43 d. C.
El trenzado de los juncos y el corte de los zancos. Un pico hueco que lanza dardos; su uso y fabricación. Hay como una voz dentro de mí que repite continuamente las aburridas instrucciones sobre cómo se hacen estas cosas. Lleva tanto tiempo en mi interior que ya no la oigo. Y cuando lo hago, me calma ya que no tengo que pensar en nada más salvo en esta lista aburrida e interminable y de este modo puedo quedarme dormido por fin con ella danzando en mis labios: El trenzado de los juncos y el corte de los zancos. Un pico hueco que lanza dardos; su uso y fabricación.
Antes de vadear río arriba hacia el rompiente, vuelvo la vista atrás para ver a Salka y a nuestros hijos jugar. Sobre su pecho penden gotas de agua, se gira y me atrapa con sus ojos negros durante mucho tiempo, luego aparta la mirada y mete la cabeza una vez más bajo la piel del río. Los niños chapotean y dan vueltas; riñen entre ellos pero abandonan la discusión en favor de otro desacuerdo aún mejor, aún más estrepitoso.
Este mirar atrás siempre que salgo y dejo a mi familia, que es como si reuniera a todos mis seres queridos en mis ojos y los atrapara ahí, se ha convertido últimamente en una costumbre. Aún me reconcome la preocupación de que algún día podría apartar la mirada y, cuando volviera a mirar, me encontraría con que ya no están. Parece ser que no puedo librarme de esta sensación, así que les miro fijamente hasta que sus figuras se pierden entre las ondulaciones de luz deslumbrante que bailan en el agua. Me doy la vuelta, y me alejo a contracorriente, una corriente espumosa que se parte con fuerza allá donde se encuentra con mis muslos.
Una vez tuve una esposa diferente, y otra familia. No vivíamos aquí en la Ribera sino a cierta distancia al este, arriba en la gran colina redonda que se alza sobre un terreno quemado. Una mañana me desperté y me fui caminando entre los pucheros hirviendo del desayuno a cazar y pescar, y eso fue todo. Ahora no puedo recordar si crucé alguna palabra amable con mi esposa aquel día al marchar, sólo sé que me enfadé cuando descubrí que la cuerda de apretar de mi bota estaba sin arreglar, y pensé irritado en lo vaga que era. Pude haber dicho alguna cosa, algunas palabras, aunque no puedo recordarlo. Anudé los cordones lo mejor que pude ante la falta de aguja e hilo, me até la bota y salí cojeando a encontrarme con el alba. Y eso fue todo.
Le di un beso de despedida a mi hijita, pero no pude encontrar a mi hijo para despedirme de él con otro beso. Ella acababa de comer requesón. Sobre mi mejilla su dulce aliento me dio algo de calor, y eso fue todo.
Mientras caminaba a través de todas las redes y lanzas que había colgadas entre las chozas que se iban despertando, vi a mi madre a lo lejos, en la parte más lejana del poblado. La llamé, pero era vieja y no me oyó. Y eso fue todo.
Me paré a hablar con la mujer de Jemmer Pickey, y mientras hablábamos pensaba en ella sin sus faldas y pieles, aunque sabía que eso nunca pasaría. Me despedí, y seguí mi camino.
Cerca de la puerta principal, entre las piedras viejas y llenas de hierba de la Forja de Garnsmith vi al hombre Hob de la aldea de pie perdido en sus pensamientos, la cornamenta amarillenta, atada alrededor de su ceño fruncido, se le caía. Rodeando sus pies había muchas marcas, dibujadas en el mísero suelo con su vara de muérdago. Hablaba para sí mismo, mientras retorcía las marañas grises de su barba entre la punta de sus dedos manchados, parecía más intranquilo de lo que jamás le había visto. De repente alzó la vista y me contempló mientras pasaba a su lado. Parecía tener intención de hablar, aunque luego dio la impresión de habérselo pensado mejor. Muchas veces me he preguntado qué era lo que tenía intención de decir.
