15

Sentado de lado en la parte de atrás del topolino y sin atreverse casi ni a respirar, Lundsgard fue peligrosamente transportado a la ciudad. Olivia se volvía continuamente para hablar con él mientras Hay conducía con evidente malestar.

—Creo que su plan es demasiado audaz, señor Lundsgard.

Lundsgard gritó:

—Oye, chica, me fastidia este protocolo entre nosotros los yanquis aunque estemos en Europa. Tienes que llamarme Lorenzo, o mejor Lorry. Y por supuesto te llamaré Livy, aunque seas una historiadora bárbara, y si tu amiguito no me da una bofetada la primera vez que lo haga, le llamaré Hay. ¿Okay, Doc? A ver si sois buenos con este pobre cowboy.

Olivia se reía nerviosa y encantada. Dijo:

—Muy bien, muy bien.

Nunca se había atrevido Hayden a llamarla nada más íntimo que Olivia; y ella, incluso en sus momentos más tiernos, no había pasado del «señor Chart» al principio y luego «Hayden».

—Pero, Lorry —exclamó Olivia—, ¿crees de verdad que puedes presentar el arte y el pensamiento eclesiásticos de la Edad Media al público vulgar con la misma facilidad que si se tratara de las reglas del crocket?

—Quizá no, pero merece la pena probar. Reconocerás que todas estas pesadeces, aunque las presente yo que no sé ni gorda, serán siempre mejores para los palurdos de allá que tantas historias de crímenes y sexuales. ¿Eh, cariño?

Era evidente que el farsante hablaba ahora su propio idioma. El discurso pronunciado ante Sir Henry era uno de sus «papeles». Hay estaba consternado. Pero acabó de rematarlo lo que respondió aquel lirio de la sabiduría, la diosa marfileña de otros tiempos:

—Sí, estoy segura.

—A ver, chicos —dijo Lundsgard—, me ha querido parecer que el promedio de edad de la Colonia Angloamericana de aquí es de sesenta y cinco años. Echadme del coche si soy demasiado fresco, pero me gustaría que fuésemos muy amigos vosotros, que sois jóvenes, y yo. Tenéis que venir a mi despacho del Excelsior. Lo pasaréis bien. Quizás os parezca demasiado comercial para un cruzado intelectual como yo, pero si he de reunir en un par de meses tantos datos sobre Florencia como ha aprendido en veinte años ese viejo imbécil, Belfont, tengo qué montar forzosamente un buen sistema de trabajo en cadena. Ya tengo toda Roma en mis notas y fotos. Y buena parte de Venecia y Ravenna. Ahora le toca a Florencia… Bueno, yo la llamo Florry… Quizás os parezca que soy un tío bruto, pero hablo en serio. ¡No dejéis de venir!

Aunque el señor Lundsgard aparentaba estar rogando, su cálida voz de bajo resultaba extremadamente dominante. Se inclinó para darle a Olivia unas palmaditas en el hombro, y la antigua vestal de la frigidez le permitió dejar allí la mano por lo menos un minuto.

En la amplia suite que ocupaba Lundsgard en el Excelsior habían quitado todos los muebles de la segunda habitación para convertirla en uno de los despachos más coquetones que había visto Hayden.

Una secretaria joven escribía en una máquina de último modelo y junto a ella tenía un dictáfono. La mesa de la máquina era lo más nuevo que se había hecho en acero pintado de verde y sobre una mesa de roble, en el centro de la habitación, había por lo menos cincuenta libros de historia italiana y revistas eruditas en cuatro idiomas. No parecía que los libros ni las revistas hubieran sido muy manejados. En un enorme fichero se veían etiquetas tan curiosas e inesperadas como «Anécdotas de duques famosos», «Vestimentas, casas y decoración», «Joyas y pieles», «Costumbres, moral en los tribunales medievales», «Bellas citas de poetas y filósofos», «Caza de leopardos, halcones, métodos de ejecución», «Caballos, heroísmo».

En una pared colgaba un tablero donde un joven italiano de cabello negro y rostro inteligente estaba sujetando fotografías de palacios florentinos, de murallas, de armaduras, etcétera. Este joven parecía un primo de Vito Zenzero, un primo más educado que él, capaz de leer la lista de teléfonos sin mover los labios.

—Aquí tienen ustedes a Ángelo Gazza, mi fotógrafo. Es el mejor fotógrafo de Italia —dijo Lundsgard—. Ha nacido aquí, en Florry, pero vivió en Inglaterra y luego anduvo con las tropas yanquis en Italia. Habla inglés como un libro. Me es imprescindible. En cuanto veo cualquier cosa histórica o rara tengo detrás de mí a Ángelo, que me sigue a todas partes y, clik, coge el color local en sus fotos mejor que pueda hacerlo yo en mis notas… Ángelo, la doctora Lomond y el señor Chart que nos servirán de mucho para orientarnos en Florry. Tendremos mucho que agradecerles.

