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Hayden convirtió su celda enyesada en un refugio íntimo y agradable, algo como un hogar para uno solo. Quizá fuera el primer hogar de verdad que había tenido en su vida. En su infancia, el «hogar» había significado para él la casa de su padre y, durante su vida de casado, sus tres sucesivas casas estuvieron saturadas con Caprice y los alborotadores amigos de ésta.

Compró de segunda mano un par de mesitas, un pequeño sillón rosado y una bamboleante estantería que había servido para poner botellas. En «Alinari» compró reproducciones en color de la Primavera, de la Gran Crucifixión —de Fra Angelico— y de un cuadro de Benozzo Gozzoli con sus cortesanos peregrinos dorados y carmesíes.

Se lanzó a recorrer librerías con verdadero frenesí. Compró historias de Florencia en inglés, gramáticas anglo-italianas y diccionarios, una Historia del Renacimiento editada en Cambridge y libros italianos que no podría desentrañar ni en dos años: Dante, Petrarca, I Promessi Sposi, de Manzoni, El Príncipe, de Maquiavelo, la Historia Florentina, de Giovanni Villani… En fin, se hizo una Universidad para su uso particular.

Comenzó inmediatamente a explorar Florencia, pero no como un turista boquiabierto y crédulo, pues Hayden Chart era arquitecto, un excelente arquitecto, y sabía por qué se habían construido los arcos y los contrafuertes. Se fijaba en los ornamentales balcones de hierro, y en pequeños huecos entre los edificios descubría diminutas callejuelas que conducían hasta alguna plazuela perdida con una pequeña iglesia muy antigua y muy santa donde se hallaba la tumba de algún platónico de grandes vuelos espirituales que en 1492 estaba descubriendo un Mundo Antiguo arriesgándose tanto en ello como Colón en descubrir el Nuevo Mundo.

Empezó a aprender con el mayor interés el italiano, un idioma que para los indocumentados sólo consiste en melodías y tra-la-la y damas mobiles y pregones de helados, pero que en realidad es tan espinoso, con sus perversos verbos irregulares y sus pronombres que tienen más excepciones que reglas, y sufijos que significan grande, bastante grande, muy grande, enormemente grande, pequeño, deliciosamente pequeño, feo, o completamente horrible, que los estudiantes que no poseen una formidable capacidad de resistencia renuncian a seguir aprendiéndolo en cuanto saben lo suficiente para el amor y para encargar una comida.

Intentó seguir los cursos de italiano en la Universidad, pero todo estaba en italiano desde el principio y esto era demasiado esfuerzo para un cerebro, ya algo endurecido, de treinta y cinco años. Probó una Escuela de Idiomas, pero le desanimó la compañía de aquellos estudiantes: mujeres anglo-norteamericanas que, después de estar haciendo de amas de casa en Florencia durante diez años, habían decidido enterarse de lo que estuvieron comiendo en todo ese tiempo; hombres de negocios, ingleses, que deseaban vender maquinaria británica, o las tías de los funcionarios estadounidenses de la Ayuda a Europa… Toda esta gente, interrumpía las clases para explicar lo que opinaban de Italia, y lo hacían con una urgencia que revelaba su convicción de que los nativos, desde los traficantes de drogas hasta el Presidente de la República, estaban esperando impacientes sus veredictos.

Hayden encontró, por medio de la señora Dodsworth, a una señora Pendola que le podía dar clases de italiano. Era una viuda gorda y vieja que padecía de bronquitis y de un corazón melancólico. Estaba siempre muy cansada y era muy pobre, pero poseía una voz como la de Eleonora Duse y su paciencia como maestra era inagotable. Hayden le tomó cariño y la trataba como si fuera su madre. Antes de dar clase, hacía que el camarero sirviera a la señora Pendola, en el salón, una taza de té, y ella declaró públicamente que el señor Chart era el norteamericano más amable que había existido.

Aparte de estas lecciones, Hayden estudiaba todos los días su libro de gramática, pero el idioma que ésta le presentaba parecía otra clase de italiano. Las palabras y las expresiones tan correctas que él iba sacando laboriosamente de su libro, casi nunca salían en la conversación corriente.

