La efigie de Diocleciano

290 d. C.

Me duelen los dientes.

De pie más allá de los márgenes de la aldea sólo queda la noche; el bostezo vacío del viento de noviembre cruza la tierra fría y llena de surcos; se trata de una oscuridad que se lo traga todo, de modo que no puedo saber dónde acaba la oscuridad y dónde empiezo yo. El dolor agudo de mis encías es lo único que tengo para saber dónde estoy, y aquí, entre los negros campos donde el viento húmedo choca contra mi mejilla, casi me alegro por ello.

Llevo tanto tiempo mirando fijamente este vacío, sin ser capaz de distinguir entre el cielo y el paisaje, entre lo cercano y lo lejano, que me lloran los ojos. Peor todavía, ésta es la segunda noche que someto mis pulmones quejosos a esta dura prueba, a esta vigilancia bajo este frío mísero antes de que llegue el invierno. Todo por una estúpida historia local, una invención del hijo de un granjero que tiene los ojos tan juntos que parece haber sido engendrado por un cerdo.

Aun así, a pesar de ello, cuando le hablé, respondió. No mostró ninguna incapacidad de entender mi lengua, o simplemente escupió y se dio la vuelta como había hecho el resto de la gente de la aldea, aunque sólo habló de misterios grotescos, de historias fantásticas sobre espíritus: sobre una colina, situada no muy lejos de aquí, más allá de los campos crematorios, donde hay un antiguo campamento, cuyas zanjas y rampas están cubiertas por cientos de años de hierba y maleza. Me dijo que se trataba de un asentamiento. En el que docenas y docenas de personas una noche, según el relato, fueron devoradas por perros gigantes sin que quedara ni un pelo o gota de sangre que dejara constancia de que alguna vez habían estado ahí. Como es costumbre en tales historias, desde entonces se evitaba aquel lugar de mala reputación. También hay espectros, desde luego. En ciertas noches, los ojos ardientes de unos sabuesos monstruosos aún pueden verse en la cima de la colina, sus horrendas miradas bastan para iluminar el cielo. Ahora aquí me encuentro vigilando para ver si los veo, pero aquí no hay nada de nada.

Detrás de mí, en la aldea, oigo voces lejanas que riñen en un principio, y luego ríen. Se trata de juramentos soeces y torpes. De los rebuznos detestables de sus mujeres, vulgares, insinuantes. ¿Acaso es por mí? ¿Por mí que aquí estoy de pie, en esta oscuridad en la que sopla el viento y negra como el alquitrán, simplemente porque el idiota del pueblo ha visto luz sobre la cima de la colina? ¿Acaso soy yo, la causa de sus menosprecios, de las ruidosas obscenidades que pronuncian? Me duelen muchísimo los dientes. Ya queda poco. Un poco más y lo dejaré por esta noche, iré a la taberna; a la cama; y me sumergiré en mis pesadillas, en mis sueños echados a perder por la preocupación.

Privado de mi rango y de mi blasón por la oscuridad, el destello repentino de una nube a poca altura iluminada desde abajo parece producirse más cerca de lo que debería, ante mi rostro y no allá a lo lejos atravesando los campos. Sus sombras se tambalean y titilan, parece que quieran abalanzarse sobre mí así que doy un paso hacia atrás presa de los nervios y casi me caigo antes de que mis ojos cansados puedan hacerse una idea de qué es lo que ocurre.

Hay luces. Ahí arriba, más allá de los campos crematorios donde reducen a cenizas a sus muertos. Hay luces en la cima de la colina, pero no están provocadas por perros, a menos que caminen sobre dos piernas.

Son míos.

No. No, mejor no pensar en tales cosas, mejor no tentar a la suerte: puede haber otras razones, otras explicaciones sencillas que respondan a la causa de estas luces. Mañana, a la luz del día, puedo cabalgar hasta allí y juzgar por mí mismo. Ya estoy ordenando levantar las cruces antes de tener una mínima evidencia en mis manos. Me puedo imaginar a Quinto Claudio en Londinium, en su despacho del erario público, haciendo un gesto de desaprobación.

—Primero las pruebas, —diría— la balanza, y la piedra de jaspe negro. Si se requieren más pruebas, utiliza un horno y una pala al rojo vivo. Entonces, y sólo entonces, señala al culpable y saca los clavos.

