La estación de Florencia tiene el sello monumental de lo mussoliniano, muy espaciosa y con sus mármoles y paneles de madera, pero la piazza de enfrente es de un vulgar aire suburbano y la espalda de la iglesia de Santa María Novella presenta una desnudez de color barroso. A aquella hora de la tarde parecía aún más triste su aspecto. ¡No se quedaría mucho tiempo en esta ciudad! El taxista estaba aprendiendo inglés y pretendía chapurrear en el idioma de Hayden mientras éste le hablaba a él en italiano. Pero Hayden sólo conocía las palabras bravo, spaghetti y zabaglione, aparte de las indicaciones que aparecen en los papeles de música, de manera que esta posible amistad naufragó ante las dificultades idiomáticas. Tuvo que acostarse, mohíno, en el admirable Hotel Excelsior.
Pero a la mañana siguiente, una reluciente mañana de fines de agosto, se asomó al balcón y empezó a enamorarse por primera vez de una ciudad.
Vio el río Arno, con su corriente oscura por las recientes lluvias en las montañas, vio los antiguos palacios que lo bordean y los montes del fondo, con los cipreses que se balancean con el aire. A un lado se hallaba la torre de Bellosguardo y un fragmento de la antigua muralla de la ciudad, y por la otra parte podía admirar la maravilla que es la iglesia de San Miniato, blanca y con franjas verdes, pero que desde lejos parece negra. Hayden veía una ciudad llena de antiguas resonancias y de moderna energía con viejísimos pasajes, retorcidos y misteriosos, cubiertos con arcos de piedra sobre los que había grabados escudos nobiliarios. «Me gusta todo esto. ¡Quizá me quede la semana entera!».
Por entonces vivía en Florencia un amigo y compañero de estudios del padre de Hayden: un fabricante de automóviles norteamericano, retirado, competente ingeniero y hábil hombre de negocios. Tenía unos sesenta y cinco años y se llamaba Samuel Dodsworth. Hayden le envió una carta a mano a su villa Canterbury —en el Monte de la Torre del Gallo— y el chófer de Dodsworth trajo en seguida una nota invitando a Hayden a un cocktail para aquella misma tarde.
Para hacer tiempo, recorrió las calles florentinas, tan poco cambiadas desde los tiempos medievales, que esperaba uno ver surgir de un recóndito patio alguna dama con un puntiagudo tocado acompañada por un galanteador vestido de satén con un halcón al puño. Hayden se llenó el espíritu con la Piazza della Signoria, donde Savonarola sufrió su martirio y a cuyo fondo se eleva el Palazzo Vecchio, con su altísima torre.
Mientras le conducían monte arriba hasta la mansión de Samuel Dodsworth, iba Hayden en un excelente estado de ánimo.
A diferencia de la mayoría de las villas italianas, que sólo muestran al transeúnte las enyesadas paredes enrojecidas con la luz de la calle y una puertecita que se abre sobre un jardín recoleto, la Villa Canterbury, de Dodsworth, que había sido construida para Lord Chevanier en 1880, estaba muy alejada de la calle y tenía delante un extenso y bien cuidado césped.
Era un hotelito medio inglés y medio Yonkers a base de mucha madera. En el interior, chintz, madera de sauce y roble jacobeo; y lo único que había cambiado allí desde los días de Su Señoría era que la edición parisiense del New York Herald Tribune había desplazado al Times de Londres, y el Yale Alumni Magazine a la Fortnightly Review.
Hayden llegó a las seis, o sea con media hora de adelanto para el cocktail, con lo cual tuvo tiempo suficiente para ir estudiando a sus anfitriones. Dodsworth era un hombre alto, corpulento, con bigotes grises, capaz de escuchar con toda calma a su interlocutor. Su esposa, a la que llamaba Edith, parecía algo italiana, aunque Hayden creía saber que había nacido en el Canadá o en Massachusetts.
Dodsworth, arrellanado en su sillón, era una imponente masa; daba la impresión de no estar dispuesto a moverse de allí. Le preguntó a Hayden, amablemente:
—Vamos a ver, ¿cuánto tiempo hace que murió Monty… tu padre?
