Hayden, vestido respetablemente, había estado viendo una película norteamericana y le había parecido muy extraño oír a un actor de Ohio expresarle su amor a una compatriota suya en ardorosas frases napolitanas. Entraba silbando bajito cuando se detuvo sobresaltado al encontrarse de repente con Olivia que cruzaba el vestíbulo envuelta en una vaporosa negligée con muchos encajes en torno al pecho. Llevaba bajo el brazo una bolsita con la esponja, el jabón y la toalla y un camisón limpio.
Se quedó turbadísima con el encuentro. Temblaba un poco al decir:
—Voy a aquel cuarto de baño… Está ocupado el otro que suelo utilizar… Desde luego, tengo baño particular, pero no funciona. Puede usted creerme: no estoy acostumbrada a pasearme desnuda por el vestíbulo. Yo… bueno, discúlpeme, señor Chart.
Con la turbación, había dejado de tutearle.
Hayden atacó:
—¿Y qué importa todo eso? ¿Por qué te preocupas tanto de la proximidad de un macho? ¿Por qué eres tan absurdamente virginal, Olivia?
—No digas eso.
Se le había encendido el rostro y jadeaba.
—Sí; eres anormalmente virginal.
—Eso es una tontería… no soy… bueno, es natural que me impresionen un poco estas cosas por la vida monjil que llevo aquí.
La superior doctora Lomond estaba indefensa. Hayden se sintió brutal. Comprendía que sus modales eran pésimos, pero Olivia había estado tan insoportablemente orgullosa la noche del Camillo que Hayden no podía contener su afán de venganza. Además, con aquella suave seda oriental resultaba muy interesante, por no decir otra cosa.
—Querida Olivia, a menudo me das buenos consejos para que no sea un erudito aficionado. Pues bien, no puedo resistir la tentación de aconsejarte que le eches un poco más de sal a la vida. Ven conmigo a una sala de fiestas y bailaremos. Incluso podrás reírte un poco. No seas una santa aficionada.
—Quizás… en fin, ahora tengo que…
Sintieron que se cerraba la puerta del cuarto de baño número dos y que habían abierto los grifos. Hayden dijo:
—¡Te han cortado la retirada por todas partes! ¡Tenemos el incendio de la selva detrás de nosotros y delante los leones de la montaña! Ven a mi cuarto para que esperes tranquilamente hasta que ese cerdo haya terminado de zambullirse… No te preocupes por la moralidad, porque dejaré la puerta abierta. No temas.
—Sería absurdo que tuviese miedo de ti ni de ningún otro hombre.
Pero el rubor que teñía su piel marfileña había desaparecido. Le volvía su palidez extraña.
—Voy a esperar en mi propio cuarto. Gracias.
Le temblaba la voz.
En su mirada había una expresión de desamparo que Hayden nunca esperó ver en ella —el desamparo natural en una muchacha, en una mujer—. Y añadió suplicante:
—Por favor, eres muy amable, pero creo que la señora Manse está deseando convencernos de que sigue siendo una señora del Lancashire con todos los prejuicios de esas señoras y no creo que tolerase nuestra charla en tu dormitorio.
—Buenas noches, querida. Lamento que el enemigo haya capturado todos los baños. Buenas noches.
Hayden, ya en su habitación, estuvo pensando que Olivia, traicionada por la vaporosidad de la seda, resultaba tan femenina como lo había sido Caprice. De todos modos, aquel encuentro la había herido en su orgullo y por esto la compadecía. Compasión de donde nació su cariño por ella.
A la noche siguiente, a la hora de cenar, Olivia lo miró con una cierta intimidad. Su mirada tenía algo de súplica y, sin embargo, cuando le sirvieron el café estaba tan segura como siempre de sí misma y casi más grosera que de costumbre con Vito Zenzero cuando éste se acercó melindroso para preguntarle:
—¿Le han gustado a la professoressa nuestras hermosas alcachofas?
No parecía haber ocurrido nada y, en efecto, nada había ocurrido. Hayden se vio de nuevo arrastrado a la vida vacía de la Colonia americana tratando de enterarse de hasta qué punto eran inocentes estos famosos Inocentes en el Extranjero y por qué se hallaban en el extranjero y no en su patria.
