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Cuando aún no habían pasado cuatro semanas de la noche que pernoctaron en el refugio de la montaña —cuatro semanas durante las cuales Hayden había procurado aprender lo más posible de historia italiana—, le preguntó Olivia, mientras cenaban en el restaurante de Paoli:

—Querido, quería pedirte algo muy importante para mí.

—Ya está concedido.

—Querría almorzar algún otro día en casa de Sir Henry Belfont.

—¿Ese viejo fantasmón? Dijiste que no querías verlo más. Te resultó mucho más insoportable que a mí.

—Es que ahora tengo ciertos motivos…

—Pero ¿cómo quieres que lo consiga? No puedo telefonearle para decirle que nos gustaría variar un día de la comida de la pensión y que cuánto nos va a cobrar.

—No, eso de ninguna manera, porque podría tomarlo en serio y aceptarnos como huéspedes. Nos cobraría tanto que nos arruinaríamos en unos días. Estoy segura de que no le hace ascos al dinero. Verás, lo que tienes que hacer es llamarle para invitarles a él y a lady Belfont a comer en cualquier trattoria barata. Naturalmente, no querrá, y para evitarlo te invitará, así como a la doctora Lomond —¿recuerda usted a la encantadora Livy?—, para que comamos en su casa.

—¿Es posible que quieras volver a oírle contar su amistad con la reina de Sajonia y con Su Serenísima Gracia el XVI duque de Brabante?

—Déjate de bromas. Henry sabe muchísimo de pintura italiana; desde luego, mucho más que el príncipe Ugo. Además, es un hombre acaudalado y lleno de vanidad. Si yo pudiera interesarle por el museo de mi Universidad… Porque tengo cierta esperanza de que cuando nos casemos y abandone la enseñanza me darán una compensación nombrándome conferenciante de historia o algo así, en fin, algo que me ocupe solamente un mes al año pero que sea lo suficiente para no perder el contacto con la vida universitaria. Incluso es posible que esos cursillos de conferencias lleven mi nombre.

—¿Y te pasarás tanto tiempo fuera de Newlife?

—Hombre, tú podrías venir a escucharme, si quisieras.

—Claro, claro…

—De todos modos, no tiene sentido que le tomes manía a Sir Henry. Podría sernos muy útil. Figúrate que quisiera visitar la Universidad mientras yo estuviera dando mis conferencias y pudiese presentarlo al presidente y a los estudiantes. Les haría una enorme impresión este título de décima fila. Y entonces seguramente nos financiaría el Museo. Así que apresúrate a hacer lo que te he dicho y no discutas.

—¿Tan segura estás de que vas a aburrirle en Newlife —es decir, conmigo— que estás preparando ya una salida de emergencia?

—No seas tonto. Disfrutaré de todos los minutos que pase contigo y espero llevar nuestra casa y dirigir a nuestra servidumbre como el sargento más intransigente. Pero ya comprenderás que con todos los estudios que he hecho, tengo otros intereses en la vida.

—Olivia, supón que no tenemos ni una sola criada y te vieras obligada a encargarte tú personalmente de las tareas caseras; es decir, tú y yo juntos. Tú misma me has insistido en que deje mi empresa y que me dedique a trabajar por mi cuenta como un arquitecto artista. Pues bien, ese plan no nos dará mucho dinero al principio durante bastante tiempo.

—Razón de más para que necesites mi ayuda. Si yo gano algún dinero, no te verás obligado a aceptar los trabajos que no te agraden. Querido, ¿por qué me pones tantas dificultades? Sueles ser mucho más comprensivo.

—Te seré sincero: todo esto de cortejar ahora a un idiota como Belfont, me subleva. Hace unos días te habría parecido monstruoso que anduviésemos halagando hipócritamente a ese hombre. Es más, le habrías dado una bofetada a quien te hubiera propuesto que se lo presentarás al presidente de tu Universidad, al cual, por cierto, lo desprecias también.

—Querido, no olvides que aquella escrupulosa, frígida e intransigente doctora Lomond ha desaparecido. Soy ya una mujer muy distinta. Tú eres el primero que debías saberlo porque has contribuido mucho a mi cambio. No pretenderás que sea al mismo tiempo la virgen vergonzosa y la audaz amante bien enraizada en la tierra. Así que anda y telefonea.

