Confesiones de una máscara

1607 d. C.

Me decepciona tener que relatar que últimamente me he sorprendido a mí mismo aquejado de nuevo de problemas de identidad y por lo tanto atormentado por una gran plaga de pensamientos. Cosas tediosas, triviales, que repiquetean inútilmente dentro de la vaina apergaminada de esta máscara que sonríe de forma socarrona en la que me he convertido. Aún peor, me provocan un escozor en la parte trasera del interior de mi cráneo donde, me temo, aún pende algún grumo marchito de mente; que no es sino una cáscara gris de esponja quebradiza, estrujada hasta secarse, que se ha hecho costra en la parte interior del cascarón como si fuera unos mocos antiguos que han sido descubiertos entre las páginas de libros vetustos.

Descubro que si me las ingenio para dejar que mi cráneo bascule adelante y atrás, moviéndome con rapidez, la punta de hierro rasca la irritación y por lo tanto me procura cierto grado de alivio, aunque esto no elimina la fuente principal de mi fastidio, ni un ápice, ya que tengo plena capacidad de pensar o de sentir cuando me imaginaba (sin ser consciente de ello) que, a estas alturas, ya no tendría que cumplir con unas tareas tan desapacibles.

¿Cuándo fue la última vez que fui consciente de algo? Sin vista, no puedo determinar cuánto tiempo he pasado aquí colgado y hediendo desde la última vez que volví en mí. Si la memoria no me juega una mala pasada, eso fue en verano, cuando el domo de esta catedral de huesos resonó con el canturreo monótono similar al de un monje que emitían las moscas de vientre verde; ahí estaba el mascar de las larvas donde, una vez, los sueños relucieron. El verano pasado o el verano anterior a ése, no sabría decirlo. Por lo que recuerdo, llevo colgado aquí varios meses, lo que según mis cálculos nos sitúa en el año mil seiscientos seis, así que ya llevamos tres años de reinado del bueno del Rey Jaime, al que ojalá el Todopoderoso pudra los ojos (una habilidad que el Todopoderoso ha explotado con gran éxito en diversas ocasiones, como yo mismo puedo atestiguar).

Sobre el papel arrugado y cadavérico de mi frente, el viento porta la humedad del otoño; y trae silencio entre las moscas azules. Entonces, ¿estamos en octubre? ¿Noviembre? ¿Pero de qué año? En verdad, me importa más bien poco, anhelo olvidarme de las fechas y conocer la eternidad. La última vez, me imaginé que ya lo había conseguido. Me imaginé que había desaparecido. Pero aquello fue un mero sueño; un colapso más de mi juicio horadado por los gusanos, del que me desperté otra vez, demasiado aburrido ya como para aterrorizarme.

Me pregunto si mi padre aún vive. Pobre Tom, está tan loco como yo; tiene casi tantos impedimentos a la hora de moverse como un servidor, puesto que se encuentra enclaustrado en su hacienda por mandato legal debido a su fe, en la extraña cabaña de tres paredes que solía utilizar en sus cacerías y que erigió para representar la Trinidad, con la que se burla de sus captores. Dicha burla envuelta en un lenguaje esotérico y místico, inventado por mi padre, me temo que ha superado con mucho la capacidad de comprensión de sus carceleros quienes no han entendido para nada su significado.

Tres pisos. Tres lados. Tres ventanas compuestas de cristales triangulares a cada lado, en cada piso. El tres y el nueve, esos importantes números, han quedado fijados en el ladrillo, con un significado que no alcanzo a comprender, aunque recuerdo que mi padre una vez hizo un gran esfuerzo por explicarme su significado.

—Son fechas, joven Francis. Fechas contadas a partir de nuestros verdaderos comienzos en esta Tierra, y de la creación del Edén. —Mientras hablaba, su cabeza grande y gris se balanceaba hacia delante, asintiendo así con la cabeza para darle más énfasis a lo que decía; como si fueran los últimos picoteos exhaustos de un pájaro ya débil y anciano.

Los cálculos de mi padre se basaban en un calendario propuesto por cierto obispo (cuyo nombre no recuerdo) que había establecido para su propia satisfacción personal la fecha concreta en la que el mundo comenzó. Muy a mi pesar, he de confesar que la fecha de este importante aniversario también ha abandonado mi memoria, un recuerdo más que ha sido devorado por las moscas. Aunque recuerdo que la Creación fue culminada un lunes.

Hasta ahora, aunque no estaba cuerdo para nada en el sentido normal de la palabra, los motivos de mi padre a la hora de levantar esa cabaña entraban al menos dentro de mi comprensión: deseaba erigir una afrenta triangular al buen gusto, y de ese modo conmemorar la Sagrada Trinidad, en cuyo nombre había sido encarcelado. Aún más, quería poner fecha a su edificio contando los días a partir de esa mañana de lunes primigenia cuando el Todopoderoso se dignó que hubiera luz.

Sin embargo, aquí no acababan las extrañas preocupaciones de mi padre. Además de los importantísimos números puestos de manifiesto en su cabaña, también encontrábamos letras, la mayoría de las cuales formaban juegos de palabras pintorescos con el apellido de la familia, Tresham, en concreto, y que se puede abreviar como «Tres», como el número, lo que nos hace volver con elegancia al Padre, al Hijo, y a su paloma celestial.

