2500 a. C.
Flota río abajo, lejos de mí, como una gran mano blanca que arrastra sus dedos entre el agua color rana, con mechones de pelo negro creciendo entre ellos.
—¿Vas al sur, hasta el Puente en el Valle? Podríamos caminar juntas hasta allí por seguridad —me dice.
Viaja para ver a su padre, quien se está muriendo, y me cuenta que es un hombre sabio quien un verano hace mucho tiempo va por el camino del Puente en el Valle, pasando por los Grandes Bosques del Norte, hasta tan lejos como el fin de la tierra, donde comienza el mar frío y gris. Tiene hijos con una mujer de allí, un niño y una niña. Se lleva al niño consigo y deja a la niña. Pasan largos inviernos. Ella no ve a su padre. Él no la ve. Ahora él se muere.
—¿El Puente en el Valle? —respondo—. Sí, está en mi camino, hay un pequeño sendero al lado del río que podríamos tomar, si me sigues.
Alrededor de su cuello, lleva un collar de cuentas azules.
Ahora casi se pierde de vista, no es más grande que un grupo de huevas que se desliza a través del vientre suave y verde del río, hinchado por la lluvia. Se enreda en el cuero cabelludo de un sauce que le persigue, continúa su camino y me abandona mientras me quito las ropas entre los juncos, susurrando como una chica de aldea.
—¿Te gusta mi collar? —me pregunta, y me cuenta cómo arriba del camino y más allá del Gran Bosque del Norte los hombres hacen fuegos con minerales en la orilla. La hierba del mar se seca en largas hileras sobre rocas mojadas, luego se quema dentro un horno que es un agujero en la arena, sobre el que se coloca otro recipiente. Ahí está el mineral, el cobre fundido corre tan rápido como la sangre por los surcos de la arena hasta las depresiones que lo moldean. Los jugos de las hierbas que se queman se mezclan con la arena que se convierte en un grumo suave alrededor del fuego. El cobre hace que se ponga azul, y las chicas jóvenes lo astillan en forma de cuentas.
—Bueno, ¿dónde está ese pequeño sendero? —me pregunta.
—No muy lejos —es mi respuesta—. No muy lejos.
Levanto los codos por encima de la cabeza para quitarme la vieja camisa manchada, la humedad que hay en mis manos baja hasta mis brazos, tan rápido como cobre fundido, hasta reposar entre mis pechos. La lavo, agachada en la orilla del río, mientras nubes marrones se desenredan, alrededor de mi cintura, en el verde embarrado.
—Tu padre no te conoce, cuándo eres un bebé te deja con tu madre y no vuelve. ¿Por qué manda a buscarte ahora que se muere?
Entonces vuelve su cabeza hacia mí, lo que hace que todas sus cuentas tintineen, y me dice que su padre, al ser un hombre sabio, tiene muchas tierras además de muchas riquezas. Cree que o bien su hermano, al que no ve desde su nacimiento, está muerto; o está peleado con el viejo enfermo. O bien su padre, al no tener hijos con los que compartir sus riquezas, está pensando que debería dárselas a ella.
Alrededor de nosotros, la lluvia golpetea las hojas. Estamos cerca de la orilla del río.
Me seco con hojas muertas, que se astillan, crujen, y se agrupan sobre mi piel erizada y mojada. Entre mis harapos enredados manchados de negro, brilla algo de bronce que me hace daño a la vista y me llama la atención.
Me agacho a cogerlo. Mis dedos, que se cierran sobre la madera en la que apoyo la mano, ponen un diente plano y de metal a contraluz.
Lo limpio con juncos puntiagudos, hoja contra hoja.
—Oh no —exclama—. ¡Oh no, no! No lo hagas.
—¿Cómo te llamas?
—Usin. Me llamo Usin. Oh, déjame marchar. Déjame marchar y no hagas nada más.
—¿Cómo se llama el anciano?
—¿Qué quieres de él? ¡No me puedes obligar a hablar!
La oreja. El pulgar. Los pájaros se dispersan desde los juncos hacia el cielo, aletean totalmente alarmados.
—¡Olun! Olun, ése es el nombre de mi padre. Oh. Oh, estas cosas que haces. Oh, portarte así conmigo.
—Calla. Ya está. Ahora silencio.
Luego, le quito las ropas y la arrastro. Llega el chapoteo apagado y profundo y mi sorpresa al descubrir que ya no llueve. Todo nace para morir. No hay mujeres espíritu en los árboles. No hay dioses bajo la tierra.
Son tan bonitas, su azul sobre mi garganta marrón se parece a los charcos en un sendero. Sólo sus botas no me quedan bien, así que las meto en mi bolsa, que ya es bastante pesada sin ellas. Oh, se me vuelca hacia un lado al llevarla, desando mi recorrido entre los hierbajos que pinchan y la flor de perro y voy hacia arriba, hacia el camino.
Así, he de ir con los pies desnudos hasta el Puente en el Valle. Aquí no hay nada que ver salvo el camino ante mí, y mis pobres pies helados sobre él, ésa es mi visión normal de las cosas. El barro, grueso como la crema de buey, enseguida me tiñe hasta las rodillas de amarillo.
Ando con dificultad a través de la ceniza, entre las montañas de las tierras altas, de niña. Los campos grises me rodean por todos lados, los bueyes se mueven pesadamente a través del polvo que les llega hasta la altura del pecho. Una oscuridad se cierne sobre el mundo, donde el día llega y no trae luz. El sol es escaso y extraño. Los cielos al acabar el día tienen el color de las venas. Rayos de luz verde agujerean el manto de las nubes e iluminan los esqueletos de los árboles, con sus columnas vertebrales abiertas y las costillas arrancadas, blanqueados, retorciéndose desde las dunas de polvo.
Nuestras cosechas están enterradas. Nada crece, y nubes pálidas y lentas se alzan a cada paso que damos. Las cenizas pintan mechas en el pelo de color cobre, las caras de los niños están blancas por lo mismo, su amargor está en toda nuestra comida. Nuestros animales se quedan ciegos, sus ojos están inyectados de sangre, la parte del centro se convierte en una placenta de un color gris apagado, como pasa con una capa de grasa colocada sobre carne cruda.
Abandonamos nuestras casas, nuestros poblados, hay tantas personas como cuando la gente se reúne para levantar piedras. Más allá del bosque, nos dicen, hay un viejo camino recto que nos va a guiar, ahora que no hay estrellas. Entre las cenizas, pájaros ciegos picotean y gritan. Viajamos en dirección sur, algunos de nosotros caminamos en silencio.
El camino es más ancho, subiendo el sendero de la frontera del valle. ¿Los pies de cuántos hombres muertos se requieren para crearlo? Me enfurece y entristece pensar que un día yo voy a estar en la tumba y el camino aún va a estar aquí. Sus surcos profundos son más viejos que los padres de nuestros padres. Sus charcos inundados, y la aterradora rectitud de su trazado, aún siguen aquí. Aún siguen aquí.
Se levanta empinado ante mí, firme bajo mis pasos, aunque caminar sé torna difícil. Los guijarros afilados cortan mis pies, el barro sobre ellos se seca formando una piel que el sol cuartea. Cambio mi bolsa de una mano a otra, murmurando, diciéndome a mí misma que he de abandonar el camino en lo alto de esta colina y he de andar sobre la hierba suave que lo bordea, hasta llegar al Puente en el Valle desde el este.
La luz del día comienza a desvanecerse, pronto las zanjas junto al camino son de un verde brillante moteado con gusanos de fuego. Los murciélagos cantan. Se oye el grito de un pájaro de vista nocturna. El sonido de mis pasos son bofetadas en el crepúsculo.
En algún lugar río abajo alguien se precipita a través de la oscuridad por delante de mí, aún no está hinchada, pero ya no tiene color. Hay caracoles sobre sus muslos. Con la cara vuelta hacia abajo, sin pestañear, ve el lecho del río deslizándose allá abajo, ve cada piedra, cada hierba mordida por los piscardos. Ve las conchas rotas, y las líneas inteligentes que se ramifican dejadas por las corrientes invisibles sobre el lento y suave lecho. Los ojos muertos no se pierden nada.
Al este, por el borde del camino. Siento entre mis pies la hierba fresca y húmeda, y al fin, debajo de mí, veo los fuegos en la oscuridad del valle. Un círculo de luces plomizas, demasiado pocas como para ser una aldea. Entonces, ¿qué es? Dejo la bolsa en el suelo y me subo a un tronco caído, mis ojos se fijan en las luces del fuego hasta que se me aparecen con más claridad.
Lo que veo es la cima de una colina, más allá de la ladera oriental del valle. Se trata de un círculo formado por unos muros bajos y fracturados de tierra que ahí se levantan, también hay otro círculo parecido pero más pequeño en su interior, y dentro de éste otro círculo aún más pequeño. El anillo central está oscuro, es un agujero. Los fuegos, que son sólo un puñado, arden dentro del círculo más grande situado más allá, algunos de ellos son poco más grandes que unas ascuas, a punto de apagarse.
En el más brillante hay un grupo de gente de pie a su alrededor. Atrapadas entre sus talones, sus sombras alargadas se alejan asustadas de las llamas, aunque no saltan o bailan. ¿Qué están quemando ahí, de noche con tanto silencio?
Descansar sobre este tronco renueva mis fuerzas, y se me hace menos duro levantar la bolsa una vez más. Me pongo en pie. Bajo por la colina entre tocones negros por un lugar donde todos los árboles están quemados. De la parte baja de la colina coronada por los círculos, en la dirección del viento, llegan voces de mujeres, gritando, enredadas con el humo.
No. No, no gritan, es un sonido más bajo pero que tiene menos sentido.
Al pie de la colina, el suelo se convierte en una ciénaga, aun así hay un camino elevado que atraviesa la parte sur del fondo del valle donde la noche, que yace por encima de la línea que forman los árboles, brilla con un rojo apagado, como un metal que se enfría revelando la existencia de los fuegos de la aldea que arden por debajo. Parece una larga caminata, pero eso me va a dar tiempo a pensar en todo lo que hay que hacer, decir, y ser.
Usin. Al decirlo suena claro y sencillo. Usin, la hija de Olun. El nombre es como un caparazón abandonado, una cáscara. La criatura viva que una vez se escondió en ella ya no está. El nombre yace vacío, hueco, y sin usar. Espera a que los cangrejos ermitaños se arrastren dentro y se lo prueben.
Usin. Un nombre abandonado. Que ahora es mío.
Enfrente, el camino se arrastra a través de los hierbajos hasta adentrarse en la aldea para morir. A lo largo de él están esparcidas las huellas y los deshechos de este lugar, uno de sus lados está iluminado de rojo por los fuegos que se aproximan: un cuenco roto, gris y lleno de agujeros; un guante; pedernales sin filo; una especie de hombre pequeño hecho con huesos de pollo.
El poblado es grande, está rodeado a medias por un círculo de endrinos, que viene a amontonarse contra un muro. La casa redonda ocupa su centro, es un gigante enorme, con un collar formado por las antorchas que cuelgan de sus hombros oscuros, por encima de las chozas que se arremolinan contra sus costados humeantes como cachorros buscando el pecho de su madre.
Paro para mear a cierta distancia de la puerta norte de la aldea, cuando me agacho tengo la suerte de darme cuenta, en pleno acto, de que hay un jardín de torsos al lado de mi camino. Atravesados, y colgados de estacas. Sin extremidades ni cabeza. Sin duda alguna, se trata de los últimos restos de algunos estafadores y ladrones colgados ahí como advertencia, banderas pesadas de carne. Es una práctica común, a lo largo del camino.
Hay tantas estacas como patas en un perro, y todas salvo una son mujeres. No, no, al verlo más cerca, éste de aquí podría ser otro hombre. Están tan destrozados por los rigores del tiempo y los cerdos salvajes que es difícil saberlo. Éste tiene el pelo rojo y brillante alrededor de su sexo, y ésta un dibujo de una serpiente hecho con agujas marcado sobre un pecho, el otro no está.
Limpio mi raja con hierba, y me subo los pantalones de Usin por encima de la cintura, no hay otra cosa que hacer salvo proseguir el viaje, hacia los muros de endrinos, que se presentan de un negro intenso frente a los fuegos que contienen en su interior. Un nido aterrador, lleno no de huevos sino de brasas, ardiendo en la noche.
El Puente en el Valle. Qué nombre tan estúpido. Que hay valle está claro, pero no hay un puente a la vista. Seguro que los habitantes de este poblado no lo llaman así de ninguna manera. Me apuesto a que a su pueblo lo llaman «La Aldea», al igual que hacen todos los paletos que hay en los poblados a lo largo del camino. «La vida nos sonríe en la Aldea, ¿no es así mujer?». «Sí, puede ser, pero es aún mejor en un sitio arriba al norte llamado la Aldea, donde vive la gente de mi madre». «Bueno, la Aldea es un buen sitio si buscas reses, pero si quieres cerdos mejor vete a la Aldea». «Mi hermano nos puede aclarar esto. No vive en ninguno de estos sitios, sino en un poblado al sur. Tiene un nombre raro y que suena a lejos de estas tierras pero se me ha olvidado, aunque puede que sea "La Aldea", ahora que lo pienso». «¡No se oyen muchos nombres así!».
Cruzando el mar, al final del mundo, donde están los hombres negros, hay poblados con nombres diferentes en lenguas diferentes, y todos ellos significan aldea. También hay aldeas en la luna, sus corros de chozas pueden verse cuando está llena.
Mis nombres son mejores, me los invento a partir de los fastidios y penalidades que estos agujerillos pestilentes rancios e infectos me hacen pasar en mis viajes: La Bestia de los Cojones y La Montañita de Mierda. La Ciénaga del Bizco. La Colina en la que Montan a la Hermana y Los Campos del Culo Gordo.
¿El Puente en el Valle? No. Este lugar se merece un nombre mejor. Los Tontos del Pantano, con suerte.
O Asesinato en el Barro.
Hay una choza de vigilancia en la puerta más al norte, erigida contra el muro de endrinos. Dentro, un joven alto con una marca de nacimiento roja que va desde el ojo al mentón está sentado desplumando unas aves junto a un hombre más viejo, su padre, o, quizás, el padre de su padre. Están iluminados por una antorcha, y cubiertos de plumas hasta las botas.
Ahora, al acercarme, las manos del viejo quedan a la vista. Tiemblan, tiritan por la edad o la parálisis, los nudillos de una mano se cierran rápidamente sobre el pálido cadáver rosa, los dedos de la otra hurgan por debajo de su cuello. Ambas manos están negras hasta un poco más allá de la muñeca, no están así por la suciedad o por las quemaduras del sol como las de esos comerciantes que vienen de otras tierras, sino que se trata de una mancha vieja y profunda que se torna azul a lo largo de sus bordes, como pasa con las manos de los que tiñen ropas.
Una piña seca se astilla bajo mis pies descalzos. Ambos alzan la vista. El joven de las mejillas coloradas deja en el suelo el ave a medio desplumar y busca su lanza a tientas, hasta que la encuentra. Habla como queriendo ponerme en mi sitio, pero su voz medio quebrada y el tono le traicionan de modo que chilla en vez de parecer adusto y severo. No me mira a los ojos, pero deja que su mirada alcance mi cuello donde el fuego de la antorcha provoca destellos azules sobre mis cuentas.
—¿Qué buscas en la Aldea?
Eso es. La Aldea. Bueno, ya he ganado la apuesta.
—Me llamo Usin. Soy la hija de Olun, he venido hasta aquí desde el Norte para ver a mi padre, que está enfermo. ¿Alguno de vosotros me va a llevar a verle?
El muchacho de la cara furiosa se gira hacia el centinela de más edad sentado a su lado con las manos temblando como el ala de un pájaro muerto. Hay un intercambio de miradas y me entra el miedo: Olun, el hombre sabio, ya está muerto y enterrado, con todos su bienes, bajo las flores. Sus secretos traquetean de manera inútil en su cráneo, todo lo demás ha pasado a manos de su hijo. En el lecho de muerte ha suspirado: «¿Está aquí mi hija?» ha sido pronunciado. Llego demasiado tarde. Es demasiado tarde para mis planes.
El centinela más anciano lanza un escupitajo amarillento a las plumas que están a sus pies.
—Olun, el hombre Hob, lleva aquí muchos años.
Vuelve a escupir. Sus manos temblorosas del color de las sombras intentan señalar al grupo de casas a sus espaldas.
—Esta noche ha reunido a la aldea alrededor de la casa redonda para hablar, aunque tememos que no le quedan muchas cosas que decir. Si quieres, podemos andar ese camino juntos. ¿Te parece bien que te deje solo desplumando esas aves, Coll?
Se lo dice al de los papos jugosos, quien parece contrariado y enfurruñado. Da su respuesta gruñendo, para parecer más hombre.
—Sí. Tardas tanto en quitar una pluma mientras tiemblas como un perro con la espalda rota, que yo solo tardo lo mismo. Anda, vete, y déjame en paz.
El centinela más viejo se levanta y, escupiendo una vez más sobre las plumas, sale de la choza. Coge mi brazo entre sus dedos llenos de espasmos y me guía a través del camino entre las chozas hacia un gran círculo de postes, a los que les han quitado la corteza mostrando así su madera blanca al desnudo, y que están coronados por juncos. Las antorchas húmedas sisean, como un nido de serpientes bajo un alero. Un bebé llora, detrás de nosotros en la noche de la aldea.
—Conozco a Olun, como muchacho y como hombre desde hace muchos años —me dice—. No eres como él, ni como el joven Garn.
El hermano se llama Garn.
«Ya. Me parezco más a mi madre». Esto parece calmarle, posa una mano negra y temblorosa sobre mi hombro, y me guía a través de velos de juncos que se apartan hacia el humo y el hedor.
La casa redonda. Hay mucha gente, los demasiado viejos o demasiado jóvenes como para hablar están tendidos sobre esteras de juncos, hay formas provocadas por las llamas que se deslizan por las protuberancias de sus espaldas y por sus hombros pecosos en una neblina de sudor, y aliento, y de pieles a medio curtir. Entre las sombras del bajo techo, un manto de humo se dispersa cuidadosamente por el aire. Tiembla con cada movimiento que se da en la sala de abajo, se dobla, se deshilacha, se desenmaraña.
En el lado más lejano del círculo, cruzando un manto de miembros peludos e iluminados por el sebo, se sienta una mujer monstruosa, que se hunde entre las pieles, y en cuyos muslos cuelgan largos mechones de pelo gris. Una profunda cicatriz blanca recorre un ojo y cruza la nariz. El otro, desde una cuenca rodeada por grasa, brilla como una cuenta prensada dentro de una masa. Alrededor de su cuello de rana jadeante hay un ornamento de oro. La Reina.
A ambos lados de ella, detrás, hay un hombre en pie… no. Está el mismo hombre en pie. ¿Cómo puede ser esto? Mi mirada se detiene en uno y luego en el otro. Hacia atrás y hacia adelante, una y otra vez. No hay ni la más pequeña diferencia entre ellos. Tienen la cabeza, las cejas y la cara afeitadas, permanecen en pie con sus largos brazos cruzados, con sus ojos azules mirando fijamente, con sus labios que se parecen a los de las serpientes.
Cada uno sonríe torciendo la boca hacia un lado distinto. ¿Por qué esto me asusta?
—Ésta es la Reina Mag —me susurra al oído, el hombre de los puños negros, por encima de mi hombro—. Ésos que están a ambos lados de ella son Bern y Buri, pero no hay nadie salvo ellos mismos que sepa cuál es cuál. Son sus chicos duros. Mejor dejarles en paz.
—¿Qué son? —pregunto hablando tan bajo como el centinela. Mi vista se posa una y otra vez sobre esos dos monstruos que parecen iguales y no puedo apartar la mirada.
