25

Aparcaron el topolino delante del Excelsior precisamente cuando Roxanna y Lundsgard salían de su taxi. Subieron los cuatro en el ascensor, pero la presencia en él de dos señoras inglesas lo hacían inadecuado como campo de batalla. Ésta no pudo comenzar hasta que entraron en el despacho de Lundsgard, donde estaba sentado Nat Friar con sus polvorientas botazas sobre la mesa, en el mejor estilo norteamericano, y su rústico sombrero de paja echado sobre los ojos. Leía alternativamente una novela policíaca de Dorothy Sayers y Le Quattrocento, de Monnier. Lundsgard inició el ataque:

—¡No sé cuál de vosotras dos es la peor arpía y la más desagradecida!

Hayden sólo había logrado decir «Basta ya de…» cuando el tío Nat le interrumpió. Puso los pies de golpe en el suelo con un gran ruido, tiró el sombrero de paja a una cesta de los papeles y dijo:

—Lundsgard, no me gustan sus modales. Recuerde usted que hay caballeros delante. Y, a propósito, antes de que me despida usted, ¿me permite decirle que me marcho para empezar un nuevo trabajo en una agencia de viajes? Me pagarán sólo la quinta parte que aquí pero allí, por lo menos, lo único malo que estaré haciendo será conducir a unos desgraciados turistas sin hogar a unas camas desvencijadas. Quizás así logre sentirme purgado, al cabo de unos meses, del pecado que he cometido al ayudarle a usted a corromper a esa gran dama, la Sabiduría.

Ángelo Gazza, el fotógrafo, entraba en aquel momento y Lundsgard le gritó:

—¡A ti, por lo menos, me voy a dar la satisfacción de despedirte!

—No; no te hagas ilusiones. El profesor Friar me comunicó su intención de marcharse y decidí ser la rata número dos. ¡Estaba ya hasta la punta del pelo de aguantarte a ti, que no eres más que un atleta empeñado en tratar a la Historia como a un balón de rugby! Te va a sentar bastante mal cuando vuelvas a dar clases, amiguito, y, al contarles a tus alumnos el gran éxito que tenías en Italia con los príncipes y los cardenales, veas que ni uno solo de ellos te cree. ¡Sí, futbolista de la Historia, a tus pizarras y a tus tizas de nuevo! Addio, tutti! Ciao, Oley!

El estupefacto Oley se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar. Todos se sintieron molestos ante esta desolación del héroe, y lo dejaron solo.

—Odio a los renegados como nosotros —dijo Nat Friar, ya en la calle, a Hayden, Olivia, Roxy y Ángelo— que triunfan sobre unos pobres sinvergüenzas como Lundsgard. ¿Qué mérito tenemos? Al fin y al cabo, él es un tipo pintoresco. Bueno, ¿puedo invitarles a ustedes a un último coñac? Brindaremos por el ídolo caído. Seguramente, será el último brindis que dedique alguien al señor Lundsgard.

En la Piazza della República, unos andrajosos chiquillos pedían limosna y unos mendigos viejos cogían colillas del suelo. En la terraza del Gilli habían florecido las sombrillas de vivos colores; circulaba la violetera y otras muchachas se reían felices.

«¿Podremos Olivia y yo abandonar Florencia algún día?», se preguntó Hayden.

Desde el café, Olivia, Roxanna y Hayden se fueron juntos, aunque Roxy iba un poco detrás de los otros dos. Olivia cogía del brazo a Hayden y suspiraba tiernamente. Se lamentaba en voz baja:

—¡Qué tonta y desagradable he sido contigo, pero creo que las he pagado todas juntas! Lorry me mira ahora con verdadero odio; en cambio tú, ángel mío, no serás traicionero como él… como yo misma he sido. Nunca tomarás tu deber a la ligera. En tu presencia, me siento absuelta y segura.

Le apretó el brazo aún más y al mirarla Hayden, molesto, vio que su frente estaba serena y sus ojos, claros y tiernos. Era de nuevo la angélica, deseable y espléndida Olivia que había sido. Su mano marfileña le atenazaba. ¿Cómo podría abandonar a esta apasionada mujer a quien él había contribuido a destruir y a la que debía devolver su antiguo equilibrio?

Pero lo que a él le atraía por encima de todo era dedicarse a sus libros y, después de profundizar en ellos durante varios años, aventurarse por el mar de Arabia, las relucientes islas de las Indias Occidentales y las solitarias y silbantes cumbres del Himalaya. Olivia nunca accedería a acompañarle en esas aventuras. El amor de ésta le cercaría hasta impedirle todo movimiento.