Frecuentó menos a los estudiantes norteamericanos y a los hombres de negocios italoamericanos y mucho más a los brillantes vagos de la Colonia, la pandilla de los Dodsworth con sus salas Luis XVI, sus chóferes y su magnánima hospitalidad para los pobres colonos que sufrían el martirio de no tener chóferes.
Muchos de estos colonos se contentaban con ir a algunos cocktails donde charlaban con unas amables amistades, o jugar un poco al bridge, cenar siempre fuera, leer las últimas novedades de librería que les enviaban de los Estados Unidos, visitar una vez al mes un museo o una iglesia y, en resumidas cuentas —aunque sin saberlo—, lo único que hacían era esperar a morirse. Hayden no estaba dispuesto a esperar a la muerte. No hacía mucho tiempo que había pasado por casi todas las angustias del morir y estaba absolutamente decidido a emplear todas sus energías y toda su curiosidad en mantenerse conscientemente vivo y en aumentar su caudal de vida en una nueva carrera o en una docena de carreras nuevas.
Estaba convencido de que los norteamericanos podían hacerlo como lo hicieron en su tiempo los Padres Fundadores. E incluso en el más lánguido e indiferente de los colonos florentinos, descubría Hayden el buen metal norteamericano.
El novelista Henry James no hacía más que asombrarse ante el espectáculo de sus compatriotas que vivían en el extranjero y de lo extraños que resultaban cuando se movían por las casas de campo inglesas, las villas toscanas o los campos de Roma, y le parecían conmovedores estos norteamericanos que trataban de adaptarse a la corrección de los europeos.
Pero la verdad es que nunca llegó a saber Henry James lo extrañísimos que son los nativos de los Estados Unidos cuando viven en el extranjero. No pudo conocer a ningún reportero de radio ni oyó hablar a un magnate de la American Oil Company en la Via Veneto sobre su Texas natal. A los americanos les electrifica la curiosidad y ésta ha desorientado tanto a los extranjeros como al propio Henry James y les ha hecho atribuirles una reverencia provinciana ante la cultura europea. De esa admiración reverencial se libraron sus antepasados a la vez que de sus trajes nativos.
Si una reina llega a los Estados Unidos, las multitudes invaden los muelles o los andenes de las estaciones y los corresponsales británicos se regocijan: «Ya lo ven ustedes: nuestros primos norteamericanos respetan a la realeza tanto como nosotros».
Pero lo cierto es que los estadounidenses están hartos de leer sobre las reinas desde su infancia. Lo que desean es ver una reina auténtica y viva una vez —como quien dice, para conocer la demostración práctica—, pero si llega otra a la misma ciudad a la semana siguiente, aunque lleve un séquito mucho más numeroso y una corona dos veces más deslumbrante, sólo irán tras ella un par de chiquillos y algún anglófilo.
Los norteamericanos quieren ver a una estrella de cine, una jirafa, un avión a reacción, un asesinato, pero sólo uno de cada clase. Agotan el tema del último rascacielos, del general famoso, del predicador evangelista y del dramaturgo genial en una sola semana y a la hora siguiente ya los han hecho polvo para tener siempre libre el título de lo mejor o lo más grande para las celebridades o las novedades que vayan apareciendo.
Y cuando están en el extranjero no son muy diferentes. A pesar de los muchos años que se había pasado en Europa, Sam Dodsworth seguía siendo el típico hombre del Oeste Medio. Se le notaba en seguida en su rápida mirada llena de buen humor, su desprecio por los escaladores sociales, su voz monótona, su afición a los cereales, su convicción de que si conocía a un forastero y le resultaba simpático, podían ya considerarse amigos desde ese instante. Hacía que le cablegrafiasen todos los años el resultado del partido de rugby Yale-Princeton; y a su esposa, más italianizada que él, le divertía que a veces llamara a alguna condesa «missus».
Y Hayden Chart, mucho más joven que Sam, aunque escuchaba con delectación la música de las antiguas cítaras que parecían sonar en los amarillentos libracos, y mientras pensaba en la posibilidad de ir a las islas de las Especias y llegar ante las mismísimas puertas de China esmaltadas de rojo, se conducía por otra parte cínicamente respecto a sus compatriotas hembras que manifestaban una excesiva reverencia por las eminencias grises o por las grises torres. Lo mismo que Dodsworth, tenía una elevada opinión de los hospitales norteamericanos, de los trenes ultramodernos y de la resistencia de los demócratas a decapitar a todos los republicanos.