—Monstruos de nacimiento, pero ni se te ocurra decirlo cuando te pueden escuchar. Se dice que su padre puso su semilla dentro de su madre mientras ella se apoyaba en un roble partido por un rayo. Al nacer, la mayoría decimos que hay que matarlos, pero Mag dice que no. Su rareza le gusta y se los reserva para ella. Ahora que ya son mayores, hacen que la gente se cague de miedo, y a Mag eso también le gusta.
Ambos giran sus cráneos de color gris arena como si fueran uno solo y miran hacia mí a través de la habitación. Tienen una única sonrisa, cada uno porta la mitad de la misma. Una idea se me viene de repente y hace que aparte la mirada de ellos: ellos son los que se ocupan del jardín de torsos. Reúnen los miembros y juntan las cabezas que han caído.
Al bajar mi mirada, ésta se detiene sobre una figura ruinosa, que descansa en una cama hecha dé palos de madera que yace frente a la reina que está sentada. Esa figura está hablando, con una voz árida más baja que el zumbido de una abeja, desde que_ he entrado en esta sala no le he escuchado, hasta ahora. Un hombre. Que una vez estuvo gordo y que tiene una enfermedad que le está comiendo por dentro. Que hunde sus ojos y seca sus labios hasta que parecen higos, encogidos hasta el extremo de mostrar todas las encías vacías.
Mientras todos van vestidos con túnicas, él yace desnudo salvo por una capa fina y rara de plumas de mirlo que está debajo de él, extendida sobre su camastro. Su polla es larga y delgada, y no tiene pelo en la base. Lleva una cornamenta de ramas, su frente está rodeada de puntos escuetos, la piel cuelga de sus huesos en pliegues, y está lleno de marcas. Este cuerpo agotado está abarrotado de imágenes hechas con una aguja. Cada rincón de él, del tamaño de un pulgar, desde la cabeza a los pies está lleno de tatuajes.
—Ése es Olun —dice el aliento rancio en mi oído.
Una fría línea azul le divide por la mitad desde las pelotas hasta la frente. Hay una rueda roja, dibujada sobre su corazón con muchos más círculos más pequeños alrededor. Las cruces y las flechas dan vueltas y más vueltas sobre la tripa y el pecho. En sus muslos hay un mosaico verde.
La vista no puede encontrar un sentido dentro de esas espirales y curvas, no hay una imagen de una serpiente ni de un oso, como suelen tener los hombres del norte. Tiene la forma de algo que nadie puede ver en este mundo, lo que es una locura, un disparate en su ejecución, que habla sobre lo que no podemos saber. El cuero cabelludo presenta una estrella. Algo parecido al útero en la palma de una mano.
Las palabras que pronuncia son escasas y áridas como el caparazón de un escarabajo, las escupe, parece que su sabor no le gusta.
—Las hojas caen muertas con la llegada del invierno.
(Las hojas. Caen. Muertas. Con la llegada. Del invierno. A cada palabra, se detiene para tomar aliento).
—Los lagartos ya duermen. Los días más cortos ya llegan. Las cosechas están recogidas. La cabaña está llena. Ahora debemos dar las gracias.
Algunos hombres entre la multitud asienten con la cabeza. Un niño pequeño va a mear a la pared de la choza de la mano de su padre, luego le llevan de vuelta, por entre la alfombra de piernas enredadas. Olun está hablando, las cuencas contemplan un velo quieto y liso, la red de humo que flota justo por debajo del techo.
"Hace mucho, mucho tiempo, hay un hombre sabio que sabe hablar con los dioses que habitan debajo de la tierra. Ellos le dicen que debe realizar una ofrenda y dar gracias a la tierra por ser buena, y dar tanto fruto.
—¿Qué es lo que debo ofrecer? —pregunta el hombre Hob.
—A tu hijo —responden los dioses.
Al oír esto se echa a llorar, les implora el perdón a su hijo, pero los dioses son severos y le encomiendan hacer lo que le han dicho, ya que debe mostrar que les ama a ellos más que a la sangre de su sangre. Y así lo hace. Ata a su hijo y lo lleva a la orilla del río, donde hay una hoguera preparada.
(La orilla. Del río. Donde hay. Una hoguera. Preparada). Coloca a su hijo sobre la madera. El fuego está listo y el puñal afilado.
Entonces los dioses que habitan debajo de la tierra hablan y le dicen que es un buen hombre porque su fe y amor a sus dioses es mayor que el que profesa por la sangre de su sangre.
—Estamos tan contentos —le dicen— que perdonamos a tu hijo. Mira, más allá hay un cerdo atrapado en el barro, baja a tu hijo del fuego, y deja que transformemos al cerdo en un muchacho para que lo mates en su lugar.
Y así se hace. El muchacho cerdo arde, el hijo es perdonado, y desde entonces en esa noche ofrecemos un muchacho cerdo al fuego.
Cuando llega la luz siguiente, tenemos un día para recoger la madera.
Un día para perseguir al cerdo.
Una noche para agradar a los dioses."
Entonces suspira. «Los dioses son buenos». La multitud murmura un eco confuso a sus palabras, una voz dividida en trocitos y alojada en muchas gargantas. Un día para recoger, un día para perseguir, y una noche para agradar a los dioses. Los dioses son buenos. Parece ser que estos murmullos son una señal de que Olun no va a decir nada más esta noche, ya que la gente se levanta con intención de marchar. Pasan a nuestro alrededor como una marea de escoria, escurriéndose por la puerta y saliendo hacia la noche, tosiendo y riendo. Sólo grupos dispersos se quedan susurrando en la sala.
Unos dedos negros, que se estremecen, se posan sobre mi columna y me empujan desde atrás para que avance.
—Ve ante tu padre —me dice el centinela.
Mi padre muere por las picaduras de las abejas mientras cruzamos el Gran Bosque del Norte, todos caminamos con dificultad entre hondonadas profundas de hierba húmeda y abundante que nos llega por la tripa. Por encima de nosotros, donde las ramas altas de los árboles crean una telaraña de ramas que tapan la luz, un pájaro canta, nítidamente y solo en la tarde sofocante.
Mi padre grita, levanta bruscamente la pierna para agarrarse la planta del pie, entonces cae hacia atrás con un gemido y pasa a ser tragado por la hierba. Mi madre y yo le alcanzamos, pero se retuerce, hace ruidos con la garganta, el sudor forma de manera repentina una capa brillante sobre su nariz, sobre su frente. Primero resuella, luego tiene estertores. Sus dos ojos están abiertos, pero apagados, no ven nada. Una de sus manos agarra la hierba que está debajo de él de vez en cuando, pero aquí hay poco que yo pueda ver y nada que hacer. Dejo a mi madre arrodillada junto a él, se me ocurre volver sobre sus últimos pasos a través del lago de hierba.
En la parte aplastada donde se ha cogido la pierna y ha gritado yace una abeja medio machacada, una mancha de color peligroso se extiende a lo largo de la huella de su talón. En algún lugar en la hierba mi madre se agacha. Pruebo el sabor de mis dedos, agrios como el metal, que llenan mi boca para detener la risa.
El pájaro sigue cantando. Desde su sitio en la parte alta del bosque puede mirar hacia abajo y verme, ver a mi madre y a mi padre y a la abeja, aunque al estar separados por la hierba nosotros no nos podemos ver. Como en una pintura nos observa, toda la muerte de padre queda atrapada con rapidez en el ojo azabache del pájaro.
La reina bruja resuella algo a los dos que se parecen. Alzan sus grandes cabezas como lunas y observan cómo camino hacia el anciano sobre la cama de palos de madera y plumas situada debajo de ellos. No les miro a los ojos. No quiero parecer asustada. El suelo lleno de tierra, está caliente como un culo bajo mis pies lentos y poco dispuestos.
Una mujer se agacha junto a la cama, colocando la capa de hombre Hob, hecha de plumas de mirlo, sobre sus hombros famélicos y desnudos, doblándola de manera que cubre los ornamentos sin sentido realizados mediante pinchazos sobre sus costillas, sobre su pecho hundido.
Esta mujer es grande; tiene la cadera como la de un hombre y es poco atractiva. Lleva el pelo recogido en un único bulto sobre la cabeza, su color es el del pedo de un bebé, y lo sostiene con una púa de madera. Tiene las mejillas coloradas. La cara es plana, y de mandíbula amplia y en sus ojos de buey se ve poca inteligencia.
Su tiempo para tener hijos ya ha pasado, no obstante, es demasiado joven como para ser la compañera del anciano. ¿Será otra hija? No. No, un hijo, una hija, eso es lo que me han dicho, tanto la chica como el centinela. ¿Entonces qué? ¿Su hermana, o la hija de su hermana? ¿Una esclava? Alrededor de su cuello grueso y gris hay una pieza de bronce fino, rayada con marcas en forma de lágrima y que cuelga de un cordón que se retuerce bajo la luz del sebo.
Ahora, al acercarme, ella se gira para mirarme, con una expresión sosa y estúpida en la que no hay signos de inteligencia. No le presto atención. El anciano yace envuelto en su capa de plumas, de modo que parece un mirlo espantoso que tiene la cabeza y los pies de un anciano. Sus ojos están cerrados, hablar parece agotar toda la vida que lleva dentro. Habla. Háblale al anciano. Es a él a quien debes hablar.
—¿Padre?
Mi voz. Debe sonar aún más parecida a la suya, a la de la chica que me he encontrado en el camino. Puede que él recuerde la forma de hablar de hace mucho tiempo de la madre de ella, dándose así cuenta de que yo soy alguien que viene de otro lugar. Piensa. Intenta recordar cómo ha hablado esa chica, en la orilla del río. «¿Vas al sur hasta El Puente en el Valle?». «¿Te gustan mis cuentas?». Su voz más en la nariz que en la tripa como la mía. Sí. Sí, eso es. Ahora, llámale una vez más, pero como la chica habla en mis pensamientos. Y más alto.
—¿Padre?
Sus párpados manchados de tinta, hundidos profundamente en las cuencas y desmoronados por los bordes como agujeros de un oso de tierra, se mueven lentamente hacia atrás sobre las esferas húmedas y amarillentas de abajo. Un ojo es de color verde y negro, como el agua en un tocón. El otro ojo es blanco. Blanco y ciego.
Ahí yace, mirándome fijamente, frunciendo el ceño lentamente. Las marcas se arrugan en su frente. Algunas de las líneas pintadas con aguja están borrosas en sus contornos por el envejecimiento de la piel, convirtiéndose en una mancha descolorida de azul sucio, aunque en el centro son nítidas. Parece que le rehacen las marcas de año en año, se las marcan aún más profundamente para mantenerlas claras y nuevas. Su ojo verde me mira entornado, el blanco mira a la nada. Junto a su cama, la mujer grande y lenta se sienta de cuclillas para observarnos, no hay más vida en su cara que la que contiene una piedra.
—Padre, soy Usin. —Intento hablar a través de mi nariz, no por la garganta.
—Soy Usin. Tu hija.
Tu hija arrastra sus pies comidos por las anguilas a través de la arena del fondo del río y baila en dirección al mar. Su pelo flota y se parece a la hierba, que es más hermosa cuando está bajo el agua.
Ahora, está más allá de este lugar, viajando en su lenta danza a través de la noche. Sus pasos son torpes, ya no excita a ningún hombre con el movimiento de su carne, ni jamás puede volver a hacerlo. Sólo la corriente la abraza, fuertemente contra su fétido pecho.
Él me mira fijamente. Un silencio largo e inquebrantable que se extiende y extiende, y sólo ahora habla.
—¿Hurna? Vuelvo ya a mi choza.
No me habla a mí. Aunque me mira fijamente a los ojos todo el rato, no me habla a mí sino a la mujer enorme y silenciosa que nos mira. Se llama Hurna, entonces. Deja de estar de cuclillas y se levanta, desplegando con desgana su enormidad, todo esto sin decir palabra. Se coloca de espaldas a la cama de palos de madera y luego se agacha para coger las asas que salen de su parte delantera. La levanta. Un gruñido muy pequeño se le escapa, aunque más que por el esfuerzo lo hace para señalar que ha terminado una tarea.
Tras levantar al anciano de forma un poco torcida, pero no lo bastante como para hacerle caer de la cama, arrastra la litera hacia la puerta de la casa circular, donde el hombre con las manos teñidas y temblorosas aún espera y nos observa. La cama deja un par de surcos por detrás, que arañan la tierra negra, mientras el anciano aún me sigue mirando a pesar de que se lo llevan, arropado en su sudario de mirlo.
—¿Y bien? ¿Vienes, hija?
¡Ya está! Ha hablado. Me ha hablado y me ha llamado hija.
—Voy, padre. ¿Necesita tu mujer ayuda para llevarte? Lanza un sonido que es un chirrido. Se me ocurre pensar que está riendo.
—¿Hurna? No es mi mujer. Lo único que hace es limpiarme el culo y darme de comer, me lleva de aquí a allí, y a cambio he de soportar todos sus desvaríos sobre el mundo del espíritu y sus estúpidos dioses.
Sus. Estúpidos. Dioses. Las palabras salen entre respiraciones poco profundas. La mujer tira de la litera, despacio y con equilibrio; no parece haber escuchado al hombre Hob quejándose de ella. Les sigo, camino detrás de ellos entre las líneas marcadas sobre la tierra. En lo profundo de mi garganta está el olor del humo del sebo y de las plumas.
Echo un último vistazo atrás: los muchachos monstruosos están sentados sobre las pieles que están a cada lado de su hinchada reina. Uno de ellos, Bern o Buri, arrima su cabeza para besarla por debajo del brazo. El otro tiene su mano bajo las pieles de ella. Aparto la mirada rápidamente. Salimos del velo de juncos para adentrarnos en el aire helado y lleno de estrellas. El centinela de los temblores y de las manos negruzcas me observa pasar, pero no me habla ni me sigue.
Cuando ya estoy fuera, veo que Olun y la mujer que le remolca cual caballo no me han esperado, sino que se han adentrado en los serpenteos de un sendero dormido y hundido en la oscuridad marcado por las pisadas que se encuentra entre las chozas que se agolpan. Me hacen correr para alcanzarles, camino al lado del camastro de Olun y hablo con él una vez que he recuperado el aliento. A nuestro alrededor, hay movimientos y murmullos en las viviendas de techo de heno, cuerpos que se preparan para la noche envueltos entre harapos y paja.
El anciano gira la cabeza, me contempla desde su cama de palos de madera que traquetea a mi lado.
—Qué bien está todo —dice— ahora que mi hija ha venido. ¿Cuántas noches has pasado en el camino?
Ésa es una respuesta que la chica muerta no me ha dado, en la orilla del río, es una de las cosas que no se me ha ocurrido preguntarle. Es demasiado tarde como para cortarle otro pulgar. Mi ingenio, sólo él debe salvarme.
—Más días de los que puedo contar —es mi respuesta, después, rápido, a otra cosa—. Todas estas noches, el sueño me pasa de largo y no me lleva consigo, tanto miedo me da saber que estás enfermo.
El anciano sonríe, los labios se retiran descubriendo los pocos dientes amarillentos que le quedan. La calavera está impaciente, deseosa de que llegue pronto el día de poder abandonar la carne seca y la piel curada por el sol, para emerger de la cabeza de Olun con una sonrisa victoriosa sobre la carne derrotada. Estos dientes, incrustados en las encías marchitas, no son sino heraldos de lo que va a suceder. Por encima de su sonrisa, el anciano posa su ojo ciego y blanco sobre mí, de perfil entre sus párpados grises. Parece mirarme fijamente.
—¿Te crees que no sé lo que tramas? —dice, la sonrisa es aún más amplia, y en mi estómago algo pesado cae y se mueve y hace que mi culo se apriete con fuerza. Lo sabe. El anciano conoce mi plan, las cuentas prestadas, la cosa muerta del río. ¿Qué me queda por decir o hacer salvo huir y esconderme?
Habla de nuevo, y me retiene con su sonrisa, con su ojo de serpiente muerta. «Crees que te vas a ganar mi favor con tus palabras, ¿verdad?». Se ríe al verme, mirándole fijamente como un gato estrangulado llena de miedo y asombro. «Piensas quedarte con el tesoro del anciano al morir el anciano. Aún tienes algo de tu madre dentro de ti,» y se vuelve a reír, y cierra los ojos y se ríe tanto que la risa se convierte en una tos húmeda y profunda.
No lo sabe. Cree que soy una granuja codiciosa, pero cree que soy su hija. Doy gracias a todos los dioses, aunque en verdad no hay ninguno.
La respuesta se me ocurre con facilidad, le añado un cierto aire de sentirse dolida por su afirmación mezclado con un toque de vergüenza que una chica así podría tener: «¿Cómo puedes burlarte así de tu hija, que ha caminado tan largo camino para estar junto a ti? ¿Cómo puedes decir que no se preocupa por ti? Ay, estoy considerando volver, ya que quiero bastante poco a un padre así o sus riquezas».
En este momento la tos para. Ahora tiene aspecto de estar preocupado, menos seguro de que me tiene en sus manos.
—No. Debes quedarte, y ni caso a mi lengua. Es sólo una broma de un anciano, nada más. Tú eres sangre de mi sangre, la única, debes quedarte conmigo hasta que llegue mi final.
El ojo que ve busca mi mirada, temeroso de que pueda alejarme de él con todas sus burlas. Me necesita, y no está seguro de que yo lo necesite: la victoria es mía. Respondo con desdén y de manera desconsiderada, para obligarle a morder el anzuelo con más fuerza.
—¿Ah sí? Dices que soy la única que es sangre de tu sangre. ¿Qué hay de mi hermano Garn? Le has otorgado tus favores a él antes que a mí, una vez con anterioridad. ¿Por qué no te consuelas con él y me dejas en paz en mi casa del norte, si tan mala opinión tienes de mí?
Entonces aparta la mirada, y por un rato no habla. Sólo hay silencio salvo por el arrastre y traqueteo de su cama a través del suelo y las piedras; salvo por la respiración ruidosa de la mujer mientras camina con dificultad hacia delante, mientras le arrastra entre las chozas.
—Garn no es mi hijo. —Sus palabras son duras como el pedernal. Alza la vista hacia las estrellas y no me mira.
Lo mejor que puedo hacer es mantenerme callada, esperar que diga algo más sobre esto. Las chozas avanzan lentamente a nuestro alrededor. La mujer jadea como un gran perro, y ahora el anciano habla de nuevo.
—Es nuestra costumbre pasar nuestras enseñanzas al hijo, como es nuestra costumbre buscar compañeras en tierras lejanas ya que eso da fuerza a la sangre. Por eso a Garn se le lleva lejos y a ti se te deja junto al gran y frío mar. Es nuestra costumbre pasar nuestras enseñanzas al hijo, pero Garn…
Se detiene y aclara su garganta, escupe algo oscuro en la oscuridad que nos rodea.
—Garn no va a aceptar su tarea, y se opone a cumplir con su deber. Dice que él no es un hombre sabio y que trabaja con el metal, lo cual él cree que es un arte más adecuado a nuestros tiempos. Dice que no le preocupa saber o no las artes secretas y antiguas. No podemos hablar sin reñir, así que no hablamos nunca. A pesar de que sabe que estoy enfermo y mi vida se acaba, no da su brazo a torcer, ni deja a un lado sus hachas de piedra y moldes. Sólo estás tú para aprender de mis enseñanzas antes que no me quede aliento, muchacha. Sólo tú.
Su mirada es lastimosa, la lanza sobre mí como una bestia achacosa. Cuando los hombres son débiles, mi corazón se encallece aún más, pero en mi voz sólo hay cariño, susurro para no despertar a los que duermen en los montículos coronados por juncos de alrededor.
—¿Qué enfermedad tienes, padre? ¿Está en tu respirar, ya que no tienes aliento para hablar?
