Olivia estaba muy juvenil vestida de blanco. «Para ser una sabia, se gasta un dineral en vestidos», pensó Hayden. No llevaba medias y sus rodillas marfileñas le brillaban cuando se instaló en el topolino.
«¿Será posible que haya vencido su naturaleza de mujer y le guste yo?», se preguntó Hayden.
Estaban muy juntos en el diminuto coche. Iniciaron su primera excursión de gran distancia en la primavera toscana con su aroma a campos recién arados entre las filas de viñedos. Los pacíficos bueyes se movían lentamente y destacaba su blancura sobre la tierra morena. Hayden y Olivia se dirigían, pues, a Venecia, la ciudad que les parecía encantada pero que desconocían. Cantaban juntos mientras el cochecito escalaba las carreteras en espiral para cruzar los Apeninos por la carretera que va a Bolonia y Venecia.
Después del puerto de Futa, antes de llegar al alto nudo de Raticosa, había que pasar por una larga zona montañosa. Al fondo aparecían unos lindos valles como reinos desconocidos salpicados de castillos.
—No estoy muy acostumbrada a conducir por las montañas —dijo Olivia—. ¿Y tú?
—Acostumbrado, sí.
—Parece que vas confiado. Entonces yo también estoy tranquila.
Las elevadas montañas que veían a lo lejos estaban cubiertas de nieve.
—Esto debe de ser terrible en enero. Como nuestras Montañas Rocosas. Yo soy una mujer de llanuras y pantanos. Pasé gran parte de mi infancia en el sur de Nueva Jersey —dijo Olivia.
Los italianos han sido admirables constructores de carreteras desde varios siglos antes de Julio César. El topolino descendía rápido y seguro por la carretera en tirabuzón que baja desde el puerto al valle de Bolonia, la roja Bolonia con sus arcadas. Luego ya era terreno llano al cruzar las regiones de Emilia y el Veneto, a ocho horas de Florencia. Dejaron el coche en el Piazzale Roma y tomaron una góndola para recorrer los canales de Venecia por entre los palacios cuyos umbrales bañaba el agua. En el mapa parece Venecia una gran isla —en realidad es un grupo de islas pequeñas— curvada como un grueso pulgar de una mano que cogiese la cabeza de otra isla como un tímido animal con garras puntiagudas. Cuando Hayden le hizo observar esto agitando el mapa en la brisa, Olivia exclamó:
—¡Más que arquitecto eres un poeta!
Para guardar las conveniencias, se alojaron en dos diferentes pensiones cerca de la Piazza Morosini. Tomaron unos combinados en el Palazzo Gritti, el hotel más lujoso de Italia, y cenaron en el Colombo. Luego anduvieron por Venecia hasta media noche, perdiendo el camino y volviéndolo a encontrar en aquel dédalo de calles que cambian de nombre cada dos manzanas y, después de ocho o diez manzanas, terminan de repente en un patio sin salida o suben por un puente para cruzar un canal y desaparecen en la masa de un palacio, en la oscuridad, para reaparecer de nuevo en una asombrosa plaza amplia y vacía rodeada de palacios. Vieron arcos reflejados en los pequeños canales interiores y la espléndida iluminación que espejeaba el Gran Canal.
Ésta es la única ciudad del mundo sin tráfico rodado, la única ciudad dedicada a los seres humanos y no a los dictatoriales automóviles. Por encima de todo, domina en ella la irrealidad. Anduvieron con silenciosa reverencia por entre las transeúntes, libres de los horrores de las motocicletas y de las bicicletas que están siempre derribando peatones en toda Italia.
Venecia no es una ciudad. Es tan sólo un colosal Palacio edificado en una roca baja sobre el mar. No hay plazas ni patios sino salones sin techo, y si la piedra está gastada y el yeso se cae a pedazos, hay en cambio una viva historia del Renacimiento en los balcones y en las ventanas góticas.
