Compañeras de juegos

1705 d. C.

Dentro de las cabezas de los búhos y de las comadrejas se encuentran joyas que curan las fiebres y los cólicos. El relámpago es el orgasmo de Dios que golpea en un fresno, donde Su semilla crece, con la cabeza redondeada y el tallo delgado, entre las raíces. Una mujer o un hombre pueden introducir estos restos de orgasmo en la boca, y después tener la Visión, de esta manera pueden reunir todos sus pensamientos en un único fuego, para viajar en su humo hacia el cielo. Allí se encontrarán con la cigüeña o la garza que les llevarán hacia arriba hasta que la Gran Catedral, con sus perfectos techos abovedados formados únicamente por la Ley y el Número, pueda ser percibida. Yo me he tragado mi propio orín, he visto esas cosas.

No hará una hora, el Sr. Danks, el Pastor de Todos los Santos vino con la Biblia y los alguaciles a la celda que comparto con Mary, tras lo cual nos sacaron de allí y nos colgaron en el patíbulo situado en la puerta norte de la ciudad hasta que estuvimos casi muertas, con nuestros buches totalmente destripados. Tras descolgarnos, nos ataron a continuación a este lugar. Portamos las quemaduras producidas por las cuerdas como gloriosas cadenas que simbolizan nuestro poder, y nos sentamos medio inconscientes y resplandecientes sobre nuestro trono de leña.

Atada junto a mí, la mano pequeña y cálida de Mary reposa en la mía. No está más asustada que yo, puesto que una brisa que proviene de las terrazas invisibles le calma y la luz malva que empaña sus pastos de noche le apacigua. Aunque nuestras gargantas no estuvieran tan constreñidas por el linchamiento como para no poder hablar, no hace falta que crucemos palabra alguna entre nosotras puesto que ya sabemos cómo son estas cosas. Se trata del mismo Reino, de la misma idea de un Reino, donde la idea de un Reino es el propio Reino. Me van a quemar, y aún no tengo veinticinco años.

A lo largo de los campos helados de marzo, los pájaros están construyendo algo delicado y terrible a partir de las cuerdas del sonido, del juego del eco. Ambas somos las últimas que serán asesinadas de este modo, en una hoguera en Inglaterra. Esto nos lo han dicho los Duendes y las cosas de colores que moran en las ciudades superiores donde todos los días son uno solo, donde no existe el ayer ni el mañana. Después de esto, ya no habrá más grasa humana alrededor de una mecha de enaguas. Ya no habrá más mejillas hermosas tratadas con crueldad por las llamas.

Ahora levanto lentamente mis pesados párpados hasta que tengo ambos ojos abiertos, justo en ese mismo instante Mary hace lo mismo a mi lado. Al ver esto, el rebaño reunido más allá de nuestra pira se queda boquiabierto de asombro y da un paso atrás, sus caras, dignas de alguien que nació en una pocilga, están llenas de terror. La Viuda del Pico, quien afirmó que nos había oído hablar del asesinato de la Señora Wise, ahora hace la señal de la cruz sobre sus tetas marchitas y escupe, mientras, el párroco Danks comienza a leer en alto un texto de su libro carcomido por las polillas, sus palabras son como el hollín que se limpia por la mañana.

Si vosotros supierais, monos de granero, lo que habéis quemado aquí. No lo digo por mí, sino por Mary, quien es bella mientras que yo soy poco agraciada. Si pudierais contemplar las arrugas de sus ojos cuando dice algo gracioso, entonces la conoceríais. Si conocierais el fuerte sabor de su coño cuando aún no se ha levantado por la mañana, apartaríais la mirada por vergüenza y apagaríais vuestras antorchas. Capturada entre su vello, mi saliva se transformaba en joyas y cada una de ellas era una mansión pintada con acuarelas donde unos homúnculos enanos y brillantes moraban. Cuando sube unas escaleras se compone una canción, y cada vez que le viene la regla habla en el idioma de los gatos, pero ¿eso qué importa? Es como si todo esto no fuera nada. Quemadlo, convertidlo todo en cenizas, su cabellera pelirroja, los dibujos que traza.

He de admitir que hemos conversado con los nueve Duques que gobiernan el Infierno. He visto ese lugar y ya no me da miedo, porque es un lugar bello en cuya entrada hay piedras preciosas. Es la cara del Cielo para los crédulos y timoratos, y en todos mis tratos con sus embajadores, he descubierto que son unos auténticos caballeros, gente de unos modales magníficos y excelentes. Belial es como un sapo hecho de un cristal maravilloso con muchos ojos que forman un círculo en su frente. Es profundo e inescrutable, mientras que Asmodeo es más parecido a una telaraña exquisita de diferentes patrones que circunda una cabeza: irónico, fiero, y con gran talento para las matemáticas. A pesar de su ira y sus caprichos no son malos, simplemente lo son tanto como los demás con nosotras, y son más que hermosos a su manera, de modo que deberíais envidiar a aquéllos que contemplan tales maravillas de la Naturaleza.

Ahora un hombre de cejas pobladas que no conozco da un paso adelante con una antorcha en la mano, con ella toca los andrajos anudados y la paja colocada en el borde de la hoguera. Cerramos los ojos y suspiramos. No falta mucho, mi amor. No partiremos muy lejos. Los balcones invisibles ya no se encuentran tan lejos allá en las alturas que hay sobre nosotras.