(Si se me permite realizar un inciso, y en cierta modesta manera un reproche, he de decir que en todos los meses que llevo esperando poder alcanzar el reino de los cielos, no he sido visitado ni una sola vez por el sagrado pájaro antes mencionado, a pesar de portar un solideo compuesto de los excrementos de sus primas).

Recuerdo estar en la puerta arqueada de Rushton Hall, observando a mi padre mientras él a su vez contemplaba, allí al otro lado del terreno, el edificio fruto de su demencia. Se pavoneaba andando arriba y abajo dando todo el rato gritos de ánimo a aquéllos que trabajaban en la cabaña: «Os lo imploro, Cully, ¡más a la derecha! ¡Aseguraos de tomar las medidas en múltiplos de tres, señor, si acaso me tenéis algún aprecio! ¡Qué los ángulos en las esquinas queden bien y no desparramados como las piernas de una puta!».

Aquí, en Northampton, hay una iglesia con forma circular, que se erigió con esas proporciones blasfemas en la época de las Cruzadas contra los sarracenos. Según se especula, se construyó de esta forma tan curiosa para que Satán no pudiera encontrar ningún recoveco donde ocultarse. Entonces, ¿qué ocurre con la cabaña de mi padre?

Está claro que tiene enemigos en cada esquina, demonios en todas partes, que le han llevado a través del orgullo y la amargura… ¿a la demencia? ¿Pero qué nos impulsa a todos nosotros a involucrarnos en catástrofes de tal naturaleza? Lo que está claro es que no ha sido la voz del Todopoderoso la que le ha llevado hasta un final tan lamentable, sino más bien esa voz que sale del horno, de la boca del fuego, dejando atrás esputos de mena blanca.

A pesar de todas mis nobles protestas acerca de compartir el credo de mi padre desde su conversión, sigo teniendo dificultades para ver con buenos ojos a un Dios que premia la fe de Sir Thomas Tresham con un arresto domiciliario y luego le lleva a pasar los días que le restan construyendo una gran piedra con forma de taquito de queso. (Aquí sólo me quejo del tratamiento que ha sufrido mi padre a manos del Todopoderoso. Fijaos en que no discuto la justicia que a mí se me ha impartido, que yo diría que ha sido ecuánime, si no nos ponemos a sacar punta a las cosas. Dicha punta, todo hay que decirlo, está clavada de manera incómoda en mi tráquea destrozada, de la cual sobresale, no sin provocar dolor, para adentrarse en mi cerebelo lleno de telarañas. Aparte de eso, he de felicitar al Señor por su tan cacareada misericordia).

Estas formas sólidas, grandes y sencillas, la iglesia redonda y la cabaña de tres paredes de mi padre, han sido situadas con mucha paciencia sobre el mapa del condado: han sido colocadas por dioses medio retrasados y lentos con cuidado y de forma minuciosa a través de los largos siglos como si fueran los bloques de construcción de un juego de niños, aunque aún hay muy pocas piezas colocadas como para adivinar el propósito final, si es que hay alguno. A veces, cuando los pensamientos van a la deriva en este plano turbio de medio vigilia que me pertenece sólo a mí, tengo la sensación de que unos vasos enormes y trascendentales se caen, en algún lugar lejano; de que algo se revela en los márgenes del tiempo, aunque qué es no lo puedo adivinar. Si hay algún propósito en todo esto, mi estado actual tiende a sugerirme que no se me considera vital para que se cumpla.

Soy un elemento decorativo de la puerta norte de la ciudad. A pesar de que carezco de ojos puedo observar que no me han movido mientras dormía y soñaba mis dulces y silenciosos sueños acerca de estar muerto. Aún más, está claro que no han reemplazado a los vigilantes acuartelados en la entrada, John y Gilbert, a quienes reconozco por sus voces y por la fragancia tan distinta y opuesta de sus micciones, que realizan casi al unísono a modo de ritual contra el muro de la entrada cada mañana al despertarse.

Proceden del siguiente modo: primero Gilbert se despierta con toda la presión de la cerveza de la noche pasada en la vejiga y comienza a toser, en forma de pregón grave y áspero, en un tono muy parecido al de su voz. A continuación, John se despierta gracias a los ladridos de su compañero y comienza a dar los suyos, aunque en un registro algo más alto, al ser, o así me parece, el más joven de los dos. Mientras tanto, Gilbert ha abandonado su catre, se ha puesto los pantalones y las botas, y ha salido a trompicones a mear. El sonido que esto produce parece seguir y seguir eternamente y, como suele suceder a menudo con tales sonidos, provoca en John una horrible sensación de empatía de modo que tiene que salir corriendo a unirse a su camarada; añadiendo así su exiguo chorro al tremendo manantial que surge a borbotones de la presa ya agrietada. Cuando dejan ya de hacer aguas menores, ambos hombres lanzan una ventosidad, primero Gilbert y luego John, el tono una vez más refleja su edad y temperamento respectivo, uno grave, el otro agudo. Un corno y un flautín.

Todos los días hacen esto mismo, de forma invariable como los cantos del pájaro que anuncian el alba, además, el resto de labores que desempeñan durante el día tampoco dan la sensación de ser menos rutinarias. De la aurora al crepúsculo se esfuerzan por realizar su trabajo o si no se esfuerzan aún más por evitarlo. Las conversaciones que comparten se repiten a diario, frase a frase. No tengo ninguna duda de que los pensamientos que albergan hoy son prácticamente los mismos que tuvieron ayer y que tendrán mañana por la mañana, en una especie de refrito del día anterior. Buscan esta vil monotonía de buena gana. Uno podría, si no supiera nuestra situación, asumir con facilidad que son ellos los que están empalados, y no yo.

