La lengua de los ángeles

1618 d. C.

Llevo en mi abrigo una cajita de rapé, aunque no es un hábito que practique mucho últimamente. En la parte interior de la tapa hay una pintura, una miniatura, que retrata a unas señoras griegas o romanas en una sala de baños. Están sentadas sobre baldosas mojadas, sus muslos y nalgas en contacto directo con esa superficie, y se apoyan la una en la otra, con los pezones rozando sus respectivos hombros, con las mejillas acariciando sus respectivos vientres. Perlas secretadas por el vapor adornan sus columnas vertebrales, el vello alrededor de cada vulva se riza tomando la forma de lacitos por efecto de la humedad.

Quizás pienso demasiado en mujeres para la edad que tengo. Su presencia me desquicia al imaginar sus enaguas, cada roce y crujido de la ropa es una pincelada en el lienzo abrasador de mis pensamientos. Su forma de arquearse y estirarse. Sus goznes húmedos y ocultos a través de los cuales se abren como pecaminosas Biblias de seda rosa, o sus sayos, de un mármol escarchado bajo los brazos. Sus detalles a la vista y los que yacen ocultos. Sus espaldas. Sus delanteras. Cálidos colgajos y bolsos de piel de arpía, rociados con oro amargo. Me imaginé que ardían de manera feroz, crepitando y cantando su incandescencia sobre mi polla, mi centro. Puedo cerrar la tapa de esta caja de rapé llena de ninfas; sin embargo, en mis sueños su cierre está roto y lo que contiene no puede sellarse y olvidarse con tanta rapidez.

Hubo un tiempo en que creí que cuando fuera ya un hombre hecho y derecho y me casara, no me vería nunca más asediado por las posturas y parrandas incesantes del burdel de mi mente. Que no iba a sufrir ya más las asiduas visitas paralizadoras de estos súcubos, que cartografiaban la ribera llena de espuma de mi pasión; los cuales escribían sus cartografías de forma perezosa sobre mis sábanas y nublaban mi buen juicio con distracciones húmedas y calenturientas.

Eso era lo que esperaba, pero no fue así. Aunque estaba casado con una mujer complaciente cuyo agujero acogedor se transformaba en un escenario con telón de terciopelo en el que representar mis más lujuriosas sátiras, la atracción provocada por las imágenes que surgen entre las sombras que se zarandean no menguó, sino que prosperó aún más en esas latitudes envueltas en sábanas, de regazos cálidos en las orillas del sueño por encima del ronquido de la esposa y el ruidito acompasado de los bichos con los que compartimos el lecho. Habiendo perdido toda esperanza de ser indultado de manera sumarísima de la satiriasis que padezco, intenté saciar mi sed de novedades camales con putas y criadas. Con esto lo único que conseguí fue abrir aún más un apetito que ya era voraz, así que me consolaba pensando que pronto sería viejo, que las urgencias de mi compañera de fatigas seguramente serían cada vez más débiles y desesperadas, y, por lo tanto, fácilmente ignoradas.

Desafortunadamente, puede haber nieve en la azotea, pero sigue habiendo fuego en el sótano, alimentado por ramas de sauce y troncos prominentes. Las buenas intenciones se quedan en agua de borrajas ante esto. Ahora, a menudo, me da la impresión de que mis deseos son más fuertes que nunca, sólo se requiere la más nimia de las insinuaciones para que mis meditaciones se pongan en marcha sobre su indecente sendero salpicado por todas partes de guarradas.

Los bandazos que da este carruaje a lo largo de la carretera llena de hoyos de Kendal se han transformado con demasiada facilidad en las oscilaciones que se producen en el lecho nupcial, las pelvis de todos los que vamos a bordo se mecen adelante y atrás al unísono así que se me dispara la imaginación y pienso que si no fuera por los pocos centímetros que nos separan podría estar meneándome adelante y atrás dentro de la joven esposa que se encuentra sentada con su hija en el asiento de enfrente. Cuando sus ojos del color de un estanque (ante los que me pregunto, ¿cuáles serán los cuadros relucientes y secretos que habrán contemplado?) se clavan en los míos, sus pupilas similares a las de un batracio parecen dilatarse, oscuras y abiertas; inquisitivas. Para que mis cavilaciones no puedan ser atisbadas en miniatura en mi mirada, aparto la vista hacia las colinas de Lakeland que se extienden más allá de la ventana del carruaje, un harem titánico y de piel de pizarra, que yace totalmente dormido y cuya hierba húmeda y escurridiza se reúne en forma de penachos sobre sus montículos inclinados, o recorre cada ladera encinta trazando una escalera de Jacob de rasgos delicados, hasta llegar a un montón de piedras que recuerdan a un pezón.

Han pasado algunas semanas desde que partí de Faxton para realizar mi viaje por la ruta judicial, primero fui al mismo Northampton, para confirmar mi agenda y mis diversas citas, luego salí en carruaje por la puerta norte de la ciudad, para cumplir con mi itinerario anual. La puerta estaba repleta de cabezas colgadas como si fueran unas moras maduras y robustas sobre unas zarzas de hierro, he ahí los atroces frutos de la sedición. Aunque las cabezas de los conspiradores católicos colgaron de ese mismo lugar hace muchos años, hace ya tiempo que las quitaron de allí para pasar a ser cenizas y polvo, aunque el salitre del penetrante olor de la insurrección aún perdura en el aire rancio de la ciudad. Los rostros de los hombres parecen estar todo el tiempo dominados por el color rojo del rencor como las ampollas en los dedos de un alborotador que agita las brasas del descontento, que pueden acabar reventando y sangrando.

Pasa lo mismo en todos lados. He presidido tribunales de justicia desde Nottingham a Crewe, para juzgar a los rufianes que traen ante mí: pobres que son delgados y pobres que a pesar de su condición se las ingenian para estar gordos. Jóvenes jactanciosos, viejos serviles, aquéllos que andan en muletas, y los mutilados. En todas sus miradas hay algo que les une, ya sea su piel tan pálida como la avena, rosa como el alba, o marrón como una silla de montar. Ojos verdes, azules, o marrones, no importa. Sus miradas tienen todas un solo tono, el color de un gran resentimiento, moteado por la chispa y las promesas de las llamas.

Las mujeres ya son otra cuestión. Aunque también cargan con su propia cruz siguen realizando su trabajo atemporal y, prácticamente, parecen morar lejos de nuestro mundo ardiente y caminar por los senderos apartados de alguna otra tierra femenina; una a la que no afectan los arrebatos e impulsos de las pasiones del hombre. Ya pueden alzarse imperios o producirse revueltas que ellas hornean el pan, limpian las ropas, y dan a luz a niños a los que abofetearán y besarán. Entre guerra y guerra acudimos a ellas y nos amamantamos de su indiferencia afectuosa, de su constancia infatigable, de estas madres; madres que ya lo fueron o madres que serán. Deidades con las que deleitamos.

De este modo, al ser divinizadas, su profanación se hace de inmediato más atractiva a la mente, y a las sensibilidades más íntimas del hombre.

Pasamos junto algún surco o fisura de la carretera, el balanceo del carruaje similar al del coito es ahora más apremiante y errático, gime como el cabecero de la cama de una ramera mientras da saltos bruscos y traquetea hacia su temblorosa conclusión, hacia un fantástico orgasmo de un conjunto formado por los caballos, la madera, y el hierro. En medio de este zarandeo, la niña o muchacha que se sienta frente a mí se ha golpeado la rodilla con la puerta del carruaje, de modo que acude a su madre para que la reconforte.

Lo hace con un murmullo extraño y suave como el de una paloma en el que el sentido que puedan tener las palabras no resulta tan tranquilizador como lo es su propia voz envolvente como la bajamar: «Ooh, vamos, ¿qué has hecho ahora? ¿Te has hecho daño en la rodilla? Ooh, pobrecita, ¿dónde? Veamos… Ooh. Ooh, no importa, no tienes herida aunque te va a salir un buen moratón ahí, ¿verdad? Ooh, sí. Sí que te saldrá. Un buen moratón».

Estos ritmos antiguos y calmantes serenan a la niña, cada «ooh» de arrullo es una gota de bálsamo; un poco de aceite para suavizar las ajadas y turbulentas aguas de su frente, la parte que se puede ver bajo el ribete negro de su sombrerete. Pronto, la carretera que se encuentra bajo el carruaje se hace más uniforme y la niña vuelve a la actividad que ha elegido para pasar el tiempo que aún queda hasta que lleguemos a Kendal: dormir de manera intermitente.

A pesar de que su majestuosidad está escondida y no puede ser atisbada bajo el sombrero que porta solemnemente y que está ajustado con rigurosidad, sé que su pelo es de color rojo castaño y largo, de modo que le llega hasta la cintura cuando no se encuentra enrollado con fuerza y crucificado por unas espadillas. Se llama Eleanor, aunque su madre parece llamarla la mayoría de las veces Nell, nombre que a mí no me parece tan bonito. Ambas vienen de lejos, del norte, cerca de Dundee, para alojarse con alguna vieja dama que posea una habitación en alquiler a las afueras de Kendal. Anoche, cuando conocí a ambas en la posada en donde nos habíamos detenido para descansar de nuestros respectivos viajes que habían comenzado en puntos de partida distintos a pesar de compartir el mismo destino, me pusieron al corriente de su azarosa situación.

Su marido acababa de fallecer, por lo que la joven viuda Deene (ése es el nombre de la madre) se había visto obligada a viajar con Eleanor a Lakeland donde una amiga de ella le ha asegurado que podrá encontrar trabajo como costurera. Se ha gastado los exiguos ahorros que tenía para viajar hasta aquí y le queda un poco más de dinero para el alquiler de la primera semana, la desafortunada y encantadora mujercita ha apostado muy fuerte por seguir el consejo dé su amiga y está preocupada, aunque ahora ya es muy tarde, porque no sabe si ha acertado con el camino que ha elegido. Por lo tanto, parece ser que ambos esperamos tener trabajo por hacer cuando lleguemos a nuestro destino, ya se trate de camisas que coser u hombres que colgar.

