11

A principios de marzo, llegó la primavera, con los almendros, cerezos y ciruelos. Olivia y Hayden paseaban mucho por Florencia. La Colonia Americana vio en ellos, con gran satisfacción, señales inequívocas de ser reclutas potenciales para el matrimonio y para la Colonia.

Sir Henry Belfont, a quien Hayden había conocido muy por encima en varios tés, le envió una nota protocolaria informándole con un estilo casi oficial que Sir Henry tenía un sobrino que trabajaba en la Shell Oil, el cual, hacía unos años, había conocido a Hayden en Londres. El baronet se dignaba ordenar a Hayden que fuera a almorzar con ellos y le rogaba que no tuviera inconveniente en llevar con él alguna señorita conocida suya.

Hayden llevó a Olivia en el topolino.

Este detalle disgustó al mayordomo escocés, que prefería el Rolls-Royce.

Sir Henry les hizo recorrer su mansión. Como a disgusto, como si diera por cierto que ninguno de los dos iba a apreciar sus tesoros artísticos, les enseñó los cuadros. Villa Sátiro había sido construida, como casa señorial fortificada, en 1301. En la huerta había unos limoneros enanos que contaban trescientos años de edad. Y en aquel mismo sitio había dormido Dante.

La habitación más bella —había sido el dormitorio de una gran duquesa— era el despacho de Sir Henry. Las paredes estaban recubiertas con librerías de roble inglés y encerraban una gran riqueza de infolios y misales iluminados. En el techo se desplegaba una fantasía de pequeñas ninfas haciéndoles señas a unos sátiros que no parecían muy morales y debajo de aquella burlesca orgía se asentaba sólidamente una mesa de roble que había pertenecido a Guillermo de Orange. Allí escribía Sir Henry sus cartas. En cambio, el sillón donde solía sentarse a escribirlas, nada tenía de histórico. Para más comodidad le habían puesto un cojín dé goma esponjosa, ya que la elevación de aquel noble trasero era imponente y no le convenía la dureza del roble.

Era un hombre alto y corpulento y cuando le rodeaban las mujeres que le admiraban —o que, por lo menos, le escuchaban— se plantaba muy estirado y con su voluminosa cabeza levemente inclinada a un lado, con una sonrisa fija y algo tonta como si se avergonzara de su enorme humanidad. Con su chaqueta negra —«ningún caballero es capaz de darse en espectáculo con camisas de color, cuellos blandos y chaquetas claras»— el parecido de Sir Henry con el Peñón de Gibraltar sería sorprendente si no lo estropeasen sus enmarañadas cejas.

Estas cejas formaban un extraño triángulo como las melenas de los cachorros de león. Llevaba también bigote y una barbita muy bien cortada, pero ambos adornos capilares parecían una prolongación de las cejas. A veces jugueteaba con un monóculo que se le perdía debajo de una ceja y le daba un aire cómico inconciliable con el orgullo que le producía su propia nobleza, que, según él mismo afirmaba, era la más puramente representativa de lo mejor de Inglaterra.

Pero su esposa era norteamericana.

Pero su esposa era rica.

Participaban en el almuerzo los Belfont, Hayden y Olivia, el príncipe Ugo Tramontana y la marchesa Valdarno, que fastidió al anfitrión no dejándole hablar. Esta signora, con su apretado vestido y su turbante blanco, parecía la vaina de una espada. Había nacido en los Estados Unidos y sus movimientos relampagueantes la hacían verdaderamente insoportable.

Hayden, que la miraba descaradamente, comprendía que Roxanna Eldritch envidiara la auténtica elegancia europea, pero la pobre Roxy era un acólito comparada con la marchesa, que no sólo se burlaba de su país natal sino de los borrachos parisienses, las playas inglesas, la alta sociedad romana y la pandilla de Sadie Lurcher, pandilla de la cual era la Valdarno uno de sus miembros habituales. Hayden buscaba la mirada de Olivia y por fin, cuando se la dejó ver la nevada cumbre del Monte Sir Henry, que se la tapaba, se confesaron mutuamente en silencio que aquello no les gustaba. Hayden y Olivia apenas hablaron durante el almuerzo. El príncipe Ugo —siempre delicado y cortés— dijo solamente que la doctora Lomond estaba muy bien considerada en la Biblioteca Laurentina. Esto llenó de satisfacción a Olivia; y Sir Henry la miró por primera vez. También la miró la marchesa Valdarno… con el mayor desprecio.