Pasé junto a él y salí de la aldea, seguí mi camino colina abajo, pasando el pequeño picó bajo el cual yacen las tierras quemadas. Oí decir que ahí hubo una vez unos muros, unos grandes muros circulares unos dentro de otros. Hace mucho tiempo que se desgastaron, pero desde la ladera más alta de la colina de la aldea aún se pueden ver los círculos; que han dejado un cierto oscurecimiento en la hierba que se ve mejor por la tarde. Al este, abajo, donde los que viven junto al río tienen su poblado, cuerdas delgadas de humo unían el cielo tranquilo y los fuegos distantes, y cuando ya había bajado demasiado como para poder oír detrás de mí los ruidos de la aldea, hubo un silencio, que se extendía por el mundo hasta los árboles más lejanos. Me adentré ahí, con las ondulaciones de las enredaderas desgarrándose alrededor de mis pies mientras descendía. Y eso fue todo.
Camino en zancos a través del agua, que aquí cubre menos de un antebrazo, mientras los árboles se encorvan sobre mí y el río está envuelto en sombras. Sin sol que deslumbre en la cara del agua, las profundidades de debajo se vuelven más claras, de modo que los peces que se mueven ahí pueden ser vistos. Me detengo, y me quedo quieto como una piedra. Mis piernas de madera son dos árboles que echan raíces en el lecho del río, sobre las que el agua se pliega y se vuelve a plegar. Bajo su superficie observo mis zancos que ahora parecen doblarse, como torcidos por el paso del tiempo, aunque sé que se trata de un truco del agua. Me quito la capa de junco que está empapada, levanto mi lanza, y espero.
Cuando vivía en la aldea de la colina me llevaba más de medio día llegar a la Ribera. Los caballos no cabalgan por ahí ya que la tierra es traicionera y está llena de ciénagas y charcos junto a los cuales los mosquitos se arremolinan, como un temporal pequeño y furioso. Muchos hombres han muerto ahí. Y los pececillos navegan entre sus dientes.
Llegué a mi lugar favorito de caza cuando la tarde acababa, el crepúsculo se alzaba como el polvo ante una manada de estrellas que se aproximaban. Primero reuní unas cuantas ramas y algo de hierba para construir mi refugio, donde dormiría, aunque era algo más parecido a una tumba abombada que a una choza. Continué trabajando mientras la luz iba disminuyendo para reunir juncos, de modo que pudiera tener algo que hacer dentro de mi escondite iluminado por el aceite como para mantenerme ocupado después de que la oscuridad se hubiera asentado en las ciénagas.
La mecha de piel de caballo, enroscada como un gusano dentro de grasa cortada, se negaba a arder, así que gasté media bolsa de yesca y estuve a punto de quedarme sin mi pedernal más nuevo. Me senté con las piernas cruzadas bajo la luz trémula y trencé juncos hasta que llegaron las grises luces del alba. El vestido que hice era largo y verde, tenía la forma de una piel de masa de comida a la que se le ha dado la vuelta, cerrada por arriba salvo por una raja por la que ver a través y un agujero donde colocar el pico hueco. Dormí poco tiempo y me levanté antes de que llegara la primera luz del día para así poder cortar algunos troncos jóvenes para mis zancos y poder dar con un trozo de madera que pudiera ahuecar para construir mi palo de soplar.
Mi trabajo terminó cuando el sol completó su ascenso a través del helado aire de la mañana, sólo para caer en picado por agotamiento al final y comenzar su descenso. Saqué un trapo de mi saco y lo abrí para elegir una de las puntas de hierro clavadas en filas a lo largo de la cinta desenrollada, un trozo de lana de carnero sucio atado por los extremos más romos. Elegí una, la coloqué entre mis dientes, con la punta en el extremo, y me arrastré con la cabeza por delante dentro de mi traje de juncos, con el trozo de madera hueco agarrado con fuerza en mi mano. Durante un rato luché para ajustarme la capucha y así poder ver, luego arrastré los zancos dentro del traje, para atarlos a mis piernas con tiras de piel de buey.
