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Cuando acabaron la cena, Hayden se dijo que había muy pocas probabilidades de que intimase con Olivia Lomond. Tuvo la sensación deprimente —incluso para un hombre tan poco flirteador como Hayden— de encontrarse, después de haber conocido a una joven en una reunión, donde le pareció cordial y favorable, con que se le convertía en una persona desconocida sin motivo aparente.

Sin embargo, seguía admirando la seguridad de Olivia en sí misma y la energía interna que se desprendía de ella. Mientras estaba junto a ella consideró como una labor sólida y propia de un hombre permanecer en aquella ciudad y esforzarse en comprender la extraña belleza de la Edad Media. Se sumergiría en las aguas peligrosas y mágicas de la historia medieval, una historia hecha por caballeros orgullosos, ardientes, heroicos, viciosos, caballeros con armaduras que habían sido decoradas por orfebres voluptuosos, una historia de mazmorras, fosos y conventos silenciosos, destierros en las galeras venecianas que partían hacia el Éste, rumbo a Chipre. Se hallaba perdido en un hechizo cuyo vocabulario no podía entender.

Si por lo menos lo guiase Olivia por entre toda ésta brujería, Olivia, cuyas manos reposaban sobre la mesa, manos que no eran finas y reveladoras de mezquinos deseos, sino arrogantes, marfilinas y capaces de inspirar confianza. A Hayden le excitaba contemplar aquellas manos incluso mientras hablaba de cosas prosaicas:

—Si me quedo aquí, querría encontrar algún sitio donde hospedarme más barato que los grandes hoteles. ¿Tienes alguna idea?

—La pensione en que yo vivo, las Tre Corone, está muy bien. El mobiliario es sencillo, se come bien y —lo que más interesa a una romántica incurable como yo— ocupa dos pisos de una de las casas más antiguas de Florencia, el Palazzo Spizzi.

Hayden se emocionó de que le permitiera vivir tan cerca de ella, estar junto a sus manos de marfil, de sus labios de un rojo oscuro que contrastaba con la palidez, adorable y trágica, de su rostro… Pero en seguida reaccionó y se dijo que probablemente le era tan indiferente que le daba exactamente lo mismo que viviera en la habitación lindante con la suya o en Nova Zembla.

Olivia no volvió a citar su pensione durante la cena ni cuando él la acompañó. Pero al día siguiente estaba ya Hayden inspeccionando la casa.

Un palazzo significa en Italia sólo una casa grande, generalmente de piedra, construida hace varios siglos para que la habitase una familia muy rica y noble que adquirió riqueza y nobleza mediante una guerra y con el botín que sacó de ésta, o prestando ayuda a los papas, reyes y duques, que también acaudillaban la guerra. Estas casas son señoriales y hoy sólo tienen como rivales los locales cinematográficos. En Florencia, el Palazzo Spizzi, que está en el Lungarno, cerca del Ponte Vecchio, es uno de los más suntuosos, con sus muros de granito imitando el estilo rústico.

En la planta baja hay unas ventanas de aspecto sombrío con barrotes como las de una cárcel pero en las cuatro plantas superiores se abren unas elegantes ventanas góticas de piedra labrada. A lo largo de la calle, en la fachada, hay unos sujeta-antorchas de bronce y unas anillas donde se ataban los caballos de los nobles guerreros muertos en los pasados quinientos años, y un largo banco de piedra en el que solían sentarse los criados armados del magnate esperando las órdenes de su señor, órdenes que podían ser motivo de alegría o de muerte y probablemente de ambas cosas a la vez.

Por un portalón arqueado se pasa a un patio central rodeado de arcadas con escudos heráldicos de vivos colores y pinturas murales de tema religioso en los suaves muros de piedra. El patio y sus estatuillas de líricos faunos están dominados por una amplia escalera de piedra. Por ella subían y bajaban a toda prisa los Medici, los Pazzi, los Bardi, los Rucellai, los Cavalcanti… Cierta vez uno de ellos, vestido con un traje de carnaval de satén blanco, entró en este palacio y aquí mismo, en este sitio verdoso ahora de moho, se tiño el satén blanco con manchas rojas cuando un experto asesino a sueldo de los Forli le hundió su daga en el pecho al visitante. Y allí, poco después, le tostaron los pies al asesino antes de cortarle la cabeza.