Su cama se zarandea con fuerza, arrastrada a través de un agujero que aparece repentinamente en la tierra. Gruñe, incómodo, y luego suspira.
—Esta aldea forma parte de mí en demasía. Sus enfermedades son las mías. Si hay escarabajos en el grano en los campos del sur, algo roe mis órganos vitales. —Su mano se mueve, como un cangrejo frágil, por su tripa.
—Y si las viejas piedras de La Colina de la Bestia caen en la mina y el abandono, entonces en mi espalda los huesos se debilitan como la piedra amarilla y se desmoronan cuando uno roza contra el otro.
Ahora levanta sus dedos, hace un gesto hacia el ojo inútil y blanquecino, como la leche cortada. «Esto pasa cuando el pozo en los prados al este de aquí se seca. Si el túnel de debajo de la aldea se inunda, y una caverna se hunde, eso me deja meando sangre de una luna a otra. Si se queman los árboles de la gran cadena de colinas del este para nivelar la cima, mi polla ya no se levanta. El pelo se me cae y se me queda como la de un bebé».
Más adelante, situada un poco apartada de las demás chozas, una gran sombra se encorva en nuestro camino, ahí es hacia donde la mujer Urna se dirige con dificultad, ella arrastra al anciano en su estela, y éste me arrastra de igual modo con sus palabras.
—La gente es lo peor de todo. Cuando Jebba el del Diente Roto se vuelve loco y mata a su mujer y sus hijos, entonces me sale líquido de los oídos. O, si los hermanos Muchoscaballos se pelean, mis dientes sufren de un frío que quema. Y ahora con todos los hacedores de mal que tenemos por aquí, los ladrones de bolsas y los estafadores, todos los ladronzuelos que roban y viven en poblados elevados sobre troncos zancos junto a la ribera. Me salen piojos por ellos.
Se ríe de oreja a oreja, y muestra sus dientes solitarios, que se duelen de todas las palabras furiosas que se cruzan los hermanos Muchoscaballos, quienesquiera que puedan ser.
—Alguna vez, me apetece coger uno gordo y reventarlo con el pulgar. Al día siguiente, corre la voz de que algún estafador gordinflón del pantano se ha quedado atrapado entre sus troncos zancos al caerse éstos, de modo que le han aplastado y le han partido prácticamente en dos.
En este momento se vuelve a reír, una risa que es como el crujir del ala de un pájaro muerto, y aquí nos detenemos, la mujer deja de tirar cuando llega ante la masa oscura que es la choza del anciano. Aparta la maderas que no dejan entrar por la cuerda que gira, de donde una luz roja y apagada mana, como la de un agujero de tortura, y mientras arrastra al anciano hacia dentro él aún sigue riendo y me hace un gesto, con el pulgar y el dedo. Sus uñas negras se besan.
En La Montañita de Mierda una muchacha no mucho mayor que un bebé me dice que no puede encontrar a su madre entre la muchedumbre del mercado, parece que me toca a mí cuidarla en vez de a su madre. De un hombre negro con una túnica cuyo color no soy capaz de describir, me trae un puñal nuevo y brillante y una moneda de plata como pago.
Sobre La Colina en la que Montan a la Hermana un molinero me da medio cerdo por casi tantas bolsas de tierra como dedos hay en una mano, pero las bolsas tienen sólo un dedo de grano esparcido por la parte dé arriba para ocultar la tierra que hay debajo.
En El Camino del Aburrido me maldicen por comerciar con deposiciones de perro envueltas en corteza como remedio contra la sífilis.
Un anciano de Acequia Apestosa me da la mitad de una piel de grano por metérmela en la boca, luego se duerme para acabar despertándose con la bolsa de su tesoro y la tripa rajadas.
En los Campos del Culo Gordo, recuerdo el túmulo abierto por la noche, mis hombros doloridos de tanto cavar, y un trapo que cubre mi nariz. Los dedos podridos se hinchan bajo los anillos, y hay que sacarlos retorciendo. La carne ablandada se arruga en la articulación, y se sale del todo cuando el anillo queda totalmente arrancado.
En Empalagoso aquella chica grande y gorda y su media barra de pan…
El anciano chasquea sus uñas de color escarabajo y en silencio aplasta una garrapata.
Dentro, la gran choza en forma de campana es un pulmón formado por juncos y piel sobre un armazón de madera, está llena del olor a pis agrio y humedad que señala que algo es viejo, aunque está sazonado con aromas extraños. Es grande, aunque se hace pequeña por todo el desorden almacenado ahí dentro, aquí hay fantásticos acantilados de máscaras de piel de perro y escudos con caras de dioses, de cascabeles, huesos con plumas y hombres hechos de barro cocido. Pájaros extraños, muertos pero sin pudrirse, tiesos y que miran fijamente, enjaulados entre maderas entrecruzadas. Un embrollo de ratas encurtidas todas unidas por las colas y clavadas en la corteza. Un corazón curtido y barnizado. Rocas en las que están las huellas de monstruos, cuencos para cocinar y carretes de hilo de tripa, todo esto y mucho más se encuentra en estas colinas de pedregal peligrosas para caminar y que llegan hasta la oscuridad que pende del techo.
Hay pasillos con la anchura de un hombro abiertos entre las pendientes escarpadas de un embrollo de herramientas y palos fetiche, entre las guirnaldas polvorientas y secas y las prendas de piel de anguila. Es como si esto lo hubiera visto antes, ¿quizás en un sueño de bebé olvidado?
Hay un puñado de ámbar que contiene en su interior un horroroso monstruo de mar, su cuerpo es liso y tiene mechones de gusanos de sangre que le salen de la espalda, se yergue sobre muchas patas finísimas, y en un extremo tiene la cabeza donde se encuentra una cara que me obliga a apartarme. Hay un cuenco por el que se puede ver a través, y una niña nonata, enroscada, su cabeza ciega pintada de tiza blanca y luego coloreada de forma alegre, como una puta.
En algún lugar hacia el centro de este laberinto excéntrico de forma circular, un foso con brasas vomita una luz enojada. Como con gotas de mineral fundido llena de rojo los ornamentos derruidos; esta luz es atrapada por velas de barco pintadas, y apoyada por las sombras; se desgrana en finas líneas humeantes de rosa y de verde oscuro sobre la delgadez de sus contornos. Un negro total cae sobre los pasillos entre las cosas inútiles, rasgado aquí y allí por rayos de luz forjada en sangre que se derraman por los montones que forman los caminos laterales dé aquellas esquinas donde un canal se bifurca en otro.
No se puede ver nada de Olun en su cama de palos de madera, salvo cuando pasan a través de este rayo de luz que parece una chimenea iluminada por un resplandor repentino de fuego de guerra. Les sigo utilizando sólo el oído: la litera araña la tierra negra ya marcada, el ruido sordo del pie de la mujer se ve amortiguado, al percutir contra dicha tierra, lo que me produce cosquillas debajo de la desnudez de mi talón. Ahora les pierdo en una curva y me doy prisa para darles alcance, doblo la esquina a tiempo de ver la cara del anciano escarificada por las agujas llenarse de repente de rojo y de brillo al salir de la oscuridad mientras pasa por una franja de luz. La franja se hace más ancha. Estamos adentrándonos en el círculo del espacio abierto alumbrado por las brasas sobre el que gira este camino laberíntico de barriles apilados, cosas caídas de un sueño, y trozos extraños.
La mujer, Hurna, con su cara chata reluciente de sudor, baja al anciano y el camastro para que reposen junto al fuego sepultado, después se va sin mediar palabra a por madera para devolverle la llama. Se pierde en un momento, andando a trompicones con grandes pasos de oso dentro del laberinto de reliquias.
El anciano está cansado, me manda dormir en una esquina lejana cubierta de pieles y apartada. Me dice que no preste atención si él y Hurna se ponen a hablar alrededor de las brasas durante un rato. Es obvio que no desea mi compañía, bueno, mi cama está hecha de pieles, y las colgaduras me tapan la luz del hogar.
Enseguida, me llega el sonido que señala que Hurna ha vuelto con la leña, el estrépito de cuando la deja caer. Entonces hablan, bajito, la primera vez que ella habla de modo que puedo oírla. Parece que es más simple y estúpida de lo que aparenta, que ya es decir.
Espero que hablen de montar, o de algo que merezca la pena escuchar, pero no. Habla lánguidamente sobre un dios que nos devora, eso a mí no me parece un dios. Dice que una vez somos devorados, podemos renacer entre los dioses. ¿Cómo qué? ¿Cómo un pedo que se balancea en el agua de su agujero de cagar de oro? Las cosas nacen y luego se comen, no puede ser al revés, no por lo que yo sé.
De vez en cuando, la voz del anciano la interrumpe y dice con su voz rota algo ingenioso con desdén, para retirarse de nuevo y permitir así que la respuesta de la mujer se arrastre y se pierda en la noche. Ella mantiene y hace que avance la charla, como una litera cuyo peso viene dado por las palabras bruscas y pesadas.
Bajo las pieles y desnuda salvo por las cuentas, mis ojos están cerrados pero no mi oído. Sus palabras flotan a través de mí. La esencia. El espíritu del mineral. Las limitaciones de la carne. El cambio. Ser transformado, volver a ser concebido en la pasión, la pasión, la pasión de la ceniza…
Los campos de ceniza. Soy una niña pequeña. Esta nieve está seca, y es de un gris cálido, sus flancos suavizados y redondeados son perfectos para caminar, se trata de un polvo más fino que el maíz de molino, tan fría y resbaladiza como el agua sobre mi pie que ahora se hunde en ella, y se hunde, esperando encontrar el suelo, y se hunde aún más, no hay nada firme bajo la ceniza para detener mi caída…
Me despierto. Las pieles están amontonadas sobre mi cuello. Las colgaduras están iluminadas de rosa por el otro lado y la voz de la mujer sigue aún más allá de ellas. Mi espalda está llena de sudor y entre mis pechos la humedad brilla. Estas pieles me dan demasiado calor. Saco mis brazos y mis hombros de ahí abajo. Eso está mejor. Estoy más fresca. Me giro y me inclino hacia el otro lado. El aro de alambre de las cuentas ahora se me clava en el hombro y he de apartarlo. Ahí está. Ahora me siento totalmente bien, tan agotada y cansada que no se me ocurre pensar dónde descansa mi pierna, o mi mano. Soy toda una única pieza suave, que no conoce las diferencias entre las distintas partes que me conforman.
Las palabras de la mujer, ahora libres de todo significado, son sólo sonidos, guijarros grises, lustrosos, y húmedos que caen despacio a través de la nada, aquí en mis párpados: La colina de la bestia. El anillo del corazón. En la urna con las reinas. El gusano engañado. Huesos molidos y trillados. Y cuando tú. Y cuando todos nosotros. Cuando nosotros. Cuando nacemos con la primera chispa…
En mi oscuridad, los caprichos del color viran hacia el azul, no, el rojo, y corren a formar un círculo. Forman una telaraña hacia fuera, hacia fuera y el centro se convierte en el verde derretido propio del invierno profundo y, con una luz trémula, se rompe, las ondas, el río, la orilla del río, y aquí viene, la chica, con la garganta totalmente desgarrada pero no le da importancia, y sonríe, encantada de encontrarse conmigo.
—Sube un poco a la ribera del río —me dice—. Hay un gran perro negro ahí arriba que dice que te conoce.
Me da la espalda y camina, encabezando la marcha. ¿Adónde ha ido a parar el río? Hay arbustos a cada lado y montones de trastos entre ellos, pilas de cosas extrañas e ingeniosas que me resultan muy conocidas, aunque sus nombres no me vienen ahora a la cabeza. La chica me llama desde ahí delante, a lo largo del pasillo.
Intento alcanzarla pero algo se enreda en mis pies y me hace avanzar lentamente. Su voz se aleja de mí. Ahora está hablando con alguien, aunque sus palabras son sosas y no tienen nada de vida. Así es como deben de ser las conversaciones entre los muertos. Sigue empujando. Empuja más para ir tras ella. Ahora está más oscuro. ¿Es ella la que me está llamando? Ahora está más oscuro…
La luz. La luz de la mañana. ¿Qué lugar es éste en el que me despierto? Olun. La choza del anciano. El padre de la chica. La chica junto a la orilla del río.
Ah, sí.
Aún estoy medio dormida, todavía me siento confusa, hablo entre dientes conmigo misma mientras me pongo su ropa, mi ropa, luego acudo lentamente hacia el centro circular de la choza de Olun. No hay nadie. El foso del fuego está frío y apagado. A las hileras grisáceas y de color de hígado de las rarezas que me rodean les ha robado todo su encanto de medianoche un sol que se ha hecho sitio entre husos polvorientos a través de los resquicios del techo de junco que está encima.
Ahora hay una quietud y un silencio antiguo en todo ello, en estas columnas del ornamento y de lo que permanece. Los senderos estrechos que forman barrancos atravesándolos no son tan laberínticos bajo la luz perlada de la mañana, lo que hace fácil dar con la salida, a trompicones, y farfullando saludar al día. Entorno los ojos ante esta luz brillante; veo cómo el mundo se desliza por mis pestañas.
—¿Usin? ¡Usin!
Lo repite otra vez antes de darme cuenta de que ése es mi nombre. Me giro. El anciano yace ante mí en su balsa de ramas, aunque ahora no está envuelto en plumas sino cubierto por entero con una túnica formada por muchas pieles de perro, de modo que los morros negros aparecen aquí y allí por encima de una boca que es como una abertura desgarrada, por debajo están los agujeros con forma de párpado y que sirven para sujetar.
Junto a él la comida está repartida en cuencos de bronce pulido. Un pescado caliente yace boquiabierto. Sus ojos cocidos y nublados por la alarma y una gran infelicidad me contemplan fijamente. Cerca de él, hay un plato no más grande que un pulgar lleno de puré de cerezas amargas. Trozos de pan gris con piel de corteza para untar.
Una piel de leche de cabra tibia para que la comida entre mejor.
—Hurna y yo comemos al alba. Ahora está rezando con su gente y no va volver por aquí hasta el mediodía. Puedes comer ya.
Me señala la comida, con un espasmo de su mano estampada.
Observa cómo me pongo en cuclillas con las piernas cruzadas, cómo saco la daga de mi bolsa y atravieso el pez a lo largo del dorso, alrededor de su cola, por la línea de las agallas de su garganta; un vapor gris se levanta desde donde la piel negra se separa, arrancada por mi filo. Saco la espina con el pulgar. Quito las puntas de pelo de hueso de las costillas, de los surcos de carne blanca humeante. Ahora saco el ciempiés frágil que es su columna junto a toda la cara y las aletas del culo, para apartarlas. Extraigo un gajo de carne caliente que llevo en la punta de mi daga hasta situarlo entre mis labios, lo que me hace pensar en cómo fue empleado ese filo la última vez.
Masticarlo me lleva un rato, tragarlo un poco menos. Debajo del borde de un plato de bronce brillante, el esqueleto similar a un helecho me mira fijamente, con ojos de muchacha, junto a mi plato. Masco, trago, cojo algo más, pero esta vez con los dedos. Olun me observa, y cuando ve que mi boca está demasiado llena como para interrumpirle sin atragantarme, habla.
—Mientras Hurna no está aquí podemos subir por el sendero del río, quizás hasta el puente y volver. Si tú vas a recibir mis posesiones, del mismo modo debes poseer el conocimiento sobre la tierra y todo lo que yace en ella.
Me doy cuenta de que ha dicho «podemos subir», cuando sólo yo estoy capacitada para eso. Quiere decir que le lleve a rastras, ocupando el lugar de la mujer de pies de buey, ¡y mi constitución es tan enclenque! Las escamas de la criatura en mi boca y la mención a sus posesiones son lo que me detiene a la hora de decirle al muy vago lo taimado y bastardo que es.
No vuelve a hablar mientras como el pescado, el pan, o la leche llena de tierra, aun así, de vez en cuando, abre la boca como para hacerlo, aunque no emite ningún sonido. Ahora me doy cuenta de que se trata de bocanadas que da para tomar aire.
El cocido de cereza es demasiado ácido para mí, lo dejo sin apenas probarlo. Después, tras agacharme para apretarle más su capa de perro antes de levantar su camastro y arrastrarlo, levanta una mano y me limpia con cuidado la leche de cabra que se me ha quedado en el labio inferior, el extremo del dedo tiene un sabor rancio y ahumado. Sonríe, los ojos se le arrugan en las cuencas de piel de telaraña. Tres dibujos de pececillos realizados en un rojo vivo sobre un párpado se pierden dentro de las profundidades repentinamente llenas de fisuras.
Ni mi padre ni mi madre han tenido la necesidad de que yo los arrastre por todo este camino. Mi padre que reposa en la tumba por un picotazo de abeja allá en la hondonada del Gran Bosque del Norte, no me pide que le arrastre, putrefacto, por toda la tierra. Tampoco llevo a mi madre cuando enferma, mientras nos prostituímos en las minas al este de aquí, ambas hemos caminado juntas desde la muerte de padre, y cuando su tos comienza a alejar a mis clientes no puedo hacer otra cosa salvo abandonarla.
«Descansa aquí. No me va a llevar mucho tiempo encontrar algo de leña y volver. Descansa, Madre. Descansa y espérame,» y la mañana me encuentra en otro lugar, camino abajo, sola.
Los dos están muertos y se han ido, a ninguno ha habido que llevarles a ningún sitio.
Aprieto con dolor las asas de la litera, tengo las manos marcadas y se me están llenando de callos, y apenas hemos salido de la aldea, apenas hemos salido de la madeja de caminos de polvo enredado donde los niños ríen y se pelean entre las chozas bulliciosas, sus formas finas y marrones entran y salen de mi vista como espíritus en la bruma de la hierba que se fuma, las nubes de los estofados caldosos y tristes al olfato forman una niebla enfebrecida que humedece las mejillas.
Aunque lo arrastro detrás de mí sobre su camastro me doy cuenta de que parece que el anciano me está empujando, pinchándome para marchar más allá de los círculos formados por las chozas hasta la puerta norte del poblado. Nos cruzamos con el chico con la marca de nacimiento que ha hecho guardia a mi llegada. Camina con una chica bajita y gordita cuyos hombros moteados son pálidos como la leche bajo su pelo dorado de color sangre, el muchacho no me mira.
La choza de vigilancia junto a la puerta está vacía cuando pasamos por ahí, raspándonos con los helechos de los lados, hacia el campo situado más allá. La choza de vigilancia vacía me preocupa, pero una vez que atravesamos la puerta la razón está clara: el hombre atrofiado de las manos teñidas de negro está fuera, con su rostro mirando hacia la barrera de espinas, una polla delgada pende sin fuerza de sus manos temblorosas. Se encuentra solo de guardia así que ha cruzado la puerta para hacer un pis, pero por lo que parece se queda de pie y no sale nada.
Cuando pasamos a su lado, conmigo en primer lugar, y el anciano por detrás a rastras, levanta la mirada, ve a Olun, y dice en alto:
—Así que tienes una hija. Eso es nuevo.
—Sí —responde con voz ronca Olun—. Sí, eso es nuevo.
Así pasamos y tomamos el sendero junto al río, formado de tierra amarilla pisoteada y desgastada situada entre los matorrales. Hojas de color de bronce se amontonan junto a los árboles que se alzan como viudas con los hombros desnudos y rotas por la pena, sus cabezas se inclinan hacia abajo y su pelo gris atrapa la piel del río en el lugar donde las corrientes que se dividen como ramas forman un trenzado plateado. Alzo la vista desde mis pies congelados que caminan torpemente hasta llegar a la altura de mi hombro y me giro, veo inclinado al centinela de manos que parecen guantes de hollín, aún mirando a los endrinos y esperando que el dique se rompa.
