10

Al norte de Florencia, hacia las montañas, Fiesole aparece posada en su cumbre como un águila monstruosa con su campanario como un cuello estirado. Domina la llanura del Arno, o sea, Florencia, y nos está recordando que fue hace dos mil quinientos años una ciudad etrusca formidablemente amurallada. Por entonces, Florencia era sólo un anónimo grupo de chozas de barro. Allá arriba fue donde las doncellas de Boccaccio pasaron el tiempo de la famosa epidemia escuchando canciones y cuentos indecentes.

A media milla de la plaza de Fiesole, en el borde norte del precipicio, está el pequeño albergue Raspanti. Desde las mesas situadas junto a las ventanas, los clientes pueden admirar el valle Mugnoni, que asciende en suave pendiente. Por él corre el río entre viñedos y campos de cebada, dejando atrás casas de labor con fachadas de yeso, tejados rojos y muros amarillos, con bien ventiladas loggias para el verano.

Hayden había comprado un pequeño automóvil italiano, lo que llaman un topolino, o sea, «ratoncito». Para acomodarse en él, se veía obligado a subir las rodillas a la altura de la frente, pero tenía un buen motor para las subidas y se adaptaba bien a las curvas en sacacorchos de las montañas de Italia y adelantaba alegremente a los enormes autocares azules. En este coche había ido a Arezzo, y a la antigua ciudad amurallada de Lucca. Ahora, a mediados de febrero, con la primavera ya inminente, se había puesto de un verde intenso la hierba entre los olivos y las mimosas desplegaban sus colores de canario. Olivia le había acompañado un par de veces —su obediencia seguía asombrando a Hayden— y hoy, en el Raspanti, parecía contenta de hallarse a su lado.

—Qué tranquilamente podría vivir una familia en una de esas casas de campo —dijo él cuando terminaron el pastel de fedora y pidió café y un strega.

—Pero por poco tiempo.

—Para siempre.

—Bueno, pero tendría que haber una buena combinación de autobús para poder ir a la biblioteca Laurentina y a los Uffizi —concedió Olivia.

—En un día de primavera como éste, en que se siente uno tan perezoso, no se me ocurriría ir a ningún otro sitio, ni siquiera a Egipto.

—Pues yo no soy perezosa. La actividad es mi única virtud, aunque quizá no sea una virtud extraordinaria.

—Olivia, tenemos que hablar, pero hablar en serio.

—¿Tú crees?

—Sí. Somos como dos barcos solitarios en la inmensidad del Océano Pacífico con los días vacíos y las noches inacabables bajo las estrellas. ¿Por qué no navegamos juntos?

—¿No has pensado que quizás esos barcos lleven rumbos opuestos?

—Pero se pueden detener un momento y acercarse el uno al otro para ver qué rumbo será mejor para los dos.

—Tus poéticas imágenes suenan a lo que mis vulgares estudiantes de Winnemac llamarían «declararse».

—Olivia, dices cosas que me chocan. Hablas de las fulanas de la antigua Grecia con una franqueza que le ruboriza a uno y sin embargo te asusta cualquier contacto natural amistoso… como éste. —Le cogió la mano a través de la mesa y ella se estremeció—. ¿Por qué eres tan anormal?

Olivia exclamó irritada.

—¡Anormal! Lo primero que debes pensar es que nada sabes de mí. Puedo tener vínculos que tú no te figuras.

—Lo dudo. Veo tu correo en la mesa del vestíbulo. Ya sé que está mal, pero me avergüenzo cuando lo hago. Si hay alguien que te atrae, es probablemente un ser imaginario. Sí, como mi obsesión con… Nunca te he hablado de mi mujer. En realidad, apenas he hablado de ella con nadie. Sólo te he dicho que se mató en un accidente de automóvil y este dato es muy importante porque a veces tengo la impresión de que la he matado yo por conducir sin el suficiente cuidado y esto me ha creado un grave problema de conciencia. Ahora creo que me he librado ya de eso y me doy cuenta de que he estado revolcándome en un melodrama de remordimientos cómo un niño que se asusta a sí mismo dibujando arañas. Por lo menos ahora pienso en su muerte con bastante objetividad.

