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Hayden pensó que las dos eran bellezas poco frecuentes. Olivia: cristal enmarcado en marfil y plata; Roxanna: cristal rosado en un marco de cobre pulimentado. ¡Si pudieran ser amigas! Para despejar la situación —pero una crisis como aquélla no la podría arreglar ni el más hábil diplomático— dijo:

—Espero que seáis muy buenas amigas. Desde luego, sois las dos mejores amigas que tengo.

Olivia le dijo suavemente y con la peor de las intenciones:

—¿Tenemos también que trabar amistad con tu querida Tosca Stretti?

—¿Y qué diablos sabes tú de Tosca? Es una muchacha encantadora; pero ¿cómo has sabido…?

—Olvidas que Florencia es una ciudad pequeña. Lorry Lundsgard fue hoy a ver al doctor Stretti porque le dolía la muñeca —se la dislocó hace años en un gran partido de rugby— y el doctor le dijo que su hija y tú habíais simpatizado muchísimo. Parece que se hace la ilusión de que tú la lleves a admirar las maravillas del Gran Cañón, y bastante pronto. Mis felicitaciones… a ti, se entiende, y no a la pobre señorita.

Hayden se hallaba aún bajo los efectos del inesperado ataque cuando Olivia recibió el refuerzo de su enemiga. Roxanna, furiosa, dijo:

—¿Cuál es este numerito que te has tenido guardado en la manga sin que se enterase tu mami, Hay? ¿Te parece bien perseguir a las pollitas italianas cuando ya tienes conquistadas a las antiguas ruinas?

Hayden se sintió ofendido en su dignidad:

—La señorita Stretti es una joven muy decente a la que he conocido casualmente en una cena. Ni siquiera habla inglés.

«Ya, ya», dijo Olivia, y Roxy dijo «ya, ya»; ambas con un sarcasmo femenino que hirió a Hayden. Y, una vez que le hubieron castigado por haberlas presentado, las dos puritanas y sarcásticas damas se volvieron con intenciones asesinas, la una contra la otra.

—¿No se quedará usted mucho tiempo en Florencia, verdad señorita Eldritch? —dijo Olivia con una venenosa dulzura.

«¡Y pretendía no recordar el nombre de Roxy!», pensó Hayden.

Roxy contraatacó en el segundo round. En vez de emplear la insinuante y mortífera cordialidad de Olivia, recurrió a la pose más peligrosa: la naturalidad. Con una sencillez y franqueza temibles, respondió:

—La verdad es que no sé cuánto tiempo estaré en Florencia, doctora Lomond. Sí, sí, conozco su apellido perfectamente. Hayden me ha estado contando que es usted una ilustre sabia y que le ha ayudado mucho a entender un poco Florencia, a él que no es más, el pobrecillo, que un modesto aficionado. En cambio yo, que sólo soy una periodista del montón, me daría por satisfecha con saber el apellido de Florencia…

—¿El apellido? Ah, bueno… entonces es que piensa usted marcharse a Roma en seguida, ¿verdad? Comprendo que para su profesión es más importante Roma que Florencia.

—Eso he leído en alguna parte —dijo Roxy, muy tranquila—. Si ésa es su opinión, doctora, tendré que darme prisa para ver un poco esta ciudad.

Con más suavidad que nunca, dijo Olivia:

—Supongo que estará usted alojada en el Gran Hotel o en el Excelsior. Una pobre estudiante como yo, que no cuenta más que con una pensión de estudios, no puede permitirse ese lujo. Le confieso que las envidio a ustedes las grandes periodistas que ganan tanto dinero.

Roxy no captó la mala intención ni le replicó que ella era pobre y sin trabajo. Dijo:

—Sí, reconozco que soy una chica con buena suerte. Pero no sé si me quedaré en el Excelsior. Desde luego, me han dado un cuarto de baño precioso con la bañera amarilla y lo demás de mármol negro; pero no sé, la habitación que me ofrecen no tiene un tocador lo bastante grande para poner todos mis tarros. Ya sabe usted que cuando se ha vivido en París se acostumbra una a tantos perfumes y cremas… Es tan divertido pasarse el día en la Rué de la Paix y en los Champs y encontrar aquí y allá algún perfume exclusivo. Además, en mi profesión es muy importante disponer de unas habitaciones presentables. Tengo que estar siempre entrevistando en plan íntimo a jefes de Gobierno, generales, científicos atómicos y grandes bellezas del cine y también a… historiadores verdaderamente importantes…

Olivia no se dio por vencida.

—Naturalmente, querida amiga. Es un trabajo de un enorme interés. Y no debería usted sentirse tan humilde y con esa sensación de inferioridad.

—¡No me siento inferior!

Hayden pensó: «¿Es que siempre que dos mujeres quieren al mismo hombre o pertenecen a dos partidos rivales, se tiran a matar cada vez que se encuentran? ¿O es sólo alguna vez que otra?».

—Es muy posible, señorita Eldritch. Quizás esos grandes personajes consigan un nuevo punto de vista, más a ras de tierra, cuando hablan con usted. Y ahora, Hayden, tengo que irme a mi habitación. Él ministro de Educación, en Roma, ha pedido mi opinión acerca de unos documentos secretos sobre Carlos VIII que acaban de ser descubiertos. Te dejaré con la señorita Eldritch para que disfrutes recordando a tus vecinos en Newlife. Si no vuelvo a verla, señorita Eldritch, le deseo que se divierta mucho en Roma. ¡Buenas noches!

