Cojeando hasta Jerusalén

1100 d. C.

Con una dureza como la del acero recién forjado el sol atraviesa una nube espesa, aunque su luz parece agotada por el esfuerzo. Soy viejo, sin embargo este mundo incesante y agotador aún sigue aquí. Me molestan las almorranas, la silla de montar las ha irritado, por consiguiente en esta mañana lluviosa me encuentro presa de un humor irascible y por dos veces he abofeteado a mi escudero. Mientras bajamos la calle de los judíos para adentramos en el hedor y el griterío de la feria de caballos, se aparta para cabalgar detrás de mí de modo que no pueda ver el veneno que hay en su semblante.

Por delante, mis perros corretean entre los mercaderes y sus jamelgos llenos de moscas. Con las mandíbulas húmedas y rosas y de vello rizado como un chocho, aquí y allá golpean y chasquean sobre un tobillo o espolón, por el mero hecho de hacerlo. La muchedumbre se aparta para que pueda pasar, se trata de una prole de brutos sajones cuyas barbillas están llenas de babas, aunque las muchachas a menudo tienen buen aspecto. El arrastre del casco del animal que me lleva suena con fuerza sobre la tierra acumulada y dura, la feria ahora ha sido tomada por el silencio como los susurros provenientes de la falda de una mujer bella acallarían una posada. Se tocan sus frentes llenas de costras ante mí cuando paso cabalgando junto a ellos, y alzan la vista con temor. Si no estuviera impedido y no fuera viejo me acostaría con sus mujeres e hijas delante de ellos aunque antes las decapitaría…

No he de pensar en cabezas.

Mi escudero y yo continuamos. La muchedumbre se une una vez más tras nuestra partida y cae de nuevo en la cháchara y el trueque, siendo nuestro paso por su parte central una herida que se cura pronto. Ante mí y a mi izquierda la iglesia que se desmorona se alza amenazadora con sus muros de arenisca de un color dorado sucio, fue bautizada con el nombre de San Pedro, por cuya intercesión se encontraron las reliquias de San Regener, o así cuenta la leyenda. Una monja medio loca de Abingdon, que murió hace veinte años o más, hablaba de un ángel o un pájaro sagrado que curó sus piernas lisiadas dentro de esta iglesia.

Eso pudo ser algo muy bueno para ella, pero yo estoy cojo y lleno de dolores, y sé que su cuento son sólo los desvaríos que le llegan a una mujer cuando sus sangrados mensuales dejan de ocurrir. Desde las Cruzadas, estoy enfadado con Dios. Un rayo cae desde el cielo para golpear la iglesia de modo que sus ventanas enormes parecen llenarse luminosidad, aunque sé que esta luz es algo falso, y que se rinde enseguida ante el aguacero.

Esta isla y su lluvia: Ya me encuentro empapado dentro de mi jubón debido al chaparrón que he tenido que soportar mientras cazaba, hoy mismo a primera hora. La humedad de los alrededores ha levantado una dureza en mi mejilla que no siempre ha estado ahí, pero me quejo sin ganas, y sin convicción. ¿Acaso hubo algún día en aquellos desiertos sagrados en los que no me despertara encontrándome con el vientre negro lleno de moscas, con el sudor saliendo hirviendo de mí y encharcado entre los pechos, y rezando para ver de nuevo esta malsana luz del norte, esta llovizna en los ojos? El sol aquí sólo nos echa sus migajas, cuando ya ha despilfarrado su gran dadivosidad sobre los paganos que viven allá lejos, entre sus colinas de arena.

La iglesia queda atrás, y a nuestra derecha está situada la callejuela del mercader de yeso que va a dar a los terrenos más altos del castillo, mientras, nosotros descendemos hacia el cruce de caminos que se halla cerca del puente, junto al cual la puerta del patio permanece abierta. Entramos armando un gran estruendo entre los grandes pilares de ladrillo y las losas. Los criados del patio, que hace un mero instante me estarían insultando sin duda, llamándome hijo de una meretriz, salen corriendo mostrando sus mejores sonrisas para coger las bridas, gritando, «¡Mirad! Es Lord Simon. Ha vuelto».

Mis ojos, parece que sin voluntad propia, suben hasta el lugar donde la ventana de los aposentos de Maud domina el patio. No hay nadie ahí. Desmonto y tengo a un criado a cada lado, coloco un brazo en el cuello de cada uno de ellos, y con mi peso repartido de esta manera me conducen hacia la gran puerta, arrastrando una pierna por detrás, rozando los charcos plateados mientras avanzo. Una vez, debido a un enfado, Maud dijo que al oír ese sonido, ese roce, se tumbaba en la cama y lloraba, ya que eso significaba que había vuelto. Me ayudan a subir los tres amplios escalones, y ya estoy dentro del castillo. En mi bolsa una ristra de patos se está endureciendo, se está enfriando mientras su sangre se espesa. Sus ojos negros miran fijamente, sin pestañear, la negrura.

Ya en la seguridad que me brindan mis aposentos me despojan de esas vestimentas desastradas y llenas de barro, luego me secan y me visten para comer: cordero frío, pan caliente, y cerveza amarga. Maud no come conmigo. El ruido de mi cuchillo y mis platos cae sobre un silencio que retumba.

Me encuentro chupando la salsa templada que hay en mi mostacho cuando puedo percibir sus pasos en los aposentos superiores y en mi mente la veo, mostrando con claridad toda la amargura que hay en ella a través de su porté. Ahora se dirige al asiento que hay junto a la ventana, con la cabeza inclinada hacia abajo para cincelar su esternón con su barbilla pequeña y afilada; con los brazos cruzados con fuerza bajo sus pechos florecientes; con unos dedos blancos y frágiles asiendo cada codo. Es de complexión alta, tiene veintinueve años, y un modo de andar extraño. No se ríe, ni es de conversación agradable, sólo se enfurruña y frunce el ceño. A veces me da la sensación de que, después de todo, no debería haberme casado con ella sino con su madre. Bueno, da igual. Ya está hecho.

Un trocito de carne de cordero se me ha metido en el hueco del único diente de atrás que me queda, medio destrozado, en la mandíbula inferior, un pedacito ante el cual mi lengua realiza movimientos secretos y complicados con el fin de desplazarlo. Maud, desnuda. Hace unos quince años. La senté sobre mis rodillas una noche, cuando aún no había pasado mucho tiempo desde nuestra boda, asiéndola por los hombros para que no se pudiera apartar. Intenté que jugara con mi soldadito pero con cara de disgusto juró por la Santa Virgen que no lo haría. Entonces cuando solté su antebrazo para poder asirla por la muñeca y así poder forzarla a acceder a mis deseos, ella logró liberarse y abandonó mi regazo para agazaparse temblorosa entre las cortinas que ahí pendían.

Si le hubiera pegado en esa ocasión con más fuerza, seguramente habría mostrado una actitud más amable hacia mí desde entonces. Si me hubiera quitado el cinturón y hubiera azotado sus flacas posaderas hasta que sangrasen. Si la hubiera agarrado del pelo, o retorcido sus pechos hasta que aullara. La ira hace que mi pecho sufra un golpe sordo, a lo que responde un tic desesperado de la bestia olvidada que reposa bajo mi panza. Perturbar mi estado de ánimo de esta manera no es nada bueno para mí, no vaya a ser que llegue a provocarme un mal, así que, mientras la bolita de cordero lucha contra mi lengua exploradora, centro mis pensamientos en asuntos más amables.