La sencilla miss de Henry James se había convertido en la jovencita del bar del Ritz, y su joven pretendiente norteamericano —que en las novelas de James se disculpa por haber sido educado en la rústica inocencia de Harvard en vez de la cortesanía bizantina del tradicional Oxford— ha sido sustituido por el comandante de aviación norteamericano que suele ser considerado en África, Arabia, China y París como el Milord de nuestro tiempo.
Hayden descubrió que la colonia norteamericana en Florencia se consideraba como una comunidad que se bastaba a sí misma y que poseía un significado trascendental. Los colonos que llevaban en esta ciudad cuarenta años, miraban por encima del hombro a los que sólo habían vivido allí diez años, los cuales a su vez miraban despectivamente a los que sólo tenían un año de residencia y éstos miraban con lástima a los que sólo hacía un mes que habían llegado; quienes, a su vez, se daban aires de superioridad y abrumaban con consejos e informaciones a los que tan sólo hacía una semana que llegaron. La Colonia constituía una décima parte del uno por ciento de la población de Florencia. Los problemas y las pretensiones del más interesante de estos voluntarios expatriados interesaban a Hayden muchísimo menos que su propia vida secreta.
Lo mismo que un caballero italiano de la misma edad de Hayden puede hacerse una nueva personalidad en los ranchos y las minas de Colorado, así desarrollaba Hayden una nueva personalidad en un mundo italiano, igualmente peligroso, formado, entre otras muchas cosas, por la enrevesada gramática, los triforios góticos y el misterio de Olivia camino del cuarto de baño. Así como el mercenario Colleoni atacó una vez la fortaleza del corazón de una muchacha, así atacó Hayden la historia de Colleoni y todo aquel insensato lío medieval de guerras y dinastías.
Amaba a esta Italia precisamente por lo extraña que le resultaba. En su celda tan incómoda nunca añoraba, como los demás exiliados, el lujo y el espacio de su casa, no echaba de menos la chaise-longue ni sus colecciones de novelas policíacas ni el garaje con calefacción ni la preciosa mesita del desayuno puesta al sol en el porche. Florencia barría todo eso. No había nostalgia que resistiera al espectacular desfile de guerreros, al profundo sonido de las campanas, a las torres disputadas, a las formidables espadas y las torturas horribles.
Se creía capaz de superar la mera acumulación de datos históricos. Aprenderse un catálogo con los nombres de los pintores y las batallas estaba al alcance de cualquier turista, pero Hayden deseaba convertir su escasa erudición en una sólida estructura donde apoyarse convirtiéndola en un rótulo que le indicase el camino por donde había marchado la humanidad.
Con Henry Adams, procuró ver la misma elevada ambición en las catedrales góticas que en los himnos góticos y la misma gracia y luminosidad en los palacios y en las villas del Renacimiento que en la escultura y en las canciones de esa época. Trató de relacionar todo ello con su profesión de arquitecto.
En Florencia seguían pareciéndole convenientes y bellas las casas georgianas de ladrillo que eran sus favoritas en Newlife, aunque no las hubiese querido construir en Italia. Y también estaba convencido de que la solidez y majestuosidad de las viejas murallas romanas y de las columnas clásicas no daban una impresión de belleza tan imperial como las torres del Centro Rockefeller de Nueva York.
En Newlife había anhelado siempre que surgiera algo inesperado y alguna conversación que no desarrollara siempre las mismas estupideces y vulgaridades, de manera que a las dos primeras palabras podía ya predecir todo lo demás que iban a soltarle. Se dio cuenta de la intensidad de este afán suyo cuando lo llamaron al teléfono de la pensión, que estaba en el office, y oyó una voz masculina norteamericana que decía entre risas:
—Apuesto lo que quieras a que no tienes ni idea de quién soy.
—No, no sé.
—Bueno, hombre, haz un esfuerzo.
—¿Es el señor Dodsworth?
—¡No, no, no, no! Debía hacerte rabiar un poco y castigarte por olvidar tan fácilmente a los viejos amigos, pero te voy a sacar de dudas. No quiero que sufras más: soy Bill Windelbank, de Newlife.
