20

Se escapó. Era absurdo no haber visto Roma; era intolerable pasarse las horas sentado tamborileando en la mesa con los dedos mientras Olivia retozaba con un supuesto caballero andante.

Fue a Roma en su topolino cruzando las agradables colinas y se enamoró de Siena casi tanto como de Florencia: la plaza, la catedral, el palacio Chigi. Pero encontró a Roma demasiado exuberante, demasiado animada y operística, una ciudad hecha sólo para maravillar a la gente desde el Vaticano hasta el Monte Palatino que Hayden recorrió creyéndose en el año 100 antes de Jesucristo.

Reconoció la grandeza con que Roma retrocedía hacia su antiguo trono de Reina del Mundo. Por un arco de los Emperadores vio a los jeeps aparcados entre los Rolls-Royce y los Cadillac. El tráfico romano era más alarmante que el de la avenida Michigan. Los aeroplanos, que tan raramente alteraban la paz de Florencia, cruzaban continuamente el cielo de Roma; y en los nuevos y orgullosos rascacielos de cemento armado telefoneaban incesantemente los petroleros de California y Persia, los agentes de las compañías aéreas británicas, productores cinematográficos húngaros, ingenieros de la televisión francesa, agentes navales egipcios y tranquilos rusos que preferían pasarse la tarde solos con sus pipas y libros, vendedores de café brasileño y agentes de orquestas de música ligera, o espías croatas que espiaban a los espías búlgaros encargados de espiar a los espías turcos que espiaban a Roma…

Ni siquiera la maciza altivez de los antiguos templos y de las termas imperiales atrajeron tanto el interés técnico de Hayden como el urbanismo de las avenidas como la vía Veneto. Sin embargo, no le fastidió no encontrar habitación en Roma —atestada con los peregrinos del Año Santo— y tener que irse con su topolino en busca de una fonda de pueblo. Después de cenar, se sentó en un banco y admiró el cielo verdoso crepuscular del Lacio y empezó a sentir deseos de encontrar alguna nueva y terrible Olivia.

Regresó a Florencia y a la pensión de las Tre Corone a última hora de la tarde siguiente y se encontró con Olivia, que le dio la bienvenida contra lo que él esperaba. La abrazó con fuerza y murmuró:

—Te he echado muchísimo de menos.

Hayden procuró librarse lo antes posible del abrazo y dijo alegremente:

—Bueno, vamos a salir y cenaremos por ahí.

—Querido, no sabes lo muchísimo que lo siento, pero estoy invitada a cenar… Es que no sabía cuándo ibas a volver. Ya podías haberme mandado una tarjetita.

Hayden no preguntó, ni ella le dijo quién la había invitado.

—Luego te compensaré —ronroneó Olivia con una dulzura que sonaba claramente a disculpa.

Cenó solo en medio del griterío de la más reciente «generación» de huéspedes, que esta vez no eran señoras excéntricas ni norteamericanos, sino tres señores de edad, muy bajitos y que habían llegado de Luxemburgo. Pero era lo mismo. Le estuvieron molestando toda la cena gritándole desde su mesa. «¿Ha visto usted el cenácolo del convento de Sant’Onofrio? ¿No?», o bien «¿Ha visto la tumba de Oddo Altoviti, por Rovezzano? ¿No?», y cosas por el estilo.

Olivia regresó muy tarde y tampoco le dijo con quién había pasado aquellas horas de la noche. No estuvo muy afectuosa al darle las buenas noches ni hubo nada de lo que había prometido. Habló a Hayden de un modo mecánico y parecía fastidiada. Él se fue a dormir con una desoladora impresión de vacío.

Hayden había ido a consultar a un tal doctor Stretti con motivo de los dolores de cabeza que seguía teniendo de vez en cuando como resultas del accidente de automóvil y había llegado a tomarle afecto a aquel médico regordete, muy experto en su especialidad y, en general, de una amplia cultura. No sólo era amigo y médico a la vez de Hayden, sino que, al estilo italiano, era su médico por ser un comprensivo amigo suyo. En la mañana después de su regreso de Roma, tuvo unos dolores de cabeza mucho más fuertes que de costumbre y se apresuró a visitar a Stretti el cual le aseguró que sus dolores se debían al efecto producido sobre sus ojos por el resplandor de la carretera desde Roma. Se los lavó, se burló de su tensión y le aplicó una buena dosis de magia médica que le reanimó sin necesidad de medicinas.