—Hace diez años. Y mi madre poco después.
—Eran dos excelentes norteamericanos. ¿Sabes que tu padre solía jugar al applejack en el colegio? Una vez organizó una partida que empezó a las tres de la madrugada y duró hasta el mediodía siguiente. Perdí once dólares y una fotografía de Sarah Bernhardt.
—¡No es posible! ¡Si era un puritano en todo lo que se refiriese a los juegos de azar y a la bebida! Siempre sermoneaba a los que tenían esas debilidades, aunque lo hacía con suavidad.
—Claro, es que lo sabía por experiencia. ¿Cuánto tiempo vas a estar en Italia, Hayden?
—Aún no lo sé. Tuve un accidente de automóvil y ahora me estoy reponiendo. Me he tomado unos meses de vacaciones. Quizá me quede en Florencia durante… digamos quince días o cosa así.
—No te estés demasiado tiempo en Italia ni en ningún otro sitio del extranjero. Acabaría conquistándote. Desde que cometí la estupidez de vender la Revelation Motor Company, Edith y yo hemos viajado por la India, China, Austria y sabe Dios cuántos sitios hasta que, por fin, nos hemos quedado en Italia tres años seguidos. Desde luego, Edith ya había pasado aquí muchas temporadas. Entre un país y otro, hemos intentado vivir en los Estados Unidos, en Zenith, pero está visto que ya no podemos volver a aclimatarnos a nuestro país. Allá está todo el mundo tan ocupado en ganar dinero que no hay manera de encontrar a alguien con quien charlar a no ser que esté uno dispuesto a desriñonarse jugando al golf. Y he llegado a detestar a los criados, que nos odian, y que odian todo lo que están obligados a hacer. Lo único que hacen a gusto es cobrar su paga. En cambio, aquí tenemos una chica que me pone las zapatillas sin sentirse tan humillada por este servicio que tenga que afiliarse a toda prisa al Partido Comunista.
»Y la última vez que estuve en nuestro país, Hayden, me aburrió soberanamente oír a mis antiguos conocidos hablando sólo de caza, pesca, baseball y golf. Lo mismo que siempre. Nada nuevo han aprendido. ¡La pesca! En mis tiempos, también a mí me entusiasmaba pescar. Sí, como al que más. Pero cuando uno oye a un señor de edad ya venerable hablar del último pez que enganchó —un pececillo de nada, que le cabe a uno en el bolsillo del chaleco— con la misma ilusión con que puede hacerlo un chico de diez años, es para reírse a carcajadas. Toda esa gente me ha dado la impresión de estar todavía sin madurar, incluso algunos magnates de las finanzas o de la industria que creen sabérselas todas.
»Y no creas, Hayden, que esta actitud mía es de ahora. Ya cuando luchaba yo en Zenith no me gustaba nuestra manera de ser. Me reventaba ese humor nuestro que a la mayoría de nuestros compatriotas les parece una maravilla. Me sentaba como un tiro cada vez que algún buen amigo mío —un banquero, por ejemplo— me daba una palmada en la espalda y vociferaba: “¡Vaya, vaya, aquí está este gran ladrón de caballos!”. Y lo curioso es que casi siempre el bromista era muy buena persona. Después de las primeras treinta mil veces, empezó a parecerme que aquello dejaba de ser original. Imagínate la idea que tendré de ésa tan cacareada campechanía nuestra ahora que vivo en este ambiente…
»Además, bastan estas colinas de Toscana, los monasterios y villas, y la extraordinaria variedad de todo esto… En fin, ve en tu coche, en cosa de una hora, hasta San Gimignano y admira aquellas antiguas torres. Basta con que pongas en marcha tu imaginación sobre las batallas que se desarrollaron en aquel mismo sitio. O bien, vete a Siena y almuerza en una plaza muy antigua que hay allí y contempla la torre, tan esbelta, y pregúntate cómo demonios se las compusieron aquellos tipos para levantar tan enormes masas de piedra sin contar con nuestra actual maquinaria.