Nos conocimos cuando yo tenía catorce años, iba desde Cotterstock a Oundle que estaba más arriba del camino porque mis padres querían deshacerse de mí. Mary tenía justo la misma edad, era de piel pálida y llena de pecas, y de piernas y brazos grandes. Durante aquellos primeros meses fríos, me dejó esconderme en el patio trasero que era propiedad de su padre y en su habitación algunas noches, siempre que su hermana o su hermano no estuvieran allí. Dábamos vueltas por la ciudad y jugábamos. Cuando llegaba la noche, nos retábamos a quedarnos bajo el pasadizo empedrado del Hotel Talbot, que llevaba al oscuro patio situado en la parte de atrás. Habríamos_ podido jurar que llegamos a oír al fantasma de la antigua Reina María, quien durmió en ese mismo lugar la noche antes de que la decapitaran, caminando por el rellano del piso de arriba con su cabeza colocada bajo el brazo. Chillábamos. Nos abrazábamos allí en la penumbra.

A veces nos aventurábamos más allá de las baldosas llenas de orín y cerveza del patio y pasábamos hasta la calle Drummingwell[4], situada en la parte de atrás del hotel Talbot. Nos quedábamos ahí para escuchar el redoble de tambor de la propia calle, esa calle que emitió un sonido muy parecido al de un tambor la noche anterior a que el rey Carlos muriera y en otras ocasiones también, como la muerte de Cromwell. Afinábamos el oído y aguantábamos la respiración, aunque nunca llegamos a escuchar sonido alguno.

Corríamos por los campos para escondemos entre los laburnos silvestres, y en nuestra imaginación se transformaban en hombres salvajes con el culo azul procedentes de África, que gateaban medio desnudos con unas expresiones feroces y risibles ahí entre los tallos adormilados que daban cabezadas. Nos metíamos los dedos la una a la otra, y al principio nos reíamos, para después ponernos cachondas y serias. Encontramos una musaraña muerta, estaba tiesa y brillaba como si la muerte fuera una capa de barniz, y una tarde observé cómo meaba entre las prímulas, cerré los ojos ante aquella imagen de un chorro oscilante de oro trenzado que formaba un agujero empapado, allí, en el suelo bajo sus pies, aunque aún podía oír la música del murmullo de aquel líquido y ver su arroyo entrelazado en mis pensamientos.

Ya llega el primer beso del humo, como el besito cariñoso de un marido en la nariz, y al igual que sucede con el beso de un marido ambas mantenemos los ojos cerrados mientras dura. Tiempo más que suficiente como para que introduzca su lengua amarga y asfixiante hasta casi la mitad de nuestras gargantas. Un picor brutal y ardiente se acurruca detrás de nuestras acobardadas fosas nasales, espero que los leños no estén verdes y mojados, o que asimismo tarden en arder, porque cuando se forjó nuestro pacto, el Hombre de la Cara Negra dijo que no conoceríamos los fuegos del castigo. Un silencio que parece silbar invade mis oídos, como si algo inconmensurable se acercara, pero se desvanece con rapidez, avasallado por el fino crepitar que ahora nos rodea por todas partes. Calla, Mary Phillips, y no tengas miedo, porque tú y yo hicimos una promesa.

Encontramos un medio de ganamos la vida que encajaba conmigo, y también encontramos una pequeña habitación en Benefield donde me alojé los diez años siguientes, aunque, prácticamente, no pasó un día sin que disfrutáramos de nuestra mutua compañía. Mientras crecíamos, la gran aventura que teníamos entre nosotras parecía casi una barca, que nos llevaba con el tiempo lejos de aquel paisaje de laburnos, lleno de, fantasmas y juegos secretos, para llevarnos entre esas islas rabiosas que son los hombres.

Disfrutamos de ellos, de los hombres, durante aquellos años, ¿verdad, Mary? Aunque he de confesar que yo disfruté más que tú, tampoco es que tú te quedaras corta. Nos acostamos con cavadores de zanjas, sacristanes, cantineros, y verdugos que aún portaban la pestilencia de la muerte en las manos. Nos invitaban a una cervecita en el bar del Talbot; nos tomaban contra el muro del malecón del mismo modo que echarían una meada por el camino al volver, dando tumbos, a sus mujeres y hogares. Por eso, no dormía muy a menudo con ellos, pero cuando lo hice me sorprendí: si no están despiertos, son más suaves al tacto, y más parecidos a las mujeres. Qué pena, pues, que deban despertarse.

Aunque sí que se despertaban. Se levantaban antes que yo, se marchaban antes de que realmente abriera los ojos, y cuando los veía caminando un domingo con sus familias sólo sus esposas me miraban, poniendo mala cara. Si me veían más tarde en el mercado, reunidas en grupitos de dos o tres, decían según pasaba, «ahí va la muy puta», o si no enseñaban a sus hijitos a insultarme, gritando cosas como «Shaw la puta» y «Nell la ramera» allá donde fuera. ¿Cómo es posible que una cosa tan placentera y sencilla como el mete-saca pueda provocar tanto desprecio, tanta vergüenza y miseria? ¿Por qué tenemos que coger la parte más dulce de nuestro ser y convertirla en otra cosa con la que sacarnos los ojos?

Ahora pasa una cosa curiosa. Al moverme en mis ataduras, una vez más he abierto los ojos, para descubrir que todo se ha detenido. El mundo, el humo, las nubes, la multitud y las llamas que brincan, todo está quieto, nada se mueve. Todo se ha parado.