Gazza saludó con una inclinación de cabeza. Si les estaba agradecido, no lo demostró. Tampoco estuvo muy cordial la secretaria cuando los presentó Lundsgard. Tenía una cara muy bonita pero demasiado barnizada, recordando en esto a la marquesa Valdarno. Su pelo era de un color rubio ceniciento. Parecía competente, pero en los ojos verdosos que miraron a Olivia, se notaba resentimiento y pena.

—La señorita Hoxler, Evelyn Hoxler, pero pueden ustedes llamarla la señora Baccio, si lo prefieren. Es norteamericana de pura sangre, pero lleva viviendo en Italia muchos años. Está casada con un joven negociante italiano, Art Baccio, que es amigo mío. El vive en Roma. A ella le encanta este trabajo artístico que hacemos, ¿verdad, Evelyn?

—Sí —dijo la señorita Hoxler, con una voz tan triste como el grito de un ave en el pantano.

—No cabe duda de que es la mejor taquimecanógrafa de toda Italia, tanto en italiano como en inglés. Es una secretaria espléndida porque nunca olvida una cita ni deja que yo la olvide, ¿verdad, Evelyn?

—Sí —dijo la secretaria, que siguió escribiendo a máquina, y por el sonido se notaba en seguida que escribía muy mal.

—Bueno, chicos, vamos a tomar una copa.

El señor Lundsgard excluyó ostensiblemente de su invitación al fotógrafo y a la secretaria.

Cerró la puerta entre su despacho y la salita donde había instalado un mueble bar bien surtido. Mientras preparaba unos combinados, gruñó Lundsgard:

—Esa maldita mujer es, desde luego, una buena aporreadura de máquinas de escribir, pero se está independizando demasiado. Seguramente echa de menos a su marido aunque es un pobre tipejo. Le encontré una colocación, pero ¿creen ustedes que me lo agradece? En fin, siempre que un hombre quiere hacer algo por la Humanidad, debe contar con la ingratitud. Lo malo de la mayoría de la gente es que le falta espíritu.

Olivia manifestó con un gesto que estaba de acuerdo. Lundsgard les expuso un gran número de cosas que podrían hacer juntos; sobre todo, excursiones a pueblos cercanos; y si Hayden no sentía gran entusiasmo en ponerles a su disposición su topolino y su habilidad de conductor, Olivia, en cambio, asentía a todo muy contenta. Ninguno de los objetivos que proponía Lundsgard era una novedad para ella, pero acogía sus ideas con aparente sorpresa, como si a nadie en el mundo se le pudiese haber ocurrido.

Aquella noche, en el dormitorio de Hayden, estuvo éste lo más duro con ella que le permitía su cariño. Olivia estaba cansada y se hundió en el sillón mientras él, de pie frente a ella, la interrogaba.

—¿Te gusta ese tipo, ese Lundsgard? —¿Gustarme? ¿Qué quieres decir? Es un hombre de gran vitalidad, alegre y sano. Hombres así son siempre encantadores para una vieja cansada como yo. Incluso me divierte su ignorancia. ¡Es tan ingenuo!

—Ésa es tu palabra favorita.

—En efecto, porque es la cualidad que prefiero entre los pocos hombres que se sienten atraídos por una solterona reseca como yo.

—¡Ahora no tan seca ni tan solterona!

Se sonrieron ambos.

—Ya oíste cómo te llamó «Livy». Es un fresco. Mientras menos lo veamos, mejor —protestó Hayden.

Olivia se indignó:

—No debes hablar así, Hayden. Lorry no es un sinvergüenza ni un aprovechado. Se propone permanecer aquí bastante tiempo y convertirse en uno de nosotros. Le interesa Florencia y su arte. Es mucho más delicado de lo que tú te imaginas.

—Tu Lorry nada tiene de delicado. No es más que un gran vividor, un tipo con empuje y que resiste bien la bebida. A los cincuenta años morirá de apoplejía. Pero delicado… ¡qué disparate!

—Mucho mejor; así no presumirá de crítico de arte. Quiere aprender con toda seriedad y con una humildad que lo llevará lejos. Esto es lo que más me conmueve en él. No se toma en serio a sí mismo; es capaz de hablar humorísticamente de sus propios defectos. Llegará a ser un gran erudito.

—Mucho temo que sea sencillamente un charlatán.

—¿Por qué eres tan intolerante?

—Te confesaré que estoy un poco celoso de él. No esperaba que tú… bueno, dices que estás cambiada pero no hace tanto tiempo que descubrías a simple vista la presunción y la falsedad y no podía figurarme que te entusiasmaras como una adolescente ante un actor tan malo interpretando el papel de profesor. ¡Es que te ha vuelto loca!

—¡Qué tontería!

—Desde luego, es una tontería por tu parte.

—La verdad, Hayden, me deja estupefacta que estés celoso porque a mí me divierta el tejemaneje de un escalador simpático como Lorry. Para mí es como aquel cocker que encontrábamos siempre en el Tornabuoni. Es muy probable que si mañana me encontrase a Lorry en la calle no lo reconociera.

