1064 d. C.
Con la edad, el acto de despertarme se ha convertido en un momento de gran desconcierto. Ya no sé en qué época de mi vida abriré los ojos: si estaré coja y muerta de frío junto al pilar de la iglesia o aquí en la celda del convento, con la primera luz pálida y triste de la mañana proyectándose sobre la pared; con la palidez y la tristeza de los muertos.
Mi lecho es duro, de modo que puedo sentir los huesos en mi interior, inquietos e impacientes por salir. Ellos creen que no tardará mucho. Es vieja. Será dentro de poco. Bajo la tosca sábana oscura el frío hace que me duela el tuétano famélico de mi pierna mala y me doy cuenta de que estamos en noviembre. Anoche, en el día de Todos los santos, soñé que era un hombre.
Cegado por la lluvia, cabalgaba a través de la noche airada sobre un caballo nervioso hacia Northampton, aunque en mi sueño pensaba en ella como Ham Town y no sé por qué. La llovizna salpicaba mi cara y unas corrientes de aire heladas soplaban en mis oídos, y mientras cabalgaba parecía que todos los horrores de noviembre me acechaban, que unas mandíbulas violentas estaban mordiendo los espolones de mi caballo, que exhalaban vaho, por lo que lloré de miedo, y cuando me desperté al principio no sabía en qué año me encontraba, así que coloqué la mano sobre mi sexo coriáceo temiendo encontrarme su virilidad, mea culpa, mea culpa, Virgen María perdóname.
El pecho me cruje cuando me levanto de mi lecho, aparto las feas sábanas, y me pongo mi hábito de arpillera en un único y tembloroso movimiento; la áspera tela se pliega, se trata de una mancha gris sobre el gris del alba. Me termino de vestir a media luz y renqueo por los corredores de piedra húmeda para llegar a la plegaria de maitines donde doy las gracias a Dios por poder renquear y luego reflexiono sobre la pasión de Nuestro Señor. Trabajo todos los días, cuento las cuentas del rosario, y rezo.
Son conscientes de que tengo una pierna paralizada, así que me asignan tareas donde no tenga que andar mucho, como cuidar los jardines, aquí, en Abingdon. Mis huesos se abren paso entre la maleza y a menudo mis pensamientos se dirigen a Ivalde, a esa época en la que él cuidaba las tumbas y los jardines de la antigua iglesia y yo me apoyaba contra su pilar, mendigando. A veces hablaba conmigo, .aunque únicamente decía cosas estúpidas desde que un carro de caballos le golpeó en la cabeza cuando sólo era un crío. Ahora me acuerdo de sus ojos verdes y pálidos, de su pelo rojo escandinavo. No tenía más de dieciséis inviernos de edad, y no había ni un ápice de maldad en él.
—Alfgiva, —me decía— algún día marcharé y peregrinaré hasta Roma, para honrar al Drotinum. ¿Qué opinas?
Drotinum era la palabra que utilizaba para referirse a San Pedro, que Dios bendiga su nombre. Dicha palabra significa «señor». Él hablaba y hablaba de Roma y de los lugares a los que iría mientras yo me sentaba contra el pilar cuyas piedras desnudas se clavaban en mi espalda y, que el Señor me perdone, le odiaba. Le odiaba por las cosas que podría vivir para ver mientras yo no veía nada salvo ese pilar de piedra gris; ese mismo gran conjunto de árboles y campos que giraban a su alrededor todos los días, ese río lento y poco profundo que se encontraba bajando la colina desde la iglesia, y ese puente de madera oscurecida que seguramente había cruzado el río desde que el mundo era niño.
Él llegaría a conocer el olor de puertos extranjeros y de ciudades cubiertas por entero de oro, mientras yo seguiría tumbada contando las figuras y las caras, esculpidas en la piedra, que brincaban en los aleros de la iglesia, y me preguntaría, como hacía todos los días, sobre las figuras y las caras que se encontraban en la parte más lejana de la iglesia, que nunca había visto a pesar de que estaban tan cerca. Por esas razones le odiaba, que el Señor me perdone. Además, en invierno me congelaba, y en verano no tenía siquiera fuerzas para apartar las moscas de mi cara o mi pecho.
Ivalde nunca fue a Roma. Un humor le apareció en los pulmones el día en que él y el noble Bruning levantaron las losas de la iglesia para cavar la tierra horadada por los gusanos que se encontraba debajo, yo estuve allí con ellos. Su pecho nunca estuvo bien desde ese día, y recibió sepultura antes de que pasara el mes. Realicé mis votos no mucho tiempo después de aquello, en el año de Nuestro Señor de mil cincuenta. Han pasado catorce años desde que vi por última vez el rostro de Ivalde, u oí su cháchara sin sentido. Que Dios se apiade de nuestras almas, así de la suya como de la mía.