Las frases que aprendía con la señora Pendola, las ensayaba luego con la criada, Perpetua, la cual, a pesar de ser generosa no encontraba chistoso que el señorito americano, cuando tenía que pedirle que le cosiera un botón de la camisa, le dijese si hacía el favor de «guisarle un palo en la camisera». Y la verdad es que él pensaba en las palabras exactas pero la pronunciación le gastaba bromas pesadas. También ensayaba sus palabras nuevas en los restaurantes y en las tiendas. A los florentinos les agradaba que aquel extranjero quisiera aprender su idioma. Ésta simpatía con que le trataban fue un motivo más para que Hayden empezase a tomar afecto a estos hombres serios y serviciales y a estas mujeres de movimientos tan gráciles y seductores.

Al principio había creído que las mujeres italianas tenían las narices demasiado largas —pues las comparaba con la nariz standard de las chicas que ilustran las cubiertas de los magazines en los Estados Unidos—, pero no tardó en convencerse de que estas narices casi largas formaban parte de una gracia medieval y unas líneas huidizas que no podían lucir en los estilos neoyorquinos que hoy privan entre las italianas acomodadas, sino que requerían la fluidez de un vestido de seda que arrastrase una bella cola, un vestido verde pálido con adornos de plata y de pieles raras. Notó con satisfacción que la nariz de Olivia Lomond era un poquito más larga de lo que «suele llevarse» en Colorado y comprendió que si volvía a ver alguna otra vez en su vida la nariz chatilla y maliciosa de Roxanna Eldritch, la consideraría una nariz truncada y vulgar.

Tan rudamente como si lo hiciera en una estación de ferrocarril, Hayden abordaba a Olivia en la helada isla de su mesa e insistía en que saliera con él a dar un paseo. Ella consentía indiferente y, cuando caminaban muy juntos, obligados a ello por la estrechez de una callejuela, seguían en realidad tan separados como en la pensione. Hayden hacía todo lo posible —como suelen hacerlo todos los jóvenes de treinta y cinco u ochenta y cinco años— para convencerla de que era un individuo listísimo. Muy bien, ella podía saber todas las interioridades de aquellas belicosas familias que antaño luchaban desde estos torreones, pero él podía explicarle los cimientos que necesitaba una torre y cuánto se iban encogiendo con el tiempo y para qué servían esos agujeros cuadrados que hay en los muros.

Tanto progresó que Olivia llegó a tratarlo como un ser casi tan decente y capaz como Perpetua. Y no se burlaba de él… demasiado.

Con Olivia o solo, fue visitando las grandes iglesias —San Michele, Miniato, Santa Croce, María Novella, San Marco, el Battistero— y los museos hasta saber en qué se diferenciaba un Giotto de un Spinello Aretino. Empezó a comprender, un poco el simbolismo según el cual el retrato de un santo representaba, no sólo al santo, sino a un Medici, y por qué señalaba una estrella roja a Santo Domingo, y a darse cuenta de que un cuadro donde los dedos de los pies estaban mal dibujados y eran tan largos como los dedos de las manos y los niños aparecían como adultos enanos, podía sin embargo dar en su conjunto una impresión de éxtasis y delicada espiritualidad.

Pero también descubrió que el único sitio más frío que su habitación de las Tre Corone a las dos de la madrugada, era cualquier iglesia italiana que estuviera situada al norte de Nápoles, a las diez de la mañana de un día de febrero. La Madonna más rosada parecía azulada de frío cuando un aire traicionero subía de una cripta que se había ido enfriando cada vez más desde hacía siglos. Hayden admiró la resistencia física de los italianos. Tanto los ancianos como los niños —y, por supuesto, la gente de toda edad— seguían encantados oyendo la Misa mientras él tenía que salir a toda prisa a calentarse al sol.

En las grandes iglesias solía figurarse el comentario de Jesse Bradbin: «Pero ¿qué utilidad práctica tiene todo este arte antiguo?». E imaginándose que le contestaba, insistía en que le parecía improbable que un individuo que hubiese contemplado detenidamente San Michele o un Botticelli se permitiera —ni se lo consintiera a otra persona— convertirse en una simple ficha de una monstruosa burocracia como la de la Unión Soviética o la que amenazan ser los Estados Unidos y Gran Bretaña.