Mi padre, se encuentra encerrado en su finca y ha sido abandonado allí para cuidar de su locura de tres lados; Catesby, Fawkes, y el resto, yacen todos ellos atrapados en sus distintos fervores, en los círculos de sus hábitos y de su mente; de este mismo modo, todos nosotros nos encontramos encaramados sobre nuestra propia montaña de explosivos. Cada uno de nosotros tiene un lugar al que permanece unido, cada hombre porta su propia cruz.

Últimamente, Gilbert y John han empezado a llamarme (cuando les da por hablar de mí). «Charlie ahí arriba». «Francis» es un nombre con más sonoridad, aunque, obviamente, no encaja tan bien como «Charlie» en los desgarbados ritmos de sus conversaciones: «¿Hacia dónde sopla el viento, joven John? ¡Échale a un vistazo a Charlie ahí arriba y fíjate hacia donde se dirige lo que le queda de pelo!». Antes portaba unas trenzas tan fabulosas, y ahora sólo soy una veleta para idiotas.

Aun así, con todo, me agrada pensar que aún sirvo para algo y cumplo algún propósito, a pesar de lo humillante y mísero que pueda ser. No soy sólo una giralda sino un lugar de citas también, un lugar fácilmente reconocible en el que los jóvenes amantes pueden encontrarse. Sus apareamientos breves y a menudo hilarantes contra el muro de abajo veteado por los pájaros despiertan en mí un dolor intenso e imaginario, muy parecido a la congoja que siento cuando escucho las micciones torrenciales y escandalosas de Gilbert todas las mañanas. Aunque mi equipamiento para llevar a cabo tales tareas ya no está presente, a mí también me gustaría meterla en caliente o mear contra un muro de vez en cuando. En verdad, no soy capaz de señalar cuál de estas satisfacciones de antaño es la que más añoro, aunque ojalá hubiera tenido más tiempo para apreciar ambas cuando aún estaba vivo. Bueno, qué se le va a hacer.

Además de mi utilización como tótem de los torpes escarceos de los jóvenes, también soy capaz de prestar un servicio como diana de los proyectiles que sus hermanos más pequeños me lanzan. Normalmente pasan a mucha distancia de su objetivo, aunque al volver en mí en esta última ocasión, descubrí que uno de los más diestros de estos niños del demonio se las había apañado para alojar un trozo de carbón tan grande como un nudillo en la cuenca de mi ojo izquierdo. He de confesar que estoy bastante contento con él, me imagino que otorga a mi máscara una falta de simetría más canalla a la par que galante tal y como lo haría un monóculo, que fuera opaco y tuviera una lente de azabache.

Ahora que lo pienso, ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hice de diana para las piedras de los niños. Sin duda alguna ahora estarán por ahí con alguna nueva distracción más en boga. Si no fuera una máscara, les gritaría que volviesen.

Me parece que éste ha sido siempre mi mayor defecto, que no soy capaz de expresar aquello que deseo, sólo muestro a la gente la cara sumisa que ellos desean ver. A decir verdad, no compartía el fervor católico de mi padre, a pesar de ello cuando me propuso abrazar la fe lo único que hice fue asentir con una aquiescencia propia de un títere. Tampoco actué de manera diferente con Fawkes, Winter, y los demás, cuando maduraban sus insurrecciones fantasmagóricas en la garita de Ashby. Mientras soltaban sus pretenciosos discursos, lo único que yo hacía era protestar tímidamente por el alocado optimismo de sus planes, y ni una vez dije «no». Mientras me pudría en la torre, aquejado por unos espantosos problemas de pulmón, cada día daba gracias de manera muy educada a mis carceleros cuando éstos me traían un sopicaldo que no era capaz de comer, y ponía buena cara. Por lo tanto, poner buena cara fue el principal cometido de mi vida mortal, después de la cual, en justicia, me he convertido en una cara a la que los demás no hacen nada bueno. ¡Ojo avizor, aquéllos que sois reacios a armar revuelo! Estremeceos, aquéllos que no queréis llamar la atención, y ved lo que la timidez trajo sobre mí, cuando incluso mi buche se ha convertido en un espectáculo público. Contemplad, vosotros los mansos: porque esta punta de hierro es la única tierra que vais a poseer.

Compruebo el resto de los sentidos que me quedan: parece ser que sean cuales sean los grumos de cerebro que aún permanecen formando una costra alrededor de los márgenes de este cuenco de hueso, éstos se han estropeado aún más, de modo que pienso de forma aún más perezosa y me adormilo aún más a menudo; lo que da lugar a unos breves intervalos de somnolencia que se ven atravesados por sueños brillantes y necios.