Claro, era un dentista intelectual que, lo mismo que Roxanna Eldritch, le había insistido mucho para que probase las delicias de Europa. Pero Hayden pensó inmediatamente —y se avergonzó de haberlo pensado— que no tenía ni el menor deseo de ver al doctor William Windelbank ni a su lista esposa. ¿Tendría que presentarles a Olivia, Nat Friar, los Dodsworth?
Le aterraba la idea de oír a los Windelbank explicar a Sir Henry Belfont, dándose mucha importancia y sin omitir detalle, la barbarie italiana de empeñarse en no confeccionar las especialidades norteamericanas flapjacks y doughnuts y empeñándose en darle al cordon bleu de Belfont esas recetas. O diciéndole jovialmente a Nat Friar: «Prof, supongo que no dejarán que Hay les apabulle a ustedes con su intelectualidad. Allá en nuestra ciudad no lee más que revistas de historietas y se acuesta a las nueve y media como todos nosotros. Siempre le encantó darse importancia y pasar por un hombre que lee cosas profundas. Reconócelo, Hay».
Pero a pesar de estos temores, estuvo cordial con su paisano.
—¡Qué sorpresa! Creí que Jean y tú sólo ibais a estar fuera cinco semanas y ya debéis de llevar por lo menos cuatro meses. ¡Vaya tipos que estáis hechos!
Bastó que le llegara un toquecito de su tierra para que sintiera renacer en él automáticamente la campechanía y su falta de vocabulario.
—Así es, muchacho —se jactó Windelbank—. Cuatro meses, diecisiete días y nueve horas y media hace que salimos de ese puertecillo que llaman Nueva York. Pero apenas desembarcamos de la lancha en que cruzamos el charco cuando empezamos a ver cosas tan buenas que nos aficionamos y le dije a Jean: «Sólo se vive una vez, chica, y aquí en Europa se come mucho mejor de lo que esperábamos, y nunca vamos a volver…». ¡Imagínate, con tantas cosas importantes como nos quedan por ver! —por ejemplo, Brasil y Nova Scotia—. Así que voy y le digo a Jean: «Vamos a tirar la casa por la ventana y nos quedamos aquí cuatro o cinco meses».
»Pero ya nos hemos hartado. No te niego que la comida es deliciosa pero no se le queda a uno en el cuerpo lo bastante ni alimenta la reserva de sangre maxilar como un buen bistec del Colorado. De modo, chico, que rematamos el asunto con dos días en Florencia y tres en Roma, lo que habíamos pensado al principio. Ya estuvimos un par de días en Venecia pero no creas que nos ha gustado mucho. Muy pintoresco, eso sí, pero horriblemente descuidado todo y sucio. Donde hemos pasado más tiempo ha sido en los países escandinavos y en un laguito estupendo que encontramos en el Norte de Inglaterra. Sólo por eso, Hay, merecía la pena el viaje porque era igual que en nuestra tierra. De modo que ya sabes, aquí sólo dos días, Hay. Tú dirás qué hacemos.
Hayden vio con horror que los Windelbank esperaban que se pasase los dos días con ellos proveyéndoles de comida, transporte, intérprete, orientación artística… en fin, tendría que responder con toda sencillez y aparente exactitud a las preguntas que le hicieran sobre el peso del Duomo y demás joyas arquitectónicas, recitarles las biografías condensadas —pero sin saltarse las principales fechas— de los principales ocupantes de todas las tumbas de todas las iglesias e informarles del número exacto de miembros de todos los partidos políticos de Toscana.
«¿Y por qué no he de hacerlo?», se reprochó a sí mismo. «Lo mismo harían ellos por mí, aunque yo, sobre todo entonces, no quisiera que me acompañaran».
De todos modos, eran demasiado amables y leales con él para que intentase eludirlos. Así que dijo con un entusiasmo que hubiera podido parecer auténtico:
—¿Qué te parece si os voy a recoger y os llevo a cenar por ahí esta noche?