No le odiaba siempre, sólo cuando estaba amargada, que era algo que sucedía a menudo, pero cuando tenía un día bueno le hablaba, y me reía, y le deseaba que tuviera un buen viaje. Ni una sola vez vi a Bruning reírse con él o le oí decir una palabra amable al muchacho, aunque Bruning era el sacerdote de la parroquia y el responsable de la manutención de Ivalde, y a cambio Ivalde se encargaba de la cosecha de zanahorias y de la conservación de las tumbas. De hecho, el noble Bruning nunca me dio una moneda a pesar de toda su riqueza; a pesar de que pasaba a mi lado todos los días mientras yo yacía hecha un guiñapo junto a su puerta. Aun así, eso forma parte del pasado y el mismo Brunigus lleva muerto cuatro años. Soy la única que queda viva y que estuvo ahí, en la iglesia, y lo vio: Alfgiva, la que yacía destrozada entre las sombras toda su vida, salió corriendo al ver su luz desenterrada, ahí, cerca del cruce de caminos, junto al puente del río.
La garra helada de noviembre se extiende mientras froto las baldosas desgastadas hasta que su humedad y brillo resultan cegadores al reflejar los escasos rayos de luz solar que se derraman sobre ellas. Rezo y cuento las cuentas del rosario. En el vigésimo día de este mes se celebra la festividad del bienaventurado San Edmund, será entonces cuando nos muestren unas imágenes en las que se narra su pasión para que de ese modo podamos conocerle mejor. Primero vemos cómo le flagelan y cómo le atraviesan con flechas, aunque su fe permanece inquebrantable, sin renunciar a su Dios. Luego, al final, vemos cómo de un mandoble su cabeza deja de reposar sobre sus hombros para acabar rodando a sus pies, donde una bestia a cuatro patas permanece en pie custodiándola. La madre superiora dice que la bestia es un lobo, aunque en el cuadro se parece más a un perro, y es tan monstruosamente enorme que esta imagen me produce miedo y pienso en ella incluso cuando ya no la tengo a la vista. Ninguno de nosotros puede saber qué es lo que camina bajo la tierra.
Y así pasan los días. Una mujer de Glassthorpehill en el bosque de Nobottle está poseída por un espíritu, y vomita unos animales similares a unas ranitas blancas. Esto me lo cuenta la hermana Eadgyth, aunque no disfruto de su compañía el tiempo suficiente como para poder saber más. Sufre de estreñimiento lo que provoca que su aliento sea horrible, y su humor esté a la par, pero es una buena cristiana y se esfuerza en su trabajo.
Desde que nací hasta mi decimotercero cumpleaños, cuando vivía en el patio de la casa del mercader de yeso que estaba de camino a la iglesia, no pude caminar. Vivía sola en un cobertizo construido con lona y maderas viejas y pintadas, mi padre se había marchado cuando aún yo no había nacido y mi madre murió de un cólico cuando tenía diez años. Al salir el sol cada mañana, salía a gatas de mi chabola como si fuera un escarabajo y arrastraba mi cuerpo sobre las piedras del camino hasta mi sitio en el pilar ayudándome con los codos, en los que a día de hoy la piel sigue muerta y desgastada, no siento nada a través de ella, la puedes pellizcar y se forman pliegues grises que son como arcilla seca.
En las maderas de mi cobertizo había pintadas imágenes de ángeles, pero a medio hacer; dibujadas por una mano inexperta. A. veces me imaginaba que eran obra de mi padre y que quedaron incompletas al marcharse, aunque sé que es más probable que sean fruto de la mano de un extraño, alguien que murió hace mucho tiempo, o que cruzó el río desde Spelhoe en dirección a Cleyley. Tenía estas tablas de madera dadas la vuelta, con las pinturas mirando hacia dentro y, tumbada junto a la luz de la vela, me imaginaba el torpe abrazo de sus brazos sin manos, de las cuales el autor había prescindido por falta de capacidad pictórica. Me veía mí misma siendo abanicada por sus alas sin acabar.
Ahora los cielos del invierno cercano muestran una luz bruñida y plateada, y penden sobre el convento de Abingdon en estos terrenos situados al nordeste, y tan lejos de la vieja iglesia donde tanto tiempo yací. Mientras se aproxima la festividad de San Edmund, mi sueño se toma más irregular y agitado; se llena de las pesadillas más execrables, en las cuales cabalgo a través del huracán de la noche como un hombre cuyos pensamientos están amargamente ofuscados y cuyos enemigos me pisan los talones o, aún peor, me despierto y grito de desesperación por la muerte de mi hermano, aunque no tengo ningún hermano en realidad, ni nunca he deseado tal cosa.
El día de la festividad me despierto pronunciando tales palabras que doy un susto de muerte a la pobre hermana Aethelflaed, quien reside en la celda contigua a la mía. Con una voz similar a la de un oso gruño que ha habido un asesinato: «En la ciudad de Hel mi hermano Edmund fue desollado desde el cuello a la región lumbar, lloraba y chillaba, estaba tumbado con los miembros extendidos y parecía ir vestido como con una especie de camisa hecha de sangre que los hombres de Ingwar apartaban, para mostrar el arpa roja y hedionda que yacía ahí debajo».
Me dedico a consolar a la hermana Aethelflaed, a calmarla, aunque en verdad yo estoy más asustada que ella. En mi fuero interno tengo estos pensamientos que me hacen avergonzarme ante Dios; otras voces y vidas que hablan en mí, no sólo en sueños sino a lo largo de las tareas del día. Estoy sentada junto a la fuente del patio con mi pierna buena doblada hacia atrás mientras me entretengo lavando sayos, entonces me sorprendo pensando en lo necio que fue mi hermano Edmund al mantenerse firme en su fe cuando sufría las primeras torturas, para luego acabar desgañitándose y renunciando a ella víctima de un dolor mortal mientras rogaba que le matasen.