Y le dijo:

—Mi hermano, que es arquitecto como usted y que trabaja en Turín, siente una gran curiosidad por la arquitectura moderna norteamericana. Va a pasar el día de hoy en Florencia. ¿Podría usted venir a casa a cenar con nosotros? Será una cena familiar, lo corriente, pero así podrían ustedes conocerse.

Hayden no había hecho todavía ningún plan concreto con Olivia para cenar. Indignado, con ese sentido de la justicia típico de los que están muy enamorados, pensó: «Le daré una buena lección. Ayer, recién llegado de Roma, me dejó plantado», y respondió al médico con decisión:

—Tendré mucho gusto en reunirme aquí con ustedes.

El piso del doctor Stretti se hallaba en una casa de las calles nuevas, residenciales y solemnes, próximas al Cascine, en un cuarto piso adonde se subía por un ascensor bastante peligroso y que se tenía la sensación, en cuanto se apretaba el botón, de que aquella jaula se iba a hacer trizas inmediatamente. Pero el piso era como el de cualquier médico bien situado de Newlife o incluso de Nueva York, con la diferencia de que había más sillones en torno a las mesitas del vestíbulo y más cuadros de pintores contemporáneos.

El hermano arquitecto del médico, cuyo inglés era tan vacilante como el italiano de Hayden, le hizo añorar un poco su ambiente natal al confesarle las luchas que tenía con los clientes, los contratistas, los sindicatos y los políticos. Es decir, los mismos problemas con que Hayden tropezaba en Newlife: los mismos nuevos ricos que deseaban cuartos de baño en mármol por el precio de las losetas vulgares, y cuartos de baño de losetas por el precio de uno de linóleo. Simpatizaron mucho y también le hizo Hayden buena impresión a la señora Stretti aunque ésta no hablase inglés en absoluto. Pero le aseguró a Hayden, con más amabilidad que veracidad, que hablaba ya el italiano como un professore.

Toda la familia le acogió con gran cordialidad. Y la naturalidad con que le trataban hacía que le parecieran más cerca de los norteamericanos que todos los italianos que había conocido hasta entonces. Hayden se sentía como en su casa mientras, después de la cena, bebía vasitos de vino santo y les decía que les gustaría mucho Hollywood y el Gran Cañón.

Pero, de toda la familia, había una persona que le importaba más a Hayden que las demás: la hija, Tosca Stretti, una muchacha de veinte años que era toda ojos, hermosa cabellera negra, esbeltez, juventud, y que inspiraba gran confianza. Estaba volviéndose a cada instante hacia su tío, su padre o su madre para mirarlos con afecto y admiración. Se veía en seguida que a esta joven le entusiasmaba la vida y que amaba entrañablemente a su familia. Y sin necesidad de saber ni una sola palabra de inglés, le decía a Hayden con los ojos que le consideraba como un hombre muy interesante.

Cualquier mujer norteamericana de tipo agresivo se habría burlado de Tosca: «Claro, a los hombres os gustan estas jovencitas sumisas dispuestas a ser vuestras esclavas. Esta italianita sería capaz de limpiarte los zapatos y a ti te encantaría». Sí, era muy probable que Tosca estuviera dispuesta a limpiarlos si fuera necesario, pero lo haría con cariño, con dignidad; de ningún modo como una esclava. Esta mujercita se casaría para darle a su hombre todo su amor, pero con la seguridad de ser amada a cambio con el mismo ardor.

Aquella noche, en la cama, pensó Hayden en su visita, pero sin acordarse de su colega el arquitecto, ni del médico, ni de la esposa de éste, sino exclusivamente de Tosca. Sería muy divertido casarse con ella, enseñarle inglés y viajar juntos por los Estados Unidos. ¿Por qué no se enamoraría de una chica como aquélla, dulce y digna de toda confianza y, sin embargo, tan capaz de llevar una casa como lo había sido la señora Stretti, en vez de ligarse con un dolor de cabeza incurable como Olivia?

¿Por qué no? Si se casaba con Tosca y se marchaban ambos a vivir a Newlife, se encontraría con la estabilidad de su ambiente normal más esa sensación de novedad y de sabor exótico que le habían hecho marcharse a Europa. Recordó a Tosca todo el día siguiente, y este recuerdo fue para él un consuelo muy necesario después de leer la nota que le había dejado Olivia cuando se marchó temprano a la biblioteca laurentina… o, seguramente, al despacho-boudoir de Lundsgard:

Había dado por cierto que cenaríamos juntos anoche y me has dejado plantada sin la menor explicación. Y lo peor es que esta noche soy yo la que tengo una cita y no podré verte.