El pecho de la viuda sube y baja, vuelve a bajar, su blancura imaginada oculta yace bajo la ropa negra abrochada sólo para brillar de manera más deslumbrante y más lívida en mis pensamientos. Un pedregal de pecas cruza el pronunciado cerro de su nariz. Sus manos pálidas y deterioradas descansan en su regazo y se ahuecan sobre su secreta calidez.

Conocí primero a la hija, y de una manera tal que me provocó casi un sobresalto. Me encontré con ella cuando estaba en la mitad de las escaleras de la posada, estaba en pie y tenía a sus espaldas una ventana estrecha que daba al oeste, su perfil parecía estar en llamas debido al crepúsculo; no parecía una niña sino más bien una suerte de espíritu de los eclipses. La vi, me detuve, y me quedé sin aliento, me recordaba tanto a otra niña, sobre otra escalera, una a la que no había visto y de la que sólo había oído hablar, años antes.

Francis, el único fruto de mi matrimonio con Lady Nicholls, se había visto lamentablemente envuelto en ciertos asuntos con John Dee, el famoso charlatán que vivía en Mortlake, cerca de Richmond. Una noche que pasó como invitado en casa de Dee, vio algunas cosas que habría sido mejor que no hubiera visto, aunque nada de lo que había sido testigo le habría dejado tan perplejo si no hubiera ocurrido a través de la figura de una niña pequeña en pie en medio de un tramo de escaleras en casa de ese pavoroso doctor, con una ventana que daba al oeste derramando luz de rubí a sus espaldas. Más tarde, tras saber que no había niñas en aquella casa aparte de la hija ya crecidita de Dee, Francis llegó a la conclusión de que no había visto a un infante mortal, sino a una niña abandonada y espectral que se había perdido en su camino hacia el paraíso. Le temblaban la voz y las manos cuando me lo contaba y la escena que describía era tan intensa que era como si yo mismo me hubiera encontrado con la niñita fantasma, de pie envuelta en las tinieblas con la luz del crepúsculo a sus espaldas. De este modo, anoche, cuando me encontré con Eleanor, iluminada de la misma manera al llegar a la posada, me vi invadido por el miedo a cosas que pensaba haber dejado atrás en la infancia durante un instante, y me quedé embobado mirándola con lo que debió parecer un semblante repleto de pavor hasta que ella habló.

—Oh, señor, —dijo— espero contar con vuestra amabilidad. He estado jugando fuera, antes de salir dejé a mi madre en la habitación que compartimos esta noche, y ahora no puedo encontrarla. Pronto oscurecerá, y creerá que me he perdido si no vuelvo.

Aunque la niña se sintió reconfortada al encontrar a alguien que pudiera ayudarla en su apuro, ella no se sentía tan aliviada como yo, al saber que tenía una voz, un parentesco, y era de carne y hueso mortales. Al sentirme tan reconfortado, le prometí que la ayudaría a encontrar la habitación de su madre, ante lo cual sonrió abiertamente y tomó mi mano seca y llena de manchas de la edad entre el caparazón rosa y cálido que era la suya, luego, de su mano, subí aquellas escaleras estrechas.

Pronto quedó claro que la niña, al volver de jugar, había buscado la habitación que ella y su madre compartían en el primer piso, cuando en todo momento sus aposentos se hallaban un piso más arriba, en la parte superior de la posada. Tras llamar de manera titubeante a la puerta, enseguida me respondió una seductora mujer con ojos de jade de unos veinticinco años, quizás, que suspiró de alivio al ver que había encontrado a su hija lo que enseguida dio paso a una gratitud efusiva hacia mi persona, su benefactor. Aunque sólo había pasado unos momentos con la muchacha y lo único que había hecho era subir las escaleras con ella, al oírle hablar a su madre, era como si yo sin ayuda de nadie hubiera rescatado a la niña de las mismas fauces babeantes de los lobos.

—Oh, señor, la habéis traído de vuelta. Miré por la ventana y el cielo se había tornado tan oscuro. No tenía idea alguna de adónde podía haber ido y estaba tan preocupada que me encontraba al borde de la congoja. Nelly, da las gracias al caballero por todo lo que ha hecho.

La hija hizo una reverencia breve y con cierta vergüenza, dando las gracias entre dientes, mientras miraba todo el rato hacia las maderas combadas del pequeño suelo que poseía la estrecha habitación. Observé que tenía los mismos ojos de color azul océano de su madre; las mismas mejillas afiladas y finas con un perfil impresionante que me recordaba la fragilidad apremiante de la letra en cursiva. En dos años como mucho sería una espléndida tentación.

Mientras sonreía a la niña con lo que ella sin duda interpretó como cariño paternal, la madre de Nelly no cesaba de decir que había contraído una deuda conmigo además de expresar su admiración por mí, al mismo tiempo con la cabeza echada hacia atrás, levantaba las pestañas para mirarme como si fueran las tapas de unos cofres del tesoro cubiertos de esmeraldas.

—Pensar que un caballero tan distinguido como vos se rebaje a ayudar a gente como yo y Eleanor, señor, realmente me dejáis sin habla. ¡Mirad qué ropa tan elegante portáis! Debéis de ser un gran médico, o acaso un lord para vestir de manera tan refinada.

Le dije, de una forma modesta y con buen talante de modo que no pareciera demasiado engreído, que no era ninguna de ambas cosas, sino que era juez. He de confesar que experimenté cierto placer al ver cómo tomaba aliento y se le abrían los ojos como platos; en el pasado, en ciertas ocasiones, me he fijado en que las mujeres se entusiasman, incluso se excitan, en presencia de alguien con cierta autoridad como la que mi ocupación me otorga. Con una mano levantada hacia su pecho como para suprimir físicamente sus palpitaciones, dio un paso atrás ante mí, quizás para volver a evaluarme como uno lo haría con las montañas o algún otro elemento del paisaje. Donde antes ella me consideraba pequeño y cercano ahora me encontraba enorme y remoto. Me vi a mí mismo reflejado como un dios en sus dos verdes espejos gemelos y debido a la conmoción que ella experimentaba yo mismo me sentí un poco excitado en cierta medida.

—Oh, ¿qué debéis pensar de nosotras, que somos tan pobres? Nunca había visto a un juez, ni pensé que lo vería, y aquí estoy tan cerca de uno que podría estirar el brazo y tocarlo. Habréis venido aquí por algún asunto importante, supongo.

Le conté que tenía un caso que juzgar en Kendal, ante lo cual su pasión se redobló.

—¡Kendal! Es justo el lugar al que la pequeña Eleanor y yo nos dirigimos en el carruaje de la mañana. ¿Nell? ¿Me oyes? Vamos a ir hasta Kendal junto a un juez.

Aunque podía comprender poco de lo que mi cargo o mi poder representaban, Eleanor ahora me miraba exactamente como si le hubieran prometido que la iban a llevar a su destino sobre los hombros del mismísimo San Christopher. Tomó la mano de su madre, aparentemente asustada de que una de las dos pudiera ascender de repente al cielo por el mero hecho de hacerlo. Mientras tanto, en la viuda Deene, como en breve se presentaría, se había enardecido una cierta curiosidad morbosa acerca del caso que, en breve, yo iba a juzgar. Aunque el tono de su voz estaba teñido de horror y fascinación, en más de una ocasión he observado que las preocupaciones del sexo débil con lo macabro a menudo enmascaran una inclinación similar por el lado carnal de los asuntos vitales. Siempre que a un desgraciado le hacen bailar en la soga, uno ve en los manoseos que se producen entre la multitud la lascivia descontrolada que despierta en ellos esta breve visión de su mortalidad. Más tarde, las mujeres imitarán la danza final del ahorcado, al retorcerse bajo el peso que embiste de sus maridos, de modo que me pregunto si la mayoría de nosotros no fuimos concebidos a modo de acompañamiento musical al sonido del crujido de las cuerdas y de las lenguas que se estremecen y ennegrecen. Seguramente el ser engendrados de esta forma explique nuestra obsesión, más tarde en la vida, con todas las maneras repentinas y dolorosas que hay de abandonarla, una obsesión como la que manifiesta la madre de Nelly.

—¿Se trata de un asesinato lo que vais a juzgar, señor? Imploro a Dios que no ocurran tales cosas en Kendal, ya que Nelly y yo vamos a vivir ahí.

La reconforté al decirle que el hombre que iba a juzgar no era un asesino, sino un ladrón de ovejas de poca monta, aunque esto no calmó en mucho su curiosidad.

—¿Lo colgarán, señor? Qué difícil debe de ser decidir si un hombre ha de vivir o morir. —Sus mejillas se habían llenado de color, por lo que sonreí un poco, al darme cuenta de que ya había caído presa del atractivo de mi toga y mi mazo.

Le respondí manteniendo la mirada fija en la suya y hablando con un tono muy severo. «Si es culpable, señora, y no tengo duda de que lo será, entonces bailará la danza de Tyburn[3], a menos que tenga un amigo que se cuelgue de sus piernas y acelere así su muerte».

En ese momento, Eleanor se puso pálida y se asió con fuerza a las faldas de su madre. Las sombras de ambas eran proyectadas en el techo por una lámpara colocada en una posición algo baja de modo que se fundían en una sola; en una cosa negra poseedora de muchos miembros. Al darse cuenta de que su hija se había asustado, la viuda se giró hacia la muchacha y la regañó con mucha severidad quizás, sin duda con la esperanza de poder así causar una buena impresión en un juez al mostrar cierta autoridad.

—¡Ahora no armes un alboroto, niña! Ya sabes lo que te he dicho. Deberíamos dar gracias a las estrellas de que nos dirija la palabra un caballero tan noble como… —Entonces sus palabras fueron apagándose, me lanzó una mirada inquisitoria desde el lugar donde se hallaba su hija, ante la cual comprendí que aún ignoraba cuál era mi nombre.

Me presenté, para ahorrarle de este modo más confusión. «Soy su señoría el juez Augustus Nicholls, vengo desde Faxton en Northamptonshire, realizando mi recorrido habitual. Ahora yo soy el que está en desventaja, señora. Así que me pregunto, ¿quién sois?».