Allí no hay calles sino corredores del Palacio, y estas brillantes tiendas no son tales tiendas sino el antiguo botín de los dogos, y esto no es un suelo de piedra sino el suelo del Palacio pulimentado por siglos de pies que primero anduvieron vacilantes, luego con firmeza y después se arrastraban hasta que los llevaron a la góndola funeraria; un suelo tan pulimentado que de noche toda la bastedad del granito desaparece en un brillo uniforme.
En torno al inmenso Palacio se agita la brisa que viene de Ragusa, de Albania y de las islas del Adriático. Aquí y no en otra parte alguna viven Neptuno y sus hijas. Hayden y Olivia, que caminaban por las resonantes piazzas cogidos del brazo, se daban cuenta de aquella presencia mitológica. Hayden hablaba poco pero varias veces dijo: «¡Qué maravilla descubrir todo esto contigo!». Y aunque no pensaba hacerlo, la besó en la mejilla al darle las buenas noches y dejarla en su pensión.
Olivia acabó su trabajo al día siguiente y cenaron a lo grande en el Gritti.
Por la noche salieron a dar un paseo. La mañana siguiente la pasaron en la plaza de San Marco.
En el puerto había un destructor norteamericano y la tripulación y los oficiales habían desembarcado. Desde el comandante hasta el último grumete, todos llevaban cámaras fotográficas. Aquel día la Catedral de San Marco superó su cupo de fotografías, cincuenta a la hora.
Se estaba nublando el cielo y Olivia opinaba que debían marcharse. Apenas habían iniciado el regreso en el topolino cuando empezó a llover. Olivia parecía cansada. Su juvenil vestido blanco, tan impropio para un viaje largo en automóvil, estaba algo arrugado.
Al verla contener unos bostezos, le ordenó Hayden:
—Duérmete. Entre tu trabajo y nuestros paseos de noche, has perdido mucho sueño. Iré rápido pero tendré mucho cuidado para no despertar a mi sabia viajera.
Olivia se adormiló casi apoyando en el hombro de él su mejilla y su negra cabellera. Hayden quería tocarla pero siempre recordaba el consejo de su padre: «Las dos manos en el volante, hijo, sobre todo cuando lleves a una chica al lado». Y nunca podría olvidar aquel coche que se estrelló en Bison Park. También recordaba que un día en que bajaba de Fiesole con Olivia, le había tocado un instante la mano en el coche. Todos estos pensamientos acabaron poniéndole nervioso, pero acabó expulsándolos de su mente.
Llovía mucho antes de que llegaran a Bolonia. Hayden notó que Olivia se había despertado y que se sentía incómoda.
—Estate tranquila. El pavimento no está muy resbaladizo. Relájate, querida —le dijo, y se sorprendió de la voz tan tierna que le había salido.
Al cabo de un rato le pareció que Olivia se había vuelto a dormir. Cuando empezaron otra vez a subir montañas, más allá de Bolonia, comenzó a nevar. Eran copos muy grandes y Hayden se preocupó.
Olivia se despertó nerviosa y exclamó:
—¡Oh!
—No te inquietes. Estoy acostumbrado a conducir en invierno. Y ésta es una buena carretera.
Pero le costaba trabajo ver por el parabrisas. El limpiaparabrisas no lograba quitar la pegajosa grasa de la nieve. El cristal estaba demasiado empañado y en las subidas tenía Hayden que ir a muy poca velocidad y con grandísimo cuidado. En una curva, el hombro de Olivia tropezó con el suyo y notó que estaba rígida de frío.
A una altura de más de seiscientos metros penetraron de repente en un cinturón de niebla. Hayden no podía ver los lados de la carretera. Abrió la portezuela de su lado y siguió muy lentamente y con la cabeza fuera. La nieve le caía en la frente, en las mejillas, y en su helada nariz y la húmeda niebla le empapaba el pelo.
A pesar de la niebla, el viento era tan fuerte que Olivia tuvo que repetirle a gritos lo que le estaba diciendo:
—¿Qué sucedería si nos saliéramos de la carretera?
Hayden metió la cabeza en el coche lo bastante para responder:
—Probablemente, no pasaría nada. Caeríamos por una pendiente suave y nos detendría al final la maleza.