La operación telefónica dio exactamente el resultado que había previsto la astuta y nueva Olivia. Sir Henry tembló ante la perspectiva de codearse con italianos normales en un restaurante barato y se apresuró a invitar a la pareja a la Villa Sátiro.

Fueron en el topolino, que de nuevo le produjo al mayordomo una lamentable impresión. Aquel mayordomo era una edición económica de Sir Henry, encuadernada sin las enormes cejas originales.

Cuando descendieron del topolino se paraba un taxi del que salía un guapo joven. Olivia comentó con entusiasmo:

—¡Qué hermoso animal! Es un caballero normando redivivo, un tipo medieval sin miedo y sin ninguna complicación intelectual. Puedo situarlo sin equivocarme ni en veinte años: hacia el 875.

Era, casi con toda seguridad, norteamericano, de ascendencia escandinava: un joven de gran estatura y de poco más de treinta años. Iba sin sombrero y con unos «tweeds» y una chaqueta echada por los hombros. Su exuberante cabellera parecía de lino. Hayden, que contempló al desconocido con mucho menos entusiasmo que Olivia, lo vio, más bien que como a un caballero medieval, como un as del rugby universitario, un vendedor de aspiradoras, o quizás un evangelista popular de los que predican ayudándose del jazz.

El desconocido los saludó alegremente agitando su manaza y entró en la Villa detrás de ellos como un rey que dejara paso democráticamente a una pareja de viejos campesinos.

Sir Henry salió a recibirlos al vestíbulo y le dijo a Olivia:

—Según parece, me he especializado hoy en eruditos norteamericanos fabricados en serie. Son ustedes unos trabajadores incansables que todo lo convierten en estadísticas. Reúnen los hechos y dibujan diagramas; en fin, junto a ustedes un viejo aficionado inglés como yo se siente un pobre provinciano. Este joven caballero que ha entrado detrás de ustedes a paso de carga es el profesor Lundsgard, el profesor Lorenzo Lundsgard, que fue hasta hace poco catedrático de francés y español en la Universidad Hugonote, que está en alguno de los Estados del Sur.

»Ha renunciado a su cargo para dedicarse al estudio de nuestra brillante cultura italiana. En la carta en que me presentaba al profesor Lundsgard, un individuo que se llama a sí mismo el presidente Sleman, de Hugonote, me informa de que nuestro joven amigo es un “estimulante profesor y gran erudito, capaz de resucitar a los leones toscanos”. Un espectáculo que me divertirá mucho. Doctor Lundsgard, aquí tiene usted a su rival resucitadora de leones antiguos, la doctora Olivia Lomond, de la Universidad de Winnemac, creo que se llama así… Ah, y el señor Chart.

Pasaron al comedor. Allí estaba Lady Belfont, aunque este dato sólo se registra aquí por mero afán de información, como pudiéramos dar la temperatura del día.

El mayordomo y un lacayo estaban inmóviles como la Esfinge y la mayor de las Pirámides. Después de contemplarlos un momento, Hayden vio que Lundsgard sonreía a Olivia y parecía estarla midiendo con la mirada. Ella le sonrió a su vez con una intención de flirteo que seis semanas antes le habría parecido incalificable a Hayden. Los cinco, más la inevitable marquesa Valdarno, estaban sentados en torno a la imponente mesa de roble irlandés comiendo sus moldes de arroz con hígado de pato servidos en unos platos ingleses con vistas de Kent, mientras Belfont, con lo que a él le parecía un humor de gentleman culto, procuraba sonsacar a Lundsgard, el cual contestaba con sencillez:

—Lo siento, sir Henry, pero no puedo dármelas de auténtico erudito. La verdad es que en la Universidad me dedicaba sobre todo al rugby, aunque me atraía mucho la historia antigua, lo mismo que podría atraerle a un campesino. Desde luego, me dieron el título y un buen certificado en dos deportes, pero todo esto fue por puro accidente.

«Este tipo debe de tener mi edad, pero parece mucho más joven y vital», pensó Hayden mirando inquieto a Olivia, que tenía la vista clavada en Lundsgard y los labios entreabiertos.