La iglesia que estoy construyendo en la colina junto al camino de las ovejas está a medio acabar, derribamos la reliquia pagana que había allí anteriormente para poder utilizar sus materiales en nuestra propia edificación. Algunos de sus ladrillos están tallados con antigüedades monstruosas y obscenas, como la bruja con el coño abierto de piedra que podemos ver agazapada sobre el pórtico de San Pedro. Ésos los descartaremos, salvo que la necesidad y la escasez de materiales nos obliguen a lo contrario. Ya nos hemos visto obligados por las circunstancias a mantener un pilar en el que hay grabada una figura bárbara de forma serpentina, algún demonio dragón teutón enroscado hacia abajo a lo largo de la columna que nos mira de reojo. Debería preocuparme el hecho de que este vestigio pueda suponer una afrenta, si no fuera porque la buena gente ya se siente ofendida por mi propuesta de levantar la iglesia.

Me dicen, «Lord Simon, debe de tratarse de una chanza vuestra». Me dicen, «Lord Simon, reconsiderad vuestro diseño para que éste no suponga una afrenta al mismísimo Dios». Me dicen, «¿qué hay de la tradición que tales cosas llevan detrás?». (Esta tradición consiste en la planta cruciforme; no hace falta señalarlo). Critican y se quejan ampliamente como si hubiera levantado un monumento a Moloch o un altar para los judíos. Murmuran, se persignan, y colocan cada piedra con caras serias, como si temieran estar emparedando sus almas inmortales de esta manera.

Redonda. Lo único que pido es que la construyan redonda, que la edifiquen tal y como era el Templo que levantó Salomón allá en Jerusalén. Redonda, sin ninguna esquina donde el Diablo pueda encontrar una posición de ventaja o refugio. Redonda, que el mismo Dios no pueda encontrar un lugar donde ocultarse. Si Él está ahí, entonces ha de mostrarse. Si Él está ahí…

Los contornos de la barba eran finos y plateados. Le habían cosido los párpados con hilo y aguja; la nariz se había derrumbado formando un agujero: Olía a pimientos, picantes y secos. En su expresión, había algo extraño e indiscernible, en el costado de la boca donde el hilo se había descosido, los dientecitos marrones se podían ver…

Cierro los ojos y aparto el plato. Levanto la mano hacia la cara y no puedo evitar gemir por lo que hay dentro de mí, por el peso que conlleva. Los criados me observan, callados y asustados, y luego se miran unos a otros. Recogen mi plato a medio comer, y mi copa a medio beber, para poder marcharse a temblar a las cocinas distantes, con unos pasos rápidos y suaves como lluvia cruzan la sala vacía y llena de ecos, y luego desaparecen.

El chirrido breve de mi silla, que aparto de la mesa para poder levantarme, me resulta detestable y suena repleto de soledad en este aposento gigantesco. Llamo a voz en grito a John, mi escudero, quien aparece pasado muchísimo tiempo y me ayuda a alcanzar mis aposentos, durante el tedioso y largo camino hacia ellos le regaño de esta manera: «¿Por qué has tardado tanto en acudir a mi llamada? ¿Acaso crees que me han crecido unas piernas nuevas de modo que puedo volver a mis aposentos bailando sin tu ayuda?».

Dando tumbos con su hombro apoyado bajo mi brazo, mira enfurecido hacia abajo, hacia las losas y murmura para sí una retahíla de «No, Lord Simon» y «Dios no lo permita», me cuenta que estaba haciendo sus necesidades cuando le llamé por primera vez, entonces le señalo que si de ahora en adelante me hace esperar entonces haré que le flagelen hasta que se cague en los pantalones.

Al pronunciar estas palabras una sensación de que esto ya lo he visto me sobreviene. ¿Anteriormente cargaron conmigo cojeando por estos pasillos mientras cruzaban mi cabeza pensamientos acerca de unos fuertes latigazos? Tengo una sensación de mareo lejana y cantarina: las voces de los sarracenos canturreando a su Dios Demonio a través de las dunas. Me he levantado de la comida con demasiada presteza, eso es todo. Pido a John que se marche al llegar al umbral de mis aposentos, cierro rápidamente la puerta, y recorro el pesado trayecto hacia la cama, utilizando el respaldo de una silla como apoyo por el camino.

El aposento está frío, pero las cervezas me han proporcionado calor mientras me rindo ante las sábanas. Aquí puedo hacer la digestión, y estar solo sin que los pensamientos acerca de Maud me molesten, puesto que sus aposentos están en el extremo más alejado del castillo. Aunque el aire de noviembre es gélido, no es nada comparado con el frío vacío y que se te instala en los mismos huesos que cae sobre el desierto cuando termina el día, así que estoy contento de poder descansar aquí. Por encima de mí, en las vigas del techo, las líneas y espirales de las grietas me recuerdan a un mapa de territorios antiguos y sin conquistar…

El bueno del Papa Urbano hizo lo que Peter, llamado el ermitaño, le había rogado: nos conminó a portar la cruz; a unirnos a su cruzada, y a liberar la Tierra Santa de sus opresores mahometanos. Aunque las primeras expediciones tanto de Peter y de un tal Walter, llamado el indigente, acabaron masacradas por los turcos, no nos íbamos a quedar sin hacer nada. Por lo tanto, en el año noventa y seis de este milenio partimos hacia Constantinopla y ninguno de nosotros pensaba en otra cosa que en volver a casa siendo un hombre más rico.

Santo Dios, qué crueldad tan inmensa la de ese cielo pagano. Volvía locos a los hombres. Cuando marchábamos para unirnos a Robert, el Duque de Normandía, con el fin de participar en el asedio de Antioquía, nos topamos con un hombre tan bronceado como cualquier sarraceno pero que cantaba a voz en grito himnos religiosos en un francés de alta cuna mientras caminaba en círculos entre las colinas desnudas y lentamente cambiantes. Llevaba quién sabe cuántos días o semanas solo y sin sus camaradas, había cavado pacientemente una larga trinchera circular, que le llegaba hasta la cintura, y que se extendía entre las dunas tan lejos como alcanzaba la vista. Nos insultó cuando fastidiamos una pequeña parte de uno de sus costados al pasar con nuestras monturas a través de ella. Sobre su pecho marrón y chamuscado pendían los andrajos de Flandes, su verde brillante se había tornado amarillo bajo la luz sin sombras del desierto.