Con un poco de azoramiento, se presentó como la señora Mary Deene, viuda de Dundee, y estaba encantada de conocerme, fue entonces cuando dejé que mi mirada cayese durante un instante desde su cara hasta los contornos más suavemente angulosos situados allá abajo y le dije que yo sí que estaba realmente encantado de conocerla. Entonces ambos nos reímos, ella un poco nerviosa, mientras Eleanor nos miraba primero a uno y luego al otro, siendo consciente sólo a medias de los significados que pasaban velozmente bajo la superficie de nuestra charla como bellos pececillos, aunque se mostraba incapaz de atraparlos antes de que se desvanecieran con un giro imprevisto y plateado.

Seguimos hablando un poco más, en pie junto al umbral de su ático de techos inclinados, aunque hubo algo más que palabras entre nosotros: resultaba evidente que se daba una cierta cadencia en la respiración. Algunas frases tenían un cierto retintín, algunos silencios resultaban elocuentes, o eso me pareció a mí. Ambos confesamos que nos alegraría disfrutar de la compañía del otro en el viaje de la mañana a Kendal, y expresé mi esperanza de poder tener alguna excusa para encontrarme con ella cuando ya estuviéramos en aquel lugar. Una vez hecho esto, satisfecho por mi trabajo preliminar con la viuda Deene y esperando que fuera suficiente para cumplir el fin perseguido, me marché entre muchas reverencias y roces.

Ya en mis aposentos, en la planta de abajo, que eran más grandes que los suyos, golpeé con el puño la almohada de plumas para darle una forma más adecuada para conciliar el sueño. Me recosté, cerré los párpados, y ante ellos la oscuridad se alzó como si fuera el telón de un teatro mientras la viuda Deene y Eleanor, ambas desnudas con su pelo otoñal suelto, bailaban entre ellas una arietta frenética al compás de agudos violines franceses, con su palidez girando en ese escenario secreto.

Más allá de la ventana del carruaje los campos de noviembre se convierten en superficies especulares deslumbrantes debido al aluvión, sobre las que las nubes penden grises y pesadas como catedrales. Dos vaquillas ahogadas flotan hinchadas en una zanja; su mirada fija se encuentra con la mía al pasar, sus bulbos cristalinos y negros ahora están nublados por el vapor blanco de la muerte.

Aparte de algunas chanzas entre nosotros cuando subimos esta mañana al carruaje, y de varias miraditas prolongadas, poca cosa importante ha sucedido hoy entre la viuda y yo. Ya que me imagino que en breve llegaremos a las afueras de Kendal donde las Deene van a hospedarse, será mejor que dé pie a concertar una cita, si no perderé la oportunidad. Si la niña y la madre se bajan media milla carretera abajo de aquí y no las veo de nuevo en los tres días que voy a estar en Kendal, entonces, ¿qué ocurrirá? Sucederá que tendré que dormir solo, o si no tendré que pagar a una ramera para que caliente mi cama si no quiero volver a Faxton con mi mujer sin un flirteo que mantenga mi mente y recuerdos calentitos a lo largo de los meses de invierno.

El carruaje rueda a lo largo del camino por la llanura, en la lejanía, se ven montañas envueltas en nubes, o nubes que parecen montañas. A lo lejos, al otro extremo de los campos en barbecho y llenos de surcos, alcanzo a ver un gran perro negro de granja corriendo a un ritmo furioso entre los surcos y las zanjas escarchadas, según parece le resulta fácil igualar gracias a sus zancadas la velocidad de nuestro carruaje, el cual avanza con rapidez mientras el perro se mueve a grandes trancos en paralelo a nosotros. Intento estimar la distancia a la que se encuentra del carruaje, parece que quizás esté más lejos de lo que suponía en un principio. Entonces dicho sabueso debe de ser de proporciones gigantescas para parecer tan grande a una distancia tan enorme.

No. No, ahora veo de qué se trata en realidad, y me avergüenzo de mi necedad: la bestia no es un perro, sino que se trata de un caballo. Un grupo de árboles oculta a la vista su sombra acelerada antes de que pueda confirmar esta suposición razonable; al mismo tiempo, la viuda Deene habla detrás de mí de modo que mi atención deja de estar centrada del todo en una criatura para pasar a centrase en otras preocupaciones menos ambiguas.

—Dentro de poco nos bajamos, ¿verdad, Nelly? —Aunque esa frase va dirigida a la niña, parece más bien encaminada a llamar mi atención. A menos que me equivoque, la viuda Deene con este anuncio de su inminente despedida espera provocar en mí una respuesta adecuada. Ya que no deseo que un ser tan radiante sufra una desilusión, aparto la mirada de la ventana del carruaje y me dirijo a ella, alzando mis cejas desordenadas en un gran despliegue formando un gesto que se asimila al luto.

—Buena mujer, ¿cómo puede ser que vos y vuestra querida hija partáis de mi lado con tal presteza? ¡Cuánto me entristece de veras! Durante todas estas semanas que llevo recorriendo estos caminos sólo he tenido a la soledad como única amiga y cuando al fin consigo encontrar un poco de compañía me encuentro con que me veo privado de este regalo cuando acababa de empezar a disfrutar de él. Tenía la esperanza de que mientras estuviera en Kendal pudiéramos quedar, los tres, y de este modo seguir con nuestra relación, pero ahora… —dejo que mis palabras se desvanezcan y extiendo las manos, con tristeza, como si sostuviera un mundo de aflicción entre ellas, como si fuera una suerte de Atlas del desconsuelo.

Al menos la pequeña Eleanor, quien ya está despierta, se ve conmovida por mi actuación. Se gira en su asiento para mirar a su madre, y acomoda las manos más viejas de la mujer entre sus manos más pequeñas mientras porta en su rostro anguloso de cachorrillo una expresión que es la seriedad personificada.

—Mamá, ¿no volveremos a ver a este caballero? Ha sido tan amable, no me gustaría que se fuera.

Su madre aparta la mirada de la muchacha y la posa en mí, y una vez más, aunque es a la niña a quien habla, sus palabras se dirigen a unos oídos más viejos y sabios. «Cállate, niña. ¡Date cuenta de lo que pensaría la gente de Kendal acerca del juez si le vieran con gente como nosotras! Soy viuda desde hace poco tiempo, sólo con eso tendrían bastante sobre lo que cuchichear, nosotras sólo traeríamos desgracias a su señoría».

Aquí moví la cabeza haciendo un gesto de negación dolorosa, aunque tales consideraciones no podrían estar más lejos de mis pensamientos, en verdad lo que dice tiene mucho sentido. No es apropiado ni decoroso que se me vea fuera de mi ámbito normal con personas de su ralea, además, a lo largo de mi vida he aprendido que Inglaterra es un país más pequeño de lo que muchos supondrían. A veces da la impresión de que no puedo meter la mano dentro de la ropa interior de una doncella de Yorkshire sin que resulte ser la hija de un primo segundo de la amiga de más confianza de mi mujer.

Aunque Kendal pueda estar lejos de Faxton, me estoy replanteando la idoneidad de una aventura con la viuda Deene, aunque ahora su hija habla de nuevo, aportando una nueva sugerencia: «¿Por qué no viene a visitarnos a la casa de la agradable señora mayor donde nos vamos a alojar? Dijiste que se encontraba en las afueras de la ciudad, si viniera de visita la gente no tendría razón alguna por la que preguntarse adónde va. Di que podrá hacerlo».

La madre alza su mirada hacia mí una vez más, y parece dudar. Me parece que la propuesta de la muchacha le viene de perlas a mis propósitos, me veo arrastrado por esa unión furtiva y secreta que ya se ha creado entre nosotros; la insinuación de una confianza mutua que puede llegar aún más lejos. La viuda Deene me observa atentamente, esperando alguna señal que dé respuesta a la idea de Eleanor antes de que ella se aventure a dar su propia opinión. Ha llegado el momento de sellar nuestra cita, me inclino hacia delante en el interior de este carruaje que se balancea y coloco una mano sobre la rodilla de la niña como lo haría un tío, riéndome entre dientes mientras tanto. Bajo su falda delgada y oscura la musculatura de su pierna es escasa y firme, se parece mucho a la pata de un pájaro.

—Qué chiquita tan lista sois, ¡menuda ocurrencia! Aunque por mi parte me importa un bledo si me ven en compañía de dos señoritas tan encantadoras, jamás lo haría si de esta manera comprometiera la reputación de vuestra madre en la ciudad donde va a trabajar. Gracias, estimada muchacha, ¡ya tenemos la solución! Estaré encantado de visitaros en vuestra residencia y de comer juntos cuando os convenga, si vuestra madre da su aprobación.

Me parece que ya he aprendido el truco de hablar a través de la niña, al igual que hace su madre. La forma de hacerlo es hablar con una mientras se mira a la otra. Cuando el objeto que se mira tiene unos ojos arrebatadores como el mar y unos labios que parecen arrancados de una flor de laurel de San Antonio, ésta no es una tarea ingrata. La viuda, que me devuelve la mirada, ahora parece ruborizarse. Aparta la vista para mirar hacia las tablas desgastadas del suelo del carruaje y con una pequeña e íntima sonrisa balbucea que acepta. El regocijo reprimido de su semblante provoca un júbilo similar en mí mismo, aunque en una parte del cuerpo distinta.

—Oh, señor… por supuesto que doy mi aprobación. No tenéis que pedirme permiso. Para nada.

Alza la vista de los escuetos tablones del suelo que portan pedacitos sueltos de la carretera de Kendal entre ellos. Observa mi rostro para ver si he entendido su último comentario, su invitación velada. Satisfecha al ver que sus observaciones no han caído en saco roto, aparta la mirada un vez más antes de seguir hablando. El temblor en su voz, tan débil que no parece evidente, me estremece. «Ahora veréis la casa donde nos vamos a instalar. No está lejos de aquí, y no está situada a más de una milla andando de Kendal. Aunque será mejor que vengáis por la noche, ya que la gente siempre está dispuesta a pensar mal de los demás».

Acepto las condiciones con celeridad, y prometo que la visitaré mañana por la noche, antes de acudir al juzgado esa misma mañana. Un polvo sin duda mejorará con mucho mi estado de ánimo y, de una manera modesta, puede que alivie la depresión provocada por todo lo que rodea al hecho de condenar a un hombre. Se me ocurre pensar que, ya que se trata de una viuda sin recursos económicos y de carácter incierto, puede que un chelín me procure también los servicios de la pequeña Nelly. Pienso en las mujeres que se bañan en mi cajita de rapé, en cómo se hacen trenzas las unas a las otras en el pelo lacio y mojado; en la espuma formada por las mujeres que se alzan desde las profundidades cálidas del balneario.