»Comprendo que no estoy empleando los argumentos más adecuados para inducirte a regresar a nuestro país, como te aconsejé al principio, pero es que mi intención era precisamente ésa: hacerte ver el peligro tan grande que te acecha aquí. Podría acabar gustándote esto tanto que vacilaras en volver a casa y enfrentarte de nuevo con tus responsabilidades. Eso, para un hombre joven como tú, sería muy malo. Ya ves, yo nunca he logrado aprender este maldito idioma. Edith se esfuerza con toda su paciencia en hacerme decir acqua fresca cada vez que quiero un vaso de agua. Pero eso no importa. Lo positivo es que aquí puedes comer y beber estupendamente sin tener que pagar cuatro dólares y medio en un restaurante por un bisté quemado y unas patatas fritas con sabor a penicilina.
»Y, a pesar de todo, créeme que siento nostalgia de nuestra tierra y que jamás falto a una de las reuniones de mi promoción universitaria en New Haven. ¡Nunca he faltado!
»¡Edith, es preferible que me encierres! Hace un año que me ha entrado esta añoranza. Pero el motivo ha sido la presencia de Hayden. Dile que debe irse a los Estados Unidos y quedarse allí… Dile eso y luego ve a la ciudad a renovar el alquiler de esta casa por otros dos años. En ella, Hayden, podemos tener criados italianos, pero no dudes ni por un momento que disfrutamos de la mejor calefacción central norteamericana.
Los invitados empezaron a formar grupos y a charlar, pero antes de que estuviesen preparados los cocktails, la señora Dodsworth condujo a Hayden a la terraza para que admirase la «vista» que anuncian los florentinos en todas partes.
Aunque estaba muy difuminada por la semioscuridad, Hayden percibió el formidable poder de sugestión que tenía aquella ciudad tendida a sus pies, una ciudad que parecía metida en una inmensa cesta de oro entre las montañas de Arcetri y, más lejos, el monte Fiesole. La señora Dodsworth le indicó la torre, apenas visible ya, del Bargello, el campanario de Giotto, la aguja de la Santa Croce y la torre del Palazzo Vecchio dominando al mundo mejor que cualquier rascacielos de cien pisos de hormigón armado.
Como arquitecto, como poeta mudo, Hayden se sintió elevado al séptimo cielo; como hombre solitario que viajaba para encontrarse a sí mismo, se preguntó si allí abajo, en aquel enjambre de estrellas caídas, no estaría la clave del camino que había perdido. Era indudable que se había enamorado y aunque sólo de una ciudad, sabía por lo menos que era capaz de poner en marcha la magia del amor hacia algo.
Y entonces entró en el salón para decir que sí, que le podían poner una aceituna en su martini seco.
La mayoría de los invitados pertenecían a la Colonia angloamericana florentina, unida por un solo vínculo: la firme decisión de mantenerse apartados de sus amadas patrias respectivas. Había allí algunos de esos sabios excéntricos que han sido famosos en Florencia desde los tiempos del Dante, pero el resto constituía la milicia activa de los jugadores de cartas.
La señora Orlando Weepswell, una viuda muy rica de sesenta años, ocupaba uno de los puestos de mando de la brigada del bridge. Llevaba viviendo veinte años en la hermosa Villa Portogallo y había logrado aprender cuarenta y siete palabras en italiano, la mayoría de las cuales significaban «demasiado pronto» o «demasiado tarde». Era hija de un pastor que ejercía su sacerdocio en un pueblo y, siendo todavía una muchacha, se había convertido —de un modo algo sospechoso— en la novia de un banquero y armador que de vez en cuando era diputado, alguna vez que otra maestro en una escuela dominical, y en toda ocasión un sinvergüenza. Su villa florentina tenía las paredes cubiertas de brocado rojo-vivo y sus muebles antiguos eran «hipotéticos», pero en su dormitorio, apartado de las miradas curiosas de los miembros de la Colonia, la ilustre dama tenía el sillón Morris a que estaba acostumbrado el Honorable míster Weepswell de toda la vida.
Fue esta señora la primera persona, aparte de los Dodsworth, que hizo sentirse a Hayden tan a sus anchas como si estuviera en su casa. Contribuyó poderosamente la señora Weepswell a que se creyera capaz de vivir tan seguro y con tanta naturalidad en Florencia como en Newlife.