O.L.

Su comentario íntimo tenía la lógica del enamorado: «No puedo culpar a la pobrecilla, es natural que esté enfadada conmigo por lo de anoche… pero no puedo consentir que se crea con el derecho a plantarme cuando se le antoje y exija de mí que esté todo el tiempo a su disposición por si se le ocurre que salgamos. Por otra parte, no puedo echárselo en cara porque se ha sentido herida…».

Olivia y él habían creado la costumbre, sin ponerse de acuerdo sobre ello, de pasar juntos la noche del sábado con cena en el restaurante y luego el cine o un concierto, pero en aquella cálida noche de sábado de fines de primavera cenó Hayden solo y muy triste en la pensión con el único consuelo de recordar la expresiva sonrisa de Tosca Stretti. Estaba tomando el café cuando Perpetua entró a informarle que una «signorina Altici» le estaba esperando en el salotto.

¿Tosca? ¿Por qué? Había entendido «Stretti».

Se dirigió apresuradamente al salón y allí, en un diván, con el sombrero quitado y con un vestido que parecía muy usado y unas sandalias de cuero bastante estropeadas, abatida, desafiante, suplicante, familiar y más extraña para él que una campesina de Calabria, estaba Roxanna Eldritch, de Newlife, Colorado, con sus pecas y su pelirroja cabellera. Perpetua había transformado la pronunciación de «Eldritch» en «Altici».

Pero, sobre todo, estaba muy quieta, ella que era un torbellino.

Al verle, Roxanna se levantó de un brinco; Hayden corrió hacia ella y la besó. Era una astilla de las raíces de su patria que milagrosamente se le ponía delante: las calles alegres y atestadas de gente; los algodonales y los sauces en las orillas; los rascacielos que crecen con gran rapidez; el despacho y el club, donde él no era una especie de fantasma libresco estudiando materias tan fuera de su mundo, sino un hombre, un jefe de empresa, un amigo, un ciudadano, una persona cordial y bien vista por todos; y en todo ello había una alegría que nunca podría sentir Olivia… ni siquiera una criatura tan deliciosa como Tosca. Y aquella tierra era la suya sin necesidad de conquistarla. Tuvo la sensación de hallarse en una selva y haber visto de repente, de un modo increíble, su propia bandera familiar. En efecto, Roxy y él se saludaron a gritos como los miembros de dos tribus amigas.

Mientras más la miraba, más le parecía que había cambiado. Estaba tan atractiva como siempre, pero miraba más al suelo que a él y su actitud general era de abatimiento.

—Es preferible que te lo diga de una vez, Hayden. Estoy en la calle. Me han despedido.

—¿Cómo es eso?

—En parte he tenido yo la culpa por mi vagancia y mis diversiones, aunque también creo que he trabajado mucho. Pero poco a poco he llegado a convencerme de que estaba equivocada al creerme capaz de ser una gran corresponsal en Europa cuando hay tantos veteranos que conocen estos países a fondo, hablan cinco idiomas por lo menos e incluso leen algún libro que otro. No puedo competir con esos colegas ni pretender que me tomen por una autoridad en asuntos europeos porque envíe a los Estados Unidos unas crónicas de cotilleos sobre los reyes destronados y entrevistas con algún jefe de Gobierno o porque intente explicar al devaluación de la libra esterlina.

»He mandado allá verdaderas montañas de original, pero por lo visto no les ha interesado mucho a los lectores. Al principio mi director publicó, casi todos mis artículos e incluso vendió algunos para que los publicaran en cadena por todo el país, pero me figuro que luego se cansaron y el buen hombre, con mucho tacto, me fue insinuando que quizá me interesase volver a mi antigua colocación en el periódico, sin tener que moverme de Newlife. Después de prepararme así, me comunicó que si no regresaba en seguida, podía perder mi puesto.

»Y aquí estoy. Quiero ver más países de Europa. Quizás empiece por Grecia y España. Luego, Israel y Egipto. Quiero trabajar ahora a fondo y no como una mujer aficionada a periodista que sólo escribe cuando los bares están cerrados y el guapo vicecónsul no quiere ponerse al teléfono.

»Puedes creerme: me produjo una impresión terrible que me echaran. La mayoría de las mujeres norteamericanas siguen creyendo que su sagrada feminidad les permite hacer cuanto quieran, llegar tarde, y no realizar la tarea por la que cobran, y si algún jefe las despide, le acusan de falta de caballerosidad y casi de no haber tenido madre. Me dije: «Rox, pórtate como un hombre y reconoce que el noble deseo de tu director es publicar buenos artículos y de nada le sirven tus buenas intenciones y tus frivolidades.