Además de todo lo antiguo y del Cementerio Inglés, donde yace Elizabeth Barrett Browning, y los barrios medievales tan poco cambiados por el tiempo como la placita de juguete Elisabetta, recorrió la moderna Florencia. Frecuentó unos doce restaurantes, tiendas donde vendían artículos de plata china, encajes y cuero repujado con incrustaciones en oro, así como el ambiente familiar de la Farmacia Angloamericana, y estudió los ritos de las tribus de los residentes americanos que frecuentaban Doney’s y Leland’s los salones de té a donde acuden lo mismo los borrachos más empedernidos que las más tranquilas chicas estadounidenses que han terminado sus estudios y están convencidas de que conocer Italia a fondo significa recorrer las calles de una ciudad y comer pasteles.

La Colonia americana se divide en tres partes: los que toman sus cocktails en Leland’s o en Doney’s, la reducida secta que lo toma en sus casas, bien al amor de la lumbre y de la plata vieja con un mayordomo y muchos invitados o, siguiendo la buena tradición de la pobreza bohemia, sentados en cajones en la cocina y utilizando una coctelera vieja; y, un tercer grupo más pequeño y sospechoso que no toma cocktails en absoluto.

El propio Hayden bebía diariamente un «americano» —sólo uno—, esa mezcla de vermut y cordialidad de que no oyen hablar los americanos hasta que llegan a Italia. Un florentino le habría hecho notar a Hayden que al definir una ciudad de palacios, museos y bares estaba prescindiendo de las nueve décimas partes de la comunidad viva que constituía Florencia: un mundo de la posguerra formado por obreros parados o enfermos en los hospitales; modestos funcionarios que sólo comían carne una vez al mes y sólo bebían vino en Navidad; ciudadanos reprimidos e interiormente irritados que odiaban a los extranjeros tan bien alimentados que se extasiaban ante una Madonna de Filippo Lippi y en cambio no se enteraban de que un descendiente de Filippo ejercía actualmente la noble profesión de basurero. Pero Hayden comprendía todo esto. Incluso en plena prosperidad norteamericana había construido viviendas modestísimas. Pero lo que más le impresionaba era la pobreza de los estudiantes compatriotas suyos que encontraba en Florencia.

Conoció a chicas estudiantes norteamericanas cuya vida era una continua frustración, amargadas entre el deseo vehemente de quedarse en Florencia y la preocupación de que así no podrían ver el resto de Italia: Roma, Milán, Turín, Nápoles…, entre el afán de no marcharse de Italia y el miedo de encontrarse desarraigadas y sin salidas ni amigos cuando volvieran a su patria. La mitad de esta angustia, pensó Hayden, desaparecería si tuvieran dinero para viajar con libertad. Y se despreciaba un poco a sí mismo, a los Dodsworth, y a todos los americanos acomodados que aconsejaban tan amable e inútilmente a los pobres estudiantes.

La parte más estimulante de su nueva vida era la que pasaba en su tranquila habitación de las Tre Corone dedicado a la emocionante tarea de descubrirse a sí mismo.

Era una vida secreta que le deleitaba. En su estudiosa soledad se le pasó el invierno volando. Se estaba levantado la mitad de la noche tratando de leer la historia medieval en el italiano de Villani o de Guicciardini y meditando sobre el sentido que para él y para su época podía tener aquel mundo autoritario, ceremonioso y lleno de colorido y de fantasía con sus fábulas encantadoras y algo fanfarronas. Para descansar los ojos ponía la radio portátil y escuchaba a Mozart interpretado en Milán.

Pero empezó a sentirse incómodo y desanimado con el terrible frío de su dormitorio. El invierno florentino dura sólo desde mediados de diciembre hasta primeros de marzo cuando empieza a haber días luminosos, pero también en marzo hay noches de un frío terrible y días en que la tramontana baja feroz de los Alpes y se está bramando tres días seguidos, batiendo las tejas y los postigos, obligando a los vigilantes nocturnos a buscar refugio… Y ese viento implacable aporreaba la ventana de Hayden, que daba al norte, como si fuera un biombo de papel.