Hayden pensó que Olivia protestaba con demasiada energía y que buscaba demasiados argumentos para justificarse.

—Lo mejor que puedo hacer es patentarte lo antes posible.

—¿Patentarme? ¿Acaso soy un invento?

—Sí, un invento del diablo. Corre por ahí el rumor de que vamos a casarnos, lo cual me parece una gran idea; pero verdad es que nunca hemos hablado de cuándo ni cómo lo vamos a hacer. ¿No podríamos casarnos este verano y visitar los Alpes o quizás Austria para decidir luego en el otoño si regresamos a los Estados Unidos o nos quedamos en Europa? ¿Qué te parece?

—De acuerdo, pero creo que uno de los atractivos de nuestras relaciones ha sido no tener en torno nuestro una familia que nos estuviera siempre hablando de boda sólo para darse el gusto de ir de compras para preparar la ropa. ¿No sería preferible que continuásemos como estamos durante algún tiempo?

—No sé; quizá sea preferible.

Lo que le desconcertaba no era la evasividad de Olivia, sino la sensación de alivio que le producía que ella no fijase una fecha con lo cual no se veía él ligado, por lo pronto, por el matrimonio.

De no haber mediado Olivia con el peligro amoroso, es muy posible que a Hayden le hubiera resultado simpático Lundsgard, con su carácter abierto y primitivo. Los tres hicieron muchas excursiones. Comían en restaurantes campesinos —en Maiano, Pratolino y San Casciano— y se pasaban muchas horas sentados en las terrazas. Olivia le llamaba en broma a Lundsgard el «deslumbrante danés» y le explicaba que para ser una autoridad en historia italiana no bastaba saber que Italia es una península y que los Médicis eran banqueros. Lundsgard encajaba muy bien estos afectuosos ataques y bailaba con ella al ritmo de los acordeones.

Se abrió paso con inesperada rapidez por entre las filas más altas de la Colonia Americana. Los peces gordos caían en seguida en sus redes en cuanto Lundsgard, después de oírles hablar de la situación de la Bolsa —único vocabulario que dominaban— les insistía en que nunca había oído hablar con tanta sabiduría de la política internacional. Y a las venerables esposas de estos caballeros importantes se las ganaba a fuerza de tratarlas con una humilde devoción y un extraordinario respeto, como a reinas. Además, jugaba muy bien al bridge, preparaba los combinados como un buen barman y, sobre todo, escuchaba a todo el mundo como si estuviera oyendo a un oráculo.

Para colmo, Lundsgard dio una fiesta que lo convirtió no ya en un complemento aceptable de las cenas, sino en un elemento social relevante. Alquiló tres suites del Excelsior para aquella noche. En una instaló a los jugadores de bridge, en otra a los más notables aficionados a la bebida y en el tercero se bailó a los sones de una orquesta suiza con trajes búlgaros que tocaba música brasileña. Hasta los más venerables miembros de la Colonia fueron abandonando el bridge para darse una vuelta por el bar y algunos de ellos acabaron bailando la samba. Todos coincidían en que Lundsgard era un hombre de gran mérito.

A partir de entonces, las jugosas nietas de los banqueros exiliados, chicas de unos diecisiete años que de vez en cuando visitaban Florencia, reclamaban a veces la presencia de Lundsgard.

A la vez que con las columnas fundamentales de la Colonia, Lundsgard trabó amistad con los tipos dudosos y enigmáticos que eran lo más interesante de las colonias extranjeras en Florencia y de los italianos que les rodeaban: propietarios misteriosos de villas suntuosas pero muy aisladas; exjefes del Gobierno militar aliado que antes de la Segunda Guerra Mundial eran unos empleadillos insignificantes y, después de ella, grandes millonarios; reyes desterrados; italianos en cuya presencia no era correcto hablar del tráfico de drogas; hombres que parecían muy serios y viriles y a quienes se solía ver con jovencitos extraños y lindos.

En Florencia, hasta los más acreditados ingleses y norteamericanos resultan muchas veces inexplicables. Con tantas distinguidas damas, nunca se sabe a ciencia cierta si son viudas, divorciadas o todavía casadas, ni cuáles fueron los abuelos de sus esposos. Y como quiera que Lundsgard no tenía que pasarse las tardes y parte de las noches estudiando como Hayden, ya que a él se lo estudiaba todo la señorita Evelyn Hoxler, tenía tiempo sobrado para hacerse popular. Hayden llegó a la conclusión de que la postura más ventajosa en esta vida es la del palurdo del que todos se avergonzarían de aprovecharse.

Pero por mucho que Hayden detestase a Lundsgard, fue aquella una temporada en que la ciudad se llenó de turistas insoportables y cualquier lugar conocido de un poco de tiempo podía ser un buen refugio. Así, Olivia, Hayden y Lundsgard se escapaban de los turistas organizando frecuentes excursiones a las montañas y fue en una de éstas donde las sospechas de Hayden respecto a Olivia y Lundsgard se hicieron más vehementes.