—Esa mujer —dijo Roxanna—. ¡Qué mujer! No hay quien la aguante. Lo curioso es que parezca guapa con esa nariz retorcida, esa boca tan pequeña, la frente llena de arrugas y sus orejas de conejo…

—No debes…

—Y sin más preparación que haber sido algo así como una maestra de escuela durante muchos años, presume ahora de sabia. ¡La reina de la pensione! ¡Qué afortunado eres! Cuando la lleves contigo a Newlife, los Bradbin la van a adorar. Tiene la misma habilidad que ellos para convencerte de que, si les llevas la contraria, es que eres un pobre idiota.

A Hayden le cansaba ya aquella guerra. Estaba cansado de oírle a Caprice sus opiniones sobre todas las mujeres bonitas que llegaban a Newlife. Por eso, dijo afectuosamente:

—Roxy, como amiga mía y paisana, te ruego…

—¿Qué?

—Que te calles.

—Vaya.

—Te tengo un gran afecto desde hace mucho tiempo y quiero contribuir a que lo pases bien en Florencia, en lo que me puede ayudar mucho Olivia, que conoce la ciudad mucho mejor que veinte turistas como tú y como yo juntos. De modo que cuando dejéis de pelearos, lo pasaremos muy bien.

—¡Okay, jefe!

—Y te presentaré al amigo de Olivia, y mío, Lorenzo Lundsgard, que es un erudito, un buen conferenciante y as del rugby, actor de Hollywood y un tipo fuerte y guapo, sutilmente europeo y cordialmente yanqui… Además, le chiflan las pelirrojas.

—Esa maravilla —le dijo Roxanna mirándolo con los ojos muy abiertos— la has leído en algún libro. Sobre todo, ¡un Lorenzo! Me estás describiendo a Abelardo y Eloísa, ése que está ya enterrado en el Père-Lachaise.

Se levantó.

—Te llevaré a tu casa, Roxy. Tengo un cochecito.

—No, ya te dije que no quiero crearte molestias. Iré a casa andando y así empezaré a conocer la ciudad. Lo que me interesa por lo pronto es encontrar trabajo. ¿Hablarás con esa señora como-se-llame mañana?

—¿Dodsworth? Desde luego, Roxy. ¡Cuánto me gusta que estés aquí! ¡No puedes figurarte cuánto me he alegrado!

—Gracias, querido. Y te prometo no arañar más a tu encanto.

—Estupendo.

—Buenas noches, chico.

Olivia entró en la habitación de Hayden aquella noche y le atacó inmediatamente:

—¿Qué representa para ti de verdad esa mosquita muerta, la Eldritch, aparte de que la hayas conocido seguramente como una empleadilla en alguna tienda de tu desierto del Colorado?

—Sabes perfectamente que era una gran amiga de mi mujer y mía, aunque más joven que nosotros, y te advierto que es una periodista muy notable.

—¡Qué bien guardada te la tenías todo el tiempo que has estado en Europa!

—De sobra sabes que no he podido verla. Siempre me ha sido muy simpática y la he respetado. Es una chica valiente y me conmueve su ambición por ser algo serio en la vida. No, no me propongo flirtear con ella. No, no he tenido nada que ver con ella ni antes ni ahora aparte de que es tan radiante y está tan bien formada y tan apetitosa que ningún hombre normal podría mirarla, ni mucho menos tenerla cerca, sin sentirse un poco animado… Oliva, por Dios, bastante mal hemos puesto las cosas entre nosotros para que vayamos a complicarlas más con la intervención de otra persona.

—Eso digo yo. ¡Este numerito de la Eldritch!

—No me refería a ella. Me refería a Lorenzo, a tu caballero andante. Te adoro… Por lo menos, eso creo. ¡No dejemos que se interponga nadie entre nosotros! No caigamos en la mezquindad o en el infantilismo del «tú me dejaste plantada anoche, hoy te dejo yo plantado para darte una lección» y cosas por el estilo. Querámonos como antes y en paz. No echemos a perder la bendición de Dios.

Olivia se puso inmediatamente a la altura de las circunstancias y, como si recuperase todo su apasionado cariño de antes por Hayden, exclamó:

—Es verdad, no debemos destrozar algo tan maravilloso. ¡Hemos vivido muchos ratos que no podemos olvidar! Todo el mundo acaba traicionando al amor porque el amor es tan sencillo y grandioso a la vez que la pequeñez humana no puede resistirlo.

A pesar del peligro que suponía la señora Manse, de misteriosa omnipresencia, a pesar de los encantos de Roxanna y del viril Lundsgard y de la deliciosa Tosca Stretti, Olivia y Hayden se abrazaron con hambrientos suspiros casi llorando por el riesgo en que habían estado de hundir su amor.

A la mañana siguiente, más apagado y algo irritable, Hayden, después de reñir a Perpetua porque había tardado en llevarle el desayuno, se preguntó si no sería una buena idea intentar que Olivia cediese su puesto en la oficina de Lundsgard a Roxanna así como todos sus derechos, privilegios e intereses en el tal Lundsgard.

Pero esto sería jugarle una mala partida a Roxy, aparte de que Olivia los mandaría a él y a Roxy a paseo antes que renunciar a Lundsgard. Así que telefoneó a la señora Dodsworth.