Ahora mis manos se quedan inmóviles dentro de las aguas heladas de la fuente, pierdo la sensibilidad en los dedos de modo que el sayo que estoy aclarando se me cae y se queda flotando sobre una fina capa sucia de hojas de noviembre. Pienso que si fuera capturado ofrecería entonces alegremente mis alabanzas a Wotan, a pesar de ser tuerto y de la mierda pálida de cuervo que lleva incrustada sobre los hombros, si me libraba de esa muerte; de esta águila de sangre, para que no pueda desplegar sus alas de costillas ensangrentadas y desnudar mi corazón…
No puedo decir cuánto tiempo permanezco sentada ahí hasta que vuelvo en mí, y me levanto dando un grito debido al horror que he presenciado mientras permanecía sentada fantaseando. Temblorosa y pálida, arrastrando mi pierna mala de manera inerte tras de mí, acudo a la madre superiora y le cuento que me angustian tales sueños que deben de ser obra de un incubo, por lo que le pido permiso para que pueda ser flagelada para poder liberarme así de esos pensamientos nocivos. Entonces señala que le preocupa lo frágil que estoy y mi edad, de modo que me pide que lo reconsidere y que me someta a una penitencia menos estricta y severa. Le hablo de las maldiciones que he lanzado sola en mi celda; de todos los rosarios rezados que no han obtenido respuesta alguna. Le ruego que me permita ser flagelada, que el látigo se llevará lo que las cuentas no pueden detener, y que, de no ser así, mi propia alma inmortal estará en peligro. Al final, da su consentimiento, la penitencia se llevará a cabo al día siguiente, de modo que aún tenga tiempo para sopesar aún más la rigurosa senda que he escogido recorrer con todo mi corazón. No debo dudar, ya que temo por mi fe cuando haya de enfrentarse a estas visiones ateas y a estas cosas que nadie espera que nos trae la noche; Virgen María, perdóname, líbrame de todo mal.
Más tarde, sola en mi celda con los diablos que saltan y respingan cuando me muevo compuestos por las sombras dibujadas por la luz de las velas, pienso en Ivalde, quien lleva tantos años bajo tierra. Una mañana fría justo antes de primavera, vino y se sentó a mi lado junto al pilar donde yo yacía. Con su tono de voz lento y propio de un tonto me contó cómo iba a iniciar su peregrinación ese mismo día. Se iba, me contó, a Roma, a pesar de que Bruning le había increpado y vituperado, al decirle que Dios y el bienaventurado San Pedro tenían cosas mejores que hacer que prestar atención a un jardinero retrasado.
Aunque no es que tuviera simpatía alguna hacia Bruning, en aquel día en particular me venía bien estar de acuerdo con él para poder dar rienda suelta a mi rencor, ya que no había dormido bien y estaba cansada de aguantar a Ivalde y su cháchara incesante sobre Roma. «Deberías escuchar a Bruning,» le dije. «¡Sólo la gente rica y santa como él debería considerarse digna de ir a Roma! Tú, tú sólo eres un bobalicón. Estate seguro de que a San Pedro no le importas más que una pobre tullida como yo». Pareció sentirse herido por mis palabras, como un bebé, y comenzó a balbucear mientras intentaba manifestar su fe en el Drotinum. Entonces dejé de mirarle, y ya no hablé más con él hasta que se fue, aparentemente afligido y totalmente estupefacto.
Dentro de mi corazón estaba segura de que esta nueva charla sobre irse de peregrinaje se quedaría en nada; que a la mañana siguiente vería a Ivalde encorvado, ocupándose de las cosechas con sus sueños inútiles una vez más dejados de lado, como a menudo había pasado antes, pero esta vez no fue así. Se había ido, dijo Bruning, por la noche; en un carromato que se dirigía a la costa con la esperanza de encontrar un navío en el que pudiera llegar hasta Normandía, y después a Roma.
La marcha de Ivalde provocó que el bueno de Bruning se encolerizara de tal manera que el enfado le duró algunos días, y me dio la impresión de que el sacerdote experimentó un gran desdén hacia la arrogancia de Ivalde. Sin duda Bruning creía que si alguien iba a hacer una petición a San Pedro entonces él, Bruning, debería estar por derecho y por rango a la cabeza de la procesión. Vi a ese sacerdote robusto con la cara roja de ira, jurando entre dientes mientras se agachaba a arrancar la maleza que había entre las hileras de chirivías en el jardín que ya nadie cuidaba, y sabía que era Ivalde al que maldecía. Y los días se acabaron convirtiendo en semanas, de tal manera que el retorno de Ivalde no se produjo hasta la festividad de la Pasión.