Ahora la niña habla con su madre, está contenta porque las voy a visitar, y además se aferra a la manga del vestido de la viuda con gran emoción. «Oh, madre, qué bien nos vendrá tener a un caballero que nos cuide. Lo he echado tanto de menos ahora que padre está lejos de nosotras en…».

La señora Deene lanza a la niña una mirada severa y hostil, de modo que las palabras vienen a morir a los labios de su hija. Está claro, la congoja de la viudedad aún late con intensidad en el peche de esta mujer de tal manera que no permite a Eleanor hablar de su difunto padre. No obstante, hay algo en el gesto de arrepentimiento que hace la niña ante esta silenciosa reprimenda que despierta mi compasión, así que me siento obligado a completar lo que ella decía con la esperanza de poder enmendar su error y devolverle de este modo el favor de su madre.

—… Ahora que vuestro padre está lejos de vosotras en el cielo con nuestro Señor. Por supuesto: es natural que echéis de menos su presencia, y es aún más natural que anheléis tener compañía masculina. En eso, sois igual que todas las personas de vuestro sexo.

Ante esta afirmación, Nell parece desconcertada, pero una sonrisa de alivio y gratitud ilumina la cara de su madre, lo que me anima a continuar. «No temáis, mañana a la noche os iré a visitar, y aunque no espero poder trinchar la carne tan bien como lo haría vuestro difunto padre, confío en mi capacidad para sustituirle en lo que fueron, estoy seguro, sus responsabilidades menos onerosas, Cuidar de su hija, y su mujer».

Antes de pronunciar esta última frase hago una pequeña pausa, en la que alzo la vista y abandono a la niña para dejar que recaiga sobre la dama. Una mirada de tal intensidad y comprensión se transmite entre nosotros que ninguno de los dos puede soportarlo mucho tiempo y tras unos instantes tenemos que apartarla. Un silencio agradable y grávido desciende a continuación. Me imagino que cada uno especula intensamente acerca de la índole de las intensas especulaciones del otro.

Sonrío para mí, y me giro una vez más para mirar por la ventana del carruaje, pero el perro o la potra que vi antes no aparece por ningún lado. Los árboles negros y sin hojas pasan raudos y veloces, permanecen agrupados como las cerdas del espinazo de un jabalí viejo.

El silencio dura hasta que llegamos a una humilde casa de campo, toda ella compuesta de una piedra entre marrón y gris y de un techo de paja de color marrón como los ratones, que se encuentra un poco apartada de la carretera que serpentea por la colina hasta Kendal. Aquí las Deene deben bajar. Ansioso por demostrar que aún me quedan fuerzas a pesar de los años, las ayudo a sacar del carruaje el poco equipaje que poseen, que, por lo que parece, sólo incluye una sencilla bolsa hecha de lona raída. Mientras se la paso a la mujer mis dedos pasan rozando, casi de manera accidental, la mano enguantada de la viuda.

Una muchacha desaliñada y robusta de unos quince años sale de la casa, el color de su pelo enmarañado es del mismo color insípido que el techo de la casa. Su expresión permanece impasible. Unos ojos que parecen denotar cierta lentitud de pensamiento y que quizás están demasiado lejos el uno del otro superan el obstáculo que supone una nariz chata, un plano sin relieve. Tiene una boca ancha y los labios muy llenos, en ciertas condiciones podría poseer una cierta sensualidad horrorosa. Se detiene apoyando una mano rellena y blanca sobre el pilar de la casa y contempla al carruaje sin expresión alguna en su rostro. Cuando miro más allá de ella hacia la puerta principal de la propia casa, veo a una ganapán repleta de arrugas por la edad que se ha arrastrado desde el interior de la casa y que se apoya en un bastón. No va más allá de la puerta, permanece ahí quieta con el marco lleno de manchas a su alrededor como si se tratara de un retrato repugnante. Sus mofletes y papadas son una única masa repleta de ondulaciones, todo esto viene a confluir con el contorno enorme y único de sus tetas y vientre. Con unos ojos enanos de un negro pegajoso, que parecen huesos de ciruela aplastados en grasa, permanece en pie apoyándose en su bastón y, al igual que la muchacha medio lerda que se reclina junto a la puerta (quien puede ser, me imagino, su hija), mira el carruaje sin pronunciar palabra ni mostrando expresión alguna que se pueda descifrar.

La viuda Deene me sonríe y dice, «Entonces, nos vemos mañana,» antes de darse la vuelta y encaminarse hacia la casa con su hija a remolque. La muchacha de pelo revuelto que está encorvada y apoyada contra el pilar ahora echa hacia atrás la puerta de forma silenciosa, dejando así entrar a Nelly y a su madre a la que será su nueva casa. Mientras cierro la puerta del carruaje y me acomodo en mi asiento, tanto Eleanor como la señora Deene se dan la vuelta para despedirse justo cuando el cochero espolea a los caballos despertándolos de su letargo para llevarme lejos, a Kendal. Sonrío con ternura, y les devuelvo el saludo a medida que se van alejando de mi vista. Entonces, nos vemos mañana por la noche.

Paso varios minutos observando de manera infructuosa los campos de alrededor para ver si hay alguna señal de la bestia que contemplé anteriormente, y entonces el embarcadero estrecho y tortuoso de esta ciudad de Lakeland brota a nuestro alrededor y resulta que ya he llegado. El juzgado, en cuyo piso superior hay unas habitaciones en las que me voy a hospedar que fueron construidas con ese único propósito en mente, es un humilde pero digno maridaje entre el ladrillo y la madera, situado cerca del centro de Kendal. Tras abandonar el carruaje y caminar un rato sobre el empedrado del patio trasero del juzgado para que la sangre vuelva a circular por mis piernas, llamo a uno de los encargados del juzgado para que salga y suba mis maletas por esas escaleras de piedra desgastadas por las pisadas, y desde allí las lleve a mi dormitorio.

Subo por las escaleras ágilmente por delante del encargado, mientras que él, un hombre de mediana edad, camina pesadamente detrás de mí, resoplando y quejándose por mi culpa. Hay un descansillo a mitad de camino, con una ventana orientada hacia el Oeste. He llegado a Kendal cuando ya era tarde, de modo que el cielo que se encuentra más allá del cristal presenta un color rojizo ante el cual me sorprende la incómoda sensación de haberlo visto antes. Mientras me aproximo al descansillo, experimento una sensación de terror al pensar que me voy a topar con la joven Nelly ahí con su pelo en llamas, a pesar de que la he dejado allá atrás en el camino de Kendal. Por qué esta idea despierta tanto temor en mí no sé decirlo, pero cuando llego al descansillo lo encuentro vacío. Así que seguimos subiendo las escaleras.

Mi habitación es fría pero cómoda. El encargado me promete que avisará a los diversos oficiales del juzgado de mi llegada y que mañana conoceré tanto a los oficiales como al acusado. Deja mi equipaje dentro junto a la puerta, y se marcha, mientras, yo permanezco sentado en mi lecho envuelto en una quietud y en un silencio repentinos, que me resultan extraños tras tanto ruido y traqueteo en la carretera. Después de un rato me levanto y, dirigiéndome a la ventana, cierro las contraventanas horadadas por los bichos para dar la espalda a la noche que avanza. A falta de un pasatiempo mejor, me preparo para ir a la cama.

Pienso en estas habitaciones vacías que me encuentro siempre a lo largo del recorrido que he de completar: a veces creo que todas estas copulaciones frenéticas que practico no son sino esfuerzos que realizo por acallar a los malditos espectros de estas tumbas; de estas ausencias.

Me desvisto, mis pensamientos se centran en mi hijo, en Francis, que se encuentra allá en Faxton. Qué mala sombra persigue a este muchacho (aunque, al estar cerca del medio siglo, he de reconocer que ya no es un muchacho). Una miasma infecta del espíritu que parece haberle poseído y que ni siquiera su mujer ni su dulce hija Mary, mi nieta, pueden hacer desaparecer. Se pasa el día abatido y mirando al infinito. Algunas veces lee y parece no tener motivo alguno para vivir.

Puedo afirmar que Dee ha sido el culpable de todo esto, con la misma rotundidad que puedo afirmar que soy juez. Han pasado ya veinticinco años desde que Francis cayó víctima de un interés deplorable por las cosas taumatúrgicas y buscó por primera vez los consejos de aquel charlatán, marchó a Mortlake donde prometió al doctor cien libras si Dee le enseñaba a determinar la posición de la luna, junto a otras cosas tenebrosas del mismo calibre. Mientras la reina Bess vivía, Dee la orientaba y la gente acudía a él con asiduidad para tratar asuntos de hechicería, ya que tales prácticas horrendas eran entonces algo respetable, aunque ahora sea muy difícil encontrar a alguien que reconozca este hecho.

Casi un año después de su primera visita a la casa de Dee, algo ocurrió que marcó el inicio del cambio en Francis, situación que aún persiste y empeora a día de hoy. Los detalles de aquello no me quedaron del todo claros, pero por los retales de información que he sido capaz de reunir, según parece, Francis tuvo la oportunidad de estudiar detenidamente algunos documentos que hablaban sobre los antiguos experimentos y rituales del doctor, realizados cuando Dee tenía a su servicio a un tal Edward Kelly, un truhán sin escrúpulos que murió en prisión.

Aunque años después a menudo le he rogado que me revelara el contenido de esos documentos, mi hijo insiste en que sería mejor para mi alma que siguiera ignorando tales cosas. A juzgar por cómo se asusta y amedrenta cada vez que una ventana se cierra con estrépito y por su aspecto demacrado y atormentado, puede que tenga bastante razón al respecto. Lo poco que me reveló era más que suficiente como para dar rienda suelta a las fantasías más macabras, fantasías que trataban acerca de invocar a presencias abominables, para luego transcribir sus mensajes sombríos y crípticos. Según parece, Dee había recopilado con cierta exhaustividad una gramática de la lengua del espíritu, decía que aquellos «ángeles» como él los llamaba podían comunicarse con él y que él era capaz, a su vez, de traducir lo que decían. Estos tratos etéreos eran el campo de trabajo del doctor que más intrigaba a mi hijo y lo que más tarde acabaría causándole todos esos problemas, aunque a mí lo que más me interesaba eran las pistas que Francis dejaba caer sobre las transacciones más terrenales de Dee.