»Honro su memoria. Era una mujer muy animosa y de ingenio vivo aunque no tenía la cordialidad casi conmovedora de esa pareja que has conocido, los Windelbank. —Caprice los tenía en poco; para ella eran dos personas muy vulgares—. Era lo que llamamos un pájaro azul. Siempre alegre y dispuesta a animar a los demás. Pero sólo le gustaban de mí las cosas más superficiales: el tenis, la natación y al principio mi habilidad de bailarín, pero luego me fui cansando de beber tantas combinaciones y de tanto cacareo de mujeres y fui perdiendo mis virtudes sociales y deportivas. A Caprice nunca le gustaron mis buenas cualidades.

—¿Tienes muchas?

—Sí, las tengo. Como sabes, se puede contar conmigo, soy puntual y un buen arquitecto de casas feas. Ya sé que ésas son virtudes aburridas pero también tengo la convicción —y estoy dispuesto a luchar por ella—, de que los hombres pueden ser más que pescadores de truchas, que ha habido seres humanos capaces de construir San Miniato. Tengo mucha más imaginación que tú sobre las posibles maneras de vivir.

—¡No me digas!

—Sí, y te insisto en ello. Buceas en la Edad Media para sacar de ella todos los datos exactos que puedas. Para ti es un trabajo, una tarea de tal a tal hora, pero yo en cambio estoy dispuesto a ponerme en ridículo sintiendo a la Edad Media dentro de mí como una cosa viva, como algo que está latiendo todavía dentro de nosotros. Tu… en fin, esa persistente aversión tuya al macho normal…

—Bah, ¡no digas más tonterías! ¡No quieras ahora lucirte con tus conocimientos psicoanalíticos como otras veces has querido presumir de conocer la vida de Lucrecia Borgia!

—Olivia, nunca te has permitido vivir. A Lucrecia no la odiaban por los envenenamientos de que fuera culpable, sino porque podía manejar tantos amantes. ¿Por qué no la imitas, en vez de limitarte a desenterrar los pobres y adorables huesos de su tumba de papel? No niego que eres encantadora, pero en realidad no eres mucho más que una experta especialista que investiga sobre el método más rápido para enseñar a hacer punto.

—¡Bah!

—Hay una muchacha norteamericana, de mi misma ciudad, que anda por Europa y que se llama Roxanna; una pelirroja que ha cometido la tontería de querer aclimatarse al ambiente de una pandilla de snobs del arte. Es muy indisciplinada y no sabe si Borgia fue un duque o un suburbio y, sin embargo, te aseguro que tiene muchas más probabilidades que tú de llegar hasta el corazón humano, pecador y glorioso, de la vieja Europa. ¡Procura vivir tú también, mujer!

—Te disparas con tanta facilidad como una pistola del Oeste. Pero eres muy ingenuo.

—Ya me lo has llamado otra vez.

—¡Naturalmente! Es una ingenuidad creer que todas las mujeres han de ser como esas chicas universitarias que están siempre besuqueándose con los compañeros. —Y añadió con despecho y algo que podía parecer celos—: Como, por lo que dices, debe de serlo esa Roxanna de que me hablas.

—Ella no es así, ni necesita serlo. Sí, confieso que mi temperamento es el de un hombre del Oeste. Nunca me tomo él desayuno si no lo he cazado yo mismo a lazo. Y, sin embargo, en mi actitud hacia las mujeres reprimidas y frías, soy exactamente igual que Nat Friar o Ugo Tramontana. Para nosotros son monstruosidades.

—No sabes de lo que estás hablando. Y lo malo es que ni siquiera dices groserías como cualquier chico cuando habla de mujeres. Preferiría oírte decir barbaridades.

Olivia se levantó. Erguida en su vestido de nylon azul, parecía una estatua de la ira. Hayden pensó: «¿Quiere que sea grosero? Pues lo seré. Presume tanto de armadura que cualquier buen arquero no podrá resistir a la tentación de disparar contra ella. Veamos si es humana». La rodeó con un brazo apoyando la otra mano en un hombro, y la redondez de éste le alegró la palma.