Esa tarde estaba sentada junto al pilar, mientras una nube gris pendía pesadamente y a baja altura sobre él, de modo que la nube se podía haber enredado en la aguja baja de la iglesia, además en el aire se podía percibir un calor triste que ya se iba desvaneciendo. Toda mi ropa se encontraba empapada debido a esa temperatura asquerosa, lo que provocaba que estuviera continuamente despegando mi falda de la parte superior de mis piernas, donde se me quedaba pegada. Desde aquel lugar junto al pilar donde yacía sentada hecha un guiñapo y tirada, no me fijé en Ivalde hasta que había pasado el arco del puente del río, colina abajo, pasando el cruce de caminos. Incluso entonces, cuando reparé en aquella figura extraña que se aproximaba arrastrando los pies, no le reconocí en un principio, ya que mucho había cambiado el muchacho a raíz de sus viajes. No fue hasta que llegó al cruce de caminos y vi su pelo rojo que le reconocí, y he de confesar que experimenté una alegría malévola al ver que no podía haber llegado a Roma.
Mientras subía la colina con esa forma de andar arrastrando los pies que antes no era característica de él, he de señalar que había algo en Ivalde que no puedo expresar fácilmente en palabras, es como si fuera un cuadro que conociera de antaño y que hubiera visto muchas veces en el pasado, aunque no podía recordar dónde: esa sensación me daba aquel necio demacrado con briznas de hierba enganchadas en su pelo, que trastabillaba en el puente más allá del cruce de caminos como alguien que acabase de volver de una batalla; con una mirada en sus ojos como si no supiera dónde debe de estar, sólo que debe estar ahí. Subió por el camino con el cielo de un blanco cegador a sus espaldas, y pensé «Esto ha sucedido antes», y le observé acercarse, alguien que me resultaba de aspecto extraño y familiar al igual que ocurre con las excéntricas figuras pintadas que decoran la baraja de quien predice la fortuna con las cartas.
—He vuelto, Alfgiva, —dijo cuando se acercó a mí. Su voz sonaba hueca, sin la vida que una vez tuvo. Toda tontería le había abandonado, aunque me preocupaba un poco más la extraña lejanía que había dejado en su lugar. Permaneció en pie ante mí, ni siquiera se arrodilló junto a mí cuando habló, ni siquiera me miró sino que en todo momento observó fijamente a la iglesia, su rostro no mostraba expresión alguna; ni siquiera parpadeaba.
Le hablé con el cuello estirado hacia atrás como un pájaro mientras permanecía en pie entre tinieblas con el cielo brillante y plateado por encima de él. «¿Ivalde? ¿Dónde has estado? ¿No has ido a Roma?».
Entonces bajó la vista y me miró, y sus ojos se enturbiaron, como si no me reconociera. Los pajarillos se callaron entre el tejo, y las sombras de la tarde parecieron detenerse en su gateo hacia el este, Ivalde habló al fin con una voz queda y asombrada, casi como si relatara la historia de otro muchacho, alguien a quien había conocido hace mucho tiempo y apenas recordaba.
—A Roma, no. No fui a Roma. Tres veces subí al barco, pero él vino a mí, caí en un trance, y me dijo que debía volver. —Su mirada me abandonó para volver a reposar en la iglesia, mientras le preguntaba, tiraba de la pernera de sus pantalones.
—¿Quién te ha mandado volver? ¿Te refieres a Bruning? Ha estado en la iglesia desde que te fuiste. —Poco a poco, y sin apartar la mirada de la iglesia mientras lo hacía, Ivalde sacudió su gran cabeza cobriza para que unas puntiagudas briznas de hierba se soltaran de su pelo. Seguí su caída con la mirada hasta llegar a sus pies, observé alarmada que estaban ensangrentados, las botas se habían convertido en harapos.
—No. Bruning, no. El Drotinum. Me mandó de vuelta. El o uno de sus ángeles. —Ivalde me miró una vez más y pude ver que sus ojos verdes estaban llenos de lágrimas—. Oh, Alfgiva —me dijo—. Oh Alfgiva, ¿qué me ha pasado?
No pude hacer otra cosa salvo mirarle fijamente mientras su rostro adquiría primero un color rosáceo y luego se encogía sobre sí mismo mientras lloraba. Incapaz de responder a su pregunta, me atreví a hacer una yo; «¿Ivalde, qué dices, que el Drotinum te mandó de vuelta aquí? ¿No querrás decir San Pedro?».
Asintió con la cabeza, luego en vez de asentir agitó la cabeza de forma violenta, con los ojos cerrados con fuerza y llenos de lágrimas. «No lo sé. Parecía un ángel, con unas alas verdes plegadas, y era dos veces más alto que un hombre. Me dijo que debía volver». Aquí abrió los ojos y me miró, fijamente y con intensidad. «Alfgiva, hablaba a través de una flauta, y atravesó la pared caminando sobre unas grandes piernas zancudas como las de un pájaro». Miró de nuevo a la iglesia, y observé que estaba temblando. «La habitación era demasiado pequeña como para contenerlo, y aun así permaneció de pie y el techo se desvaneció como si fuera humo de forma que podía ver a través de él el lugar situado encima de mí donde el Drotinum se encontraba, su mirada estaba llena de preocupación». Se quedó callado. Una nube negra se estaba desenrollando cual banderola, y pendía sobre la iglesia proyectando su sombra sobre el jardín y las tumbas, sobre sus protuberancias cubiertas de césped, embarazadas con esqueletos.