En este nicho rojo y dorado, tan bellamente adornado con mosaicos de colores, un Spizzi estranguló a la mujer ardiente con la que acababa de casarse. Ahora se arrienda este sitio para aparcar bicicletas.

Desde 1550, incluso Florencia ha cambiado. Hoy, las puertas que dan a la arcada son las de la clínica de un especialista polaco en radioterapia —un refugiado— y a continuación encontraremos un salón de té que lleva una vieja señora inglesa, una tiendecita de encajes y bordados de una señora escocesa aún más vieja, y, por último, una librería ferozmente izquierdista a cargo de dos jóvenes galesas que tocan al piano unos duelos, admiran al escultor Jacob Epstein y sólo beben vodka y agua mineral.

Si subimos las escaleras, muy incómodas, llegaremos a las oficinas de unos agentes de venta de maquinaria y a las de unos agentes de compras que representan negocios de Dallas, Montreal y Oslo. Los dos pisos de encima constituyen la pensione de «Las Tres Coronas» y hasta allí subió Hayden Chart. Era una ascensión difícil, pero Hayden se sentía fuerte, ya que le habían desaparecido todos los vestigios de su accidente. El vestíbulo estaba pintado de verde. Había un sillón de mimbre y una palmera momificada y una puerta pintada con unas rosas que herían la vista… Le abrió esta puerta un joven italiano de extremada belleza con este peinado que parece uniforme en los florentinos, todos los cuales tienen el pelo negro ondulado. El cigarrillo en la boca, una chaqueta sport a cuadros marrones y grises y unos slacks grises. A Hayden no le hizo gracia que esta especie de sátiro de jazz viviera en la misma casa que Olivia y se sintió aliviado cuando se presentó la dueña, la señora Manse.

Era una viuda italiana bajita y dinámica que se había casado con un viajante de comercio de Birmingham y vivido varios años en Inglaterra. Hablaba el inglés como una camarera de uno de los salones de té A.B.C., una duquesa refinada, un minero de carbón de Cardiff y un campesino toscano. Sí, como todos ellos a la vez.

—Oh, sí, tenemos una muy preciosa habitación con una en-can-ta-do-ra vista del Duomo y de la Santa Annunziata y Fiesole y todo lo demás. Y también disponemos para usted de un baño privado. ¡Oh, oh, como si estuviera en su casa, señor! Pero usted no es inglés, ¿verdad?

—Soy americano.

Ah… bien; aquí nos son muy simpáticos los americanos. Los tenemos de la mejor clase. ¿No está usted casado, señor?

—No.

—Entonces, no será usted de ésos tan alocados que quieren recibir… en fin… personas en su habitación, y estoy segura de que preferirá usted pensione completa.

—¿Qué es eso?

—Significa que se toman aquí los almuerzos y la cena. Es muy preferible en todos conceptos, puede usted creerme, tomar aquí todas sus comidas —todas— y no poner en peligro su digestión en esos restaurantes. ¡Restaurantes! ¡Qué horror! Imagínese, no saber lo que le dan a uno de comer, la pasta rancia, la carne dura y un chianti falsificado, no puro como nosotros lo servimos. La señora del ingeniero Purdy, que es una de nuestras clientes más antiguas, me suele decir: «Signora, no puedo comprender cómo se las arregla usted para darnos diariamente un chianti tan puro y delicioso al precio tan increíblemente reducido que pagamos aquí». Y le advierto que esa señora entiende de vinos. De manera que lo dejamos en pensione completa, ¿verdad, señor?

—No, mi propósito es comer fuera por lo menos una vez al día.

—Es un error. Naturalmente, mis caballeros huéspedes están en completa libertad para organizarse su vida, pero le aseguro que se equivoca usted, y para mí es muy dura su decisión, con unas habitaciones tan encantadoramente limpias como las nuestras y con un alimento tan variado y sustancioso como servimos, con la mantequilla siempre fresca y, para colmo, unos precios irrisorios. Entonces, ¿lo dejamos en media pensione, señor?