Qué extraño y encantador es este reino en el que ya no hay movimiento, qué perfectamente preciso. Al examinar las florituras propias de un dragón del humo congelado, observo que tienen una belleza que se pierde al ver las cosas normalmente, presentan filigranas más pequeñas e idénticas en su forma que florecen, como helechos, a partir de la retorcida espiral que las engendra. Y pensar que nunca me había fijado.

Miro hacia abajo, y me sorprendo sólo un poco al darme cuenta de que estamos ardiendo, yo y Mary, las dos. Estas tristes faldas nuestras nunca han tenido mejor aspecto que ahora, repletas de fuego, luz, y color; pintadas de rubí por llamas que no se mueven. No hay dolor, ni siquiera calor, aunque observo que uno de mis pies está negro y chamuscado. En vez de dolor hay una tristeza pasajera, yo creía que mis pies eran la parte más bonita de mi cuerpo, aunque Mary dice que le gustan mis hombros y mi cuello. Cuando nos hayamos librado de toda forma, surgiremos realmente desnudas de nuestras cenizas, y no habrá parte alguna de nosotras que no sea hermosa.

Aunque se ahoga y no puede hablar, puedo oír la voz de Mary dentro de mí diciendo Elinor, oh Elinor, rogándome que mire con intensidad dentro de las llamas que, de algún modo, sin aparentemente haberse movido, han llegado hasta mi pecho formando una especie de blasón feroz.

Miro fijamente a estos carámbanos mutados de oro y luz, y en cada uno de ellos hay un momento, breve y completo, atrapado en ese ámbar brillante. Aquí está mi padre, golpeando con una correa a mi madre mientras ella se encorva sobre la mesa de la cocina profiriendo alaridos, he de decir que lo veo como si lo observara a través de una puerta abierta. Aquí está aquel sueño que tuve cuando era niña, sobre una casa sin fin repleta de libros, más de los que hay en el mundo. Aquí está el momento en que me corté el hombro con un clavo y aquí están las brujas muertas, envueltas en cera y congeladas.

Bajo la base de cada llama hay una ausencia clara y quieta; un espacio vacío misterioso entre la muerte de la sustancia y el nacimiento de la luz, con el mismísimo tiempo suspendido en este vacío de la transformación, en esta pausa entre dos elementos. Ah ora lo entiendo, siempre ha habido un único fuego, que ardía antes de que el mundo comenzara y que no se extinguirá hasta que el mundo termine. Veo a mis compañeros de llamas, los no natos y los muertos. Veo al niñito con el cuello acuchillado. Veo al hombre harapiento que se sienta dentro de una calavera de hierro resplandeciente. Casi siento que los conozco, casi tengo la sensación de que sé qué es lo que significan, como si fueran letras de un alfabeto cruel.

Al principio todo era una broma, lo del dibujo pintado con sangre de cerdo y la vela. No podíamos imaginarnos que de ahí saldría algo, ni que fuéramos a lograr algo con una facilidad tan aterradora. Se dijeron en alto algunos nombres, y al final hubo respuestas que provenían de un lugar tenebroso; de una niebla con vida propia que descendió sobre nuestros pensamientos. Eso ocurrió en febrero del año pasado, cuando todos los charcos se encontraban congelados y cubiertos por una especie de membrana.

Nos acuclillamos, tiritando desnudas, en mi angosta habitación y escuchamos las nuevas palabras que oíamos dentro de nosotras, aunque esta forma de escuchar era distinta a la que se realiza con los oídos, algunas veces era más similar a un cambio en el ánimo o a una visión que al habla. Y así se nos contaron muchas cosas.

Todos nosotros, cada uno de nosotros, somos los fragmentos dolientes y ensangrentados de un Dios que se vio despedazado por el sollozo del nacimiento de la Eternidad. Cuando todos los días hayan transcurrido, Ella, que es la Novia y la Madre que se halla dentro de todos nosotros, reunirá todos los retales del ser que se diseminó en un único lugar, donde volveremos a saber lo que sabíamos al principio de las cosas, antes de esa atroz división. Todo ser está dividido entre lo que es, y lo demás, lo que no es. De estas dos partes la última es la mayor, y tiene más importancia. Sabed que el pensamiento mora en otro país. Que todo es real. Todo.

Al principio, era sólo una voz en nuestro interior, el Hombre de la Cara Negra sólo aparecía en pequeñas dosis. Al principio, teníamos la sensación de que alguien se sentaba en la silla vacía que se encontraba en una esquina de mi habitación, pero cuando mirábamos hacia allí no había nadie. Al fin, ambas podíamos distinguirle si le atisbábamos con el rabillo de ojo, aunque si le mirábamos directamente, desaparecía.

Era alto y aterrador, su pelo y su bigote eran como los de una bestia, sobre la negrura iluminada y pintada de su cara sus ojos eran de un amarillo pálido y brillante al igual que los de un cabrito. Una luz oscura y púrpura lo rodeaba, y daba la sensación de que su carne estaba decorada por doquier con tatuajes, formados por líneas espirales como serpientes o por una nueva caligrafía. Unas cosas que parecían ramas o cuernos brotaban de ambos lados de su cabeza, y cuando hablaba dentro de nuestras mentes su voz era lo bastante profunda como para que el aire se helara. Nos dijo que debíamos extender las manos, pero sólo yo me atreví, Mary estaba demasiado asustada.