Éste no era Ivalde, sus desatinos de antaño habían desaparecido levemente, se había producido un cambio en él, tuve un escalofrío, y supe que me creía lo que decía, aunque no me alegré por ello. Durante un momento me senté con él, compartiendo su silencio, pero no pude refrenar durante mucho tiempo la necesidad de interrogarle y le pregunté si este ángel, si este Drotinum se le había aparecido a Ivalde más de una vez. Mientras asentía con la cabeza parecía tan desgraciado, que supe que si Ivalde en su inocencia alguna vez había ansiado recibir una señal del cielo, entonces seguramente se arrepentía y ahora deseaba que sus visiones quedaran atrás.
—La primera vez que se me apareció, no lo vi, sino que lo sentí mientras subía el tablón de madera del barco como si algo más grande que un caballo estuviera bloqueando mi camino, si intentaba dar un paso al frente, sentía un hormigueo en el rostro y los dedos. Debido a esto, me entró miedo y no puse pie en el barco de modo que partió sin mí y me quedé esperando a otro navío con destino a la costa de Normandía. Me enojé conmigo mismo mientras esperaba, me maldije a mí mismo por ser un cobarde, y me juré que subiría en el siguiente barco que atracase.
Entonces pareció recobrar la compostura, contempló la iglesia. Agachado sobre la puerta, tallada en la piedra, estaba el símbolo de la lujuria con sus piernas separadas y los labios fríos y cubiertos de musgo de su sexo abiertos de par en par, junto a ella seis acompañantes, tres a cada lado.
El rostro de Ivalde pareció relajarse y tranquilizarse. Las difusas nieblas de la distancia se alzaban de nuevo en su mirada mientras hablaba. «Cuando apareció el barco, resultó que estaba previsto que partiera al alba, así que me dije que dormiría hasta entonces en el cobertizo de algún pescador que había encontrado en la vera de la arena, por encima de la afilada hierba. Me desperté por la noche con los pies enredados en las resbaladizas redes de pesca, para descubrir que el ángel estaba sobre mí. Sus tristes plumas verdes goteaban y aunque no me atreví a mirar me sobrevino de forma extraña la idea de que cosas más pequeñas, sin pelo y ciegas, forcejeaban allá abajo junto a los tocones de sus piernas horriblemente delgadas. Tenía la mirada de un hombre desgraciado, hablaba a través de un pico que se asemejaba a una flauta, y me dijo que debía volver. Me desperté sintiendo mi propia orina en los pies y al día siguiente no me atreví a dejar el cobertizo hasta que supe que mi navío había marchado».
—La tercera vez, llegué a embarcar, me mandaron a la parte de abajo del barco donde ocurrió aquello que te conté antes, cuando atravesó la pared mientras yo permanecía ahí sentado y despierto y se dirigió a mí, de modo que salí corriendo del barco a causa del miedo y del mismo modo huí de esa ciudad de la costa. Corrí, y cuando dejé de correr, caminé, hasta que llegué aquí. Llegué por la cima de la colina a la parte este de la ciudad. Allí fue donde lo vi de nuevo, hace tan poco tiempo como el que le lleva a una vela consumirse hasta la mitad.
De las puertas de la iglesia, como si lo parieran desde aquel coño frío que se abría en la imagen esculpida en piedra sobre él, el robusto Bruning salió dando zancadas sobre la hierba mojada, a través de la cual arrastraba el dobladillo de su sotana oscura de forma que parecía deslizarse, como si no tuviera pies. Le gritaba a Ivalde, estaba tan enfadado que era imposible discernir el significado de lo que decía, a pesar de ello Ivalde le ignoró y siguió hablando conmigo, mirando fijamente por encima de la cabeza de Bruning la torre de la iglesia.
—Me estaba esperando cuando llegué a la cima de la colina y pude ver la ciudad extendiéndose ante mí. Esta vez permaneció lejos de mí, solo en una parcela de hierba calcinada, cruzando un gran círculo donde los árboles habían sido talados. Al ser alto y de color verde, al principio lo confundí con un arbolillo aunque cuando me saludó me quedé de piedra, invadido por el escalofrío de un miedo aterrador. Aunque estaba demasiado lejos como para oírle, y no puedo recordar que emitiera sonido alguno, fue como si su voz aflautada estuviera justo a la altura de mi hombro. Me dijo que los restos de un siervo del Señor estaban escondidos bajo la iglesia, y que debía decírselo a Bruning. Apreté el paso. Cuando miré hacia atrás lo único que vi fue dos arbolillos, sus troncos se encontraban cerca el uno del otro como si se tratara de unas piernas.
Resoplando con fuerza, el mismísimo Bruning se encontraba ya a nuestra altura, mofándose de Ivalde y echándole en cara el haber fracasado en su intento de viajar a Roma. «¿Así que, después de todo, el Señor no creyó adecuado bendecir tu peregrinaje? ¿Qué te dije? Has vuelto arrastrándote con la esperanza, con la vana esperanza diría yo, de que aún tenga alguna tarea reservada para ti. Bueno…». Aquí, Bruning fue bajando el tono, se sentía incómodo ante la actitud de indiferencia distante y silencio de Ivalde. Una expresión de duda eclipsó el rostro del sacerdote, y fue en este momento cuando se dio cuenta por primera vez de que estaba derrotado; podía ver por algún pequeño resquicio en lo dicho, por algún detalle en la actitud del jardinero que Ivalde había pasado más cerca del mundo de lo espiritual de lo que jamás había logrado acercarse el propio Bruning.