¿Salir otra vez disparado fuera de la carretera? ¿Iba a estrellar a Olivia como había hecho con Caprice? ¿Era éste su sino?
Olivia dijo:
—¿Y podríamos continuar el viaje como si tal cosa?
—Quizá.
Ella se rió:
—Bueno, muy bien. Me estoy acostumbrando a esto. ¿Y tú no estás muy preocupado?
—Esto es sólo la rutina de conducir con la niebla. Los chóferes de autocares lo están haciendo siempre y ni siquiera lo notan.
—Pero tú no eres un chófer de autocar. No puedes figurarte cuánto admiro tu habilidad. Pero es una pena que estemos perdiendo tanto paisaje estupendo como habrá por ahí abajo… ¡Aunque más vale que no me dé cuenta de lo profundo que es ese precipicio!
Hay estaba demasiado absorto para hacer comentarios. Nunca había conducido en una niebla tan densa ni en una carretera tan peligrosa con curvas a cada momento y resbaladiza por la nieve. Si al coche se le ocurría dar algún brinco por su cuenta, nada podría hacer él para salvar sus vidas.
Se veía de nuevo en la carretera de Bison Park y luego encajonado con Caprice, creyendo que jamás podría empezar a vivir de nuevo. Pero con un gran esfuerzo de voluntad consiguió librarse de esos recuerdos y atender sólo al presente. Pensó en detenerse, pero con los bordes de la carretera tan inciertos y a causa de la niebla temía que otro coche se le viniese encima. Era preferible continuar.
Se llevó un gran sobresalto cuando vio surgir frente a él de repente dos mortecinas luces. Tuvo que dar un rápido viraje y continuó carretera abajo descendiendo una pendiente que parecía no tener fin.
Olivia temblaba.
—¡Oh! ¿Por qué no paramos?
—Ya lo haremos en cuanto tropecemos con algún sitio, una aldea o cualquier cosa parecida donde haya espacio seguro para aparcar, salir del auto y tomar una copa. Recuerdo que por aquí había alguna posada. Y hemos de pensar en buscar un sitio donde pasar la noche. Es posible que esta niebla siga hasta por la mañana y si nos quedásemos en el coche, nos helaríamos. Pero seguramente encontraremos alguna fonda de pueblo.
—¿Quieres decir que tendríamos que dormir en un sitio de ésos?
—Probablemente.
—Bueno, está bien.
A Hayden le satisfacía que ella estuviera de acuerdo, pero no estaba muy seguro de hallarse él mismo muy contento ante la perspectiva de esta aventura.
Lo estaban pasando muy mal. La nieve se colaba ladinamente por la ventanilla abierta junto a Hayden para poder ver la carretera y sentía cómo temblaba convulsivamente el hombro de Olivia a medida que se iba mojando y enfriando más. No había manera de distinguir los bordillos de la carretera. Pero no tenían más remedio que proseguir la marcha.
Parecía como si estuvieran condenados para toda la vida a seguir encerrados en aquella prisión móvil que quizá acabase estrellándose contra algo y matándolos. Pero no había más solución que continuar.
Le costó trabajo creer lo que veía: unas manchas de luces borrosas entre la niebla.
—¡Formidable! —exclamó, y sintió el ilógico deseo de besar a Olivia, pero por la necesidad de atender al pegajoso volante olvidó su propósito. Se habían acercado a un edificio bastante grande con un buen espacio delante para aparcar. Le dijo a Olivia—: Espérate en el coche mientras yo pregunto. —Ambos respiraron profundamente, con alivio, al ver que, por lo pronto, había pasado el peligro.
Aquel refugio resultó ser una combinación de hotel, tienda de ultramarinos, taberna, bar, sala de billares y restaurante. En el mostrador había una docena de jóvenes montañeros bebiendo. Era gente ruda pero correspondieron amablemente al saludo de Hayden. La patrona, con su delantal a rayas, era una mujer muy gruesa y parecía tener un carácter enérgico. Los muros eran de estilo rústico y las tres mesas que formaban el comedor tenían manteles muy gastados y remendados pero bastante limpios. En un rincón, una estufa de terracota roja daba un calorcillo muy agradable.
