6

El adiós que le dirigió la profesora Lomond fue tan seco y frío como si no recordase haberlo visto nunca. Tenía los ojos muy bellos e impasibles, por encima de todas las corruptoras tentaciones de esta vida, y esto sólo sucede, pensó Hayden, cuando no se sabe que existen esas tentaciones. Es decir, cuando no se han experimentado y se supone que los demás las toman como un pretexto para envilecerse. Hayden, prudentemente, se recordó a sí mismo que no se hallaba aún en condiciones de asombrarla. Quería vencerla en el terreno que ella dominaba y, en el mejor de los casos, sólo llegaría a ser un segundón en su especialidad. Estas ideas le iban desanimando, pero los Dodsworth le despidieron tan efusivamente y le insistieron tanto en que volviera por su casa que Hayden se sentía aún a gusto en Florencia.

Se propuso regresar andando a su hotel y aquel paseo de media hora le parecía una heroicidad. En Newlife, un hombre —a no ser que se sintiera reforzado por el peso de un palo de golf— recorría en automóvil cualquier distancia superior a tres manzanas de casas. Después de tomar esta formidable decisión, se sorprendió de que al profesor Friar se le hubiese ocurrido lo mismo. Por lo visto, para Friar, darse un paseo era algo que estaba ya inventado como medio normal —y no tan insólito y arriesgado como Hayden creía— de ir a los sitios. Lo cual demuestra lo anticuado que se había vuelto este bostoniano en los cuarenta años que había pasado en el extranjero.

Descendieron juntos la colina. Abajo se extendía la ciudad salpicada de luces y, a varios kilómetros de distancia, subían por aquel otro monte los postes eléctricos del camino de Fiesole.

—¿Lo pasó usted bien charlando con la señorita Lomond? —preguntó el profesor Friar.

—Parece inteligente. Pero ha resultado un poco fría.

—Sí, es fría. Las mujeres intelectuales suelen volverse así. Están comprometidas —como se dice ahora—, pero no comprometidas con la vida, sino con sus estudios. Con frecuencia no saben con exactitud a qué están dedicando los mejores años de su vida, pero desde luego no la dedican a objetos sin alas y con pantalones, como usted y como yo. Esta chica, Lomond, es una competente e infalible compiladora de datos perfectamente inútiles. De ahí que resulte un poco sospechosa a la mayoría de los hombres y a todas las mujeres. No puede usted pedir a una mujer que arda con el fuego sagrado del espíritu y luego le tenga preparada una buena cena. Bueno, hemos llegado. Aquí vivo yo. Entre usted.

El «profesor» Friar, más conocido por «Nat», nunca había tenido categoría oficial de profesor, aunque se le reconocía como catedrático en vinos veroneses y en el conocimiento de las clases más aceptables de embutidos italianos, ni había escrito nada más que unos artículos en unas revistas de arte tan minoritarias que sólo con ver sus cubiertas grises y su impresión amazacotada le entraba a uno dolor de cabeza. Pero había explorado todas las iglesias y todos los pueblos de Toscana y de Umbría y era capaz de decirle a usted el nombre y las fechas de nacimiento de todos los primos en tercer grado de Domenico Ghirlandaio.

Durante veinte años había vivido en el ala este del macizo Palazzo Gilbercini, en cinco habitaciones, con derecho a usar los geométricos jardines y las avenidas de cipreses con sus estatuas desnudas en púdicas actitudes. Nunca había sido rico, pero las pequeñas rentas que le dejó su madre, una Trenchard de Braintree, le permitían disponer de unos cuantos barriles de vino, muchísimos libros en ocho idiomas, un paño de altar perugino, de 1235, media docena de sillas, una buena provisión de té de Earl Grey para sus amistades y un buen cuadro: una Anunciación por Getto di Jacopo, cuadro reverente y tiernamente humano, con azules y grises suaves contra un fondo dorado. El ángel arrodillado aparecía exaltado por la noticia que venía a traer y la Madonna, con una expresión de timidez y a la vez de noble orgullo, inclinaba la cabeza sobre el lirio que sostenía en su frágil mano.