Cuando el sacerdote se quedó callado y anonadado, Ivalde le contó a Bruning la historia de sus viajes tal y como había hecho conmigo, hasta llegar al fin a las instrucciones del espectro acerca de cavar bajo el suelo de la iglesia, donde encontrarían a un siervo del Señor.
Bruning miraba fijamente al muchacho mientras éste hablaba, pero no le interrumpió con ninguna chanza u observación, y cuando Ivalde hubo acabado el sacerdote palideció, y pareció incapaz de hablar durante un rato. Cuando lo hizo, no había nada de hostilidad ni de superioridad en el tono de su voz, que era apenas perceptible y vacilante. «Ven, Ivalde,» susurró. «Voy a buscar unas palas».
Subieron el sendero hacia la puerta de la iglesia, dejándome atrás olvidada, a pesar de que les llamé. Les observé un rato, y luego decidí seguirles, aunque eso supusiera arrastrarme más lejos de lo que solía hacer. Con mis codos helados y empapados por el rocío repté sobre la hierba, con la mirada puesta en la puerta y en el cráter del vicio con forma de ojo que en cuclillas miraba lascivamente por encima de ella. A día de hoy aún siento el serpenteo malsano y húmedo de la hierba sobre mi vientre, aún siento el dolor en mis brazos tal y como lo sentí entonces. Fue la última vez que gateé.
La hermana Aethelflaed ronca en la celda contigua a la mía y en mi vela se están abriendo surcos. Recuerdo que mañana seré fustigada y el miedo se apodera de mí aunque con presteza lo reprimo; centro mi atención en rezar, en recitar unas plegarias pidiendo que, por una vez, pueda evitar esas terribles pesadillas en las horas que restan hasta que la luz del día vuelva una vez más. Echo las ásperas sábanas rápidamente sobre mi espalda fría y me coloco de lado con la oreja aplastada contra la dura madera de mi lecho. En la parte situada bajo mi mejilla, la madera está deslustrada y suavizada por las babas de cientos de mujeres, me duermo…
Dirijo mi caballo colina abajo en la oscuridad, rodeado por los gritos salvajes de los hombres de Ingwar que provienen de la cima situada detrás de mí en la lejanía, estoy demasiado lejos como para entender lo que dicen. Cerca del pie de la colina hay un cenagal traicionero en donde mi corcel pierde pie y se hunde hasta la grupa, sus ojos están en blanco y desquiciados, y gimotea de miedo continuamente. Temo que los enemigos que se me están acercando lo oigan y presa del pánico lo abandono, y me dirijo a los campos, debido al barro siento que los pies me pesan y que son enormes. Maldiciones vikingas dirigidas hacia mi persona penden de forma ruda y brusca en la noche. Los juncos blanqueados se yerguen bajo la luz de la luna ante mí, y en su centro surge un gran montículo de tierra similar al cráneo de un gigante del hielo, muerto hace tiempo, que se desplomó de cara entre las hierbas del río. A mi espalda, ahora más cerca, unos hombres rudos gritan una palabra que cada vez me resulta más clara, que se transforma en un nombre, y cuando tengo los juncos a la altura de la cintura me doy cuenta de que ese nombre es el mío. Mientras sus pesadas botas de cuero pisotean las cañas detrás de mí sé quién soy, y este momento distante en que sé quién soy me ha sacado de mi letargo para encontrarme con la oscuridad de mi celda y con el nombre revelado en el sueño aún en la punta de la lengua.
Ragener. El bienaventurado Ragener, hermano de Edmund, asesinado al igual que él por los invasores del Norte cuando se negó a honrar a sus dioses. El Santo Ragener, que porta al igual que Edmund la corona de los mártires, su onomástica se celebra un día después de la festividad dedicada a su hermano. ¿Cómo pude yo, entre todo hombre y mujer vivos, haberlo olvidado?
Sola, tumbada en la oscuridad acompañada por el pulso ciego y machacón de mi sangre, siento la espuma fría del mar que choca contra los acantilados escarpados de la blasfemia en mi frente. Nos enseñan que estos hermanos santos no se sometieron ante los usurpadores vikingos, ni renunciaron al verdadero Dios, por ello fueron flagelados y atravesados con flechas, y decapitados finalmente pero con sus almas aún intactas. En mi sueño, las cosas ocurren de una forma diferente. Edmund muere con los pulmones casi arrancados del pecho, con sus últimas palabras de agonía en renuncia a Dios mientras su hermano huye aterrorizado en la noche, mientras planea convertirse a la religión de Wotan para que, de ese modo, Ragener pueda evitar todos los tormentos a los que Edmund ha sido sometido. No me puedo creer que estos sueños que contradicen todas las enseñanzas de sus ministros provengan de Dios. Confusa e intranquila por cuál puede ser el origen de mis sueños si no se trata de Dios, permanezco tumbada y bien despierta en mi celda hasta que llega la mañana del veintiuno de noviembre, la festividad del bienaventurado San Ragener, donde al fin seré fustigada y me veré libre de estas visiones que me resultan tan aborrecibles.