Pasamos junto al río rozándonos con todo y con estrépito, a contracorriente. La cama de ramas cruje, arrastrada a lo largo del sendero tan desgastado que está a mis espaldas, como un fuego en la maleza detrás de mí ahora me alcanza una voz, es la del anciano, también es ronca como un crujido.
—Si has… —una respiración— de sucederme…
Otra más. Su discurso se rompe con estas luchas constantes y desesperadas por tomar aire, son remolinos repentinos en el fluir de su voz.
—Si has de sucederme, entonces debes conocer mi sendero. Si vas a ser el sabio al irme yo, bueno, entonces vas a recibir mis posesiones, pero también has de poseer mi sabiduría.
Al oírle hablar, se me ocurre que aunque es viejo aún conserva la razón. Lo puedes saber por la manera en la que liga una palabra con otra, con claridad a pesar de que la respiración le interrumpe. Mi madre, más joven que él, sólo ha dicho en sus últimas lunas «Cagar», «Mojado», y «¿Adónde ha ido?». El tal Olun no es un necio, por lo que soy toda oídos.
La voz de fuego sigue escupiendo palabras, por encima de los crujidos de la litera. «Mi forma de sabiduría es mi camino, aún lo recorro en mis pensamientos, aunque ya no puedo caminar en este mundo».
No hace falta que me lo diga, mis manos están llenas de ampollas y los hombros me duelen por arrastrarle.
Respira de manera ahogada y frenética y luego continúa.
—Este camino de sabiduría está marcado a través de malezas de pensamientos por largas lunas de repetición; a pesar de ello, no significa nada si no tiene su reflejo en este mundo, el mundo por el que caminamos y morimos.
Él me deja lo de andar a mí y, a cambio, la muerte se la queda él.
—Por lo tanto, mi sendero de pensamientos lo extraigo de todos los senderos a mi alrededor en la verdad de la vida. Estos territorios que abarcamos también se expanden hacia dentro, donde hay monumentos de ideas, simas, cimas y arroyos para que los pensamientos nocturnos planten ahí sus semillas. Si quieres conocer mi sendero y seguir su camino, entonces conoce la tierra alrededor, tanto el camino y la aldea, su puente y su ribera. Conoce las chabolas marginadas, las piedras antiguas y los vestíbulos de los barrancos. Marca cada sendero de arriba y conoce cada sendero de abajo, su camino secreto desde la cripta al agujero del tesoro.
Durante el rato que está hablando, estoy tranquila. Aunque la palabra tesoro no he de dejarla pasar, y me pide que diga algo.
—¿Qué sendero bajo tierra es ése, y cómo voy caminar por él, si todos sus caminos son secretos?
Muestra desdén, con su respuesta zanja la cuestión.
—Tenemos nuestros caminos Urken bajo el suelo. Sólo el Hob o la mujer Hob conocen sus caminos, que pasan de mano de sabio a mano de sabio a través de los tiempos. Muchos tesoros de nuestro arte están ahí, pero eso lo vas a saber al estar lista, llena de sabiduría de los caminos más sencillos de arriba que son igual de importantes para tu tarea. Ese día, bien puedes bajar y caminar las leguas iluminadas por velas tú misma, donde estos pies viejos míos caminaron una vez por las laderas de gusano y la fría roca, las cuales ahora sólo camino en mis sueños de perro. Antes de ese día debes recorrer todos los senderos superiores, y conocer las historias que están a lo largo de los mismos.
Eso me preocupa. Parece ser que al anciano se le ha ocurrido pensar que le voy a arrastrar arriba y abajo por todos estos senderos de los que habla, esto no me gusta, de ninguna manera. En lo que respecta a las historias que están a lo largo de los mismos, las que cuelgan ahí en el jardín de torsos ya me resultan conocidas, y no deseo oír más historias así. Me doy cuenta de que, ya que no hemos pasado por donde se ve esa carroña empalada, el sendero por el que he venido la noche pasada debe de estar en algún lugar al este de este camino del río, lo que me alegra bastante. Sigo andando con dificultad, las hojas me pegan patadas alrededor de los pies.
Ahora Olun me exige que pare un momento, y me ordena que deje de mirar al río y mire al este, donde se alza una colina de cuya cima sale humo retorciéndose en forma de jirones. Es la colina por la que he bajado hasta el valle de suelo cenagoso al llegar aquí, los fuegos de su cumbre aún arden de día. A lo lejos, más allá de los campos, aún se puede ver en ese pico a gente pequeña en pie alrededor de las llamas. Sus cánticos, tenues y distantes, nos llegan con cada nuevo cambio de viento, hay una voz de tono más estridente que el resto, que llega más lejos.
—Ésa es Hurna —afirma el anciano, riéndose y esparciendo saliva por sus pieles con caras de cachorros de perro. No añade nada más, pero me ordena que coja las asas y continúe. Nuestras sombras se marchitan bajo el sol en ascenso. El tiempo pasa.
Por delante, a mi derecha se mece un prado empantanado de juncos, una hondonada de lanzas pálidas que presenta una cosecha de tierra sólida que sobresale de su centro como una isla en un lago de cañas, sobre él hay un montículo de madera, como para un fuego. Hay algunos niños jugando ahí cerca, unos muchachos que se agachan ante otro igual que ellos, que está tumbado de espaldas. Lo golpean con sus puños, lo manosean, y dan fuertes gritos.
A medida que nos acercamos, y pasamos a su lado, me doy cuenta de que no es un niño lo que yace entre ellos sino una imitación de un muchacho, cuyos harapos vacíos llenan y atiborran con paja para darle forma.
—Así que se están preparando para el chico cerdo en el campo de Hob —dice Olun, pero es mejor reservar mi aliento para tirar de él, y no para preguntarle el porqué de todas las locuras que se le ocurren decir. Sigo caminando a pesar de todo. Las hojas se elevan como pájaros, y sigo, y sigo, y sólo ahora, cuando la espalda casi se me rompe y los dedos me fallan, veo ahí el puente, ahí al extremo más alejado de este camino del río, flanqueado por un pasillo de abedules que están perdiendo la corteza, que palidecen plateados bajo la luz. Casi. Casi hemos llegado.
El anciano me cuenta todos sus secretos justo antes de morir, y me permite adentrarme en los túneles situados bajo el poblado, donde hay cuencos de plata y pulseras de oro. En la tranquilidad de la noche, me llevo este tesoro lejos camino abajo, donde mi nueva casa me espera. Cambio mis nuevas riquezas por tierra, por reses y pieles bonitas y bellos esclavos, de modo que todos los que pasan junto a mi choza pueden ver su grandeza y sus tierras llenas de ganado y decir, «qué mujer tan magnífica ha de vivir ahí».
Como sólo los peces más exóticos y los trozos de carne más tiernos sacados de cachorros de bestias. Guerreros altos y pintados guardan mis días; los más fuertes me prestan su servicio por la noche, y cada luna mis aldeanos me ofrecen su gratitud y sus bolsas de grano. Sus hijos bailan entre las columnas decoradas con rosas sobre las que se erige mi silla.
Así que éste es el puente. Su curva la forman grandes troncos negros que se van puliendo unos a otros a lo largo del tiempo, se alza suavemente alejándose de nosotros hasta llegar a su joroba, por encima de la espuma y las agitadas profundidades de abajo. A pesar de poner todo mi cuidado a la hora de tirar tanto de él como del camastro a través de estas maderas llenas de protuberancias, el anciano gruñe y chasquea la lengua y se queja cada vez que se golpean sus huesos.
Aquí, casi al final de la cuesta, la superficie ennegrecida muestra grietas entre las maderas. Parece que hay un pequeño foso cavado bajo esta parte sur del puente. Entorno los ojos, esforzándome por ver, pero fuera lo que fuese lo que una vez ha podido haber para ver dentro de ese agujero hace tiempo que ya no está. Sólo hay tierra pálida y moteada, iluminada de forma brillante en los sitios donde la luz del sol se escurre entre los troncos del techo sobre el cual nosotros caminamos ahora.
—Para aquí —dice Olun en cuanto llegamos a la mitad del puente, me ordena bajarle y que me siente junto a su camastro sobre los troncos mojados, mientras las aguas rugen debajo de nosotros. El frío me atraviesa el culo. No hablamos mucho. Hace un comentario sobre mis cuentas, esos destellos azules que cuelgan en su hebra de cobre alrededor de mi cuello, y me pregunta cómo están hechas.
Me asusta la facilidad con la que este relato robado sale a trompicones de mis labios: los fuegos en la, arena, las algas cubiertas de cenizas, vistas a través de las nieblas de la orilla, ardiendo. Hombres con manos arrugadas y llenas de cicatrices provocadas por las quemaduras que vierten el mineral y maldicen si salpica, el tufo de la barba chamuscada, un calor que abrasa los pulmones y, después, las arenas vidriosas endurecidas alrededor del agujero del horno, sobre las que se derrama el jugo amargo de las algas marinas y la encina de mar y el azul cobrizo. Mis palabras manan sin esfuerzo, y evocan a chicas alocadas en la playa, cuyas faldas se oscurecen a altura de los bajos al mojarse con las olas, que recogen las cuentas color cielo en las dunas tocadas por el fuego, al hablar parece que conozco estas cosas.
El anciano asiente con la cabeza y sonríe y mira río abajo donde las aguas coloreadas de verde por las piedras se pierden entre la tierra baldía llena de ortigas del este. Un bote de madera se enfrenta a la corriente, en él dos hombres cuyos hombros impulsan y empujan los remos, hacen surgir una espuma reluciente cada vez que cortan el oleaje burbujeante. Se adentran en un desvío camuflado por los árboles, y desaparecen.
A mi derecha un hombre llama a otro, lo que me lleva a girar la cabeza y mirar. Por encima del extremo más alejado del puente hay alguien agachado echando un vistazo a la hondonada acampanada y circular que se encuentra bajo este arco, donde las sombras del agua crispada se retiran para formar un puente fantasma invertido bajo el torrente borroso.
Ahora esa silueta está de pie, se trata de un hombre gris de gran barriga, el cual llama de nuevo a algunos compañeros que están sentados compartiendo pan arriba en una pendiente junto a la orilla del río. Éstos responden al hombre junto al puente y parecen reírse de él. Él habla otra vez y señala hacia las aguas poco profundas ocultas bajo el puente. Uno de los comensales da a otro su pan y se pone en pie, corre a trompicones por la orilla para unirse al otro junto al puente, donde ambos ahora se agachan para intentar mirar. Más gritos. Otro hombre baja la pendiente para llegar a ellos, e incluso otro más.
Se trata de algún juego para abandonar un rato su duro trabajo entre las acequias y los campos, que no me interesa demasiado. Vuelvo mi vista hacia el anciano, vestido con perros en su lecho. De perfil, su calavera es redonda y tiene pico, es como un pájaro gris afeitado. El ojo que está más cerca de mí contempla la nada, una cuenca blanca y helada en el invierno de Olun. En su mejilla de cuero, una banda parcheada con cicatrices de color.
Me ha preguntado por mis cuentas: Puede que espere que yo a su vez le pregunte por sus tatuajes.
—Estas marcas que llevas tienen un estilo que no me resulta familiar. No parecen tener ni pies ni cabeza.
Gira su calavera con forma de carcasa de ave para poder verme con su ojo bueno, tomando aire para hablar. Su aliento, que huele como una carne cálida que ha estado colgando mucho tiempo, arremete rancio contra mi rostro y hace que retroceda.
—Oh, tienen pies, muchacha, y cabeza. No pienses que no. Son dibujos de cuervos.
¿Dibujos de cuervos? ¿La mancha de azul gusano de su hombro, los bucles rojos desde el pezón hasta la columna? ¿El firmamento de su cráneo, sus papos garabateados, sus labios acaparados por los helechos? Ahí no hay nada parecido a un cuervo o un pájaro de ningún tipo. ¿Qué quiere decir?
Aparto la mirada de este laberinto de piel, para encontrarme con la suya y seguir preguntándole, aunque parece olvidarse de mí. Mira por encima de mi hombro hacia el extremo norte del puente, sólo su ojo muerto brilla, su vista va más allá del otro lado, lo que me hace temblar con la idea de no estar aquí. Está claro que está examinando algo que está a mis espaldas. Echo un vistazo, para verlo por mí misma.
Lo hombres se encuentran en las aguas poco profundas, vadeando a la altura del muslo mientras se reúnen alrededor del puente. Tocan con unos palos algo alojado ahí para engancharlo; se gritan unos a otros como niños nerviosos, mientras tocan eso, chapotean, y empujan: Id con cuidado. Ahí, atentos. Ya sale. Aquí lo tenemos…
Es grande. Carne gris que se balancea sobre las aguas. Los hombres jóvenes se reúnen a su alrededor. ¿Un ternero ahogado al que se le ha llevado la crecida del río, o…?
Un pensamiento me viene de repente. Los jóvenes agarran con fuerza a la criatura por debajo de sus brazos y la arrastran formando un surco plateado hasta la orilla, donde la sacan chorreando, y cae pesadamente y desnuda sobre la hierba de manera que podemos verla bien.
Oh no.
Sus pechos son como pescado cocido. Tiene la lengua llena de algas y mira fijamente. ¿Por qué no está ya a medio camino del mar, cubierta hasta las costillas de cieno o estrangulada entre las redes de pescar cangrejos, absorbiendo el mar, yaciendo quieta entre una extensión de manos cortadas que aún se retuercen y gesticulan? ¿Cómo es que, muerta, se le ocurre parar aquí en el lugar que ha estado buscando al estar vivita y coleando? ¿Cómo pueden tener los muertos un destino al que ir? De la boca corre un hilillo de agua. Está llena de sanguijuelas, de joyas de flemas negras pegadas a su empeine.
No la conocen, ¿verdad? Tampoco el anciano. Ella no ha venido por aquí antes. Sólo es presa de la carroña. Una pobre cosa que viene del río con mordeduras de peces en la garganta, asesinada, pero no es la hija de nadie. Usin. Ése es ahora mi nombre, y el suyo se lo ha llevado el agua junto a todo su color y su sangre. No es sino fruta podrida de la marea, desnuda y sin nombre, que lucha por mantenerse a flote en las franjas de suciedad que señalan hasta donde sube el agua, ya no es un problema para nadie. Las ondas de la corriente aparecen copiadas, como réplicas empapadas, sobre su piel escrita y llena de pequeños arroyos. La nariz es una caverna, y una de las mejillas está agujereada por los espinosos.
El anciano me ordena que le levante y que empuje su cama construida con ramas a través de los troncos elevados hasta donde están reunidos los aldeanos, allá abajo en su extremo más lejano. Las piernas con la piel erizada hasta donde llega el agua con sus húmedas piedras preciosas, la parte de abajo marcada por ganchos y espirales, los aldeanos se quedan quietos como piedras alrededor de la que aún más quieta está.
Al oír el traqueteo de la litera arrastrándose cerca por la madera, los hombres alzan la vista, fruncen el ceño cuando me ven pero lo desfruncen al ver a quién traigo arrastrando tras de mí. Olun levanta la cabeza desde su camastro y estira el cuello para ver más allá de los que están de pie junto al cadáver. El hombre de tripa prominente, que es quien ha visto el cuerpo primero bajo el puente, se toca con un dedo la frente y dice entre dientes, «Que la fortuna acompañe al Hob,» después aparta la mirada de Olun, y se queda contemplando fijamente la hierba como con miedo. Los demás hombres hacen lo mismo. ¿Qué es lo que hay que temer de este saco de huesos pintado? Aun así se muestran agitados ahí debajo de nosotros en la orilla del río y esperan a que hable.
—Esta mañana ha habido sangre en mis deposiciones, lo que revela que hay problemas en el puente, y eso me trae aquí.
Los hombres se miran los unos a los otros, asustados y atemorizados de que este hecho fuese conocido por Olun mucho antes de pensar en echar un vistazo debajo del arco del puente envuelto en sombras. La risa se me ahoga y hace burbujas en mi nariz: si todos los de esta tribu son tan tontos del culo como éstos, no me extraña que crean que Olun es el hombre sabio. Esta misma mañana me ha hecho arrastrarle durante leguas, aunque sin hacer ninguna mención de este presagio que le han dado sus intestinos, menudo engañabobos. Se me ocurre que vive de los tontos crédulos, al final va a ser cierto que soy la astilla del mismo palo. Bueno, con todo, casi podría ser mi padre.
El hombre tan gordo que parece preñado mueve una mano hacia la mujer con el cuello cortado que está a sus pies.
—Bueno, he aquí la causa de tu presagio. La encontramos debajo del puente, hecha papilla al haberse golpeado contra las presas de los castores.
Por todas las marcas, ¡he ahí la razón! Por eso no está ya danzando de camino a la Tierra Caliente en la resaca o destrozada a picotazos en un arrecife de sal: ¡el puente está construido sobre las presas de los castores! El hombre gordo se calla de nuevo, espera una vez más a que Olun pronuncie alguna palabra, sus compañeros se mueven inquietos a su lado.
Ahora Olun hace una cosa rara y aterradora. Cierra un párpado de color chillón sobre el ojo que ve, de modo que el ojo ciego de color blanquecino parece mirar fijamente la carne repanchingada de la muchacha, fría entre la hierba.
—Le han cortado la garganta. Le falta una oreja, y del mismo modo el pulgar.
Está claro que el anciano se ha fijado en estas cosas antes de cerrar su ojo bueno, aunque resulta extraño ver cómo la examina con su ojo malo. Supercherías y nada más, si bien saberlo no lo hace menos espantoso.
—Lo último que hacen es arrojarla al río, ya que le rebanan las tragaderas antes. Del mismo modo, antes de morir la torturan cortándole la oreja y el pulgar, así que debe de sufrir todo eso en primer lugar. No la mutilan por diversión, ¿por qué si no detenerse en una oreja, en un pulgar? Estas crueldades están hechas con un propósito, y una vez cumplido el propósito, la muerte las sigue de inmediato. Ocurre en algún lugar río arriba, no hace más de un día.
No, no es sólo la estupidez de su tribu lo que le hace parecer más listo. Aquí actúa con astucia. Es lo bastante astuto como para dar miedo. Miro hacia abajo, me doy cuenta de que el cuello de la mujer está marcado por una mancha, de verde moho. Mancha que no he visto al lanzarla al río, quizás la sangre después del tajo la ha ocultado.
—Aseguraos de que nadie la mueva. Id a contar a la casa redonda lo que hay aquí.
Tras esto, me ordena llevarle de vuelta por el río, traqueteando por la pendiente sur del puente, y a través del césped desgastado que circunda la ribera. Pasamos de nuevo por el estanque cenagoso pintado de blanco por los juncos, junto a su isla con una corona de leña donde los muchachos lampiños se divierten desnudos, boca abajo sobre las rocas cocidas por el sol. Por encima de esta pira está sentado su muñeco, su cabeza de paja se inclina a un lado, contemplándonos mientras pasamos, aunque aún no tiene cara. Las mismas hojas se levantan, formando un chapoteo seco y dorado alrededor de mis talones.
El silencio permanece hasta que estamos casi a medio camino de casa, donde mi pregunta no puede seguir sin respuesta.
—¿Y ahora qué va a pasar con esa pobre mujer asesinada? —Lo digo como quien no quiere hablar de ello, como si no me importara.
Su voz viene desde atrás por encima del chirriar y crujir de su camastro, un susurro pronunciado con sufrimiento.
—Oh, no hay mucho de qué hablar. El río nos trae cosas así de vez en cuando. Toda clase de acontecimientos tienen lugar entre los desfiladeros del norte, y sus restos acaban aquí: niños recién nacidos no deseados por sus padres, reses con demasiados ojos, o los ancianos que estorban. Por si llevan la marca de la plaga en ellos los enterramos al cabo de un día, ofreciéndoles flores en vez de bienes. Aquí ésa es la costumbre…
Se detiene. Con el viento este llega un lamento que viene de lejos. Me doy la vuelta para mirar y, ante mí, se extienden los campos empapados y más allá la colina con su cima rodeada de humos. Las pequeñas figuras levantan sus brazos, desconsoladas en la distancia.