Me quedé ahí durante unos instantes con la mano extendida, al principio, no sentí nada, sólo me sentí como una idiota. Sin embargo, al poco tiempo, pude sentir el toque ligerísimo de algo que se parecía mucho a unos dedos que se cerraban sobre los míos, y que, para colmo, estaban muy fríos. Cuando habló, sólo se dirigió a mí, lo sé porque cuando Mary y yo discutimos sobre esto más tarde me confesó que en esos momentos no oyó nada.

Me dijo, «Elinor Show, no me temas, porque soy uno con la Creación, como lo sois vosotras».

Luego dijo algo que no entendí, y me pidió que le prestáramos alguna cosa durante un año y dos meses. No deseaba algo sólido, sino más bien algo inmaterial, por lo que, en un principio, me entró miedo, ya que creía que me estaba pidiendo mi Alma. Me tranquilizó, al decir que lo único que me pedía era la mera Idea de mi ser, la cual iba a utilizar para algún propósito que no alcancé a comprender, y sólo por un corto espacio de tiempo. Incluso en este día, el día de mi muerte, sigo siendo incapaz de entender cómo la Idea de mi ser puede ser de algún valor, o para quién.

A cambio, me prometió que nos contaría cómo se invoca a los Duendes y cómo se conversa con ellos además de cómo hacer que nos obedecieran. Aún más, nos prometió que no sentiríamos las llamas del Infierno o del castigo.

No estoy segura de qué lugar salió el pergamino en el que dejamos nuestras firmas con sangre para sellar el pacto. Durante un tiempo pensé que había sido cosa de nuestro visitante, aunque de dónde lo sacó, no lo sé, ya que estaba desnudo. Ahora me da la sensación de que podría haber estado ahí en mi habitación desde tiempo antes de que él apareciera, totalmente olvidado hasta aquella noche en la que nos topamos con él. Insistió en que firmáramos con nuestra sangre, diciendo que toda función corporal humana y su fluido correspondiente poseen un asombroso poder, que atrae a aquellos espíritus que no poseen ellos mismos un cuerpo y que, por lo tanto, consideran tal sustancia una novedad. A continuación, dijo que cuando invocásemos a aquellos Duendes deberíamos dejar que se amamantaran de los jugos de nuestro sexo, lo que les aplacaría, y que, de este modo, nos darían sus favores. Lo dijo sin ninguna malicia, como si para él no hubiera nada de qué avergonzarse en tal acto, aunque yo me ruboricé, al igual que mi Mary cuando se lo conté.

Lo que sucedió a continuación no lo sé. En mi confesión he contado que el Hombre de la Cara Negra se fue a la cama con las dos, y nos poseyó, y es muy probable que tal cosa ocurriera, pero en un sentido totalmente distinto al que estamos acostumbrados. No estoy segura de si alguna vez él estuvo allí en la cama con nosotras aunque nosotras sí que estábamos ahí, en carne y hueso, o si las cosas que creíamos que nos hacía nos las hicimos nosotras mismas, la una a la otra, después de todo. Aunque ambas le sentimos ahí con nosotras en ese delirio de movimientos y enredos, en esa presencia intensa que no se parecía en nada a un hombre y que empujaba dentro de nosotras, fría como el hielo pero aun así excitante.

Nos encontrábamos con él fuera del tiempo. Nuestra cama era toda cama donde todo hombre o mujer habían nacido, fornicado, o muerto. Cuando Mary lamió mis nalgas pudo ver una curiosa flor de luz que se extendía desde ellas lo que nos hizo reír, pero en nuestras mentes su voz nos dijo, «ved esta Rosa de Poder. Hay una colocada junto a cada una de las puertas del cuerpo», tras lo cual nos sentimos menos embriagadas.

Cuando alcanzamos aquella inmensa Alegría hubo un momento distinto a todos los demás en el cual el mundo había desparecido, ni siquiera había llegado a estar ahí alguna vez, en su lugar se encontraba la más perfecta de las blancuras, y nosotras éramos la blancura, y ambas éramos sublimes, y ambas no éramos nada. Después, si es que podía haber en verdad un después en tal cosa, dormimos hasta que llegó el día cuando nos despertamos y descubrimos que estábamos solas junto a una vela apagada y un pergamino lleno de sangre.

Ahora tengo los brazos y los hombros envueltos en llamas. Junto a mí, bajo las faldas de Mary, oigo el siseo y el chisporroteo de su vello del amor al ser abrasado; el distintivo animal secreto y sagrado de nuestro género. Qué aspecto tan glorioso debe de tener ahora, emplumado con unos fuegos espléndidos, como si fuera una visión. Frotaría mi cara contra él, me empaparía la barbilla con chispas en vez de flujo. Lo veneraría. Lo adoraría. Aún no siento dolor alguno.

Las cosas de las que nos acusaron, que hicimos, en apenas más de un año, supusieron la muerte de quince niños, ocho hombres, y seis mujeres gracias al empleo de nuestras diabólicas artes; de la misma manera, también libramos al mundo de cuarenta cerdos, cien ovejas, y treinta vacas, según mis cuentas eso supone que hechizamos una tres bestias a la semana. También se me olvidaba incluir a unos dieciocho caballos. Por los alrededores de Oundle, y llegando a sitios tan lejanos como Benefield y Southwick, no se pisaba un hormiga sin que se afirmara que nosotras éramos responsables de alguna manera del fallecimiento del pobre bicho. Cuando se quedaron sin crímenes de los que acusarnos, pasaron a enumerar nuestros pecados más leves, afirmando que éramos pareja y también «compañeras de juegos», lo que nos proporcionó grandes momentos de hilaridad.

