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Cuando circuló la noticia de que il signore Profesor Friar estaba pagando sus deudas, fue asaltado por cuentas de uno a cinco años de atraso, la mayoría de las cuales había olvidado y algunas ni siquiera las debía. Sobre todo, su casero, que durante mucho tiempo fue su tolerante amigo, perdió la cabeza en cuanto vio que Friar manejaba billetes de diez mil liras. Exigía que le pagase con puntualidad; y sus antiguos favorecedores, los libreros, amenazaban con llevársele la biblioteca, la cuarta parte de la cual no había pagado aún.

Nat se negó a que la señora Baker —cuya posición económica había sido siempre tan modesta como la suya— le prestase dinero. Se le fue agriando el carácter, pero, ya que había empezado, estaba dispuesto a ser un hombre de negocios.

Dijo a Hayden:

—Desde luego, preferiría abandonar a Lundsgard antes de que esta aventura termine. No tengo quejas de él; me trata bien. Es el único hombre que cree que merece la pena mi información sobre Gubbio y Spoleto y que además me está agradecido. Es muy posible que, como muchas personas hartas de la cultura, no aprecie yo en lo que valen los conocimientos de los jóvenes, pero lo cierto es que esta pasión mental mía ha sido correspondida muy pocas veces, quizá sólo por usted, Olivia y Lundsgard. Pero no puedo acostumbrarme a estar metido en esta farsa pseudointelectual de la película histórica con su tinglado de asesores y magnates.

»A veces pienso si este Lundsgard no llevará mala intención. Lo que más le interesa es establecer paralelos históricos para demostrar que el dominio de los hombres vulgares e incultos ha sido siempre desastroso para la Humanidad, ejemplos que le ayuden a sostener que necesitamos millonarios de mucho empuje para gobernarnos. Y lo peor es que, para conseguir su objetivo, manipula a su antojo y adultera los hechos que yo le saco de la mina histórica y que le entrego a paletadas.

»Sí, bien pudiera resultar el tal Lundsgard un pillo de tomo y lomo. Y me parece que está en la mejor tradición de la traición: traición al amor, a la amistad, al patriotismo, a la religión… y ahora está traicionando alegremente la cultura seria como los periodistas culpables de que la gente se quede inválida porque a ellos le haya convenido alabar ciertos descubrimientos médicos fraudulentos.

»Además, está fomentando ilusiones proféticas: pretende que toda la historia ha evolucionado con el propósito de conseguir una meta moral de acuerdo con un plan y que es el único hombre en el mundo que conoce ese plan. He meditado sobre un cierto número de métodos de asesinato que podría emplear contra él. Porque, aparte de matarlo, ¿qué puedo hacer? Como no coja del brazo a la encantadora novia de usted, Olivia, y nos escondamos en las grutas de los Abruzzos para huir de los acreedores que me quedan…

»Ahora sé muy bien que todas mis penalidades se deben a mi imprudencia de pagarle a mi criada los sueldos atrasados. Es una auténtica campesina italiana y no esperaba un insulto semejante de un illustrissimo.

Pero Nat nada hizo. Y tampoco hizo nada Hayden. De pronto se sintió asqueado de Lundsgard, de Florencia y de toda Europa. Esto les ocurre a veces a los exiliados. Había momentos en que Hayden se sentía a gusto en Italia, pero poco después le parecía un país atrasado y algo tonto. Ni siquiera entendía claramente el idioma. Incluso tenía la sensación de que los nativos le miraban con antipatía.

Aquella semana recibió unas cartas de los Estados Unidos a las que se aferró como a una tabla de salvación. Eran cartas de Jesse y Mary Eliza Bradbin y de compañeros de estudios a quienes no había visto desde hacía diez años, cartas que antes —hace pocas semanas— le aburrían con sus informes sobre el tiempo que hacía en el país y sus cotilleos sobre personas a quienes no recordaba y que ahora le servían de alivio. Recién llegado a Florencia, Hayden había aprovechado agradecido la hospitalidad que le brindó la biblioteca americana instalada en el Palazzo Strozzi y allí leía las revistas y los diarios de su patria. Luego se cansó y llegaron a serle indiferentes las noticias de un país tan lejano. Ahora, en cambio, volvía a refugiarse en la biblioteca y leía con avidez todo lo que pasaba en los Estados Unidos.