—Aunque hay algunos que desean hacer las cosas de otra manera —concluye el hombre sabio, y continuamos hasta llegar al fin al poblado protegido por los helechos. Una vez ahí, Olun le cuenta al centinela, con sus manos de murciélago aleteando, lo de la mujer asesinada junto al puente, y le ordena correr la voz.
—Que la fortuna acompañe al Hob —dicen todos los aldeanos mientras dibujarnos un surco en la tierra situada entre ellos, al volver arrastrando el camastro hacia la morada de Olun—. Que la fortuna acompañe al Hob.
Se me ocurre pensar que se dirigen a los dos.
No. No, a mí no. Ser una mujer Hob no es para mí, aprender cada cántico es algo muy pesado, tener una choza en la que no te puedes mover por todos los objetos siniestros que hay. Conocer cada mandamiento y cada ceremonia, vestida con una túnica llena de caras. No.
Tampoco es agradable la idea de malgastar lunas aprendiendo todas las supercherías del anciano. No se puede saber cuánto tiempo va a pasar hasta su muerte. Depende de mí encontrar una manera más rápida de sonsacarle sus secretos.
Ahora que lo pienso: puede que reniegue de su hijo y no le quiera, pero el hijo conoce las enseñanzas del padre. Sí. Sí, ésa es una buena idea, hacer una visita a mi hermano Garn, antes de que las sombras se alarguen mucho más, puede ser algo bueno. Me puede hablar de los túneles que su padre recorre en los sueños de perro. Pero ¿qué son los sueños de perro?
Tras un rato, la gran Hurna vuelve andando torpemente a la choza de Olun después de sus rezos en la colina, su cara basta está totalmente roja y toda brillante tras realizar sus plegarias bajo el humo. El anciano le dice que es una vaga, y que necesita que le cubra con masilla las zonas doloridas. «Hoy están mal», se queja. «Tienes mucho trabajo por delante».
Ella asiente con la cabeza, sin rechistar, le aparta del sol y le lleva por el montón de maravillas que llena su choza. Al quedarme sola, se me ocurre que ahora puede ser un momento tan bueno como cualquier otro para visitar al hijo del hombre Hob. Se oye a Hurna hablar muy dentro de la choza, intenta aún persuadir al anciano para que abrace su fe mientras cura sus marcas en la piel. Los retazos de su conversación vagan por las maderas que se balancean colgadas a un lado de la entrada.
—El mundo está hecho de fuego, que es de ese modo superior, y acaba en el fuego como dicen todos los profetas. El suelo de la tumba puede traer pestes y epidemias para atormentar a los vivos, pero los que elegimos el camino brillante dentro del momento de sueño no dejamos sufrimiento detrás. Todo lo que es puro dentro de nosotros se eleva, salvo nuestros residuos. Los que proclamamos este credo… —y sigue y sigue, con su voz insípida como el murmullo de una colmena. Es increíble ver cómo estos seres piadosos se las arreglan para ser a la vez unos locos y unos aburridos. Mejor me escabullo, entre las chozas adormiladas y les dejo parloteando, en este mediodía.
No hay mujeres espíritus en los árboles, no hay dioses bajo la tierra, salvo si están tan chalados como Hurna. Toda la gente nace simplemente porque una pobre chica de campo enseña el culo en las hierbas altas, y entonces la montan, y tampoco hay apenas una razón mejor en nuestra muerte. ¿Qué dios es ése que nos derriba con el veneno de una abeja pisoteada? ¿Quién nos coloca en este lugar y luego inunda las cosechas de modo que no hay suficiente comida para alimentarnos?; ¿quién nos lanza cenizas desde el cielo y ciega nuestro ganado? Si son los dioses, tienen un extraño sentido del humor.
Y aun así, en cada aldea, hay hombrecitos de caras gordas y muchachas enfermizas que se azotan a sí mismos y ayunan para complacer a algún espíritu oso, o a algún árbol que se imaginan que habla con ellos. ¿Cómo pueden exigir costillas famélicas y espaldas azotadas además de los sufrimientos que ya hacen caer sobre nosotros? Si nosotros en este mundo somos crueles por necesidad pura y dura, ¿cuánto más malvados son los dioses que sin razón alguna nos atormentan hasta la muerte? Tales cosas no pueden ser.
No son los dioses quienes nos dan la bienvenida más allá de la tumba, sólo los gusanos.
Los niños pequeños chillan y revolotean entre las chozas de la aldea, donde los hombres ahúman pescado sobre pequeños fuegos y las mujeres sacan con el pedernal los últimos trozos llenos de sangre de la carne de las pieles a las que han quitado la lana. Sus madres mastican la piel para ablandarla. Los chillidos y gritos de cháchara están por todos lados. Entre el vapor del caldero un perro cojea junto a la pelvis hecha trocitos de otro que acaba rápidamente entre sus mandíbulas. Con ojos llenos de mal genio me observa pasar.
Un hombre demacrado que muele el grano sobre una piedra plana me dice que Garn ha levantado su forja en la parte este del valle, sobre La Colina de la Bestia. Esto me viene bastante mal, ya que mis pies desnudos deben recorrer otra vez la gran caminata de esta mañana, pero no hay otro remedio, y hace un buen día.
Fuera de la puerta norte del poblado, un grupo de hombres está reunido alrededor del borde de una fosa recién cavada, en cuyo interior un oso de tierra se pelea contra una manada de perros. Uno de los perros está casi destripado, sufre desgarros producidos por el golpe de la zarpa del oso de tierra. Arrastra sus cuartos traseros sobre la tierra ensangrentada y aúlla, sus entrañas sobresalen a través de la herida de la tripa.
El otro perro es más fuerte y está loco de hambre, eso se ve en sus ojos. Intenta morder y embiste, logra dar un golpe que pinta de rosa la franja blanca de la frente de su adversario, el líquido cae como un hilillo hasta que el oso de tierra se ve cegado por sus propios fluidos. Lo hombres se arremolinan junto al agujero y se ríen, de modo que un temblor se propaga por sus pechos suaves y del color gris de las arañas. Aplauden. Juegan con sus pelotas sin darse cuenta.
En el foso, ahora ocultos a mi vista por un muro de espaldas llenas de verrugas, el oso de tierra grita triunfal, o agónicamente.
Continúo mi camino, un sendero que sale serpenteando por las puertas de la aldea a través del pantano, es entonces cuando el huerto de torsos se me echa encima con su carne azulada incluso antes de acudir a mis pensamientos.
Parecen cabezas cortadas gigantes, con su sexo como boca y los pezones como ojos, cada uno con un penacho de moscas de la carne arrastrándose en la brisa. Hormigas pecosas se mueven, por el rabillo de mi ojo. No mires. Sigue caminando, y deja de olfatear la fragancia a gusano en el aire.
Cruzando las grandes extensiones de tierras húmedas se encuentra el montículo de flancos desnudos que llaman La Colina de la Bestia, los fuegos de su cumbre están ahora apagados, su corona plateada de humo está desperdigada, y todo lamento ha desaparecido. Por encima de esto, en la ladera este del valle, un hilo gris se retuerce hacia arriba solo a través del cielo pálido desde la forja de alguien que trabaja con el cobre.
Ésta es la última era del mundo, hemos llegado tan lejos como podemos llegar en nuestro camino de lo que es natural. Hemos domesticado y amansado a la bestia nacida para vagar libre. En chozas nos pegamos a la tierra pantanosa como conchas de caracol, el modo de vida de los padres de nuestros padres ha sido llegar a un lugar para después marchar. Cocinamos la sangre de la tierra y dejamos que se coagule en coronas y dagas; imponemos nuestro camino recto sobre los campos tortuosos y comerciamos con pieles negras. Pronto, los océanos se van a alzar y se nos van a llevar. Pronto, las estrellas van a caer.
Atravieso las extensiones de tierra exuberante y cuyas heridas son los charcos; los macizos temblorosos llenos de musgo fangal; mientras nubes oscuras como mosquitos pequeños amenazan lluvia sobre un arroyo tan gris como el estaño. Las enormes ovejas silvestres que pacen en las laderas más bajas me miran desde la distancia, me ven dar vueltas a su alrededor con recelo y seguir hacia el borde del valle, camino arriba junto a la pared situada más al norte de La Colina de la Bestia.
Ahora estoy en la cima de la colina, y echo la vista atrás. Los muros de tierra que forman un círculo en su cumbre, vistos a la luz del día parecen dejar claro que alguna vez en su interior ha habido bestias, aunque ahora sirven a otro propósito. Entre los círculos inclinados enormes flores de hollín se cauterizan en la tierra, los pétalos de sombra brillan alrededor de un centro gris que se desmorona, aún caliente. No hay gente a la vista, así que continúo mi escalada hacia donde los árboles se han quemado hasta convenirse en tocones a lo largo del filo desigual del cielo rasgado. Un humo del color de los dientes ondea desde la forja a jirones, banderas breves y sucias que me guían hasta ahí.
La guarida de Garn se erige en soledad entre los feos tocones de puntas chamuscadas; es todo techo, tiene unas paredes tan pequeñas que apenas pueden verse bajo el cono verde espectral de los juncos. La forja está hecha sólo de piedra, y enmasillada con barro. Sobresale de la choza a la altura del cuello, y junto a ella está Garn agobiado por el calor. Debe de ser él, sus ojos se parecen tanto a los del hombre sabio, aunque tiene una constitución muy diferente.
Va desnudo hasta la cintura y lleva un mandil colocado un poco más abajo. Está gordo, pero está duro, tiene marcas gruesas como losas alrededor de unos brazos rojizos y brillantes, su pecho ancho como un roble que no porta cuello alguno acaba directamente en una cabeza de toro. Sus rasgos parecen muy pequeños, todos juntos entre la distancia de unas mejillas suaves como las de un bebé, bajo la total falta de expresión de su frente húmeda.
En una mano enorme agarra una barra agrietada que sostiene el metal con el que va a trabajar sobre el carbón hasta que tenga el color del sol al amanecer. Entonces la levanta, se mueve con energía, hacia el bloque donde golpear en el que, con un martillo de piedra, aporrea su longitud iluminada sobrenaturalmente hasta ser una hoja fina a lo largo de uno de sus bordes. El impacto y el sonido metálico, el impacto y el sonido metálico, una estela de chispas surge dé repente con cada golpe, el sonido se hace visible en un canto brillante que se va apagando mientras se desploma en la tierra.
Ahora la hoja se apaga, la arroja a un abrevadero de madera vieja, lleno de musgo, donde el agua tose una vez para tragársela, después da una bocanada de vapor que moja aún más los papos del que trabaja con el cobre. Me dirijo hacia él entre las maderas derribadas por el fuego, la ferocidad de su determinación me mantiene callada y entonces alza la vista y entorna los ojos para poder distinguirme ya que el sol está a mis espaldas. Su barbilla es redonda, como tina manzana cangrejo que se mece medio hundida entre la carne ondulante. Una perla salada gotea en ella, luego otra, levanta una mano para cubrir sus ojos con una media máscara de fría oscuridad.
—¿Qué quieres? —su voz es maravillosamente suave para provenir de tal bestia del horno que resopla y brama entre gases llenos de chispas.
—¿Te llamas Garn?
Ahora baja su mano y se vuelve hacia la forja.
—Sí, ése es mi nombre. ¿Qué quieres? —Trabaja con un fuelle hecho de pulmón de caballo, avivando de nuevo el carbón.
—Me llamo Usin. Soy Usin, la hija de Olun.
Entonces el fuelle toma aire, poco a poco se ve liberado de su tarea de modo que las brasas se enfrían y forman un capa como de polvo de polilla. Ahora la enorme cabeza se gira una vez más hacia mí, sus ojos se entornan mostrando sospecha. Preocupado, limpia con sus labios la parte de atrás de una gran zarpa y se deja una mancha negra que va de la boca a la barbilla. El silencio se mantiene un rato, ahí en la arboleda de cenizas, las esquinas llenas de hollín de su boca regordeta como la de un bebé comienzan a estirarse, de forma desganada.
—¿Ha mandado a buscarte a ti cuando no ha podido conmigo? Ahora quiere cargarte a ti con sus cadáveres y sus cortezas pintadas, ¿verdad? Bueno, que la fortuna le acompañe.
Su cara muestra un gesto de desprecio, se aparta de mí, y se pone a darle al fuelle de manera furiosa.
—Que la fortuna acompañe al Hob —añade hablando por encima de su hombro, desde donde escupe un salivazo de amargura que chisporrotea en los carbones taciturnos.
—¿Eso es todo lo que le tienes que decir a tu hermana? —Mis palabras tropiezan un poco traicionando mi valentía, vacilando. Me da miedo por su tamaño y ferocidad.
—¿Mi hermana? —No mira a su alrededor, sino que estruja aún más su artilugio hecho de yegua, avivando las brasas hasta que alcanzan su mediodía.
—El viejo afirma que no soy su hijo, y en lo que a mí respecta él no es mi padre, entonces, ¿cómo puedes ser tú mi hermana? Lo único que buscas es el tesoro del viejo, si no, ¿por qué has recorrido este camino? No es que te preocupes por él, de alguien que no ha deseado nunca verte desde que eras un bebé.
El brillo del carbón ahora colorea sus brazos y frente. El fuelle cesa, y da unos pocos pasos lentos hasta un tocón cercano, donde yace el mineral en bruto, todo frío y basto. No me mira en todo el rato, pero habla, y lo que dice está lleno de rencor.
—Si tanto deseas sus riquezas, entonces quédatelas. Es algo sucio, lleno de delirios e ideas extrañas. Que te aproveche. Ahora déjame en paz con mi trabajo. Ya ha sido suficiente haber pasado todos mis años jóvenes en ese laberinto cubierto que él llama choza, así que no quiero saber nada más de eso. Es algo malo, eso es, todo eso de arrastrarse bajo tierra y hablar con los muertos. Tú dame mi mineral limpio y déjame.
Ahora elige una fea vara manchada que tiene el color de las hojas alrededor de nuestros pies, y vuelve con ella a la forja.
El camino que han de seguir mis preguntas es claro.
—¿Qué es eso de arrastrarse bajo tierra? ¿Tú has visto, con tus propios ojos, a Olun hacer esas cosas?
Garn coge su barra para manejar el mineral otra vez, y mete el lingote en la grieta de la barra. Gira la cabeza para mirarme, su carne joven está llena de enfado, luego aparta la mirada. Con su vara partida empuja la veta de mineral profundamente dentro de la boca del horno y lo aguanta ahí.
—¿Qué? ¿Verle bajar por agujeros o adentrarse en huecos? ¿Estás loca? No está permitido ver esos caminos secretos salvo si eres un hombre sabio. Ahí es donde guarda su tesoro, ¿sabes?, y donde van todos los huesos de Hob y la mujer Hob.
Me sonríe, y tiene cara de saber algo que no dice, su voz ha ido bajando hasta ser como la de alguien que trama algo con otro.
—Pero he aquí el truco: no vas a saber ni un poco de su secreto, salvo si lo conoces por entero. Has de saber, como él, cada sendero y pasaje perdido de hierba, y el nombre de cada campo. Has de saber, tal como él sabe, cuándo vienen las inundaciones, y cuándo los que se llevan el ganado se acercan con sigilo o dónde tienen sus escondites. Tener cada árbol; roca; sendas que no has caminado en años, presentes en tus pensamientos a cada momento por un extraño arte que ningún hombre normal puede comprender. Cada pozo y banco de pesca. Cada tumba y veta enterrada.
Esto último me deja asombrada. Entre el carbón, la barra de Garn tiene el color ora de la sangre seca, ora de la sangre fresca.
—¿Cómo puede ser algo malo poseer tal conocimiento? ¿Tú, que trabajas el metal, seguro que para ti es mejor tener conocimientos sobre las vetas y los filones?
Niega con la cabeza. «Si toda su sabiduría es mía, entonces trabajar con el metal ya no es más mi arte. Si todos sus pensamientos son también mis pensamientos, entonces él es yo y yo soy un hombre Hob como él, y me quedo sin ningún pensamiento propio. Estos pensamientos, no son ni siquiera suyos, ni siquiera de su padre ni de los padres de sus padres. Esas ideas en él que dan forma a todo acto o palabra suya son tan antiguas como las colinas. Parece que el viejo y los ancianos que han estado antes que él son uno, un solo ser, una única manera de mirar, única y eterna a través del tiempo. No es algo natural».
«Mi forma de mirar no es la misma que la suya, ni he de renunciar a ella para que su vieja forma permanezca. Mi forja, mi fuego, mi conocimiento del calor y las temperaturas mejores, ésas son cosas que encajan en el mundo que ahora tenemos. Todo eso de buscar cosas bajo tierra con una vara y sus cánticos a mí no me valen, aún me provocan malos sueños, y han hecho que me aleje de él y de lo que hace. Esta colina es mi lugar. Hay algo en ella que la hace adecuada para los hornos, y el fuego se siente bien aquí».
Ahora el metal en la forja es casi demasiado brillante como para contemplarlo. Lo levanta con la barra en forma de pezuña y se lo lleva al bloque de golpear.
—No tienes por qué subir hasta aquí arriba para huir de un viejo que no puede caminar. ¿Por qué no escoges un lugar en la aldea más cercano a tus clientes?
Garn se queda inmóvil con el martillo levantado, a punto de comenzar una vez más el estruendo que dispersa a los gorriones, pero se detiene, alza su cabeza para mirarme fijamente con ojos tan llenos de desdén y odio que me hace dar unos pasos hacia atrás para alejarme de él.
—¿Vivir en la aldea? ¡Ja! ¿Y cómo puedes escapar de Olun dentro de la aldea? ¿Es que no me estás escuchando?
Me habla entre dientes, con un siseo más agudo que el del abrevadero al apagar el fuego: «Él es la aldea».
Y tras decir esto, se aparta. El martillo se alza y cae. Su repique ensordecedor me invita a marcharme, me lleva por ese claro de carbón, de vuelta al sendero que se retuerce junto a La Colina de la Bestia, y hacia abajo, hacia el suelo del valle. Desciendo, a lo lejos al sureste el poblado ya puede verse, las sombras largas tocan los campos. Es el final de la tarde.
Detrás de mí, mientras bajo, el martilleo se desvanece. Por encima de las chozas lejanas, hay una nube de humo.
Estoy inquieta. Me roe algo por dentro a lo que no puedo dar nombre, ni tampoco sé de dónde proviene, es como un cuerno grave tocando en mi corazón, un frío que congela mi vejiga. ¿Acaso algo va mal?
La Colina de la Bestia, el pantano, y los torsos. Al final, las puertas de la aldea aparecen ante mi vista, pero todo son gritos y alboroto. El humo pende por todos lados, una espiral que corona al sol que se pone y ahoga al poblado en una luz ardiente; son unas acumulaciones grandes y asfixiantes que parecen más hechas de ruido que de vapor, que tapan el lamento de los fantasmas, el griterío de bebés invisibles. Mi andar se acelera, corro hacia el muro de espinas enredadas y humo.
El hombre joven de la marca de nacimiento en la cara sale de su choza de vigilancia cuando me oye llamarle.
—¿Qué sucede aquí? ¿Es…? —Ahora el humo me muerde la garganta y me hace toser, no puedo hablar más.
Las lágrimas relucen sobre su mejilla moteada, aunque si se debe a la pena o al humo es algo que no sé.
—Ha habido un fuego, entre los graneros del este. Ya está apagado. Nadie ha muerto, pero hay tantas chozas convertidas en ceniza como garras en la pata de un búho.