Por encima del túmulo, las luces grises se mueven y retuercen. Al fin les doy la espalda y camino a trompicones entre la tierra llena de surcos, de regreso al asentamiento, atravesando una oscuridad larga y sin fisuras, hacia las ordenadas callejuelas de madera con ventanas como ojos que entrecierran de manera aviesa.

Llevo aquí varias semanas, y la taberna ya no se llena de un silencio hostil cuando entro. La mayoría me ignora mientras recorro mi camino hacia las escaleras, andando sobre el suelo de paja revuelta y entre charcos de vómito y gente copulando. Esta noche al menos, hay mejores pasatiempos, puesto que se celebra con euforia el abandono de la soltería por parte de alguien.

El novio, un joven de trece años o así, se sube borracho a una banqueta que se escora y ladea, incitado por sus amigos y tíos. Por todo el piso inferior de la taberna, las toscas criaturas de pelo de cobre dan voces y palmas al unísono de forma aterradora, un ritmo que, se acelera a medida que el joven se tambalea sobre la banqueta y sonríe, atolondrado, a su público.

Ahora colocan una cuerda alrededor de una de las vigas negras y de apariencia pegajosa, uno de los extremos de dicha cuerda tiene forma de lazo. Una curiosidad malsana se apodera de mí, me detengo al pie de las escaleras que me llevan a mi habitación, y giro la cabeza para mirar. Se mofan y dan voces, tienen sus rostros rosáceos brillantes a causa del sudor, están colocando el lazo de la cuerda alrededor del cuello del novio, que aún mantiene una sonrisa amplia y estúpida en su cara. Una de esas bestias, una criatura grande y gorda con el cráneo totalmente rapado salvo por un moño, coloca algo que no puedo ver en la mano del joven, después se gira hacia el público, para apagar los aplausos machacones con una serie de vulgaridades mal pronunciadas mientras su tripa tatuada brilla resplandeciente. Eructa, y recibe como respuesta una andanada de risas. Ahora veo que en la mano del novio hay un pequeño cuchillo de bronce. Con la otra saluda alegremente a una chica de pelo negro situada en primera línea entre la apretada muchedumbre, el chico apenas es consciente de dónde está a causa de la turbiedad de su mirada.

El gordo da una patada a la banqueta.

La cuerda se tensa debido al peso que pende y patalea de él mientras vuelven a oírse las palmadas, su ritmo en ascenso contrasta con el de los crujidos cada vez más lentos y sobrecargados de la viga. ¿Cómo puedo ser testigo de cosas así? El joven que se retuerce ahí entre el suelo y el techo ya no sonríe, y sus ojos se hinchan de forma terrible. Sus piernas delgadas, patalean, hollan el aire. De entre la multitud, que actúa como si fuera un solo hombre, surge una especie de gruñido, como el de los animales en celo.

El objetivo del juego me queda claro cuando de repente el muchacho que se ahoga recuerda que tiene un cuchillo en la mano. Colocándolo por encima de su cabeza, y con la cara cada vez más oscura mostrando una concentración total y aterradora, comienza a cortar desesperadamente la cuerda. Agarra con fuerza en su puño tembloroso la pequeña hoja moviéndola adelante y atrás, un movimiento que imita de manera grotesca a aquél del placer solitario. Como en respuesta a estos movimientos espeluznantes y familiares de la mano, y a pesar de la lejanía de ésta, un bulto se alza y estira los pantalones del joven, la chica de pelo oscuro lo ve, lo señala, y se ríe. Por comentarios inconexos y dispersos que acierto a oír entre la algarada entiendo que si el joven sobrevive a este juego, la chica de pelo oscuro será suya, una última puta antes de casarse.

El joven da vueltas, se agita, y raspa la cuerda con el filo del cuchillo adelante y atrás, su cara adquiere un color púrpura, y se le escapa un sonido estrangulado y pavoroso. Si Roma cae, todo será así. Todo el mundo.

Incapaz de soportarlo más, aparto la vista y subo trastabillando las escaleras, el piso está desgastado en la parte central y las contrahuellas llenas de agujeros tienen un color verdoso debido al paso del tiempo.