Habían llegado al Palazzo Spizzi.

Roxanna los alcanzó y propuso:

—¿Qué tal nos vendría una taza de té?

Olivia los dejó solos después de decir, glacial:

—No me apetece, gracias, pero quizá quiera Hayden —y entró en el Palazzo.

—Entonces, Hayden, ¿qué haces? —dijo Roxy, vacilante.

—No vendría mal tomar algo —y se dirigieron a un salón de té del Tornabuoni. En cuanto se sentaron, suspiró Roxy:

—Sé que hoy he hablado ya demasiado, pero déjame que diga sólo otra cosa: siempre te he respetado mucho por tu honradez y tu dignidad. Ahora, en cambio, me revienta verte convertido en un fantoche en manos de esa Livy.

Hayden se disponía a protestar pero Roxanna prosiguió con vehemencia:

—Me parte el alma verte otra vez callado y en tensión como en los tiempos de Caprice. Pero me figuro que eso es lo que te gusta… y que tienes vocación de corderito mártir. Cuando yo vuelva a Newlife y a las montañas… a esos sitios donde se mira al horizonte y se goza de la libertad de ignorar cuál fue la dinastía reinante en Piacenza, pensaré en los desesperados esfuerzos que estarás haciendo aquí para agradar a la profesora Olivia. Pero me quedará el consuelo de que me habrás perdonado por haberte dado la lata y haberme portado tan mal hoy.

Roxy, sentada junto a él en el banco de la pared, rompió a llorar de repente como una niña indefensa. Sus sollozos eran los de una criatura asustada y herida por la realidad. Entre los sollozos, dijo:

—¡Oh, querido Hay, creí que todos me agradeceríais que pusiera en evidencia a ese fantasmón, a ese ridículo Harry Belfont, y os lo quitase de encima!

Hayden temblaba de emoción, pero quería parecer duro:

—Fue una inútil crueldad por tu parte. Ese viejo farsante es completamente inofensivo.

Le tranquilizaba comprobar que una mesa auxiliar los ocultaba del resto del salón de té.

Roxy seguía gimoteando cuando dijo:

—Quizá sea inofensivo, pero la verdad es que vosotros hacíais todo lo posible para causarle buena impresión. Yo quería ayudarte… incluso a Livy. Pero cuando vi que todos me despreciabais y que hasta me odiabais por haberle dicho unas cuantas verdades, ¡me rebelé todavía más!

Roxy lloraba ya a lágrima viva. Hayden le puso la mano en el hombro y ella se acurrucó contra él. Parecía estarse fundiendo con él y Hayden la sentía como su tierra hecha carne de mujer y como una parte de sí mismo. Olía a algo rústico y dulce, quizás a salvia. Hayden le dijo con absoluta y repentina convicción:

—Pero, Roxy, ¡si estoy enamorado de ti y lo he estado siempre!

—¿Es posible que no lo supieras? ¿Has tenido que venir a Italia y documentarte sobre la Edad Media para enterarte de que me querías?

—¿Querrás venir conmigo a Birmania, a Brasil y a Damasco?

—¡Claro que sí!

Hayden besó a Roxanna y se sintió muy feliz.

Más tarde, en la cena que siguió al té, confesó Hayden con pena:

—Roxy, no sirvo. Parece que honro y venero a las mujeres y en realidad no hago más que destrozarlas… Caprice, ahora Olivia…

—Sí, las destrozas porque permites que te utilicen y te tiranicen. Nunca ha habido una mujer que haya resistido un privilegio tan grande. Pudiera ocurrir que también yo intentase aprovecharme, pero no lo creo porque te he querido desde hace demasiado tiempo para tratarte como a una conquista. ¿Sabes una cosa? Éste es el secreto de mi vida:

»Cuando tú eras ya un viejo de dieciocho años, muy guapo y digno —algo así como un secretario de Estado—, estabas ensayando tu ejercicio de ingreso en el auditorium vacío del Instituto de Kit Carson. Te creías solo. Pero yo estaba escondida, muy callada, detrás de las sillas del palco, haciéndome lo más pequeñita posible. Por entonces era yo una señorita de diez años. Me proponía llegar a senador de los Estados Unidos y tú eras mi modelo, ibas a ser el Presidente.

»Estabas desarrollando unas ideas maravillosas sobre el Tribunal Internacional y lo beneficioso que sería para la Humanidad que se decidiera a escucharte y aprender así lo que era la Justicia. ¡Qué bien sonaba! Mientras estaba allí arrodillada, me decía: “¡Algún día me casaré con este hombre aunque tenga que seguirle hasta Denver o incluso hasta Minneapolis!”. No se me había ocurrido pensar en Italia, por donde te me ibas a escapar… ¡Querido mío!