Durante el almuerzo, Hayden volvió a sentirse desconcertado por esa costumbre europea de hablar en cuatro idiomas a la vez, pasando del inglés al italiano en una misma frase y diciendo la siguiente en francés. En aquella ocasión echó de menos los rugidos y los disparates idiomáticos de Jesse Bradbin.

Pero la sopa estaba buena.

Y después de almorzar, cuando ya volvían a casa en el humilde topolino, Olivia dijo, casi chillando y del modo menos académico, que detestaba a Sir Henry y a su gente y que no tenía ni el menor deseo de volver a hablar con ninguno de ellos.

—Pues a mí, en cambio, me gustaría tratarle más —dijo Hayden—, porque me interesa saber por qué viven de un modo permanente en Italia tantos norteamericanos y tantos ingleses. Es indudable que a la mayoría de los italianos no les somos simpáticos. Consideran a nuestros bebedores demasiado borrachos, a nuestros misántropos demasiado fríos y a las chicas norteamericanas que se casan en el extranjero, como esa marquesa Valdarno, las creen infieles a sus maridos. Quiero decir, algunas de ellas. Pues bien, a pesar de todo ello nos aferramos a este país. ¿Por qué? Volveré a la Villa Sátiro… digo, si me invitan, lo que no creo probable. No me parece que Belfont me considere como uno de sus más brillantes conversadores.

—Yo tampoco le he sido simpática. Ya está bien de villa y de Sátiro.

Por la noche sintió llegar a Olivia por el vestíbulo y se preguntó si volvería a encontrársela con un atavío tan liviano como la otra vez. Pero sus esperanzas se desvanecieron en seguida. La profesora pasó hacia su habitación correctamente vestida.

Al día siguiente la llevó a la iglesia como hubiera hecho un buen novio en la época de su padre en Newlife. No a una basílica romana de resonantes bóvedas sino a la iglesia episcopaliana norteamericana de Florencia, St. James, en la que no había más episcopalianos que metodistas o unitarios o indiferentes. En la brillante cancela, la bandera de los Estados Unidos aparece junto a la italiana, y todos los domingos por la mañana, durante una hora, incluso los miembros de la Colonia que parecen más divorciados de su patria vuelven a ser norteamericanos. Es algo más fuerte que su voluntad. Se suprime durante ese tiempo toda la jerarquía social y las chicas estudiantes se arrodillan junto a los poderosos caballeros que le han sacado tanto partido al acero.

La mayoría de los colonos suelen quejarse en sus reuniones —almuerzos, cocktails, tés, etc.— de que los Estados Unidos se han ido al infierno con sus criados escasísimos, perezosos y superpagados, con sus niños impertinentes, sus comidas insípidas y sus temibles jefes de las organizaciones laborales que acabarán explotando a todos los ciudadanos respetables. Sin embargo, en St. James cantan juntos los antiguos himnos y surge en ellos algo de primitivo.

Los miembros de la Colonia que afirman sin cesar que preferirían morir a regresar a los Estados Unidos para tener que ver a los grandes jefes de empresa tratando con obsequiosidad a los botones y a los conductores del Metro y a sus propias cocineras, oyen ahora en la música de Saint James los pesados zapatones de Plymouth Rock, los confederados descalzos escalando las montañas de Tennessee barridas por el viento y el sigiloso pisar de los mocasines en la senda de Oregón. Lo cierto es que hay en ellos una fe en su patria mucho más auténtica que su entusiasmo por Europa. Aunque parezcan renegar de su madre, siguen queriéndola siempre. En cambio, el amor que profesan a Europa, su deslumbrante querida, carece de raíces.

