A última hora de la tarde, después de las horas de oficina, Hayden visitó a Lundsgard. Al llamar a la puerta exterior de la suite le pareció oír «Avanti!». Abrió y se quedó estupefacto. En el despacho —la habitación que seguía al saloncito de entrada— estaba Lundsgard gritándole a la secretaria Evelyn Hoxler:
—¡Ya estoy harto de tus lloriqueos! ¡Sigue berreando! Me gusta oírte, Evita. Te hace más casera. Lo que no te sienta bien es dártelas de señora distinguida. Escucha, por mucho que hagas, no lograrás que te eche. Sabías muy bien que lo nuestro terminaría; es más, lo has estado preparando con toda idea. Esperabas sacarme algún dinerito…, digamos como pensión alimenticia.
—¡Estás equivocado, Lorry! Lo único que pretendía era ayudar a Arturo. Me hiciste creer que todo lo que yo hiciera por ti, cuando estabas tan cariñoso conmigo, lo estaba haciendo en realidad por él.
—¡La fiel señora Baccio! ¡La inocente señorita Hoxler! Eres una criatura tan buena… Un producto sano y puro de nuestros campos. Pues, entérate, me llevaría un gran disgusto si me viera obligado a escribirle al registro civil de tu pueblo —si es que logro averiguar de dónde demonios procedes— para preguntar cuál es tu fecha exacta de nacimiento.
—¡Por favor, Lorry! No me quejaré más.
—Desde luego que no te vas a quejar. Por lo menos aquí no te lo consentiré. Y, por otra parte, no creo que vayas a seguir aquí mucho tiempo.
Hayden salió y marchó de prisa por el corredor del hotel, más asqueado que furioso. Hay colillas demasiado sucias para tocarlas. Y lo malo era que para el día siguiente habían concertado un almuerzo Lundsgard, Olivia y él.
La encontró en la pensión, muy alegre. Lo primero que Hayden dijo a Olivia fue, elevando mucho la voz:
—Nena, mañana no comeremos con Lundsgard.
—¿Por qué?
La decepción de Olivia era evidente.
—No es un tipo tan decente como tú creías. Acabo de oírle hablándole a la señorita Hoxler tratándola como si fuera carretero.
—¡Qué alegría! ¡Por fin! Esa mujer está abusando de él. Se aprovecha del buen corazón de Lundsgard y de su noble respeto por las mujeres.
—¡Resp…! ¡Qué ocurrencia!
—En vez de estar siempre sorprendiéndote de todo deberías razonar un poco, Hayden.
—Muy bien, almorzaremos con ese imbécil. Y te advierto que haré lo posible para que demuestre ese gran respeto que, según tú, siente por el sexo débil… el sexo de hierro… al que tú perteneces.
Durante el almuerzo, en el restaurante de Paoli, recurriendo a lo que Hayden le parecía la más suave astucia, empezó a desafiar a Lundsgard. En realidad, le salió una mezcla de la astucia de la paloma y la inocencia de la serpiente:
—Siempre estás diciendo que las mujeres te inspiran. Pero me gustarla saber lo que piensas de una mujer como Olivia, una mujer tan independiente…
Se asombró Hayden de que Lundsgard le respondiese con tanta gravedad y se preguntó si no sería resultado de su choque con Evelyn Hoxler.
—Temo que mi actitud no te guste, Hay… ni a Livy tampoco.
—¡Hombre! —exclamaron a la vez Hayden y Olivia.
—Tendré que exponer toda mi filosofía, y debo confesar que no me doy mucha maña… Verán ustedes: considero que el mundo ha pasado por lo que podríamos llamar una revolución múltiple y la joven distinguida que detesta a toda su familia, y el agitador izquierdista, el psicoanalista y todos esos pintores de manchones sin sentido… todos ellos son anarquistas. Sin embargo, esa revolución ha terminado, me parece a mí, y de ella no queda más que la gritería. Lo que está necesitando ahora el mundo es autoridad, o, si lo prefieren ustedes, tradición. ¡Se acerca una nueva era!