Cuando miraba uno a Lady Weepswell no pensaba que era una mujer de sesenta años sino la misma jovencita inexperta y suave como un guante a quien el Honorable míster Weepswell había deslumbrado. La veía uno tan bonita e inocente, con unos ojos tan puros… Y la voz le temblaba aún de emoción ante un helado o con un gatito o con James Whitcomb Riley. Por lo visto, a esta amable señora se le había formado, con los años, un sutil y polvoriento velo que le cubría su auténtico rostro, y se lo quitaba a voluntad.
—¡Tiene usted que alquilar una villa y vivir aquí, señor Chart! ¡De verdad se lo digo, le necesitamos a usted! —A uno siempre le gusta que le digan cosas como ésta, sobre todo si uno es un hombre tímido y de corazón tan ardiente como Hayden—. En el mismo instante en que le vi a usted, me dije: «He aquí un joven de sentimientos delicados, que no es un devorador de lotos como la mayoría de nosotros, los snobs dorados. ¡Sería tan ideal estarse charlando con él tranquilamente!». Sí, eso me dije. Y apuesto cualquier cosa a que aprenderá usted el italiano a una velocidad increíble. Un joven tan listo como usted… ¿Ha aprendido ya algo?
—Pues sí, hoy mismo me he enterado de cómo se dice en italiano «¿dónde está?», y también sé decir «ternera» y «consomé con fideos».
—¿Es posible? ¡En un solo día! ¡Es usted un lingüista como hay pocos! En mi choza estaremos esperándole para tomar el té siempre que se sienta usted solo.
Entonces fue asaltado Hayden por Augusta Terby —llamada familiarmente Gus—, una joven de treinta años que saltaba mucho al tenis, siempre colorada, y que parecía un caballo ruano, mientras que su mamá parecía un pony suspicaz. Augusta creía sinceramente que todos los varones norteamericanos eran millonarios, impacientes por casarse con alguna persona que se encargase de llevar las labores domésticas. En seguida invitó a Hayden a tomar una taza de té en su villa para jugar luego al tenis. Hayden se sintió aún más ciudadano de esta generosa ciudad fronteriza llamada la Colonia angloamericana, y Augusta, por su parte, sintió —como no lo había sentido desde hacía una semana— que esta vez había conseguido por fin resolver su problema, es decir, no quedarse soltera. En cuanto a la madre de Augusta, preguntó a Hayden si le gustaba Londres, prueba de confianza que sólo otorgaba a muy pocos de estos extraños y estruendosos primos norteamericanos.
Junto a estos peones, había más importantes figuras en el tablero de ajedrez que era el suelo de mosaicos blancos y negros del salón de música de los Dodsworth. Hayden tuvo el honor de conocer a Sir Henry Belfont, Bart., el más mohoso y ancestral de todos los monumentos históricos ingleses, que parecía una torre del homenaje de tamaño excepcional con traje de mañana, y a Lady Belfont, silenciosa millonaria norteamericana.
Sir Henry dio la bienvenida a Hayden en el tono más campechano de que era capaz:
—¡Ah, un americano!
—Sí.
—¡Ah! Y ¿piensa usted permanecer algún tiempo entre nosotros?
—Eso espero.
—Temo que nuestra Florencia le parezca a usted muy provinciana en comparación con esas ciudades espléndidas: Nueva York, Hollywood…
Pero Sir Henry lo dejó tranquilo en seguida.
Hayden simpatizó mucho con un individuo que parecía un Papá Noel con su barba, su oronda barriga y sus ojos amables y observadores: el profesor Nathaniel Friar, que había llegado a Florencia, procedente de Boston, hacía medio siglo. Friar estaba hablando con su amigo el príncipe Ugo Tramontana, alto, esbelto y bien afeitado. Era el último de una fabulosa familia toscana ya en decadencia. La señora Dodsworth murmuraba que estos dos hombres eran los únicos que podían hacerle en Florencia un poco de sombra —no mucha— al gran Bernard Berenson en cuanto al conocimiento del arte primitivo italiano y al entusiasmo por él. Friar y el príncipe asistían a las reuniones de los Dodsworth porque les resultaban agradables los anfitriones y porque allí había siempre buena y copiosa comida, es decir, algo que no abundaba en sus casas respectivas. Hicieron ante Hayden una leve inclinación de cabeza y éste pensó que le gustaría trabar amistad con ellos. Eran los guardianes del tesoro cultural que él ambicionaba.
