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Eran sólo seis a la mesa: Sir Henry, lady Belfont, Olivia, Roxanna, Hayden y Lundsgard, que había llevado a Roxanna en un taxi y parecía mucho más amigo suyo que antes de haber revelado la muchacha los dos matrimonios de él.

Cuando Sir Henry descubrió que Roxy era muy estimada no sólo por aquel aficionado sin importancia llamado Hayden sino por el fino cortesano y sabio profesor Lundsgard, se mostró muy afectuoso con la joven y la honró con un resonante discurso sobre la feminidad norteamericana. Desde luego, cualquiera que le escuchase podría comprender que las mujeres norteamericanas le importaban un comino.

Roxy le escuchaba extasiada. Lady Belfont no atendía en absoluto y parecía hacerlo a propósito. Por lo pronto, se dedicó a examinar a Roxy y al poco tiempo dejó de mirarla como dando a entender que decididamente no merecía su atención.

Después de haber sido aceptada por Sir Henry de un modo tan señalado y de haber estado un buen rato fingiendo un aire de institutriz severísima, Roxanna dio un cambiazo y empezó a hacer travesuras. Sir Henry le dijo:

—Encantadora señorita, ha tenido usted mucha suerte al poder permanecer en la Ciudad de los Lirios. La mayoría de las norteamericanas que vienen aquí sin que nadie las haya invitado —torpes maestras de escuela, bibliotecarias y otras por el estilo— sólo se quedan doce horas o, todo lo más, un par de días y luego se marchan a Roma.

Pero Roxanna no le agradeció estas palabras que la colocaban a ella en un plano de superioridad.

Sacó una funda de gafas —la había comprado en Florencia y era de lo más llamativo, con unos adornos dorados azules y marrones— y sacó de ella unas gafas de sol de estilo Hollywood, unas gafas enormes y agresivas con montura arlequinesca de plástico rojo. Contempló a Sir Henry a través de aquellas dos insultantes claraboyas y soltó:

—Quizás esas pobrecitas maestras no cuenten con el dinero suficiente para estarse más tiempo en Florencia y tengan que salir pitando. Es posible que se quedaran aquí muchos años si heredasen una buena fortuna.

Todos —especialmente Sir Henry y la propia Roxanna— consideraron ofensivo el tono de aquellas frases. Sir Henry se sobresaltó e hizo un esfuerzo para no hacer caso a aquella curiosa seguidora de su admirado Lorenzo. Dijo:

—Es muy posible que sea ésa su desgracia, aunque sigo sin comprender por qué las personas de la clase media, sobre todo ustedes los norteamericanos, tengan el privilegio de venir a nuestra Florencia. Señorita Eldritch, no todo el mundo tiene derecho a gozar de un éxtasis semejante como si se tratase del pan o de la cerveza. Es una bendición que los dioses pueden otorgar o denegar según se les antoje… Lo malo, señorita Eldritch, es que el inmenso y maravilloso país a que usted pertenece está lleno de falsas pretensiones y de un asombroso optimismo. Los niños norteamericanos se dirigen siempre a su padres, no con la debida obediencia sino… y tiemblo al decirlo… con gritos salvajes como «Hya, Pop»! Y supongo que a ellos ni siquiera un corazón tan generoso como el de usted podría calificarlos de «pobrecillos», ¿eh?

Roxy le respondió:

—En primer lugar, la mayoría no hablan así a sus padres, y cuando los tratan con tanta confianza es precisamente porque los quieren mucho.

Roxanna estuvo más pacífica unos minutos, pero cuando Sir Henry dijo: «Si pensamos que existió un Rafael, las locuras de estos artistas contemporáneos resultan verdaderas blasfemias», hizo saltar a Roxy. Volviendo hacia Belfont sus impertinentes gafas de sol hollywoodienses, dijo:

—Seguramente eso es lo mismo que decían de Rafael los viejos cuando empezaba.

Sir Henry acusó el golpe. Lady Belfont, ocultándose tras un fino pañuelo de encaje, contenía la risa. Hayden se indignó por la rudeza de Roxy y compadecía a Sir Henry, a quien veía ahora como un patético actor ya viejo que trataba de reaccionar elegantemente ante los primeros silbidos del público.

Hayden pensó: «Este hombre es un pesado y un snob. Ha logrado una posición social a la que tiene que sacrificarlo todo. Se ha construido una cárcel y se ha encerrado en ella. Es incapaz de divertirse, no se sabe reír ni hablar de temas superficiales, no va nunca al cine, ni a comer con gente modesta por temor a que lo vean. Es un pobre y tímido perrito pequinés en el cuerpo de un mastín. Pero me molesta extraordinariamente que Roxanna lo ataque de un modo tan despiadado y que se ponga esas ridículas gafas. Esos modales no son los que tenemos en Newlife. Dará una falsa impresión con esa interpretación del rústico popularizado por Mark Twain».