La madre superiora, al haberse percatado de mi ausencia en maitines, acude a mi celda donde le pido ser exonerada de mis obligaciones ese día, para así poder prepararme mejor para la flagelación que he de sufrir cuando llegue el atardecer. La madre superiora expresa de nuevo las dudas que alberga acerca de la conveniencia de someterme a esa experiencia traumática y lo que piensa sobre las posibilidades que tengo de sobrevivir al látigo, teniendo en cuenta mi edad y mi mala condición física. Al final, tras ver mi convicción, la madre superiora está de acuerdo en que me quede en mi celda todo el día, de modo que pueda hacer las paces conmigo misma y con Dios.
Me siento sobre mi lecho, con una rodilla cerca del pecho, mientras las horas pasan a través de un velo deslucido y mientras todavía me siento llena de desasosiego. Cuando por fin envían a la hermana Eadgyth a mi celda para que me lleve a flagelar, descubro que se me ha dormido la pierna buena ya que no la he movido en todas estas horas, de modo que la hermana Eadgyth debe llevarme agarrada del brazo hasta el lugar donde se llevará a cabo mi castigo, con su cabeza cerca de la mía, con su aliento podrido cayendo de lleno sobre mi mejilla. Al ser incapaz de caminar, no puedo evitar recordar cuándo me fallaron por última vez las piernas, y repté apoyándome en mis codos y en mi tripa a través de la fría piedra del portal hasta adentrarme en la nave de la iglesia donde tanto Ivalde como Bruning ya se habían despojado de sus camisas y se encontraban levantando las grandes losas del suelo con las palas, levantaban dichas baldosas planas haciendo palanca en uno de los lados y luego las dejaban caer, exponiendo de esta manera la tenebrosa confabulación de tierra horadada por gusanos frenéticos que yacía ahí debajo.
Mientras Eadgyth me medio levanta y medio arrastra a lo largo del corredor, soy incapaz de saber dónde estoy, o en qué año podría estar; no tengo nombre como alguien que se acabara de despertar. Gateo por la nave de la iglesia hasta donde Bruning e Ivalde cavan arrojando grandes paladas de tierra al aire de forma descuidada que acaban rechinando contra las losas, una vez allí, arrastro mi cuerpo por encima de la tierra hasta llegar al borde del agujero. Ahora, tengo la cara contra el suelo, soy Ragener, lloro y suplico mientras unas vigorosas manos vikingas me agarran con fuerza bajo los brazos, tiran de mí hacia arriba, y voy dando traspiés junto a ellos hasta el montículo pálido que se alza enorme entre los juncos. Sus manos se convierten en las de la hermana Eadgyth, que me ayuda a entrar en la pequeña habitación de piedra donde un caballo con el lomo de cuero y hecho de madera ya está preparado y la madre superiora espera.
Su voz suena tan lejana. La hermana Eadgyth me desnuda hasta la cintura y me coloca con la cara hacia abajo sobre el caballo mientras mis pezones hundidos se tensan, al apretarse contra la piel gélida, y el frío que siento en el pecho es como aquél que sentía cuando yacía sobre el suelo de la iglesia, con los dedos enganchados en el borde de las losas que ahora lindaban con el agujero que tanto Ivalde como Bruning cavaban, Bruning estaba ahí de pie sobre las losas situadas a un lado del foso enjugándose el sudor sobre su pecho oscilante, mientras Ivalde, cuyas costillas se podían ver a través de sus costados, permanecía sumergido en el foso hasta la cintura mientras la tierra llovía desde la punta de su pala. Me acababa de arrastrar hasta el borde para mirar hacia abajo cuando la tierra del suelo se derrumbó bajo Ivalde dando paso a una oscuridad enorme y amplia y al ruido del suelo suelto que se encontraba ahí debajo.
Montones de tierra caen lentamente desde la loma desnuda para ir a parar a los juncos que rodean su base. Los bandidos de Ingwar me arrastran hasta la roca plana que hay en la cima del montículo, donde se ríen de mis lágrimas y de mis intentos patéticos de ganarme su simpatía mientras me arrancan la ropa, una vez desnudo se ríen de mi masculinidad y me lanzan contra el suelo al que caigo de cara mientras uno de los hombres se arrodilla ante mí inmovilizándome los antebrazos. Le miro mientras la sangre ciega mis ojos. Ha corrido desde mi cuero cabelludo donde me golpearon, y a través de ella su cara resulta ser más horrible que cualquier cosa que jamás había esperado ver en la vida, lleva la barba trenzada teñida en franjas de todos los colores y hay drogas que provocan la locura en su aliento en este año de nuestro Señor Jesucristo de ochocientos setenta.
De pie ante el caballo de cuero y sujetando mis muñecas, la hermana Eadgyth respira proyectando un olor rancio y cálido sobre mi rostro, nos encontramos en el año mil sesenta y cuatro. En algún lugar detrás de mí la madre superiora levanta el látigo de tosca piel por encima de su hombro. Durante lo que parece un momento interminable puedo oír cómo silban las tiras de cuero sin tratar al moverse a través del frío aire de la cámara y un dolor cegador y abrasador rasga y atraviesa mis hombros y espalda de modo que todo mi ser queda atrapado bajo una luz aterradora.