—Hombre, Hay, has tenido un buen detalle. No sabes cómo me alegro que me lo digas porque Jean —ya sabes lo escamosas y cotillas que son las mujeres— me dijo: «Lo más probable es que Hay ande metido con los snobs de aquí y no quiera codearse con personas tan corrientes como nosotros». Ya te figurarías cómo me puso. Le dije: «Ni que lo pienses. Me sé de memoria el carácter y la manera de ser de Hay. Todas esas fantasías y humos de intelectual que tiene son sólo para presumir, pero en el fondo es un buen chico del Oeste. Un hombre sencillo y alegre como todos nosotros».
Como castigo por su pecado de haber pensado un instante librarse de ellos, se encontró Hayden a la hora de cenar con que el doctor Windelbank se había fijado en muchas cosas que a él se le habían pasado por alto en su viaje: los itinerarios del Metro de París, lo que ganaban los «botones» en Bélgica, la potencia de los taxis de Londres… El dentista estaba muy orgulloso de sus descubrimientos. A su lado, Hayden se sentía envejecido y desorientado así como Sam Dodsworth le había hecho sentirse crédulo, jactancioso e infantil.
La cena resultó bien y el nuevo vestido de noche gris de Jean Windelbank era muy bonito. A Hayden le asombró interesarse tan vivamente por las noticias que le daban los Windelbank, los cuales habían sostenido una correspondencia asidua con sus paisanos durante todo el viaje: que la nueva dentadura postiza superior de Mary Eliza Bradbin le había quitado todas las arrugas que le rodeaban la boca; que el doctor Crittenham había comprado un nuevo «chevroletito» precioso en dos tonos de color; que Bobby Tregusis, el sobrino del primer marido de la primera mujer de Chan Millward, había logrado un empleo estupendo en la compañía telefónica de Cripple Creek.
Y en París habían visto los Windelbank a Roxanna Eldritch.
—Le telefoneé. Al principio no acertaba quién era yo, pero luego se puso contentísima al reconocerme. En fin, yo diría que se alegró de verdad. Es una pena ver a una chica que vale tanto como ella tan lejos de Newlife entre esos extranjeros tan raros y tantos peligros para la moralidad. Nos invitó a cenar —fue una cosa colosal— en un restaurante parisiense de los buenos, de los que los turistas ni siquiera saben que existen. Su especialidad eran los riñones. A mí, en casa, nunca me entusiasman los riñones pero, chico, allí los hacen de una manera que te chupas los dedos.
»La dueña era una señora muy elegante. Hablaba muy bien el inglés y me dijo: “¿Son ustedes americanos, verdad?”. Y yo le dije: “Sí, ¿cómo lo ha adivinado usted?”. Entonces se rió con todas sus ganas y dijo: “¡Oh!, yo adivino siempre esas cosas”. Y yo le dije: “Le puedo asegurar a usted que nunca, ni siquiera en los Estados Unidos, he comido jamás un riñón tan exquisito”.
»Pues, verás, le dije a Roxy: “Espero que seguirás siendo la misma joven amable, natural y sin estropear que eras en nuestra tierra, aunque tenías que andar siempre entre reporteros y políticos”. Y entonces ella me dijo: “Doctor Bill, ninguna chica puede estropearse si se ha educado con las normas morales de Colorado y espero ser todavía la margarita de los montes y no la apestosa orquídea”.
«Qué diablillo. Le enviaré un libro de Maquiavelo», pensó Hayden con admiración.
Pero este ambiente de simpatía se fastidió con la rivalidad turística. Hayden descubrió entonces que hay un sistema de valoración para los que recorren países extranjeros: ver una catedral por completo vale, digamos, once puntos y verla sólo por fuera, cinco; mirar un segundo cada cuadro de un gran museo son trece puntos, visitar una aldea perdida en las montañas que nunca visitan los turistas, diecisiete; cenar en un restaurante célebre vale seis puntos, pero si el turista lo descubre por sus propios medios, entonces puede apuntarse nueve.
De acuerdo con este sistema de valoración tan sensato para medir la intensidad turística, los Windelbank habían conseguido por lo menos cuatro veces más puntos que Hayden.
Como eran buenos amigos suyos, deseaban darle un desquite y lo ametrallaban a preguntas: ¿había visto el museo de las figuras de cera de Madame Tussaud, en Londres? Y en París, ¿se había «apuntado» la tumba de Napoleón y había comido pescado en Prunier? Ante sus repetidos «no» el dentista tuvo que renunciar a su interrogatorio y decir, apenado:
—¡Por Dios, hombre!, ¿qué has hecho en todo este tiempo? No acabo de comprender cómo puede nadie desperdiciar la ocasión de ver el museo de Madame Tussaud.