No le pareció rígida y mojigata sino aún aterrorizada. Sollozó como cualquier chica herida ante la grosería de un antiguo buen amigo:

—¡Oh, no… por favor, no!

Hayden sintió una súbita compasión por ella. La soltó y Olivia se dejó caer en su silla. Tenía el rostro arrebolado por la emoción y empezó a hablar trémula:

—Si, hay algo… es verdad. Reconozco que no soy natural con los hombres más jóvenes que el profesor Friar. Pero hay un motivo. No tengo yo la culpa… Me hicieron así.

»Yo tenía veinte años pero, a pesar de mi juventud y de mi inexperiencia, me creía muy sensata. Era un prodigio. Terminé el bachillerato a los dieciocho años y el título a los diecinueve. Estudiaba en una gran Universidad y preparaba mi doctorado mientras daba clases y le repasaba los temas al profesor Vintner. Creía saberlo todo de los vicios, las seducciones y los engaños galantes en la Edad Media, pero nunca había tenido tiempo de conocer estas cosas en la realidad. ¡Y puedes creer que no me faltaban invitaciones! En fin, conocí a Cellini perfectamente pero nada sabía de ningún chico concreto de los muchos que me rodeaban.

»Leslie Vintner, el querido profesor Vintner, estaba especializado en historia europea desde el 450 al 1750. Era alto, de ojos grises y de aspecto un poco basto pero hablaba con extraordinaria elegancia e ingenio. Era muy sabio y muy inteligente; había estudiado en Montpellier, Roma, Berna, la Sorbona… Me leía en voz alta la poesía provenzal, esos deliciosos poemas sobre rosas, prados en mayo y amantes que suspiran. Pero a la vez que la historia conocía al detalle todas las diversiones del moderno París. Decía conocerlas demasiado. Hablaba con toda naturalidad de vinos franceses, baronesas, baccarat y las canciones de Josefina Baker… Desde luego, tenía una esposa cauta, vulgar y regordeta, con una pequeña renta.

»Vintner me animó mucho en mis estudios. Solíamos sentarnos juntos en el grasiento sofá de cuero de su despacho bajo una reproducción de un Fra Angélico y fumábamos y bebíamos té con ginebra y él me aseguraba que me convertiría en una Madame de Sévigné de nuestros tiempos. Yo iba a ser poeta, erudita, gran belleza internacional, y Gabriele D’Annunzio volvería de su perfumado infierno particular para adorarme.

»Leslie y yo nos sentíamos muy superiores al mundo universitario en el que vivíamos. Éramos paganos, espíritus alados del Alto Renacimiento aunque era una pena —y él lo decía de un modo conmovedor, porque era un artista para imitar un auténtico sollozo— que su antipática esposa le estuviera cortando las alas y sólo pudiera resplandecer con sus plumas, que tenían todos los colores del arco iris, cuando estaba en mi dulce y lánguida presencia.

»La verdad es que yo le adoraba. Por entonces era yo una chica inocente y saludable que anhelaba aprender y superarse. Me sentía capaz de la mayor devoción y de los mayores sacrificios. Lo mismo podía haber asesinado si él me lo hubiese ordenado que lavarle alegremente sus camisetas. Escribía sonetos sobre su personalidad pero me daba vergüenza enseñárselos. Me desviaba de mi camino para pasar frente a su casa por las noches y si celebraban allí alguna fiesta y oía reír a la gente, sentía unos celos tan agudos que me dolía el estómago. Mi adoración por él era tan grande que llegué a guardar en mi bolso las colillas de sus cigarrillos franceses y de vez en cuando las sacaba y las besaba.

»Así, es natural que hiciera de mí lo que quiso cuando tuvo a bien dar por terminada la tortura a que me sometía. ¡No debió matar algo tan joven y tan leal como era yo entonces!