La patrona dijo que tenía tres dormitorios, dos de ellos desocupados.
Además podían cenar allí si querían.
Eran cerca de las siete de la tarde y la niebla no llevaba trazas de desaparecer.
Hayden salió corriendo a comunicar a Olivia la gran noticia:
—¡Tendremos calor, comida, limpieza…, dos habitaciones! ¡Esto es formidable: podremos pasar aquí la noche!
—Sí —dijo ella saliendo dificultosamente del topolino. Tenía una figura grotesca con la ropa empapada. Andaba con inseguridad, temblaba y sollozaba. Él la sostuvo y aunque no la besó, apoyó su mejilla, caliente por el tiempo que había estado dentro, en la de ella que estaba helada. Olivia avanzaba pegada a él gimoteando—: Somos unos críos; sólo por un poco de frío en una carretera tan buena como ésa y he pasado un miedo… Pero me sentía muy asustada. Cómo me alegro de estar contigo…
—¿Quieres un coñac?
—¡Sí, certo! Qué maravilla tener una habitación que no resbale ni se precipite en un abismo.
—¡Quién sabe!
—¡Mi alpinista valiente!
—Vamos, vamos.
Los montañeros que estaban en el bar-restaurante se quedaron mirando a Olivia con gran admiración. Aunque su tez era calabresa, sus ojos les convencieron de que no era italiana sino inglesa y sabían por sus padres —los cuales habían vivido en los buenos tiempos en que los lores realizaban atrevidas ascensiones por aquellas montañas— que todas las inglesas son bellas y alocadas.
La patrona les enseñó los dormitorios, que eran estrechos, con suelo de piedra y tan fríos como el exterior. Sobre cada una de las pequeñas camas había uno de esos cobertores campesinos italianos que parecen estar llenos de recortes de acero y de piedras y que no por ser tan pesados proporcionan calor alguno.
Pero Olivia dijo alegremente:
—¡Esta noche tendrás por fin tu aventura durmiendo en este igloo de Groenlandia!
Cuando se dirigían hacia la planta baja vieron, por la puerta entreabierta del tercer dormitorio, a un viejo de grandes bigotes caídos envuelto en una vieja capa gris-verdosa.
—Éste es nuestro vecino. Parece un buen hombre —comentó Hayden en voz baja.
Estaba en Europa, concretamente en Italia, en un albergue con su novia y junto a un hombre misterioso envuelto en una capa y todo esto no era una visión fantástica que tuviera en su cama del hospital de Newlife en sus noches de insomnio.
Olivia insistió:
—Sí, es un viejo muy decorativo. Es posible que nos resulte un poco homicida. Quizá se crea que es un soldado de Garibaldi y que nosotros somos austríacos… Te habrás fijado en que nuestras habitaciones no tienen cerraduras.
—Puedes encajar la puerta con una silla que sostenga el pestillo.
—No seas tonto, me fío de ti.
Tomaron sopa caliente. Los montañeros se habían marchado y la estancia se convirtió en un comedor particular para ellos. La patrona estaba ocupada exclusivamente en servirles. Comieron spaghetti, ternera con queso, mozzarella, una tarta colorada y el vino tinto de la localidad. Cuando acercaron su mesa a la estufa de terracota roja en la cual metía la patrona una ración de leña, no tenían ya un frío tan insoportable.
Sólo temblaban un poco.
El viejo misterioso de la capa bajó a tomarse unos spaghetti pero no parecía hacerles caso a Hayden y Olivia. Se hallaba absorto en la lectura de un librito muy viejo encuadernado en cuero.
El comedor era también el salón, así que se quedaron allí mucho tiempo después de la cena.
—¿Te encuentras bien? —dijo Hayden. Aunque se propuso que su voz sonara sólo plácida y estimulante, le resultó muy tierna.