»Además, incluso antes de que me dieran la patada, estaba harta de tantas señoras de cincuenta años que se quieren hacer pasar por jovencitas en los bares, de tantos estudiantes que presumen de cantar bien y que sólo saben berrear y de tantos jóvenes artistas de Wyoming y del Bronx que se dejan sucias barbazas para hacer creer así que tienen talento.

»Mientras pueda seguir en Europa, me gustaría conocer por fin a algún francés que fuera de verdad francés y a un italiano… italiano. Sería una novedad para mí, después de tratar a tantos europeos norteamericanos como ese joven que acaba de fundar este mes la revistita número 16 dedicada a la libertad, al arte nuevo y a la ginebra.

»Confieso que he perdido mucho tiempo con todos esos borrachos, pero sigo creyendo que hay algo en mí de mi abuelita O’Larrick, cuyos siete hijos se hicieron sacerdotes.

»Por eso he venido a Florencia. En parte porque es una ciudad bastante tranquila y, en parte, lo reconozco, porque estabas tú aquí y siempre has sido muy amable conmigo. Pero quede bien entendido que no voy a aprovecharme de ti en ningún sentido: ni sacándote dinero, ni haciéndote perder tiempo, ni de ninguna manera. Sólo quiero que me tranquilices asegurándome que aún soy una persona con posibilidades. Es decir, que soy todavía humana a pesar de mi fracaso.

—¡Humanísima, Roxy! Y ahora te llevaré a cenar. Nos daremos un banquete para celebrar tu llegada.

—Gracias; otra noche será; mañana, si quieres, porque esta noche he tomado ya una buena cantidad de spaghetti.

—Mañana te buscaremos una buena habitación, Roxy. Podrías quedarte en esta misma pensión.

—Gracias, ya encontré una habitación en la otra orilla. Pregunté en una agencia de viajes. Tengo una cama de hierro, una silla de cocina y una hermosa cortina que me sirve de armario. El cuarto de baño está a trescientos metros de mi habitación. De manera que no te preocupes por mí…

—Pero querida Roxanna, no puedes alojarte en un sitio tan malo.

—Sí que puedo y además me conviene. En lo que me puedes ayudar es aconsejándome qué clase de trabajo podría buscar aquí. Algo para una muchacha que no habla ningún idioma conocido…

Si Hayden dejaba a ratos de prestarle atención a Roxanna era porque sabía que Olivia podía entrar de un momento a otro y encontrarle sentado en el diván en cariñosa actitud juntó a los evidentes encantos de Roxy. ¿No sería lo discreto poner en antecedentes a Roxy antes de que la viera Olivia y llevarla a la seguridad de un café? Pero sintió deseos de desafiarla; se revelaba contra aquella timidez impropia de un hombre. Roxy era sin duda alguna una mujer tentadora, pero tampoco estaba haciendo él nada de que hubiera de avergonzarse… No como Olivia en aquellos momentos y su Lorry.

—Vamos a ver, Roxy. Aquí hay una señora Dodsworth, persona importante en la Colonia. Recuerdo haberle oído decir algo de que es uno de los elementos directivos de una Escuela norteamericana para chicas, algo que están organizando ahora. La telefonearé luego a ver si tiene cualquier puesto para ti. Y ahora, querida, cuéntame más cosas tuyas. ¿Te ha robado el corazón alguno de esos jóvenes genios con barbas?

—No. Una mujer joven que esté viajando siempre sola por Europa, aprende pronto a ponerse glacial cuando los gallitos empiezan a picotearla.

—¿Y eso ocurre con frecuencia?

—¡Continuamente! Cowboys-tenderos franceses, artistas noruegos, profesores suizos, soldados norteamericanos y tenientes coroneles no menos norteamericanos. Te aseguro que acaba una asqueada de tantas alusiones al asunto. De muchachas nos parecía la cosa más divertida del mundo que cuando nuestras abuelas eran jovencitas no pudiesen viajar sin una carabina vestida de satén negro. Pues bien, te aseguro que he echado mucho de menos una carabina con sus mitones y todo, en mis viajes por Europa.

—¿Por qué no regresas a los Estados Unidos, Roxy?

—¿Y por qué he de irme?

—Parece lo natural que estés en tu tierra donde entiendes a la gente de un modo instintivo, y comprendes por qué hacen lo que hacen y por qué dicen lo que dicen, ya sean cosas nobles, tonterías o maldades.