—En la guerra serví en África del Norte. Era cabo, pero me dejaron en soldado raso. Una bala de ametralladora me hirió en un pie. Durante mi convalecencia traté a mucha gente en los cafés y aprendí algo del idioma. Cuando volví al frente me hirieron de nuevo. No tuvo gran importancia, pero me dieron por, inútil. Volví a los Estados Unidos y logré el título de doctor en Filosofía en la especialidad de lenguas románicas, aunque no vayan ustedes a creerse que soy una lumbrera en idiomas. Me dieron una cátedra en aquella Universidad y como entrenador de rugby y llevando a cazar patos al hijo de nuestro presidente, fui tirando.

»Entonces ocurrió una cosa un tanto ridícula. Estaba pasando las vacaciones de Navidad con un amigo y de pronto, como descendido del cielo, llegó un productor de cine que me ofreció un trabajo de actor. Primero hice de policía joven en una película de gángsters y luego trabajé en dos películas del Oeste. Me pagaban lo que a mí me resultaba fantástico: trescientos cincuenta dólares a la semana. Y ahora viene lo más divertido: no fue en la Universidad sino entre la gente de Hollywood donde por primera vez tuve la revelación de la belleza pura, gracias a un gran guionista que había sido dramaturgo en Hungría.

»Empecé a leer libros sobre la Edad Media y luego tuve la buena suerte de que me dieran un papel en una película de tema medieval y esto acabó de trastornarme. Figúrense ustedes un erudito actor y jugador de rugby.

Lundsgard se reía a carcajadas y los demás, cortésmente, procuraban también reírse.

«Olivia lo está mirando como una madre orgullosa de su chico». Pensó Hayden

—No sé si me aprovecha lo que estudio, Sir Henry, pero trabajo como un animal. Por ejemplo, me he leído todos los ensayos que ha escrito usted sobre el arte toscano y debo decir que me parecen mucho más profundos que los de Bernard Berenson. ¡Mucho más!

Sir Henry se deshacía de pura satisfacción. Ya había dos personas que creían lo mismo respecto a sus ensayos: él y Lundsgard.

—Al venir aquí —siguió diciendo Lundsgard— me he propuesto algo muy concreto: quiero prepararme para llevarle al indisciplinado pueblo de los Estados Unidos un mensaje sobre la sublime importancia de la Autoridad y al mismo tiempo quiero descubrirle la elevadísima filosofía de Santo Tomás de Aquino, la magnificencia de Lorenzo, la sublimidad de Savonarola y, por encima de todo, la cualidad sobrehumana del Mando.

—Ya —se dignó decir Sir Henry.

—Y en los Estados Unidos, donde cualquier empleado de un garaje se cree tan importante como el presidente de un Banco, nos falta el conocimiento del Mando. Me propongo difundir entre nosotros esta noción como un humilde pionero de la cultura.

Hayden pensó: «Este tío es un idiota. Pero Olivia lo está mirando como si le gustara. A mí, en cambio, me repugna ese sandwich de caníbal con adornos de laurel».

—Todos ustedes, que son personas inteligentes —prosiguió Lundsgard— me creerán un ridículo fanfarrón, pero la verdad es que tengo ciertos planes muy interesantes. Mi agente me está preparando una gran gira de conferencias sobre seis temas, entre ellos, el misticismo y el Mando. Además, y esto es nuevo, las conferencias serán complementadas con una película, cuyo guión voy a escribir yo, sobre la vida de los Médicis. El protagonista será Rupert Osgoswold… o quizás este humilde servidor de ustedes.

Olivia murmuró en voz tan baja que solamente la oyó Hayden:

—¡Qué emocionante!

Lundsgard añadió:

—Es que el presidente de Cornucopia Films… Por cierto, ¿conoce usted esta productora, Sir Henry?

—Hijo mío, vivo demasiado apartado del mundo moderno para estar al tanto de las novedades cinematográficas, pero da la casualidad de que mi representante financiero en Londres ha invertido en mi nombre algún dinerillo en esa Cornucopia.