—¡Cariño! ¡Roxy! —dijo Hayden con una profundidad que nunca habían tenido sus palabras de amor.

Pero algo le preocupaba.

—Supongo que tendremos que decírselo a Olivia.

—¿Quieres que lo haga yo por ti? —dijo Roxanna, alegre.

—No, no; creo que podré arreglármelas yo solo —gruñó Hayden.

La boda de Hayden y Roxanna —la ceremonia civil en la oficina del amable cónsul de los Estados Unidos, y la religiosa en la iglesia de St, James— fue un gran acontecimiento para la Colonia Angloamericana, que asistió en masa, con la inevitable excepción de Sir Henry Belfont.

La doctora Olivia Lomond se hallaba en la iglesia con aire muy satisfecho y de inconmovible superioridad. Daba el brazo amorosamente al funcionario extranjero de mayor categoría que había entonces en Florencia: el recién nombrado agregado cultural a la Embajada norteamericana en el Perú, un caballero radiante, rebosando confianza en sí mismo, ejemplo vivo del triunfador, un caballero con un claro traje de mañana y una corbata Ascot: el Honorable Profesor Lorenzo O. Lundsgard, doctor en Filosofía.

Estaban en Rapallo.

—Muy bien, haremos tu plan, a no ser que luego cambiemos de opinión —dijo Roxanna—. Volveremos a Newlife vía Ceilán, la India y el Japón, si nos dejan entrar. ¡Qué formidable volver a nuestra tierra! Pero si veo que intentas ser un triunfador, te traeré otra vez aquí para que hagas un cursillo de humildad. Es una lástima que hayamos venido a Italia tan tarde. Nunca llegaremos a hablar este idioma con tanta naturalidad que ni siquiera nos demos cuenta de estarlo hablando. De todos modos, aquí encontramos algo muy grande y su consiste precisamente en que no se nota: los norteamericanos de la Colonia poseen en sus corazones una mayor riqueza espiritual que los hombres notables de los Estados Unidos que se toman ellos mismos tan en serio porque venden whisky o procesos o entusiasmo a los jóvenes.

»Oye, Hayden, cuando lleguemos a Roma, ¿tenemos que comprar más regalos? A última hora compré en Florencia una cajita de cuero para tía Tib, y el rosario para Lizzie Edison, y la mantelería para la señora del doctor Crittenham y una baraja de cartas para Bill y Jean Windelbank —¡qué bien lo vamos a pasar hablando de Europa con ellos!— y el cristal veneciano y la funda de gafas azul y oro para Mary Eliza Bradbin. ¡Qué divertido será ver la impresión que le hace!

Hayden pensó, mientras se paseaba con ella por Ravenna, cogidos de la mano, en la frecuencia con que Roxanna decía «¡Qué divertido!». Incluso la catedral aria del rey Teodorico y la tumba de la emperatriz Honoria eran «¡tan divertidas!» y Hayden se preguntó si aquellos arquitectos y escultores no habrían considerado también sus obras «divertidas».

«Querida mía», dijo Hayden, a pesar de que se hallaban en la santidad de la tumba del Dante.

Allá lejos, en las montañas que se elevan detrás de Salerno, persistía una luz mientras que el barco que los llevaba navegaba al sur de Nápoles rumbo a Esmirna y Alejandría. ¿Sería aquélla una luz encendida en la cabaña de un campesino o en la celda de algún fraile-erudito, algún sacerdote de la sagrada tierra en que Hayden había conocido derrota y triunfo y donde había empezado a conocerse a sí mismo?

—¿Crees que podemos tomar una copita de algo antes de acostarnos? —dijo Roxanna.

—Será posible si el barman es simpático.

—El barman es italiano —dijo Roxanna— y habla inglés, alemán, francés, español, sueco, polaco, croata y algo de árabe. Se llama Fortunato y nació en Reggio Emilia, pero su mujer nació en Bari. Tiene dos chicos, una hija de siete años y un hijo de seis, y es muy aficionado a los crucigramas italianos. Es muy divertido. Tiene una prima en California: Giuseppina Vespi, que vive en el 1127 de Citrus Street. Está casada con un tapizador llamado Joe Murphy y tienen dos niños. He de mandarle a Giuseppina una tarjeta desde Palermo. Me estoy durmiendo. Vamos a tomar esa copa y nos acostamos en seguida.

—¡Espléndido! —dijo Hayden.