¿A qué jugábamos con nuestra cera y barro? ¿A qué jugábamos con nuestros alfileres? Si he de ser honesta, aquello era poco más que un entretenimiento egoísta, en gran parte, hasta que supimos más acerca del Reino Superior, entonces cambiamos y nos volvimos más respetuosas. Aun así seguíamos riéndonos tontamente de nuestros juegos, seguíamos retozando con las maldiciones y encantamientos sin fin, seguíamos divirtiéndonos al transformar la palabra en milagro.

Si pudiéramos contarles siquiera la mitad de lo que sucedía, además de lo de los Duendes que invocábamos y lo de las criaturas similares de un orden superior. Como he dicho antes, si a uno le enseñan, la facilidad con la que pueden hacerse estas cosas da miedo. Podíamos invocar a cuatro clases de Duendes, todos con diferentes utilidades y colores. Algunos eran enrevesados y de color rojo, éstos tenían conocimientos tanto de Arte como de otras diversas materias. Algunos eran de un gris parduzco, y tenían forma de anguila decorada, o más bien como torsos que poseían colas, y aunque no parecían tan listos como los otros, entre sus inmersiones y fluctuaciones una podía oír los pensamientos de la otra, y sobre sus ondas podíamos enviar nuestros sueños a recorrer el mundo.

Algunos Duendes eran negros, tenían una piel brillante sobre la que Todas las cosas se reflejaban, como en un espejo. Tenían forma de hombre, aunque eran de un tamaño más pequeño, los utilizábamos para ver el futuro, o lo que sucedía en lugares remotos. Vimos en el brillo de sus frentes el tiempo de tinieblas que hubo antes, y supimos de los días que vendrán, aquéllos en los que el fuego caerá, en las escrituras de sus tripas de ébano.

Los Duendes blancos eran como hurones, o quizás como gatos delgados con unas manos enanas como las de los hombres ancianos, y en sus rasgos también había algo que recordaba a la cara de un viejo. Sólo servían para hacer daño. No hacíamos uso de ellos. Bueno, no muy a menudo.

Lo que ocurre con los Duendes es que hay que mantenerles ocupados todo el rato, si no, se aburren de la compañía mortal y se marchan. Además, en justicia, deben ser recompensados por cada tarea que realizan, la gratificación que yo y Mary les dispensábamos consistía en ponernos tumbadas mirando hacia arriba dentro del círculo de tiza con nuestros sayos levantados y las rodillas separadas. Tras haber hecho esto, siempre nos sentíamos cansadas. No podíamos verlos mientras bebían a lengüetazos entre nuestros muslos, sólo a veces los sentíamos, chupando nuestros botoncitos.

(Aquella desgraciada noche en la que Billy Boss y Jacky Southwel, Policías ambos, fueron enviados a apresarnos, fuimos examinadas. Todos los hombres allí presentes contemplaron estos botoncitos, esos rincones donde dijimos que los Duendes nos habían chupado, y parecieron muy sorprendidos, como si no hubieran visto nunca antes tales cosas. Al describirlos decían que eran como pezones o trozos de carne roja alojados en nuestras partes más íntimas. Me compadezco de sus pobres esposas, si es que las tienen).

Aparte de los Duendes, invocábamos a unas criaturas muy peculiares, similares a unos perros monstruosos, a los que a veces se les llama la Perra Negra. Tienen unos ojos que parecen brasas, y algunas son muy antiguas. Viven cerca de los cruces de caminos, o en los puentes, en lugares donde las cosas aún están por decidir y donde el velo entre lo que es y lo que no es se halla desgastado y raído, y se desgarra con facilidad.

Tienen una especie de cachorrillos, mucho más pequeños y mucho más difíciles de contemplar, que son negros y ciegos al mismo tiempo, y cuyas lenguas son largas y muestran mucho afán de explorar cosas. Su presencia hace que la atmósfera del lugar se llene de miedo, pero esto se condensa en un placer exquisito y sorprendente al tocarlos. Le mandamos un par de ellos a Bessy Evans cuando comentó que no tenía ninguna alegría en la vida, y mira cómo nos lo agradeció.

Aún recuerdo aquella mañana, me encontraba en su patio con Mary, Bessy hablaba y hablaba acerca de su John y de que no la había tocado desde hacía un año, y de que dormía en una habitación distinta lejos de ella. Le dijimos que era una necia al vivir tan miserablemente, ante lo cual nos preguntó si podíamos enviarle algo que le hiciera algún bien. Juramos que haríamos lo que estuviera en nuestra mano, y a la mañana siguiente, cuando nos encontramos con ella parecía una mujer diferente, nos contó cómo por la noche había soñado que dos cosas parecidas a topos se habían metido en su cama y le habían chupado los bajos, los de delante y los de atrás, según nos contó fue, de algún modo, algo aterrador y placentero al mismo tiempo. Más tarde, cuando proporcionó evidencias en nuestra contra, juró que estas visitas nocturnas le hacían tener tanto miedo que tuvo que mandar a buscar al Señor Danks el Pastor, quien acudió su habitación varias noches, con el fin de rezar juntos para que 1 criaturas pudieran ser desterradas.

¡Cuatro noches! Según ella misma admitió, ése fue el tiempo que aquella vaca desagradecida gozó de los sutiles cachorritos antes de que se le ocurriera llamar al Pastor, y acudió a él únicamente porque no se los enviamos más veces y deseaba un hombre en habitación que ocupase su lugar. ¡Cuatro noches!