Cada vez necesitaba más aquel refugio, ya que cada día le gustaban menos las relaciones entre Lundsgard y Olivia.

Enriquecido por lo que a él le parecía la máxima cultura histórica gracias a las anécdotas de Nat y a las fotografías de Gazza, fortalecido por la aprobación de Sir Henry Belfont y la tolerancia de Sam Dodsworth, el señor Lundsgard, aunque seguía considerando a Hayden como una persona respetable, no concedía ya importancia alguna a los consejos que éste pudiera darle en historia de Italia, y cada vez que Hayden tenía una idea, la actitud de Lundsgard era decir apresuradamente: «Bueno, bueno, muy bien», mientras pensaba en otra cosa. Prefería ver a Hayden únicamente en los bares, pero éste, exponiéndose a que le pusieran mala cara, entraba frecuentemente en el cubil del lobo para ver cuánto había devorado de su cordero.

Se dijo muchas veces a sí mismo que el despacho de Lundsgard era un lugar de trabajo y que tenía tan poco derecho a estorbar allí como a penetrar en una sala de un quirófano y ofrecerle un cigarrillo al cirujano. No es que le pusieran mala cara, sino que estaban muy ocupados y no tenían tiempo para tonterías. Pero por mucho que pretendiera convencerse, estaba seguro de que su presencia no era grata. Desde luego, Nat lo acogía con gran cordialidad, pero incluso el simpático Gazza parecía fastidiado al verle aparecer. Lundsgard se impacientaba y Olivia, muy atareada con sus listas de pintores de Umbría, le soltaba, por ejemplo:

—Hayden querido, ¿por qué dejas abierta esa puerta?

¡Qué superioridad y sequedad resonaban en el «Hayden querido» comparado con el tierno «Querido Hayden» de antes!

Pero él, impertérrito, no cesaba de importunar a Lundsgard y a ella para que fueran a tomar el té con él. Iban a la Piazza della República. Aquel día estaban sentados en la terraza de Donnini en torno a una mesita y rodeados de familias italianas prósperas y charlatanas. La pareja de «investigadores» ni siquiera miraba a Hayden, Olivia respondía con su competencia habitual a las preguntas de Lundsgard, no menos competentes, sobre el gremio de cardadores de lana en la antigua Florencia. Hayden se consideraba como un hermano menor tolerado a la mesa mientras los mayores hablan de asuntos serios. Y cuando terminaron sus consultas historiográficas, los dos parecieron encontrarse solos, perdidos en el bosque de Arden y con el melancólico señor Chart a diez leguas de distancia. Se miraban y se removían felices en sus sillas de mimbre gastándose bromas sobre la puntualidad. Hayden pensó que de una conversación jovial sobre la falta de puntualidad no se podía deducir forzosamente que existieran lazos culpables entre un hombre y una mujer. Sin embargo, no se podía negar el lirismo tan tierno con que se arrullaban:

—¡Llegaste con diez minutos de retraso!… ¡Sí, sí, no me digas que no, diez minutitos…!

—No digas eso, Lorry, no, no y no.

A Hayden no se le escapaba que la actitud de Olivia hacia Lundsgard era cada vez más blanda. Una blandura sospechosa y elocuente. Cuando aquel animal le tocaba su codo, lo que hacía con mucha mayor frecuencia de la necesaria cada vez que quería remachar sus puntos de vista, la exinviolable no parecía molesta por ello. Al contrario, se sonreía extasiada. Por lo menos con mucha mayor delectación de lo que parece correcto a una empleada que sonríe obediente a su jefe.

Lundsgard pareció asombrado al descubrir junto a ellos a un individuo que se parecía extraordinariamente a Hayden Chart y dijo forzadamente:

—Ejerces una gran influencia en tu novia, Hay. Cuando no estás junto a ella, me trata con absoluto desprecio, pero si estás con nosotros hace todo lo posible por ponerte celoso tratándome con el mayor afecto. ¡Cómo me gustaría tener esa habilidad tuya con las mujeres!