En el año del Señor de mil cincuenta Ivalde le grita a Bruning que le ayude mientras sus piernas se agitan en medio de una cascada de tierra al intentar trepar por los costados del agujero mientras el suelo del mismo cae hacia la oscuridad que hay debajo. El sacerdote gordo avanza trastabillando hacia delante para sacar de ahí al muchacho mientras yo permanezco tumbada y miro el borde del foso, al mismo tiempo que siento cómo las losas enfrían mi vientre. Debajo de mí, veo que el suelo del agujero se ha derrumbado dando paso a cavernas o túneles que existen allá abajo. Durante un instante parece que puedo distinguir la borrosa mole de la tumba que más tarde se descubrirá que estaba escondida ahí dentro y que contenía los huesos del mártir San Ragener, hermano de Edmund. Como mucho, entornando los ojos en la negrura, percibo su silueta imprecisa durante sólo un instante antes de que llame mi atención la sensación de que hay otra figura grande entre las tinieblas que se hallan debajo de mí, ésta produce un sonido que sugiere el movimiento de algo grande y que arrastra los pies. Sólo tengo un instante para preguntarme qué es antes de que lo imposible suceda. El bueno de Bruning, tras recuperarse, describiría más tarde lo que vimos como el Espíritu Santo manifestándose en todo su aterrador resplandor, pero yo que estoy colocada boca abajo con la cabeza metida en la boca del foso sí que lo veo. Cuando abre sus monstruosos ojos me encuentro mirando directamente a ellos. Un brillo asfixiante surge por doquier En la nada blanca y vacía Bruning grita como una mujer.
Chillo cuando el primero de los vikingos introduce su virilidad dentro de mí, pero después del tercero sollozo sólo un poco para mí mismo pensando en mi vida y en este fin tan horrible. Me dan la vuelta cuando el último de los hombres extrae su miembro de mí, entonces empiezo a suplicar de nuevo y a expresar mi devoción a Wotan. El sonido de mi voz aterrorizada es como un insulto a mil oídos hasta que uno de mis captores me acalla al violar mi boca para divertimento de sus compañeros. Intento entender la inmensidad de lo que me está pasando. El más pequeño de mis torturadores saca ahora un cuchillo, y antes de que me haya tocado con él estoy gritando.
El látigo golpea mi espalda y me retuerzo. La hermana Eadgyth sostiene con firmeza mis muñecas mientras a lo lejos la madre superiora reza y oigo un sonido agudo que sigue y sigue.
Bruning grita, Ivalde grita y la luz blanca está por doquier. Algo de un tamaño atroz revolotea sobre mi cabeza mientras permanezco tumbada en el suelo de la iglesia. Más tarde, cuando la luz ya ha desaparecido y me he vuelto para encontrarme con Bruning e Ivalde sentados junto al muro y mirando al vacío con el suelo abierto de par en par ante ellos, el gordo sacerdote afirmaría que las alas que rozaron mi cuello fueron las alas del Espíritu Santo; el rocío que esparció y cayó en mi pelo lo llamaría agua bendita, aunque entonces, ¿por qué era resbaladiza y espesa como la semilla de un hombre, o el limo de los ríos antiguos? ¿Y por qué el Espíritu Santo no se manifiesta aquí como un pájaro sino como un soplo de aire horrible que revolotea con una luminiscencia verde pálida que tiembla y se arremolina en un resplandor de blancura, apenas sólido, de modo que partes de ello parecen atravesar otras partes sin daño alguno, o traspasar los grandes pilares de madera que sostienen la iglesia como si fueran aire? Se produce un estrépito, un estrépito horrible. Cegada y dominada por el horror, me pongo en pie y salgo corriendo de la iglesia. No es hasta que me encuentro a mitad del camino que baja la colina y cerca del cruce de caminos cuando comprendo lo que acabo de hacer.
En el año ochocientos setenta me abren el pecho. Nunca habría creído que el ser humano pudiera pasar por una penalidad tan horrorosa como ésta, por la que estoy pasando, en este momento, yo. Introducen sus manos en la cavidad, agarrando las costillas para tirar de ellas hacia arriba y hacia fuera, y me desmayo de dolor. Estoy montada a horcajadas sobre un caballo de madera en una fría habitación y me doy cuenta de que soy una mujer anciana. La carne de mi espalda cuelga hecha jirones. Pido gritando auxilio a Wotan y al hacerlo la mujer que me flagela me flagela más fuerte. Estoy tumbado en una pira que arde lentamente y me han cortado el gaznate, y me cocino, en una gran calavera de hierro o atado a un poste, y me pudro como la cabeza de un traidor colgando en lo alto de las puertas de esta ciudad. Soy un niño. Soy un asesino, un poeta, y un santo. Soy Ragener. Soy Alfgiva, llevada más allá del dolor por un éxtasis provocado por la flagelación que sólo los mártires pueden conocer, llegando llena de sangre al paraíso, con las manos quemadas hasta convertirse en muñones o cubiertas de flechas, con nuestros pechos abiertos y expuestos desde donde se derrama la gran luz de nuestros corazones.
Me siento elevado, el mundanal ruido resuena como un gran estruendo en mis oídos, y si estoy en el cielo, ¿cómo es que hay tantos fuegos?