Me abro camino entre los montones enroscados como serpientes, los velos aletean y la brisa los abre para mostrarme a una mujer agachada limpiando la cara llena de hollín de su niño pequeño, o a un par de hombres de pie junto a una ruina que arde débilmente, haciéndose bromas pesadas el uno al otro.
—¿Has visto cómo nuestro Padre ha salido bien de ésta?
—Sí, pero he pensado coger al muy vago y arrastrarle dentro de nuevo.
El velo vuelve hacia atrás. Se ríen, y no me ven pasar a su lado.
Más allá de la parte sur del poblado está la choza de Olun, no ha sido tocada por el fuego ni le ha fastidiado mucho el humo gracias al viento del sureste. Esta misma corriente de aire me trae ahora un sonido que acelera de nuevo mi paso. Olun chilla más alto que el gran cerdo negro que corre perseguido por el dios muerto. Llego a la choza y me abro camino ahí dentro, la choza resuena por la avalancha de tambores embrujados y confeccionados con piel de enemigo, un estruendo que me guía a través de los amontonamientos morbosos hasta el centro circular.
Desnudo sobre su cama de helechos se retuerce y llora, Hurna está arrodillada a su lado con su cara carnosa, mientras aplica trapos húmedos alrededor de su pecho, medio iluminado por la fosa del fuego.
Me acerco, me agacho para poder mirarle más de cerca, está claro que tiene una quemadura monstruosa bajo un pezón arrugado. Las ampollas lloran un líquido desde la carne chamuscada y arenosa que corre entre sus conchas, aros y símbolos tatuados. Grita de nuevo, entonces se hunde en delirios provocados por la fiebre.
Poso mi mirada en Urna, que me mira también, son unos ojos impasibles tan planos como las cabezas de los clavos.
—¿Cómo se ha quemado Olun? El incendio de la aldea no ha llegado tan lejos.
Encoge sus hombros que son tan grandes como los de un chico que se dedica, a arar, gruñendo su respuesta. «Cuando el fuego ha empezado, en las chozas del este, antes de llegar la noticia. Tu padre ha gritado y ha ordenado verme, y ahí sobre su pecho, me he encontrado una quemadura horrible».
Una pequeña sonrisa de satisfacción se dibuja entre sus labios finos y secos. «Para mí, es una señal de que debe cambiar de fe».
El anciano grita de nuevo.
Si el fuego quema una aldea, ¿pueden sus cicatrices surgir en alguien que piensa que es la aldea? ¿Son el mismo penacho de humo el que sale de sus pulmones y el que sale de los estrechos senderos del poblado? ¿Un fuego para freír unos peces curados se le va a alguien de las manos y a media legua de distancia un pecho se ampolla por su calor? No. Tales cosas no pueden ser, a menos que las pisadas de nuestros días resuenen en sus venas; a menos que el pis de los perros en los tocones lejanos amarillee ahora sus dientes. ¿Nuestros cielos se oscurecen si cierra los ojos, nuestra ribera se desborda si moja su litera por la noche? ¿Esa brisa que huele a carne estropeada que sopla entre nuestras chozas, es su aliento? ¿Y qué hay de la muchacha muerta que se mueve entre las olas corriente abajo a través de su intestino, de modo que la sangre mana por donde sus uñas de cadáver dragan el lecho suave como una esponja, y que es vomitada al final contra la presa hecha de troncos de su trasero?
No. No, debe de ser que el anciano se ha quemado él mismo, a menos que Hurna chamusque su pecho por diversión. Ha sido de una manera u otra, porque un lugar no es una persona, no hay entendimiento entre la carne y el campo.
Nosotros morimos. El camino permanece.
Los movimientos, derrumbes y hundimientos apenas oídos del carbón que se apaga son la única señal del paso del tiempo en la choza de Olun. Eso, y que los lamentos del anciano se han ido desvaneciendo poco a poco, sus contorsiones dolorosas se han ido deteniendo hasta convertirse en un tic; un estremecimiento de vez en cuando.
Sus gemidos se vuelven más suaves aunque no menos urgentes, suenan como lanzados desde un lugar remoto, el anciano vaga perdido lejos de nosotros, sus gritos de ayuda se desvanecen mientras se adentra en los senderos del crepúsculo tejidos a través de la aldea extraña y compleja de sus sueños. Desnudo sobre la cama de ramillas entrelazadas se queda quieto; duerme.
Sentadas una a cada lado de él dentro de nuestro cono de luz de brasas, la gran Hurna y yo no tenemos mucho que decir. Compartimos un cuenco de requesón con trozos de un pan con los que hacer sopas. Desde los empinados alrededores de curiosidades, los pájaros muertos nos observan mientras untamos y nos limpiamos la barbilla. Sus ojos me turban, llenos de un conocimiento sombrío sobre la muerte.
Al acabar su pan y el requesón, Hurna se sienta en silencio durante un rato, con un extraño gesto en la cara hasta que suelta un gran eructo que retumba y retumba como unos sapos cantando a coro. Parece mucho más cómoda después de esto, rápidamente empieza a hablar de su fe, aunque, por lo que veo, quiere hablar más de la mía.
—Tú te crees todo esto, ¿verdad? —aquí hace un gesto hacia las estalagmitas tambaleantes de basura que están a nuestro alrededor, como laderas amenazantes. Me encojo de hombros como respuesta, lo que ella se toma como una invitación a hablar; como que estoy de acuerdo con su forma de ver las cosas.
—¿No? Bueno, no tienes pinta de creerlo, y no tienes que culparte por ello. Ideas viejas y sucias, eso es todo lo que son, y tenemos suerte de que la mayor parte de la gente buena de estos tiempos conozca un camino mejor.
—¿Oh? ¿Y qué camino es ése? —pregunto con poco interés, y a pesar de ello se agarra a esa respuesta como un hombre con labios leporinos a un cumplido.
—Mi camino. El camino de mi gente. No tratamos con dioses que moran bajo la tierra y que reciben a los muertos. La tierra no es sino el más bajo de los espíritus, tiene a la madera y al agua, al aire y al fuego por encima de ella en importancia. La Tierra es desde donde debemos elevarnos, ¡no enterrarnos! El joven Garn, eso lo ve bastante bien, pero Olun no escucha.
Entonces inclina la cabeza hacia el anciano, que se mueve nerviosamente en su camastro desnudo salvo por sus líneas y espirales, sus dibujos de cuervos.
—Tu padre se aferra a su viejo camino y no hace ni caso. Incluso cuando le decimos que al morir puede descansar en el círculo interior de La Colina de la Bestia, en una urna con las reinas, a él parece no importarle.
Sus ojitos estúpidos muestran cierta astucia.
Si hablas con él, si le cuentas que nuestro camino es superior, a lo mejor hace caso a lo que tú le dices, y puedes triunfar donde yo o Garn hemos fracasado.
Me enfurece que urda tramas en contra del anciano de esta manera. Eso es cosa mía.
Mis palabras son mordaces. «A mí no me importa dónde ponen a un hombre, o a una mujer, cuando está muerto. Enterradles allí donde caen, o…». Me doy cuenta de que estoy a punto de decir «Tiradlos al río», mi rápido ingenio me rescata justo a tiempo: «… o dejadles colgando para los pájaros. Esto puede ser una gran preocupación para ti y Olun, pero no lo es para mí. Toda esta charla me cansa. Mi cama está blanda, mi padre parece que duerme tranquilamente, y es hora de que yo descanse. Ten una noche tranquila».
La dejo sentada en cuclillas con cara de pez junto al camastro, me abro camino entre los colgajos decorados hasta mi cama: hay un pozo profundo y quieto de piel y comodidad esperándome; esperando mis huesos cansados de tanto caminar todo el día. Tras quitarme todo salvo el hilo de cobre del que cuelgan mis cuentas, las pieles se cierran sobre mí como si fueran aguas oscuras y cálidas. Me hundo. Me hundo más profundamente en la negrura que se arremolina.
Aparece un gran perro, sus grandes ojos están vacíos salvo por un blanco parecido al relámpago, se trata de un resplandor sin llama que puede quemar el mundo. Ahora una luminosidad intensa mana de su boca, se abre paso a través de la crudeza de su mandíbula, y pulmones…
El grito y la luz del sol me despiertan, estoy tan atrapada en mis pensamientos al levantarme que el sonido y la luz parecen ser una sola cosa. El grito es mío, lo detengo en cuanto me doy cuenta de ello.
¿Cómo ha llegado la mañana tan pronto? Parece que hace nada he cerrado mis párpados y ya están estos rayos groseros abriéndolos, a pesar de que pueden estar pegados con arena y pestañas. El olor a comida hace que me quite mis pieles nocturnas y me ponga mis ropas. El sueño que me ha despertado con un susto tremendo ha desaparecido, a pesar de mis esfuerzos no lo recuerdo. Oh, bueno.
Mi estómago ruge y me ordena que me levante para localizar la madeja de olor a comida que está enredada entre los vertederos de tradiciones populares, maldiciones, y recuerdos. ¿Qué gran festín ha preparado para mí Olun esta mañana? Mi mano da un empujón a las maderas de la puerta en su cuerda chirriante para poder salir y ver mi comida.
La muchacha muerta está a mis pies, estirada y boca arriba sobre el polvo frente a la choza. Una acusación hecha por unos ojos nublados que me miran fijamente, una cara sin expresión a pesar de que hay una sonrisa negra justo debajo de su barbilla, por encima de las manchas de verde cieno que marcan su cuello estrangulado. Un blanco azulado. Un brillo sutil, cierto color a luna en su piel. Sus dientes posteriores, apretados, desnudos a la vista por el agujero horadado por los peces en su mejilla.
En el extremo más alejado del cadáver, mirando hacia mí, los chicos duros de la reina bruja, Bern y Buri, están en cuclillas sobre sus piernas relucientes como un solo hombre cuya sombra ha cobrado vida, ambos desnudos salvo por las vainas para la polla hechas de bagre vaciado cuyos ojos se salen de sus cuencas por el horror de su situación desesperada, cuyas feas bocas de finos labios boquiabiertos exponen pinchos amarillentos como colmillos. Los matones salidos de un molde y sus bagres me miran fijamente.
Lanzo una mirada llena de pánico que va desde los chicos duros afeitados hasta la muchacha muerta tirada ahí entre nosotros y que vuelve hacia atrás, entonces mi vista se posa en Olun, quien reposa su cuerpo embadurnado de sueños poco detallados sobre un codo tatuado que descansa en la cama de ramas, quien ha sido arrastrado justo al lado de su hija asesinada. Aunque está mejor que anoche, aún parece estar enfermo y débil, mucho peor de lo que últimamente me ha parecido. Sobre su pecho lleva atado un vendaje hecho de trapo y barro para contener el lagrimeo de una quemadura que desafía el sentido común, de cintura para abajo está cubierto por las túnicas de piel de perro. A cierta distancia está Hurna, parece atontada mientras remueve un revoltijo de pez y comida sobre un fuego vacilante.
El anciano estira su cuello formado por gruesas cuerdas para tratar de verme con sus ojos desparejados, y me pregunta: «¿Por qué has dado ese grito? Lo hemos oído desde aquí fuera».
El ruido sordo de mi corazón me impide entender lo que dice, y evita que responda. Lo único que puedo hacer es mirar con los ojos bien abiertos al hombre brujo con la piel cubierta de dibujos y a su hija marcada por el río.
—¿Qué hace aquí? —eso es lo mejor que llega a salir a regañadientes de mis labios, prietos hasta quedarse sin sangre como riendas sobre el terror que se adueña de mí.
Olun baja la vista hacia la muchacha fría y quieta a su lado y se sorprende, parece darse cuenta en este momento de que está ahí, luego me, vuelve a mirar.
—¿Ella? Es nuestra costumbre inspeccionar a los muertos que no conocemos antes de enterrarlos para ver si portan las marcas de la plaga u otras señales. Esto se lleva a cabo en la casa redonda en condiciones normales, pero al estar enfermo debido a la quemadura no tengo fuerzas para desplazarme tan lejos, así que Bern y Buri la han traído aquí. Siéntate y observa. Recuerda que a mi muerte, estos deberes van a ser tuyos, además de otros muchos más.
¿Qué puedo hacer sino arrodillarme como me indica? Los dos chicos duros me muestran su sonrisa dividida mientras Olun se gira una vez más para inspeccionar a la muchacha. Respondo con una sonrisa vacilante.
Al cerrar su ojo bueno, Olun contempla sólo con su orbe ciego y escarchado a la muerta. Una garra quebradiza se acerca lentamente para reptar por su tripa, fría como la piedra pulida. Amasa y examina sus pechos flácidos, luego se escabulle aún más lejos, más allá de la línea verde alrededor de su cuello, para permanecer un rato en los duros labios de la herida profunda que hay bajo su mandíbula. Un dedo sigue su recorrido a lo largo de la misma y luego sube para hurgar en el agujero roído en su mejilla, y acariciar la costra roja con forma de tubo donde una vez ha estado su oreja. Un escalofrío me recorre cuando habla, aunque no hace frío teniendo en cuenta la estación en la que estamos.
—La han sacado del río hace un día. Quizás ha estado otro día flotando antes de ser encontrada, y por lo tanto la han matado no muy lejos de aquí; río arriba al norte. Le han cortado la garganta con una daga o un cuchillo de hoja corta, afilada y dura como para atravesar el hueso, como ha ocurrido con su pulgar.
Aunque pueden ver que me esfuerzo en no mirarles, los hermanos Bern y Buri me hablan a turnos, obligándome a alzar la vista.
—Me parece que ha muerto el día que tú has llegado. —Estas palabras las dice el hermano de la izquierda. Su voz es parsimoniosa y arrastra las palabras, en ella hay un tono extraño y alegre, aunque no se ríe ni entorna sus ojos mientras se pone en cuclillas y me mira por encima de la mujer salvajemente asesinada.
—Desde el norte. Ha llegado aquí desde el norte, igual que ella.
Es el otro hermano el que habla ahora, aunque en su voz y sus maneras son tan iguales como lo es su apariencia. ¿Qué es lo que quieren oírme decir?
El hermano que está más a la izquierda habla de nuevo. «¿Al recorrer el camino has oído algo en los puertos de montaña acerca de ladrones?».
Me medio ahogo por miedo a lo que pueden saber, esta idea es una balsa a la que me agarro agradecida.
—¿Ladrones? ¡Claro, puedes estar seguro de ello! Los viajeros que me he encontrado en estos últimos días en el camino no me han hablado de otra cosa. Se habla de una banda grande y fiera de hombres, aunque en mi caso los salteadores no se han cruzado en mi camino. En mi viaje aquí no ha habido incidentes.
Ambos hermanos fruncen los labios a la vez y luego asienten con la cabeza pensativos.
—¿Una banda de ladrones? —pregunta el de la derecha—. Puede ser. Cosas así hemos visto antes. Tienes suerte de no haberte encontrado con ellos.
—Sí —añade el hermano de la izquierda— teniendo en cuenta que has debido de estar a no mucho más de una legua o así cuando se ha cometido este asesinato. Has tenido mucha suerte.
Todos nosotros asentimos seriamente con la cabeza, reconociendo mi fortuna, y dejando que Olun continúe con su investigación.
Utilizando sólo el ojo ciego que permanece abierto el anciano mueve la palma de su mano bajo el montón de carne de la tripa de la mujer para explorar el monte de helechos rizados ahí en su bifurcación. Sus dedos sabios se mueven entre sus espirales y tirabuzones, apartándolos para ver mejor la loma fría y blanca de donde esta espesura surge.
—No hay moratones. —Entonces, el anciano chasquea su lengua mostrando decepción y un escalofrío repentino me recorre: antes de cerrar el ojo que ve no ha apartado el pelo para mirar. ¿Cómo puede saber si hay un moratón ahí o no sólo tocando? La mano baja aún más. Los dedos luchan por entrar como gusanos ciegos, deseosos por entrar en su abertura estrechada por la rigidez de la muerte, pero no consigue nada. La frágil mano pintada se retira. El hombre brujo habla.
—El velo de su raja está intacto.
Entonces los chicos duros alzan la vista a la vez con el mismo ceño fruncido y tenso en sus cejas afeitadas.
—Entonces, ¿no la han montado a la fuerza? —pregunta Buri, o Bern.
—Qué raro —replica Bern, o Buri—. Es una muchacha bonita y si le roban y la matan entonces ¿por qué no montarla primero?
No necesita añadir «eso es lo que nosotros haríamos», porque se lee en sus ojos. En vez de eso, frunce aún más el ceño y, tras pensarlo un poquito, se aventura a expresar su siguiente comentario:
—¿Tiene la sífilis?
El anciano niega con la cabeza de modo que las estrellas dibujadas ahí pierden el rumbo y descienden en picado.
—Nada de sífilis. No tiene la marca de la plaga tampoco. Se la puede enterrar. —Entonces vuelve el rostro hacia mí, y me muestra todo el dolor y la fatal debilidad esculpido en sus líneas. El anciano está más cerca de la muerte de lo que he supuesto antes de hoy, y aún no me ha hablado de sus túneles o de sus agujeros llenos de tesoros.
—¿Usin? —Dice ahora—. Aquí hemos terminado. Puedes ir a darte un festín con Hurna mientras preparamos a esta pobre niña para el entierro.
Aunque la compañía de Hurna no me resulta agradable, no me aflige cumplir lo que Olun dice, ya que es un gran alivio estar lejos de estos hermanos que parecen iguales y del cadáver que examinan tan a fondo. Su olor amargo me invade, camino desde la choza hasta donde la adusta mujer de dios confuso se agacha junto al fuego y da al pescado forma de pastelitos grises y planos.
Me da uno que es como un animal a medio formar, tan horrible que parece que le han aplastado bajo una roca al nacer. No hablamos, aún permanecemos pensativas por las palabras que cruzamos anoche. El olor de la muchacha muerta está por todos lados, alrededor de mi pelo y ropa, y tengo poco apetito. Me lleva tanto tiempo mascar cada bocado del pastel de pescado que no soy capaz de acabar más de la mitad.
Mi mirada abandona a Huma y se desplaza hasta el grupo que está ante la choza. Parece que los hermanos matones están ocupados envolviendo el cadáver con una tela de un color tierra apagado, el anciano les mira mientras reposa ahí junto a ellos en su camastro. Cuando está a punto de enrollar el sudario sobre su cabeza, uno de los chicos duros señala hacia la raya de agua brillante y verde como la de un tocón que rodea su garganta abierta por abajo. Murmura algo a su hermano, luego al anciano, quien asiente con la cabeza y contesta, pero están demasiado lejos de mí como para oír una palabra. Los hermanos se encogen de hombros, y continúan preparando a la muerta.
A mi lado, Hurna resopla de repente como para mostrar desprecio. «Más le vale no esperar de mí que le ayude a cumplir con este rito asqueroso. Eso depende de ti, muchacha. Te puede venir bien: uno debe prestar más atención a cómo se entierra a los muertos si uno mismo debe andar el largo camino a su tumba».
Se ríe y sus tetas se agitan. Por encima de mi cabeza un cuervo mira hacia abajo al pasar y chilla una vez, como alertándonos de que algo se acerca y no puede ser visto salvo por ese aviso que vuela en lo alto. Las nubes se juntan en el horizonte al este. En la aldea, los niños persiguen a un cerdo pintado entre las chozas, ora gritan de alegría, ora se quejan mientras la criatura asustada va de un lado a otro, como una mancha de color chillona que pasa como un rayo entre los graneros y donde se guardan los caballos, gritando. ¿Qué esperanza puede haber para algo tan estridente y de colores tan vivos? Ninguna. Seguro que ninguna.