Mientras Hayden contemplaba ese cuadro —colocado sobre un tapiz egipcio descolorido encima de una mesa llena de viejas pipas—, empezó a comprender la pasión medieval por identificarse con el espíritu divino y el afán de aquellos tiempos por afirmar la autoridad tanto terrenal como celestial. Bebió vermut con limón —a Nat Friar le parecían los cócteles excitantes pero nada prácticos— y mirando al bonachón Nat se sentía tan a gusto y tan en su casa como nunca se sintiera en su propio hogar.

Nat Friar era grande y gordo, con una barba muy poblada y ojos alegres. Siempre llevaba ceniza de la pipa por la chaqueta. Su cuarto de estar, que era bastante pequeño, olía a tabaco y coñac. Allí se pasaba las noches enteras hablando con algún amigo sobre la inmortalidad, el barón Corvo y la catedral de Lucca.

—¿Por qué se ha pasado usted tantos años en Florencia? —preguntó Hayden—. Y perdone si le he hecho una pregunta impertinente.

—Al contrario, nada más pertinente. En mi caso, podría parecer una huida de la realidad por comodidad o cobardía y por repugnancia a continuar con el negocio de lencería, del que mi abuelo paterno fue uno de los más entusiastas pioneros en nuestro país. Pero creo que mi vida ha estado dedicada a demostrar que puede ser uno un hombre de principios sin trabajar con el sudor de su frente como está mandado.

»Mi ocupación y mi vicio consisten en almacenar conocimientos inútiles. Sé más de la historia del Palazzo di Consoli, de Gubbio, que cualquier otro ser humano, y a nadie le importa esa historia, ni siquiera a mí mismo. No crea usted que no me apetece empezar a estudiar algo nuevo; por ejemplo, la biología o el sánscrito. La erudición es la más divertida de todas las queridas, pero la menos de fiar.

»Sobre todo, hay que evitar caer en la superstición de que en la erudición hay cierta virtud mística. La verdad es que todos nosotros creemos que algún día nos buscarán todas las chicas bonitas porque hablamos árabe, o por nuestros conocimientos de pintura antigua. Pues bien, todo eso es un espejismo. La sabiduría hay que cultivarla por amor a ella misma y no por las supuestas ventajas que le atribuyamos.

»Recientemente, estuve estudiando la historia de la familia Baglioni, de Perugia, una crónica encantadora, de hierro y oro, con manchas de sangre fraterna y lágrimas de viudas jóvenes y ardientes. ¿Qué tema podría ser más bello e inútil? Créame, debe usted conservar su ociosidad todo el tiempo que pueda. Está usted rodeado de bárbaros armados con la sobriedad, la exactitud y el “Libro de los 1001 Datos Útiles”. Defiéndase, señor Chart, y no deje que le corrompan haciéndole una persona laboriosa llamada a convertirse en una figura pública, un defensor en todas las causas nobles, un miembro del Elks Club y de la Legión de Honor, para lograr por último que quinientos ciudadanos se regocijen en su entierro… a los cincuenta años.

—No se preocupe, estoy a salvo —dijo Hayden—. Mi socio… yo soy arquitecto… está convencido de que soy un hombre poético y nada práctico. Dígame: ¿cómo me las arreglaré para aprender italiano?

—Lo primero es que no haga usted caso de las varias fuentes acreditadas del toscano puro: la Universidad, las escuelas de comercio, los decadentes profesores tan cultos que combinan la gramática italiana con el cambio de dólares en el mercado negro. Olvide todo eso y búsquese una chica.

—No sería raro que lo hiciera.

—Es que yo no me refiero a una como la señorita Lomond que le enseñaría a usted las direcciones del Dante para ir al infierno, sino a alguna joven que le hiciera aprender las cosas verdaderamente importantes; por ejemplo: «Haga el favor de remendarme estos calcetines», o bien «Tráigame en seguida unas anchoas».

—¿Son incompatibles Dante y las anchoas?

—Lingüísticamente, sí. Yo hablo un italiano que emocionaría al arzobispo por su gran exactitud. Le aseguro que puedo pronunciar un discurso en italiano, en la más exigente de las academias, sobre la batalla de Cortenuova, y se quedarán boquiabiertos; pero cuando pido un par de cordones para los zapatos, el dependiente me contesta en mal inglés y quiere saber si me quedaré en Florencia hasta el día siguiente… A propósito, si quiere usted puedo invitarles a tomar el té a usted y a la señorita Lomond. Cuando hable más con ella, le parecerá admirable.