El pico de madera estaba en mi boca, uno de sus extremos sobresalía a través del agujero del casco, con el dardo ya acurrucado en su agujero. Hinchada por la saliva, la lana tapaba el agujero. Sus hebras amargas se pegaban a mi lengua y sus fibras se separaban en mi boca de modo que tuve algunas dificultades en sacármelas sin que el dardo se cayera del tubo.
Al final, terminé mi ceremonial sin sentido, levanté mi lanza corta e intenté con cuidado permanecer de pie sobre mis piernas recién fabricadas, utilizando el tocón de un árbol solitario como apoyo hasta que di con mis pies. Tras tener esto ya seguro, con delicadeza emprendí el camino, como un pájaro gigante y verde, que se dirigía a la orilla gastada por la corriente a través de la cual hundí un pie de madera, sin importarme el frío del agua.
Con pasos grandes y lentos que no perturbaban la superficie del río, vadeé entre los estúpidos peces y las confiadas aves de agua, y entonces comencé la caza.
Estoy de pie a horcajadas sobre las aguas poco profundas y una lubina gorda se mueve entre mis pies para mordisquear hierba gris y pálida. Mis dedos aprietan con fuerza la lanza y luego se relajan al pensar en su carne. Bate su cola como si fuera una bofetada y desaparece.
A veces medito sobre cómo los peces y los patos ven todo esto. Los acecho sin ser visto y creen que soy uno de ellos. Son demasiado estúpidos como para comprender que pertenezco a una especie superior y que quiero su mal, de modo que desaparecen, sin saber lo que ocurre, uno a uno. Ven cómo el gran pájaro verde da zancadas entre ellos, pero no relacionan eso con la desaparición de sus semejantes. Están ciegos debido a aquello que esperan ver.
Puede que haya bestias aún más perspicaces que nosotros, paseando como les place entre nosotros, escogiendo, eligiendo, y atrapando ora a una mujer, ora a un hombre, sin que nadie sepa jamás adónde han ido, ya que estos crímenes son tan escasos y dispersos; tan pocos y distantes, salvo cuando estos astutos monstruos sienten la necesidad de darse un banquete y comer en exceso.
Otro pez, esta vez un gobio, se mueve entre mis zancos inmóviles acariciándolos con su hocico. Esta vez no espero, sino que lanzo con fuerza la lanza. Casi fallo y le doy en un costado, luego lo levanto hacia la luz del sol derrotado en la punta de mi lanza, las gotas del agua del río caen por todo él como un rocío mortal.
Cacé todo ese día y luego otro día más, me enroscaba en mi piel de noche, y al final había muchas aves en mi saco y muchos palos llenos de pescado, y cuando llegó otra mañana más me dirigí a mi casa. Ese día el aire era bueno y claro, como el aire que sigue a una tormenta, aunque ninguna tormenta había tenido lugar. El cielo azul coloreaba todos los charcos y lodazales de la ciénaga, y enormes nubes blancas pasaban por encima de mi cabeza, estas nubes se amontonaban dando lugar a formas fantásticas para las que no tenía nombres. Mi bolsa estaba llena. El sol a mis espaldas me daba calor. Canté las únicas palabras que pude recordar de la Vieja Canción del Camino, sobre el chico que viajaba y cómo encontró a su novia, y ahuyenté a las garzas de un estanque gracias a lo mal que cantaba. Ésa fue la última vez que fui feliz.