Mientras tanto, y sin dejar de hablar de tenis a ratos con Gus Terby, estuvo fijándose Hayden en una joven de unos veintisiete o veintiocho años que daba la impresión de hallarse allí tan desplazada como él. Al observar la «oscura» palidez de su rostro ovalado, la comparó mentalmente con el marfil, y pensó también que aquellas manos tan finas serían muy suaves al tacto. Las mejillas, la frente y las manos de aquella mujer sugerían comparaciones de lisura y suavidad. Tenía el cabello dividido en dos partes que le enmarcaban el óvalo del rostro. Se cubría la cabeza, con un chal de color marfil con hilos de oro y su vestido era de lana cremosa sin más adornos que el cinturón dorado. Había en ella algo latino, y también un algo de realeza, una elevación espiritual que la apartaba de toda vulgaridad y de todo deseo como no fuera el de aspirar a la santidad. Ésa fue la impresión que sacó Hayden del buen rato que estuvo contemplando a la bella desconocida.
Cuando este arquetipo viviente de todo lo puro se acercó a hablar con Friar y el príncipe Ugo, a quienes parecía tratar con mucho respeto y a la vez con indudable amistad, Hayden le preguntó a la señora Dodsworth:
—¿Es italiana aquella joven que está hablando con el señor Friar? Se diría que es una principessa.
—Pues no, no es italiana, sino una Miss como las demás, una norteamericana. Desde luego, habla el italiano tan bien, que parece de este país. Se llama Olivia Lomond. La doctora Lomond, o doctor, o como se diga. Es profesora, o ayudante o algo así, en la Facultad de Historia de la Universidad de Winnemac, a cuyo patronato pertenece mi Sam. Sólo sabemos de ella eso, porque no la tratamos apenas. Supongo que nos despreciará a todos los maniáticos del bridge. Está investigando no sé qué manuscritos en la Biblioteca Laurentina. Cosa de un año, aproximadamente. ¿Quiere usted que se la presente?
Claro que lo estaba deseando.
Cuando Hayden habló con ella, la señorita Lomond estuvo cortés con él pero sin interesarse. Sí, era cierto que hacía unas investigaciones eruditas. Cotejaba unos manuscritos de Maquiavelo y Guicciardini con ciertos datos que existían en los archivos oficiales de Florencia. Una labor polvorienta y poco remuneradora. Sí, era profesora en los Estados Unidos, en Winnemac: Historia de Europa. Concretamente: Edad Media y Renacimiento de Italia.
Hayden trató de hacer algún comentario interesante:
—Pues le aseguro que ahora lo que más me gustaría en el mundo es saber más de esas épocas. Estoy seguro de que ha debido de haber en ellas mucho más que las aventuras de capa y espada y las historias de amor entre caballeros andantes y princesas.
Hayden no tenía que esforzarse mucho para demostrar que sabía muy poco de historia europea. Olivia Lomond dijo que sí con un movimiento de cabeza y siguió callada. Pero cualquiera habría comprendido que estaba pensando: «¡Qué vas a saber tú, un vulgar businessman americano, un frívolo turista!».
Hayden captó ese callado insulto y se picó. Por eso, reaccionó jactándose:
—Naturalmente, como arquitecto, creo estar completamente seguro de que podría dibujar de memoria los planos del palacio Riccardi-Medici.
—¡Oh! Oh… ¿pero es usted arquitecto? ¿Y en los Estados Unidos?
—Ejerzo en una ciudad del Oeste: Newlife. ¿La conoce usted?
—No… Lo siento, pero no tenía idea…
Por el tono de su voz, tampoco parecía tener muchas ganas de conocer Newlife algún día. Se notaba que la joven se limitaba a pagar en conversación al valor de su cóctel.
—¿Habla usted italiano?