—Bueno, me podrá presentar a algunas estudiantes americanas que estén más al alcance de mi edad mental: ¡dieciséis años!

Hayden estaba sentado en lo que iba a ser su local favorito en Florencia, el bar del Hotel Excelsior, con su madera oscura espejeante y sus dos barmen, Enrico y Raffaele, los dos hombres de la ciudad que más merecían ser tratados; y con gran satisfacción fue pensando quedarse en Florencia una semana más, luego un mes, y por último una temporada entera. Hubiese querido, por milagro, convertirse otra vez en un niño y volver a la escuela. Le obsesionaba lo mucho que tenía que aprender.

A la mañana siguiente subió de nuevo la colina de la Torre del Gallo para disfrutar a plena luz de la vista que le había encantado en el crepúsculo. Allá abajo vio la majestuosa cúpula —rojo bronce— de la catedral, y la torre de Giotto, tan marfileña como Olivia Lomond. Fiesole, al otro lado del valle, quedaba claramente delineada en un monte gris plata con olivos. Florencia es mil años más joven que Roma y sin embargo, por sus rojos y amarillos medievales y por sus sombríos pasadizos, parece mucho más vieja, lo mismo que en Nueva Inglaterra una mansión Ginger Bread de 1875 parece más venerable que una severa y blanca vicaría de 1675.

«Estoy decidido. Me quedaré. Me lanzaré a la caza de Michelozzos», pensó Hayden.

La doctora Olivia Lomond, con su sencillo vestidito marrón, estuvo en el modesto té de Nat Friar con expresión adusta y sombríamente bella. Es decir, que toda ella estaba allí excepto su corazón y su alma. Pero a Hayden le compensó la presencia de la simpática novia de Nat, una señora ya mayor, también originaria de Boston. La señora Shaliston Baker era pequeñita y graciosa como un gorrión y llevaba un camafeo de su abuela. Hablaba un italiano exquisito, mucho mejor que su inglés. Pertenecía a la Sociedad Dante que celebra reuniones para discutir el afán de Florencia por quitarle a la terca Ravenna el cadáver exiliado del Dante. Es un tema que siempre está de actualidad. Siempre lo ha estado desde 1320.

Todos los domingos desde hacía un quinto de siglo, estos discretos amantes, Ada Baker y Nat, tomaban el té juntos.

Fue una conversación pacífica y amena. Nat contó su búsqueda de un trozo de altar de Guiduccio Palmerucci por los pueblos montañosos de Umbría; cómo había tenido que dormir en suelos de piedra, alimentarse de pan y aceitunas y enterarse de que en un pueblo le estaban esperando para darle una formidable paliza porque le suponían un inspector de Hacienda enviado de Roma. Hayden sospechaba que lo que le había dicho Nat de que era incapaz de pedir en italiano unos cordones para los zapatos era una mentira compasiva y que el viejo era capaz de hablar un italiano tan coloquial, vivo y bello como el de un taxista de Nápoles.

Cuando le tocó el turno de contar sus trabajos a la doctora Lomond, no fue ya cuestión de aventuras por las montañas, sino de lamentos sobre los dolores de cabeza y las molestias para la vista de tenerse que leer millares de manuscritos en la investigación que estaba realizando sobre el origen materno del duque Alejandro de Médicis, el que fue asesinado tan saludablemente en 1537. La madre del duque, según dijo suspirando Olivia Lomond, no parecía haber sido una dama de dudosa virtud. Por lo visto, no tenía virtud de ninguna clase y por tanto no se podía dudar de ella.

Hayden nunca había tropezado en Newlife con eruditos de esta categoría e incluso en el Colegio de Amherst y en la Escuela de Arquitectura la erudición es muy escasa y está mal vista. Desde luego, no sirve para lograr una cátedra.

Recordaba que un día, yendo con Jesse Bradbin dando un paseo en automóvil, le explicaba su socio:

—¡Qué diablos!, supongo que no querrás aprender demasiado sobre monumentos y cosas por el estilo. Los sitios notables basta verlos una vez para poder decir que se ha estado allí.