»Al poco tiempo, empezó a impacientarse conmigo. Olvidé todo lo que había aprendido de historia. Yo creía ingenuamente que Vintner cumpliría todas sus promesas. Estaba segura de que nos descubrirían y nos expulsarían a ambos de la Universidad. Entonces iríamos a vivir en cualquier rincón y yo le haría la comida y le cuidaría. Luego llegaría el día en que se divorciase y se casara conmigo. Las autoridades universitarias comprenderían que éramos unas almas medievales insobornables y valerosas y volverían a darle una cátedra. Viviríamos felices todo el resto de nuestras vidas y… en fin, ya te puedes figurar todo lo que él había prometido y todo lo que yo había creído a ciegas.

»Mi insistencia en recordarle todo esto, le sacaba de quicio. Además, yo entonces no era frígida y despectiva como ahora en que soy capaz de rechazar a caballeros como el señor Chart o el príncipe Ugo. No, entonces era yo de un apasionamiento inagotable, casi jadeante. ¡Pobre Leslie! Se libró de mí por las buenas. No anduvo con indirectas aunque debieron de irritarle mis sollozos.

»Me dijo claramente que nunca había pensado en mí más que como en una tonta sentimental, incapaz de retener en la memoria las fechas exactas, con un estilo literario confuso y que le fastidiaba a todas horas llamándolo por teléfono. Además, no le resultaba atractiva, al contrario, siempre pensó de mí que era fea y huesuda, y le molestaba mucho la naturalidad con que yo le demostraba mi apasionamiento.

»Aun antes de que dejase yo de sollozar, mientras todavía me llevaba a la nariz mi basto pañolito de algodón, me juré a mí misma que nunca más revelaría una pasión que sintiera. Es más, que jamás sentiría una pasión. Y nunca he vuelto a sentirla. He dominado mis sentimientos como a unos soldados amotinados. Y ahora, a fuerza de ejercitarme en ello, la frigidez se me ha hecho natural. ¡Para toda mi vida!

Se levantó lentamente y también lo hizo Hayden.

La besó en la mejilla muy levemente y suspiró:

—¡Pobrecilla! ¡Qué experiencia tan horrible! —Y hasta que no estuvieron en el topolino no añadió—: No sería tan ridículo como crees que nos casáramos. Los dos somos huerfanitos perdidos. Podríamos buscar juntos la Ciudad de la Paz.

Por un segundo apartó del volante la mano derecha para coger la de ella y por un segundo le devolvió Olivia la presión, pero respondió resuelta:

—Hayden, no me creo capaz de casarme con nadie. Creo haber controlado mi exuberancia natural, pero como esposa sería demasiado absorbente. Además, soy ambiciosa, aspiro a alcanzar un elevado puesto en la enseñanza. Sin embargo, eso podría vencerlo; lo malo es que si lo abandonara para casarme, mi ambición se concentraría entonces en mi pobre marido y estaría siempre impulsándole a emprender cosas superiores a sus posibilidades, a tratar a las personas más influyentes y a meterse en los tinglados más sensacionalistas. Aunque te parezca mentira al ver cómo soy ahora, estoy completamente segura de que me convertiría en una esposa dominantona que no dejaría ni respirar a mi marido. Me he convertido en una sabia helada y en este aspecto no estoy descontenta de mí misma. Así es como quiero vivir. Aunque confieso que si, a pesar de todo, acabara enamorándome de alguien… ese alguien bien podrías ser tú, Hayden.

—¡Estupendo!

—Eres amable, pero no obsequioso, que es lo que más me molesta. Y me encanta que seas tan joven y crédulo. Estás convencido de que Bertrán de Born fue una espléndida figura de un tapiz viviente y no la pregunta III, sección 2.a, del programa de Historia de Europa. Creo que ser tu mujer podría resultar agradable. Pero te prevengo que soy una dínamo y no ofrezco seguridad alguna para un hombre tan normal como tú. ¡Ten mucho cuidado!

Cuando se separaron en el vestíbulo de las Tre Corone, Hayden la besó en la mejilla. Ella le apretó un brazo y respirando profundamente volvió hacia él su cara marfileña. Luego huyó.