Hayden intentaba por todos los medios igualarse a ellos y trataba infantilmente de demostrarle cuánto había cambiado y lo europeizado que estaba. Habló en italiano con el camarero —que pareció comprender algunas de las palabras que le dijo—, pero estos alardes no servían con los Windelbank, que ya habían establecido firmemente su superioridad cultural y se permitieron llegar a unas cuantas conclusiones científicas dándose bastante importancia.
Los ciudadanos de Bolonia —donde habían pasado tres horas— eran sin duda alguna mucho más alegres que los ciudadanos de Padua —dos horas—. Por toda Francia, la venta de los refrescos norteamericanos —gracias a la pureza de nuestros soldados que habían luchado en aquel país tan necesitado de tutela—, estaba acabando con la venta del vino francés. En Cannes —veintidós horas— llueve durante todo el año sin parar y los Windelbank habían advertido al gerente del hotel que hacía muy mal quedándose allí. Era absurdo que un hombre tan simpático se pasara la vida en un sitio tan triste y lluvioso como Cannes en vez de disfrutar del clima de Newlife, en Colorado.
Pero perdonaron a Hayden su incultura turística y para demostrarle que no le guardaban rencor por lo mal que aprovechaba su vida le prometieron que enviarían su dirección y su número de teléfono a todos los turistas con quienes habían trabado amistad a lo largo de su viaje. Como quiera que la mayoría de ellos pensaban visitar Florencia muy pronto, encontrarían en Hayden un acompañante ideal. Avisarían en seguida a aquella deliciosa pareja norteamericana que habían conocido en Glasgow —el marido se dedicaba a fabricar ladrillos, de modo que Hayden y él podrían aprovechar el tiempo hablando de los intereses profesionales que tenían en común. Y ella, la esposa, era una mujer encantadora: le gustaba leer en voz alta la guía—. Hayden lo pasaría muy bien con los dos y para él sería un placer enseñarles Florencia. Y le enviarían también su dirección a aquel holandés tan divertido que sólo quería hablar de la pesca del salmón en Escocia, y un predicador de Chicago que podría explicarle a Hayden todo lo referente a la Iglesia Católica mientras visitaba los templos de Florencia. Y había mucha más gente, toda ella igualmente amena.
Hayden oyó heroicamente esta proposición sin pedir socorro pero aquella noche rogó a Olivia que le acompañase al almuerzo del día siguiente con los Windelbank. Antes se lo habría negado pero desde que la encontró indefensa en el vestíbulo envuelta en liviana seda, se mostraba ante él casi humilde y casi obediente. Aceptó aunque se permitió alguna molesta observación sobre la clase de gente que conocía Hayden en los Estados Unidos.
Pasó toda la mañana, hasta la hora de comer, cambiándoles los dólares y leyéndoles las páginas 400-426 de la décima edición del Baedeker correspondiente al norte de Italia y también fueron de tiendas: películas Kodak, unos cuellos de encaje y un sweater para Jean, la hija casada del matrimonio. No sería exacto decir que habían comprado un sweater para la joven Jean en todos los países de Europa… ya que nunca estuvieron en Albania.
También los orientó Hayden en su compra diaria de tres tarjetas postales en blanco y negro y cuatro en color.
—¿A cuántas personas envías tarjetas de un modo fijo, Hay?
—Pues así de un modo fijo, a nadie —reconoció Hayden y luego con aire culpable añadió—: «ni de ningún otro modo».
—¿Cómo que no? ¿Pero es posible que pierdas la mitad de la satisfacción que da un viaje, aparte de alegrar así las pobres vidas de la gente que no puede salir del país? —Y el doctor sacó del bolsillo de su chaleco una agenda dorada y malva—: Aquí tengo anotados los nombres y direcciones de mis cuarenta y siete amigos más íntimos, parientes, y pacientes que pagan bien y pronto. No pasa una semana sin que les envíe a cada uno de ellos una tarjeta desde algún lugar de Europa, siempre con algún mensaje optimista o dándoles algún dato útil; por ejemplo, la población de Italia. Y en este utilísimo librito también tengo la lista de cumpleaños que empleo en casa con los nombres, las fechas de nacimiento y los aniversarios de boda. ¿Cuántas tarjetas sueles enviar en los cumpleaños de tus amistades, en Navidad y en Pascua de Resurrección?