A Sir Henry no le debilitó el impertinente ataque de Roxy pero le indignó. Hacía mucho tiempo que nadie se atrevía a burlarse de aquel formidable monumento de guineas coronado con un título de baronet. Para él aquello era una blasfemia. Pero se dignó contraatacar a Roxy con una majestuosa tolerancia por los insectos femeninos:

—Querida señorita, estoy de acuerdo con usted en que si Rafael hubiera vivido en los Estados Unidos, le habrían desconocido en vida suya. Eso lo puedo comprender perfectamente. No es que me sorprenda la irreverencia y tosquedad que predominan en su país, pero me duele que esto ocurra en una nación tan poderosa. Y le advierto que algunos de mis parientes pertenecen a ese buen pueblo norteamericano.

Entonces, con gran espanto de todos —excepto de lady Belfont, que apenas podía contener la risa, y del mayordomo, que se tapó la boca con una servilleta y salió casi corriendo del comedor—, preguntó Roxy:

—Sir Henry, ¿no pertenecen al buen pueblo norteamericano todos los parientes de usted?

—Perdón, no comprendo…

—¿Incluyendo a su padre y a su madre?

—¿Qué dice usted?

—Un periodista que fue secretario de usted me contó cosas muy interesantes. ¿No recuerda usted que le despidió por haberse reído cuando estalló usted un sillón dorado porque no cabía usted en él? El pobre hombre quedó en muy mala situación. Pues bien, ese desgraciado fue quien me dijo que no había pisado usted Inglaterra ni el continente hasta que tuvo catorce años. Nació usted en Ohio y su abuelito Belfont —si era ése su apellido— puso los cimientos de la fortuna familiar durante nuestra guerra civil vendiendo drogas adulteradas y uniformes andrajosos tanto a las tropas del Norte como a las del Sur.

Sir Henry estaba paralizado. Aquello era tan monstruoso que incluso el competente Hayden y el atrevido Lundsgard se habían quedado inmóviles mientras Roxy proseguía, sonriente:

—Ese periodista me dijo que le había costado a usted dieciséis años de vivir en Kent y en Londres y soportar desprecios casi a cada hora, y pagar cuarenta y cinco mil libras esterlinas al contado para conseguir un puesto en el Parlamento y luego el título de baronet. Y el animal añadió que ese dinero lo había logrado usted a fuerza de explotar a los mineros que trabajan en las minas de carbón que posee usted en nuestro Kentucky, pero yo comprendo que el tipejo que me contó todo esto hablaría por resentimiento.

Sir Henry, levemente aliviado de la mortal impresión que había recibido, pudo articular unas palabras:

—Claro, claro, cómo podría creerse…

—Naturalmente. Por ejemplo, ¿cómo iba a saber exactamente cuánto pagó usted por su título nobiliario? Es imposible que se lo dieran a usted sólo por cuarenta y cinco mil libras. Y me parece que hizo usted muy bien en venirse a Italia. Comprendo que en Inglaterra le habría sido muy difícil seguir pareciendo inglés.

Sir Henry se levantó, pero no fue para fulminar a Roxanna. Aunque parezca increíble, todas sus iras se concentraron contra el profesor Lorenzo Lundsgard:

—Lundsgard, ha sido usted quien ha tramado este ultraje. Ha traído usted a mi casa a esta mujer, cuya conducta presente y pasada haré investigar por la policía. Y en cuanto a usted, señor mío, esta misma tarde escribiré al presidente de Cornucopia Films —sociedad de la que poseo el setenta y cinco por ciento de las acciones— recomendándoles que abandonen el plan de hacer una película de los Médicis o cualquiera otra tontería de aficionado que se le ocurra a usted, y además haré ver a los agentes que le organizan a usted los ciclos de conferencias, que es usted un tonto que pretende pasar por sabio. Buenos días, señoras y caballeros.

Y se marchó seguido por la sonriente Lady Belfont, que se estaba divirtiendo mucho por dentro. El mayordomo se apresuró a guardar la plata, por si acaso.

Lundsgard gritó:

—Por Dios, tenemos que hacer algo.

Roxy dijo con absoluta calma:

—Yo no pienso hacer nada. Hace ya mucho tiempo que deseaba desinflar a ese globo de vanidad. Me lo propuse cuando aquel pobre muchacho, buen amigo mío, me habló de él en Londres.

—Cállate, Roxanna —le dijo Hayden secamente.

Olivia, con inesperada independencia, declaró:

—Roxanna ha estado inexcusablemente ruda y vulgar, pero la culpa es nuestra por haberla traído aquí. Debíamos haber previsto que ni siquiera sabría portarse correctamente.

Roxanna le gritó:

—¡Eh, tú, a ver si te voy a…!

Pero Olivia la desconcertó al decir:

—Aunque me trae completamente sin cuidado lo que pueda pensar de mí el señor Belfont. Entre mi gente se le considera como un aficionado incompetente.

Lundsgard estaba furioso:

—Dejaos ya de estupideces y ayudadme entre todos… Y en cuanto a ti, Roxanna, te voy a estrangular… Estoy arruinado si la Cornucopia Films me pone en la calle. ¿No se te ocurrió pensarlo, condenada Roxy, o no daba para tanto tu cabeza de chorlito?