Ya a salvo bajo el techo mi habitación de aleros muy inclinados, y tras cerrar la puerta a mis espaldas, llega desde la parte de abajo el golpe apagado de un cuerpo al caer al suelo y los vítores al levantarse, con lo cual, a pesar de todo, me siento aliviado. Me atrevo a decir que su tráquea estará machacada y magullada, y que le ayudarán a llegar a casa ya que no estará en condiciones de reclamar el premio en juego tras pasar por esa experiencia traumática. Sin duda alguna, los mismos amigos que le animaron a subirse a la banqueta se cuidarán de que los favores que se pagaron por adelantado sean aprovechados adecuadamente.

En la esquina, unas sábanas de color gris. Arañas mórbidas enrolladas sobre sí mismas, translúcidas, que cuelgan de las vigas como sudarios de su propia creación del color del polvo. La muchacha que utilizaba esta habitación antes que yo se trasladó cuando yo llegué a un aposento situado en el piso de abajo, pero todos los días me encuentro algo de ella: un peine de concha astillado, restos de ropa a medio camino de convenirse en harapos, cuentas azules insertadas en un fino alambre oxidado. A veces huelo su presencia en las mantas y en las tablas de madera.

Cuando llegué a Londinium hace medio año, pensé que era un lugar horrible y mugriento, en el que entre el malecón y los patios estrechos se gestaban humores asquerosos y pestilencias, donde la orina encharcada amarilleaba allá donde el empedrado se hundía. La gente del lugar, toscos pescadores trinovantes o taimados comerciantes cantiaci, a pesar de su hosquedad, eran isleños agradables. Se relacionaban entre los suyos y no armaban mucho alboroto, aunque recién llegado de mi hogar creí que esa ciudad era el Hades; y ellos sus demonios y monstruos. Yo formaba parte de un equipo de investigadores del erario público enviado desde Roma a petición de Quinto Claudio, allí pasé las semanas con mis compañeros bebiendo copiosamente vino avinagrado y esperando a que nos concedieran una misión mientras nos quejábamos de cada nueva molestia, de cada nueva indignidad que descubríamos.

Introduzco el pulgar y el índice en mi boca y compruebo con cuidado los dientes para ver cuántos se mueven, ahí perdidos entre las encías azules y encogidas. Me temo que son todos, ojalá estuviera en Londinium otra vez, porque ahora sería un paraíso a mis ojos.

Han pasado dos meses desde que me enviaron aquí, a las tierras del centro, ya que se nos informó de que en esta zona habían aparecido falsificaciones, yo era un crío que no estaba preparado para este lugar, para vivir entre estos coritani, que vagan dando tumbos y borrachos por unas vidas cortas y cruentas que consideran lo más natural del mundo; para la violencia implacable y desconsiderada; para las cicatrices de colores, los bucles de tinta que cubren sus frentes y espaldas, de forma tan terrible y extraña como si fueran perros pintados. Cuando llegué aquí, tenía todavía una sensibilidad tan delicada que podía palidecer al oír un pasaje aterrador de un drama narrado en verso, y ahora les observo cómo ahorcan a sus jóvenes por diversión, y apenas pienso en ello.

Enciendo la lámpara y me siento sobre las sábanas arrugadas para quitarme las botas militares. Abajo, una mujer comienza a sisear y roncar, de una manera rítmica como el bombeo del agua en una casa de baños, una señal de que alguien ha hecho uso del premio del chico de la horca. Las mujeres de aquí me dejan perplejo. Son tan grandes y asquerosas, y huelen tan mal, aunque no paso una hora sin pensar en ellas, en el pelo rojo barnizado por su sudor que se enrolla en forma de pequeñas hoces bajo sus brazos, en sus caderas lechosas balanceándose bajo esas faldas que pinchan. No me acuesto con una mujer desde hace un año, desde la hija mayor del tintorero allá en Roma. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que acuda a una puta? Sus caras blancas y planas, sus pechos llenos de pecas. No debo pensar en ello.

