerta. Con los huesos de Ragener, desenterrados bajo una luz para nada terrenal. Con los hermanos santos, Ragener y Edmund; con sus tumbas remotas de noviembre y sus milagros distantes.
Cuando hallaron la cabeza decapitada de Edmund, ésta se encontraba protegida por un fiero perro negro que no les dejaba acercarse. Tenía las encías rosas llenas de florituras, encogidas a lo largo de los dientes pálidos y amarillos; el santo asesinado tenía la mirada moteada de moscas, su pelo, un bocado de hojas muertas, que recobraba la vida gracias a las hormigas; he aquí los iconos de la heráldica secreta de este lugar, los palos crípticos que marcan la baraja de Northampton: Llamas, Iglesias, Cabezas, y Perros.
Bajo por Black Lion Hill, aún sigo caminando por el sendero sugerido por el dedo de Charles Bradlaugh, y me dirijo hacia el cruce de caminos y el puente situado más allá, hacia el corazón antiguo de la comunidad, donde todo comenzó. Según la descripción que de las Perras Negras hace el folclore del lugar, se cree que prefieren los cruces de caminos o los puentes que se alzan sobre los ríos, aquellos lugares donde la separación que hay entre nuestro mundo y el lugar que se oculta debajo se diluye. La ciudad, por supuesto, se ha cristalizado alrededor de estos mismos rasgos característicos, por lo tanto tiene lo que se merece.
St. Peter’s Way se curva hacia el sur a partir de aquí, y al norte se extiende St. Andrew’s Road, el lugar de mi infancia y la frontera oeste de los Boroughs, el barrio más antiguo y extraño de esta ciudad, que surgió en el lugar donde el camino neolítico del Sendero Jurásico que se extendía desde Glastonbury a Lincoln cruzaba el río Nene. Hubo un tiempo en el que el castillo de Simon de Senlis se alzaba aquí junto al puente, el mismo donde se juzgó y condenó a Becket, el castillo corrió una suerte similar no mucho después. Ahora en este lugar se levanta la Castle[16] Station, la puerta de atrás del castillo, a la que se cambió de sitio, se muestra como el único fragmento que queda del anterior edificio al igual de que si se tratara de la oreja de un hombre muerto cuyo asesino guardó como recuerdo.
En la esquina se encuentra el Railway Club, el destino al que me dirijo esta tarde. Desde la muerte de mamá hace cuatro meses se ha convertido en el lugar para reunirme todas las semanas con mi hermano; un punto de encuentro ahora que ya no hay más cenas de domingo con mamá. Más allá de las puertas de doble hoja por las que se accede a la entrada desde la calle, hay una única sala grande y de techo bajo que se encuentra iluminada como para practicar neurocirugía. En el extremo más lejano hay un escenario pequeñito donde a veces el locutor del bingo se sienta, imbuido con el glamour arcano y la autoridad que le confiere su profesión, ante un público atento y que contiene la respiración ante cada sílaba como si se tratara de las palabras de una divinidad, o un numerólogo.
Aparte de los niños, resulta raro ver a alguien aquí que tenga menos de cincuenta años. El ambiente colectivo se encuentra nublado, aunque se vea iluminado de manera abrupta por la descarga de corriente estática de una risa ahumada. Se trata de una atmósfera estable, tranquilizadora, y familiar. Se trata de gente que siempre ha permanecido aquí, junto al castillo desaparecido, junto al puente. Las palabras han cambiado pero no la voz, ni tampoco la mayor parte de sus quejas.
Mi hermano ya se encuentra aquí, en la mesa habitual con su hijo Jake de seis años, quien ya tiene plena posesión de sus facultades o se encuentra simplemente poseído. Pedimos lo que vamos a tomar y la conversación, que fluye fácilmente, se centra en los hechos acaecidos durante la semana. Mike, después de cinco años, ha descubierto dónde acabaron las cenizas de papá; el mismo lugar adónde mamá va a ir. No se trata de que no se hayan buscado durante todo este tiempo, por supuesto. Simplemente resultó que nadie en el crematorio parecía tener ni idea de cómo encontrar el Jardín de las Rosas B; incluso llegué a afirmar recientemente, aunque de manera errónea, que el Jardín de las Rosas B no existía. Esto dio lugar a que surgieran de forma breve una serie de sospechas inquietantes: el Soylent Green se hace con personas. Por suerte, el asunto se resolvió y descubrieron la placa de papá por casualidad entre los senderos de rosas, entre las hileras de hombres y mujeres transformados de modo milagroso en pétalos, aromas, y espinas.
Tras concluir su relato mi hermano da un sorbo a su cerveza, y limpia la espuma de las antípodas de su labio superior antes de hablar de nuevo. «Bueno, ¿y tú qué has hecho?».
—He trabajado en el libro, nada más.
—¿El libro sobre Northampton?
Asiento con la cabeza, a lo que sigue una descripción superficial de la obra, antes de que los imperativos profesionales se impongan ellos solos y la inevitable búsqueda de material comience; busco la veta en la mina de toda conversación, una palabra, un hecho desconocido o una frase. Mike se ve sometido a una tediosa letanía interminable: ¿Cuántos años tiene el Railway Club? ¿Quién lo construyó? ¿Alguna anécdota? ¿Hubo algún asesinato hace arios? ¿Algún famoso del pasado pasó por aquí? ¿Alguna vieja historia familiar? Medita con un ojo pendiente de su hijo mayor, el cual se encuentra ocupado en la otra punta del club organizando a los otros chavales en escuadras de Power Rangers.
—Una vez el tío Chick se llevó una caja de botellas de cerveza de la sala donde guardaban las bebidas, ésa que da a Andrew’s Road. La arrastró por St. Peter’s Way hasta la casa de la yaya en Green Street. Celebrábamos la Nochebuena. Había nieve por todas partes. Si no hubiera bebido tanto, se habría dado cuenta. Los polis sólo tuvieron que seguir el rastro hasta su casa. La única vez que las fuerzas del orden se presentaron en Green Street para buscar a Chick. Después de eso tuvo más cuidado.