—Entonces, ¿por qué no te vas tú, Hay?

—Es que yo me he instalado aquí para estudiar y estoy satisfecho. Además hay una chica en la que estoy algo interesado.

—¡Oh!

—Bueno, en realidad son dos: una espléndida profesora y una adorable muchacha italiana.

—¿Dos? Entonces está muy bien.

—Me gustaría que tú…

—Sí, sí, sí, señor Chart. Lo comprendo. Yo también me estoy muriendo de curiosidad por conocerlas a las dos, o a las dieciséis… Nada hay que pueda alegrarme más que conocer a las adorables amiguitas de mis buenos amigos. Sobre todo, me produce una gran satisfacción oírte hablar con entusiasmo de ellas… ¡Antes pasarán sobre mi cadáver, Chart!

—A pesar de todo lo que me has dicho, no me has dado razones muy sólidas que expliquen tu deseo de permanecer en Europa.

—Es que yo soy otra de esas chicas americanas que van de un lado a otro sin saber lo que quieren. Todas creemos que sin necesidad de esfuerzo alguno, nos haremos famosas o nos encontraremos de pronto en alguna cumbre romántica donde empezaremos a relucir. Unas tratan de ser bailarinas, otras fotógrafos de arte, algunas —como yo— periodistas… o sencillamente casarse, pero sólo con un hermoso pintor, un poco trágico y de ojos grises, con cabello negro y algún mechón canoso… En fin, algún tipo que se llame Peter o Michael o…

—¿Lorenzo?

—Lo has adivinado. Creo que soy una típica representante de esas jóvenes norteamericanas nada pacientes para quienes es más fácil saltar a un tren y hacerse nuevas amistades en una nueva capital a permanecer en el mismo sitio y cultivar unas amistades sólidas.

—No creo que seas de ésas, Roxy. Has tenido un arrebato, un afán de conocer mundo, pero en el fondo te atrae más la vida normal que acabará sentándote.

—Gracias, querido; me gusta contar con tu aprobación, aunque me la des un poco de fórmula.

Hayden se decía que aún llevaba pasaporte de Olivia y no podía cruzar la frontera. Tenía interés en salir del paso airosamente y cumplir con lo que él creía su deber.

—Estoy seguro de que todas las muchachas norteamericanas que hay en Europa no son tan vacías como tú quieres presentarlas. Por ejemplo, tú no lo eres. Ni tampoco lo es mi… esa joven que vive aquí en la pensión, una profesora de Historia, la doctora Lomond… Olivia Lomond.

Roxy estalló:

—¡La doctora Olivia Lomond! ¡Esa solterona avinagrada, asexual, sin pecho, que te lleva por los salones de té y lee a Ruskin en voz alta! ¡Ya sabía que no te podía dejar solo en Europa! En Newlife eras un gran chico. Y tenías que venir a Europa para caer en manos de esa repugnante doctora Lomond, un arroyo seco.

—¡No está tan seca como tú crees! —le cogió la mano cariñosamente a Roxy, la mano de su querida hermanita, su sobrina crónica, su fiel amiga de toda la vida—. Me interesa mucho que la conozcas y hagáis buena amistad…

—¡Pues a mí no me interesa en absoluto!

Hayden le acariciaba la mano con una sensación distinta de la que sentiría un abuelito, cuando algo de amenazador tembló en el aire y le hizo levantar la vista. Olivia estaba en medio de la sala contemplando la escena, y cuando Hayden vio su mirada de Borgia, leyó en sus ojos como si éstos hablaran: «¡Ajajá, de manera que éste es el camello que me ha estado exigiendo que abandone mi amistad con mi inocente colega, el profesor Lundsgard!».

Hayden tuvo la suficiente sensatez para no soltar en seguida la mano de Roxy y ponerse en pie avergonzado como un culpable. Fue capaz de esta proeza: seguir con la mano de Roxy entre las suyas beatíficamente y murmurar extasiado:

—Cuánto me alegra que hayas llegado, Olivia. Aquí tienes nada menos que a Roxanna Eldritch, de la que tanto te he hablado; la gran amiga de Caprice. La he conocido desde que era una niña.

Antes de que Roxy tuviera tiempo de reaccionar, Olivia disparó:

—Entonces hace mucho, muchísimo tiempo que conoces a esta señorita como se llame. ¡La cosa viene de largo!

Pero también funcionaba perfectamente la artillería de Roxy.