Estoy desnudo bajo el frío de noviembre que inunda la habitación, así que me pongo la camisa de noche que he sacado, doblada, de mi bolsa del ejército, que porta el blasón estarcido. Se ven pocos símbolos del Imperio por aquí, sólo hay algunas residencias desperdigadas donde los generales retirados luchan por mantener a sus queridas. A poca distancia al norte, más allá de este asentamiento, un tal Marco Julio, un veterano de la campaña del Emperador Aureliano contra el Imperio galo, aún mantiene una granja modesta. Me dijeron que le visitara si me encontraba cerca de su propiedad. Aquello fue una tortura. Cuando supo que no llevaba mucho tiempo lejos de Roma, sólo fue capaz de hacer una pregunta: «¿Bueno? ¿Cómo les va a los Azules?». Le dije que las carreras de cuadrigas me interesaban más bien poco, por lo que su actitud hacia mí se tornó distante, así que marché no mucho después.

Me imagino que fue él quien hizo circular el mote por el que me conocen entre la gente de la aldea, de modo que ya no me llaman Cayo Sexto sino que se mofan de mí llamándome «Romilius»: «¡Hola, romanito! ¿Te gusta la mujer que llevo del brazo? ¡Te traeré una banqueta para que puedas besarla por encima de la cintura!». Todos ellos me odian, todas las mujeres, todos los hombres, aunque para ser justo, no les falta razón. Saben por qué estoy aquí, y también saben cuál es el castigo que se imparte por falsificar. ¿Cómo van a ser amigos de alguien que ha venido a crucificarles?

Me entierro profundamente en la cama, todo cuanto puedo. Abajo, la mujer ladra la palabra que utiliza su gente para copular, una y otra vez. Si Roma cayera…

Dejemos eso aparte. Ese día nunca llegará mientras sigamos dando emperadores del temple de Diocleciano, hombres de talla que marcan una época ellos solos. Ha realizado esas atrevidas reformas para detener las conjuras y las desavenencias homicidas que amenazaban nuestra estabilidad, lo que ha supuesto la división del poder de modo que Maximiano se ha convertido en César de Occidente y Diocleciano en César de Oriente. Los tejedores y los fabricantes de cerveza le critican, se quejan de que ha impuesto un precio fijo para los tejidos y la cerveza, pero así la inflación se contiene. Nuestra moneda es fuerte. Sin esa fuerza, la barbarie nos conquistaría.

Todavía me duelen los dientes. Los míos y los de mis compañeros estaban igual. En el barco éramos diez investigadores del erario público y todos teníamos las encías azules y encogidas, sufríamos dolores de cabeza y sopor, teníamos falta de concentración, y se nos olvidaban las cosas. Uno de los más jóvenes dijo que se sentía como si ya estuviera muerto y estuviera cayéndose a pedazos, como si ya estuviera haciendo el tonto con los gusanos, aunque en lo que a mí respecta no me siento tan mal. Se trata sólo de los dientes. Nadie puede dar un nombre a este achaque, ni determinar causa alguna. Lo denominamos «la enfermedad», si es que hablamos de ello.

Quizás formamos tanto parte de Roma que enfermamos a medida que ella enferma; quizás exista un vínculo peculiar, una relación entre la carne y la tierra. Reyes harapientos cubiertos de joyas baratas aparecen ante nuestras puertas y los apaciguamos, les concedemos asentamientos y territorios en las tierras que rodean Roma hasta que da la impresión de que nos encontramos ante una serie de tribus nómadas sentadas pacientemente alrededor de una mesa suntuosa durante un festín de mendigos, con Roma en el centro de la mesa. Se sientan educadamente por un instante, pero sus estómagos gruñen. Si comenzaran a cenar, el mundo desaparecería por completo. La oscuridad que barre los fríos campos al borde de la aldea nos tragaría por entero; las brillantes ciudades quedarían apagadas y destrozadas, a lo largo y ancho del mundo.

Tumbado de costado bajo las mantas, me doy cuenta de que la luz de la lámpara ha cambiado, levanto la vista y me doy cuenta perplejo y aún atontado de que durante todo este tiempo, la chica que había ocupado esta habitación antes que yo había estado sentada junto al muro más lejano, con las piernas cruzadas, observando en silencio. Se levanta y camina sin hacer ruido a través de las maderas agrietadas e irregulares hacia una entrada situada detrás de mi cama. Me levanto para seguirla, y me doy cuenta, en cuanto pasa por la puerta, de que todo su marco está decorado con monedas negras y deslustradas. Me pregunto cómo no me he dado cuenta de esto antes.