Ahora me siento en la orilla y dejo que mis piernas de madera dejen una estela en la corriente mientras como el pescado. Cuando vine a vivir definitivamente a la Ribera, cocinaba la comida antes de comerla, pero ahora me parece un incordio. Nadie más por aquí prepara la comida. Rajo con la uña la tripa de la criatura y siento una extraña satisfacción al ver cuánta cantidad de piel puedo quitar en un solo intento. (Entonces, despellejado en parte, me sorprende al voltearse en el aire una vez, aunque luego permanece quieto).
Cuando estoy a punto de dejar mi pico a un lado y de empezar a comer, un movimiento al sur en el horizonte me llama la atención. Se trata de banderas rojas. Banderas rojas y enanas que se dispersan y se vuelven a juntar mientras se agitan en mi dirección a través de los campos lejanos. Entorno los ojos, luego saco las piernas del agua para ponerme en pie. Y dejo el pico en su sitio.
No son banderas. No se trata de banderas, sino de capas, capas rojas sobre las espaldas de hombres que cabalgan. Un puñado por lo que calculo. No más.
Los conozco. Son los hombres de Roma, vienen de tierras más allá del mar. Algunos de los jóvenes de la aldea donde yo vivía antes decían que estos romanos tenían intención de quitarnos la tierra, pero esto es un misterio más allá de mi entendimiento, ya que la tierra no es algo que alguien pueda quitar, y tampoco es una cosa que pueda pertenecer a alguien, así que dejo esas discusiones a los jóvenes.
Ahora están mucho más cerca, y han desmontado, llevan a los caballos por las riendas, y se abren camino entre los agujeros llenos de barro y la plata brillante que recuerda a un lago de los charcos. Uno de ellos lleva una vara coronada por un extraño artefacto de oro: hay una serpiente, un hombre gordo de pie, luego una boca abierta de par en par con la lengua fuera, y por último un hombre gordo caminando. Llevan cascos de metal. Faldas como las mujeres. Y planchas de metal sobre sus tetas.
Sus caballos me ven primero, y dan un respingo. Mientras intentan sujetar sus corceles encabritados, los hombres se _arremolinan para buscar la causa de este alboroto. En un principio, al estar vestido totalmente de verde frente a la orilla cubierta de hierba del río, no pueden verme.
No tengo nada en contra de ellos. Así que les saludo, entonces se giran y me miran. Mi voz suena gutural, puesto que ya he perdido la costumbre de hablar el lenguaje de los hombres, y por sus caras está claro que mi saludo les ha sonado fatal y está más allá de su comprensión. Uno de ellos comienza a balbucear, con voz aguda, en esa lengua curiosa que tienen. Doy otro paso hacia ellos, alzándome sobre mis piernas de madera, y lo intento otra vez.
Los caballos relinchan y se desbocan. Lo hombres corren tras ellos. Observo cómo sus capas rojas se agitan a través de las ciénagas. Cuanto más les digo que paren y que no tengan miedo, más rápido huyen sus caballos, y ellos más rápido les persiguen. ¿Cómo debo sonar al hablar, tras tanto tiempo?
Se han ido, así que me siento de nuevo en la orilla del río para comer mi pescado. Pienso en cómo contarán a sus amigos que vieron a un pájaro mucho más grande que un hombre, todo verde, que acechaba en los pantanos caminando sobre unas piernas monstruosas y que lanzaba gritos atroces. Con la boca llena de pescado frío comienzo a reírme de modo que la grasa se derrama por mi barba; hasta llegar a mis plumas hechas de junco.
Tras un rato la risa se detiene, porque suena fuera de lugar en este sitio solitario. Me como el pescado hasta dejar sólo su esqueleto.
Ese día, cuando iba a casa hacia el campamento en la colina, pensaba en mi esposa, mi primera esposa. Es algo extraño, pero también se llamaba Salka. La conocía desde que ambos éramos críos y jugábamos a atrapar y besar en los campos de Hob, que cuentan que están embrujados por un muchacho asesinado. Una vez le conté a Salka que le había visto, de pie en el montículo con su garganta cortada, y su pelo totalmente quemado. Ella sabía que me lo estaba inventando, y aun así actuó como si pensara que era verdad, y se aferró a mí y dejó que sintiera su raja ahí dentro de sus pantalones.
