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Lundsgard era un irreprochable excursionista. Pagaba escrupulosamente tanto su comida como su parte en la gasolina que se gastaba y una vez en que hubo que cambiar un neumático, apartó a Hayden y lo hizo él… Hayden, desagradecido, pensaba que este colaborador que les había tocado en suerte era demasiado brillante y hábil. Aunque, probablemente, tenía un año más que Hayden, parecía más joven.

Solía llamar a Olivia «hermana», «cocinerita» o bien «Helena de Troya».

Aquel día habían subido a Settignano y se habían instalado en un olivar cerca de un antiguo castillo. Allá abajo estaban las torres y las casas bajas de Florencia, a gran distancia. Durante el almuerzo —pato frío, pan con mantequilla, vino tinto y queso con dátiles y uvas— estuvo metiéndose Lundsgard cordialmente con Olivia a propósito de su debilidad. Insistía en que había estudiado tanto que era incapaz de recorrer a pie un centenar de metros. Con un evidente interés por impresionar a Lundsgard, le gritó que en el colegio podía haber sido campeona en las carreras si hubiera tenido tiempo de entrenarse.

—¡Okay, veamos si es verdad, nena! —vociferó Lundsgard—. Echaremos una carrerita hasta aquel olivo desmochado.

No era verdad que Lundsgard la dejara ganar a propósito. Corría con dificultad y tambaleándose mientras que la Diana de la Biblioteca Laurentina se reveló como una corredora asombrosamente rápida. Lo cierto es que ganó y ambos volvieron a lo alto de la colina riendo a carcajadas y cogidos inocentemente de la mano, pero Hayden, inquieto, se preguntó si aquello era en realidad tan inocente como parecía. Sin embargo, los dos volvieron a él con miradas tan puras y unas risas tan ingenuas que Hayden se sintió avergonzado de haber sospechado de ellos.

Pero a las tres de aquella madrugada se confirmaron sus sospechas, ya que al despertarse en la oscuridad recordó con impresionante claridad la mirada de Olivia clavada en aquel farsante y le parecía estar viendo cómo se pasaba la punta de la lengua por el labio superior.

No pudo conciliar de nuevo el sueño. ¿Acaso podría volver a dormir alguna vez?

Se puso la bata y las zapatillas y, con su hornillito Meta, se hizo café y se lo sirvió con leche condensada.

Llegó a la conclusión de que él no era el típico marido suspicaz cuya vanidad le hiciera asombrarse de que a su mujer pudiera gustarle otro hombre cuando había tenido la inmensa suerte de ser elegida por él. No se trataba ya de sospechas, sino que había llegado con toda calma y frialdad a la seguridad de que Olivia podía rendirse fácilmente a aquel animal lujurioso; la cuestión era saber si ya lo había hecho y si iba a seguir sucumbiendo a tipos cada vez más deleznables.

«La saqué de su fría tumba y le di calor hasta resucitarla. ¿Lo habré hecho sólo para que se beneficien Lundsgard y sus sucesores?».

Luego se replicaba a sí mismo: «Qué tontería ponerse tan celoso que le trastornen a uno unas risas con un jovial conocido. Olivia es tan seria en el amor como…». «Es una tonta que no sabe lo que quiere y no puede dominarse cuando se encapricha con un hombre. ¡Me gustaría oír al profesor Leslie Vintner! ¡Sería curioso conocer su opinión sobre Olivia! Por lo menos, Caprice era de fiar en ese aspecto. Lo más que hacía era flirtear en los bailes, es decir, no creo que nunca… Desde luego, hay algunos individuos lloriqueantes y blandos que han nacido para ser cornudos… Vamos, vuelve a la cama, Chart. ¿No tienes ya bastante con lo que te torturas de día?».

En la primera ocasión en que almorzaron juntos los tres, Hayden no pudo resistir la tentación de poner a prueba a aquel Casanova aficionado preguntándole su opinión sobre la última amenaza mundial que se había descubierto: el sexo.