Entre los papeles que se le mostraron a mi hijo aquella fría noche de marzo de mil quinientos noventa y cuatro se describían rituales de una índole carnal repugnante, mientras que otros hablaban de un acuerdo, ordenado por los espíritus, que obligaba al doctor y su sirviente Kelly a compartir esposas. Si Francis pensó que con estas revelaciones Dee le estaba proponiendo de manera sutil a mi hijo que incluyera a su propia esposa en un acuerdo parecido, es algo que no sé. Lo único de lo que estoy seguro es de que Francis mostró su indignación de manera clara y rotunda, debido a lo cual un muro de ira se alzó entre el doctor y mi hijo, quien salió rabioso del estudio de Dee raudo y veloz y subió al piso de arriba donde una cama estaba apartada para él.

De este modo, mientras subía a su habitación con sólo palabras de furia sin pronunciar en la cabeza, Francis se encontró con la niña. Estaba de pie con la cara envuelta en sombras y el rojo sangre de la noche detrás de ella que atravesaba la ventana que daba al oeste, alzó los brazos con las palmas extendidas hacia delante, hacia mi hijo como para prohibirle el paso. Rodeada de un halo de llamas, habló a Francis en una lengua extraña, llena de vocales aspiradas y con apenas consonantes en medio que sonaba algo así como «Bahzo-deh-leh-teh-oh-ah» y así seguía y seguía; recitando una serie de tonterías paganas.

Francis estaba a punto de preguntarle quién era y qué asuntos pendientes tenía con él cuando, de repente, la niña se alejó del lugar frente a la ventana donde se hallaba para adentrarse en las sombras que se posaban sobre el suelo y toda la luz del sol que se ponía, que ahora ya no estaba bloqueada por su presencia, brilló ante sus ojos de tal manera que le deslumbró, de modo que tuvo que entornar los ojos y apartar la mirada. Cuando miró a continuación hacia la escalera ella ya no estaba, ni quedaba rastro alguno de su presencia salvo un aroma que a él le recordaba a la mirra.

A pesar de la discusión y del susto que se había llevado, Francis no parecía capaz de mantenerse alejado de Mortlake. Enseguida arregló sus problemas con Dee, realizando frecuentes visitas a la casa del doctor a lo largo de los seis años siguientes, y en más una ocasión obligando a mi nieta Mary a acompañarle, desoyendo así mis consejos.

Dee, en aquel momento de su vida, contaba con la ayuda de un tal Bartholomew Hickman tal y como anteriormente contaba con la de Edward Kelly, ya que necesitaba, o así lo parecía, alguien que escrutara el éter con una bola de cristal y le comunicara los mensajes que sus «ángeles» le transmitían. Todo esto terminó con el cambio de siglo cuando, si he de creer a mi hijo, el tal Hick resultó ser un fraude, o al menos un vidente que se había comunicado únicamente con espíritus falsos y falaces. De este modo el trabajo de casi una década perdió todo valor, y en septiembre de ese año tanto mi hijo como mi nieta estuvieron presentes en ciertas ceremonias amargas y abatidas celebradas en Mortlake donde los documentos acumulados durante los tratos de Hickman con el mundo espiritual fueron reducidos a cenizas de una manera ignominiosa.

He de admitir que pensé que era algo maravilloso que un farsante hubiera sido desenmascarado de este modo, pero el desconsuelo se adueñó de Francis. Mi hijo consideraba aquel asunto como una catástrofe inconmensurable cuyas verdaderas dimensiones yo nunca alcanzaría a comprender. Incluso una sombra lúgubre parecía planear sobre mi nieta Mary, quien a veces me miraba asustada, como si de repente me viera bajo otra perspectiva, otra luz. Ninguno de ellos volvió a Mortlake después de aquello, ni tuvieron más trato con John Dee. Poco después el rey Jaime, un soberano de fuertes convicciones religiosas, ascendió al trono, lo que provocó que el mago se encontrara con que había caído en desgracia y así comenzó su caída. Dee no tardó muchos arios en verse abocado a la miseria y entonces, poco después, falleció en Mortlake atendido únicamente por su hija, por lo que uno da por sentado que no hubo espíritus presentes en esa ocasión para ayudarle en su óbito.

Me pongo mi ropa de dormir y me encaramo al retrete de madera de la habitación de invitados para hacer mis necesidades, lo que me resulta difícil y doloroso. Una vez he acabado con estas tareas apagó de un soplido la vela bajo cuya luz me he desvestido y me meto directamente a la cama, con las mantas hacia arriba cubriendo mis orejas, ya que sin su presencia para sofocar el ruido no puedo dormir desde que era pequeño.

Me enfado al descubrir que mis pensamientos aún siguen centrados en el Doctor Dee, ya que hay algo desconcertante en él a lo que no dejo de dar vueltas. Resulta difícil juzgar a un hombre como él, un hombre de gran talento para la ciencia y la política como para considerarle simplemente un necio, y aun así él creía que hablaba con los ángeles. ¿Cómo pudo una mente tan brillante encontrar cierta diversión durante tantos años en el hecho de copiar sílabas sin sentido en esas tablas sin fin, en esos diagramas y diarios? De no ser así; si por alguna extraña razón lo transcrito por Dee fuera real, entonces, ¿qué podemos hacer con un cielo poblado por ángeles incoherentes, que balbucean credos sin sentido en la lengua de los bebés? Vi una vez esa «lengua de los ángeles», copiada con mucho esfuerzo por mi hijo en su diario. Se trataba de una cuadrícula compuesta, por lo que a mí me dio la impresión, de mil cuadrados, cada uno con un símbolo o anotación escrito en su interior de modo que parecía en resumidas cuentas un auténtico mapa de la locura; ese continente envuelto en nieblas de cual muy pocos vuelven para contar lo que han visto.

Esta noche no he de castigarme más pensando en magos o astrólogos. La visión de un doctor cadavérico y de barba blanca tal y como mi hijo me lo describió baila de manera irritante tras mis párpados hasta que, con un gran esfuerzo de mi voluntad, soy capaz de disiparla y de poner en su lugar varias imágenes, de la viuda Deene en diversas posturas bochornosas, a las que enseguida vienen a sumarse los recuerdos que guardo sobre la sirvienta de fuertes muslos que permanecía de pie junto a la puertas de la casa de campo y que me miraba fijamente con su mirada vacía y estúpida.

El vapor de mis pensamientos se condensa, forma gotas que son sueños frente a la frialdad de mi almohada, y una nube que musita desciende. Una grieta se abre en la noche para que entre en ella, y me deslizo por ella, me hundo, y me duermo…

Me despierto antes de que el sol se levante, y con el encargado que me ayudó ayer con el equipaje llamando a la puerta de mis aposentos para informarme de que el desayuno está listo en el comedor situado en el piso de abajo. Le doy las gracias con un gruñido y me levanto para vestirme como puedo en la oscuridad. Mientras me abrocho los zapatos, recuerdo un sueño que tuve anoche. Estaba en Mortlake con mi hijo y el doctor Dee, aunque en este sueño se llamaba doctor Deene. Sostenía un pergamino amarillento ante nosotros y nos decía, «he aquí un mapa de la locura», y cuando tanto Francis como yo nos acercábamos para examinarlo con más detenimiento nos dábamos cuenta de que se trataba de un mapa de nuestro propio condado, es decir, de Northampton. Aún más, me daba la impresión de que el mapa parecía no haber sido dibujado sobre papel sino que había sido tatuado sobre una sustancia mucho más parecida a la piel humana. Pensé en buscar Faxton en el mapa pero no pude encontrarlo en ninguna parte del plano, lo que me llenó de un terror vago y repentino. Entonces el doctor Dee o Deene se veía obligado a reconfortarme diciendo que todo iba a ir bien si él y yo compartíamos a nuestras parientas, aunque puede que dijera en vez de parientas, existencias. En ese momento, y sin razón aparente, me eché a llorar y después no recuerdo nada más hasta que me desperté.

Una vez ataviado adecuadamente para la ocasión y ya en el comedor, y justo cuando me encuentro frente a una comida consistente en pescado cocinado en pasta de avena, me presentan al alguacil jefe del juicio de mañana, un tipo fuerte llamado Callow cuya nariz tiene forma de fresa y que luce unas grandes patillas que rodean su cara de color rosa como si se tratara de un cangrejo. Mientras me saco espinas de la boca para colocarlas en una suerte de osario pequeñito situado junto a mi plato, me vuelve a informar de los detalles del caso que voy a juzgar. Se trata de un lugareño inútil llamado Deery que está acusado de haberle sustraído a su legítimo dueño una oveja y un carnero, este último lo vendió, a lo que hay que añadir que en su propiedad se encontraron trozos curados de la carne de la oveja así que está claro como el agua que es culpable.

El alguacil jefe Callow me dice que una vez termine mi desayuno, ambos podemos ir andando hasta la prisión de Kendal par: visitar a ese bribón en su propia celda, además de al resto de los delincuentes de menor entidad a los que también he de juzgar una vez dicte sentencia en el caso de Deery: algunos borrachos y putas; un tendero acusado de hacer trampas con el peso; varios alborotadores, y un sodomita.

Una vez fuera del juzgado, con el pescado y la avena descansando pesadamente en mi estómago y echando humo al respirar en el aire helado, camino junto al alguacil bajo un velo de sombras por las empinadas calles que se encuentran resbaladizas debido la escarcha. El cielo presenta una cinta azul como el mar y dorada en la parte oriental, al este aún quedan estrellas y de los terrenos a las afueras de Kendal llega una fuga paulatina compuesta por los cantos de los pájaros, cuyas voces son claras y perfectamente distinguibles unas de otras.