Hay un miedo que va acumulando peso y forma en de mi tripa día a día, que se hace más impaciente e intranquilo como un bebé gris y frío moviéndose en mi útero. Una parte de mí me dice que he de irme de aquí, antes de descubrir con la visita de otro amanecer a una muchacha muerta frente a tu puerta. Márchate con la luz del lobo cuando no hay aún nada despierto salvo los pájaros; escabúllete entre las chozas que roncan para no volver jamás. Esto no es seguro.
Hay sombras que proyectan grandes amenazas detrás de cada casualidad, de cada comentario hecho por azar, y se quiere decir más de lo que se dice. Vete. Retoma el camino y deja atrás esos comentarios hechos entre susurros.
Y ahora otra parte de mí replica: No puedes marcharte, dice, y echar por la borda la única oportunidad que puedes tener jamás de conseguir una buena vida y riquezas, no cuando su hedor está tan cerca. Piensa en los túneles que pueden serpentear, inundados de oro, debajo de donde estás sentada; en los pozos llenos de tesoros lo suficientemente profundos como para durarte todos tus días. ¿Acaso eres una niña, asustada por unos sueños provocados por un requesón malo que te has comido antes de ir a la cama? ¿Qué lloriquea cuando hay chirridos en la oscuridad? Esos terrores nocturnos no deben apartarte de las cosas que el anciano te ha de dejar, que son tuyas por derecho. Quédate. Quédate y tómate tu tiempo, al final vas a acabar llevando un vestido largo de color y cenando copiosamente.
Pero ¿qué hay de ella, de la chica muerta? Si te descubren…
Ni lo pienses. No hay nada que establezca una relación entre tú y ella. Claro, incluso ahora los chicos duros, iguales como bayas en la ramita de un muérdago, preparan un ataúd en el que poder llevarla a enterrar. No va estar mucho tiempo por encima del suelo, y al caer la tierra sobre su cara, vas a poder sacarla de tus pensamientos.
Pero si su ojo muerto ve de verdad un mundo que no podemos ver…
Todo eso no son sino supercherías. Olvídalo y piensa, en vez de en eso, en el oro de Olun.
Pero…
Oh, callaos, los dos. Tengo un hueso de pez alojado entre mis dientes, y desde su choza el anciano me pide que le arrastre hasta lo campos de tumbas. Ya voy, padre. Ya voy.
Para variar, no vamos muy lejos. Caminamos desde el poblado hacia el sur, con Bern y Buri llevando a la fría difunta desnuda sobre el ataúd hecho de forma apresurada, mientras yo y Olun les seguimos rozándonos con todo. Por encima de nosotros, las hojas muertas crujen formando grandes muchedumbres que murmuran sobre cada rama anhelante.
El lugar de las tumbas está situado sobre una elevación libre de hierba que es más alta que las tierras cenagosas y encharcadas que empapan todo alrededor. Las mujeres de la aldea ya están ahí reunidas cuando llegamos. Alzan la mirada, en silencio, con los ojos entornados, arrodilladas de modo que forman un círculo en un lugar donde todo el césped ha desaparecido, la carne de la tierra de ahí abajo ha sido sacada a paladas y apilada a un lado como contaminada, revelando una herida del tamaño de un hombre. Se acuclillan alrededor de la tumba y con sus muchas manos trenzan un círculo de cabezas de flores.
Las mujeres se apartan para permitir a los hermanos afeitados y su carga sin vida moverse entre ellas, dan pasos largos, extraños y delicados para no perturbar el trenzado floral. Una vez junto a la tumba, Bern y Buri colocan el féretro sobre la hierba, uno de ellos baja al foso para coger el cuerpo que el otro levanta ahora, sus dedos aprietan los rizos bajo sus brazos. Así la bajan hasta boca de la tumba, con los ojos aún abiertos, mirándonos fijamente hasta que se hunde desapareciendo de nuestra vista con unas sacudidas inoportunas, cada bandazo y zarandeo va acompañado de los gruñidos de Bern y Buri. Tras colocarla sobre el lecho de la tumba, el matón sube para unirse a su hermano en el borde. Los cuervos revolotean ahí arriba, como copos de ruido chamuscado que se dispersan y se vuelven a juntar en el cielo vacío.
La ceremonia resulta ser algo aburrido y sin altibajos de emoción, sin alivio, esta luz matutina triste y tranquila aún la hace más plana: las palabras de la tumba hacen escala en la piel de serpiente de Olun que se cae desbastada, cada frase lanzada brevemente en las orillas del habla se ve luego arrastrada de vuelta por la resaca de la respiración tensa y quebrada; las mujeres, con sus cánticos, dan la respuesta aprendida hace tiempo y de forma dura sobre los agujeros de madres, maridos, hijos, y ahora se los entregan generosamente a una desconocida; Bern y Buri levantan un hacha de tierra, una cada uno, antes de que se acaben los cánticos, permanecen en pie apoyándose en un pie u otro impacientes por rellenar el agujero y volver con su reina, aquélla de la que se amamantan.
El eco del cántico a los huesos se desvanece, y se ve sustituido por otros ritmos. Bern y Buri, por turnos, colocan un hacha de tierra profundamente dentro de la colina de tierra desechada junto a la boca de la tumba, y entonces toman la tierra sobre sus hojas para arrojarla sobre los ojos de la muchacha muerta. Se oye el golpeteo y el martilleo arenoso, el repiqueteo de las hachas que se elevan y aporrean, una y otra vez. Su cuerpo yace inmóvil bajo esta brusca lluvia seca como en algún poblado abandonado allá en las tierras altas del norte donde toda vida ha desaparecido, silenciosa y quieta bajo la incesante lluvia de cenizas y barro que cubre ahora sus caminos arrugados y los árboles de espino amarillo encrespado, que borra del todo sus hendiduras y sus lomas. Sólo quedan los pechos y la cara. Ahora nada salvo su mandíbula; su barbilla. Ya no está.
La tumba está llena. Las mujeres elevan sus cánticos de nuevo, y Olun esparce dientes de perro sobre el montículo húmedo y aún sin pisar. Los pétalos de las flores trenzadas comienzan a retorcerse y oscurecerse. Todos vuelven a casa, con Bern y Buri marchando a zancadas a través de los campos, las mujeres les siguen formando un grupo estirado y ordenado. Nos chocamos y tropezamos por su culpa, pero enseguida están demasiado lejos como para llamarles, nos dejan a Olun y a mí solos.
—¿Por qué has esparcido dientes de perro sobre su tumba?
Planteo la pregunta más por romper el silencio lúgubre de los pantanos que por un gran deseo de saber la respuesta, a pesar de ello el anciano responde.
—Los perros espíritu la van a acompañar a buen puerto, y a guiar a través de los senderos subterráneos hasta la aldea de los muertos. —Parece que está a punto de decir algo más, pero le viene una tos espantosa y no puede hablar.
—Entonces, ¿sólo tú y los hombres muertos conocéis estos senderos subterráneos? —Ésta es mi siguiente pregunta, que realizo una vez su carraspeo se desvanece.
—Eso es bastante cierto. Parece ser que uno debe tener uno o ambos pies plantados en el mundo subterráneo para conocer sus recovecos. —Entonces se ríe, con un ruido quebradizo que está lleno de mucosidades, muy parecido a cuando aplastas un caracol—. Salvo el Viejo Tunny. Conoce cada recodo del sendero, pero toda su sabiduría está en sus dedos. No en su cabeza. Él…
Entonces el hombre sabio se detiene, como pensando que es mejor no contarme nada más. Al menos, eso es lo que me parece. Pasa un momento, luego otro. Aún no llega voz alguna por encima de mi hombro desde donde arrastro el anciano, ahí a mis espaldas. Al darme la vuelta, la razón de su silencio me queda clara: los ojos se le salen de las órbitas como dos huevos pintados. Bajo la desquiciada red de símbolos que marcan su carne, la piel se ha vuelto lentamente de un azul fantasmal.
¡Ahora no! ¡No antes de que contármelo todo! Dejo caer el camastro para correr, mis gritos alertan al poblado antes de poder llevarme mis pies hasta la mitad del camino. Salen andando torpemente de sus chozas, despacio primero y luego más rápido cuando ven quién grita y entienden lo que debe de estar pasando. Se apresuran formando una fila que camina hacia mí a través de la larga hierba gris del prado, limpiándose las manos en sus túnicas o subiéndose las mallas mientras corren.
Aún está vivo cuando volvemos adonde está, parte del color azul ha desaparecido ya, su pecho de pájaro ha vuelto a dar bandazos hacia arriba y hacia abajo. Intenta hablar mientras un hombre de hombros como los de una gran res saca a Olun de la litera para subirle en sus brazos y llevarle como a un bebé. Sus labios se mueven, frunciendo sus cicatrices coloreadas, pero de ahí no salen palabras. Le llevan a través del campo, rodeado de los cuchicheos y susurros de los aldeanos que se arremolinan a su alrededor como un enjambre tembloroso, hacia las colmenas lejanas del poblado, que ya zumban y bullen de murmullo y lamento.
Yace bajo el suelo, su boca abierta está llena de tierra, enganchado entre sus dientes hay un bordado seco y amargo de pelo de raíz. Ha venido aquí a por las posesiones que va a dejar su padre, y ahora está más cerca de ellas que todo lo que mi inteligencia me ha acercado, hay senderos secretos de oro a su alrededor mientras ella duerme y hiede y se descompone. La gravilla enjoyada se aloja entre los dedos de sus pies, masticada por los gusanos de plata en las casas del tesoro desaprovechado de los muertos; los muertos están solos en el mundo al no tener avaricia que satisfacer, ni miedos que superar ni necesidades que deben aplacar. Sus cuencas están llenas hasta los bordes de una riqueza más espléndida que la que sus ojos vivos jamás han podido conocer, y eso no les preocupa absolutamente nada. Mi cuerpo, tibio y ansioso, se mueve al son de tambores más primitivos.
Fuera, más allá de las rarezas amontonadas de la choza del anciano, el mediodía viene y va, marcado por los chillidos de pánico del cerdo pintado mientras lo matan, y que se ven ahogados por la risa de los niños, cerca de la casa redonda a juzgar por el ruido.
Olun se muere. Tirado ahí, me mira a través de la fosa de brasas apagadas y no parece respirar en absoluto, sólo suspira de vez en cuando, sus ojos que no pestañean y permanecen fijos en mí, tanto el ciego como el que ve. Se hunde en su muerte y se aleja, sin responder a pesar de mis preguntas y demandas urgentes.
—Por favor, padre. Tenemos tan poco tiempo y has de darme toda tu sabiduría. Enséñame. Dime cómo ser un sabio como tú antes de que la muerte corra una cortina entre nosotros.
Olun sonríe, el dibujo de corteza que es su cara se divide de manera atroz, e intenta hablar.
—La cortina… —Entonces tose, se para, se recupera, vuelve a empezar—. La cortina se ha rasgado. Hay una manera de poder hablar con los muertos y de obtener su sabiduría. Paciencia, hija. Paciencia.
¿Paciencia? ¿Acaso todas las molestias que me he tomado; arrastrarle; escuchar sus aburridos balbuceos no demuestran paciencia?
—Entonces, ¿cómo? ¿Cómo va a poder llegar tu sabiduría a mí si estás muerto? Por favor, padre. ¿Por qué no me lo cuentas ahora, mientras queda tiempo?
De nuevo, sonríe, la corteza decorada se desconcha. «Una prueba. Una prueba final. Si vas a ser el sabio, entonces debes aprender a escuchar la voz de aquéllos que llevaron ese nombre antes que tú. Vamos, hija, no parezcas asustada. A aquéllos cuyo ingenio es rápido y tienen ojos para ver no les resulta tan difícil conocer las enseñanzas de los muertos».
Mi boca se abre para lanzar una queja, aunque Olun levanta una mano temblorosa para detener mi protesta antes de que nazca.
—No hablemos más sobre esto, porque hay otro asunto que tratar; algo que debes darme mientras aún hay aliento en mi boca. Algo tuyo, para darme consuelo en la tumba.
¿Pero qué es esto? ¿No tiene prisa en darme lo que me pertenece, y me pide un regalo? Mi lengua se torna agria, como con bilis. «Has dicho que vamos a poder hablar después de tu muerte. ¿Qué mayor consuelo puede haber aparte de ése?».
Dice que no con su cabeza salpicada de constelaciones. «No. Aunque mi voz te va a hablar desde más allá de la tumba, no funciona al revés. No vas a poder hablar conmigo, aunque yo sí voy a poder hablar contigo de cierta forma. Para ello, necesito algún objeto, alguna posesión de mi hija para sostenerla junto a mí en la oscuridad y hacerme sentir menos solo. Ésa es nuestra costumbre. ¿Por qué no esas cuentas alrededor de tu cuello?».
La mejor opción parece consistir en mentir y complacer a este viejo necio, de modo que pueda ceder y contarme todo lo que sabe. No respondo nada y sólo encojo los hombros, coloco mis manos detrás de mi cuello para buscar a tientas el nudo del alambre de cobre que mantiene en su sitio las cuentas ensartadas. Mis dedos tienen una breve pelea a ciegas y el aro dé chispas azules está ya libre, se lo tiendo al anciano en el camastro.
No coge las cuentas, ni las mira. En vez de eso, su mirada reposa aún en mí, sus ojos parecen permanecer fijos sobre mi mentón o mis hombros como contemplando el collar de cuentas que ya no pende de ahí. Al fin, sus ojos reposan sobre el regalo que mi mano le tiende. Se acerca, me lo quita, lo sostiene frente a su rostro, y entonces comienza a llorar.
—Mi hija. Oh, mi hija… —Caen aún más lágrimas, sus palabras se arrastran hasta formar un gemido, un resoplido idiota. Me llena de intranquilidad ver esta debilidad en su actitud, él que tiene bajo su yugo a una aldea asustada. Pensar que tal pena le invade, sólo por separarse de mí. ¿Cómo puede este mundo perdurar, si todos sus sabios son tan débiles?
Alza la cabeza y me mira una vez más fijamente a los ojos y hay algo virulento en su mirada. Quizás está enfadado consigo mismo, por berrear como un bebé ante su hija. Me habla, aunque su voz ahora está sin vida y es fría. «Ve a por Hurna de inmediato. Deseo hablar con ella a solas».
No me queda otro remedio que hacer lo que ordena. Pasando por encima de obstáculos hechos de varitas chillonas y capuchones adornados con huesos de pescado, me abro camino desde el interior de la choza hasta llegar fuera donde la mujer con cara de masa para cocer está sentada y cuida de sus fuegos para cocinar. Parece estar sorprendida de ser convocada de esta manera y, tras mirar con cara de incredulidad durante un rato, cruza rápidamente por la puerta de maderas que no dejan pasar para estar junto a Olun.
Me siento sobre el polvo cansada y decepcionada apoyando la espalda contra los muros desnudos de madera, mi vista se posa sobre lo que ocurre entre las chozas de la aldea. Junto a la casa redonda los hombres con cuchillos de cobre despellejan la cara del cadáver de un cerdo pintado. Mis ojos se cierran, tapando un mundo que rápidamente se va más allá de mi entendimiento. Formas espeluznantes se transfiguran y se funden frente a una oscuridad gruesa como una costra.
Las maderas redondas aún se aprietan contra mi espalda, la tierra pateada duramente reposa contra mi columna. En la oscuridad moteada detrás de mis párpados hay gritos distantes, toses, y crujidos, los sonidos de la aldea penetran en mi sueño, me sirven como recordatorios de que el mundo aún está a mi alrededor. Los medio sueños vienen. Los pensamientos se transforman en imágenes, luego se disuelven.
Garn martillea abejas sobre su piedra de golpear hasta que una pulpa negra y amarilla se escurre por un lado. Está de pie cubierto hasta las rodillas de ceniza que se alza lentamente en una marea gris y cálida, que cubre sus muslos, su tripa, todo excepto su cabeza, que tiene los rasgos de un cerdo, ahora las mujeres del poblado cruzan las planicies de polvo levantadas para anudar un círculo de flores de azul brillante alrededor de su garganta. Sus tallos dejan manchas de un verde intenso sobre las elevaciones redondas de grasa y ahora alcanzo a comprender que el cuerpo de Garn ya no está bajo la ceniza: la cabeza está cortada, y el torso de carne cuelga cerca, inmóvil sobre un palo de madera. La piel que sobresale está pintada por todos lados con imágenes de pájaros.
Desde la aldea en otro mundo llega un grito, ante el cual los pájaros se alzan en un revoloteo de alarma ciega y me llevan con ellos hacia arriba por encima de la ribera donde, mirando hacia abajo, veo a una mujer cortarle la garganta a otra, quitarle sus ropas, y lanzarla a las aguas indolentes. Elevándome aún más, hasta que la gente ya no es visible y todo lo que vemos son campos y colinas; los racimos de puntos de verde pálido son las chozas lejanas. Estas vistas, aunque extrañas y emocionantes, me resultan familiares pertenecen a algún sitio que conozco desde hace mucho tiempo, pero ¿dónde? ¿Y cuándo? Mi cuerpo sube y sube hasta que el olor acre de la piel mojada de perro me despierta.
Mis ojos se abren sobre una tarde que ha avanzado desde que los he cerrado, no obstante el perfume desagradable a chucho permanece. ¿Hay perros alrededor? Un sueño a medio recordar pasa ante mí, un destello de un vientre de animal de tonalidades negras justo debajo de la superficie de mis pensamientos que se vuelve a sumergir y desaparece, sin ser reconocido. Me pongo en pie entumecida, me parece que el rastro del olor viene de la choza de Olun y por lo tanto me abro camino ahí dentro donde el olor se hace más fuerte, lo bastante como para que me piquen los ojos. ¿Cuán grande ha de ser este perro para tener un hedor tan intenso?
Me abro camino a empujones por entre los montones espeluznantes y caminos engañosos llenos de obstáculos, el olor a perro que cae sobre mí como lluvia se vuelve más insoportable a cada paso que doy hacia el centro circular, hacia su hediondo corazón.
No hay perros.
El foso del fuego, ahora prendido, da forma a una danza roja que atraviesa las curvas y fisuras de la choza del anciano. En el otro extremo, Hurna está sentada y me mira, con los brazos en jarra sobre sus rodillas demacradas y la cabeza ladeada. Se oye el chisporroteo y siseo de las brasas, pero todo lo demás está en silencio en este claro rodeado de trastos. Algo en los ruidos de la choza está mal. Hay algo que falta; algún sonido que ya no está aquí. Escucho por un momento, la omisión está clara: el ritmo de su respiración.
El hombre brujo yace en su camastro, bañado por los fantasmas de las llamas que se mueven y agitan en las sombras, haciendo que sus tatuajes se retuerzan a pesar de que él está quieto como una piedra. La mirada fija, húmeda y ciega se dirige hacia donde el fuego del foso es transportado hacia fuera en jirones desiguales a través del agujero de la chimenea, sus ojos alcanzan su conjunción final, ahora ambos están nublados y congelados. Su pecho se ha calmado, las manos reposan sobre él unidas y petrificadas alrededor de mi aro de cuentas que a la luz del carbón tiene un brillo violeta. Se mea, su ofrenda final, que empapa la túnica de piel de chucho sobre la que yace, de donde el olor a perro surge fuertemente y se mantiene bajo el calor del fuego.
Ahora dime tus secretos, anciano, tal y como prometiste. Mueve tus labios sellados por la muerte y háblame.
—Ha ocurrido cuando me has mandado dentro a hablar con él —dice Hurna. Está tranquila y sonríe, sentada en cuclillas bajo la luz de la chimenea junto al cadáver de Olun.
—Conversamos un poquito, y luego ha muerto. Pero no te preocupes… —En este momento ella nota la angustia en mis ojos, que confunde con compasión—. Olun ha tenido una muerte digna. Ahora su espíritu camina por el sendero brillante, y lo mejor de todo es que no ha dejado tareas penosas para ti. Los preparativos de su funeral están en marcha y no tienes grandes labores que realizar. Todo está bien.