—Estupendamente. Este sitio me resulta muy familiar y acogedor. A veces me cansa la fría castidad de mi dormitorio de las Tre Corone. Es como una sala de espera higiénica para almas cansadas. Tu dormitorio está mejor. Un poco desordenado, con el desorden propio de un soltero; y, sin embargo, no acaba de ser agradable.
—¿Qué sabes tú de mi habitación?
—Es que siempre miro cuando paso. Nunca cierras la puerta.
—Es verdad —dijo Hayden riéndose—. Quizá sea porque espero siempre que te decidas algún día a entrar. ¿Por qué no lo haces?
—Algunas veces entro… espiritualmente y charlo contigo grandes ratos. Me lo imagino y me quedo tan contenta.
—Y, ¿qué decimos en esas conversaciones tan serias?
—Te pido tu opinión, como arquitecto, sobre la construcción de las bóvedas, por ejemplo.
—¡Ah, claro! ¡Son conversaciones profesionales!
—No creas. Hay veces en que me siento tentada de leerte la última carta de mi hermana… Eso me ocurre cuando siento un poco de nostalgia.
—¿Por qué no me las lees?
—Nunca llego a sentir nostalgia hasta ese punto… Oye, cariño…
—Dime.
—No desperdiciemos esta velada tan tranquila, quizá la única que disfrutemos… Quiero decir que no la desperdiciemos diciendo cosas sin importancia. Me preocupas. Se trata de un sentimiento impersonal, pero puedes creer que se basa en el respeto y la simpatía que tengo por ti… Verás, como oí que te decía una vez el señor Dodsworth, ¿por qué te dejas conquistar por Europa? Para nosotros los americanos, Europa es una droga, un somnífero hecho de viejas civilizaciones, religiones y ensueños. Esto nos adormece después de aquel ambiente tan vivo y duro en que tenemos que luchar para no petrificarnos. ¡Vete a nuestro país, querido!
—¿Vendrías tú conmigo?
—No puedo. Europa me ha conquistado definitivamente. Soy una exiliada, pero en los Estados Unidos me encontraría doblemente desarraigada.
El viejo de la capa suspiró y pensó: «Se nota que esa pareja norteamericana está tiernamente enamorada. ¡Así era nuestro amor, querida mía, entonces!».
Se levantó, se inclinó ante ellos al pasar y les dio las buenas noches.
—En cambio, tú —insistió Olivia— puedes volver allá sin estar todavía infectado.
—No estoy tan seguro. Florencia me fascina. Se parece muchísimo a ti. Muchas veces me pregunto si volveré alguna vez a los Estados Unidos. Sin Caprice, me encontraría muy solo allí.
Comprendió en el mismo instante que no debía hablarle a Olivia de Caprice. Se apresuró a remediar su error con una forzada animación:
—En Florencia hay una excitación continua; no la excitación que se siente presenciando un partido de rugby, sino una inquietud constante que le hace a uno feliz. Nunca lo he pasado mejor que en Florencia admirando una iglesia o visitando a Nat Friar y oyéndole sus últimos chismorreos sobre Sir Henry Belfont. Me ha jurado que durante veintidós años Sir Henry fue cocinero del duque de Nottingham y que vendía los vinos de la bodega para jugárselo por ahí… Otras veces juego al bridge con los Dodsworth… Pero lo que más me gusta es charlar contigo después de cenar cuando no estás helada ni eres repulsiva.
—¿Tan fría estoy a veces?
—Sí, y repulsiva.
—Me alegro mucho de dar esa impresión. Lo hago a propósito para que no se descubra que en el fondo soy una chica tímida y romántica. Y tú sigues siendo el héroe del Instituto de una pequeña ciudad: el capitán de baloncesto, el tenor del coro episcopaliano y el buen estudiante que se ha distinguido con un ensayo de ingreso comparando a Colón con el general Grant… La verdad es que nos dimos muy buena vida de pequeños. Aquello era tan atractivo como la Florencia superficial que ahora nos entusiasma. Era una realidad tan poderosa como ese viento que sopla ahí fuera. Créeme, Hayden, debes volver antes de que sea demasiado tarde.