»Cuando estoy en una torre antigua con mi mujer, la hago salir apenas hemos entrado, porque yo, si no hago mis quinientas millas al día, se me figura que estoy perdiendo el tiempo. Mi mujer se suele quejar de que no le dejo ver el paisaje, pero yo le digo: “Bah, ya lo veremos a la vuelta… Quizá lo veamos”. Y, naturalmente, no volvemos a verlo.

Esta filosofía turística de Bradbin, que éste solía exponer pomposamente en el bar del Club de Campo como si se tratara de una nueva teoría descubierta por él y de gran valor social, no provocaba protestas, como pudiera suponerse. Por ejemplo, el presidente del Banco Ranchers and Silver National, asentía: «Eso es; lo mismo pienso yo».

Sin hostilidad y sin ánimo de flirtear, Hayden rogó a la doctora Lomond, mientras iban juntos hacia la parada del tranvía, que le hiciese el favor de cenar con él aquella noche.

—No sé… señor… Chart, no estoy segura de sí debo…

A Hayden le ponía malo toda esta hipocresía:

—Pues si dice usted eso es porque está segura de que puede cenar conmigo, ¡qué tontería! Venga.

—Es que yo preferiría…

—Si es usted una de esas mujeres independientes que insisten en pagar su parte, no me opongo: podemos pagar a la inglesa.

—¡No insisto, en nada de eso! Está usted muy equivocado. Me encanta encontrar a un hombre que me invite a cenar. Desgraciadamente, puedo decir que tengo buena suerte si voy a un restaurante con un estudiante joven —siempre muy fino e inteligente, desde luego— y no tengo que pagarle yo a él su parte. Es muy posible que Italia sea el país de la galantería, pero las mujeres solas —me refiero a las mujeres decentes— no suelen ser invitadas a comer.

—¿Ni siquiera cuando son guapas?

—Ni siquiera cuando son muy guapas.

Al decir esto, Olivia Lomond le sonrió y casi pareció un ser humano.

—¿Adónde vamos? —preguntó él.

—Pues… quizás al restaurante de Oliviero o al de Paoli, o quizá sea mejor el de Nandina. Éste es más luminoso y tranquilo y dan muy bien de comer. A veces, cuando no me quedo fastidiada en mi pensione, voy a uno de esos frenéticos tugurios estudiantiles de los que llaman bohemios, es decir, con mucho ruido, nada limpios y con las mesas tocándose unas a otras, sitios llenos de soldados americanos, estudiantillos, pintores belgas y rusos blancos cuya única profesión consiste en ser rusos blancos. Y también van señoras inglesas cuya única profesión es vivir en hotelitos, a la sombra de las buenas villas. Es toda ella gente muy pobre. ¡Odio a la gente pobre! Y es que, ¿sabe usted?, yo también soy pobre.

—Ésos… ¿cómo los ha llamado usted?… ah, «restaurantes bohemios», deben de ser muy interesantes a pesar de todo —dijo el turista—, pero esta noche iremos al de Nandina.

Siguiendo la táctica que se había propuesto —frenar su orgullo masculino para no descubrir ante ella su inferioridad cultural—, la dejó que eligiese los platos. Mientras Olivia Lomond examinaba el menú, Hayden la miraba fijamente. Descubrió que en el cuello y en los puños su traje asexual de trabajo había unos bordecitos de encaje de Burano muy finos. Era un detalle enternecedor. Sus manos no eran tan pequeñas como le habían parecido en un principio. Eran unas manos capaces para el trabajo pero extraordinariamente suaves a la vista, y había un anhelante intento de feminidad en los dos pequeños anillos, con un rubí engarzado cada uno, que hacían más delicados a sus fuertes dedos. Y también notó Hayden que tenía las uñas levemente pintadas. Habría apostado que en casa de los Dodsworth no las llevaba así. ¿Se las habría pintado para el té de Nat Friar…, para él?

Pero este comienzo de impresión de que pudiera haber en ella una feminidad, se desvaneció ante sus preguntas mecánicas, en un tono que revelaba que ni su presencia le era tan agradable como para poder estar a gusto con él ni le temía lo suficiente para estar prevenida contra él.