Tras cruzar la puerta la sigo bajo la luz de las velas a través de pasadizos sinuosos entre grandes montones de rarezas sin nombre. Dobla una esquina que hay por delante y, en cuanto la media luz ilumina parte de sus rasgos, comienzo a sentirme inquieto. Sus rasgos son más pequeños y están más apretados de lo que yo recuerdo, de modo que parece una chica diferente. No la reconocería si no fuera porque lleva un collar de cuentas azules unidas por un alambre pulido hasta obtener un lustre metálico.

Ahora estamos en el centro del laberinto, donde cuelgan pieles pintadas. Bajo un peculiar fuego rojo de poca intensidad las figuras se reúnen formando un círculo, esperan, y no hablan. Hay un muchacho al que en un principio confundo con el que vi antes colgado, pero éste es más joven, es aún un crío, y en su garganta tiene la marca de una herida que no ha sido producida por la quemadura de una cuerda sino que se trata de un corte profundo y feo. Junto a él se sienta un mendigo, apenas está consciente, el vómito está enmarañado en su barba y farfulla algo para sí mismo. También hay una vieja bruja a la que le falta una pierna. Un hombre con la cara negra que lleva unas ramitas atadas a su pelo. Una horrible criatura cuyos miembros recuerdan a una cigüeña, que mide de altura un hombre y medio, y que permanece de pie nerviosa, apoyándose en un pie y luego en el otro, con los hombros arqueados bajo el techo, tosiendo de vez en cuando. La chica y yo avanzamos y nos unimos al círculo; contemplamos al igual que hacen ellos los carbones que se apagan. Fuera, se oye un ladrido pavoroso, que se acerca cada vez más y más, y siento una pérdida terrible, una tristeza tremenda como nunca jamás había sentido en mi vida, y lloro. Junto a mí, el muchacho con la garganta rajada se acerca y me coge de la mano. Me da con mucho ceremonial un guijarro que ha sido esculpido de forma que parece un hombre pequeño. Me lo meto en la boca. El ruido de los perros es ensordecedor.

Me despierto con el color gris de la mañana, como el de la corregüela, llenando mi habitación.

Hay algo moviéndose en mi boca.

Un terror repentino me invade y lo escupo, temeroso de que se trate de la figura de piedra de mi sueño, de sus ojos garabateados, y su boca abierta, pero no. Se trata de un diente. La punta de mi lengua busca el agujero lleno de sangre que ha quedado atrás con una satisfacción infantil, a la vez que hago rodar esa bolita de marfil por la palma de mi mano, dejando que la pálida luz de la mañana enjugue el regusto que ha dejado mi sueño. Pienso en ayer noche, en las hogueras danzando colina arriba, y recuerdo mi decisión de cabalgar hasta allí e inspeccionar el lugar por la mañana, después me visto y me dirijo al piso de abajo.

Acabo con mi ayuno comiendo queso, fruta, y pan, los únicos alimentos que aquí se ofrecen que se pueden comer con seguridad, luego bajo hasta los establos donde escojo caballo; una cosa de color canela y que echa vaho por el hocico y cuya mirada es más civilizada que la de cualquiera que haya visto en este lugar. Al llevarlo fuera pasando entre los abrevaderos me doy cuenta de que varios hombres merodean cerca de la entrada del establo, y me observan. Uno de ellos es el gordo del moño, el que puso el cuchillo en las manos del muchacho. A los otros hombres no les reconozco, pero todas sus miradas están puestas en mí mientras monto y troto hacia las puertas, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, intentando mostrarme más despreocupado de lo que realmente me siento por dentro. Observan cómo me voy. Algún cambio en mi porte les ha llamado la atención. Saben que estoy cerca de algo.

Cabalgo cerca de la orilla del río, aunque luego me desvío hacia la colina que aparece allá a lo lejos; una vez allí sigo el sendero trillado que serpentea por los campos crematorios. A medio camino de la cima, miro hacia atrás, los campos se muestran ante mí como un manto paupérrimo compuesto de retales expuesto a mis pies. Más allá del camino que pasa cerca del pie de la colina diviso las cabañas de la colonia cristiana, la cual está situada sobre un monte abombado más allá de la parte más alejada del puente. Casi siento una sensación de hermandad con esos lunáticos desdichados que hablan sin sentido, ya que son objeto de las mismas sospechas y de la misma desconfianza que la gente de la aldea me dispensa a mí.