Y a la vez miraba a Olivia con un orgullo de propietario que le descubría a pesar de sus palabras.

«No puedo seguir así».

Hayden, pensándolo fríamente, llegaba a convencerse de que esta pareja de pedantes ambiciosos y sensacionalistas eran ya amantes. Era inútil tratar de negar la verdad. Pues bien, si eran amantes, se merecían el uno al otro. Tal para cual.

Pero la terquedad, que había sido siempre una de sus características, la terquedad que le había permitido resistir todas las frivolidades de Caprice y las payasadas de Jesse Bradbin, se le recrudecía ahora a Hayden y le impulsaba a «salvar» a Olivia.

Ninguna otra persona podría hacerlo y menos que nadie la propia Olivia, que se derretía ante la varonil belleza de Lundsgard. En el fondo, Hayden se sentía culpable por haber derribado la levísima pared defensiva que protegía a Olivia. Sí, aquella mujer tan estudiosa y honrada merecía ser salvada incluso ahora en que estaba demostrando no ser tan honrada.

La salvaría, sí… No tenía nada más importante que hacer… Además, todavía fascinado por aquella mujer a pesar de su evidente idiotez, la seguía queriendo. Lundsgard se daba la gran satisfacción —y parecía creer que a ellos también les satisfacía— haciéndoles saber que ahora se movía en un plano social encantador. El príncipe Ugo Tramontana le había invitado a tomar el té para que admirase algunos camafeos romanos del siglo II… Antes de marcharse, Lundsgard encendió un tremendo puro habano con la vitola laurentina aún puesta, y apagó el fósforo con un floreo archiducal. Cuando se fue Lundsgard, dijo Olivia, muy animada:

—Bueno, ahora tengo que irme a la pensión.

—Siéntate, Olivia. Debo reñirte un poco. Quiero que dejes esa colocación de secretaria…

—Ni hablar de eso.

—Sí, la dejarás en seguida. Esta misma tarde.

—¡Qué ri-di-cu-lez! —Volvió a sentarse, indignada.

—Le dirás a Lundsgard que se apresure a buscar esa nueva taquimeca a la que nunca pensó encontrar.

—Bueno, es el colmo…

—Y luego, sin necesidad de escenas violentas ni de recurrir a las drogas, quiero que tires por la borda a ese individuo.

—¡Qué absurdo!

—Ignoro cómo están exactamente las cosas ahora entre tú y Lundsgard, pero no me engaño. Sé perfectamente que si no ha ocurrido, ocurrirá. ¿Eh?

Olivia se sobresaltó ante la tremenda fuerza y rudeza de aquel ¿eh?, y, ante su brinco, también se sobresaltó Hayden.

—¿Qué quieres decir con eh?

—Quiero decir que si sois ya amantes.

Ella se quedó de pronto muy tranquila y le miró fijamente, sin miedo alguno.

—Podríamos serlo. Y no te diré más.

—Es suficiente. ¿Quieres librarte de mí?

—No, no. De verdad, Hay… Hayden, no quiero prescindir de ti. Te tengo un gran afecto. Me resulta tan fácil convivir contigo y me siento tan feliz. Admiro tu honradez y tu calma. Querría tenerte siempre conmigo… No, no solamente lo querría sino que estoy dispuesta a que no te apartes de mí. Puedes estar seguro de que a mí también me parece Lorry un hombre vulgar y malcriado que puede ejercer una mala influencia sobre las personas que lo rodean. ¡Lo conozco mucho mejor que tú! Pero a la vez es como un caballero andante de la antigüedad, un invencible guerrero medieval. Después de todo, Giovanni delle Bande Nere nada tenía de distinguido, ni poseía cultura ninguna, ni siquiera era fiel a su novia. Lorry es una falsificación —por Dios, Hayden, comprenderás que no me he pasado la vida estudiando para no darme cuenta de eso—, pero es un muchacho tan encantador… Claro que su encanto es de baja ralea; lo reconozco. Además, ¿qué podemos hacer tú y yo para cambiarlo?