»Lo primero que nos hace falta son héroes y no una pandilla de maestros de la Estadística y de críticos que creen ser dueños exclusivos de la verdad. Desgraciadamente para mí, no soy lo bastante notable —o quizá sea que he llegado demasiado pronto— para convertirme en uno de los astros de la nueva era, pero sin duda podré abrirles paso a los héroes del mañana. ¡Con qué facilidad podemos figurárnoslos avanzando por un camino de estrellas con flameantes banderas y vibrantes trompetas!
»Éstos que serán nuestros dirigentes han de tener la máxima energía y un gran sentido de la responsabilidad. Querrán ser obedecidos al instante aunque, por supuesto, serán muy generosos con la multitud para corresponder así a su obediencia. No llevarán, claro está, armaduras de diez toneladas, como los caballeros medievales, pero, a su lado, mi antepasado Lorenzo el Magnífico parecería un modesto empleadillo. Emplearán la química, la energía atómica y los aviones a reacción. Su slogan será: “Solamente nos basta lo mejor”, y estarán dispuestos a morir por ese ideal.
¡Y a matar por él!
Esta mala imitación de Nietzsche, insoportablemente retórica, este prehitleriano trasnochado, hacía sonreír tiernamente a Olivia, que se conmovía maternalmente ante el entusiasmo de su Lorry. Animado por la expresión de ella, ya que no por la de Hayden, prosiguió Lundsgard:
—Pero todos esos duros deberes que se impondrán los hombres dirigentes implicarán deberes aún más terribles para las mujeres. Un hombre no puede dirigir un ejército y a la vez quedarse en casa para ayudar a su esposa a fregar los platos. Hoy la mujer de carrera, que hace cinco años era la máxima actualidad, resulta ya pasada de moda. Ahora la mujer empieza a tener un nuevo y elevado objetivo: ayudar a su hombre a ganar la batalla por la supremacía, dirigir al dirigente. ¿Verdad, Livy, que tú lo ves muy claro? La mujer no conquistará cátedras ni un vulgar despacho en una agencia de publicidad, sino que compartirá un trono con el hombre, y créanme ustedes, habrá muchos tronos libres. Hay mucha tarea que realizar. Ser reina en su hogar no es una antigualla, sino el ideal más moderno, más re-revolucionario que pueda existir. ¡Será tremendo cuando las mujeres sepan en los Estados Unidos que de ahora en adelante tendrán como máxima aspiración la vida del hogar!
»Así que ya pueden ustedes fusilarme por mis ideas. Hay, puedes denunciarme a tus amigos revolucionarios por mi intención de conducir a todos los pobres campesinos —como tú y yo, Hay— otra vez a sus cabañas a no ser que también ellos tengan la Visión del Mando y se sometan a ella. ¡Okay, ya saben ustedes cómo pienso! Ahora hagan lo que quieran conmigo.
Hayden no quiso discutir luego con Olivia sobre las fantasías de Lundsgard, que no eran sino una ridícula imitación de los grandes pensadores para disponer de algo con que encandilar a los oyentes de las conferencias que se proponía dar en los Estados Unidos. Si, como había que suponer, se sentía Olivia avergonzada de las estupideces de su nuevo ídolo, Hayden no quería avergonzarla aún más hablándole de ello. Y si, por su sexo, le parecía Lundsgard un genio incomprendido, entonces Hayden no quería avergonzarse de sí mismo por desear a una mujer capaz de imbecilizarse tan rápidamente.
Aquella misma tarde, Evelyn Hoxler, que nunca había hablado a solas con Hayden, le telefoneó rogándole angustiosamente que se reuniera con ella en el Gilli.
Cuando llegó Hayden, la notó asustada. Evelyn bebía con asombrosa rapidez sus coñacs italianos.
—Lundsgard me ha despedido. Ha decidido que regrese a Roma. Por eso quería verle, señor Chart. Antes de marcharme quiero hacerle un poquito de daño a ese falsario. Así me suicidaré más tranquila.