Pero que no tratan sobre la vida que tuve. En todos ellos soy como soy ahora, pendo de un lugar fijo y carezco de vista. En uno de ellos, permanezco colgado en la parte exterior de tina ciudad más antigua que ésta, aunque de alguna extraña manera da la sensación de ser la misma. Estoy junto a otros restos de cuerpos que cuelgan allí hasta secarse, pero para mi decepción se trata sólo de torsos, la mía es la única cabeza que hay entre ellos. Con esa comicidad propia de los sueños, me entero de que los restos sin miembros ni cabeza aún son capaces de hablar, pero a través de sus partes pudendas. Trabo amistad con uno de ellos, un tronco de mujer cuyo discurso está lleno de planes, engaños, y tretas, aunque no bastaron, por lo que parece, para librarla de un final espantoso. Urdimos un plan para combinar los recursos que tenemos a nuestra disposición, para colocar mi cabeza de algún modo sobre su cuello destrozado. Me cuenta, mascullando entre vello púbico, que ha oído hablar de unas piernas y unos pies que pueden optar por unirse a nuestra conspiración. Desgraciadamente, el sueño termina antes de que podamos ir en pos de este encantador concepto de completitud y fuga.

También tengo otro sueño más sencillo: me encuentro sobre una roca baja y plana, en la que aún retengo el calor proporcionado por la luz del día aunque la brisa nocturna se arremolina a mi alrededor, y ulula desde distancias sin fin repleta del aroma del desierto. Me envuelven voces que cantan, dando vueltas en las tinieblas, como si se tratara de hombres lentos y rudos que caminaran a mi alrededor en sentido contrario a las agujas del reloj. Se oye el crujir susurrado de la arena al pisarla, el chirrido de las junturas de sus armaduras. Las palabras que gimen me resultan extrañas, se trata de nombres insólitos y bárbaros que no puedo recordar al despertarme con el rugido del diluvio con el que Gilbert saluda al alba.

Qué pena. Esperaba que los sueños que conocemos en la muerte tuvieran más sentido que aquéllos que tenemos en vida. Estos sobresaltos nocturnos no tienen un significado que pueda desentrañar, aunque he de señalar que todos ellos parecen dimanar de tiempos lejanos, sin duda del martes o miércoles que vinieron después del, a buen seguro, ajetreado lunes de la Creación de padre.

De este modo me adormilo, sueño, pendo, y me descompongo.

Ahora, pasado un tiempo, tengo compañía.

Hace un rato algo pesado me incomodó, algo que de una forma torpe se colocó raspando contra la mampostería situada justo debajo de mí. Esto vino acompañado por los refunfuños de John y Gilbert que provenían de la parte inferior lo que me permitió concluir, al fin, que estaban intentando apoyar una escalera con la que poder subir hasta aquí arriba, para unirse a mí en mi altiva estaca. Al principio esta intromisión grosera despertó el pánico en mí, ya que temía que vinieran a bajarme, para someterme a alguna nueva deshonra. Sin embargo, pasado un tiempo, la conversación entre ambos en la que primaban sus fuertes acentos dejó claro que éste no era el caso.

—Ponlo al lado del viejo Charlie ahí arriba, para que hagan pareja. —Estas palabras provenían de Gilbert, que era el que estaba en el suelo y el que sin duda agarraba con fuerza la base de la escalera mientras confiaba el ascenso a John, el más ágil de los dos. La respuesta del joven vino de un sitio más cercano, sus jadeos se percibían casi junto a mi oído. Entonces, sentí un olor desconcertante a queso rancio que supuse en un principio que provenía de su aliento.

Lo intento, pero éste está más fresco de lo que estaba Charlie, y colocarlo no es tan fácil. Tú agarra bien, que casi me caigo.

Esto continuó así un rato hasta que al fin el joven gritó a Gilbert que había cumplido su misión.

—Bien hecho, John. Ahora pon esa bolsa alrededor de su cuello, si no nadie reconocerá al hideputa.

Maldiciendo por lo bajo, John hizo evidentemente lo que se le ordenaba, y no mucho después pude oír los escalones gemir mientras bajaba, a lo que siguieron unos cuantos roces más cuando quitaron al fin la escalera. Una vez hecho esto, los centinelas entraron en su garita. Fue entonces cuando me percaté de que el olor a queso persistía.

Hubo un silencio a continuación, y luego un sonido como el de rechinar de dientes, un gorgoteo torturado que dio paso a jadeos, sollozos, y finalmente a palabras.

—¡Por Dios! Por Dios, ¿dónde está el capitán, y qué es esta rancia putrefacción que se encuentra junto a él? ¿Acaso han huido los mil hombres que una vez se unieron a Pouch[1] y su justa causa?

Casi no me había dado ni cuenta de que era a mí a quien se refería como la putrefacción que estaba junto a él, cuando comenzó de nuevo con sus delirios: «¡No temáis, compañeros! ¡Pouch sigue luchando, y a pesar de que tienen confinado a vuestro capitán no podrán detener su poderoso corazón! ¡Por Pouch! ¡Por Pouch y la justicia!».

Había ansiado tener compañía y aquí estaba, ante mí, aunque quizás era más parlanchina de lo que habría deseado.

—¡Ved cómo han tratado a vuestro capitán, sus intestinos yacen en Oundle y su culo en Thrapston! ¡Llevadle a casa, muchachos! ¡Llevadle a casa junto a Barford Bridge, a Newton-in-the-Willows! ¡Llorad por Pouch entre los árboles que sollozan! ¿Acaso no os he dicho que en la bolsa del capitán hay la suficiente sustancia como para defendemos de todos esos expoliadores? ¡Nuestro día llegará, si nos mantenemos firmes y no retrocedemos, ni perdemos la cabeza!

Aclaré la garganta librándome de todo lo que ahí dentro había menos de la punta metálica que la atraviesa, y me dirigí a él. «Su consejo, señor, aunque es bienvenido, llega bastante tarde. Me temo que ese carruaje pasó de largo hace mucho».

