13

El día amaneció con un sol espléndido y, cuando desayunaron ante una magnífica vista de los montes Apeninos nevados, Hayden aseguró que los huevos que comían contenían ozono. Charlaban con gran animación y se sonreían cariñosamente. Ni siquiera vieron al viejo de la capa con su librito antiguo.

—Parece como si estuviéramos casados —comentó Hayden.

—Es asombroso, pero lo parece. Mi dueño y señor, ¿podré seguir estudiando?

—Me digno permitírtelo. ¿Quieres seguir en Italia o quizá prefieres vivir unos años en Francia o en Holanda?

—Me bastará con un par de años. Pero quiero conocer Newlife y tu casa… nuestra casa. Necesito comprobar si he aprendido tanto de la Edad Media —con su terror y su esplendor— como para convertirme en una regularcilla ama de casa y cumplir tan bien como lo haría Catalina Sforza… ¡Sí, me gustará mucho Newlife, ya verás! Aunque sin perder la cabeza, claro.

—Edificaremos allí una iglesia estilo Renacimiento.

—¿Por qué dices edificaremos? Lo harás tú, sólo tú. A partir de ahora sólo seré una esposa sencilla que se pasará la vida admirándote. Ni siquiera te daré consejos… Todo lo que hagas me parecerá maravilloso. No vas a construir iglesias renacentistas, ni góticas, ni románicas ni nada que sea una imitación de Europa. Sigue con el estilo georgiano de nuestro país, que es lo que tú preferías. Crea lo tuyo; no copies.

—Sí, quizá lleves razón… —dijo Hayden vacilante.

Durante todo el viaje de regreso, Olivia fue cantando canciones napolitanas y acariciando la manga de Hayden.

Con una vaga sensación de que a partir de entonces podían ya salir de su soledad y ocupar sus puestos de ciudadanos normales, Olivia y Hayden empezaron a salir juntos continuamente. Se les veía en todas partes de Florencia: en los bares, en la iglesia, paseando por él Tornabuoni y el Lungarno… En el estrecho ambiente de la pensión, donde se metían en todo, no habían anunciado su noviazgo y seguían comiendo en mesas separadas pero, necesariamente, los huéspedes tuvieron que darse cuenta de lo que ocurría entre ellos. Desde luego, lo notó desde el principio Vito Zenzero, empleado, camarero y una autoridad en el difícil arte de saber qué condesas de la ciudad eran auténticas. Vito miraba a Olivia cuando tomaba nota de su menú y a ella parecía gustarle que la aceptaran sencillamente como una mujer y no como una profesora y que la creyeran feliz. Cada vez que Hayden la miraba desde su mesa, le sonreía, Olivia le sonreía a su vez y Vito sonreía a ambos, lo cual no ofendía a Olivia.

De niño, Hayden confiaba ciegamente en su fuerte padre y en su frágil y caprichosa madre. Luego le sacó de esta serenidad el matón de la vecindad. Con Caprice y Jesse Bradbin había estado siempre desconfiado y suspicaz, en constante vigilancia. Ahora, por primera vez desde su primera infancia se sentía tranquilo junto a Olivia, con una confianza que permitía a su mente funcionar sin trabas.

Le enorgullecía acompañar a esta mujer joven tan hermosa, tan sensata y que sólo era cariñosa para él. Su vestido marrón, que antes más bien le parecía un uniforme, le resultaba ahora una prenda de singular gracia y de un tejido de primera calidad cuya elección demostraba en ella un perfecto conocimiento del mundo elegante. Le parecía también que la cara de Olivia, antes de un pálido marfil, se había enriquecido ahora con la sangre que le circulaba más rápidamente. Esta misma debía de ser la impresión que tenían los demás, pues un día comentó la señora Dodsworth:

—Tienes un aire mucho más vivo, Olivia. No sé lo que te pasa, pero has mejorado mucho.

Y dijo Sam Dodsworth:

—Antes me sentía azorado con vosotros dos. Me asustaba un poco vuestra intelectualidad, pero ahora os habéis convertido en una pareja de lo más sencillo y natural. Me alegro mucho. Edith suele decir que andan por ahí y que en cinco años cambian ocho veces de novio cuando el amor joven. Espero que no me dejéis mal, ya que tengo fe en vosotros. Estoy seguro de que no seréis como esas frívolas parejas que andan por ahí y que en cinco años cambian ocho veces de novio o de novia o se divorcian por lo menos dos veces. ¡Vosotros seréis fieles!

—¡Nos seremos siempre fieles! —proclamó Hayden, y Olivia lo miró complacida. Aunque la verdad es que ese noviazgo era muy indefinido y que entre ellos apenas se hablaba de esos detalles tan poco románticos como decidir cuándo y dónde se iban a casar. Pero el ardor amoroso no se había enfriado entre ellos y tanto ahora en la cautela de la pensión como aquella noche en el refugio de la montaña, llegaron a una exaltación erótica que a veces asustaba a Hayden.