La señora Manse apagaba la calefacción antes de medianoche y a la una de la mañana el frío en la habitación de Hayden se hacía visible y era como una parte de las pálidas paredes y del brillante suelo de piedra. Sentía el frío en los ojos y en el pecho, y su aliento se convertía en vapor. Comprendía muy bien por qué los mendigos helados en los umbrales de las casas, pasaban las noches apretados unos contra otros.

Había tenido una discusión con la señora Manse sobre la necesidad de instalar una estufa eléctrica y se había comprado una. Era una buena estufa eléctrica italiana, pequeña, compuesta por dos hojas de cristal y unos hilos. Obedecía fielmente a su sabio amo pero, a pesar de su buena voluntad, el pequeño radiador no podía hacer más que calentarse a sí mismo. En vista de lo cual Hayden, heroicamente decidido a seguir leyendo, se ponía el abrigo y la bufanda sobre su bata de lana y, para completar éste atuendo de mendigo solitario, se cubría la cabeza con su sombrero marrón.

Su mayor lujo era un cafetera de aluminio para una sola taza que se calentaba con barritas de metal. Reanimado por el café, pensaba en lo que había estado leyendo: Lodovico il Moro, que le quitó el trono de Milán a su sobrino y que fue un mecenas de los pintores religiosos para morir en Francia como prisionero torturado por las pulgas. Pico della Mirándola, el joven más hermoso y febril del Renacimiento, que aprendió griego, hebreo y árabe, que desafió al Colegio cardenalicio y que murió a los treinta y un años, siendo enterrado en la sombría frialdad de San Marco.

La señora Dodsworth le sometió a un interrogatorio cuando fue a la Villa Canterbury a jugar al bridge.

—¿No se ha echado usted todavía una novia?

—No tengo ninguna a la vista.

—¿Y qué hay de esa señorita Lomond, la Professoressa?

—Sólo le interesa el profesor Santayana. —¿Y a qué se dedica usted aquí? Supongo que no se pasará todo el tiempo viendo monumentos y museos.

—Procuro encontrar el mejor camino para llegar a las selvas encantadas de la vida italiana.

—Es usted tan joven, Hayden…

—O quizá muy viejo y arrepentido de haber despreciado mi vida y de no haber conocido más poesía que «sí, no tenemos bananas». Debería aconsejar a nuestro servicio de prensa que enviaran un artículo contando que un hombre puede leer poesía sin que lo expulsen del Atletic Club.

—¡Lo dudo! ¡He estado en Zenith!

Con los demás huéspedes de la pensión, tomaba Hayden el café después de cenar y todos ellos le preguntaban: «¿Ha visto usted el Bargello?». Visitó otra vez a Nat Friar y le encontró leyendo una novela policíaca de Eric Ambler. Nat dijo que les estaba tomando asco a los grandes libros desde que la Universidad de Chicago parecía creer que los había inventado ella y lanzaba una campaña de propaganda de una ordinariez característica: Grandes Libros para jovencitos; las corbatas de los Grandes Libros; alimento cerebral Grandes Libros para el desayuno; los Grandes Libros en píldoras. ¡Todo se da seleccionado, masticado y digerido!

Fue una noche a un cabaret con Vito Zenzero, el bailarín de pelo negro y ondulado sobrino de la señora Manse, que era el encargado de la pensione, maitre y animador de solteronas. Vito hablaba un inglés rudo aprendido de los miembros más bastos de las fuerzas expedicionarias norteamericanas. Llevó a Hayden a un local muy revuelto, en los sótanos de un viejo palacio. Hayden había notado que Olivia no le hacía ni el menor caso a Vito cuando éste, con un aire de conquistador de películas malas con su chaqueta verde-amarilla y sus slacks marrones, se contoneaba por el comedor animando a los huéspedes a que consumieran vino de Frascatti.

—¿Por qué eres tan intransigente? No debes despreciar tanto al pobre Vito. En realidad, es como una flor de su tierra —dijo Hayden a Olivia, intrigado por la exagerada prevención de ella contra el joven.