No ya por sus palabras sino por su reconcentrada expresión estaba claro que Evelyn Hoxler sentía por Lundsgard un odio reconcentrado. A Hayden no le hacía mucha gracia haber sido elegido como confidente de ese odio.
—Le he dado a Lorry la mejor ayuda que podía esperar en su trabajo y nadie trabajará para él como yo lo hice. Por otra parte, ya habrá usted adivinado —y la verdad es que nunca traté de ocultarlo— que le he dado mucho más que ayuda técnica. Lorry es un aprovechado: en cuanto conoce a una persona y ve que le resulta útil, la colma de atenciones, pero en cuanto conoce a una nueva persona que también le sirve, abandona a la anterior sin darle ni siquiera la mano después de haberla exprimido en todos los sentidos. Si algún día llega a ser dictador, llevará a cabo las mayores purgas de la historia y luego dormirá como un nene con el sueño de los inocentes y los justos.
»Y, a propósito, no se llama Lorenzo. Su mamá le puso el nombre de Oley, porque era rubio como un vikingo, y en la Universidad se cambió el Oley por Lawrence, que le pareció más distinguido, y luego, al interesarse por Italia, lo tradujo en Lorenzo y procuró adquirir en cierto acento británico en Hollywood. De vez en cuando, recuerda que debe hacerse el distinguido, y se esfuerza por imitar malamente al inglés puro.
»Quiero advertirle, señor Chart, con la peor de las intenciones, que aunque no creo que Lorry haya tenido muchas ocasiones de retozar con esa orgullosa amiguita de usted, la señorita Lomond, es indudable que la tiene ya cercada.
—¡La doctora Lomond sabe guardarse! —exclamó Hayden con una indignación excesiva.
—Escuche, señor Chart. Yo también estoy segura de que sé conducirme. Pero cuando el coche se mete en un charco grasiento como el de Lundsgard, todos los, buenos propósitos no impiden que resbale una y caiga. —Hayden estaba asustado—. Señor Chart, tengo entendido que se quiere usted escapar de esta mezcla de cocktail y manicomio que llaman la Colonia Americana y volver a los Estados Unidos. Pues bien, le aconsejo que no lo demore. Váyase lo más rápidamente posible y llévese con usted a esa novia tan culta que tiene. Adiós.
Poco después se encontró Hayden en la calle a Ángelo Gazza, el fotógrafo de Lundsgard, y le invitó a tomar café. De buenas a primeras le preguntó:
—Dígame, Gazza, ¿qué clase de hombre es ese Lundsgard?
—Lorenzaccio es un gran tipo. Muy ambicioso y un gran vividor. Paga muy bien, pero le saca buen partido al dinero que gasta, sobre todo con… Oiga, ¿usted aprecia mucho a la profesora Lomond, no?
—Mucho. ¿Por qué?
—Es que va con frecuencia a visitar al profesor Friar y quizá también a Lundsgard y… Está muy bien preparada, demasiado bien para lo que es nuestro negocio. Quiere que clasifiquemos todos los datos que tenemos como en una Universidad, y la verdad es que lo nuestro no pasa de ser un negocio de exportación e importación de datos históricos. Está siempre insistiéndonos para que lo cataloguemos todo como en un libro de historia, pero Lundsgard le dice: «Déjate de sistemas. Esto no es una fábrica sino un centro solar donde se irradia inspiración». Para ser norteamericana, la doctora Lomond está muy bien informada.
—A usted no le gustan los norteamericanos, ¿verdad?
—Al contrario, los estimo en mucho y eso es lo malo. Mi mejor amigo ha sido un sargento de Brooklyn. Me gustaría vivir en los Estados Unidos. Pero me molesta que sean ustedes tan inmaduros. ¿Por qué no crecen ustedes? Siempre están diciendo vaguedades y es frecuente encontrarse gente de carrera, capellanes y hasta coroneles de aviación que hablan como chicos estudiantes a cada paso con el Oh, boy! y una serie de expresiones que no significan nada e incapaces de entusiasmarse con nada aparte del baseball y las mujeres.