Esta congregación posee uno de los dos molinos del asentamiento, el otro lo lleva un borracho cuyo hijo es un holgazán que está dejando que el negocio se hunda sin remedio. Los cristianos me exasperan con sus cánticos lúgubres y sus ñoñas declaraciones de fe, aunque en cuestiones de comercio son astutos. Los conversos trabajan gratis en el molino ya que para ellos la fe es suficiente recompensa, todos cantan mientras trabajan como esclavos, y así, trabajando duro, el comercio más importante de la aldea va cayendo en sus manos y las arcas se van llenando. Pronto, se rumorea, comprarán el otro molino. La aldea depende cada vez más de estos fanáticos balbucientes, y se siente cada vez más incómoda con ellos; mientras, ve cómo sus hijos se marchan, para cantar en la rueda del molino vestidos totalmente de negro.

Si no encuentro pruebas sólidas que relacionen a un culpable con las falsificaciones, podría atribuir la autoría de las mismas a estos marginados religiosos e incluso ir más allá. Sin duda alguna sería una decisión popular entre la gente de la aldea, lo que me libraría de toda culpa o, lo que es más importante, de represalias. Aún mejor, el emperador ahora mismo no ve con buenos ojos a esta secta y mantiene una actitud favorable a la persecución de la misma. Aunque una docena de falsificadores crucificados podría hacerme merecedor de un informe favorable, un complot cristiano en contra del erario público, contra la propia Roma, podría suponerme un ascenso. Ya veremos.

Doy la vuelta en mi caballo y subo por el sendero, llegando al fin a la cima, donde reinan una tranquilidad y una desolación espléndidas. Salvo por una gran hendidura, nada puede verse que demuestre que ahí estuvo aquel campamento que sufrió tal trágico destino, sean cuales sean los contornos del mismo que aún puedan quedar, todos ellos han sido cubiertos por la maleza que allí se amontona. Desmonto y dejo mi corcel atado para que babee sobre la hierba mientras examino la superficie llana con más detenimiento.

Tras unos instantes de escrutinio, el contorno circular del campamento puede discernirse, cubierto en parte por el brezo. El perfil del terreno levantado que conforma el perímetro desaparece en un lugar, quizás mostrando así dónde se levantó una vez una puerta. La atravieso y, al acercarme, noto que hay un círculo más pequeño de piedras desgastadas por el tiempo colocado justo dentro de la cavidad; quizás un vestigio de un horno o una forja de algún tipo.

Sin embargo, en su centro hay cenizas aún calientes.

Aunque el fuego está apagado, estas cenizas son su voz: me hablan. Alguien ha encendido un fuego en la cima de esta colina, y, si lo que ellas me cuentan es verdad, no ha sido una sola noche. Es demasiado grande como para haber sido utilizado para asar un ave de corral o para calentarse las manos, este fuego tenía un propósito, y ese propósito podría estar prohibido. ¿Por qué si no elegir este lugar remoto, que tus supersticiosos congéneres evitan? ¿Por qué si no elegir el momento en que cae la noche para ponerte a trabajar a menos que se trate de algo secreto; de tareas que, si son descubiertas, seguramente te llevarían a ser crucificado al sol donde te ajarías?

Para poder hacer falsificaciones, lo mejor es dar con un lugar tranquilo y aislado cuya posición ventajosa permita que los intrusos sean vistos a media legua de distancia a ser posible. Una colina encantada es perfecta. El fuego sería necesario para calentar las piezas de metal sin marcar y ablandarlas, tras lo cual serían colocadas en un yunque donde está marcado el anverso de la moneda. Luego se coloca sobre el disco de metal en blanco, y ya pesado, un punzón de forma cilíndrica, en dicho punzón hay un curio del reverso del mismo denario de plata. Se golpea el punzón utilizando un martillo y de este modo se consiguen monedas recién forjadas.

Me arrodillo y empiezo a peinar con cuidado la hierba empapada de rocío, siguiendo una espiral hacia fuera alrededor de los restos del fuego. Si han estado forjando las monedas a la luz de las lámparas, con prisa, y si tengo suerte…

Tras media hora lo encuentro, caído entre una mata gris y espectral de dientes de león. Lo levanto entre mi pulgar e índice, poniéndolo a contraluz. La efigie de Diocleciano mira, fija e implacablemente, hacia el campamento enterrado.