La referencia a Green Street provoca una serie de asociaciones en mi mente. La casa de la abuela paterna, la yaya, su casa olía a humedad, a vejez, y a manzanas marchitas. La rama de la familia de mamá también empezó ahí, antes de que el ayuntamiento los enviara a Andrew’s Road. La cuesta verde que había detrás de la iglesia de San Pedro que da a los adosados del fondo que conforman sus límites, una barricada contra la industria y el asfalto que invaden todo lo que había más allá. Ya no hay ninguna casa. Nada se interpone entre la pequeña parcela de hierba menguante y desprotegida y los usurpadores bloques de oficinas que de manera callada y educada se acercan cada vez más arrastrando los pies, carroñeros que se comportan lo mejor que saben.
Hace treinta años, Jeremy Seabrook escribió su influyente obra acerca de la pobreza en Gran Bretaña, la tituló «The Underprivileged»[17], y se centraba atinadamente ni más ni menos que en exponer lo que suponía Oreen Street y lo que significaba ese conjunto de vidas, de incidentes, y de deseos. Green Street se convirtió en el emblema de una clase sin derechos; en un ruego apasionado que pedía que tanto la calle como su gente se rehabilitaran. La respuesta consistió en echarlo todo abajo en ambos sentidos.
Resultaría casi imposible siquiera formular ese ruego hoy en día, esos emblemas y esos arquetipos hace mucho tiempo que se han ido desgastando por el uso, convirtiéndose en clichés y parodias. ¿Cómo vamos a hablar, sin reímos, sobre la puta del lugar que se acostó con un cliente para que la yaya pudiera comprar marmite[18] a los niños? Una fulana de buen corazón, una familia más pobre que las ratas, ñoñerías y gilipolleces de Northampton. Y aun así una muchacha cuyo nombre se ha olvidado se acostó con un extraño en el patio trasero de su casa y de este modo consiguió dinero para los niños de su vecina, ¿cómo hemos llegado a esta situación en la que ya no tenemos un lenguaje que comprenda estas cosas?
De vuelta en el Railway Club, la conversación se centra en un patrón que se mantiene y que orbita la masa jupiteriana del tío Chick, una gravedad que carece de sustancia corpórea pero que no ha disminuido. Mike recuerda el primer trago que se tomó con Chick después de que le cortaran la pierna. Habían tomado algo con papá y el tío Gord en el Silver Cornet, se habían parado al volver para comprar un periódico ese domingo en el kiosco. Mike se quedó en el coche con Chick, preguntándose con cierta incomodidad cómo iba a afrontar el tema de la pierna que ahora le faltaba al tío, del muñón apoyado sobre la palanca de cambio.
Mientras esperaban en silencio, se percataron de que desde el extremo más alejado de la calle una figura solitaria se acercaba a ellos con una lentitud penosa, mientras se acercaba dicha figura daba paso a la silueta de un hombre desdichado y abatido que tenía un pie deforme y una joroba prominente. Chick observó cómo el hombre pasaba cojeando junto a ellos, con los ojos estrechándose en las cuencas que parecían de pasta de hojaldre poco hecha, al fin rompió su silencio para decirle a mi hermano: «Oye, Mick. Ve y pregúntale a ese cabrón de ahí si quiere pelea».
Risas. Otra ronda. Al final la charla da una vuelta completa, cierra el círculo y vuelve a la posición inicial.
—Entonces, ¿de qué va el libro?
Acerca del mensaje vital que los labios quietos de los hombres decapitados aún pronuncian; acerca del testamento que los perros negros y espectrales escriben en orín a través de nuestras pesadillas. Acerca de alzar a los muertos para que nos cuenten lo que saben. Se trata de un puente, un cruce de caminos, un lugar desgastado en la cortina que existe entre nuestro mundo y el inframundo, entre el mortero y el mito, la realidad y la ficción, una gasa raída no más gruesa que una página. Trata sobre los poderosos cánticos repetitivos y sin sentido de las brujas y su revisión mágica de los textos en los que vivimos. Nada de esto puede explicarse.
En vez de eso, lanzo una evasiva deliberada y con una mirada de reptil: «Bueno, hasta que no lo acabe, va a resultar difícil de explicar».
Bebo lo que queda en el vaso: Jake se queda quieto y con gesto serio mientras le ayudan a ponerse su abrigo de invierno, la sotana de un cardenal enano. Fuera, caminando hasta la entrada de la estación para coger un taxi, se detiene junto a la puerta de detrás del castillo ahora reubicada, e insiste en que se le lea en alto la placa que ahí se encuentra. Según su padre, muestra unos síntomas preocupantes y tempranos de la obsesión familiar con los lugares y sus antecedentes. La ciudad como un virus hereditario. Las calles desaparecidas y los patios antiguos se convierten en algo implícito en la sangre.
Doy un paseo en taxi hasta St. Andrew’s Road hasta llegar a casa de mi novia. Los Boroughs se alzan desde aquí hasta el Mayorhold, un recinto triangular donde la gente del lugar celebraba, una vez al año, una elección de mentirijillas y elegían a algún borracho local o a algún pirado como alcalde del vecindario, un gesto anual de desprecio dirigido al sistema social que los excluía. Mayorhold ahora se reduce a un cruce de carreteras, inhóspito y feo; el puesto de alcalde lleva vacante algunos años, el medallón de latón que le acreditaba como tal se perdió hace tiempo, se olvidó. Sólo búscala, y una ciudad más antigua, más verdadera se enciende envuelta en llamas de significado a partir de estas brasas, de estas paradas patéticas.
Me bajo en Semilong, una especie de índice a los Boroughs, que se compiló más tarde. Me despido apresuradamente de Mike y Jake antes de que el taxi siga su camino con ellos hacia King’s Heath. La colina de Baker Street baja hasta el zumbido intermitente de Andrew’s Road, y llega hasta Paddy’s Meadow y el Nene, la zona de carga y descarga que se extiende más allá. El prado toma su nombre de Paddy Moore, un ex miembro del ejército irlandés que trabajó como socorrista en la zona de baños de este río lento y fauno. Vigilaba a todos, a los niños, a las serpientes de río, y a veces a las nutrias que venían de río arriba. Daba clases de natación a grupos de chicos desnudos, los cuales sin duda se veían animados por el palo corto que portaba debajo del brazo y por sus ocasionales muestras de violencia corporal con el último chaval que saliera del agua. Cuando cerraron la zona de baños y le pusieron a barrer las calles se le rompió el alma y eso lo mató. Estos recintos componen un coral formado por esos días y esas vidas que han acrecido.