La colina apareció a la vista, con los fuegos de la cena ardiendo en su cresta, de modo que mi andar cansino se aceleró al pensar que ya llegaba a casa. No tuve la oportunidad despedirme de mi hijo antes de partir, y pensaba que podría jugar con él a lo largo de los senderos de la noche mientras Salka cocinaba el pescado más gordo para nosotros, llenando nuestra choza con su delicioso aroma.
Estaba a medio camino del campamento cuando me di cuenta de que no se oía ningún ruido.
Arrojo los escurridizos huesos blancos de pescado, al río donde se balancean durante un momento para sumergirse después. Me imagino que los veo alejarse nadando bajo el agua, y contemplo un río donde sólo los esqueletos de los peces se deslizan, revolotean, y peinan las corrientes con sus costillas desnudas. Me pongo en pie con intención de vadear río abajo, de vuelta a mi familia. Siento que la pena me envuelve, quiero estar con ellos.
Entré en la aldea con los palos sobre mis hombros y un saco de carne y plumas en la mano. Los fuegos de las cenas ardían vagamente y en algún lugar entre las chozas me imaginé que un perro estaba ladrando, aunque ahora recuerdo que olía a perro por todos lados. Puede que el olor fuera lo que me hizo pensar que había oído el ladrido.
Justo al pasar por la puerta abierta, los restos en las piedras de la Forja de Garnsmith llamaron mi atención. En el centro, donde el musgo crecía con más verdor, ahora había una fea mancha negra y chamuscada. Parecía como si un cuenco de cocinar monstruoso y muy caliente se hubiera volcado, como si hombres sudorosos con las manos llenas de ampollas lo hubieran dejado caer con alivio.
Ningún ruido salía de los rediles de los animales de la parte más interior del campamento para ahogar mis pasos vacilantes que, aunque ligeros, resultaban ensordecedores entre las chozas boquiabiertas. A medio camino de la calle central, ahí en el polvo, encontré una cornamenta ocre que arrastraba unas cuerdas rotas. No me atreví a recogerla. La miré fijamente un momento, y luego continué.
Una comida a medio comer. Piedras para moler maíz, suaves y nuevas, abandonadas y apiladas contra una pared. Las moscas negras sobre los cuartos traseros de un cordero; sus murmullos débiles y asquerosos sonaban tan altos que parecían estar producidos por hombres. La cortina de un cagadero no utilizado hacía tiempo pendía abierta, un puñado de hojas secas yacían ahí sin ser tocadas junto al agujero maloliente. Desde los fuegos desatendidos y menguantes, grandes nubes de humo se movían entre los caminos que recorría, de modo que veía las cosas brevemente, y luego desaparecían, como en un sueño. El agujero en el techo que Jemmer Pickey había jurado arreglar el último invierno. El sombrero para el sol de un anciano flotando en un charco. Rocas para las lavanderas, cubiertas aún con ropas que hacía tiempo ya estaban secas. Una huella solitaria por aquí. Un charco de vómito por allá.
Fuera de nuestra choza, mi hijo no había recogido un juego con el que últimamente se entretenía, y que incluía una especie de hombrecitos que yo le había tallado a partir de guijarros. Estaban colocados como si fueran a cazar, los había extendido a lo largo de la puerta abierta y los había colocado en círculo alrededor de un animal que había hecho con palos. Pensé que quizás fuera un lobo. Pasé por esta pequeña matanza abandonada, y decidí que debía regañarle, aunque no con mucha dureza, por dejar todas sus tonterías desparramadas despreocupadamente.