Cuando ya habíamos continuado cabalgando un poco más y le habíamos dejado delirando a nuestras espaldas, lejos de nosotros, se me ocurrió mirar atrás y con una extraña sorpresa vi que su trinchera infinita, al verla desde lejos, no serpenteaba adelante y atrás sin ningún sentido, como parecía cuando uno estaba cerca. Al contemplarla desde la distancia, se convertía en un renglón de texto que se tambaleaba a través de las dunas, garabateado por una mano gigante y de forma desigual. En muchos lugares las palabras y las letras habían sido borradas por la arena cambiante, por lo que se me ocurrió pensar que esta alma en pena debía de pasarse los días recorriendo arriba y abajo la aburrida distancia del mensaje, excavando de nuevo sus pinceladas y florituras, mientras sus labios negros y abrasados vertían himnos religiosos. Las únicas palabras que fui capaz de leer fueron «Dieu» y otra que podía ser «humilité», escritas a través de la blanda ladera de una pendiente de sombras violáceas. Su mensaje, y de esto no tengo ninguna duda, tenía como destinatario al Todopoderoso, único en residir a tal altura como para observar el texto entero. Le dejamos agachado sobre los puentes de una «m», garabateando frenéticamente para poder borrar las huellas de los cascos allá donde nuestros corceles habían estropeado su caligrafía.

Y así seguimos adelante, saqueando las ciudades más pequeñas que se encontraban a lo largo de nuestra ruta a Antioquía. Los saqueos producen un sonido particular; cientos de sonidos más pequeños que se confunden todos en uno: un bebé que solloza, el trueno polvoriento de la piedra que se derrumba, y el lamento de los perros heridos. Los caballos presas del pánico. La pregunta perdida y temblorosa de las cabras que escapan mientras las mujeres lloran desesperadas; los hombres a moco tendido. Gritos ásperos, ininteligibles, que se hunden en un idioma hecho sólo para la guerra. El tañido mortal de la hoja de la espada, el aullido de los niños sodomizados, todo ello es una sola voz que chisporrotea y crepita en la garganta de humo negro del momento. Ahora puedo escucharla.

Prendemos fuego a sus santuarios. Les despojamos de sus vidas, sus esposas, sus caballos, sus sedas y joyas, y algunos de nosotros nos llevamos todavía más. Uno de mis capitanes portaba un cinturón del que pendían lenguas paganas hasta que le reprendimos por el hedor que desprendía. Eran unas cosas negras y grandes, más grandes de lo que cabría suponer, y no había dos iguales. Esta barbarie no nos resultaba extraña mientras estábamos en aquel lugar, aunque he reflexionado acerca de ello desde entonces y sé ahora que tales acciones carecen de dignidad alguna. Aun así, otros fueron mucho más allá que nosotros en ese camino. A algunas leguas de distancia de Murzak cabalgamos junto a una compañía de caballeros italianos que cenaban carne de mahometanos, ellos decían que ya que sus adversarios no tenían almas cristianas y eran simples bestias podían ser devorados sin contravenir ningún mandamiento. Resultaba bastante claro que comer los sesos de los paganos les había vuelto locos, y no podía evitar preguntarme cómo les irían las cosas al volver a tierras cristianas. Aunque, al volver a recorrer esos territorios desde Murzak en fechas posteriores fuimos a dar con sus cabezas, primorosamente colocadas en un círculo situado entre las resplandecientes dunas en el cual las caras miraban hacia la parte interior, las vendas alrededor de sus ojos eran los restos de sus túnicas azules, cegando así los ojos de quienes ya no veían por razones rituales que no éramos capaces de comprender.

Deseaba con todo mi corazón ver Jerusalén, la ciudad de las escrituras que el emperador pagano Julián de Roma intentó en su vanidad reconstruir y que fue derribada por Dios antes de que los cimientos pudieran levantarse. Un torbellino y varios seísmos llenos de llamaradas borraron su obra, hechos en los que algunos ven una prueba del descontento divino. (Mi iglesia redonda al menos tiene sus cimientos ya colocados, aunque a partir de aquí cualquier cosa puede acaecer). Deseaba caminar entre esas colinas, y ver ese lugar de piedras amontonadas desde el cual surgieron los versículos sagrados, ¡pero qué fue lo que vi en vez de eso! Habría sido mejor que hubieran colocado mi cabeza vendada en ese círculo tétrico de caníbales romanos, con la sangre congelada como yema de huevo en la barba.

No debo pensar en cabezas.

En algún lugar bajo mi cama, bajo el suelo de mis aposentos, el castillo bulle lleno de vida, repleto de silbidos, pisadas, y reproches; grandioso, frío, repleto de ecos, y construido para durar mil años. Aún puedo recordar cuando aquí sólo se alzaba la estancia del Conde Waltheof, toda ella hecha de madera y paja y plagada de pulgas, antes de que el rey decidiera que un caballero normando debería encargarse de estos distritos y no un conde sajón.

Pobre Waltheof. Coincidí con él una o dos veces y era un tipo agradable, aunque no muy inteligente. Cómo recompensa por su colaboración en la conquista, Guillermo el Bastardo le concedió primero a Waltheof el condado de North Hamtun, y después una tumba como traidor cuando se hubo cansado de él. Lanzaron tales calumnias y graves acusaciones sobre su persona que, al final, el viejo acabó creyéndose que sus traiciones eran algo real. ¿Conspiró contra el rey? Le pareció que así debía de ser ya que ¿no había testificado su propia mujer Judith eso mismo? La idea de que Guillermo, al ser un anciano lleno de temores, podía haber buscado simplemente consolidar su propia posición al rodearse de compatriotas afines entre la nobleza parecía un concepto más allá de la comprensión de Waltheof. Tampoco comprendía que Judith, al ser sobrina de Guillermo, testificase lo que su tío el monarca precisara. Le llevaron llorando al cadalso, incluso pidió a gritos a Judith que le perdonase, al menos esa ramera traicionera reunió la dignidad suficiente como para estremecerse y apartar la mirada debido a la vergüenza que sentía. Estaba en manos de su tío, hacía con presteza lo que él pidiese en cualquier situación.

En cualquiera salvo una.

La luz fuera de la ventana de mi torreón se ha vuelto macilenta a medida que avanzaba la tarde. Me adormilo, aletargado por las cervezas, y cuando me despierto y me encuentro las ventanas invadidas por la oscuridad temprana de noviembre me viene un recuerdo sin sentido, que se ha deslizado entre mis pensamientos mientras la razón dormía: estoy en las tierras baldías de Palestina, atrapado en una región desconocida desprovista de cualquier punto de referencia, y me encuentro un pie humano que surge de la arena. Con gran regocijo me doy cuenta de que aquí yace enterrada mi verdadera pierna, y que esa cosa lisiada y odiosa que llevo arrastrando conmigo todos estos años es una mera imitación de la misma. Deseoso de caminar tal y como una vez caminé, me arrodillo y aparto el polvo alrededor del tobillo y la pantorrilla, cuando, de repente, me doy cuenta de que alguien me observa.

Alzo la vista, y no sin un sobresalto, veo a una mujer arrastrándose sobre su vientre a una velocidad aterradora a través de las perezosas dunas hacia el lugar donde estoy agachado junto al pie que sobresale. Va vestida con el hábito negro de una monja y de alguna manera que no puedo discernir parece estar tullida, se arrastra hacia mí bajando por las pendientes achicharradas por el sol, ahora puedo oír cómo me lanza imprecaciones, maldiciones amargas, en las que me dice que esa pierna es suya y me advierte que la deje en paz. Su furioso rencor y su velocidad similar a la de un escarabajo hacen que el temor se adueñe de mí mientras ella impulsa su cuerpo vestido de negro desde la loma como si fuera un saludo murmurado de arena. Excavando frenéticamente alrededor del tobillo que emerge, intento tirar con fuerza para sacar la pierna de la arena y huir con ella antes de que la monja me haya alcanzado, pero no se mueve. En el instante espantoso que precede al despertar, soy consciente de que hay algo debajo de la superficie del desierto que tira en dirección contraria a la mía, algo oculto y tan atrozmente fuerte que tira con ganas de la pierna desde ahí abajo como si quisiera enterrarla, es entonces cuando me despierto con las manos sudorosas y el tañido del golpe sobre el yunque de mi corazón, aquí en este torreón que se oscurece.