Por la carretera que hay al final de la calle, justo a la vuelta de la esquina, se encuentra el lugar donde un conocido se desangró hasta morir el año pasado, víctima de un apuñalamiento. Fred el fiera, que conocía mejor a la víctima, andaba por aquí haciéndole una reforma en el desván de su novia cuando la brigada de homicidios le arrestó, todos ellos unos ansiosos actores suplentes para la próxima producción de Lynda La Plante[19]. Le pregunté si él formaba parte de «La conexión Amsterdam». Aquello le resultaba incomprensible: simplemente se encontraba cerca del lugar del crimen el día que ocurrió. Si vives aquí bastante tiempo, llegará el día en que acabes doblando la esquina de la atrocidad.
Aquí, en el lugar más alejado tierra adentro, el ombligo de la nación, todo el rencor se acumula, las erupciones no son infrecuentes y se dan más casos de crímenes violentos por habitante que en ciudades de más notoriedad. Estas manchas de actividad solar sangrientas parecen motivadas únicamente por las fluctuaciones en el campo magnético de la ciudad: un turista sexual que acababa de llegar de Milton Keynes al que le rebanan el pescuezo un par de chaperos. Se pusieron a dar vueltas en el coche con él dentro bajo el pretexto de buscar un hospital mientras su identidad se filtraba por la tapicería de atrás. El motivo, robo, según los tribunales: un mechero Ronson, que vale tres libras y cuarenta peniques. Un niño al que encontraron mutilado, quemado, y devorado parcialmente en un garaje, hace quince años. Un muchacho retrasado al que guardaban en un cobertizo, tratado como un perro por su madre avergonzada hasta que él la mató con el cuchillo para el pan.
Las tinieblas ocultas tras las cortinas. La locura. El dolor. Incluso al inspeccionar de pasada el lienzo de Northampton, uno se da cuenta de que estos colores predominan. Resulta innegable que el milagro, la melancolía, y humor mordaz se encuentran presentes, pero la sangre acaba centrando la atención. ¿Por qué aquí? ¿Por qué tanta? ¿Acaso hay algún episodio primigenio olvidado en el pasado prehistórico del condado, un patrón que siguen todos estos sucesos que vinieron a continuación? «La Meca del crimen de la parte central del país», así la llama David J, el padrino del gótico que vive junto a la puerta norte de la ciudad entre las cabezas de los traidores y las cenizas de mujeres quemadas.
Mientras tanto, de vuelta en Baker Street, mi novia se encuentra en casa. Melinda Gebbie, dibujante underground originaria de Sausalito, California; modelo de bondage en el pasado que recientemente se ha transformado en boxeadora del peso quark. Como muchos otros, se ha visto atrapada por este agujero negro urbano, completamente invisible para la televisión, sólo presente como una ausencia por el modo en que la luz de los medios de comunicación se dobla a su alrededor; por la devastación que se encuentra en sus perímetros. Se extravió y se acercó demasiado a este horizonte final, donde las líneas de la A45 convergen, y quedó atrapada. Aunque su percepción del mundo se mantiene frenética, para los observadores situados en un lugar hipotético fuera de la ciudad, parece que no se mueve, que ha quedado congelada para siempre en el borde de esta singularidad devoradora. Nada sale de aquí sin verse arrastrado dentro otra vez. La enorme velocidad de escape requerida resulta casi imposible de alcanzar, una contradicción con respecto a las leyes especiales de la relatividad que rigen este lugar.
Una gravedad a la que los americanos parecen más que propensos, quizás en respuesta al tirón atávico de este sitio, del barro del que surgieron. Las familias Washington y Franklin emigraron de Sulgrave y desde el fin del mundo[20] situado en Ecton, posiblemente escapaban del resultado de la guerra civil. El blasón del pueblo de Sulgrave presenta barras y mújoles, barras y estrellas, elementos que volvieron a aparecer en la bandera de las presuntuosas colonias. Este vínculo provoca espejismos siniestros de vastos rascacielos de cristal que se alzan por encima de las aldeas dormidas, de taxis amarillos que dan empujones para buscar un hueco entre los carriles empedrados. Este paisaje conforma la placenta perdida de América, descartada pero aún tenebrosa y brillante y llena de nutrientes. Atraídos por un rastro ancestral, a los pródigos del condado se les llama para que vuelvan, brincando río arriba a través de las grandes olas del Atlántico hasta llegar a la tierra que los engendró.
Tras unos momentos tiritando en el umbral de Semilong, mi llamada a la puerta obtiene respuesta. Me pide que entre en un pequeño universo fauvista de color, lleno de productos para pintar, y que presenta una acumulación desquiciada de souvenirs peculiares, y ornamentos, y una colección de lápices que desafía a la imaginación y que cubre todo el espectro de colores, algunos sólo visibles para los perros y las abejas. En el piso de arriba, hay un retablo de Action Men transexuales y Barbies caprichosas, aumentadas quirúrgicamente mediante el uso imaginativo de Fimo[21]. Mike, mi hermano, anduvo por aquí una vez para regar las plantas; recibió un susto de muerte gracias a una figura de cartón tamaño natural de la señora Doubtfire y un perro disecado, según parece en el dormitorio principal; no ha vuelto desde entonces.
Me siento como un Gulliver alucinado entre los robots, trolls, y mutantes liliputienses. Me relajo de inmediato, como en casa. Bebo té y lleno su habitación de humo. Digo cosas horribles y aterradoras a su gato cuando ella no se encuentra en la habitación. Olvido la novela por un rato, aunque sólo eso, un rato.