—¿Supongo que habrá adelantado usted ya algo en su plan de estudiar Florencia?

—No, no hice más que dar vueltas por ahí.

—¿Hay algo que le haya gustado especialmente?

—No… bueno, me han gustado tantas cosas…

Se quedaron callados y se dedicaron a mirar a un grupo de personas que varias mesas más allá celebraban un cumpleaños. Aquella familia no tenía el oro deslucido de la aristocracia decadente ni tampoco el pintoresquismo que busca en los nativos el turista de tres días. Eran todos ellos italianos parlanchines, pero por su manera de vestir y su aspecto general el padre podía haber sido un hombre de negocios de Londres, Glasgow o Pittsburg. Era el tipo de ingeniero o comerciante alto, activo y competente que trataba de reconstruir a Italia después de dos guerras y de dos millones de turistas extranjeros. Y su esposa podría haber parecido normal en Estocolmo o en Des Moines. Pero en aquella exuberante familia había algo que la distinguía de todas las demás familias que Hayden había conocido hasta entonces: el gran afecto que se demostraban unos a otros. La abuela y el más pequeño de los nietos se contaban secretos al oído y se reían felices; otro de los niños imitaba con gracia el modo de comer una alcachofa su tío soltero y el tío se reía más que ninguno.

—¡Familias! Vaya, parece que también las hay aquí —se admiró Hayden.

—Claro, como que ellas hicieron toda la historia italiana. Un hermano asesinaba a su hermano —lo cual quizá sea una manera como otra cualquiera de apasionarse por la familia— o bien asaltaba la torre más cercana y asesinaba a una familia rival para que su hermano pudiera ser nombrado miembro del Consejo.

Hayden se lamentó:

—Tengo la impresión de que en nuestro país los chicos consideran el hogar como una posada gratis y un garaje con coches prestados, y nosotros, los mayores, somos por el estilo. Yo tengo tres hermanas y un hermano que viven en, cuatro Estados diferentes y no nos vemos más que dos veces cada diez años. Además, tengo tres sobrinas —no, ahora creo que son cuatro— a quienes nunca he visto.

La profesora Lomond pareció echar de menos por unos momentos el mundo que su memoria no había logrado borrar del todo. Su fría independencia amenazaba resquebrajarse cuando dijo:

—A veces he pensado que me gustaría ser la fundadora de una familia, como aquellas fuertes mujeres americanas que se iban al oeste en un carro. Nunca se encontraría una sola.

—¡Ah! ¿De manera que aquí se siente usted sola?

Olivia Lomond frenó rápidamente sus añoranzas y dijo, cortante:

—¡Nunca! Quiero decir que hasta ahora no.

—¿Tampoco se sintió usted sola al principio de estar en Europa?

Mientras contemplaba fijamente su plato de tagliatelli, parecía recordar tímidamente la estudiante jovencita que ella había sido y respondió con un cierto ardor primaveral en su voz:

—Debo confesar que al principio sí. Para darme ánimos, me decía a mí misma que ya estaba muy acostumbrada a viajar. ¿Acaso no había ido hasta la escuela superior de Columbia con el almuerzo preparado por mi madre —unos emparedados de jamón y huevos duros— en una caja de zapatos? Y en Europa, con tantísimo nuevo que ver, ¿cómo había de sentirme sola? ¿No bastaba con leer y pensar? Yo no podría ser como las chicas que necesitan tener siempre a un tipo baboso a su lado diciéndoles tonterías. Además, me habían preparado para la soledad en primer año de profesorado en Winnemac. Lo único que hacía allí era corregir ejercicios y dar largos paseos.

»Así que Europa tenía que representar para mí una distracción continua. Sin embargo, reconozco que me sentí muy sola en París, y también sola en Roma; y cuando llegué a Florencia, hace casi dos años… En fin, no me impresionan esas historias de prisioneros que para engañar su soledad se encariñaron con un ratón. Yo me encariñé con una mosca.

—¿Lo dice usted en serio?

—Desde luego.

—¿Y cómo podía usted distinguirla entre tantas…?

—Es que sólo había una en mi habitación. Era en invierno. Hacía demasiado frío para que hubiera moscas, pero ésta era la más valiente y lista que he conocido. Se llamaba Nicky.