Tengo tanto miedo. Miedo de estar muerto, miedo de no ser nada, y esa gran desazón que he mantenido a raya durante tanto tiempo ahora me acompaña. Veo mi vida, veo la vida de todos nosotros, nuestras guerras y nuestras copulaciones, todos nuestros movimientos, filosofías, y conciencias, y veo que bajo ellos no hay suelo alguno, que penden sobre la nada. Más allá de la ventana, las primeras estrellas emergen en un firmamento desprovisto de todo propósito.

Después de un rato, llamo a John, que responde con tal presteza que llego a pensar que se ha sentado junto a la puerta de mis aposentos por miedo a estar ausente cuando le llame. Me levanto de la cama, me pongo los pantalones, y le pido que traiga a Lady Maud, tras su marcha e iluminado por la luz de un candelabro, me arrodillo junto a la cama para orinar en un cántaro. El chorro es abundante y de color marrón, con melancolía observo que mi polla sigue con chancros e inflamada: otro de los recuerdos que me traje de Tierra Santa.

Nunca llegué a ver Jerusalén. Teníamos ya bastante claro para cuando llegamos a Antioquía que la mayor parte de la lucha (y del pillaje) ya habría terminado, así que nos tuvimos que contentar con tomar una ruta más apartada que nos llevara a ciudades y asentamientos paganos menos protegidos y con menos probabilidades de haber sido ya asaltados. En uno de esos poblados me hice con una mujer nativa para que me acompañase en mis viajes, y durante algunas noches me divertí mucho con ella, aunque a la novena se suicidó. Había muchísimas mujeres coma aquélla. Una vez, cuando tales cosas se convirtieron en una moda entre nosotros durante cierto tiempo, probé con un muchacho, aunque nunca me llegó a gustar, ya que el olor de los muchachos paganos no resulta agradable. De todos modos, con el tiempo, tales placeres se veían superados por el calor; dando lugar a una lasitud carnal; a un aplacamiento de la ambición de la carne.

Nos habíamos desviado mucho, casi habíamos llegado ya a Egipto cuando nos encontramos por casualidad con los caballeros que vestían de rojo y blanco. Durante toda aquella semana nuestro viaje había sido duro y había estado repleto de extraños eventos, como cuando cinco días antes habíamos visto cómo la tierra se resquebrajaba bajo nuestro carromato más grande y cargado, de modo que toda la parte frontal se desplomó sobre la caverna que de repente se había abierto debajo. Bajamos gateando a través de los velos de polvo que se habían levantado para observar el daño producido, y fuimos a dar con una tumba antigua u osario enterrado que se extendía a nuestro alrededor en una oscuridad rancia, sobre la cual los rayos brillantes y duros del sol ahora caían tras una espera de siglos. Parecía casi una capilla, en la que los grandes pilares descendentes estaban hechos no con mortero sino con luz. Había calaveras apiladas a nuestro alrededor, algunas de ellas aplastadas como huevos mórbidos bajo las ruedas de hierro de nuestro carromato caído, como los restos afilados de una cáscara amarillenta colocados sobre las arenas de un color más blanquecino. Nos llevó la mayor parte del día sacar el carromato del foso, y acabamos todos tosiendo terriblemente y escupiendo grandes cantidades de una sustancia gelatinosa por estar cerca de él. Cierto tiempo después, entre los miembros del escalafón más bajo, un hombre llamado Patrice juró haber visto una ciudad brillante y titilante que flotaba en el alba, con todo su espantoso peso suspendido allá en lo alto sobre las dunas lejanas. Hubo más casos como aquél aquellos días, antes de encontrarnos con aquellos caballeros desconocidos.

Vimos su luces al atardecer, cuando la diferencia entre el cielo y la arena se había difuminado y nosotros aún no habíamos acampado. Temerosos de que pudiéramos habernos topado con el enemigo, nuestra comitiva quedó en silencio de forma que los pasos cortos de las ratas de arena y la llamada nocturna de los escarabajos verdes podían ser escuchados. Sus cánticos vigorosos y pletóricos entonados en francés nos llegaron arrastrados por esos vientos serpenteantes que barren el desierto, entonces nos sentimos aliviados, y les saludamos y, de ese modo, nos dieron la bienvenida junto a sus fuegos.

El jefe de esta compañía, de ocho o nueve personas, era alguien al que yo había conocido vagamente con anterioridad, se llamaba Godefroi, y era originario de Saint-Omer. Parecía bastante contento de haberse encontrado conmigo, y por lo tanto nos sentamos y hablamos mientras mis camaradas armaban bullicio y soltaban palabrotas en la oscuridad a medida que se levantaban las tiendas de los nobles, allí en la penumbra sin fin más allá del alcance de la luz del fuego. Me maravillé al ver que Saint-Omer portaba un pellejo de vino sobre su regazo, ya que mis labios no habían probado nada parecido a una bebida alcohólica durante casi medio año, con gran amabilidad me ofreció un poco. La bebida me hizo entrar en calor con rapidez, y al tomar un poco más hizo surgir en mis oídos un canturreo bajo y agradable que logró que se desvaneciera el susurro vil e incesante de los insectos del desierto, que los sarracenos creían que era el aullido del mismísimo pandemónium.

Allá arriba, las grandes constelaciones giraban y hacia ellas ascendían las chispas de nuestras hogueras imitándolas a una escala más pequeña. Interrogué a mi anfitrión acerca del curioso emblema que portaban él y sus compañeros, una cruz roja como una rosa colocada sobre un campo blanco, me contó en confianza que eran de una orden nueva, que aún no había echado a andar del todo, aunque ya se sentían muy satisfechos de sí mismos ante el gran destino que les aguardaba. Me caía bien, no parecía estar jactándose, ya que hablaba de sus propósitos sin darles importancia, como si ya se hubieran logrado. Aunque algo más joven que yo, me pareció que era portador de una sabiduría y una pertinaz confianza en sí mismo propios de un hombre mayor, así que seguí escuchándole, cautivado, y un poquito mareado por el vino.

Después de un rato, otro miembro de la orden de Saint-Omer se unió a nosotros en aquel lugar donde estábamos sentados, este caballero se llamaba Hugues, y era originario de Payens. Aunque era aún más joven que Godefroi, su fervor por esa nueva hermandad era superior al de su compañero de más edad, aunque esto podría deberse a que había consumido más vino. Descarado allá donde Saint-Omer había sido comedido, habló de toda la riqueza e influencia que sería suya una vez que hubiera transcurrido el tiempo; un destino que podría abarcar todo el mundo. Ante esto le reprendí suavemente, y le dije que si las palabras fueran oro él sería rico como Creso, y le pregunté de dónde se imaginaba que fueran a surgir esas riquezas.