—Quizá no tantas como debiera —respondió Hayden mintiendo avergonzado. No podía confesar que odiaba esas tarjetas de felicitación standard con dos golondrinas y un antílope y la leyenda: «Donde quiera que estés o donde quiera que vayas y cualquier cosa que estés haciendo, en este día de fiesta pensamos en ti».
—Escucha, Hay, no debes cometer el fatal error de creer que porque te estés refinando en este viaje de gran lujo puedas permitirte abandonar a tus amigos. Me considero un buen dentista —mis puentes pueden ponerse junto a los mejores del país—, pero aún así sé que no llegaría a ninguna parte y que nunca habría conseguido ganar tres mil dólares al año sin contar con el cariño y la lealtad de mis amigos.
»Son ellos los que te comprenden, ayudan, y te recomiendan. No lo olvides ahora que vives entre estos extranjeros que no pueden o no quieren comprender lo que significa un verdadero amigo. Ten muy en cuenta que no me refiero sólo a la pandilla elegante que ves todas las semanas en el Kiwanis o en la iglesia o en el bar del Club de Campo y que pagan a su dentista a tocateja, sino a nuestros queridos compañeros de los buenos tiempos que la vida ha separado de nosotros pero a los que nunca olvidaremos y que, si por casualidad vienen a nuestra ciudad para una asamblea o algo así, lo primero que hacen es telefonearnos y visitarnos. Aquí encontrarás muchos intelectuales de ésos que tienen la cabeza llena de humo y que se pasan la vida hablando, pero los tipos como nosotros prefieren estarse calladitos para que no se note nuestra ignorancia. Entre ellos nunca encontrarás amigos de verdad como los que tienes en nuestra ciudad. ¡Nuestra tierra! Te diré que…
Bill Windelbank había entrado en una fase sentimental. Desapareció su tono agresivamente afirmativo y miró a Hayden como suplicante:
—¿Sabes? Jean y yo somos unos turistas bien curtidos y nos las arreglamos siempre para no sentir nostalgia de aquello, ni siquiera de nuestra hija Jean y de sus dos niños, ni de los algodonales que hay cerca de nuestra casa. Pero en este viaje hubo un momento… Estábamos en un local de París, un sitio muy alegre y de buen tono, y de pronto, no sé por qué, empezó la orquesta a tocar Home on the Range… ya sabes: «Donde nunca se oye una palabra descorazonadora». Pues bien, miré a Jean y ella me miró a mí y de pronto vi, como si los tuviera delante, los algodonales. Dios mío, sentí unas ganas tremendas de volver allí y encontrarme seguro en casa. Estuve a punto de llorar. Jean sí lloró.
Eran buena gente estos Windelbank, y qué cariñosos. Lo mismo que los Dodsworth. En cambio, Sir Henry Belfont no lo era ni Olivia tampoco.
Olivia se reunió con ellos en la terraza del Baglioni para almorzar y al instante surgió la situación vagamente temida por Hayden. Éste no pudo hacer callar al doctor el cual, para regocijo de Olivia, le llamaba Haysy-Daisy, y contó el episodio del que Hayden estaba más avergonzado porque aquella vez se portó como un vulgar matón y perdió el control como un histérico. Fue cuando amenazó con un revólver descargado a un subcontratista y el pobre hombre se desmayó con sus doscientas cuarenta libras de peso.
—Hay fue un mayor en la pasada Guerra Mundial y campeón de tiro de pistola —graznó el doctor Windelbank.
Hayden arrojaba lumbre por los ojos pero le pareció que Olivia le miraba casi con afecto y cuando regresaban juntos a la pensión, ella le dijo:
—Me gustas mucho más como profesional competente que como distinguido dilettante. Pero ¡esa gente me odia de una forma! Son muy buenos y caritativos, pero se creen autorizados para decirme cómo debo enseñar Historia, para decirles a Italia y Francia lo que deben hacer, para explicarle al obispo cómo debe rezar y a Dios cómo ha de escuchar las plegarias.