Hayden iba vestido con un traje azul de chaqueta cruzada y sombrero homburg negro. Estaba orgulloso del vestido de seda azul que llevaba Olivia, sus guantes blancos y el inesperado libro de oraciones con tapas de celuloide con nomeolvides pintados. Seguramente sería un misal católico que habría pedido prestado en la pensión. Durante el servicio religioso le satisfizo lo bien que se levantaba y se arrodillaba Olivia cada vez que era necesario. Recordó las iglesias de Newlife y sintió nostalgia. Comprendió entonces que él era irremediablemente norteamericano y que el norteamericano nunca emigra verdaderamente sino que sólo viaja. Es posible que se pase tres generaciones viajando, pero al final tirará de él la Patria.

Cuando salieron de la iglesia almorzaron en el elegante Hotel Excelsior y Hayden, en cuanto estuvieron sentados, dijo a Olivia:

—Para ser una pagana, te has portado muy bien en la iglesia. Yo soy un buen episcopaliano y mi empresa ha construido la catedral de la Santa Cruz.

—Yo soy una baptista primitiva. Es la religión más antigua ¡Y qué americana soy todavía, aunque pretenda haberme envuelto en terciopelo veneciano!

—Hace un día magnífico de primavera. Pasaremos toda la tarde por ahí.

—Perdona, pero tengo mucho que leer —dijo la aplicada exdiscípula del profesor Vintner.

Pero esto era sólo una disculpa, algo que Olivia tenía que decir para ser fiel a sí misma. De modo que pasearon toda la tarde por la ciudad, en la que estallaba esplendorosamente la primavera. Tomaron el té, pero no en uno de los bares favoritos de la Colonia, sino que tuvieron la audacia de sentarse en la plaza de la República, frente a Gilli. Siguieron paseando y, para cenar, Olivia le llevó a una trattoria situada en un sótano. Olivia conocía mucho aquel sitio. El único camarero, que no llevaba chaqueta blanca sino un sweater y les chillaba a los clientes sentándose a ratos con ellos, les sonrió afectuosamente y les condujo a un comedor más pequeño que el general: en realidad, la cocina. Allí estaban cenando unos pocos turistas.

El suelo era de losetas rojas y allí mismo estaba la cocina, que parecía surgida de un cuento de Navidad. La lumbre de carbón enrojecía una fila de sartenes de cobre. También iluminaba fantásticamente el rostro de una cocinera gorda. Pero junto al fogón había una moderna instalación de cocina de esmalte rojo y brillante acero. En una mesa auxiliar, dispuestas para ser guisadas, había todas las variedades de pastas: gruesos tagliatelli, finos taglierini, ricos tortellini y lasagne verdi, hechos con espinacas.

En los bancos de la larga mesa central tomaban su sopa cinco taxistas que saludaron a Olivia:

Ecco! La Dottoressa!

—Es un honor que le permitan a uno comer en la cocina —explicó Olivia mientras se instalaban en el banco—. Yo estuve comiendo muchos días en el comedor grande hasta que la signora me permitió comer aquí. Ahora formo parte de la familia, como si dijéramos, y tú también.

—Lo estimo en lo que vale.

Y, en efecto, cuando los taxistas le saludaron también a él como si no fuera extranjero ni turista sino un hombre normal como ellos, se sintió más orgulloso que de ser invitado por Sir Henry Belfont. Olivia comió con mucho apetito un plato de gigantescos macarrones con grasienta salsa boloñesa y bebieron abundante vino tinto.

Con gran cordialidad los taxistas hablaron con Olivia preguntándole si había desenterrado de la Biblioteca escándalos más recientes que los de 1600. Ella les respondía en italiano comercial y los taxistas se reían encantados. Aunque este tipo de mujer universitaria es nuevo en Italia, siempre ha habido allí una tradición de mujeres eruditas como Camilla Rucellai o como Romola, y se considera como un gran honor para una mujer poderse comparar a aquéllas en sabiduría. Olivia parecía llevar con naturalidad su corona de laurel.

Hayden la observaba con un cariñoso orgullo. ¿Estaba enamorado de ella profundamente? ¿Duraría aquello? De pronto se dio cuenta de que estaba olvidando a Caprice casi por completo.