Se lo tomó como una ofensa, así que de manera inmediata tomó una actitud más arrogante, y torció la boca mostrando tal desprecio que me di cuenta de que estaba ebrio. Insinuó, aunque de manera poco clara, que su orden guardaba cierto secreto, ante el cual el mismísimo Papa tendría que claudicar pronto. En ese momento, Saint-Omer colocó una mano sobre el brazo de su compañero como queriendo aconsejarle algo y le susurró algo que no alcancé a escuchar, tras lo cual ambos se excusaron debido a su cansancio, y se retiraron enseguida. Me senté bajo una delgada luna menguante pagana hasta que las brasas se agotaron y di vueltas a todo lo que habían dicho, a sus insinuaciones y descabelladas afirmaciones, al final, decidí que les iba a interrogar aún más al respecto por la mañana. Si esta decisión la hubiera olvidado al dormir, como pasa con muchos impulsos más nobles, entonces puede que hubiese llegado a mi senilidad y a mi muerte siendo un hombre feliz.

El repiqueteo repentino aunque desganado proveniente de la puerta de mis aposentos me saca de mis áridas ensoñaciones, y cuando pido a la persona que llama que entre, ahí aparece Maud junto al joven John moviéndose nerviosamente e intranquilo debido a lo incómodo que se siente a su lado hasta que se le da permiso para marchar, al irse cierra la puerta tras él.

En pie, serena, en medio del desagradable silencio, me mira fijamente sin ninguna delicadeza, ni simpatía alguna. Luego baja la vista hasta el cántaro y hace un gesto de desaprobación, así que lo escondo de nuevo bajo la cama antes de volver a mirarla.

—Preferiría que os sentaseis. —Hago un gesto hacia la silla, situada a medio camino entre la cama y la puerta, que utilizo como ayuda para cruzar de un lado a otro el aposento.

—Como deseéis, mi señor. —Limpia la silla antes de sentarse, como para liberarla de infecciones. Está habituada a actuar de esta manera, a hacer que todas sus palabras y todos sus actos formen un reproche sutil y malintencionado. Como si su chocho no apestara. Como si su mierda fuera de oro.

—¿Cómo está mi hijo?

La mirada que me lanza como contestación, vacía e indescifrable, es en verdad toda la repuesta que podría necesitar: ni lo sabe, ni le preocupa saberlo. El niño está bajo el cuidado de unas niñeras, en algún lugar de la parte oriental del castillo. Su madre rechazó al niño desde que nació y jamás lo visitará, ya que lo odia al igual que odia al hombre que lo engendró en ella y la manera en la que fue concebido.

Ahora mira a un lado y habla, con indiferencia. «Me han comunicado que el joven Lord Simon, ha sufrido la enfermedad de la gripe, aunque por lo demás se encuentra bien, espero que eso contente a mi señor».

Su mirada, escarchada por el desdén, se mueve adelante y atrás de manera insolente sobre los pocos efectos que he reunido en mis aposentos: un cofre con cuatro ángeles vestidos con atuendos mahometanos dibujados mediante relieves de oro sobre su tapa; un esmerejón disecado cuyo interior está lleno de virutas, y el dedo de un tártaro colocado en una cadena fina y brillante. Me juzga por cada pieza, me juzga con cada mirada.

Tras la muerte de Waltheof, Guillermo el Bastardo se ocupó de que yo sustituyera a Waltheof en su puesto. Y en algo más que en el cargo: se suponía que debía tomar como esposa a la viuda de Waltheof, Judith, para reforzar mi pretensión de reclamar sus tierras. Ella era la sobrina de Guillermo y hasta entonces había obedecido a su tío en toda tarea, pero en este caso se negó. Judith, aquélla que mediante falso testimonio había conseguido que a su marido le cortaran la cabeza por la simple razón de que así lo que quería el Bastardo. Judith, aquélla que sabía que si rechazaba a su señor perdería todo derecho sobre sus tierras y títulos. Judith, aquélla que copularía con un macho cabrío antes que perder el favor de su tío.

Judith no se iba a casar conmigo.

Dijo que era porque yo era cojo, y sé que en esto mentía. ¿Qué será lo que ven estas mujeres en mí?

Maud me observa desde donde está sentada. Espera a que hable, o a que le diga que puede irse. No hago ninguna de las dos cosas. En estos pocos años transcurridos desde el parto de nuestro hijo la lozanía de su juventud ha desaparecido. Los dientes que perdió debido a las fatigas del parto se han llevado los vestigios de gordura de su rostro que eran lo que le otorgaba su atractivo. Cada vez veo más la barbilla y la nariz de Judith, los rasgos duros y afilados de la madre reflejados en su hija.

Cuando Guillermo dijo que Maud debía ser mi esposa en vez de Judith, siguió sin dar su brazo a torcer, a pesar de que hubiera podido salvar la virginidad de su hija, y ni siquiera las súplicas llorosas de Maud pudieron cambiar su lúgubre determinación. ¿Por qué me temía tanto como para ofrecerme en sacrificio el conejito sin pelo de su hija en vez del suyo?

Ya no puedo soportar el silencio en estos aposentos, así que paso a hablar de mi iglesia, de las gloriosas ventanas del presbiterio; de los ornamentos únicos de su nave.

—La nave será redonda, Maud. ¡Eso es! ¿Qué os parece?

Me mira fijamente con los ojos de Judith.

—Estoy segura de que lo que yo pueda pensar importa más bien poco, mi señor. No sé de tales cosas.

Capaz de discernir una crítica enmascarada tras estas afirmaciones insípidas, mi ira comienza a surgir, y voy más allá siguiendo la misma táctica.

—Si he preguntado, estad segura de que importa. Si en verdad no supierais de tales cosas, por qué entonces habría de pasar el tiempo escuchando vuestras necias ideas. Ahora dejaos de rodeos y responded con franqueza: ¿qué opináis acerca de erigir una iglesia con forma redonda?

Se mueve en la silla, y me agrada ver que se encuentra incómoda. Al sentirse menos segura en su insolencia no me mira ya a los ojos, y en su discurso creo oír un temblor, ausente hasta ahora.

—Hay quien podría decir, mi señor, que es una configuración inadecuada para la adoración cristiana. —Aquí traga saliva y finge estar absorta en el estudio de los ángeles paganos en relieve que hay dibujados sobre la tapa de mi cofre. De perfil aún queda belleza en su rostro. Se me ocurre que si aún estuviera equipado para horadarla no despertaría tanta furia en mí, al pensar esto mi ira se redobla.

—¿Creéis acaso que me importa un bledo lo que se pueda decir? El consejo que busco es el vuestro, ¡y lo obtendré a pesar de todas vuestras malditas evasivas! Dejad que el ignorante mantenga que mi obra no se adecua bien a su cristianismo de baja estofa, ¡aún quiero escuchar lo que tenéis que decir al respecto!

Ahora ella calla brevemente, un silencio que se parece mucho al redoble de un tambor, ya que produce la misma sensación de expectación.

—Mi señor, me obligáis a admitir que estoy de acuerdo con aquéllos que afirman eso mismo.

Me levanto de la cama donde estoy sentado y, aferrándome al pie de la misma me tambaleo hacia ella de modo que se echa hacia atrás.