Hayden accedió a la media pensión. Almorzaría allí. Se enorgullecía de haber tenido tanto sentido práctico para asegurarse en seguida una buena pensión. Aunque se le olvidó preguntar cuáles eran esos precios tan increíblemente bajos. Le aturdía la hemorragia verbal de la señora angloitaliana y, sin embargo, se encontraba tranquilo. Había vivido con la señora Manse —aunque tuviera diferentes nombres y acentos— en Newlife, Amherst, Denver, Nueva York y Londres y sabía que sólo acabaría estafándole lo acostumbrado.

—Cuando no pueda usted encontrarse aquí para la colazione, ¿será tan amable que me avise con veinticuatro horas de anticipación? Se lo digo porque muchos de mis caballeros huéspedes descuidan ese detalle y me causan un trastorno —dijo la señora Manse.

Le hizo pasar a un dormitorio pequeño con paredes vacías cubiertas de yeso. A Hayden le encantó el cuarto pues su única ventana era gótica y el techo abovedado. Seguramente, habría formado parte de algún gran salón en el primitivo palacio, o quizá de una capilla. Y la desnudez de las paredes resultaba lo más adecuado para el estudioso monje en que él pensaba convertirse.

La cama de pino, amarilla y con reluciente barniz, parecía cómoda a la vista. Había un gran armario blanco para la ropa y una amplia mesa para las notas sobre historia italiana que sin duda empezaría a tomar en seguida y para los sesudos libros que compraría inmediatamente y que quizá llegase a leer.

Había una butaca que parecía cómoda, aunque era de horrible aspecto, con su terciopelo amarillo y su respaldo en forma de violín; una silla, un viejo radiador de la calefacción inutilizable y un suelo de piedra con una alfombra junto a la cama… Pero, por mucho que buscó en los adornos de ésta a su bailarina, no la encontró.

El cuarto de baño era un poco más espacioso de lo que se podía esperar e incluso contenía artículos que intrigaron a Hayden y que desde luego eran completamente superfluos. Por ejemplo, un calzador para, botas de montar. Hayden había montado caballos en los montes del Berkshire, en los ranchos, en viajes por las Montañas Rocosas —aquellas excursiones, en que Caprice se había quejado más que nunca y había estado también más alegre que nunca—, pero no creía probable tener que montar un poney del Oeste para subir al Palazzo Spizzi y dejarlo atado en una de las grandes anillas de bronce de la fachada.

Su habitación le pareció casi suntuosa cuando la señora Manse le explicó que sólo una de cada tres habitaciones de la pensión tenía baño privado.

Lo que alegraba el dormitorio llenándolo de luz durante el día era la ventana con la magnífica vista de las torres y las fortificaciones del siglo XIV y, más abajo, los humildes tejados colorados, de un rosa suave, un violento carmesí, o un naranja pálido, sobre los muros de yeso amarillo. En el piso más alto de una casa que daba frente a la ventana —luego había de enterarse de que en el piso de abajo de esa misma casa había una tienda de cuero repujado donde vendían bolsas con incrustaciones de oro y preciosos estuches para joyas—, tenía una loggia abierta y una terraza con geranios y jilgueros enjaulados. Una mujer corpulenta estaba tendiendo ropa; en aquel momento, una camisa de un rojo rabioso.

Hayden pensó que una ventaja de su habitación era que desde ella podía ver gente viva de Florencia, y no sólo palacios grandiosos pero decrépitos.

La señora Manse, aquella profesora de psicología cuyos méritos aún no habían sido reconocidos oficialmente, sabía desde el principio que Hayden tomaría la habitación. ¡Lo sabía! Cuando por fin recordó él que debía indagar delicadamente sobre el precio, estaba ya tan hechizado que la astuta señora le pidió mucho más de lo que en un principio se propuso pedirle. Por lo menos, la mitad más de lo que una celda como aquélla habría costado en los Estados Unidos.

Hayden no se atrevió a preguntar si el dormitorio de la doctora Olivia Lomond estaba muy cerca del suyo. Pero no tardó en descubrir que se hallaba ocho puertas más allá en la esquina del largo corredor esterado.