He de decir que, aunque en general me gustan poco los hombres, hay veces que las mujeres me*producen desprecio. Cuando pienso en las cosas que hicimos por ellas por compasión porque éramos del mismo sexo, y en cómo todas ella corrieron a acusarnos una vez que el tinglado se vino abajo. Cuando quedaban embarazadas sin estar casadas, o cuando creían que su marido se acostaba con otra, entonces era otra cosa. Entonces todo era «Nell, deshazte de él por mí», o «Mary haz que engorde como un cerdo y que vuelva a mí».

Curábamos de difteria a sus bebés y mediante embrujos hacíamos que surgieran verrugas en las pollas de sus maridos infieles. Mandábamos gemas azules de luz para calmar sus retortijones cuando estaban malas y les dábamos hechizos escritos para mantener alejados a aquéllos que violan y roban. Hablábamos entusiasmadas de su futuro, lo adivinábamos y lo leíamos en sus cagadas.

¿Pero matar?

Creo que lo hicimos. Al menos en el caso de la anciana Madre Wise y, sí, quizás con el chico de los Ireland. No puedo decir que no quisiéramos hacerlo, porque seguramente ésa era nuestra intención cuando lanzábamos nuestros conjuros, pero por mi parte ahora lo lamento. La ira, el resentimiento, el rencor y todos los estados de ánimo comunes y mundanos son unos lujos peligrosos que alguien que domina la Artes no se puede permitir. Vuelven a ti, como perros hambrientos. Y se lo comen todo.

A la Señora Wise la matamos porque no nos vendía el suero de la leche, aunque no fue sólo por eso. Fue porque se relacionaba con todas esas esposas asquerosas de la aldea que nos llamaban putas, y compartía esa opinión, y todo porque Bob Wise, su marido, me sobó las tetas y se puso a besarme cuando se emborrachó el Día del Arado, este último no, el anterior.

Ahora que lo pienso tiene gracia: iba disfrazado de Brujo para el Día del Arado, como siempre le toca hacer a alguien cada año. Llevaba la cara pintada de negro, y portaba unas ramitas y unos palos atados alrededor de la cabeza a modo de cuernos, porque así lo dicta la tradición. Le pregunté si llevaba aquellos cuernos porque su mujer estaba en el pajar con algún otro hombre, a lo que respondió que no le importaba dónde estuviera mientras me tuviera a mí a cambio, y tras decir esto me besó en la boca y me agarró de la teta un ratito. A pesar de que era gordo y vulgar y no era tan alto ni de lejos, ¿por qué no pensé en el disfraz de Bob Wise cuando invocamos por primera vez al Hombre de la Cara Negra? ¿Qué significado tiene este parecido, y por qué no me había dado cuenta hasta ahora?

No importa. Para colmo de males, cuando su mujer se negó a darnos el suero de leche me llamó de puta para arriba, de modo que me enfadé y me acordé todas las veces que había caminado entre los puestos del Mercado de Oundle con sus gritos y burlas resonando en mis oídos, con las orejas rojas y ardiendo, mientras yo me sentía demasiado asustada e iracunda como para contestar. Entré furiosa a casa, me metí en la habitación de Mary para despertarla como si fuera un tornado, y estaba tan enfadada que durante un rato no pudo entender nada de lo que decía. Cuando me calmé ya un poco, preparé una efigie de cera con alfileres clavados por doquier, y Mary invocó a un Duende blanco que se parecía a un armiño y cuyas manos eran como las de un bebé que respondía al nombre Chúpame-El-Pulgar, o a veces, cuando le apetecía, al de Jelerasta. Aparecía algunas veces hablando en inglés aunque hablaba más a menudo en un idioma que creíamos que era griego. Sorbió el néctar de la Rosa de Luz del bajo vientre de Mary y a continuación se le encargó hacer realidad esas heridas que aparecían en mi maniquí hecho de grasa, atravesado como un mártir, casi oculto a la vista en esa bola con forma de cerdo llena de clavos y agujas. Esto ocurrió por la tarde.

Esa noche, la Viuda del Pico vino a visitarnos. Aunque el nombre de su marido era Pearce se la llama la Viuda del Pico porque le había desaparecido el pelo en las sienes tal y como les pasa a los hombres a una edad madura, para acabar formando una punta en la frente. Había venido a preguntar si podíamos darle suerte con los hombres en Año Nuevo, ya que nos encontrábamos en Nochevieja, pero aunque escribimos un conjuro para ella no se marchó, y seguía sentada con nosotras cuando nuestra puerta se abrió de par en par al dar el reloj de la iglesia las campanadas de medianoche. Chúpame-El-Pulgar entró; volvía de aquel lugar al que le habíamos enviado, y se deslizó por el suelo para de un brinco posarse en el regazo de Mary, de cuyo calor y aroma disfrutaba.

La viuda miró fijamente con horror y fascinación al Duende y luego apartó la mirada como si no estuviera segura de qué era lo que estaba viendo, o de si incluso estaba viendo algo. Verla tan desconcertada nos hizo sonreír, ya que hacía rato que había sobrepasado el límite de tiempo en que era bien recibida en esa casa, y creo que Mary deseaba asustarla totalmente cuando dijo, señalando hacia mí, «¡Contemplad ahí, a la bruja que ha matado a la anciana Madre Wise creando primero una muñeca de cera, y luego atravesándola con alfileres!». La Viuda del Pico se marchó poco después, y ambas nos reímos de aquello, y no nos dimos cuenta de que podríamos haber dicho cosas mucho más prudentes.