—¿Y vos qué sabréis? ¿Qué sabréis del cristianismo, de sus costumbres ancestrales? ¡Venid! ¡Vendréis conmigo a ver mi iglesia ahora mismo, para que pueda enseñaros a apreciarla adecuadamente! Se asusta ante tal perspectiva.

—Mi señor, está demasiado oscuro. No puedo aventurarme a salir con vos esta noche, cuando seguramente va a llover.

Doy un paso más hacia ella, con una mano aún aferrada el pie de la cama mientras escucho al trueno estrellándose en mi corazón.

—¡Os juro por Dios que aunque estuviéramos seguros de que el Apocalipsis fuera a ocurrir esta noche, os vería cumplir mi voluntad en este asunto! ¡Alzaos!

Ahora llora, furiosa porque sabe que no puede replicar nada. Sus ojos a punto de llorar escupen veneno, sin casi percatarme de ello descubro que me estoy frotando la palma de la mano contra mi bajo vientre, la vieja bestia que hay en mí se ha despertado al ver tal pasión en ella. Cuando habla su voz es áspera y odiosa, como la de un basilisco. Sé que me golpearía si se atreviera.

—¡No lo haré! Arrastraos vos si queréis a través de la tormenta para regodearos en vuestra deforme reliquia, ¡pero yo no iré con vos!

Arriesgándome a perder el equilibrio suelto la cama y caigo hacia delante, cojo el respaldo de la silla con mis manos de modo que quedo apoyado sobre ella, asiendo la silla a ambos lados de sus brazos, con mi rostro separado a menos de una mano de distancia del suyo. Hablo, veo la espuma blanca de mi saliva salpicando su mejilla hundida, ha apartado la cara, ha cerrado los ojos con fuerza.

—¡Entonces tendré que arrastraros por el pelo, u ordenar a mis hombres que lo hagan por mí! ¿Acaso tendré que desnudaros y golpearos? ¿Tendré que hacerlo?

Ahora ya está derrotada, hace un gesto de negación con la cabeza; toma pequeñas bocanadas de aire como si tuviera hipo, aspira profundamente con ese pecho tan estrecho, tiene mocos sobre el labio superior como el rastro que deja un caracol. Por un momento dejo que el silencio calme la situación, y nada puede oírse salvo mi respiración, entonces, me levanto para colocarme de pie junto a ella con una mano aún en el respaldo de la silla, y llamo a John.

Cuando aparece, su palidez y timidez son tales que seguramente ha debido de estar escuchando, más allá de la puerta de mis aposentos. Mira a Lady Maud, quien aparta su rostro de él para que su estado de alteración no resulte evidente, y luego dirige su mirada hacia mí.

—¿Mi señor?

Le ordeno que convoque a mis hombres de armas y que luego nos proporcione a Lady Maud y a mí un caballo, le informo de que probablemente visitemos la iglesia y que él nos acompañará a nosotros y a nuestros alabarderos a caballo. Parece desconcertado y temeroso, y lanza una mirada en la que se refleja una pregunta silenciosa a Lady Maud, que no le mira, así que hace una reverencia y se marcha, y todo se hace según mi voluntad.

Al fin, abandonamos el castillo por la puerta que da al puente, Maud aún llora mientras cabalga junto a mí, mientras que John y los hombres de armas miran hacia el frente, fingiendo no haber reparado en este hecho. La lluvia que raya la oscuridad es fina y vil, no llega a apartar el olor a humo de madera distante que persiste en el aire, y cuando pregunto cuál es el origen de ese olor, mi escudero me recuerda que ésta es la noche en la cual la plebe enciende las hogueras y hace pasar a su ganado entre las mismas para protegerlo contra las enfermedades. Mientras ascendemos desde el cruce de caminos hasta la feria de caballos puedo ver que el cielo muestra un color rojo infernal tras la aguja destrozada de San Pedro, eso indica el lugar donde un fuego tal ha sido prendido en el campo más allá de la parte de atrás de la iglesia. Se puede escuchar mucho jolgorio procedente de este barrio mientras cabalgamos a lomos de nuestros caballos junto a la calle de los judíos, a la cual nos dirigimos.

Al llegar al umbral de esa calle rebosante de casuchas semitas giramos a la izquierda y comenzamos nuestro ascenso fatigoso y prolongado por ese sendero empinado que corre desde el mercado, hacia arriba, hasta llegar a las afueras del municipio y más allá del camino de las ovejas, donde se encuentra mi iglesia en su estado embrionario.

El hedor del fuego pende por doquier en el viento, de modo que no puedo evitar recordar el olor de fuegos más antiguos, en tinieblas más antiguas. El fuego ante el cual me senté y hablé por primera vez con Saint-Omer; el fuego alrededor del cual montamos nuestro campamento la noche siguiente, tras cabalgar durante un día con la compañía de caballeros de extrañas vestimentas de Saint-Omer. Sentado ahí alrededor de la llama improvisada e imprudente de los rastrojos, le cuestioné aún más acerca de las afirmaciones que él y el joven Hugues habían realizado cuando hablamos la última vez. El ya mencionado Maestro Payens no estaba presente en esta ocasión, ya que había marchado con varios de sus compañeros a un lugar alejado del sitio donde acampábamos, con el fin de acudir algún servicio o ceremonia propia de su orden.

En cuclillas junto a mí, con el rostro de color cobrizo debido a la llamas, Saint-Omer hizo alarde nuevo de que gracias a su orden ascendería a lo más alto hasta que todos ellos fueran ricos más allá de los sueños de la avaricia, con influencia suficiente como para convertir en un mendigo al propio Alejandro. Me instó a que me uniera a su causa, me prometió que todo aquél que estuviera junto a ellos al principio recibiría a cambio la gloria y ciertas recompensas, cuando al fin pudieran reclamar su herencia.

—Como veréis, mi señor de Saint-Liz, aunque nuestro ascenso puede darse por seguro, aún hay ciertos preparativos que hacer que nos ayudarían sobremanera cuando lleguemos al fin al poder. Nuestra forma de venerar, por ejemplo, requiere que nos reunamos en un círculo, algo que no es fácil de lograr en una iglesia normal. Por lo tanto necesitaremos iglesias erigidas a lo largo del mundo que sigan nuestro propio diseño, levantadas siguiendo las directrices del gran templo de Salomón en Jerusalén.

Se detuvo aquí para resaltar la importancia de aquello, como para que entendiera con claridad cuál era oferta que me hacía: si le ayudaba en su empresa de edificar una iglesia nueva entonces recibiría una recompensa cien veces mayor cuando le llegara la hora a su orden. Negué con la cabeza en señal de protesta.

—Por la fe que profeso, Lord Godefroi, necesito algo más que unas promesas vacías para despertar mi entusiasmo por tales empresas. Aunque no dudo de vuestras intenciones, ¿cómo se va a conseguir esa gran riqueza de la que habláis? ¿Cuándo vais a acceder a ese enorme poder?

Se giró hacia mí, con la mitad de su rostro bajo la luz de las llamas, el resto envuelto en tinieblas, y sonrió. «De su Santidad el Papa. No tengo ninguna duda de que las arcas de Roma serán adecuadas para satisfacer nuestras demandas».