—Estás muy cambiada —decían a Olivia todas sus amistades: Tessie Wepswell, la prima donna del bridge, la señora Manse, el príncipe Ugo Tramontana… y si Vito Zenzero no lo decía con palabras, de sobra lo expresaban sus ojos. Y a quien más le maravillaba ese cambio era al propio Hayden.

Olivia era una trabajadora consciente; seguía con la misma regularidad que antes sus investigaciones subterráneas en las bibliotecas, pero se burlaba de su propia laboriosidad. En las comidas disfrutaba bebiendo el rojo chianti y sentía fluir su sangre torrencialmente. Hayden lo notaba, encantado, en el movimiento de sus labios, en el buen color de sus mejillas y en la vibración de sus manos.

Era sobre todo en casa de Nat Friar donde se les aceptaba como una joven pareja. Desde hacía muchos años Nathaniel Greenleaf Friar, de Boston, había dejado de ser un galanteador. Ahora consideraba ya la pasión lo mismo que podía considerar, por ejemplo, el asesinato: como una diversión que había estado de moda en la Edad Media y que incluso había resultado muy útil, pero que desde luego había dejado de tener sentido hacia el 1600.

En la cena que dio en honor de la joven pareja, servida en la mesa de su cuarto de estar, una vez desalojados de ella libros, papeles y pipas, y donde abundó un noble jamón de San Daniele, Nat sonreía y se acariciaba la barba diciéndole a Hayden:

—Supongo que debo aprobar la peligrosa aventura que la doctora Lomond y usted se proponen emprender. ¿Se sigue casando la gente? Yo creía que hacía veinticinco años que se había abandonado esa costumbre. Creí que la gente se había cansado de casarse.

»En fin, reconozco que el matrimonio es una institución excelente y casi soportable para los que no cuentan con otra cosa para pasarse aburridos y ocupados las largas tardes, pero nunca se lo he recomendado a los eruditos. Durante toda mi vida he tenido amistades que no cesaban de marearme diciéndome: “¡Nat, necesitas a alguien que te cuide y he encontrado la mujer que te conviene!”. Y entonces me traían alguna jovencita complicada o alguna experimentada viuda que tenían la pretensión de que yo las mantuviera a cambio de cuidarme un poco; por ejemplo, escondiéndome las zapatillas donde nunca pudiera encontrarlas o peleándose con mi criada, la mujer que me ha solucionado la vida doméstica durante quince años. Y pretendía sustituirla con algún criado de fantasía que guisaba muy mal y se llevaba aún más de la comisión legal del diez por ciento de la compra. Estos animales solitarios que nos llamamos eruditos nunca debemos casarnos. Espero que Ada esté de acuerdo conmigo.

—Eres el bárbaro más egoísta, charlatán y descuidado que hay en este mundo —dijo la señora Shaliston Baker cariñosamente.

—Tío Nat —dijo Olivia—, sería capaz de matarle a usted por decir esas cosas. Yo también solía hablar con ese cinismo, pero ahora estoy convencida de que hay mejores motivos para vivir que el conocimiento de las tumbas etruscas.

—Si ustedes dos, las mujeres aquí presentes, creyeran de verdad lo que dicen, me matarían efectivamente y no se limitarían a decirlo cuando me oyeran atacar tan a fondo al sexo femenino y cuando digo con toda seriedad que la idea que tiene una esposa de sus deberes conyugales es estar dispuesta a atenderle a uno mientras esté uno pagando sus cuentas de la modista o del peletero. Pero no hay ni una sola mujer que crea en las demás mujeres. Por eso, cuando ataco al sexo femenino, ustedes dos se regocijan en el fondo.

—¡Bah, qué ocurrencia! —dijo Olivia.

—Y usted, Hayden, está de acuerdo conmigo o lo estará muy pronto.

Sobresaltado, Hayden empezó a pensar en aquellas ideas de Nat. Reconoció que a veces se sentía un poco fastidiado con la angustiosa vigilancia que la tan cambiada Olivia ejercía ahora sobre él. ¡Había sido tan libre!

Entre los arrulladores testigos de la felicidad de Hayden y Olivia, los más fervorosos eran los nuevos huéspedes de la pensione, los Granaderos.

Vito Zenzero había apodado así a una pareja de señoras norteamericanas de edad madura, dos señoras hermanas que parecían gemelas y que habían sacado una fortunita al divorciarse de sus respectivos esposos, acaudalados comerciantes: un fabricante de zapatos y un gran ferretero. En fin, dos individuos que nada tenían de «creadores». «Creador» era la palabra favorita de los Granaderos. Por ejemplo, era creador vender antigüedades y no lo era vender tuberías.

Los Granaderos procedían de Pensilvania, pero habían vivido mucho tiempo en Inglaterra, en pensiones de Bloomsbury y se esforzaban en hablar un inglés distinguido y aspiraban a que las tomasen por inglesas. Se pasaban todo el día haciendo fotografías.