La choza estaba a oscuras. Mi hija pequeña estaba sentada en las sombras en su extremo más lejano. Le dije algunas palabras que no puedo recordar y, dando unos pasos hacia adelante, vi que se trataba sólo de un montón de pieles que por un momento en la oscuridad parecían tener su forma, sentada ahí con las rodillas levantadas y su cabeza inclinada hacia atrás tal y como a veces hacía. Sólo piel. La choza estaba vacía. Por un momento lo único que hice fue permanecer de pie ahí en la penumbra; en el silencio. Nada ocurrió. Salí fuera de nuevo, pasé con cuidado junto al juego abandonado por mi hijo, de modo que no lo encontrara fastidiado cuando volviese.
A través de la aldea en silencio, en dirección hacia el este, el sol se ahogaba en una nube morada. Ahuequé las manos alrededor de mi boca y lancé un saludo. Oí el eco en el muro curvo del corral de los animales que estaba vacío y luego, pasado un rato, grité de nuevo. Las chozas bostezantes no replicaron. Su silencio me preocupaba, es como si tuvieran unas noticias horribles que darme que no eran capaces de compartir conmigo. Volví a gritar, mientras caía el atardecer.
Después de un rato, me senté en medio de las piedras con forma de hombre que estaban colocadas en círculo fuera de nuestra puerta. Cogí una y la miré. No era más grande que mi pulgar, se ensanchaba arriba y abajo, era estrecho en el medio de modo que parecía sugerir la existencia de un cuello. Yo había rascado algo parecido a una cara en el bulto más pequeño, el de más arriba. Mi intención había sido darle una sonrisa pero, al girarlo para que captara la luz que se iba desvaneciendo, pude ver que había manejado con torpeza mi punzón, de modo que parecía como si estuviera gritando para siempre algo con mucha urgencia, eternamente, más allá de donde alcanza el oído.
Mientras tocaba la piedra me imaginé que aún retenía el calor de la mano de mi hijo y la conduje hasta mi nariz para poder oler su olor en ella. La razón me abandonó entonces. Puse el guijarro en mi boca y comencé a llorar.
Con unos pies parecidos a los de una grulla, ahora camino río abajo, con cuidado de que la corriente no me lleve demasiado rápido. Por encima de la acidez de la lana de camero que hay en mi lengua es como si aún pudiera saborear ese guijarro. Me doy prisa, para poder estar junto a mi nueva esposa e hijos antes de que los recuerdos me abrumen.
Me senté ahí en el círculo de guijarros toda la noche. A veces lloraba y gemía. A veces cantaba un poco sobre el chico viajero. Al alba, me puse en pie y recorrí de nuevo la aldea vacía. Todos los fuegos se habían visto reducidos a un polvo frío y gris, y durante un rato me entregué a un triste juego donde me imaginaba que todo el mundo estaba dormido, a punto de levantarse, de desperezarse, y de entrar en el día que despertaba dando tumbos maldiciendo y bromeando, pero nadie apareció.
Volví a pasar por las puertas y a continuación caminé una y otra vez alrededor del exterior del campamento. Ahí no había huellas, ni hierbas aplastadas como cuando una tribu formada por muchas familias huye colina abajo, o cuando muchos enemigos se han acercado sigilosamente. Salvo por el césped achicharrado y lleno de ceniza de la Forja de Garnsmith, que era una quemadura no más grande que medio hombre de anchura, no había ninguna señal de fuego, tampoco ninguna señal de lobos o, aparte del vómito en la calle, de una plaga repentina.
Fui dando tumbos hasta el final de la colina y la rodeé por la base, luego volví hacia arriba. Caminé de vuelta entre el silencio hasta la choza de mi familia, y me arrastré dentro para sentarme. Vi, mientras la furia crecía dentro de mí, que mi mujer había dejado la ropa que se había quitado tirada en el suelo, una costumbre por la que a menudo la había regañado. Maldiciendo su pereza entre dientes, me puse de rodillas y recogí las pieles esparcidas.