La prisión, construida a partir de bastas piedras grises, está situada en medio de la ciudad en donde se acuclilla como un sapo monstruoso que se ha visto petrificado por su propia fealdad. Sus muros tienen grandes grietas y fisuras de forma que no hace más calor dentro que fuera, la prisión consiste únicamente en un espacio estrecho donde los carceleros están sentados y sacan punta a unos palos al tuntún, con varias celdas angostas apiñadas más allá.

Sentada en la primera de las mencionadas celdas, nos encontramos a una muchacha de trece años de pelo desvaído y revuelto que amamanta a su bebé, una cosita cadavérica y llena de manchas no más grande que una rata y a la que, por su aspecto, uno diría que no le resta mucha vida. Cada vez que intenta colocar su lívido pecho en forma de cono entre los labios de la criatura, ésta aparta su cara gris y arrugada para lloriquear. La madre alza la vista y me mira brevemente sin mucho interés, luego vuelve a dirigir su insulsa mirada hacia el niño. El alguacil me dice que hay cargos contra ella a cuenta de una trifulca, y seguimos adelante.

Deery se halla en la siguiente celda a la que nos aproximamos. Está sentado sobre una litera y mira fijamente a la pared sin expresión alguna en su rostro, ni siquiera nos mira cuando optamos por preguntarle directamente. Aún es joven, Deery tiene el aspecto de alguien que una vez fue guapo y bien formado pero que ahora está gordo, los fuertes huesos del rostro de su juventud aún se pueden percibir, incrustados en un blando ensanchamiento de grasa. Se sienta ahí, con los pies separados, con unos antebrazos que reposan sobre muslos con unas muñecas tan gruesas como la cintura de un bebé y unos puños grandes como jamones, tiene los dedos entrelazados formando un nudo marinero que descansa entre sus rodillas. Su quietud es total y estremecedora.

Le pregunto si sabe que le voy juzgar mañana, ante lo cual simplemente se encoge de hombros y sigue sin dignarse mirarme. Cuando le pregunto si es consciente de que la horca es el castigo por robar ganado sólo parece dar muestras de aburrimiento, y transcurridos unos instantes escupe una flema de un amarillo asombroso en una de las esquinas de su celda. Está claro que mantener una conversación entre nosotros es algo imposible, y tras un examen apresurado del resto de los reclusos encerrados, el alguacil Callow y yo dejamos la rancia miasma de la prisión para adentramos una vez más en el punzante aire de Kendal. Los cielos ahora están llenos de luz y la ciudad se encuentra ya realmente despierta. El carro de un mercader de madera que muestra imágenes de santos y mártires pintados en uno de sus costados pasa junto a nosotros arrastrado por un caballo viejo. Los niños trepan al techo del panadero para disfrutar del calor y deleitarse con los olores que se desprenden del conducto de ventilación de su horno, y calle abajo un anciano camina encorvado rodeado de cajas de madera dentro de las cuales los gallos se quejan.

Sin nada de provecho que hacer antes de los juicios de mañana me despido del alguacil y paso la mañana inspeccionando Kendal, al mediodía paro en un mesón para comer empanada de carne de cordero y colinabo. Tras recuperar fuerzas de este modo, paso la tarde disfrutando de un placentero paseo sin rumbo por la campiña cercana. Un poco antes de volver a mis aposentos donde he de prepararme para el encuentro de esta noche con la viuda Deene, me percato de que me hallo en un estado de ánimo de tensa expectación cuya causa no es del todo esa señorita o sus encantos. Me doy cuenta, al fin, de que parte de mí espera vislumbrar el animal que vi ayer corriendo junto al carruaje, y me río bien alto por mi estupidez. Este lugar no está siquiera cerca del sitio donde atisbé por primera vez a la bestia, ya que eso se encuentra al otro lado de la ciudad. Además, ¿qué me importa a mí algún sabueso perdido, o poni, o lo que sea esa criatura?

Vuelvo a mis aposentos, me visto con unos atuendos más elegantes y empolvo mi peluca. Espero hasta que la batalla nocturna y silenciosa de los cielos en el firmamento occidental haya completado su sangriento curso, entonces salgo furtivamente para encontrarme con las primeras nieblas malvas del anochecer, teniendo mucho cuidado de no ser visto por nadie relacionado con el juzgado y portando debajo de un brazo mi bastón de hierro por si me encuentro con ladrones.

Un azul pesaroso que rápidamente se transforma en gris desciende sobre las colinas de Lakeland con el crepúsculo, y al otro lado de los campos anegados un chalado se vuelve loco por la pena. Llego enseguida a las afueras de la ciudad, donde prosigo por el camino de Kendal que da a la casa de campo donde la viuda y su hija se alojan. El barro de color mostaza que ahora decora mis botas lustradas parece ser poco castigo comparado con las grandes recompensas que espero me aguarden. Una viuda con mucha experiencia en la vida marital y que aun así está deseosa de reanudar la parte carnal de dicha vida es toda una garantía a la hora de lograr una cópula más satisfactoria que cualquiera de las practicadas con una doncella de piel lechosa del servicio, y me atrevo a suponer que la autoridad que me confiere mi cargo puede ayudarme mucho a hacerla más receptiva a mis caprichos, a pesar de lo peculiares que puedan ser.

A cada lado del camino que se va oscureciendo las zanjas derraman líquido y gorgotean como un hombre al que han atravesado el corazón, y por todo alrededor la niebla se levanta de modo que crece en mí la ansiedad por ver la primera señal de las luces de la casa de campo en el camino que se halla ahí delante. La última vez que pasé por este territorio iba montado en un carruaje y no estaba todo tan oscuro. Aunque me pregunto si no habré cometido algún error. ¿Ora la casa se encuentra realmente tan lejos de Kendal, ora la he pasado de largo bajo la luz del crepúsculo de modo que ahora se encuentra detrás de mí? Tras decidir que si no llego pronto a la morada de la mujer vieja y gorda, tendré que volver a mis aposentos aunque eso signifique que deba olvidarme de disfrutar de la compañía de la viuda, respiro con gran alivio cuando, al doblar una esquina, veo al fin el brillo macilento y receloso de un lámpara que atraviesa unas cortinas, en algún lugar más abajo del camino.

Con las imágenes de la viuda Deene como pronto me gustaría verla llenando mis pensamientos, salvo aquellos reservados a la querida Eleanor, apresuro el paso de modo que antes de que me dé cuenta me hallo junto a la puerta de la casa. Una oleada de emoción se me viene encima; un nerviosismo peculiar que conozco con anterioridad de cuando me he encontrado en situaciones similares: en parte se trata de lujuria, en parte de ansiedad por miedo a que haya hecho una montaña de un grano de arena y me lleve una decepción. Esta vez hay algo más: una sensación de aprensión que no puedo situar bien, pero tales temores hay que descartarlos. Si he de ahorcar a un hombre por la mañana, primero empalaré a una mujer esta noche, y de este modo camino vigorosamente sobre un sendero de piedras resbaladizas y con forma de molusco para acabar llamando con un golpecito a la puerta a la que habían dado una capa de brea.

Pasa un rato, suficiente como para rezar un padrenuestro, hasta que se descorre el cierre de la puerta y me topo con la chica medio lerda que vi haraganeando junto a la puerta cuando llegamos aquí ayer. Al encontrarme ahora con ella, estoy menos seguro de que sea realmente medio idiota, o si más bien se trata de que ha hecho de una tremenda lentitud, una forma de insolencia. Me mira fijamente en silencio durante un tiempo desmesurado antes de dignarse hablar, y cuando lo hace una sonrisa sarcástica y lujuriosa como señalando que sabe algo mancha, de manera similar a un lema revolucionario, el muro plano de su cara.

—Eres el juez, ¿no?

Su voz es espesa y resbaladiza como las algas, su forma de arrastrar las palabras de forma vaga es sugerente y pronto descubro que es algo constante y habitual. Cuando respondo que sí, y que, efectivamente, soy su señoría el juez Augustus Nicholls y que me gustaría saber su nombre, me devuelve una sonrisa que es, al mismo tiempo, insinuante y divertida, y mantiene sus ojos clavados en los míos durante unos momentos en los que se produce cierta tensión sexual antes de responder.

—Me llamo Emmy. Aunque supongo que querrás ver a Mary. Será mejor que pases.

Me conduce a un pasillo iluminado por lámparas tan estrecho que, cuando pasa junto a mí para cerrar la puerta principal después de que entre, ambos nos quedamos encajonados por un instante, cara a cara, ahí dentro de ese vestíbulo angosto. Sus grandes pechos se aprietan contra mi abrigo, y se aplanan de modo que parecen desparecer del mismo modo que la hoja de una daga de pega. Este aplastamiento sublime dura sólo *un instante, luego pasa a colocarse a mi lado. Mientras me doy la vuelta y camino hacia la habitación iluminada en el extremo más lejano del pasillo, escucho cómo cierra la puerta y echa el cerrojo.

Otra puerta, parcialmente abierta, surge del pasillo a mi derecha, al pasar junto a ella se me ocurre echar un vistazo a su interior. Aunque está iluminada sólo por la luz que se filtra del pasillo por el que andamos, puedo distinguir una gran colección de _vajilla y de figuras pintadas hechas de porcelana colocada sobre un tocador viejo y enorme situado dentro de la habitación, que parece conservada de manera inmaculada y en cuyo suelo hay una alfombra que muestra una gran riqueza de patrones. También puedo ver, haciendo compañía al tocador, un taburete decorado y una pintoresca mesita hecha de madera de cerezo pulida. Aunque no puedo ver en su totalidad esta habitación mientras paso, me da la impresión de que se trata de un espacio pequeño y cuidado de manera impecable que se encuentra tan lleno de reliquias familiares que se exhiben con orgullo que es imposible que pueda entrar alguien. Tiene un aspecto prístino y parece sin utilizar, lo que choca bastante con la desvencijada fachada de la casa. De todos modos, continúo andando hacia la luz que se encuentra en el extremo más alejado del corredor, y no pienso más en ella. Emmy camina detrás de mí, oigo sus pies planos y desnudos sobre las maderas. La oigo respirar.