Una pausa sobrecogedora tuvo lugar, el único sonido era el del sutil rechinar de mi camarada mientras intentaba girar la cabeza sobre la estaca, para poder verme mejor.

Pasado un tiempo, volvió a hablar. «¡Por los clavos de Cristo, Señor! Pouch jamás pensó que vería a un hombre en vuestro estado que aún tuviera la capacidad de sentir y hablar».

Una pausa más, en la que puede que él decidiera incluir el oído en la lista de las facultades que aún me quedaban y por lo tanto reconsiderara los insolentes comentarios con los que había iniciado la conversación.

Cuando volvió a hablar lo hizo en un tono más humilde. «Señor, cualquiera que haya sido el insulto dirigido contra vuestra…».

Aquí titubeó, y continuó de manera torpe. «Persona, quiero decir. Cualquiera que haya sido la calumnia o maledicencia que hayáis tenido que soportar, aceptad las disculpas del capitán».

Me moví un poco provocando algo de ruido en mi estaca, fue el único gesto que pude hacer que se asemejara a aquél de encoger los hombros en señal de perdón.

El capitán se sentía incómodo, así que hizo un esfuerzo más por entablar conversación. «¿Lleváis mucho tiempo aquí?».

Santa madre de Dios, al oírle hablar de esa manera uno pensaría que estábamos esperando a que llegase un carruaje.

—Eso depende de la fecha, —respondí tras darme un tiempo para deliberar.

Me informó, con la precisión que pudo, puesto que había permanecido inconsciente un día más o menos, de que nos encontrábamos en la última semana de octubre del año mil seiscientos siete. Esto parecía indicar que llevaba ahí colgado casi dos años. Mientras me debatía por asimilar dicho concepto, el capitán Pouch (ése era su nombre) siguió con su parloteo.

—¿Sabéis, señor, que tenéis algo en el ojo?

—Sí, lo sé. A menos que esté equivocado, se trata de un trocito de carbón.

—Qué molestia. El capitán os muestra su apoyo. ¿Qué son esas protuberancias pálidas y como compuestas de hueso que surgen de vuestro cráneo? ¿Padecisteis esos monstruosos abultamientos en vida?

—No. Se trata de cagadas de pájaro.

Descorazonado por esta descripción de la fatal ruina en la que me hallaba, intenté llevar la conversación por otros derroteros, así que le pregunté a mi compañero cómo había acabado en una situación tan funesta.

Con la bilis y la indignación apoderándose de su voz, se metió de lleno en una lúgubre diatriba acerca del mundo y sus injusticias. Sí, ¡ésa es la cuestión! ¿Cómo ha acabado Pouch aquí, quien no hizo nada malo salvo defender sus derechos de nacimiento como súbdito inglés? ¡La tiranía, señor! ¡La cruel tiranía y los designios de los déspotas supusieron la desgracia del Capitán, al igual que harán caer en desgracia a todos aquéllos que busquen justicia!

Aquí le hice una serie de comentarios mediante los cuales intentaba animarle, revelándole que yo también había caído en desgracia por culpa de un tirano en mi lucha por la libertad. Esta nueva corriente de afinidad pareció calmar la angustia de su corazón (dondequiera que pudiese estar; en Thrapston o en Oundle) así que continuó con vigor renovado.

—¡Entonces, por convicción, señor, sois el hermano en la adversidad del capitán Pouch! Una vez fue un hombre sencillo, señor, que vivía en Newton-in-the-Willows, cerca de Geddington, donde está la cruz de la Santa Eleonora.

—Conozco el lugar. Continuad.

—Pouch tenía otro nombre, entonces, señor, y estaba satisfecho con su destino, pero aquello no duró mucho. Una serpiente anidaba en el Edén del capitán, dispuesta a atacar.

—¿Los tiranos de los que hablabais antes?

—Los mismos. ¡Una familia de ladrones furtivos que gracias a una riqueza obtenida por medios torvos se apoderaron de la tierra de tal manera que a la gente decente de los alrededores sólo le quedó la maleza para poder cultivar su comida! Y lo que es aún peor, mientras esa misma gente honrada se apiñaba alrededor de los rastrojos que quedaban, los muy sátrapas creyeron adecuado erigir una edificio enorme y jactancioso, ¡ante cuya visión el espíritu de esa buena gente seguramente se adentró aún más en la desesperación!

De repente tuve un presentimiento muy intenso acerca de hacia dónde se dirigía este relato. Como le había dicho, conocía bien Newton-in-the-Willows, y por una buena razón.

Tímidamente, le interrumpí. «Este gran edificio que habéis mencionado: ¿no será un palomar?».

—Entonces conocéis esa cosa fea y enorme. Sí, ¡un palomar gigantesco! ¿Habíais oído hablar de tal fatuidad? ¡Cómo si no bastara con que se hubieran quedado con la iglesia del pueblo, Santa Fe, al reclamarla como su capilla privada! Un día, cuando este insulto no se podía tolerar ya más, el Capitán congregó a mil hombres alrededor de su causa y juró destruir el cerco que rodeaba la finca familiar.

—¿No se tratará de la familia Tresham? —¡Sí! ¿Habéis oído hablar de ellos?

—Vagamente.