Viendo la turbación inexpresiva y sin palabras con la que recibí este anuncio, continuó hablando, mientras en el desierto a nuestro alrededor los demonios cantaban a través de las gargantas de los insectos.

—Es tal y como dijo mi señor de Payens cuando estaba demasiado ebrio a cuenta del vino como para ser discreto: nosotros guardamos un secreto. Un secreto escondido en nuestra orden que pocos desearían que les fuera revelado. Pero para decir más, he de tener vuestra promesa solemne de no contarlo. Además, deberéis asegurarme que si este gran conocimiento se os transmite, tras haber visto vos mismo los medios por los que llevaremos a cabo aquello de lo que nos jactamos, entonces erigiréis para nosotros ese lugar de adoración que os he descrito.

Reflexioné sobre ello durante un rato, y al final di mi asentimiento, pensando que si Saint-Omer no cumplía su promesa de que lo que me iba a ser revelado me iba a satisfacer, yo no estaría obligado a llevar a cabo mi parte del trato. Tras jurarle secreto, pregunté cuándo podría conocer al fin esos grandes misterios que me había insinuado.

—Esta misma noche de Sabat, si así lo deseáis.

Aquí fruncí el ceño, entre estas arenas perpetuas había perdido toda noción de qué mes, semana, o día se trataba. ¿Era en verdad Sabat?

Saint-Omer siguió con su discursó sin tener en cuenta mi des concierto. «Ahora mismo, el joven Lord de Payens y el resto de mis compañeros caballeros están reunidos en un lugar no muy lejano, donde realizan los preparativos y esperan mi llegada para que la ceremonia pueda comenzar. Si me acompañáis, entonces todo lo que he dicho os será demostrado».

Una vez tomada la decisión, abandonamos la aureola de la lumbre y pedimos que nos excusaran antes de comenzar nuestra caminata a través de las dunas hacia el lugar donde Saint-Omer decía que se habían retirado sus camaradas. No tenía la pierna tan mal entonces como la tengo últimamente, aun así iba agarrado al brazo de Saint-Omer mientras vadeábamos a través del polvo, el mismo polvo que estorba y ralentiza mis piernas en las pesadillas espantosas en las que sueño que huyo y que he sufrido últimamente.

Por encima de nosotros, la cantidad de estrellas que había desplegadas era algo espeluznante; una vasta multitud de ojos plateados y antiguos que habían visto a tantas generaciones convenirse en polvo, sin pestañear jamás, y sin ni siquiera poder permitirse derramar una lágrima. Mientras nos esforzábamos en caminar a través de las dunas que se enfriaban pregunté a Saint-Omer cuándo iba a lograr alcanzar su orden el estatus que tenían en mente.

—En cinco años, —respondió, añadiendo luego—, si no es en cinco, será en diez, —como si fuera una reflexión sin importancia que se le acabara de ocurrir. Desde entonces he comprendido, con cierta amargura, que si no era en diez años, con quince bastarían; y si no bastaba con quince, entonces con veinte. Mientras subía aquellos montículos que se deshacían y resbalaban con Godefroi Saint-Omer en aquella noche lejana, sentí como si los coros de escarabajos me arrullaran, y no se me ocurrió preguntar sobre dichas cuestiones.

Además, para entonces ya habíamos llegado al cima del cerro, cuyas pendientes caían ante nosotros hacia una llanura uniforme, donde había luces; un círculo de llamas de velas que tartamudeaban en las tinieblas, con otro círculo parecido, aunque más pequeño, situado en su centro. En el camino circular que se hallaba entre estos lindes llameantes, unas figuras pálidas se movían en una lenta procesión, desde donde surgía un murmullo marino que se transformaba en un simple cántico fúnebre mientras bajábamos a trompicones la colina hacia el lugar donde se hallaban las velas y el círculo de caballeros cantores. El círculo de fuego interior estaba dispuesto alrededor de una piedra plana llamada a hacer las veces de altar improvisado. Algo yacía sobre él, pero no podía discernir nada más allá de las estrellas que entornando su brillo bailaban sobre las mechas que lo rodeaban y cercaban. Saint-Omer y yo bajamos la colina trastabillando, nos dirigíamos hacia el resplandor y mientras avanzábamos el aire se llenó de un estallido horroroso que pasó volando a nuestro lado: se trataba de los insectos monstruosos del desierto que se dirigían a encontrarse con su muerte de una manera brillante y breve en las llamas de las velas. Distraído, y con Saint-Omer animándome, la única opción que tenía era seguirle. Unas voces luctuosas se alzaron mientras nosotros bajábamos, y bajábamos…

La lluvia que ahora me golpea con fuerza la mejilla se asemeja a los cuerpos de los insectos que revoloteaban y se golpeaban contra ella entonces. Bajo los cascos de nuestro grupo las manchas verdes y fibrosas de los excrementos de los caballos dan paso a joyas duras y negras de boñiga, entonces queda claro que hemos llegado al camino de las ovejas, por el que traen, desde Gales, los rebaños enmarañados y llenos de garrapatas. Maud deja de llorar durante un rato mientras descendemos, aunque sus mejillas siguen mojadas, pero eso puede deberse a la lluvia.

Una negrura que me parece más presente y más sólida se alza ahora en la cima de una loma a nuestra derecha, frente a la oscuridad más pálida situada detrás. Se trata de mi iglesia a medio construir, con sus ocho grandes pilares que se elevan hacia la miasma revuelta de los cielos. Hago una señal a John y a los solemnes hombres de armas, extiendo la mano y tomo las riendas del caballo de Maud, y nos dirijo más allá del muro bajo de piedra que limita la parte inferior de los terrenos de la iglesia. Ésta se alza amenazadora sobre nosotros, incompleta a la vez que sugerente en lo que respecta a su aire de seriedad final, mientras nuestros alabarderos nos ayudan a desmontar y a subir por la pendiente llena de hierba húmeda que da a ella. Desde las sombras llega un balido horrendo y el sonido de pies equipados con pezuñas que se mueven dispersos, Maud grita asustada, pero no pasa nada, se trata sólo de ovejas que pastan en la dehesa y acaban con la maleza alrededor de la iglesia.

Agarro a Maud del brazo con tal fuerza que hace una mueca de dolor, me apoyo en ella para poder sostenerme mientras me acerco al círculo de pilares que ascienden en su inmensidad en la oscuridad sin estrellas hacia sus capiteles redondos y llenos de surcos. Entre las ocho grandes columnas ahora el abismo bostezante de la cripta abierta queda a la vista, donde unos bastos peldaños de piedra dan a parar al barro revuelto por la lluvia, y aunque hace ademán de marcharse arrastro a Maud al borde mismo, de modo que permanecemos en pie entre los pilares, en los que me apoyo y encuentro sostén.

Maud vuelve a llorar, y mientras miro hacia atrás a donde mi escudero y hombres de armas permanecen a cierta pequeña distancia a mis espaldas, veo que ellos también están desconcertados, no sé si es por la inmensa iglesia o por mi forma de actuar. Grito, para ser oído por encima del estruendo del viento y el chisporroteo de la lluvia, haciendo gestos a los cimientos cortados de forma oblonga y a los muros a medio construir de la sala del ministro de dios situada sobre la parte más lejana de la enorme cripta.