Todo ello estaba en el piso superior de la pensión. En el de abajo había, aún más habitaciones —en total, eran veintiocho— con el office, el comedor y la sala. El comedor era sencillo, blanco y alegre con mesas con mantel blanco para una, dos o cuatro personas, cada una de ellas con unos servilleteros muy coquetones, un ramillete de florecillas y, por lo general, una botella de chianti. La mesa auxiliar, la credenza había sido en tiempos una lujosa mesa de salón con borde de metal dorado.

El salón debió de haber sido un gran salón de la familia Spizzi, tan feroz y tan piadosa: una estancia enorme, abovedada y fría. En torno a unas mesas horribles cubiertas de damasco —sobre las que se veían unas revistas italianas de automovilismo—, había unas sillas modernas de una originalidad pretenciosa con su madera retorcida y manchada de rojo, mezcladas con unas pobres sillas refugiadas de otros salones ya destruidos y que daban allí la impresión de unas señoras distinguidas venidas a menos. Había una estantería con novelas y libros de viajes. A estos últimos los habían dejado atrás los huéspedes, con muy buen criterio: una guía de Sicilia en francés, del año 1899, Y novelas del siglo pasado escritas por desconocidas señoras inglesas. En este limpio desorden se podía reposar como en familia y las ventanas del salón daban al Ponte Vecchio, ese venerable puente de tiendas donde se han instalado los vendedores de perlas artificiales y cuyo paso ya no prohíben los Donati con sus espadones.

A última hora de aquella tarde ocupó Hayden su celda de las Tre Corone con su pequeño baúl y sus varias maletas y, fuera del equipaje, la nueva corbata de seda azul que se había comprado a toda prisa.

Se le presentó la doncella del piso, Perpetua, una mujer de cincuenta años, muy fuerte, sonriente y de ojos negros aunque con un aire ligeramente felón. Esta mujer sería también su camarera, su valet, su chambelán, su árbitro en cuestiones sociales y su principal profesora en lengua italiana. Parecía una campesina con su vestido negro y su delantal blanco y estaba de servicio desde las cinco de la madrugada hasta media noche.

Tímidamente y sin saber cómo se iba a vestir, bajó a tomar su primera cena a las ocho —rissotto y carne guisada— y allí encontró a la mayoría de los huéspedes de la pensión. Hayden se tranquilizó al verlos a todos vestidos sin etiqueta. En contra de la tradición, no había ningún coronel inglés retirado, con su esposa, ni siquiera un mayor británico ni un vicario.

En cambio, vio a una viuda húngara de cincuenta años con su hija, ambas políglotas y enemigas de los bolcheviques, un estudiante norteamericano de cara redonda, que solía escuchar las conferencias de arte italiano en la Universidad —y que a veces las entendía—, un exdiplomático italiano caído en desgracia, un barón holandés dedicado a los camafeos, a las norteamericanas y a otras novedades, un abogado italiano con tres hijas, un francés comprador de sedas y un agente italoamericano especializado en películas documentales. Este último se empeñaba en que Hayden le hablase de la pesca de la trucha en Maine.

Olivia Lomond estaba sentada en una mesita y leía el Time de la edición continental que recibía por correo aéreo. Miró a Hayden dos veces antes de reconocerlo —eso era lo que Olivia creía que él pensaría— y por fin le saludó levemente con la cabeza sin pronunciar una palabra, y continuó leyendo algo sobre el diputado Marcantonio, la última biografía de Susan B. Anthony, el asesinato cometido por un hombre calvo en un almacén, la revolución en las Célebes, la mortalidad en la enfermedad de sucesión que afectaba a los antiguos hombres de confianza de Stalin, un artículo sobre quimicobiologimicrofotografía en la Universidad de Leyden, y otros importantes temas del día. Los labios apretados de Olivia quedaban ocultos por la cubierta del Time donde sonreía a todo color un fabuloso organizador de almacenes en cadena con un fondo de ciruelas, pasas, motocicletas, máquinas registradoras y gorros de baño; y, en vez de admirar las suaves mejillas de Olivia o sus ojos hostiles e inquisitivos, Hayden tuvo que contentarse con estudiar los detalles del plato de arroz de color amarillo azafrán.