»Y la mujer norteamericana es la única que se queda con el corazón y el cerebro fríos e indiferentes al nombre que está con ella mientras pretende que le arde el cuerpo. Una italiana o una francesa le querrá a uno o no le querrá, no hay termino medio, pero la norteamericana le besa a uno apasionadamente a las ocho y media y le mira como a un desconocido a las once; desde luego, a las ocho y media de la mañana siguiente ya le importa uno un pepino. Sin embargo, admiro el espíritu emprendedor de ustedes los norteamericanos. Me fastidian las venerables ruinas de Italia.
»Ése es el motivo de que tantos de nosotros nos hayamos convertido en guías turísticos o vendedores de tarjetas postales. Y no crea usted que no podríamos construir los mejores barcos, automóviles y equipo eléctrico del mundo, pero nuestros tesoros medievales, nuestros palazzi muncipali son un lastre para nuestra actividad.
»Si me dejaran, volaría con dinamita todos los edificios italianos anteriores a 1890. Me hace mucha gracia que todos ustedes, los extranjeros, se escandalicen de que intentemos construir avenidas modernas como las que ustedes mismos están siempre construyendo. En fin, quizás hable así porque descienda de algún gángster etrusco… y le prometo vigilar a la doctora Lomond en nombre de usted como si fuera mi cuñada.
—¿Cree usted que necesita vigilancia?
—Ya sabe, Hayden, que Lundsgard tiene mentalidad de dirigente y todos los dirigentes del mundo actual creen que se merecen todos los votos —la casi unanimidad que logran los dictadores en las elecciones—, los aplausos, el dinero y las mujeres… ¡Buena suerte! Ciao!
Olivia estuvo absorta durante la cena y sólo al cabo de un cuarto de hora de charla sobre el tiempo se decidió a hablar de Lundsgard:
—Lorry va a despedir a esa mujer… la Hoxler.
—Ya.
—En realidad, ya la ha despedido.
—Bueno.
—Quiere que yo le ayude como secretaria, tres o cuatro horas al día, hasta que encuentre alguna que le convenga.
—¡No puedes aceptar! ¡De ninguna manera!
—Pues sí, voy a trabajar con él.
—¡Tú, tan independiente, estás dispuesta a convertirte en la mecanógrafa de ese tipo!
—No seré una vulgar mecanógrafa ni mucho menos. Voy a colaborar con el tío Nat y ordenaré los archivos de la oficina, que bien lo necesitan. ¿O es que insistes en que me pase toda la vida en las bibliotecas donde no entra nadie como no sea algún ratón extraviado? ¿O quizá prefieras aprovecharte de mi cariño por ti para ordenarme que vuelva a los Estados Unidos?
—Te quiero, y cuando te pones tan imposible, cuando te aferras a esos argumentos que tú misma sabes perfectamente que no se tienen en pie, me encuentro indefenso. Sí, Olivia, eres la única persona en el mundo ante la que me encuentro sin saber qué hacer.
—Lo sé, perdóname. Y te digo con toda sinceridad que no debes preocuparte. Total, sólo pasaré con Lorry unas cuantas horas al día durante varias semanas.
—Es que eso me parece demasiado tiempo tratándose de él.
—Necesito el dinero, Hay… Hayden. Quizá no se le haya escapado a tu perspicacia —pues por tu profesión estás muy acostumbrado a calcular la posición económica de la gente— que cuando llegaste a Florencia no tenía yo muchos vestidos y los pocos que tenía estaban bastante usados. Y no olvides que el poco dinero del que disponía lo he empleado en hacerme un guardarropa decente sólo para gustarte. El resultado es que no tengo un céntimo.
—Entonces debes permitir que yo…
—¡No! Por lo menos, quiero conservar esa independencia. ¡De ningún modo!