¿Qué todo está bien? ¡Qué los dioses maldigan a esta mujer con la ceguera! ¿Cómo puede estar todo bien si Olun ha muerto antes de compartir el secreto de sus riquezas conmigo? ¿Cómo puede ella estar ahí sentada sonriendo y contenta cuando todos mis planes se desmoronan? Bajo mis pies los túneles de oro se derrumban, se alejan más allá del recuerdo. ¿Qué se puede hacer para traerlos de vuelta?
Un pensamiento cruza mi mente: al regresar con Olun a la aldea del funeral de la muchacha muerta, le he preguntado si no hay otro hombre vivo salvo él que conozca el sendero subterráneo, los caminos de los muertos. La risa del anciano, como las esquirlas de las conchas de los caracoles al aplastarse; su respuesta que burbujea en la brea desde los fragmentos marcados con espirales: «Salvo el Viejo Tunny. Conoce cada recodo del sendero, pero toda su sabiduría está en sus dedos. No en su cabeza».
—¿Quién es Tunny?
Hurna me mira, asustada primero y sorprendida después por mi arrebato, porque ella no puede ver qué relación tiene Tunny con la muerte de mi padre. Frunce el ceño, y cuando habla sus palabras son lentas, llenas de una dulzura que me enfurece. Parece que está hablando a un bebé.
Tunny es el centinela, el viejo con las manos temblorosas, pero ahora tienes otras cosas en las que pensar. Es el disgusto por la muerte de tu padre lo que confunde tus pensamientos. ¿Por qué no descansas, y me dejas los preparativos del velatorio de Olun a mí? Necesitas un tiempo para llorar su pérdida, y…
Le doy la espalda, avanzo tropezando por entre los armatostes y estorbos hacia el aire de fuera del atardecer.
Sus gritos de consuelo me siguen. «No corras. Estás enfadada, pero no hay necesidad de ello. Está en un sitio mejor. Ahora está en el sendero brillante…».
Una extraña excitación invade el poblado mientras el crepúsculo desciende y los objetos pierden su forma y perfil para mezclarse con la luz que cae. De todas las chozas emerge gente, riendo, charlando y encendiendo antorchas, unas con el fuego de otras, componiendo llamaradas de amarillo sobre el gris que se extiende. En grupos llenos de susurros se dirigen pausadamente hacia la puerta norte, forman un gran y tranquilo enjambre de luces ámbar que viaja en la misma dirección que yo. Me ven correr entre ellos, me precipito veloz hasta la choza de vigilancia con el sudor de la desesperación en mi frente y aun así no me prestan ninguna atención, están ensimismados en su propia algarabía.
Al anciano centinela de manos negras y temblorosas no se le ve por ningún lado y parece ser que en su puesto no hay nadie, hasta que un gruñido ahogado me hace mirar dentro. A mis espaldas el gentío iluminado por las antorchas atraviesa las puertas de la aldea y camina a lo largo del sendero del río, como una fila de luces que flotan.
Dentro de la choza de vigilancia, junto a la pared, la mujer del pelo rojo con los hombros pecosos está sentada al lado del joven con la marca de nacimiento cuyo nombre, ahora me viene a la memoria, es Coll. Tienen los calzones bajados alrededor de sus tobillos y los labios de ambos están lo bastante apretados como para que se amoraten. Cada uno tiene en las manos el sexo del otro.
—¿Dónde está Tunny?
Unos dedos asustados se retiran de repente de entre los muslos del amado para ahuecarse encima de los propios. Sus labios se despiden, unidos solo por una cadena plateada de saliva.
—¡Monta por ahí! No está aquí. ¡Monta por ahí y déjanos en paz! —La cara estropeada del muchacho se pone tan roja que todas sus marcas se ven consumidas y se pierden en el torrente de sangre al ponerse colorado.
Pero mi pregunta es urgente y no cabe dejarla aparte.
—¿Dónde está, entonces? Vamos, dímelo rápido y así te libras de mí.
—Se ha ido a ver la noche del cerdo en los campos de Hob. Ahí es donde va todo el mundo esta noche, y tú no estás ahí, qué lástima.
Entonces, se calla, cambia de cara y sonríe abiertamente mostrando las manchas sobre sus dientes. «Salvo si quieres quedarte, y probar un poco de esto tú misma».
Mi bola de saliva se rompe contra su mejilla. Maldice, se pone en pie y empieza a acercarse a mí, pero sus calzones le impiden andar y va demasiado lento. Sólo sus gritos de rabia me persiguen más allá de los muros de endrinos, a través de una oscuridad llena de chillidos, gritos, y llamas que siguen el camino.
La noche del cerdo. Fuegos y muñecas, un puerco pintado, y procesiones trémulas, juncos desparramados resplandecientes que se mueven junto a la orilla del río reflejados en sus profundidades como peces en llamas. Un olor, algo que empaña el aire de emoción y una especie de fiebre en las caras de los niños. Es la noche del cerdo. Cada año estas pasiones y estas luces, que han provocado chispas tanto en sus padres como en los padres de sus padres, y más atrás y atrás hasta llegar a la era en que los Urken brincan y balbucean en los humos del otoño. Esta noche no es una sola noche sino tantas como las estrellas, una cadena de noches dibujada a través de las eras con un punzón de ritual y adornada con fuegos antiguos en vez de cuentas.
Los juncos lívidos, pálidos y asustados, se inclinan en una súplica temblorosa ante el viento, hay un grupo de ellos rodeados por tierra de cuyo medio sobresale una calavera compuesta de pedernal gris como el seso y de piedra amarilla aplastada que porta una corona de madera ardiendo. De todos los aldeanos que se agolpan en el campo de Hob, solo unos pocos tienen su sitio sobre esta protuberancia, tienen las caras rojas y brillantes por el sudor, y las espaldas envueltas en sombras a medida que se reúnen alrededor de la pira. El resto están obligados a colocarse alrededor de los límites de los prados empapados sobre la tierra más dura y elevada, mientras los niños corretean adelante y atrás a lo largo de las estrechas columnas del camino que unen esta rueda humana con su ardiente centro.
La gorda Mag, la reina bruja, tiene su sitio en la cima del montículo, con Bern y Buri flanqueándola. Las voces de los hermanos llevadas por la brisa a través de la ciénaga de juncos parecen más fuertes y guturales que cuando han hablado conmigo. Ambos están borrachos de grano, uno de ellos maneja torpemente la funda de la polla y orina sobre fuego. Un riachuelo de cobre mana de los labios de anguila echados hacia atrás de su funda, cuyos ojos se quedan mirando, horrorizados. Su hermano y la reina bruja ríen y aplauden. El Viejo Tunny no parece estar entre los que se encuentran en el montículo.
Encima de la pira, entre el humo que asciende en jirones y las llamas está sentada una figura. Es esa especie de muchacho sin cara extraño que yo y Olun. hemos visto confeccionar a los niños cuando le he arrastrado por aquí de camino al puente. Me abro camino alrededor del borde del prado para ver si Tunny está entre la multitud que se reúne ahí, unos velos de fuego y humo me esconden el cuerpo lleno de paja; pero ahora la brisa los retira…
No es una especie de muchacho el que se abrasa sobre las maderas que crepitan. Es un niño. Tiene una cara que parece girarse hacia mí, tiene los ojos llenos de dolor y miedo y unos labios que se mueven para dar forma a palabras desconocidas y aterradoras. Su hocico…
No. No es un muchacho. Es un cerdo. Un cerdo que tiene el cuerpo de un muchacho. Se trata de la figura hecha de trapo y paja aunque ahora lleva la cara que le han despellejado al puerco de colores chillones que han matado esta tarde. Por la forma en que están colocadas las maderas parece inclinarse y ladearse hacia mí; es el aire de calor ondulante el que da vida al chillido congelado de su boca. Un frío que pica se arrastra con piernas de araña sobre mi nuca y después desaparece. Sigo adelante. Sigo adelante entre los extraños que empujan, en los ojos de cada uno de ellos arden pequeños fuegos.
Extendida a lo largo de la media luna elevada de los lindes, la multitud se solidifica en coágulos separados de gente, no más de un puñado en cada grupo que crece desordenado. Beben; ríen; levantan a sus niños más pequeños para que vean el fuego a través del lago espectral de juncos. Algunos se han retirado hacia los campos cercanos para montar, tocados por la fragancia salvaje de esta noche como les ha ocurrido al centinela con la marca de nacimiento y a su chica del pelo de cobre. Sus grititos de dolor agradecido vagan desde las hierbas que pican, así como sus respiraciones calientes y asustadas. Ahí arriba, las lascivas estrellas que parecen cuentas en un collar miran hacia abajo y se llenan de celos deseando ser de carne y hueso.
Por delante de mí un fuego para cocinar se erige sobre los límites del campo de Hob, como un hermano más pequeño de la llamarada central. Por encima de él, chisporroteando desde el culo a la molleja, gira un cerdo muerto cuya cara han despellejado, gira una y otra vez lenta y ampliamente, su carne siseante parece recordar antiguos revolcones en el frío barro. A lo largo de uno de sus lados la carne ha ido desapareciendo hasta llegar al hueso, las costillas blancas y desnudas forman una sonrisa a través de unas encías rosas y llenas de chisporroteos.
No muy lejos, Tunny se mantiene separado del resto, una cosa demacrada y larguirucha con el cráneo inclinado hacia atrás que saborea el olor del fuego del cerdo asado; un olor a raja le llega desde las hierbas situadas detrás de él. A su lado, olvidadas, cuelgan sus manos manchadas y temblorosas. Gira la cabeza al acercarme y me reconoce.
—Ah. Bueno. Tu padre ha muerto, ¿no? —Hablar se le hace raro, no está acostumbrado a dar consuelo a nadie.
—Sí, mi padre ha muerto. Me ha hablado de ti antes de morir. Ha dicho que puedes tener cosas que contarme.
—¿Oh? ¿Y qué cosas son ésas? —El Viejo Tunny parece confundido, los dedos teñidos se agitan aún más en su costado.
—Los senderos subterráneos que corren bajo la aldea. Olun ha dicho que los conoces, eres el único en todo el mundo aparte de él.
A través de los macizos de juncos enfermizos, el humo y la risa son llevados desde el montículo coronado por el fuego donde arde el chico cerdo. Tunny frunce el ceño y niega con la cabeza. «¿Qué senderos subterráneos? Eso es un hablar de sabios, y eso no significa nada para mí. Olun apenas me ha dirigido un saludo o siquiera se ha despedido de mí desde que mi aflicción me ha obligado a abandonar mi ocupación y a asumir el destino de un centinela modesto».
Sus ojos miran a lo lejos, sofocados por los recuerdos. Mi mirada baja desde sus ojos hasta sus extremidades negras y temblorosas. En mis pensamientos, algo tenebroso se arrastra hacia la luz.
—Antes de ser su centinela, ¿has sido…?
—Su tatuador. Sí.
—¿Has sido tú el que ha marcado a mi padre con sus dibujos de cuervos?
Suelta una risotada como un rebuzno que parece demasiado Potente para un pecho tan prieto y estrecho. En el montículo ya no queda nada del chico cerdo salvo un montón chamuscado que resopla y estalla y se arruga entre las lenguas crepitantes de luz.
—¿Sus dibujos de cuervos? Si así es cómo él los llama, vaya, entonces sí, ésa es mi obra, aunque a mí no me parecen cuervos. No tienen ningún sentido y no obstante me los hizo copiar con mucho cuidado a partir de sus cortezas pintadas, parece ser que cualquier otro garabato estúpido no vale. Cuando acabamos, quema las cortezas pintadas y hace una cosa apropiada, presta atención. Cada año viene a mí y hace que se las repase para mantenerlas marcadas, pero entonces mis manos se ponen malas y Olun ya no acude más, ni nadie más. Quién le hace los tatuajes ahora, no lo sé. —Se detiene, arruga la nariz y mira entornando los ojos hacia mi cuello—. ¿Quién te ha hecho eso que tienes alrededor de tu cuello? Debe de ser alguien de la aldea, porque el día de tu llegada no has traído nada ahí.
¿De qué habla? Mi mano vuela por su cuenta para inspeccionar la piel suave debajo de mi mandíbula. No hay una cicatriz que pueda sentir, ni una marca levantada de tatuaje fresco. Este necio de manos agitadas está o bien confundido o bien ciego, y tengo mucho en qué pensar sin tener que prestar más atención a los balbuceos de un centinela sin seso. Sigue mirando mi cuello mientras me deja darle un apretón en la mano que se estremece y darle las gracias por su ayuda, luego observa cómo le doy la espalda, y marcho hacia la multitud iluminada por el fuego a lo largo de la pradera.
La cosa tenebrosa de mis pensamientos se arrastra aún más cerca. Los dedos del Viejo Tunny conocen el sendero subterráneo, aunque no hay conocimiento en su cabeza. El Viejo Tunny, el tatuador. Realiza las marcas de Olun, sus dedos ennegrecidos se mueven, año tras año, sobre estos caminos disparatados y zigzagueantes, sobre los dibujos de cuervos del anciano que no parecen cuervos, aunque ahora todo está claro. No se trata de imágenes de cuervos.
Son lo que los cuervos ven.
El río desde arriba se convierte en una línea, un hilo tortuoso de azul. Los campos mosaico están cosidos con zarzas, las chozas se ven tan pequeñas como anillos de dedos y los bosques han sido reducidos en forma de babosas gordas y verdes, todo ello con los bordes arrugados y con caminos que parecen venas. Así es como el anciano conoce cada camino y desvío. Por eso Olun siente que la aldea forma gran parte de él: toda ella está grabada en su piel. Sus colinas, sus charcas. Sus senderos subterráneos. Sus criptas y agujeros de tesoros. Así es como va a hablar conmigo estando en la tumba.
A empujones y empellones vuelvo a la ribera de río que llega vagando hasta la aldea. Echo una última mirada hacia el montículo y me sorprende ver que la reina bruja está sentada sola frente a la pira, Bern y Buri han marchado a otro sitio. Mi mirada se mueve a través de la multitud harapienta que se halla alrededor de los lindes del campo de Hob y al final va a reposar en los hermanos monstruosos, de pie junto al asador en el que el cerdo pintado se asa. El Viejo Tunny está junto a la pareja, se le ve hablando con ellos asustado. Ahora levanta una mano y hace gestos hacia sus tragaderas. Ambos hermanos asienten con la cabeza. Miran fijamente a través del campo amarillo de juncos que parpadea, esforzándose por ver a través del fuego el sendero del río y a mí, aunque no pueden verme tan lejos del fuego.
Les doy la espalda, mis pasos apresurados me llevan hasta el regazo de la oscuridad, de vuelta a la aldea y a los restos valiosos y fríos del anciano. Incluso si Hurna le está metiendo en la tumba, eso no es un obstáculo para alguien tan hábil en la resurrección de los muertos como yo. Los pies me hormiguean mientras aporrean la ribera, se sienten cálidos por la sensación de todo mi oro que se agolpa bajo ellos.
¿Hay algo en mi cuello?
Dentro de mí, la cosa tenebrosa se arrastra lentamente hacia la luz. Aquí falta algo, un conocimiento que aún no está al descubierto. Me viene una imagen de Hurna, de cuclillas junto al cuerpo de Olun, sonriendo bajo el resplandor del carbón del interior de la choza. ¿Por qué está tan contenta? En la cima de La Colina de la Bestia a mi izquierda hay luces que danzan, desde donde un lamento sepulcral distante se alza desnudo en la noche.
—Está en un sitio mejor. —Dice ella.
—Ahora está en el sendero brillante.
Cuando al fin lo comprendo, un grito rasga mi garganta.
Olvida la aldea. Ahora ahí no hay nada para mí. Corre. Sube La Colina de la Bestia. No es demasiado tarde. Mis lágrimas pueden estar equivocadas, al hacer un mundo de una palabra, de una mirada. Sigue corriendo, hacia arriba y arriba.
Además, ¿qué razón puede haber para consentir Olun tal cosa? No tiene amor alguno por Hurna o sus dioses, y dice una y otra vez que quiere que yo me quede sus conocimientos y sus posesiones al morir. No tiene por qué cambiar de opinión…
… pero entonces está la manera en la que me mira después de coger mis cuentas. Sus ojos y su voz se tornan fríos y luego pide hablar con Hurna como si… No. Olvídalo. No es nada. A mi costado, dolor. Mi respiración jadeante se parece mucho a la de Olun.
Me paro a medio camino de la cima a descansar y miro hacia atrás donde se pueden ver un par de antorchas, que se mueven junto al sendero del río dirigiéndose hacia las laderas más bajas de La Colina de la Bestia. Parecen venir desde los Campos de Hob, siguiendo el camino que yo he recorrido hasta aquí. Un grupo de participantes en la fiesta, quizás, todos hartos de comida y borrachos de grano, que se dirigen a La Colina de la Bestia para pedir perdón a algún dios por su glotonería antes de volver a casa. Los fuegos que iluminan su camino se deslizan a lo largo de la rivera, su paso encaja perfectamente, parece que los que portan las luces caminan a la par. Comienzan a subir La Colina de la Bestia. Corre. Sigue corriendo.
A través de la cima aplastada se extienden los círculos de muros rotos, uno dentro de otro, antiguos bancos de tierra apilados por hombres que ahora yacen reclamados por la hierba y que parecen de un metal plateado bajo las estrellas. Lejos, en la parte más lejana de la cima de la colina, más allá del círculo más pequeño y más centrado, un grupo de mujeres está reunido, y todas se lamentan.
Forman un círculo alrededor del fuego.
Gritando y chillando, les ordeno parar, mi cuerpo desesperado corre precipitadamente y se tambalea a través de la extensión de hierba y oscuridad que hay entre nosotros, me escabullo entre los huecos derrumbados que separan los muros hechos de turba y salto charcos tan anchos como pequeños estanques para llegar por fin a ellas, sollozando, medio desplomándome a los pies de Hurna, quien permanece en pie junto a la pira.
Sonríe afectuosamente. Lejos, atravesando el campo, dos antorchas alcanzan la cima de la colina y se mueven hacia nosotros. Bern y Buri. La voz de Hurna es cordial y comprensiva, rebosante de soso afecto fraternal.
—Nos alegramos de tu decisión de participar al fin en nuestra ceremonia. Y tu padre. Tu padre también está contento.
Alza la mirada hacia la torre que forma el centro del resplandor, que es mucho más alta que el fuego de la noche del cerdo.
Él está sentado erguido sobre su trono ardiente, ha sido reducido por las llamas a un espantoso niño de carbón. Sus cuencas ennegrecidas miran fijamente, parecen escrutar mensajes en el fuego, intimidades de un indulto. Detrás de estas órbitas abiertas de par en par, zarcillos de un gris suave arden desde un cerebro de hollín. Sobre su pecho, atrapado en un puño cerrado por la muerte, dedos de ceniza se cierran sobre las cuentas de su hija. Su piel se cae para alzarse como polillas grandes y lentas de ceniza en el firmamento, suben por encima del calor y se enfrían, se precipitan en espirales que descienden perezosamente, que llueven sobre mí.
Ahora Bern y Buri están de pie a mis espaldas, pacientes y silenciosos, en espera de que me gire y me encare a ellos. Desde el cielo un fragmento negro y frágil, que cae como en un sueño, va a la deriva hasta reposar en mi brazo. Sobre él, apenas visible contra su negrura, aún puede verse el trazado plateado y tenue de las líneas: una curva delicada que es quizás un riachuelo o si no algún sendero sepultado, los grupos de marcas parecidas a arañas pueden ser los árboles vistos desde arriba.
Se rompe en mi muñeca y cae sobre la tierra, donde es recogido por el viento para esparcirlo sobre los campos crematorios.