Sus pantalones olían a ella. Los llevé hasta mi labios y los besé; hundí mi cara en ellos donde olía fuerte, intensamente, y bien. Mi polla se puso dura bajo mis pantalones, así que me la saqué y luego froté mi mano sobre ella, adelante y atrás frenéticamente. La leche se esparció entre mis dedos, cayó goteando sobre una estera de hierbas que nuestra hija había hecho. En cuanto pasó el espasmo comencé a llorar una vez más, mientras mi semilla se espesaba y enfriaba en la palma de mi mano.
Tras las lágrimas, vino un pavor repentino y enorme, de manera que no podía respirar. Salí corriendo de la choza. Salí corriendo de la aldea y más allá colina abajo, mi polla inerte se agitaba mientras corría, me resbalaba, y tropezaba. Cuando llegué a la base de la colina, no me atreví a mirar atrás, había algo aterrador en esos techos mudos y apiñados, en esos contornos muertos. Seguí corriendo, sollozando y jadeando, a través de los campos, los cuales formaban un borrón de tierra nebulosa de dientes de león que se esparcían alrededor de mis pies, y no me detuve hasta que llegué al asentamiento de la gente junto al río poco después del mediodía.
Les hablé de manera confusa, les pregunté si mucha gente había pasado por aquel camino hacía poco; si había ocurrido alguna horrible catástrofe; si había habido algún presagio en las estrellas. Me miraron fijamente, y ordenaron a sus hijos que se quedaran dentro de sus chozas hasta que yo me hubiera ido. Grité ante las puertas cerradas y les dije que la gente del campamento colina arriba había desaparecido, pero si me entendieron, no me creyeron. Viendo que no me callaba, un hombre grande con labio leporino me cogió por el brazo y me arrastró a las afueras, donde me arrojó al suelo y me dijo que debía irme para no volver, sus bruscas palabras resbalaban por la grieta de su paladar.
No tenía ningún lugar al que ir salvo a la Ribera.
Volví al lugar junto al río justo cuando caía la noche. Mi piel aún estaba intacta ahí donde la había dejado, con la túnica de juncos enrollada dentro. Me arrastré sobre la barriga y me metí dentro, me puse mi capa de pájaro para cubrirme con ella, y ahí dormí, toda esa noche y todo el día siguiente como alguien muerto bajo la tumba abombada e hinchada que era mi escondite. Nunca ha habido un momento en el que estuviera más solo.
He vivido aquí en la Ribera desde entonces, y en ese tiempo he encontrado a otra familia, otra Salka, y ya no estoy solo, ni loco debido al desconcierto y la pena.
Ahora les veo, enfrente de mí, sentados descansando en la orilla donde el río forma una curva; aprieto el paso para poder llegar antes a ellos, dando zancadas entre los remolinos, siguiendo los pasos poco profundos y en cascada donde los resbaladizos musgos van a la deriva como banderas en la corriente. No me he quitado los zancos durante muchas lunas, y tengo heridas en las piernas arrugadas por el agua.
Salka levanta la cabeza para verme mientras me aproximo, alertada por mi chapoteo. De repente, los pequeños también me miran mientras corro hacia ellos, tambaleándome, de forma precaria, y ansiando su consuelo, ahora más que correr me precipito hacia adelante. Levanto los brazos en una especie de abrazo que es lo bastante grande como para abarcar la distancia que hay entre nosotros, y unos juncos que hacen las veces de plumas cuelgan flácidos, formando unos pliegues que aletean en la parte de abajo, como si fueran unas enormes alas verdes. Les llamo a través de la flauta combada que es mi pico. Les digo que les quiero. Les digo que nunca me marcharé.
Mi voz suena rota y espantosa. Les asusta. Como si fueran un solo ser, en medio de un poderoso aleteo, se alzan hacia el cielo que se oscurece y, en un momento, se pierden de vista.