23

Hayden, especialmente cedido por la amabilidad de la doctora Lomond por una sola noche, cenaba con Roxanna entre los estudiantes en el restaurante Camillo. No le agradaba la despectiva dureza con que Roxanna empezaba a tratarlo. Ésta se había vestido con un poco de exageración: su viejo vestido verde y un turbante blanco probablemente copiado del que llevaba la marchesa Valdarno —estilo harén— y un collar de cuentas de jade.

—Me parece que pronto abandonaré tu pequeña Florencia.

—¿Por qué dices pequeña? Es tan grande como St. Paul, Minnesotta, o como Omaha, de Nebraska. Y casi tan grande como Denver.

—Escucha, lo siento mucho pero sólo tengo una vida y no puedo perderla estudiando la predella que está a la derecha del tercer cuadro del altar de la tercera capilla de la nave izquierda de la sesenta y siete iglesia más importante de tu sagrada Florencia. ¡Eres más simulador que el propio Lorry Lundsgard!

—A propósito, ¿cómo te va con tu doctor Tarzán?

—Lo tengo en el bote, pera debo irme de este agujero. Sí, es muy probable que me vaya pronto para escribir una serie de artículos. Ahora tengo muy buenas ideas. Por ejemplo, pienso escribir algo sobre los jóvenes aristócratas italianos arruinados como Roberto Tramontana, que no han tenido inconveniente en ponerse a trabajar en garajes o en cualquier otra labor honrada. Bueno, ¿qué te parece mi plan, tío Hayden?

—Querida Roxy, le temo a tu dinamismo. No empieces otra vez. Te prefiero sosegada.

«¿Y si esta mujer no fuera más que una Caprice con pasaporte?». Pensó Hayden.

—Tú, en cambio, me gustas más cuando vuelves a ser el Hayden de nuestra tierra. Estás en peligro de convertirte en uno de esos viejos eruditos que viven solitarios en un villino, llenos de manías y reticencias, ésos que saben todo lo referente a Malatesta Baglioni, o cualquier otro tipejo semejante, y desconocen en cambio quién es el Presidente Truman; esos eruditos, verdaderos depósitos de datos cuyo significado ignoran. Y, lo que es peor, aquí acabarás perdiendo todo sentido de la democracia. Desde luego, tú nunca fuiste uno de los que salen corriendo para besar al cartero o hacen comer a la criada con la familia, pero siempre has creído que el cartero y la criada pueden casarse y tener un hijo que sea mejor abogado que tu propio hijo, es decir, si la pobre Caprice y tú hubierais tenido alguno.

»Aquí, en cambio, sólo hablas de los contadini, campesinos, como si nunca pudieran llegar a tener una educación como la tuya o la mía. Y, como buen norteamericano, exageras. Convéncete, sabes muy bien que nunca llegarás a dominar la historia italiana y por ello hay que darle gracias a Dios.

»Estás en un peligro mucho mayor que yo, a pesar de mi frivolidad. Tu peligro consiste en esa beatería de la cultura que te ha entrado, y eso es mucho más grave que beberse unos martinis dobles. Por amor de Dios, Hay, no dejes que te arranquen el amor a tu país en este país. Estás olvidando las canciones de nuestra tierra por esas finuras que Petrarca le cantaba a su chica.

—¡No las olvido! ¡Nunca las olvidaré! Un día, sentado en San Miniato, admirando el altar mayor, me sorprendí a mí mismo tatareando Casey Jones. Además, tú eres del Oeste, has oído las aleluyas que cantaban los cantantes de los buenos tiempos. Pero la mayoría de los muchachos norteamericanos de hoy, sólo oyen nuestras tradicionales baladas cuando las ponen en la radio, si es que les deja oírlas el ruido que hacen mascando chicle. Y ya sabes que en la radio las canta algún cowboy de pacotilla, que cobra mil dólares a la semana y que pasa por ser de Nevada cuando en realidad ha nacido en Rhode Island. Y también pueden oírse nuestros más puros cantos nacionales en los night-clubs, interpretados por algún californiano nativo… aunque nacido en Lituania.

Hayden pensaba que probablemente tenía razón Roxanna cuando le decía que podía caer en un esnobismo a fuerza de admirar a toda aquella gente que dominaba el vocabulario del arte o que lucía sonoros títulos nobiliarios o importantes cargos oficiales. Comprendió que debía ver más a Roxy y dedicarse con mayor intensidad a salvar su propia alma y también a salvar la de ella, amenazada por el «carrerismo» femenino. Por ejemplo, tenía que reprimirse y no armarle un escándalo a Perpetua cada vez que le movía un libro en la mesa de su habitación.