¡Ahí! ¿Lo veis? Ése será el cadalso que representará la Pasión de nuestro Señor, mientras que estas criptas, una vez cerradas, simbolizarán la cueva en la que yació, allí en Getsemaní. ¡Venid! Bajad conmigo. Os mostraré…

En ese momento, con un grito estrangulado, Maud se libera de mí y corre desde el cráter circundado por pilares hasta donde John y los hombres de armas permanecen en pie pasmados, se detiene una vez allí para darse la vuelta y mirarme fijamente, sus ojos están abiertos como platos y muestran temor, su barbilla puntiaguda está temblando como la aguja de una brújula fijada en mi norte. La insulto y los hombres que ahí permanecen a la espera sin hacer nada no hacen ningún ademán de devolvérmela.

—¿Qué? ¿Estáis asustada por este mero caparazón, esta mera anatomía que aún no es una iglesia? ¡Cuán más asustada deberéis estar cuando veáis su aguja! ¡Si no venís conmigo a las criptas, entonces maldita seáis, iré yo solo!

Casi esperaba que antes de hacerlo John hiciera algún ademán de ayudarme, pero simplemente se queda junto a Lady Maud y me mira fijamente en un trance provocado por el miedo similar al de ella. Maldiciéndolos a ambos me doy la vuelta, y aferrándome a esas piedras que sobresalen de los muros acabados de la cripta, bajo despacio las escaleras resbaladizas y llenas de musgo. De este modo, arrastrando una pierna, me adentro en el misterio.

De vuelta en el desierto, Saint-Omer y yo llegamos al lugar donde estaban colocados esos caballeros en círculo, de modo que podíamos oír su canción más claramente mientras caminaban en ese gran anillo situado alrededor de un altar rodeado de velas. De vez en cuando oía en sus lamentos disonantes el sagrado nombre de Jesús, de modo que ya quedé convencido de que no había nada relacionado con el diablo en aquel ritual. Caminamos a través del círculo exterior de velas, y a medida que nos acercábamos los caballeros cantores se apartaban para dejarnos pasar al círculo interior de luces, y al altar que custodiaban.

Ya cerca de él, Saint-Omer se agachó para susurrar en mi oído, sus palabras eran diáfanas a pesar de que estuviéramos en medio de los cánticos de sus hermanos. «¿Lo veis, mi señor de Saint-Liz? ¿Veis la cara de Bafomet; del ser que alabamos y ante el cual las naciones de la tierra se doblegarán, sin duda? Mirad con más detenimiento».

Ahí, entre las llamas parpadeantes…

Ahora estoy de pie entre el cieno provocado por la lluvia en la cripta sin cerrar de mi iglesia inacabada. Sobre mí, entornando los ojos entre las columnas, están los rostros de mis alabarderos y de Lady Maud, que con pasos temblorosos se han acercado hasta el borde, de modo que pueden ver mejor mis delirios.

A pesar de que la intensa lluvia se encharca en las cuencas de mis ojos, levanto mi rostro hacia ellos mientras rujo. «¡Aquí! Aquí está la cueva en la que Cristo durmió, mientras que por encima de mí en el gran círculo de la nave estará el símbolo de su resurrección…».

De su resurrección. Estoy de pie con Saint-Omer a mi lado y me inclino hacia adelante, entornando los ojos para poder ver más allá del círculo que forman los tallos encendidos de las velas lo que reposa allí sobre el basto altar de piedra situado ahí en medio. Formando un círculo a nuestro alrededor, con sus petos de un blanco fantasmal y con la cruz de sangre sobre el pecho de cada uno, los caballeros cantaban, Jesús, Jesús…

Aferrándome a las paredes húmedas y frías para mantenerme en pie, comienzo a cojear alrededor del gran círculo de piedra, remolcando la pierna mala a través de los charcos marrones y profundos, gritando mientras ando. «Pensáis, al igual que los necios, que esto, que esta redondez sagrada es una blasfemia. Si supierais lo que yo he visto…».

Yacía sobre el altar, y su piel estaba negra y marchita por la edad. Los pelos que aún colgaban del cuero cabelludo o del mentón eran largos y plateados, brillaban bajo la luz de las estrellas y las velas.

—Ahí —me susurró Saint-Omer junto al oído—. Ahí. ¿Lo veis?

Le habían cosido los ojos a conciencia, y una expresión extraña e indescifrable permanecía en un lado de la boca, donde los labios se habían combado y descosido. Se trataba de una cabeza, aunque no pude adivinar de quién, de la cual se esperaba que redujera a todos los Papas y potentados a meros esclavos.

—Ahí —dijo Saint-Omer—. ¿Lo veis?

Chapoteo por el camino que recorro pesadamente en la cripta, y aun así las palabras que grito no tienen más sentido que el que hay en el chisporroteo y crepitar de las hogueras de la plebe. Estoy llorando, doy un traspié, rujo, mientras que allá arriba las máscaras congeladas de Maud y John y de todos los alabarderos asustados penden en lo alto, mirándome fijamente, juzgándome.

—Soy viejo y tengo casi un pie en la tumba, ¡y aun así no dan ni un paso! ¡No les importo lo más mínimo! ¡Conquistarán su reino n después de que yo haya muerto, de modo que no habrá recompensa para mí, no sólo aquí, sino ni siquiera en la otra vida! Si supierais lo que yo sé…

Sabía de quién era esa cabeza. Me di cuenta de una manera tan violenta y con tanta certeza que tropecé hacia atrás, como si las arenas bajo mis pies se hubieran abierto de repente y me hubieran sumido directamente en el infierno.

—Ahí —dijo Saint-Omer—. ¿Lo veis?

Me resbalo, y caigo jurando en el barro. Aun así ni los hombres ni Maud hacen ademán alguno de ayudarme. Lloro mientras me arrastro de rodillas alrededor de la cripta, apoyándome en las piedras que sobresalen de los ladrillos irregulares para poder permanecer medio erguido.

Presa de un miedo mortal contemplé aquella cabeza, cuyos rasgos parecían sacudir y retorcer sus sombras bajo la luz de las velas. Entonces era todo mentira, al igual que todas las Cruzadas y todos los bautizos. La piedra central sobre la que se asienta la fe me fue arrebatada, y en su lugar quedó esta reliquia odiosa, momificada, y negra, que parecía retenerme con su mirada cosida con aguja e hilo; que parecía retorcer el borde suelto de su boca en una sonrisa horrenda. Moriré, y no quedará nada de mí salvo los gusanos y los huesos. Seré borrado de la existencia, permaneceré ausente en la oscuridad eterna, en la que no se siente nada, donde no hay pensamiento alguno. No ascenderé por la nave del renacimiento, llena de los ecos de las voces de los ángeles, ni ninguno de nosotros lo hará, puesto que los cielos se han convertido en un lugar vacío y los muertos no se alzan, ni apartan las piedras. Nuestras almas no ascienden, ni tienen un destino final.

Riendo, llorando, arrastrando el pie sin vida detrás, doy vueltas, y vueltas, para siempre bajo un firmamento vacío al que ningún hombre ni mártir ascienden, tampoco vi jamás que la llama de un hombre se volviera a encender una vez que su chispa ya se había apagado, nunca supe de la existencia de resurrección alguna.