Me dice que ha soñado con perros: en uno de sus sueños llevaban un cachorro de Perra Negra sin pelo y ciego a su cama; en el otro desenterraban el gran cráneo de un perro espectral, que se podía identificar por sus cuencas enormemente abiertas y monstruosas. En la mente se ejercitan y no necesitan espacio más, amplio que marcar con su olor. Aunque se exponen a sufrir los incontables y tediosos repasos de cada obra en la que trabaja, esto es lo único con lo que Melinda sueña, con los sabuesos enormes y negros que sólo ladran en sueños y se manifiestan en los márgenes de esta ficción, como presagios aún por desentrañar.
Me quedo una hora o dos y vuelvo a casa en taxi. Subo la escalera que da al dormitorio del ático, decorado con unos harapos de verde océano con vetas doradas. Hay un altar colocado en el vidrioso hueco de ladrillos de la chimenea, atiborrado con figuritas de sapos y deidades extrañas; con una imagen del hermoso y antiguo dios romano serpiente que adoro en la actualidad. El aroma de la mirra. Una luz verdosa infecta sobre los lomos agolpados de libros sobre el chamanismo y la cábala, Spare y Crowley, el Dr. Dee y la hueste enoquiana, llaves del mundo crucial de lo Irreal. Hace cinco años, esta narración comenzó contando las historias de unos brujos locales con cornamentas, sin sospechar que acabaría involucrado personalmente en tal actividad. El texto, de modo predecible, se mezcla con los acontecimientos. El chico del neolítico y su madre muerta recientemente. El crematorio y sus patios de rosas elusivos a media milla de los campos crematorios de la edad de bronce. Me despierto con un diente que se me ha caído reposando en la lengua.
Aunque a veces resulta enervante, esta intención siempre se encontró presente, la de borrar la línea entre lo irrefutable y lo inventado. La historia, revisada y reinterpretada una y otra vez, si se examina se observa que se trata simplemente de otro tipo distinto de ficción; que se convierte en peligrosa si se toma como poseedora de una verdad innata más allá de su naturaleza. Aun así, se trata de una ficción en la que debemos habitar. Al carecer de un territorio que no tenga un carácter subjetivo, sólo podemos vivir en el mapa. Todo lo que queda entonces se resume en saber en qué mapa elegimos vivir, si vivir dentro de los textos monótonos del mundo o si bien los reemplazamos con un lenguaje más poderoso de nuestra propia invención.
Dicha tarea no resulta inconcebible. Hay puntos débiles en las fronteras del hecho y la invención, cruces donde el velo de lo que existe y lo que no existe se rasga con facilidad. Id a los cruces de caminos, y dibujad las líneas necesarias. Haced las invocaciones y recitad los nombres bárbaros; el Gorgo y el Mormo. Invocad a los perros, a los espíritus animales, y encended fuegos imaginarios. Caminad a través de las paredes para llegar al paisaje de las palabras, convertíos en un personaje más que habla en primera persona dentro de la extraña progresión de la narración. Haced de lo real una historia y de la historia una realidad, convertíos en el retrato que lucha por devorar al modelo.
Obviamente, este intento de matrimonio entre el lenguaje y la vida; esta gilipollez abracadabrante se trata de un modo de actuar no exento de riesgos. Siempre existe el peligro de que se dé un giro sorprendente y uno acabe con un billete al sanatorio mental de St. Andrew; que todo acabe en un declive lento y doloroso en compañía de la sombra desamparada de John Clare.
La asociación con Clare me lleva a otro tema. Hay un pub en la ciudad, que antiguamente se convirtió en el lugar de reunión de los artistas de la zona, de los bohemios, y de los abobados por la química que se remodeló y reformó recientemente rebautizándolo como el Wig & Pen[22] con la esperanza de atraer a los picapleitos y magistrados que solían pasar por la ciudad, hecho que, de algún modo, nunca se materializó. El dueño del bar encargó una decoración del techo al estilo de la Capilla Sixtina que presentaba una selección de figuras importantes de la localidad interpuestas entre los abogados y jueces. La obra resultante muestra al autor en la esquina superior, sumido en una conversación profunda con John Clare. ¿Qué consejo le ofrece? ¿«No te pases con el tema de la clase obrera» posiblemente? Aunque con toda probabilidad todo se reducirá a un «búscate otro trabajo».
Una cama cómoda y una habitación en un ático tranquila, otra de las reformas de Fred el fiera. El gran John Weston hizo el enlucido en las paredes, se sintió tan henchido de orgullo que llegó a firmar su creación con un cincel en la parte inferior derecha, sobre el rodapié. Weston, un ex yonqui y, más recientemente, un antiguo ex bípedo, una anomalía peligrosa colocada en este planeta sólo para joder el récord de supervivencia de los fósiles: techador epiléptico; y, antaño, un ladrón de ésos que entran por las claraboyas. Le advirtieron de que aquello iba a acabar mal. Se rompió ambas piernas al entrar por el techo de un almacén y eso que la puerta del piso de abajo se encontraba abierta en todo momento. Hubo una ocasión en la que se precipitó en picado de cabeza desde un tejado a una altura de tres plantas al darle un ataque de apoplejía, aunque tuvo suerte ya que su cráneo se encontraba ahí para detener la caída.
Lo que peor quedó fue la pierna, la primera vez. Las venas se colapsan, se encogen cuando se las va a pinchar, y la circulación falla. La extremidad se hincha hasta convertirse en un muñeco hinchable que daba risa y provocaba agonía, que extraía sustancia del cuerpo hasta que Weston se quedó como un gigantesco esqueleto de ángel que intentaba buscar la salida desde dentro de una bolsa de papel marrón. Las visitas al hospital se convirtieron en una experiencia horrorosa. Su tolerancia a los opiáceos impedía encontrar una dosis lo suficientemente fuerte que le calmara el dolor sin matarlo de la misma. De algún modo sobrevivió con todos los miembros intactos y se curó. Se mantuvo limpio un mes o dos, y luego se ofreció a vigilar la farmacia de un amigo. Su mujer René se dio cuenta de que la había vuelto a cagar cuando se cayó en la mesa durante la cena, con la cara por delante, haciendo burbujas en el puré. Dijo que últimamente se sentía un poco cansado.