Antes del arresto domiciliario de mi padre íbamos todos los domingos en carruaje a Newton-in-the-Willows. Siempre, mientras cruzábamos Barford Bridge, mi padre nos contaba la historia del fantasma de un monje que se decía que residía en el río Ise y quien, en mitad de la noche, cabalgaba junto a los viajeros parte del trayecto para acabar desvaneciéndose más abajo en el camino. Cada semana, el relato de mi padre me hacía sentir escalofríos, como si lo oyera por primera vez.

Agachaba la cabeza y rezaba arrodillado bajo la luz extraña, pálida, y marmórea que atravesaba las ventanas de Santa Fe. Recuerdo que principalmente le rogaba a Dios Todopoderoso que cuando volviéramos a recorrer Barford Bridge no descubriéramos que compartíamos carruaje con el monje que desaparecía. En más de una ocasión se me ocurrió pensar que mis oraciones y mi presencia en Santa Fe no tenían ningún otro propósito aparte de evitar el peligro sobrenatural que me acechaba simplemente por recorrer aquel camino que debía tomar para llegar a la iglesia cada semana. A mí me parecía que si, sencillamente, no iba a la iglesia, entonces tanto yo como el Todopoderoso nos podríamos ahorrar un tiempo y un esfuerzo considerables. Yo luchaba por refrenar tales pensamientos por temor a que Dios recompensara esa blasfemia con, si no era la visita del monje, algo aún peor. Sin embargo, a pesar de que esta idea sacrílega persistía, no fui castigado con el horrible escarmiento sobrenatural que temía.

Aunque a posteriori…

Después de misa, si nos sobraba algo de tiempo antes de que la cena estuviera lista, iba con padre al palomar que a mí me parecía tan grande como el cielo, y que estaba repleto de un blanco angelical que cantaba con dulzura y revoloteaba. Cuando era joven, no hacía distinción entre la paloma común y su contrapartida pentecostal, en esa época yo creía que mi padre poseía una bandada de Espíritus Santos. Quizás así era. Quizás ésa es la razón por la que no he sido rozado por esa ala celestial. Quizás no hay más aparte de los que están en cautividad.

Junto a mí, sacándome de mis ensoñaciones, la cabeza del capitán Pouch seguía con su diatriba en contra de la monstruosa familia Tresham, relatándome cómo había inspirado a sus mil seguidores al contarles que lo que llevaba en la bolsa que portaba alrededor de su cuello (de ahí su sobrenombre) bastaba para repeler a todos sus enemigos. De este modo, los guío henchidos de confianza y vociferando hasta las barricadas del cerco en donde causaron algunos estragos antes de que la aristocracia del lugar y sus seguidores a caballo llegaran, encolerizados, al lugar de los hechos para arrollar y dispersar a la chusma.

Parecía que a partir de ese punto los recuerdos del capitán eran vagos. El momento de ser llevado al patíbulo aún permanecía con claridad en su memoria, aunque gracias a Dios recordaba poco del ahorcamiento y del descuartizamiento que, evidentemente, vino a continuación.

Le pregunté si sabía qué era de la familia que tanto despreciaba, a lo que respondió con cierto regocijo que a principios de año mi padre, Thomas Tresham, se había visto obligado a guardar reposo en cama por enfermedad y poco después falleció.

Así que ha muerto, entonces. El gran canto rodado de granito que era su cabeza había rodado hacia delante por última vez. Libre, al fin, de los frustrantes paseos de un lado a otro por la finca que se había convertido en su prisión y puesto en libertad en compañía de otros mártires. Ahora, sin duda, sabía la fecha de la Creación con una precisión que llegaba hasta la hora exacta. Ahora, sin duda, ya entendía la pasión desconcertante del Señor por el número tres y se encontraba, en un estado de éxtasis, ocupado en la corrección de ángulos para los ángeles mientras ellos trabajaban en algún anexo de su propio paraíso triangular.

Una vez acabó su historia por fin, Pouch pareció pensar que sería de buena educación preguntarme por la mía, aunque estaba claro que sólo lo hacía por ser educado y que su interés no era genuino. El capitán, en realidad, no tenía reservado un espacio en sí mismo para ninguna historia grandiosa y heroica salvo la suya. A pesar de lo dicho, fue muy insistente a la hora de pedir que contase mi relato para no quedar él como un pelmazo.

—Vamos, permitid que el capitán pueda escuchar la historia de la noble lucha que tuvisteis que librar y que os llevó hasta este penoso lugar. ¿Cómo os llamáis, señor?

Tras un momento de titubeo, respondí. «Charlie».

—¿Cuál ha sido vuestro delito?

—Grité «abajo el rey» en un lugar público.

A lo largo de mi vida, había aprendido cuán fácilmente podía deslizarme con destreza bajo esa máscara insípida y evasiva que evitaba los disgustos. Ahora que ya no quedaba nada de mí salvo esa máscara, este truco se había hecho aún más sencillo de llevar a cabo.

El tiempo pasaba. Antes de la puesta de sol, de la que siempre soy consciente por su tenue promesa de un frío inminente, tuvo lugar algo muy desagradable.

Había oído cómo aterrizaban los pájaros gracias a varios golpes sordos y fuertes, se trataba de dos o tres, y apenas había tenido tiempo de preguntarme brevemente por su presencia aquí ya que no me habían visitado en mucho tiempo, cuando Pouch comenzó a gritar, y, de este modo, llegó la respuesta a mi pregunta.