—Estupendo. Entonces quizá le interese a usted saber que el presidente de la Cornucopia ha adelantado una buena cantidad para financiar mi trabajo en Florencia. Por la limitación de mis facultades y por el escaso tiempo de que dispongo tengo que buscar unos cuantos ayudantes: fotógrafos, secretarias, investigadores, etc. La Cornucopia Films está de acuerdo conmigo en que no debemos considerar esta película como un gran negocio, aunque debo confesar que probablemente me reportará varios miles de dólares a la semana. La consideramos como un servicio público, como una aportación a la cultura, ya que con ella mejoraremos el nivel mental de los norteamericanos. Un gran amigo de mi padre —y me honro en decir que también lo es mío—, un senador que goza de gran influencia en la Comisión de Asuntos Exteriores de nuestro Senado, está convencido de que mi cruzada para fortalecer el concepto de la autoridad y del mando podría contribuir poderosamente a mejorar nuestra situación internacional. Esto demuestra que hay políticos capaces de comprender nuestros anhelos espirituales. Sin Henry, he sido muy afortunado al poder admirar su Villa Sátiro. He leído su historia así como el libro que sobre ella ha escrito su actual dueño. ¡Ha sido un gran honor para mí!

Lundsgard miró por turno a Sir Henry, a la marchesa Valdarno, y a Olivia, con una radiante sonrisa y una inspirada expresión que rebosaba espiritualidad. Era la sonrisa de un valiente embajador joven que está dispuesto a luchar por los intereses de su patria, pero que a la vez quiere a los niños y es capaz de citarles trozos de Alicia en el País de las Maravillas. En su exaltación, declamó:

—Yo solo nunca sería capaz de profundizar en el conocimiento de la Edad Media. Soy un hombre de acción, un hombre de realidades inmediatas. Si me lo permite usted, Sir Henry, le preguntaré de vez en cuando para que me aconseje y quizá me atrevería a pedirle también su asesoramiento a la doctora Lomond, de cuyos grandes méritos estoy enterado.

Sir Henry estuvo hablando un cuarto de hora con frases rimbombantes y no muy claras y vino a decir que, en efecto, la Edad Media y el Renacimiento nos convencen de los horrores de la supuesta democracia actual. La civilización terminó con la caída de la Bastilla. Aristocracia significa el mando de los mejores y hoy día es más necesaria que nunca la supremacía de la aristocracia en el codicioso y alborotado rebaño que es el pueblo británico y, por supuesto, los Estados Unidos.

Lundsgard escuchó todas estas estupideces con gran atención y Hayden meditó sobre lo raro que es encontrar un buen escuchador.

Pero su Olivia también escuchaba.

Hayden le había oído decir innumerables veces que despreciaba a los vulgarizadores que condensan un libro de quinientas páginas sobre Einstein en un artículo de dos páginas incluyendo tres anécdotas picantes y el dibujo de una vaca relativizada. A Olivia le gustaba que los libros fueran muy voluminosos, con letra pequeña y gran exactitud en todos los detalles y exigía que todo el mundo leyese estos libros o renunciase a la lectura. Pues bien, ahora estaba mirando tiernamente a un hombre que iba a dar conferencias sobre filosofía condensada para público de rugby.

Sir Henry le insistió a Lundsgard para que visitara con frecuencia su villa y utilizase sus libros y comiese con él y con el príncipe Ugo de vez en cuando. Y añadió:

—Escribiré al presidente de la Cornucopia Films manifestándole mi completa aprobación de la noble cruzada por la cultura que ha emprendido usted.

Rebosando gratitud, se despidió Lundsgard. Olivia no pudo contenerse:

—¿Le han buscado un taxi, señor Lundsgard? Porque, si no, al señor Chart le encantaría llevarle a usted en su cacharrito.

—Espléndida idea, doctora. Les estoy a ustedes muy agradecido —dijo Lundsgard.

Hayden pensaba: «Maldita la gracia que tiene llamarle a mi coche “cacharrito”. Tiene un motor formidable y se le dirige estupendamente. Lo que no sé es cómo podrá meterse en él esa montaña de carne». Pero dijo en voz alta:

—Magnífico. Encantado de llevarle a usted. Y gracias por este delicioso rato, Lady Belfont.

Recordó lo muy generosa que había sido siempre Caprice con los cigarrillos de él, con su whisky e incluso con sus hermosos pañuelos y cómo insistía, cada vez que un invitado iba a marcharse, a las tres de la madrugada de una mañana de invierno: «Por favor, no pida taxi por teléfono… ¡Hay le llevará a usted a casa con muchísimo gusto!».