Olivia le miró con ironía cuando aquella noche, después de haberse separado de Roxanna sin comprometerse y en plan amistoso, trataba de hacerle comprender que tenía la obligación de tratar a Roxy como a una buena amiga y no dejarla expuesta a los peligros que acechan en el mundo a una muchacha joven y bonita que vive sola.

—¿Quieres decir que aterrizará más suavemente si caéis los dos juntos? —dijo Olivia—. Haz lo que quieras, hombre. ¿Acaso has creído que puedo estar celosa de una vagabunda como tu Roxanna? ¡No me insultes! Me importa muy poco qué pases con ella todas las tardes y, por supuesto, todas las noches, si eso te divierte.

Le extrañó que Olivia le concediese tanta libertad. Se preguntó si los encantos de Roxanna no habrían separado ya a Lundsgard de Olivia. Seguramente, la complicada profesora estaba haciendo un juego doble y quería unirlo a él con Roxanna para que ésta no fuera un peligro entre ella y Lundsgard.

Las dos o tres veces que cenó con Roxanna estuvo dedicado por completo a sermonearla sobre los peligros que corría su moral. Por su parte, Roxy le acusaba de estarse convirtiendo en un ermitaño erudito, frío e incomprensivo, y en cambio defendía a Lorenzo como un tipo simpático y más humano que Hayden.

Cuando fueron a cenar los tres, Roxanna le dijo a Lundsgard, burlona:

—¿Qué tal van tus adorables esposas, Loraccio?

—¿Te refieres a las amigas que tengo aquí? No exageremos, nena. Las únicas que tengo en Florencia sois tú y Livy y las dos estáis chaladas por ese témpano de hielo tan sabio, el gran Hay.

—No, profesor, no me refiero a nosotras sino a tus esposas.

—No sé de qué hablas —dijo Lundsgard con tono desagradable.

—Ya sé que no me debía meter en esto, y en realidad no me importa personalmente, pero soy periodista y si alguien te dice que soy una mala periodista, no lo creas. Por lo menos, procuro enterarme de todo. Pues bien, andas diciéndole a todo el mundo que no te has dejado encadenar por el matrimonio, y te acusas de haberte portado mal, cuando eras un joven estudiante, con una monada llamada Bessie.

»Pero he estado indagando por ahí. He hablado con algunos estudiantes que fueron compañeros tuyos y que ahora están aquí. Además, escribí a un guionista que conozco en Hollywood. Y ahora puedo informarte —aunque quizá no sea una novedad para ti, Lorry, pero de todos modos le interesará a Livy— que estuviste casado con dos criaturas diferentes y que te divorciaste de la primera al cabo de dos años y de la segunda a los dieciocho meses. En ambos casos, el motivo fue cierta amnesia tuya que te impedía recordar con quién estabas casado. No es que me parezca mal, pero creo que las chicas norteamericanas seríamos más felices si pudiéramos contar con un poco de sinceridad de vez en cuando.

Olivia estaba furiosa.

—No sé por qué soportamos todo esto. El señor Lundsgard es mi jefe y nada más. No tengo el menor interés en sus asuntos privados.

Lundsgard era, aunque parezca raro, el único que conservaba la calma.

—¿De manera que te has interesado tanto por este pobre Lorry como para molestarte en investigar sobre su pasado? —dijo Lundsgard con ironía—. Pues sí, Roxy, hay una gran parte de verdad en eso que dices. Nunca me ha parecido bien fastidiar a los demás contándoles mis asuntos personales. He tenido la desgracia de tropezar en mi primera juventud con dos mujeres imposibles, pero he soportado mis penas en silencio. De todos modos, debo decir —y miró a Roxanna, y luego a Olivia, con gran ternura, una ternura cómica— que hay muchas mujeres que están deseando consolarme de lo que me hicieron sufrir las otras.

—Pobrecillo —dijo Roxanna despectivamente.

—¿No creen ustedes que deberíamos olvidar todo esto y hablar de algo más interesante? —intervino Olivia, cortante.

Lo raro fue que durante el resto de la comida, Lundsgard miraba afectuosamente a Roxanna sin hacer caso de Olivia y que cuando Roxy anunció que su deseo más ferviente era lograr que la invitase a almorzar Sir Henry Belfont, fue Lundsgard el que llevó la contraria a Olivia, la cual dudaba seriamente de que Sir Henry estuviese dispuesto a invitarlos.