El pasillo me lleva a una habitación tan diferente de la que acabo de ver, que podría tratarse de dos continentes distintos, separados no por unos metros de pasillos, sino por un océano. Paso de contemplar una habitación pulcra llena de objetos bellos, a ver un mugriento cuchitril donde él granulado de las paredes se ve ahogado por el hollín y por doquier hay un olor compuesto por moho, vísceras a la parrilla, y ese tufo que las mujeres ancianas desprenden, como a callos y a orina. Entiendo que es así como los pobres han de elegir vivir, con todo lo que tienen bello, de valor, o importante amontonado en una habitación para ser mostrado, en la que ni siquiera ellos entran, salvo para quitar el polvo o limpiar. Sus verdaderas vidas transcurren, detrás de esos santuarios abarrotados, en vertederos tristes como éste, ante cuyo umbral ahora me encuentro.

Un fogón de hierro que hace las veces de estufa y que se halla en la pared del fondo calienta la habitación, pero de una manera sofocante. Aparte de esto, en una banqueta cuyas patas están arqueadas y sobre la que está apoyado su bastón, se sienta la dama llena de arrugas y obesa que vi ayer, sus ojos que son como carbones metidos dentro de un grumo se fijan rápidamente en mí mientras entro agachando la cabeza para evitar las bajas vigas de roble. Al contemplarla más de cerca, me doy cuenta de que padece una enfermedad de pulmón, de modo que respira con dificultad, bajo su mandil sus monstruosos pechos se levantan como la marea y un temblor recorre su carne formando ondas tal y como ocurre en un charco, atravesando sus mofletes y cuello, que parece víctima del bocio, con cada respiración.

Colocada en medio de esta fétida cámara se halla una mesa demasiado grande para un lugar tan atestado de cosas, es como si la casa hubiera sido construida en torno a dicha mesa, ya que es demasiado ancha como para pasar por la puerta, además de muy vieja, y tiene la superficie llena de arañazos de cuchillos que hace tiempo se quebraron en manos muertas tiempo ha. Hay colocadas cinco sillas alrededor de la mesa, dos de ellas ya están ocupadas por Eleanor y su encantadora madre, cuando entro en la habitación las dos alzan la vista y sonríen. Había olvidado lo verdes que eran sus ojos, así que decido que podré soportar esta miseria que nos rodea si se va a ver iluminada por tal belleza.

—¡Juez Nicholls! ¡Habéis venido tal y como prometisteis! —Quien habla es la viuda Deene, y la emoción y expectación que hay en su voz despiertan en mí una certidumbre petulante de que todo va a ir bien entre nosotros. Echa hacia atrás su silla raspando las baldosas de áspera piedra, se levanta de su asiento, y cruza la habitación para saludarme, después sitúa una mano frágil sobre mi codo mientras me guía a mi sitio, colocado frente al suyo. En pie apoyándose contra la jamba de la puerta del pasillo, Emmy sonríe burlonamente a los aquí reunidos. Mientras intento ignorar a esa muchacha, inicio una conversación intrascendente con la viuda y Eleanor hasta que la vieja gorda y llena de arrugas que se sienta junto al fuego deja de jadear por un instante para dirigirse a todos nosotros.

—Cenaremos ya. Emmy, deja de mirar con cara de boba al caballero y levántame para que pueda servir la comida. —Su voz, que se ve lastrada por un gran exceso de congestiones, burbujea como una ciénaga.

Emmy suelta un suspiro muy expresivo, abandona su lugar junto a la puerta, y cruza la habitación hasta llegar al fogón donde ayuda a ese montículo hinchado a levantarse del taburete. Ahora que ya estoy convencido de que son madre e hija, ambas proceden a servir con un cucharón el estofado, que extraen de un recipiente que han retirado del fogón, en unos grandes cuencos que colocan delante de nosotros. Emmy toma asiento, junto a mí, lanzándome muchas miraditas de soslayo de manera insinuante y solapada, mientras que la anciana, con cierta dificultad, hunde su masa jadeante en la silla situada en la cabecera de la mesa.

Cuando ya ha recuperado el aliento suficientemente, entona una bendición: «Señor, bendice esta comida que hemos preparado a nuestro invitado, y que tengamos éxito en todos nuestros actos».

La bendición, aunque algo ruda y poco convencional, no resulta inapropiada. Esta noche, si tengo suerte, me acostaré con la viuda Deene, y espero triunfar a lo grande en esta empresa. Murmurando un «amén» realmente sincero, alzo mi tenedor y comienzo a comer, al mismo tiempo que esbozo una sonrisa que cruza la mesa hasta llegar a la viuda, quien responde a este gesto con una sonrisa también. Me imagino que en ese ademán hay algún secreto, que sólo entendemos nosotros dos. Animado por ello, ataco con Mayor deleite el montón de carne y verdura apilado ante mí, he de reconocer que me siento gratamente sorprendido por lo agradable que me parece su sabor.

Mientras picotean su comida, las mujeres reunidas en torno a la mesa me observan con atención mientras devoro mi plato, sin duda con cierta aprensión provocada por el miedo a que esa comida sencilla y basta no colme las expectativas de alguien tan cultivad() como yo. Deseoso de aliviar su inquietud, engullo grandes cantidades y, entre bocado y bocado, comento lo excelente que encuentro la cena, ya que en verdad está deliciosa. Contiene muchas especias y está sazonada con pimienta, y cada dentellada provoca que una película de transpiración surja en mi frente y labio superior; siento un picor en mi paladar que quiere decir que mi boca arde a fuego lento, como una caverna infernal de estalactitas molares sobre la que está concentrada hasta la más mínima pizca de mi conciencia. Para gente como yo, a la que le gusta la sensación de quemazón y de picor a la hora de comer, los rigores a los que uno se ve sometido para aguantar una comida tal forman parte de su atractivo. Los otros instrumentos de la percepción aterrados por las llamaradas que se producen en la lengua, parecen verse de igual modo arrastrados a un nuevo estado: te lloran los ojos o te pitan los oídos, todos los recovecos del cuerpo retumban de una manera solidaria. He pensado a menudo que ese estado debe de parecerse al que describen los místicos, donde todas las preocupaciones del cuerpo desaparecen ante la intensidad de la experiencia mística.

Pienso en Francis, con la mirada vacía y balbuceando, presa del miedo desde el abrupto fin de sus colaboraciones con Dee; comportándose como un hombre que ha sido condenado, pero que aún debe soportar una espera larga y dolorosa hasta que el patíbulo esté ya montado. No puedo evitar pensar que podría haber limitado sus propios experimentos con lo sublime a disfrutar de un plato tan simple Como el que tengo ante mí ahora, un plato que ya está medio vacío, puesto que grande es mi apetito.

Mientras me pierdo en mi ensoñación culinaria, las mujeres sentadas a mi alrededor comen en un silencio roto únicamente por el tañido del cuchillo sobre la vajilla, mientras intercambian muchas miradas entre ellas aunque también conmigo. Eleanor, a la que probablemente han servido una ración más pequeña que a los adultos, ya ha dado buena cuenta de su plato y, dándose la vuelta, lo sostiene hacia la anciana gruesa y asquerosa cual parásito que se sienta en la cabecera de la mesa, a la derecha de la niña.

—¿Abuela? ¿Puedo comer más?

Entonces, esa montaña de grasa desgastada por el tiempo gira la cabeza hacia la niña de una manera inquietante, su cuello está tan hinchado que parece no moverse, a pesar de eso sus rasgos se han desplazado de alguna manera por la masa de ese rostro hasta lograr mirar hacia el otro lado.

Se expresa de manera tajante y dura, de modo que la muchachita da un respingo y se echa para atrás, temerosa: «¡No soy tu abuela, niña del demonio!».

Ante la severidad de este reproche, un silencio incómodo se cierne sobre la mesa, que la viuda Deene rompe con habilidad, sonriendo de manera nerviosa, mientras intenta disculpar a su hija. «Claro que no lo es, ¿verdad, dulzura? Es sólo que ya que se ha portado tan amablemente con nosotras, se te ha ocurrido considerarla tu abuela. ¿No es así, Nelly?».

En este momento Eleanor, aún pálida y temblorosa por la regañina, asiente con la cabeza y se queda contemplando su plato vacío, hecho que parece apaciguar al dragón que resopla a su izquierda. El viejo leviatán marchito ahora se gira para hablar con Emmy, quien está sentada a mi lado, a la que ordena que se levante y vuelva a servir a quien quiera repetir.

Yo, por mi parte, declino de mala gana la oferta realizando un simple gesto de negación con la cabeza. Siento una pesadez en el estómago, de modo que temo haber comido ya demasiado. Si este letargo que me produce la sensación de estar lleno no mengua, temo por mi rendimiento con la viuda más tarde. No tendré fuerzas para montarla, puesto que apenas tengo fuerzas para llevarme otro trozo a la boca. Tras mi negativa muda a repetir plato, Emmy inclina la cabeza a un lado y me mira de forma enigmática, con un cucharón en una mano y una cazuela envuelta en un trapo bajo su brazo. Esos labios amplios y carnosos forman ahora una sonrisa lasciva antes de hablar.

—Creo que el juez ya ha comido suficiente. Mirad qué cantidad de sudor tiene en la frente, como si en esta habitación hiciera demasiado calor para él.

Coloca la cazuela y el cucharón sobre la mesa y a continuación se agacha un poco, sonriendo en todo momento, de modo que su cara se encuentra cerca de la mía. Las otras tres mujeres que están sentadas en la mesa parecen observar atentamente lo que ocurre, en todas ellas se deduce por su expresión que están absortas pero no se puede inferir nada más, de un modo muy similar a lo que sucede con la expresión de los pájaros. Me parece que se me han dormido las puntas de los dedos. Oigo un traqueteo distante que creo que debe de ser mi tenedor, que se ha caído al suelo. Al estar cerca, veo que Emmy tiene un cutis repugnante; unos puntos amarillos que se asientan en campamentos densamente poblados, se refugian en los rincones de su nariz. Su voz es lenta y espesa como la melaza al derramarse.

—No os apuréis por el calor, juez. Mi madre dice que luego nos quitaremos todas la ropa para ti. Entonces nos alegraremos de que el fuego haya subido tanto la temperatura.

¿Pero qué dice? Desde el otro lado de la mesa, la viuda Deene habla ahora en un tono de reproche que no le había escuchado utilizar antes. «Permanece atenta, Emmy. Puede que no se encuentre tan mal como parece».