Cuando le volvió a fallar la circulación a primeros de año no pudieron salvarle la pierna. Ha acudido a desintoxicación y rehabilitación desde entonces, sigue vivito y coleando mientras aún quede algo con lo que vivir y colear, y las perspectivas parecen prometedoras. Espera poder surfear por Internet un día de éstos. Haciendo cabriolas sobre la tabla.
La curiosa proliferación de piernas con heridas o completamente mutiladas dentro del presente texto ha surgido sin preverlo, al igual que la fijación con noviembre, a partir de las propias historias. La monja lisiada, Alfgiva, y el cruzado cojo, Simon; los problemas en el pie de Clare en su caminata desde Essex, y la pierna achicharrada que sobresalía del coche de Alf Rouse. Después de un tiempo, uno se da cuenta de la gran cantidad de rótulos y murales que hay en esta ciudad llena de botas y zapatos que muestran una pierna o un pie fuera del contexto de un cuerpo. Podemos ver estos miembros dañados o perdidos como unos jeroglíficos que nos advierten colocados sobre el pergamino del lugar, trampas marcadas de manera codificada que nos indican las dificultades y peligros del sendero.
Lo de las cabezas cortadas resulta más difícil de resolver; un motivo más crudo y recurrente y reiterado con mucha más frecuencia. La efigie recién acuñada de Diocleciano o la más real de María Tudor. Francis Tresham, el capitán Pouch, y la misteriosa cabeza reverenciada por los caballeros templarios. Ragener, y Edmund con un Cerbero negro gruñendo que le llevaba de la oreja al inframundo. Las cabezas, los huevos suaves y con ojos de los que emerge la calavera retoña. Los emblemas sangrientos de una información, definitiva acerca del inframundo, que exige un precio. Cuando Odín pidió obtener sabiduría de la cabeza de Mimir, lo pagó con un ojo: este conocimiento lleva consigo un cercenamiento de la percepción, o al menos una reducción. Se pierde la visión de profundidad.
El tiempo pasa, la continuidad en la vida y en el manuscrito se ve interrumpida de manera nerviosa. Mi hija mayor, la más bajita, viene en el tren de Liverpool para pasar la Navidad, se encuentra en un estado de embriaguez para cuando llega a Castle Station. Ahora lleva pendientes en las cejas, las orejas, la nariz, el labio inferior, como si su gran cabeza completamente afeitada se hallara llena de bolsillos con cremallera ocultos. Leah. Todo el mundo pensó que se trataba de un nombre encantador. En hebreo significa «vaca». En un día o así la hermana menor, la más alta, Amber, la seguirá, una muchacha gótica de quince metros de altura cuyas mayores influencias son Morticia Adams y el World Trade Center. Dejó la escuela hace seis meses y acojonó a varios representantes de educación y bienestar social sólo con la mirada hasta que se doblegaron ante su atroz voluntad y la dejaron ir a clases nocturnas. Disfrutar de la compañía de estas mujeres tan guapas y amenazadoras lo considero un gran privilegio.
Me encuentro atrapado en el trance espiritual de este último capítulo y voy en busca de un desenlace, de una salida, de una escalera de incendios, según parece el realizar una última expedición se presenta como algo inevitable, necesario. Enganchamos a Fred el fiera para que haga de chófer; Leah le acompaña. Parto cuando ya cae la tarde hacia Hunsbury Hill y hay nieve en la calle, con la nueva racha de optimismo de Fred como compañía. Se sacó el carnet en una autoescuela autorizada, y todos sus coches anteriores los despedazó él personalmente, como tenía que hacer. Tiene la piel llena de tatuajes y un pendiente en la oreja, ojos de lunática bajo las demoníacas cejas pelirrojas, una pesadilla horrenda inventada por la clase media para aterrorizar a sus niños. Se ríe como Pig Bodine de Gravity’s Rainbow: Jua-jua-jua. Tiene el valor que le dan sus convicciones y las penas que le dan sus condenas, ambas de un grado excepcional.
Fred se encargaba de la puerta la noche que Iain Sinclair y su hipnotizante golem Brian Catling hicieron una lectura en la iglesia redonda del Santo Sepulcro. Realmente parecía que queríamos buscamos problemas al unir deliberadamente a dos presencias chamánicas llenas de energía en este lugar aún sin explotar debidamente. A mitad de la lectura de Catling de The Stumbling Block se produjo una interrupción, un arrebato de un chalado de fama local. Un ultra de la poesía. Se le expulsó con rapidez, Fred se lo llevó a un bar cercano y le ofreció un trago apaciguador. A continuación, llegó la explosión. Los cristales rotos. Una embestida de unas mandíbulas llenas de espuma cruzando la mesa hacia la yugular de Fred. Dos dientes fuera, sangre por todos lados. Su atacante le sacó del bar, hacia la calle, donde Fred se encontró mirando fijamente al cañón tembloroso de una pistola y esperando no morir ahí, entre el Labour Exchange y el Inland Revenue, una víctima más de la especialidad local, el tiro al viandante. De algún modo logró salir de aquella situación. Durmió en el piso de abajo con una espada aquella noche, atrapado de manera inconsciente bajo el aura del cruzado de la iglesia y del acontecimiento.
Estos ataques repentinos de violencia, conforman las mareas que se mueven en el inconsciente de Northampton, que se transforman en una realidad sangrienta a la menor provocación, estas fuerzas ocultas existen bajo la superficie, debajo del barniz pavimentado del pensamiento consciente y la racionalidad. La ciudad como una mente que se expresa en el hormigón, su inconsciente enterrado en las partes más profundas donde los miedos y los sueños se acumulan. Este inframundo existe realmente, aunque permanece oculto: una maraña de túneles enlaza la tierra que se encuentra bajo el asentamiento, unas madrigueras que se remontan a los primeros días de la ciudad. Las grandes iglesias se supone que se encuentran unidas de esta manera, corren rumores de que existe un pasadizo que corre bajo el río hasta llegar a la abadía de Delapré.