Supimos al día siguiente que, tras dejarnos, la viuda había ido directamente a casa de la Madre Wise, y fue la primera en cruzar ese umbral aquel Año Nuevo, donde se encontró con la mujer sumida en un gran dolor, de modo que debido a él murió poco después de medianoche, que Dios tenga en su gloria su alma mezquina y frustrada. No lo sentí tanto por ella como lo sentí por el pequeño Charlie Ireland, al que creo que había matado la semana anterior.

Ambas muertes estaban relacionadas. En el caso de la Señora Wise, Mary utilizó a Chúpame-El-Pulgar cuando no hacía falta ya que mi muñeca de cera y mis alfileres habrían cumplido su cometido ellos solos, sin ninguna duda. Lo hizo, y ciertamente estaba contenta de poder darle algo que hacer al Duende y tenerlo así contento, porque es un hecho comprobado que los Duendes se extravían o se vuelven irritables si no están siempre ocupados, además cuanto más ocupados están más fuertes se hacen. Al hacerse más fuertes, demandan más trabajo, y así sucesivamente. Una vez los has invocado, es difícil saber qué tareas les vas a asignar, una semana tras otra.

Mary había invocado por primera vez a Chúpame-El-Pulgar un poco antes de Navidades, cuando al igual que me sucedió a mí con la Señora Wise tuvo un arrebato de cólera. Esta situación había sido provocada por Charlie Ireland quien, con otros chavales de su misma edad, se dedicaban a rondar por el pueblo de Southwick, una zona que nosotras solíamos frecuentar. Mary había ido a Southwick a buscar un jamón que coceríamos para cenar, y al salir de la carnicería se vio rodeada por una pandilla de chicos, capitaneados por Charlie Ireland. Animado por sus compañeros, le llamó vieja bruja y puta y le preguntó si se tragaría su cipote por un cuarto de penique.

Nunca la había visto de tan mal humor como cuando llegó a casa esa noche. No dijo ni una palabra, pero entró en su habitación donde primero, después de cierto silencio, pude oírla haciendo ruidos como si estuviera masturbándose y luego la escuché hablando en voz baja, aunque no sabía a qué. Pasó algún tiempo antes de que abriera la puerta, presentándose en pie desnuda con aquella criatura similar a una comadreja blanca y brillante que susurraba en francés mientras se acurrucaba entre sus pies. Poco después salía a gran velocidad de la habitación y luego de la casa, desapareciendo de nuestra vista.

No volvimos a ver al Duende aquella noche, y Mary me contó que le había ordenado que viajara por aquellas callejuelas vacías y oscuras hasta encontrar la casa de los Ireland en Southwick, para causarle molestias en las entrañas al muchacho, provocándole retortijones y dolores. El pensar en su malestar calmó su ira, y ambas creímos que aquello ya se había acabado hasta que llegó la noche siguiente, cuando la criatura cuyos dedos eran como los de un bebé acudió una vez más a nosotras.

Paseaba y parloteaba en una multitud de lenguas distintas delante de nuestra chimenea, al principio parecía estar contrariado y luego se enfureció cuando no le asignamos ningún trabajo que hacer. Nos miraba encolerizado con una mirada llena de odio o tiraba de nuestras faldas con sus manitas calientes y suaves y no se iba a pesar de que le rogamos y ordenamos que lo hiciera. A continuación comenzó a vilipendiamos en inglés, entonces nos dijo que debíamos llamarle ahora Jelerasta, y que no nos dejaría dormir hasta que no le encomendásemos una tarea acorde con su naturaleza.

A las tantas de la mañana, con mi ánimo por los suelos, supliqué a Mary que se inventara cualquier encargo para tener ocupada a aquella bestia puesto que si no me volvería loca y, al verme en tal estado de claudicación, ella claudicó. Chúpame-El-Pulgar (o Jelerasta) fue enviado una vez más a mordisquear las entrañas de aquel desafortunado niño y, tal y como supimos más tarde, le obligó a proferir alaridos como si fuera un perro. Cuando a la noche siguiente la criatura volvió a visitamos era más grande y más persistente, y no nos dejó otra opción que mandarla de nuevo a Southwick a casa de los Ireland.

Esta vez volvió casi de inmediato, ni una hora había pasado, y parecía furioso al mismo tiempo que disgustado. Nos contó, aunque a veces empezaba a hablar en otros idiomas debido la exasperación, que los padres del niño, sin duda advertidos por algún entrometido, habían llenado una jarra de piedra con el orín del chico dentro de la cual habían dejado caer unos alfileres y unas agujas de hierro antes de enterrarla bajo su chimenea. Chúpame-El-Pulgar, por razones que el Duende no acertaba a explicar, no pudo entrar en la casa gracias a esta protección, así que tuvo que volver para mantenernos en vela, toda la noche con pellizcos, tirones horribles, y frases quejosas en idiomas extranjeros.

Al día siguiente, fuimos con las legañas aún puestas y contritas a ver a la madre del muchacho, a la que confesamos nuestro crimen y le rogamos que desenterrara la jarra y nos la diera a lo cual accedió, de forma estúpida, una vez le prometimos que a su hijo no iba a sufrir ya daño alguno. Esa noche el Duende blanco Jelerasta mató a Charles Ireland en su cama mientras dormía profundamente como un bebé recién nacido. A la semana siguiente, utilizamos las alfileres y agujas que encontramos dentro de la jarra del pis con la Madre Wise, tras lo cual Chúpame-El-Pulgar pareció quedarse satisfecho, puesto que no lo hemos vuelto a ver desde entonces.