Gracias a Dios, no tuve que soportar esa cacofonía deprimente durante mucho tiempo, ya que al acercarse la oscuridad los carroñeros marcharon a su refugio a dormir. Al capitán le había ido bien teniendo en cuenta cómo son estas cosas, pero había perdido un ojo y un labio, aunque oyéndole gemir y quejarse uno creería que el cielo se le había caído encima. Aunque si he de ser justo, supongo que yo he tenido más tiempo para acostumbrarme al estado que compartimos.

Aparte del sonido ocasional de algún sollozo, no volvió a hablar hasta mediada la noche cuando, con voz temblorosa, comenzó a describir las estrellas que podía ver a través del ojo que le quedaba; cuántas había y su majestuosidad fría e indiferente.

Me esforcé por ver más allá del trozo de carbón, pero no vi nada.

—¿Acaso es esto el infierno? —susurró—. ¿Hay estrellas en ese lugar? ¿Es éste el infierno de Pouch?

He considerado más de una vez cuál sería el tipo de teología que podría aplicarse a la situación en la que nos encontramos. A mí me parece, de acuerdo con la extraña visión numérica de las cosas de mi padre, que hay tres posibilidades: la primera, puede que esto sea el infierno después de todo, pero en alguna otra esfera y no bajo tierra como uno podría suponer de buenas a primeras. La segunda es que en mi caso, puede que sea considerado un traidor tanto por los dioses de la fe protestante y católica y, al estar entre dos fuegos, simplemente tanto unos como otros me han abandonado aquí a mi suerte para que me pudra. La tercera y, pensándolo bien, la más probable de todas mis teorías, es que la vida está regida por los principios de una religión tan peculiar e ignota que no tiene seguidores, que nadie puede comprenderla, ni conocer los rituales por los que se consiguen sus favores.

Al alba los pájaros (por el ruido que armaban pensé que se trataba de cuervos) volvieron y se llevaron lo que quedaba del capitán Pouch, desde entonces temo que el buen hombre esté atrapado profundamente en un estado de trance provocado por la angustia y el horror. No ha pronunciado una sola palabra.

Oigo a los niños cantar, en algún lugar lejano ahí abajo, y espero que me lancen otra piedra de carbón para proporcionarme de ese modo un segundo ojo negro y brillante, pero están ocupados con otras cuestiones. Mientras las palabras de su estribillo flotan hasta mí, me doy cuenta de en qué se encuentran tan ocupados, lo comprendo de repente, y mi estado de ánimo se torna tan mortecino como el de Pouch.

—Recuerda, recuerda… —cantan; ordenan—. Recuerda, recuerda…[2]

Quedamos para beber algo, en la cabaña triangular de mi padre. Bob Catesby, Guido Fawkes, Tom Winter, y los demás, hablamos como hablan los jóvenes y juramos que llegaríamos a ver el día en el que los católicos no se doblegasen ya más ante el yugo opresor de los protestantes. Una vez fuimos caminando en peregrinación al castillo de Fotheringay, al norte de Oundle (donde, si hemos de creerle, están enterrados los intestinos del Capitán en la actualidad). Allí vimos el lugar donde la bendita reina María se arrodilló frente al verdugo y entregó su alma a Dios, le cortaron la cabeza con nada menos que tres torpes golpes, después de lo cual su perrito salió corriendo de debajo de su falda para permanecer a su lado.

Aunque no recuerdo con exactitud quién fue el primero en proponer el plan, me temo que fui yo, aunque sin darme cuenta, el que puso todo el desastre en marcha. Estábamos bebiendo en la cabaña y yo había comenzado a realizar una exposición apasionada de todas las calumnias e injusticias que habían privado a mi padre de su libertad; casi vanagloriándome de ello de una forma curiosa y velada, como si el atractivo de la atroz desgracia del viejo Tresham me hubiera sido transferido a mí. Desafortunadamente, fui demasiado elocuente, puesto que no había terminado aún mi exposición y mis camaradas borrachos ya se encontraban en pie jurando que aquella monstruosa calumnia debía ser vengada.

Pensé que se olvidarían de aquello en cuanto, estuviéramos sobrios, pero, de algún modo, la idea de llevar a cabo una gran venganza por padre y los católicos se les quedó grabada. Impulsados por la calidez del vino y la sed de justicia, mis camaradas decidieron con celeridad que no sólo debíamos dar un golpe en señal protesta: sino que debíamos lanzar un toque de rebato que despertara a todos cuya fe estaba depositada en Roma guiándoles así hacia la gloriosa insurrección. ¡Nosotros mismos llevaríamos a cabo la gran liberación de nuestra fe!

Yo, que había sido testigo que todo lo que le había caído encima a padre por pecados mucho más leves contra la corona, en esos momentos ya me encontraba asustado, y les avisé de que esa locura de conspiración podía significar la ruina y no el rescate de los creyentes de esta isla, pero mi advertencia carecía de convicción, como pasa siempre con las advertencias de una máscara. Cuando comenzaron a hablar de provocar una serie de conflagraciones en la sede del mismísimo parlamento, supe que no tenía el coraje de conservar la fe en el plan, aunque por mi propia naturaleza no tenía el arrojo suficiente como para rechazarlo abiertamente y parecer en consecuencia un cobarde. ¿Qué podía hacer? Finalmente mi rostro se volvió opaco y quedo, nada podía leerse en él.