—¿Cómo lo sabía usted?

—Es que me lo dijo.

—¡Ah, claro!

—No lo tome a broma. En cuanto entraba yo en mi habitación de regreso de la biblioteca y me quitaba la chaqueta, la mosca se posaba en ella y seguramente me saludaba a su manera, de un modo infinitesimal. Por las noches dormía siempre encima del grifo del agua caliente. Nunca tocaba mi desayuno hasta que yo acababa. Se limitaba a posarse en el borde de la bandeja y miraba el frasco de la miel. Después, cuando andaba por mi mano, se las arreglaba para no hacerme cosquillas. Puede usted tener la seguridad de que era la mosca más refinada de Florencia y la única persona de aquí que me era conocida hasta que me relacioné con el profesor Friar. ¿No le parece a usted que mi soledad era muy distinguida, ya que podía extasiarme con una mosca?

—Desde luego. Y, dígame, ¿qué fue de Nicky?

—Se murió. Una pulmonía. Está enterrada, aunque sin lápida, en un volumen de las cartas manuscritas de Mirandola, en la Biblioteca Laurentina.

—La comprendo a usted —dijo Hayden, pensativo—. Cuando fui por primera vez a la Universidad, me encontré en mi cuarto una alfombra de imitación oriental y, como estaba muy solo durante los primeros cuatro o cinco días, me los pasaba con la mirada fija en la alfombra hasta que se me ocurrió que una de las figuras que la adornaban era como una bailarina, joven y alegre, con un faldellín de ballet, un tutu levantado por los giros de la muchacha, y unas medias de oro… La bailarina tenía una carita muy expresiva, excitada e inocente.

»La sonrisa que yo veía en ella —todo me lo figuraba, puesto que allí no había más que unas líneas de adorno— me tuvo animado toda aquella primera semana de mi vida universitaria. Al otoño siguiente había desaparecido. Vendieron la alfombra. Y, claro, a la deliciosa bailarina habían tenido también que venderla, pero a algún sórdido mercader de carne femenina. Y, ¿sabe usted lo más notable? Pues anoche mismo, cuando me hallaba en el hotel pensando de muy mal humor que, después de todo, lo mejor que podía hacer era irme a Roma, volví a ver la bailarina en la alfombra de mi habitación. Se conoce que actuaba en un ballet muy diferente a juzgar por sus movimientos y por su atavío, pero no me cupo ni la menor duda de que era ella misma. Me sonreía y no tardé en recuperar el buen humor. Me decía que debía quedarme en Florencia porque ella se encargaría de animarme… ¡Diecisiete años después!

—No le habría creído a usted tan imaginativo, señor Chart.

—¿Por qué no? —preguntó Hayden un poco mohíno.

—No sé por qué digo eso. Perdone. Es que no soy la persona más adecuada para sostener una conversación mundana. Vivo recluida en una celda abarrotada con libros, siempre investigando sobre la galantería del trecento, y por eso no la reconozco cuando se me presenta, viva, enfrente de mi celda.

—¿Cómo pensaba usted que era yo?

—Pues… amable, limpio, eficiente, dedicado por entero a su profesión, a su mujer e hijos, a sus amistades y a su diario favorito, aunque estoy segura de que usted es de los pocos que llegan a leer los editoriales y no sólo las páginas deportivas.

—¿Y cree usted que sale ganando mi espíritu con leer los editoriales? En fin, mi mujer murió, no tengo hijos y sólo algunos amigos ocasionales. En cuanto a mi socio en la arquitectura, Jesse Bradbin, no es más que un negociante ambicioso y perfectamente inculto. Sin embargo, le tengo afecto y lo admiro, así como a su mujer, Mary Eliza, más que a mis demás paisanos de Newlife. Allí estaba tan solitario como aquí, aunque más ocupado.

—Ya comprendo.