—¿No te importaría no verme más?
Olivia se le quedó mirando fijamente y se le colorearon un poco sus marfileñas mejillas.
Murmuró:
—Estaría mucho más segura si dejara de verte.
A Olivia le estaba entrando un sueño invencible que le había producido el relajamiento después de la tensión del frío y del miedo. Estiró los brazos sobre la mesa y apoyó en ellos la cabeza. Volvió hacia él su rostro bello y puro y le sonrió con una sonrisa infantil. Era una expresión insólita en ella, algo que revelaba indefensión y busca de amparo, algo que contrastaba enormemente con su habitual rigidez y dominio de sí misma. Entonces se durmió con la mayor confianza.
Hayden le pasó la mano por la cabeza, los hombros y sus brazos tan hermosos, pero en realidad no la tocaba, sino que seguía con la mano la invisible capa que la protegía como una sólida armadura. Luego, inmóvil, la estuvo contemplando mucho tiempo. Había desaparecido el tiempo; ella misma era todo el tiempo y todo el espacio. Pero la patrona se acercó con ruidosos pasos y Olivia se despertó.
La patrona dijo, pero Hayden no la entendió bien por su acento montañés:
—Buenas noches. Cuando vayan ustedes a acostarse, apaguen estas luces. Que duerman bien. —Le dirigió a Hayden una mirada muy maliciosa, casi un guiño, y subió con sus zapatones las escaleras de madera.
—¡Aaaaaah! —bostezó Olivia.
—¿Qué dijo la patrona? —preguntó él.
Olivia se incorporó lentamente y murmuró:
—Ha dicho que todas las cosas agradables tienen un fin y que ya es hora de darnos las buenas noches.
De repente, Hayden lo sintió todo de una vez. Acercó bruscamente su silla a la de Olivia, le pasó un brazo por la cintura y la atrajo hacía sí:
—¡Olivia, he estado pensando hacerte mía…! No es que lo haya planeado todo el día, ni durante nuestro viaje, sino esta noche, cuando te sentía junto a mí tan cálida y tierna. Pero hay algo que me impide desearlo como una prueba, como un experimento… Es muy posible que esté desesperadamente enamorado de ti. Y, créeme, me espanta haber pensado siquiera en hacerte caer en la trampa. No puedo amarte. Quiero decir, que no estoy autorizado a amarte. ¡Soy un asesino! Asesiné a Caprice por falta de cuidado. ¡No debo quererte!
Ella se levantó precipitadamente y él lo hizo casi al mismo tiempo. Olivia le dijo con profundo apasionamiento:
—¡No la mataste! Es una estupidez que digas eso. Me has hablado mucho de ella. Me has contado muchas más cosas de las que supones. De ella y de ti. Pero si te hubieras propuesto matarla, ¡me alegraría!
—¡No!
—¡Sí, me alegro muchísimo de que lo hayas hecho! Odio a tu maldita Caprice, tan rizada y tan preciosa, sólo pensando en disfrutar por ahí, sacándote la sangre y viviendo de tu esfuerzo y tu talento y tu bondad.
—Eso no es cierto. Caprice era muy jovial y su vitalidad…
—¡Te estaba robando la vida! ¡Te secaba!
—¡Olivia!
—¡O-li-via! ¡La professoressa dottoressa Olivia! ¡Esa cauta y segura doctora en frigidez! También ella ha muerto y, gracias a Dios, ¡la has matado tú! Sí, gracias a Dios, la salvaje montañesa que había en mí ha resucitado entre estas montañas salvajes y azotadas por el viento. Queridísimo Hayden, no le acuses más, no te quemes en esas llamas que te inventas. ¡Te quiero!
Le rodeó el cuello con los brazos y se acurrucó contra él antes de que Hayden la apretase contra sí. Cuando pudo ya mirarla a la cara, vio que le habían desaparecido todas sus inhibiciones y que, jadeando, se le abandonaba como cualquier sana campesina.
Olivia no volvió a pronunciar ni una palabra y no se acordaron de dejar apagadas las luces del comedor.