También habían vivido en Carmel, Taos, Taxco, Greenwich Village y Montparnasse, procurando almacenar toda la cultura que podían. Pero más que la propia cultura les interesaban los creadores y románticos productores de cultura: los bailarines de ballet, los directores de teatros al aire libre, los violinistas… Ahora habían establecido su cuartel general en Florencia.

No sólo se pasaban todo el día haciendo fotografías, sino que estaban siempre enseñándolas a cuantas personas encontraban.

Habían apadrinado a un joven sinvergüenza que figuraba como estudiante norteamericano, pero que no había pisado más universidad ni academia que los bares. Lo presentaban como «un talento creador y ardiente que domina siete idiomas y que odia a los Estados Unidos».

Nunca se supo cuáles eran esos siete idiomas, pero desde luego no se encontraba entre ellos el italiano ni —lo que era más sorprendente— el inglés, aparte de las palabras «efectivamente», «divertido» y «oh, queridas mías».

La caricatura cultural que eran los Granaderos le hacía a Hayden desear volverse a los Estados Unidos donde, si no podía estudiar tan a fondo la Historia de Europa, por lo menos conocería del todo la vida de Newlife. Por lo menos, allí le podían decir con toda exactitud quién era el padre de la esposa del tercer baseman del equipo de Newlife. Hayden estaba aprendiendo lo que todos los estudiosos y devotos de las artes acaban sabiendo: que no hay peor enemigo de la cultura que una mujer rica y aficionada.

Hayden podía resistir el terrible frío del invierno en su habitación, el desprecio de Jesse Bradbin y otras muchas cosas, pero no podía soportar la aprobación de las hermanas Granaderos cuando le decían:

—Estamos convencidas de que su noviazgo con la profesora Olivia es lo más romántico que ha habido en el mundo. Es una relación auténticamente creadora: un arquitecto que se da cuenta de lo vulgares que son la mayoría de los norteamericanos y es capaz de casarse con una mujer erudita que sabe cuántos jardineros tenía en su villa Lorenzo el Magnífico. —Pronunciaban: Mag-níí-fi-co.—

Estos elogios perjudicaban mucho el interés de Hayden por Olivia.

—Pero, señor Chart —graznaban los Granaderos—, deberá usted cuidar mucho su noviazgo, ya que ha tenido la inmensa suerte de ser el futuro consorte de la doctora Olivia, una mujer tan extraordinaria, muy superior a la mayoría de ustedes los hombres —tendrá usted que reconocerlo— en lo que se refiere a talento creador. Desde luego, los hombres pueden ser muy eficientes en la vida práctica, pero en la cultura deben descubrirse ante una mujer como Olivia. Es posible que, cuando se casen ustedes, abandone ella la enseñanza, pero no dude de que se dedicará por lo menos a dar conferencias culturales. Imagínese lo orgulloso que estará usted al ver que la escuchan con admiración tantos millares de personas —por lo menos, muchos centenares— cuando explique todo lo que pensaban Santa Catalina, San Francisco, Boccaccio y todos esos profundos pensadores. Permítanos que le digamos, señor Hombre, que debe usted sentirse muy afortunado con poder compartir una mujer como Olivia con el resto del mundo.

Hayden pensaba: «Quizás un artesano vulgar y rutinario como yo estaría más seguro con una mujer que no tuviera el peligro de perder la cabeza con los focos o los micrófonos y con los imbéciles como estas dos hermanas. ¡No, qué tonterías, estoy traicionando nuestro amor! ¡Mi querida Olivia en la vida iría exhibiéndose por ahí en público!».

Desde luego, Olivia ridiculizaba tanto como él el sentido de propiedad de las dos hermanas sobre lo bueno, lo verdadero y lo bello, pero una tarde las escuchó casi complacida cuando le dijeron:

—Oh, doctora Olivia, tiene que perdonarnos si la fastidiamos con este entusiasmo que sentimos por usted. Amamos la cultura; sí, nos parece maravillosa y fundamental para la humanidad, pero somos tan sólo unas aficionadas si nos comparamos con la profunda sabiduría de usted.

Olivia murmuró tímidamente:

—No digan eso. Sólo soy una maestra de escuela que ha tenido la suerte de estudiar con buenos profesores.

Pero escuchó con gran atención cuando los Granaderos le dieron la útil información de que era una gran especialista en el Derecho medieval y tan hermosa como Clarice Orsini.

Hayden observó que la Olivia que antes solía tomar sola el café en su mesita después de la cena en la pensión y que luego se encerraba a trabajar en su celda, ahora lo tomaba en el vestíbulo y estaba siempre rodeada de nuevos huéspedes que la oían boquiabiertos explicarles todas las maravillas de Florencia. Y cuando el agente para el norte de Italia de una compañía norteamericana de tractores le preguntó con los ojos brillantes de admiración: «Por favor, profesora, ¿quiere usted explicarme algo que no acabo de entender de esa extraña Edad Media…?», Olivia se lo explicó con todo lujo de detalles y ni siquiera miró al impaciente Hayden Chart, que esperaba olvidado en un rincón.