—¡Claro que sí, Lo-ren-zo, desde luego me pasó por la cabeza! ¡Me estaba fastidiando ya que dieras por segura mi conquista como la cosa más fácil del mundo! No soy una veleta como Livy.

Olivia parecía un leopardo dispuesto a saltar:

—¡Eres un bicho venenoso! Ni siquiera sé de qué estás hablando.

—Entonces, ¿por qué te enfadas tanto?

Intervino Hayden, apartándolas:

—Me parece que ya has puesto bastante mal las cosas, Roxanna, y va siendo hora de que te calles. Estamos dándole la razón a Sir, Henry en su odio contra los norteamericanos… sus propios compatriotas. Lo primero que debemos hacer es marcharnos de esta casa.

—Ven conmigo a mi despacho, Hayden, y ayúdame a arreglar este lío —le pidió Lundsgard—. Supongo que no permitirás que me echen. Le diremos a Sir Henry que Roxanna es una histérica y que hasta ahora no lo hemos sabido…

Para acelerar la decisión de los invitados, el mayordomo informó a Lundsgard de que el taxi estaba esperando, el taxi que Lundsgard no había pedido.

Mientras conducía a Olivia en su topolino hacia la oficina de Lundsgard, le parecía a Hayden estar oyendo la pelea de Lundsgard y Roxanna en el taxi, que les precedía en unas cuantas manzanas. Pero tuvo poco tiempo para imaginarse cosas. Tenía que escuchar a Olivia, la cual estaba dando muestras de una elocuencia que no había podido enseñarle Maquiavelo.

—Este molestísimo incidente me ha abierto los ojos, Hayden. He visto con absoluta claridad que Lorry es un despreciable cobarde. Sí: ese Lorenzo, Lorry, Oley, Lawrence o como se llame. Es más, casi estoy por creer que es aún peor que tu ordinaria y escandalosa amiguita, Roxanna.

—Te advierto que no es una…

—Es todo eso y mucho más, y tú eres el primero que estás convencido. Quiero que seas sincero como yo. Pongamos las cartas boca arriba: reconoce tu ceguera como yo confieso la mía. Ya se me ha quitado de los ojos el velo de sensualidad que los cubría… ese velo tan sucio y horrible… Ahora lo veo claro: he sido una loca y una ingrata al no reaccionar en el primer momento. Eres tú, y no yo, el que siente el arte y la espiritualidad. Querido mío, tú eres el verdadero Lorenzo el Magnífico, no ese Lorry, que es una mala imitación…

»Durante algún tiempo me ha cegado una ilusión y la culpa ha sido de tanto leer crónicas y baladas medievales, pero ni aún así tengo perdón. Fue una chiquillada dejarme llevar por esas fantasías; que un hombre tenía que ser un tipo espléndido, un patético y audaz caballero, un poético cruzado, algo así como el duque de Urbino, mecenas de poetas y artistas, un poderoso señor cubierto de brocados con su gran espada, rodeado por la admiración y el respeto de una corte medieval… En mis sueños de adolescente, creía que ese héroe estaría siempre viajando y que sería obedecido por todos; había de ser extravagante y despiadado y capaz de elevar el nivel espiritual del mundo con su deslumbrante ejemplo vivo.

»¡Ese tonto sentimentalismo mío fue un disparate! Ahora comprendo que esas ideas sólo pueden producir, en la actualidad, un pomposo farsante como Belfont o un payaso y un pillo como Lundsgard. Lo raro, lo extraordinario es que esas ilusiones se hagan realidad en un hombre como tú, con una fuerza de voluntad tan grande como para ser capaz de mantenerse equilibrado y tranquilo.

Y besando con furia a Hayden, lo puso en una situación desesperada para conducir su topolino por entre los coches, camiones, vespas, bicicletas, scooters y peatones que, de un modo suicida, cruzaban la calle leyendo abstraídos el periódico; en fin, para abrirse paso entre ese cúmulo de obstáculos que hacen tan emocionante y complicado el tráfico de Florencia. Pero estos peligros no aterraban tanto a Hayden como la sensación de hallarse cazado ya definitivamente y la seguridad de que el mundo que Olivia le permitiría ver no sería precisamente el inmenso mundo. Trató, en un último esfuerzo, de salvarse:

—Es que yo… ¿sabes, Olivia?… no soy un hombre tan equilibrado ni tan tranquilo como crees… Temo decepcionarte. No me creo un modelo de Magnificencia ni de nada. Olivia, ¿no se te ha ocurrido pensar que quizás estemos cometiendo un error? Es posible que los dos seamos demasiado testarudos para casarnos.

—¡Qué tontería! Ya aprenderemos los dos.

—No estoy muy seguro. Precisamente por valer tú tanto, serás siempre una mujer muy independiente.

—¡Y en cambio te parece que tu amiguita Roxanna es el ideal de la mujer adaptable y moldeable!

—No; Roxy es una pirata, pero lo principal es que no se engaña a sí misma como hacemos tú y yo. Te confieso que admiro muchísimo a Roxanna… No debemos estar tan seguros de que nuestro matrimonio sería un acierto… Me asusta un poco.

—A mí no. Harás lo que yo te diga y verás como somos felices.

—A lo mejor.