—¡Sí, el pobre Vito es como una flor… que crece en el estiércol! Entérate: vende cigarrillos en el mercado negro y saca una comisión de todos los huéspedes a quienes obliga a invitarle a los cabarets…

—¡Oh!

—… y ha seducido a todas las muchachas de este barrio.

—Eso es lo que yo quería decir: que es un verdadero tipo medieval. A ti sólo te gustan, Olivia, cuando los encuentras en los libros. Si hubieras vivido en la Italia del 1400 habrías huido a Irlanda y te habrías hecho monja.

—¡Bah, bah! —dijo Olivia un poco azorada.

Aquella noche Hayden se había sentado a su mesa para tomar café con ella sin que hubiera mediado invitación alguna. Olivia seguía tratándole sin cordialidad y todo hacía suponer que esta mujer de tan admirable fuerza de voluntad iba a persistir en esa actitud helada durante todo el tiempo que tuviera cerca de ella a Hayden. Más con la curiosidad de un coleccionista que con simpatía, preguntó:

—¿Qué estudias ahora, Hayden?

—Intento meterme en el Dante a toda prisa.

—¡La verdad: eres de una ingenuidad…!

—La ingenua eres tú al no comprender que estoy viviendo una gran aventura. Para mí es tan nuevo y tan emocionante abrirme paso por la Divina Comedia como podría serlo para ti diseñar un cuarto de baño moderno barato a base de plástico y de acero inoxidable, en verde y plata.

—Es que a mí no me interesaría en ningún momento crear un cuarto de baño verde, ni siquiera consentiría usarlo.

Estuvo a punto de abofetearla. Se dijo a sí mismo que con esta mujer tan insoportable ni siquiera merecía la pena mantener la cortesía propia de una pensión. Se marchó gruñendo y una semana después le asombró recibir una invitación de Olivia para que la llevase al Camillo a cenar.

Este animado restaurante, situado a la otra orilla del río en el barrio Oltrarno, en el Borgo San Jacopo con sus antiguos muros, es un lugar favorito de los estudiantes norteamericanos en Florencia y de los estudiantes alemanes, franceses, suecos y birmanos. Algunos de ellos habían aprendido italiano e incluso tenían amigos del país, pero la mayoría de ellos vivían tan aparte de la vida local como sus superiores financieros, los miembros acaudalados de la Colonia. Se reunían todas las noches en el Camillo para discutir acaloradamente sobre la prosa de Henry Miller y las bucólicas delicias del inocente mundo soviético, mientras se tragaban las fettuccine y bebían garrafas de vino rosso sciolto.

A diferencia de la mayoría de los restaurantes florentinos, en el Camillo están ocupadas todas las mesas a las ocho menos cuarto, y a las ocho y cuarto han salido ya a relucir Picasso y el existencialismo; lo que significa otra lamentable noche hasta las dos y media de la madrugada en el «estudio» de Danny o de Rachel, levantarse a la mañana siguiente con la cabeza revuelta y haberse dejado otra noche a los Sforza sin estudiar.

Olivia tenía siempre la habilidad de dejar a Hayden preocupado e inseguro, pero nunca había afirmado su autoridad tan enérgicamente como en el Camillo, donde todos los estudiantes la reconocieron. Quizá la temieran un poco y le llamaban doctora o profesora. Querían saber lo que opinaba ella de los Della Robbia, y Olivia satisfizo esta curiosidad sin escatimar palabras. Hayden tuvo la gran satisfacción de darse cuenta que la gran erudita había confundido tres cuadros de ese pintor y que tanto ella como los entusiastas estudiantes suponían que por conocer la historia legal y política del siglo XV tenía que ser una entendida en el arte de esa época.

La insuficiencia de Olivia Lomond no le impedía hablar con una impresionante seguridad ni dejaban por eso los estudiantes de anotar todo lo que iba diciendo para repetirlo años y años después a los desgraciados futuros estudiantes que habrían de ser discípulos de aquellos otros en los institutos perdidos por las llanuras o los montes de los Estados Unidos.

Por fin le autorizó la profesora para que la acompañara a casa. Cuando llegaron estaba ya Hayden harto de ella y se pasó una semana entera sin hablarle. Entonces, inesperadamente, se produjo la turbadora escena del vestíbulo.