Un pájaro chilla desde el seto de brezo. Doy la vuelta a la moneda y no me sorprende ver un fallo en el reverso. Sencillamente se trata de que el reverso corresponde a una moneda distinta; de un año diferente, quizás de la época de Severo. Fallos como éste son comunes, ya que el anverso en el yunque puede durar al menos dieciséis mil golpes, aunque el punzón sólo puede aguantar la mitad antes de desgastarse, así que se necesita otro. Si no se podía encontrar el reverso correcto, se utilizaba uno distinto ya que se suponía que sólo unos pocos se darían cuenta.

Pero este romanito se ha dado cuenta. No se le pasa una.

Mi trofeo permanece a salvo en una bolsa atada a mi cadera, subo a mi caballo para bajar incómodamente a trompicones por la colina hacia el camino del río, donde la emoción por el descubrimiento realizado me invade y me lanzo al galope durante todo el camino de vuelta al asentamiento. El grupo alrededor del hombre voluminoso del moño observa que he vuelto y se da cuenta de mi inquietud. Hay ornamentos colgados en las calles, seguramente los preparativos de alguna fiesta absurda. Un chavalillo vestido de niña camina al frente de una procesión en la que va un cerdo atado con correa, pero debido a la prisa que tengo por entrar en la casa y subir al piso de arriba no soy consciente de lo que veo hasta que estoy en mi habitación, una vez ahí saco una balanza de la bolsa del ejército.

A la plata se le pueden practicar tres pruebas, cualquiera de ellas basta para establecer que se trata de una falsificación. La primera utiliza una piedra, un pedernal de jaspe negro o lidia. Cuando se frota ésta contra la plata o el oro, un experto puede ver la pureza del metal hasta el último escrúpulo por las marcas que quedan. He visto a gente, siempre mayor que yo, practicar esta prueba, pero no tengo tanta confianza en mí mismo como para atreverme.

La segunda prueba requiere un horno, y una pala de hierro calentada al rojo, donde el metal será comprobado. A tal temperatura, la plata más pura tendrá un brillo de color blanco, si es de una pureza inferior de color rojo apagado, y si es de color negro será una señal de que eso no vale nada. La prueba no es infalible. La pala puede ser remojada antes de la prueba con orina de una persona, y entonces dará un resultado distinto.

Al final, para las monedas, la prueba del peso sigue siendo la mejor, y la más fácil. Monto la balanza, y saco el Denario falso de mi bolsa y lo dejo junto a otra moneda, una recientemente forjada en la fábrica de moneda de Londinium, para utilizar como referencia.

Cada moneda, si es genuina, debería pesar una sexta parte de una onza. El metal adulterado no pesará tanto, al tener menos plata en la mezcla. Esta prueba es una mera formalidad, aun así Quinto Claudio requiere que se practique ex profeso, por lo tanto, coloco las monedas, la verdadera y la falsa, cada una en su platillo de bronce correspondiente de la balanza, para comparar así sus pesos. Luego observo.

La moneda falsa se hunde. La de verdad sube.

Frunzo el ceño, aparto ambas monedas de la balanza antes de cambiarlas de sitio, teniendo especial cuidado en ver qué moneda está en cada platillo.

La moneda falsa se hunde. La de verdad sube.

¿Cómo puede ser? ¿Cómo? La moneda que encontré en el campamento sólo puede ser una falsificación, sus dos caras no encajan, y aun así…

(Por las escaleras subiendo desde la taberna hasta mi habitación llega un sonido apagado: se trata de uno de los perros que frecuentan la posada. Absorto en el misterio, apenas me doy cuenta).

Desmonto la balanza y la vuelvo a montar. Coloco de nuevo las monedas en los platillos. La moneda falsa se hunde. La de verdad sube. ¿Acaso las leyes de la naturaleza se han vuelto del revés, para que tales cosas puedan ocurrir? ¿Cómo puede un gorrión pesar más que un caballo? Cómo puede una moneda sacada del cubil de un falsificador pesar más que una recién acuñada en la fábrica de moneda, a menos que…

La falsificación. A menos que la falsificación sea más pura, que esté hecha a partir de un metal más puro, de una plata más pura, más pura que la de la fábrica de moneda. Pero no, eso no puede ser. No tiene sentido falsificar una moneda con metal más puro que el estándar establecido por el Imperio, a menos que…

A menos que la moneda falsa no sea más pura, sino que la moneda de verdad carezca de pureza. No puede ser así. Yo la vi, la acababan de forjar. La sostuve, aún caliente, en mi mano. Es tan pura como cualquier moneda de Roma.