Aunque vislumbrado a través de la memoria viva, en entradas de ladrillo descubiertas en los sótanos de la infancia, este dominio subterráneo pertenece ahora al terreno de la leyenda, ya que el ayuntamiento niega que tales catacumbas existan. Una vez más, hecho y folclore se acercan: un estrato vital y oculto de la psique del condado se suprime, se rechaza.
La avidez con la que las autoridades han borrado este mensaje secreto entre líneas de la historia del condado resulta sospechosa, además de haberlo resuelto todo de un plumazo: la cripta debajo de la iglesia redonda del Santo sepulcro de De Senlis que representa la tumba de Jesús en Getsemaní se sabe que existe, aunque no hay entrada a ella y nadie la ha visto desde que se erigió, hace siglos. Cuando unos trabajadores que desempeñaban su labor en la cercana Church Street atravesaron la pared de la zanja en la que se encontraban para dar con un espacio lleno de corrientes de aire más allá, no me queda ninguna duda de que se habían encontrado por casualidad con la cripta olvidada. El párroco, muy emocionado por el hallazgo, marchó a toda prisa a Church Street a la mañana siguiente para descubrir que se había llamado por la noche a la gente del ayuntamiento para que taponara con hormigón la entrada.
La ciudad subterránea no conoce límites. El plan de contingencias de defensa civil tanteó este espacio sagrado: para emplazar los búnkeres de los burócratas exentos de la guerra nuclear, los camerinos desde donde subvencionarán el Apocalipsis. Ya no podremos levantar las losas para descubrir los cadáveres de santos asesinados, los huesos llenos de una luz atroz. La certeza fría reemplaza a la especulación visionaria. Al verse desplazada, el alma secreta del paisaje se mueve a otro lugar, a una posición a la que retirarse, que pueda defenderse con más éxito. El misterio se guarece detrás de sus bastiones más viejos; busca el terreno más alto.
En el barrio de Briar Hill justo debajo de Hunsbury Hill se descubrieron restos del neolítico, más antiguos que los restos de la edad de bronce y de hierro que se encontraron más lejos, ladera arriba. El vehículo de Fred apenas despierta sospechas, se arrastra por las carreteras estrechas y sinuosas que hay entre los bloques de edificios; evitando las zonas donde las pegatinas amarillas de la Patrulla Vecinal abundan más, para acabar aparcando en una calle silenciosa.
Cruzamos a pie el barrio y subimos hacia el campamento de la edad de hierro, con Leah andando a zancadas por delante en la nieve, su rostro traquetea y repica, una música lúgubre en la oscuridad.
Habla de un sueño que tuvo hace semanas en el que se encontró su dormitorio ocupado por una colosal perra negra como el carbón, su figura, del tamaño de un caballo, se dejaba caer sobre una cama demasiado pequeña como para albergarla, resollaba y hacía grandes esfuerzos en medio de la agonía del parto aunque se encontraba demasiado enervada como para dar a luz. Tuvo que meter la mano dentro y sacar a los monstruosos cachorrillos de Perra Negra, en ese momento el sueño cambió y se vio en un hospital, acababa de dar a luz ella misma a esos horribles seres ciegos y a pesar de ello se sentía invadida por un orgullo maternal y un amor abrumador por aquellos niños repulsivos. Se los mostraba a la gente que venía de visita, quienes miraban a la cuna sin decir palabra alguna debido a la angustia. Muerte súbita. Sus perritos negros recién nacidos yacían todos quietos y fríos. Se despertó con lágrimas de impotencia provocadas por la pena de la pérdida.
Los perros negros olisquean alrededor de la periferia del libro, husmean a través de las pesadillas de aquéllos más cercanos al autor a medida que el texto y sus sabuesos fantasmales se acercan más al borde de la realidad. Las Perras Negras se ven rara vez fuera de los sueños hoy en día. Sólo ha habido un avistamiento desde los años setenta: un motorista en la A45 se encontró con un perro enorme negro como una sombra y tan grande como un poni que corría a la par de su veloz vehículo cruzando los campos situados junto a la carretera. Aunque, desde entonces, ni un simple atisbo. Quizás se trate de una criatura salida del bestiario de Borges, medio real, o sólo sólida de modo intermitente, que camina pesadamente entre los páramos cambiantes que se encuentran en las fronteras de la forma, mientras en su ojo llameante arde la luz de un fuego perpetuo.
Las casas de Briar Hill constituyen un laberinto bajo el crepúsculo que desciende, y resultan poco familiares al encontrarse espolvoreadas por la nieve. Al fin el gran círculo blanco del campamento desenterrado se nos presenta, rodeado por zanjas y fresnos amenazantes, desnudos frente a la luz que se difumina. Un silencio espeluznante. Nada se mueve en las casas apiñadas más allá de la línea que forman los árboles. Quizás se haya ido todo el mundo.
¿Por qué los habitantes de la edad de hierro abandonaron este lugar con tanta celeridad de modo que dejaron todas sus piedras nuevas para moler el maíz detrás? No por causa del fuego. Ni por la peste, ni por inundaciones, ni por el ataque de bestias salvajes. N i por los romanos. Algo pasó aquí, un asentamiento de unas sesenta personas se desmorona de la historia para nacer en el mito, más víctimas de ese territorio fronterizo preocupantemente endeble que separa ambos estados.
A lo lejos en el crepúsculo, hay hombres riendo. Algo baja desde el borde de la zanja levantada y se sienta sobre la nieve, allí en el campamento vacío.
Entorno la mirada, como un miope, y luego pregunto a Fred. «¿Qué ves ahí?».
Frunce el ceño, intenta enfocar la vista a través de la tenue luz, con sus cejas rojas entretejidas. «Un perro».
—¿De qué color?
Realiza un examen más detenido de la forma que permanece sentada e inmóvil, que ni ladra ni gruñe.
—Negro, por lo que parece.