La noche ha llegado una vez más. Pouch erró al estimar la fecha. Es noviembre. A través de los campos situados más allá de la ciudad llega un aroma a madera quemada que impregna el aire, y en los restos de mi conciencia veo una imagen de chispas rojas que se alzan para apretujar las estrellas. ¿Qué es lo que inflama las llamas de la pasión en un hombre? ¿Qué promesa impulsó a actuar a Fawkes y Catesby, o inspiró a los mil hombres del capitán Pouch?

Ahora, recuerdo las palabras del capitán acerca de aquello que guarda en esa bolsa que el joven John ató a su cuello, aquello con lo que iba a repeler a todos sus enemigos. Me da la sensación de que ese talismán escondido seguramente debe de poseer la llama secreta de todas las causas nobles o rebeliones y, a pesar de su deplorable estado actual, no puedo refrenar mi curiosidad.

—¿Pouch? ¿Capitán Pouch? —siseo—. Despertad, señor. Tengo una pregunta que he de haceros.

Gime y se gira un poco; se inclina de lado a lado. Cuando contesta, su voz es suave y está llena de aturdimiento. No parece saber dónde está. «Soy John Reynolds. Me llamo John Reynolds y no puedo ver».

No me queda ya paciencia bastante como para recrearme en tales divagaciones, la urgencia de mis ruegos se intensifica. «Decidme, Pouch, ¿qué es eso que guardáis en esa bolsa alrededor de vuestro cuello? ¿Cuál es la fuente de poder que arrastra a mil hombres incautos bajo los caballos de sus enemigos?».

Habla sin que se le entienda y balbucea. «¿La bolsa?».

—Sí, señor. La bolsa. ¿Qué hay en la bolsa?

Pasan algunos instantes, y entonces habla: «Un trocito de queso mohoso».

—¿Y eso es todo?

No da respuesta alguna, y no puedo sacarle ni una sola palabra más de sus labios destrozados. Muy bien. He aquí mi respuesta. Ahí está el grial por el que los hombres abandonan a sus amores y siguen incluso hasta sus mismas fauces, a la garganta humeante de la guerra: por un trocito de queso mohoso. Qué amargura sentimos cuando olemos por primera vez la fragancia rancia de aquello por lo que luchamos.

En aquella amarga noche de noviembre de hace dos años, cuando Catesby entró corriendo en la garita de Ashby pálido y sin aliento mientras permanecíamos sentados a la espera de noticias, quedó ya claro que el complot había sido desbaratado por medio de la traición. Fawkes había sido capturado en una emboscada, tras lo cual Catesby y otros cuatro habían vuelto de Londres cabalgando a relevos a lomos de sus caballos desbocados para comunicar la pavorosa noticia.

Algunos pensamos, en nuestra desesperación, dirigirnos a Gales e incluso se habló de forma execrable y sin fundamento alguno acerca de animar a la insurrección a los católicos galeses para así convertir en un éxito nuestra inoportuna revolución, aunque en nuestro fuero interno sabíamos que todos éramos hombres muertos. El resto marchó al este, y al final fueron asesinados mientras huían o bien fueron capturados y luego ajusticiados en la horca, para pasar a ser descuartizados después, y acabar en la hoguera. En lo que a mí respecta, me senté a llorar con mi padre en Rushton Hall y esperé a que llegaran los hombres de rey para llevarme a la torre. Sabían dónde estaría. Se lo contaba en la carta que escribí a mi cuñado, Lord Monteagle, la semana anterior.

Al menos como pago por mi traición no me ejecutaron públicamente, en vez de eso me dejaron morir en la torre tras ocho semanas de una enfermedad que me consumió lentamente. Mientras permanecía preso, los carceleros se regodeaban a la hora de darme todos los detalles sobre las muertes de mis amigos. Una historia de aquéllas se me quedó grabada: uno de los desdichados (no fue Catesby, ni Fawkes, ni Winter; fue alguien al que no conocía tan bien) fue llevado al cadalso y decapitado, para ser luego descuartizado. El verdugo, entonces, levantó la cabeza para mostrarla a la muchedumbre y gritó, «¡Contemplad! ¡Ésta es la cabeza de un traidor!».

A lo que la cabeza replicó, «Mentís».

Desde entonces he deseado compartir canasto con una cabeza con tal brío, o descansar junto a ella en algún estante de un osario, pero mejor que no sea así. Sin nada más que el mero rostro que mostrar, no podría mirarle a la cara.

En algún lugar de la oscuridad, los niños cantan por encima del rugido y crepitar de las llamas. Antes cantaban por nosotros o levantaban sus hogueras en homenaje a nuestras efigies, quemaban un muñeco que representaba a Su Santidad el Papa, y antes de eso sin duda quemaban en sacrificio alguna otra cosa y así hasta retrotraernos a ese lunes primigenio, a ese primer fuego.

Las llamas y la canción son una sola cosa. Si me esfuerzo por ver con la joya negra en la que consiste mi único ojo, observo el chisporroteo y las llamaradas, allí a lo lejos, en el centro de ese carbón frío y húmedo donde reside mi noche. Prenden fuego a mis amigos, pero no a mí. Esa última liberación se me ha negado, la de ser consumido en ese brillo eterno que es en realidad un único fuego que se decanta a través de los eones.

Las lenguas de calor e incandescencia emergen y brincan y proyectan su luz trémula sobre las cuencas de la máscara, de modo que las sombras tiemblan y parecen otorgarle al rostro una expresión cuando, en verdad, no hay tal expresión, ni nunca hubo alguna.