(Fuera de mis aposentos, se oyen pies que se arrastran. Algo se acerca, y aun así no puedo apartar mis ojos de la mirada de Diocleciano, plateada y severa).

A menos. A menos que no forjemos unas monedas tan puras.

La sangre me hierve a fuego lento en las mejillas, cómo puedo considerar tal blasfemia. Suponer que el imperio es capaz de una adulteración de ese tipo hasta el punto de que onza a onza una falsificación sin ningún valor pueda valer más que la de verdad es algo grotesco y que va en contra de la razón. Si eso fuera así, si toda la riqueza de Roma fuera un oropel que esconde la pobreza que hay detrás, entonces la misma Roma sería una falsedad, un engaño, un imperio que ya habría caído sin ninguna defensa salvo los pagarés que mantienen a raya a las hordas machacadas por las garrapatas. Este pensamiento es una monstruosidad. Es el comienzo del fin. Algo sombrío, e insondable.

Y es cierto.

Esta certeza aterradora me invade, y me destroza. Dejadme morir, o mejor aún haberme dejado morir antes de que este hecho frío y abrumador pudiera matarme, antes de que supiera que éramos pobres y que todo estaba ya en ruinas. Aunque mis mejillas siguen titilando, los ojos me hierven de ira, y las lágrimas pican como si fueran vinagre. Detrás de mí se abre la puerta. Oigo cómo se arrastran muchos pies, y sé que son los hombres de la aldea, que han venido a matarme, pero no les puedo mirar a la cara por la vergüenza que siento: no puedo dejar que me vean, que vean a Roma así.

Al final levanto la cabeza. Permanecen en pie en la puerta con aire amenazador y portando garrotes en sus puños, el hombre gris con su gran panza y su moño los encabeza. Me observan sin inmutarse, sin expresión, observan al romanito mientras llora sobre su balanza, y si sienten asco ante esta escena no es más del que siento yo. Hay un intercambio de miradas, y el hombre gris se encoge de hombros. Ahora me van a matar. Me arrodillo en el suelo. Cierro los ojos y espero el golpe. Se produce un silencio sepulcral.

Entonces, oigo él sonido de muchas pisadas, que bajan las escaleras, formando una avalancha de madera y cuero. Las puertas se cierran en algún sitio, abajo, lejos. Abro los ojos. Los hombres ya no están.

Lo vieron en mi rostro. Me vieron como un hombre ya destrozado, al que no merecía la pena matar. Roma está muerta. Roma está muerta. Roma está muerta, ¿adónde iré a partir de ahora? A casa no. Mi hogar es un escenario, una fachada de papel, que se pela, que se decolora por la acción de un sol formado de pirita barata. No puedo volver a casa, pero ¿quién si no me albergará en su seno?

Me acuclillo para mirar las monedas, una es falsa, la otra más falsa aún, hasta que la luz comienza a desvanecerse y ambas se convierten en dos borrones pálidos ahí en la oscuridad, ya no pueden distinguirse, una sombra ha caído sobre esa noble efigie.

La habitación se llena de tinieblas. No puedo soportar esta oscuridad, que supera toda definición, así que me levanto y voy dando tumbos como alguien en un sueño, primero bajo las escaleras y luego, aturdido, salgo a la calle. La celebración ya está en marcha, las calles huelen intensamente a fiesta. Mean en los portales, se pegan con remos en la cabeza, se ríen, y se arrodillan en su propio vómito. Fornican apoyados contra los muros de los callejones como si fueran prisioneros. Se tiran pedos y gritan y eso es todo lo que hay, y todo lo que habrá. Camino despacio, arrastrando los pies entre su empuje lascivo. Ponen en mi mano una jarra de cerveza. Con unas sonrisas putrefactas me cogen del brazo, besan mi mejilla surcada por las lágrimas, y me llevan con ellos.