Dos hombres surgen de entre los árboles, corren riendo mientras bajan la pendiente donde la forma les espera sin moverse. Uno de ellos lo levanta y se sube el peso inerte y sin fuerzas del animal al hombro, como un saco. La pareja después se aleja corriendo y riéndose entre dientes a través de este lugar helado, envuelta por las sombras en el extremo más alejado, perdiéndose de vista. ¿Se trataba de un perro? Si no, ¿cómo ha podido correr colina abajo y nueve metros campo a través? A veces las cosas cambian y se transforman en otra cosa. Aquí, en esta tierra de nadie crepuscular que divide la noche del día, se encuentra la sima entre lo que sucedió y lo que nunca ocurrió. Las certezas de la historia se derrumban, desaparecen totalmente. Sólo la anécdota, sólo el relato permanecen.
Al final, partimos del lugar desconcertados. Pasando los árboles, vamos a dar con una vista clásica de la ciudad yacente, la vemos desde el lugar donde las primeras líneas del grabado que conforma la ciudad se ejecutaron, aunque el sujeto ha cambiado mucho a lo largo del tiempo. Entonces, la aguja de la iglesia dominaba un pequeño racimo de edificios bajos. Ahora, tenemos un campo de estrellas de color Pernod[23], una constelación desafortunada castigada por un tiempo inclemente.
Hacia el este se encuentra el resplandor de las nuevas urbanizaciones que han duplicado el tamaño y la población de Northampton en quince años. Blackthorn y Maidencastle[24], bautizadas así de manera nostálgica en virtud de cualquier característica natural que allí se hallase y que se pavimentó para crearlas. Bellinge, Rectory Farm y Ecton Brook[25]. Un antiguo bloque del este que ahora hierve a fuego lento con malicia: crack, armas, y coches quemados.
Hacia el oeste, se halla el epicentro desilusionado del aura terrenal de Northampton, del lugar de impacto desde el cual grandes ondas lentas de ladrillo y mortero se extendieron. Todo se ve desde aquí. Si alzas ambas manos ante tu rostro a cada lado, podrás abarcar la ciudad, sus luces ensartadas en una maraña de hilos que se cruzan entre los dedos extendidos. Pubs y adosados. Cines desatendidos, adaptados, y transformados. El tráfico se mueve, como una toxina persistente, a través de las arterias sobrecargadas. El corazón frío y brillante vacila, coágulos de neón se acumulan en sus válvulas, pero sigue adelante, la coronaria se evita de momento, aunque se trata sólo de una moratoria.
De vuelta a casa en coche, me pongo a trabajar aquí en la Escalera de Incendios de Phipps. Hace cinco años que empecé este libro. Cuando la sonda Galileo partió hacia Júpiter, las primeras imágenes emitidas llegan ahora a nuestras pantallas: he aquí el fenómeno gaseoso nunca visto esclavo de una gravedad monstruosa. Atrayendo a los cometas que le provocarán cicatrices. El paisaje que tanto deseábamos ver al fin se nos revela.
Algunos capítulos más atrás, apareció el concepto de chamán con la ciudad tatuada en su piel, los límites de la urbe y las espirales serpenteantes del río se convierten en parte de él de modo que él a su vez se convierte en la ciudad, una asociación mágica con el objeto delimitado entre las líneas que lo representan: líneas de tinta o líneas de texto, eso no supone ninguna diferencia. Se trata del mismo impulso: delimitar el lugar en palabras o símbolos. La perra y el fuego y el fin del mundo, hombres y mujeres cojos o sin cabeza, monumento y montículo. He aquí nuestro léxico, un alfabeto escabroso para en marcar en él el encantamiento: conjurar el mundo perdido y a sus habitantes invisibles. Restaurar el esqueleto fracturado de la leyenda, una necromancia desesperada que levanta los edificios putrefactos para que anden y hablen, llenos de las voces de los muertos resucitados. Nuestros mitos se encuentran pálidos y enfermos. He aquí un pequeño plato, lleno de sangre, puesto por escrito para alimentarlos.
El tiempo de sueño[26] de cada ciudad, la esencia que precede a la forma: En la maraña de bromas, recuerdos, e historias reside la infraestructura vital sobre la que se asienta el plano sólido y material. Una ciudad de pura idea, erigida sólo en la mente de la población, he ahí nuestra única y verdadera base. Si dejas que la visión se desvanezca o muera de hambre o se desmorone, los ladrillos y el mortero de verdad se desmenuzarán con rapidez poco después, he aquí la fría y eterna lección de estos quince años; el legado de la virgen de hierro. Tú únicamente restaura la canción y la estructura del mundo se arreglará gracias a ella.
Este lugar permanece indiferente a todo esto, se sube el cuello con la primera brisa del siguiente milenio, e intenta restarle importancia a sus ansiedades. La población aumenta, se derrama sobre las cajas de cartón y las entradas marcadas por el pis. Las cámaras de vigilancia en cada esquina registran la realidad de la ciudad de modo duro y realista, algo admisible como evidencia. Si vamos a refutar esta realidad brutal y reducida, se requiere una ficción más intensa, más convincente, extraída de los muertos que conocieron este lugar y dejaron sus huellas en sus piedras.
John Merrick, sentado y pintando junto al lago en Fawsley, con la silueta de su cabeza monstruosa de ángel fetal frente a las aguas plateadas que deslumbran más allá. Hawksmoor en Eastern Neston, líneas encorvadas y entrecerradas de tinta a través de su teodolito; todo ella se alinea con la aguja de la iglesia de Greens Norton aunque nadie sabe seguro el porqué. Charles Wright, el muchacho de la granja O’Bell, conmoviendo a todos hasta las lágrimas con su recital de poesía en el Mutual Improvement Hall. Los ladrones, las putas, y las víctimas en las cunetas inundadas. El brujo, el concejal y el loco, el magistrado y el santo. Desbordamos las fábricas demolidas de zapatillas y las galerías comerciales para acabar convergiendo en las calles de Faxton, en las calles de las aldeas que simplemente desaparecieron. En pie recitamos la parte que nos toca cuando nos corresponde, y alrededor de nosotros los fuegos del tiempo y el cambio se avivan y extienden sin restricción alguna. Las palabras se prenden en nuestros labios, y en cuanto se pronuncian se convierten en cenizas.