—¿Es posible que te satisfaga ligarte a semejante gorila?

—Sigues sintiéndote muy americano, ¿verdad, querido?

—¡Gracias a Dios! Pero no me has contestado. ¿Estás satisfecha?

—Quizá no. Pero ¿qué puedo hacerle?

—¿Sabes que el verdadero nombre de tu fascinante Lorenzo es Oley?

—¿De verdad? ¡Qué estupendo! Es un nombre que da una sensación de fortaleza y de honradez sin ser uno de esos nombres puritanos de nuestro país. Ya lo sospechaba yo. Casi estaba segura que no podía llamarse de verdad Lorenzo. Pero sólo había pensado en nombres judíos como Iram o Jabez.

—Olivia, no creo que sea el momento apropiado para el humorismo. Debes darte cuenta de lo serio que todo esto es para mí. Dejemos a un lado los celos y el amor propio lastimado. Soy capaz de dominar esos sentimientos, pero piensa un poco en el efecto que puede hacerme ver a una mujer tan fina y culta como tú en las manos de ese carnicero, de ese caballerete de fantasía que ondea su puro como una bandera.

—Eso es asunto mío. —Olivia había adoptado un tono desafiante.

—Sí, lo sé muy bien. Y ni por un momento he pensado en atacar a ese héroe del rugby. Me aplastaría de un manotazo. También sería una estupidez demostrarle a la gente que Lundsgard es un charlatán. Cualquier persona medianamente culta se habrá dado cuenta de ello. Pero de todos modos no estoy dispuesto a ser el marido complaciente. Te exijo una fidelidad tan estricta como la mía para contigo. Y desgraciadamente no puedo hacer lo que sería más natural y conveniente: decirte que me repugna tu actitud y que no estoy dispuesto a seguirla soportando, que estoy harto de ti y que te abandono. No te lo puedo decir porque sigo casi completamente hipnotizado por ti. ¡No olvides que he dicho casi! Y te confieso que no sé qué hacer.

Suavemente, con la suavidad ladina de una mujer falsa, Olivia le rogó:

—¡Olvídalo, cariño! Eso no podrá durar mucho.

—¡Qué cinismo! Me dices como la cosa más natural del mundo que no me preocupe porque tu asunto con Lundsgard no durará demasiado, como si fuera cuestión de tiempo. Y lo que queda en el corazón, en el cerebro y en el alma, ¿qué? Francamente, Olivia, te confieso que estoy haciendo todo lo posible por arrancarte de mí como haría con cualquier otro vicio que me estuviera causando un gran daño… Y no puedo; es decir, todavía no puedo.

Olivia se impacientó y dijo con voz cantarina y falsa como si estuviera declamando con mal estilo:

—¿Has terminado ya de asombrarte y de lamentarte de algo que a cualquiera le parecería evidente: que, como te estoy diciendo sin que me entiendas, un flirteo como éste no puede durar ni importar?

—Ya te he advertido cuál es mi actitud.

—Y yo te advierto que lo sentirás muchísimo, pues mucho más que ese terrible crimen que yo estoy cometiendo, sentirás tu actitud tan poco humana, tan seca e incomprensiva, incapaz de poner algo de corazón en tus relaciones conmigo. Hayden, dices que admiras a los grandes amadores de la Edad Media, pero en cuanto algo te afecta personalmente, te resultan monstruosas y repugnantes todas aquellas grandes figuras del pasado y te refugias temblando en tus antepasados del Maine, aquella gente que tenía un corazón tan seco como un bacalao. —La ira de Olivia era tan elocuente como la de todos los verdaderos culpables—. Nunca te he mentido. Bueno, ahora me voy y puedes hacer lo que te parezca. Arrivederci!

Se marchó a toda prisa, casi corriendo, y sin dar explicación alguna no acudió a cenar aquella noche en la pensión.

Así que a Hayden sólo le quedaba una solución: escaparse.