Ésos eran nuestros crímenes. De ésos me declaro culpable, pero de más no. No matamos al niño de los Gorham, ni dejamos lisiada a la Viuda Broughton porque no nos había querido dar guisantes. Ni tampoco acabamos con el caballo de tiro de John Webb cuando éste afirmó que éramos unas brujas, puesto que aquel caballo había muerto hacía ya mucho tiempo, antes incluso de que nos encontráramos con el Hombre de la Cara Negra por primera vez. Entonces no éramos brujas, ni éramos llamadas así, sólo nos llamaban putas. Aparte del hecho de que el caballo era viejo y estaba a punto de caerse muerto ahí mismo. ¿Quién se molestaría en usar la Hechicería para matarlo, cuando bastaba con un viento fuerte?

Por cierto, cuando Boss y Southwell vinieron a por nosotras, confesamos de buena gana todas estas cosas, como si tuviéramos alguna opción al respecto. Nos empujaron y nos hicieron llorar y nos dijeron que si no confesábamos nos matarían, mientras que si aceptábamos nuestra responsabilidad en el asesinato de Lizbeth Gorham y algunos otros seríamos libres. Aunque no nos creímos la última parte de su promesa, sí que nos creímos la primera, así que relatamos con todo detalle todas nuestras andanzas, tanto las reales como las que no lo eran.

Más adelante hubo una especie de Juicio, aunque era tal la animadversión que se había levantado contra nosotras, con los lamentos de Bob Wise y de la madre de Charlie Ireland oyéndose de continuo en el corredor, que el veredicto estaba ya claro antes de que aquello hubiese comenzado, por lo que el asunto concluyó con una velocidad inusitada y fuimos enviadas a la Prisión de Northampton para esperar a que nos quemaran.

Para entones, no teníamos ninguna razón para fingir, ni para refrenar nuestros Poderes, así que mientras estuvimos encerradas maldijimos y reímos día y noche, además de provocar algún que otro espectáculo inquietante.

Ocurrió una tarde que dejaron entrar a unas personas para que visitaran la prisión y así contemplar aquellas bonitas vistas; para que se estremecieran y temblaran ante los presos y sus desgracias. Un hombre llamado Laxon y su esposa habían venido especialmente a ver a las famosas brujas que iban a ser quemadas. Ambos permanecieron algún tiempo fuera de nuestra celda y, aunque el marido no era hombre de muchas palabras, su esposa tenía muchos buenos consejos que damos. Nos dio una charla repleta de beatería acerca de lo equivocado del camino que habíamos elegido, y nos dijo que nuestra situación probaba que el Diablo nos había abandonado tal y como hacía con todos los que le seguían.

Como uno se puede imaginar fácilmente, enseguida me cansé de los consejos de la Señora Laxon, así que tuve que recurrir a murmurar ciertos nombres y herejías en la Lengua de los Ángeles, de modo que en un minuto o así las faldas y el sayo de la mujer se alzaron por el aire, a pesar de que tanto ella como su marido proferían grandes gritos e intentaban conseguir que dejaran de flotar hacia arriba de esa manera, hasta que toda la ropa se le dio la vuelta por encima de la cabeza quedando de este modo la mujer expuesta en toda su desnudez. Tanto yo como Mary nos reímos al ver este espectáculo, y le dije a la mujer que yo había demostrado que ella era una mentirosa.

Algunos días después, aún estábamos muriéndonos de la risa al recordar la cara que puso el señor Laxon y armamos tanto ruido que el Guarda de la Prisión acudió a nuestra celda, y nos amenazó con unos grilletes. Nosotras procedimos a invocar a Gorgo y Morgo, tras lo cual se vio obligado a rasgarse la ropa y a bailar desnudo en el patio de la prisión durante una hora o más hasta que cayó agotado con espuma blanca y seca en los labios.

Tuvimos nuestros momentos de diversión, y al final nos sacaron y nos quemaron hasta convertirnos en cenizas. Ellos poseían una Magia más fuerte. Aunque sus libros y sus palabras carecían de vida, eran aburridos, y no eran tan hermosos como las nuestras, tenían una mayor solidez, y al final nos derrotaron. Nuestro Arte comprende todo lo que puede cambiar o tener movimiento en la vida, pero con sus escritos sin fin buscan que la vida quede fijada, de manera que ésta pronto se verá asfixiada y aplastada bajo sus manuscritos. Por mi parte, prefiero el Fuego. Al menos éste danza. La Pasión no le resulta extraña.

Miro a mi alrededor y veo que ya es más tarde, el cielo ahora está oscuro, cuando hace poco era por la mañana. ¿Adónde ha marchado toda la multitud? Mary y yo casi hemos desaparecido; somos una mirada que echa chispas furiosa, sombría, y reducida a polvo entre las cenizas que se enfrían. Mañana, las niñas bailarán entre nuestras costillas, esos huesos arqueados calcinados y amontonados como las uñas desparejadas de unos gigantes nada pulcros. Cantarán, levantarán unas nubes grises y sofocantes que somos nosotras, y si el viento introduce los fragmentos que quedan de quienes fuimos dentro del ojo de alguien, entonces puede que surjan las lágrimas.

Las brasas se apagan, una a una. E inmediatamente, todo se acabó. Sólo queda la Idea de nosotras. Hace diez años en el campo de laburnos nos miramos a los ojos y contuvimos la respiración. Un escarabajo juguetea, allá abajo en la hierba. Mientras, nosotras esperamos.