Lundsgard les había dicho varias veces que no se había casado y esta vez les habló con gran franqueza. Había tenido una novia en la Universidad Hugonote, «una chiquilla que era un bombón», pero reconocía que por ser entonces él un joven despiadado, se había portado muy mal, incluso cruelmente, con su novia a pesar de que la quería mucho. Riñó con ella porque la muchacha no se colocaba a la altura de su ambición de convertirse en una de las grandes figuras de la erudición… a razón de mil dólares por semana.

—Reconozco que la traté brutalmente. Por entonces no tenía yo un alma lo bastante elevada y amplia como para poder apreciar las virtudes de una santita como Bessie y tener paciencia con ella.

Pero pronto desapareció en él esta humildad y dio a entender veladamente que en Hollywood y Roma había sido favorecido por las mujeres más hermosas y de pieles más caras.

Hayden observó en seguida que a Olivia no le molestaba esta fanfarronería sexual. Escuchaba la autopropaganda de Lundsgard sin lanzar ninguno de aquellos comentarios tajantes, sazonados con mostaza, pimienta y hielo que él había temido tanto antes de llegar a la intimidad con ella.

«Es urgente que me la lleve a Newlife», pensó Hayden.

En la pensión, no sólo toleraba Olivia las turbias insinuaciones de Vito sino que una vez oyó Hayden que éste le murmuraba si quería que fueran a un cabaret, y aunque Olivia rehusó, lo hizo sin ofenderse lo más mínimo.

Incluso en la Villa Sátiro, a donde los invitaban ahora con frecuencia a almorzar acompañados por Lundsgard, tenía Olivia unos apartes sospechosos con Sir Henry, que movía halagado su imponente trasero y se inclinaba sobre ella con la coquetería de un elefante de circo.

Hayden se sentía asqueado por la salacidad con que Belfont contaba las picantes aventuras de los dioses griegos. Y se preguntó si sería una ventaja o un retroceso en lo espiritual que Olivia pasara de los manejos de viajante de comercio de Lundsgard a la decadente gloria de Sir Henry. Y lo malo era que ahora, cuando se sentía desolado por el cambio de Olivia, Hayden estaba aún más ligado a ella por su ardiente pasión. Y las Tre Corone, la pensión que al principio le resultaba tan vulgar, se había convertido para él en una mezcla de paraíso terrenal con frecuentes ramalazos de infierno.

Por entonces le llegó el cable de su socio Jesse Bradbin, de Newlife:

«Gran negocio pendiente tu presencia imprescindible. Stop. Mucho dinero ten sentido responsabilidad vuelve casa próximo barco».

Le tentó la idea de abandonar el paraíso y dejar de preocuparse de si Olivia era un ángel o un demonio y volver a ser otra vez una persona ocupada e importante en Newlife; no tener que recordar más fechas históricas ni molestarse en impresionar a los Dodsworth ni hacer más de buen pastor para que su ovejita no se despeñase por evidentes precipicios. Le parecía estar aspirando ya el aire de las Montañas Rocosas. Además, se sentía obligado hacia su fatuo pero devoto socio. Sin embargo, amar a Olivia era más importante que quitarles pingües contratos a sus peligrosos rivales profesionales.

Para fortalecer su amor, repasó las virtudes de Olivia. No debes olvidar, se dijo, su incomparable belleza, su valentía para luchar con la vida y sus increíbles conocimientos. Debes tener paciencia con ella mientras encuentra el equilibrio que perdió al lanzarse contigo a una vida pasional que le era totalmente desconocida.

¿Renunciaría Jesse Bradbin, por afecto a él, a algo que le importase tanto como a él le importaba Olivia?

La mentira que cablegrafió fue cariñosa y muy adornada.

Le era muy difícil tratar despectivamente a Lundsgard porque éste, con una humildad que desarmaba a cualquiera, estaba siempre pidiéndole consejo. Y una vez le dijo:

—Quiero que entres en este negocio del cine, Hay. Podrías investigar un poco para mí en tus ratos libres.

Esta proposición fue rechazada con la misma amabilidad con que se la había hecho Lundsgard.