Llevaba aquel restaurante una familia: la abuela era la jefa, el padre era el camarero del sweater, su esposa ayudaba a la abuela en la cocina, los dos chicos pequeños eran lavaplatos y botones y el bebé de ojos negros y boca muy graciosa era el cliente más ruidoso. A Hayden le dio la impresión de que el niño no hacía más que comer. Se lo comía todo: jamón, pechuga de pollo, guisantes con tocino, y bebía mucho más vino del que una madre norteamericana le permite beber a uno de esos niños tan higiénicos que tenemos en nuestro país.

El nene y Olivia se tenían una gran simpatía. Se hacían guiños y el chico se fue a dormir con la cabeza apoyada en el brazo de Olivia. Ella se ruborizó; con los labios apretados, respiraba con rapidez. Hayden no podía saber si este contacto con la carne de un niño pequeño le producía a Olivia una satisfacción o una violencia. Estaba muy callada y miraba al niño con alternativas de disgusto y ternura. Hayden llegó a la conclusión de que Olivia estaba pensando en el profesor Vintner.

Cuando se marcharon los taxistas y se quedó más tranquila la cocina, dijo Olivia con un tono indiferente:

—Me tendré que marchar de Florencia la semana próxima.

—¿Quée?

—Sólo por tres o cuatro días y no podré salir hasta el martes. He de ir a Venecia, donde nunca he estado, para buscar unos documentos en los archivos del Estado.

—Yo tampoco conozco Venecia. Por lo tanto, te llevaré en mi coche.

—No, eso no es posible. No podemos ir juntos. De todos modos, te agradezco mucho el ofrecimiento.

—¿A quién puede importarle que vayamos juntos? No veo nada malo en ello. ¿Temes que le parezca mal a la señora Manse?

—Me parecería mal a mí.

—¿Qué quieres decir?

—Pues, verás… hemos pasado hoy un día estupendo. He disfrutado mucho en tu compañía, razón de más para que recuerde mi decisión de no dejarme dominar por ningún hombre.

—Pero, Olivia, ¿quién va a dominarte? Somos amigos y viajaríamos como amigos.

—Toda amistad con un hombre puede transformarse en algo mucho más serio. He sido débil contigo. No hemos debido salir tanto juntos. ¡Esta primavera es muy peligrosa! Tengo que ponerme otra vez la armadura. Ves, ¡ya está, ya me la he puesto! A partir de este momento no eres más que un caballero muy amable que vive en mi pensión.

Este afán de independencia sacaba de quicio a Hayden. No había manera de contar con aquella mujer. En realidad, estaba flirteando con él incalificablemente. Le hacía confiarse y luego se retiraba. Le estaba resultando tan falsa como había sido Caprice aunque en él sentido opuesto: una Caprice que pretendía ser como un hombre, y que posaba de alegre compañera a la que nada interesaba el amor cuando no estaba pensando más que en eso. Caprice, en cambio, fingía que le interesaba el amor.

—Muy bien —dijo Hayden ladinamente—. Volvemos a ser sólo unos simples conocidos, muy correctos y atentos pero nada más.

—Eso es.

—Y nada de tonterías sentimentales.

—En absoluto.

—Perfectamente. De manera que, como ya somos sólo como dos hombres, no hay ningún inconveniente en que vayamos juntos a Venecia.

—¡Qué ocurrencia!

—Comprenderás que es la consecuencia lógica de lo que has dicho.

Le pareció que Olivia le oía desilusionada cuando se puso a hablar del nuevo automóvil que habían comprado los Dodsworth. Le hablaba de esto como lo habría hecho con un amigo. Regresaron a las Tre Corone sin hablar apenas y la acompañó hasta la puerta de su habitación. Cuando ella la abrió, Hayden vio por primera vez el interior.

Nada tenía de polvoriento ni de doctoral. Cubría la cama una colcha de lo más femenino y encima de la cama sonreían unos angelitos. Le cogió la mano y le dijo apasionadamente:

—¡Olivia, vamos a Venecia! No seamos ridículos. No podemos despreciar las pocas alegrías que nos ofrece la vida. Tenemos que descubrir juntos esa maravilla que es Venecia.

—Es que si fuésemos juntos… entonces… no, por favor.