Se trata de la última noche de noviembre, el mes resulta una fría extensión de humo, cordita, y señales celestiales que se encuentra ya detrás de nosotros. Ha llegado el momento de finalizar y sellar esta obra; de completar el sendero de historia con la absoluta inmersión del narrador en la misma, con un compromiso y un sacrificio. El momento de concluir el ritual llega, se anuncia a sí mismo con un cambio de estado de ánimo y de luz, con una sensación de posibilidad sin forma. Arriba en la bruma del contraste marino del espacio del ático, un círculo de velas ceremoniales se encuentra encendido para deslumbrar y derretirse. En este tartamudeo entre el brillo y la sombra, los contornos sólidos del lugar se vuelven más ambiguos, el mundo se relaja aún más. La información bajo esta luz parpadeante proviene de cualquier siglo.
Se trata de un rito sencillo, dentro de su modalidad, su finalidad consiste sólo en convertirse en un punto de referencia, en una plataforma conceptual sobre la que colocarse en medio de la velocidad y los remolinos de este terreno engañoso: unas serpientes imaginarias se colocan en los puntos cardinales para protegernos contra las trampas que esas direcciones simbolizan, mientras que al mismo tiempo se hace un llamamiento a virtudes igualmente simbólicas. Las ideas se presentan como la única moneda de cambio en este dominio, y toda idea existe como idea real. Un lenguaje denso se engendra y se emplea para fijar estas imágenes a modo de boyas de referencia de la mente, este encantamiento y la novela progresan hacia el silencio elocuente y lleno de suspense de su culminación. Así hacemos aquí las cosas, como se han hecho siempre.
El vino, la pasiflora, y otras sustancias de la tierra. Formas que se pintan con los dedos retorcidos en el espacio vacío. Trastornado, por supuesto, pero se trata de un trastorno buscado. Hablar del deseo en términos tanto lúcidos como diáfanos. Escribirlo para que no se olvide cuando lleguen los espasmos. En lo más profundo del estómago siento ahora el hormigueo de que se aproximan éxtasis horrendos. Un nombre y una invocación, y luego silencio. Fracaso. Nada ha pasado, entonces sufro un arrebato. La pérdida repentina de calor. La subida apresurada y con la cara lívida por la escalera de un desván que se convierte en una escalera de Escher[27], consigo llegar a la luz fluorescente ultravioleta del baño cuando el veneno sale en tropel para derramarse sobre la bostezante porcelana.
Temblando y alucinando, con un glamour opalescente que ha descendido incluso sobre los hilillos que marcan el rastro de la bilis de color sepia. Serpientes pálidas de luz nadan a través del aire enredado. La barba perlada por el vómito, y los ojos en blanco parpadeando. Siento la necesidad de escupir, de beber, y de limpiar los ácidos hirviendo de mi garganta castigada.
En el piso de abajo, la atmósfera se espesa, la densidad de la presencia aumenta a medida que los párrafos finales de la invocación se aproximan. Estas palabras, aún sin escribir, se encuentran presentes de un modo incipiente en el aire cargado. La televisión se encuentra encendida. A la deriva en la pantalla luminosa e insistente, una imagen del nuevo juzgado de la corona, en Campbell Square, situado detrás de la iglesia redonda de De Senlis, penetra en el resplandor y el delirio. Se trata del desenlace de un juicio por asesinato, el crimen ocurrió meses antes, un residente de Corby al que asaltaron en su casa con consecuencias fatales, todos los detalles se habían ocultado hasta ahora. Los finos pelos de la nariz se erizan. La habitación se enfría mientras el velo comienza a rasgarse. Algo lo va a traspasar.
Planos de los familiares, afligidos y desasosegados mientras abandonan el juzgado. Algo acerca de la cabeza de la víctima: no pudieron encontrarla en el lugar del crimen. Perdida durante semanas hasta que la descubrieron debajo de un seto. La encontró un perro negro. La arrastró a través de la hierba y el pavimento, a través del crepúsculo morado de las calles de Corby, las mandíbulas oscuras cerradas sobre un pliegue de mejilla que presentaba la palidez de la cera. Las imágenes se alzan, frías y relucientes, como el rocío. Uno de los ojos del trofeo se encuentra mutilado, medio cerrado, el pelo gris se halla cubierto de barro. El aliento del labrador, un susurro cálido y apremiante sobre el oído frío y sordo. Labios negros de chacal que se retiran hacia atrás, que transmiten el conocimiento a gruñidos de Anubis, la información sobre cómo viajar para los muertos recientes. La cabeza rebota a través de la basura de la cuneta, asiente con un gesto de afirmación solemne ante este sombrío conocimiento, y sabe lo que los santos saben. Redonda y llena de sangre, se trata de un punto final escrito por una mano más importante.
Un océano de estática se alza, rugiendo en mi mente. Mis manos se levantan, en señal de alarma, dentro del campo de visión. Miro fijamente a personajes y palabras incoherentes que parecen arrastrarse a través de mi piel desnuda, como una poesía de la epidermis. El brillo de la lámpara se oscurece y queda tintado, como si se encontrara filtrado por el humo. Necesito aire.
Me tambaleo por la cocina hasta llegar a la puerta trasera y al patio situado más allá, salgo trastabillando para acabar sobre la hierba y bajo la luz de las estrellas, calmándome poco a poco bajo la brisa de la noche despejada, bajo las ruedas lentas y distantes de las constelaciones. Las mismas luces antiguas. Su persistencia perfecta y sombría. Se mecen sobre La Escalera de Incendios de Phipps, el santuario prometido del siglo que vendrá, una terraza que cruje y resulta algo insegura, que ya no se encuentra tan lejos allá en lo alto. Las tierras de los años que pasaron yacen ahí abajo a través de nubes turbias, estos pisos inferiores se pierden totalmente entre las chispas o el pánico y ya han sido devorados. En lo alto, grandes harapos de cirros se enganchan en el arco de la noche, un atisbo intermitente de gracia a través de los velos del humo y el hollín.
He aquí los tiempos que tememos y que tanto deseamos. El murmullo del horno de nuestro pasado crece a nuestras espaldas, con una cadencia más clara. Ahora casi resulta inteligible, sus sílabas se revelan. Nuestro mundo se enciende. La canción mana, a partir de una luz irresistible.