—Pero no sé si ese diagnóstico que me ha hecho usted como una página en blanco, es decir, una página que sólo lleva impresos unos signos del dólar…, no sé si ese diagnóstico estará equivocado. Me parece que acierta usted. Yo mismo creo que la mayoría de nosotros somos unos muñecos con trajes y hábitos mecánicos de trabajo e idéntica manera de dar los buenos días. Por ejemplo, Jesse chilla todas las mañanas, haga sol, llueva, ventee o caiga nieve: «Buenodía, buenodía, buenodía, qué-tal-va-eso, vaya-día-espléndido-que-hace». Me siento muy superior a él, pero sé que en el fondo no valgo más… Una de las bases de la religión es que, si el hombre no cuenta con un alma más allá de esta monótona tiniebla en que vivimos, entonces el hombre es un pobre animal sin finalidad alguna.

»Siempre he estado ocupado: como hijo, como estudiante, como profesional… Mis especialidades han sido: el tenis —y en esto me he puesto mohoso—, la historia —la he olvidado— y mi pericia como arquitecto —en lo que doy una buena medida—. A la vez que como arquitecto, estaba muy ocupado como marido de mi mujer, que es muy popular. O sea, que hacía una vida social intensa. La verdad es que no me creo con personalidad alguna. Y no le digo esto porque me lo haya preguntado usted, que no me lo ha preguntado. Quizá consiga aquí una personalidad.

—Me parece que se trata usted con excesiva dureza, señor Chart.

—No. Es precisa la verdad, como dice la gente cuando quiere ser molesta.

—Usted, en cambio, es incapaz de molestar a nadie, estoy segura. Para ser un hombre, me resulta usted de lo más amable y considerado.

—¿No le gustan mucho los hombres, verdad?

—No hay motivos para que me gusten. Desde el presidente de mi Universidad, un farsante que sólo iba buscando recompensas y era un «cobista» —se pasaba la vida en busca de generales y magistrados a quienes otorgar títulos universitarios honoríficos para sacar él publicidad—. Desde él, pasando por el decano de mi Facultad, un viejo fonógrafo dispéptico, hasta el más idiota de mis discípulos, que sólo era un poco más joven que yo pero decía que le molestaba horriblemente que le diera clase una solterona «amojamada»… En fin, todos los varones que he conocido eran lo más a propósito para que yo no dejara de ser una profesora y nada más que eso.

—Pero ¿no tendrá usted algún otro motivo? Quiero decir alguna razón más personal, cualquier resentimiento…

—Prefiero que no hablemos de eso.

—Perdóname, Olivia. —Se había puesto a tutearla sin darse cuenta—. Ha sido sólo la intromisión de un peregrino solitario que te considera espléndida y algo… temible. ¿Me perdonas, Olivia? No olvides que soy completamente inofensivo.

—Muy bien, Hayden —ella también lo tuteaba ya—. ¿Te parece que hablemos de otra cosa?

—Okay, Olivia. ¿Vas a seguir mucho tiempo en Italia?

—Todo el tiempo que me dure el dinero… si hago alguna buena estafa o algún robo a mano armada.

—¿Qué consideras como tu verdadero hogar? Me refiero a ciudades. ¿Zenith, como el señor Dodsworth?

—¡No, no; de ningún modo!

—Entonces, ¿dónde? Claro, quiero decir en los Estados Unidos.

—¡En ningún sitio de los Estados Unidos! Mi verdadero hogar se encuentra en cualquier lugar del continente europeo… exceptuando quizás a Rusia. Cualquier sitio donde beban vino en vez de agua helada y jugo de tomate y donde sepan hablar de cosas interesantes, no de estupideces.

—¡Ajá! ¿De manera que eres uno de esos seres malditos, los «escapistas», los expatriados?

—Sí. Y te advierto que me gusta Swinburne.

Hayden hizo una cómica mueca al verla tan exaltada y ella también inició un esbozo de sonrisa al preguntarle:

—¿Lees poesía?

—No mucha. Antes solía leer bastantes versos. Pero hay hombres muy aficionados a la poesía.

—¡Hombres, hombres! Todos ellos, unos animales lascivos, de movimientos lentos y bromas pesadas… Pero se distinguen de los animales en que no huelen bien. Huelen a pipa, a crema de afeitar, a cebolla… Existe el convencionalismo de que los hombres, con sólo hacer unas cuantas muecas, alegran el corazón de la mujer y la conquistan. ¡Qué disparate! ¡Los hombres! ¡Mi inocente amigo Hayden!

Decididamente, era una mujer insoportable.