La adolescente parece hacer caso omiso a esta advertencia, yergue la cabeza para examinarme con más detenimiento, como para tomar una decisión antes de hablar. «Oh, no. Creo que ya ha tenido bastante. Además, sé cómo comprobarlo, lo sabremos enseguida».

Se endereza y se aleja de mí. Sin dejar de sonreír alza sus pesados brazos para situarlos detrás de su cuello donde se encuentran los cierres de su sayo, y entonces comienza a desabrochárselo. Nadie habla. La habitación está en silencio salvo por la respiración precaria de la anciana gorda. Mi mente va a la deriva, y me doy cuenta muy tarde de que aquí, en esta cámara sofocante, ocurre algo mucho más extraño de lo que creía.

Emmy ya se ha desvestido lo suficiente como para que ambos hombros hayan abandonado ya su vestido, a los que siguen un brazo y luego el otro. Al final, con una sonrisa triunfal, tira con fuerza de la ropa hasta llegar a sus caderas de modo que por encima de la cintura se queda desnuda. ¿Acaso estoy soñando? Los pechos de Emmy son grandes y densos, los coge y los sopesa con las manos. Unas aureolas planas, marrones y violetas, remontan cada teta, los pezones morados sobresalen como si fueran los pulgares de un bebé. Se acerca hacia mí, acunando una teta en cada mano y, con un desasosiego vago que a mí me parece remoto y distante, descubro que ya no me puedo mover. Los cánticos en mis oídos aumentan, aunque aún oigo a Emmy cuando habla junto a mi oído.

—Ahí tienes. ¿Qué te parecen? ¿Acaso no son adorables? Me apuesto a que te gustaría chuparlas si pudieras. Eso es lo le gusta hacer a los caballeros, o eso tengo entendido.

Ahora inclina su cuerpo acercándolo más a mí de modo que su aroma a almizcle me abruma. Levanta un pecho y coloca el pezón en mi boca laxa y abierta, rozando con él mi labio inferior lentamente adelante y atrás, de modo que se comba y arquea, y luego vuelve a ponerse erecto contra mis dientes. Intento cerrar la boca sobre esa flor escurridiza, pero no puedo.

—¡Basta ya, Emmy! —Grita alguien, se trata de la viuda Deene. Soporto estoicamente las costumbres de esta familia ya que formo parte de ella por matrimonio, pero no todos queremos ser testigos de tu lujuria un día sí y al otro también.

En respuesta a esto, Emmy balancea su cuerpo de forma lasciva adelante y atrás de modo que su pecho entra y sale de mis labios dormidos e inmóviles. Según parece la anciana sentada al final de la mesa encuentra esto tan cómico que se echa a reír de forma estridente, una risa que parece surgir desde lo más profundo de sus pulmones emponzoñados y traqueteantes. La hilaridad es algo contagioso, la pequeña Eleanor es la siguiente en esbozar una sonrisa burlona mientras lanza unas miradas llenas de cautela a su madre, la viuda Deene, quien muestra la tensión en su rostro, como si le preguntara si le está permitido reír. Al final no se puede contener ya más, y su risa busca una salida a través de unos gimoteos que se le escapan de la nariz, es entonces cuando la viuda ya no puede mantener su actitud de disgusto y de agravio, y comienza a reírse disimuladamente también, de modo que ahora las cuatro se están riendo.

El regocijo dura un rato y luego va muriendo en cuanto Emmy me saca su pecho de la boca, quedando una perla solitaria de saliva ahorcada en un hilo de baba ahí en la punta de su patíbulo. Da un paso hacia atrás para poder verme mejor y su sonrisa ahora muestra desprecio, su sonrisa ahora está llena de desdén.

—No durará mucho. Podríamos empezar descuartizándole, una vez nos hayamos quitado la ropa para que así no se manche.

Ahora la anciana habla desde algún sitio situado a mi derecha. Tengo la cabeza paralizada y apoyada en el respaldo de la silla y no tengo fuerzas para girarla, así que he de escuchar el arpa de flemas que compone su voz.

—No seas boba, muchacha. ¡Mira cómo mueve los ojos arriba y abajo! Aún queda vida en él, si lo troceamos ahora la sangre volará por todas partes. Esperaremos el tiempo que haga falta hasta que haya muerto. Cuando la sangre ya no circula, el estropicio es menor.

Estoy asustado, a pesar de la niebla que me entumece y que parece cernirse sobre mí. ¿Han dicho que me van a trocear? Intento protestar pero no puedo articular palabra salvo un lamento ahogado. ¿Qué me ha pasado?

Al otro lado de la mesa, Eleanor se une a la discusión, al dirigirse a la matriarca que se sienta al final de la mesa. «¿Ahora te puedo llamar abuela?». La mujer tose un brusco asentimiento y Eleanor sigue hablando. «Abuela, hace tanto calor aquí dentro. ¿Puedo quitarme la ropa como ha hecho la tía Em? Dijiste que luego lo haríamos».

En este momento, su madre, la señora Deene, se apresura a decir. «No importa lo que haga la tía Emmy, no te voy a educar para que acabes comportándote como la familia de tu padre».

Ahora la madre de Emmy, entrando en mi campo de visión, inclina su gran masa hacia adelante en su silla para poder colocar así sus codos encima de la mesa y lanzar una mirada llena de resentimiento a la viuda Deene. «Tu Nelly está en esto igual que las demás. Eso es lo que decidimos, y así es como será. La razón por la que estamos haciendo esto es por su padre, tu marido. El hermano de Emmy, mi hijo. Por razón de tu matrimonio entraste en esta familia, antes eras Mary Deene, y ahora eres una Deery. Y los Deery permanecen unidos».

Se produce una pausa en la que la mujer más joven parece languidecer bajo esa mirada indómita. Desplaza la mirada hasta su regazo atemorizada, y la vieja regañona continúa hablando, dirigiéndose ahora una vez más a Eleanor.

—Si quieres quitarte la ropa como acordamos, entonces hazlo, de ese modo no se llenará de manchas ni de salpicaduras cuando comencemos con la carnicería. Aunque, desde luego, sería mejor que todas nosotras nos desvistiéramos. Habrá muerto antes de que me quite mis enaguas, ya veréis.

Ahora incluso respirar me cuesta un gran esfuerzo y unas olas tenebrosas se rompen y estrellan dentro de mí, unas olas que rechinan mientras arrastran sus zarcillos de espuma a través de los guijarros de mis pensamientos, agitando ideas enterradas que salen a la luz resplandeciente. Pienso en Francis, y entiendo por qué se asusta ante el chirrido de una puerta. Pienso en Dee. Pienso en Faxton, pero no puedo invocar una imagen de la ciudad en mi mente. Lo único que puedo ver son calles vacías que serpentean entre ruinas lastimosas antes de que incluso éstas desaparezcan y en vez de ellas me encuentre con un gran olvido formado por hierba, libre de marca alguna producida por una torre, valla, o surco.

Ahora, a mi alrededor las mujeres se están quitando sus prendas entre muchos susurros y risas. Eleanor pasa junto a mí sin prestarme atención, su cuerpo desnudo y sin vello parece casi desprovisto de género, para ayudar a su abuela en el dilatado proceso de revelar al mundo esa forma blanca y enorme; la tripa le cuelga en pliegues por encima del pubis casi lampiño donde los pocos pelos que quedan son de un color gris amarillento, como el sebo derramado y sucio de una vela. En el otro extremo de la mesa, apoyada en ella y desnuda se encuentra Emmy, sus nalgas blancas se encuentran situadas sobre la madera oscura y llena de marcas mientras ayuda a la señora Deene a peinarse su pelo castaño rojizo. ¿Se llamaba Deene? ¿O era Dee? ¿O Deery? No lo recuerdo.

Se sienta y me mira desde el otro lado de la mesa, completamente desnuda, y mientras Emmy comienza trenzar sus mechones castaños mantiene su mirada fija en mí. La habitación es como un horno, observo cómo un globo cristalino de sudor recorre la clavícula de la mujer que está sentada para acabar desapareciendo dentro del destello de luz que hay entre sus pechos. La escena me recuerda mucho a algo que he visto antes, mujeres empapadas que se peinan unas a otras, pero rodeado como estoy por la neblina no soy capaz de situarla.

A mi derecha, la abuela de Nell abandona sin pudor alguno la maraña formada por las enaguas que se arremolina junto a sus pies. Ayudada por Eleanor, el querubín, saca una caja llena de cuchillos de algún lugar situado encima del fogón. Tras seleccionar unos cuchillos de la bandeja, ella y la muchacha pasan a afilarlos contra un ladrillo del fogón que no alcanzo a ver, sólo oigo el roce acompasado del hierro sobre la piedra. Siento un dolor atroz en el estómago que aun así percibo como algo distante, como algo que le estuviera ocurriendo a otra persona. Las olas de luces y sombras que parecen rodar por la habitación abarrotada me llegan ahora más rápido, como si fueran ondas en un estanque.

Aburridas de esperar a que cese mi respiración ahogada, las mujeres me ignoran. Se sientan en la mesa, hablan de cosas sin importancia como si no me estuviera muriendo ahí mismo entre ellas. Discuten sobre sus dolencias, y sobre el precio del grano, y sobre lo que harán cuando John haya salido de la cárcel. Sin sus ropas no parecen humanas sino más bien una suerte de grupo formado por unas hermanas extrañas; una suerte de hados o gorgonas surgidos de la leyenda. A su alrededor hay una vaporosa luminosidad que parece disiparse en colores más sutiles en sus contornos. El gesto más nimio deja su rastro en el aire, un brazo que se mueve hacia abajo se convierte en unas alas que titilan, al agitarse en el aire de forma esplendorosa. Hablan, pero ya no puedo entender lo que dicen.

Sus palabras pertenecen a un glosario de luz, sus labios se mueven silenciosamente como más allá de la bola de cristal y en mis oídos los cánticos han alcanzado una claridad total, ya puedo discernir las frases y los cánones que cantan. Sobre el rugido de las alturas cada silaba extraña se vuelve brillante y resonante, sus extrañas honduras me resultan dolorosamente familiares, y un murmullo de múltiples capas resuena en todo lo que existe. Conozco esta canción.

La conozco.