—Lo siento… no he podido…
Hayden estaba dispuesto a no dejarse achicar. Si ella no daba importancia a sus cosas, él le correspondería con la misma moneda. Le empezaba a reventar esta diosa engreída por cuyas venas sólo corría tinta a punto de helarse.
—Pues debía usted hablarlo, señor Hayden.
—¿Por qué?
—Basta con que me lo esté usted preguntando para que con ello responda a mi pregunta. Si no sabe usted por qué debe hablar italiano es que algo muy importante falta en su cultura.
—Escuche usted, señorita: el italiano no es muy práctico en Newlife. Pero, claro, a usted le parece Newlife muy poca cosa.
—No hay razón alguna para ello. Es, sencillamente, que esa ciudad no entra en mi filosofía de la vida.
La señorita Lomond dijo exactamente «en mi filosofía de la vida», con gran asombro de Hayden. Y en seguida añadió:
—No dudo ni por un momento de que es una comunidad encantadora, con admirables árboles. Sin duda, es uno de los sitios más emprendedores de Nebraska.
Se notaba que la señorita Lomond había leído unas líneas sobre Newlife, pero Hayden se había cansado de ella. Le molestaba aquella mujer. Con un poco de esfuerzo, habría llegado a odiarla allí mismo. Por lo visto, no sólo Hayden le era indiferente por completo, pues le hablaba mirando continuamente a otros hombres allí presentes y también los miraba glacialmente. Sólo se animaban sus ojos cuando tropezaban con los del profesor Friar, descuidado en el vestir y con su barba revuelta. Aquella hermosa criatura había vendido su alma por unas insignificancias que, en plena era atómica, resultaban tan inútiles como la lista de los reyes asirios. Suave y fría como el marfil, Olivia Lomond logró que Hayden considerase como una bendición la gárrula charla de Mary Eliza Bradbin, que estaba agotando el trascendental tema de los rellenos de sandwich. Comparándola con Olivia, Hayden llegó a la conclusión de que Mary Eliza era una mujer «muy femenina».
Después de haber proseguido con evidente aburrimiento su obligación social, la doctora Lomond volvió a encontrarse junto a Hayden y le preguntó:
—¿Va a quedarse en Florencia unos días?
Asombrado por lo que se oía decir a sí mismo, respondió Hayden:
—Quizá me esté aquí varios años.
—¡No me diga!
Por fin había despertado el interés de la helada investigadora medieval, por lo menos el interés que pondría en un carrito tirado por un asno si se le atravesara en la calle. Y aquellas palabras, pronunciadas con un poco más de cordialidad, revelaron a Hayden una voz melodiosa, más bien grave, propia de una mujer de marfil.
Sin duda, estaba un poco intrigada, porque preguntó:
—¿Acaso le dan a usted algún puesto oficial en Florencia?
—No, nada de cargos oficiales. Me dedicaré a estudiar. Ya ve usted, tengo que volver a la escuela en mi ancianidad. Estoy dispuesto a dominar este italiano de los demonios y toda esa historia que a usted la apasiona.
Ni la dudosa gracia de la «ancianidad» referida a él mismo, un hombre joven, ni la desenvuelta alusión a las aficiones culturales de Olivia Lomond y sus iguales, lograron hacerla sonreír. Al contrario, se puso muy rígida y, con un cortante: «Espero que eso le divierta», lo dejó plantado sin más explicaciones y se fue a hablar con Augusta Terby.
Pero Hayden lo había dicho con absoluta intención de llevar ese propósito a la práctica. Se dedicaría a erudito. Sería un Erasmo, un Grossetest, un Alberto Magno, aunque sólo fuese para apagarle los humos y la tontería a aquella especie de snob, a aquella profesora que se creía más intelectual que nadie.
Ella no le atraía lo bastante para odiarla ni para querer hacerle daño. La doctora Lomond lo fascinaba como una serpiente de cascabel. No dejó de mirarla durante todo el tiempo que duró aún el cóctel, mientras hablaba —por lo visto de igual a igual— con aquel gran caballero y espejo de historiadores, el príncipe Ugo Tramontana. La voz de Olivia Lomond llegaba a Hayden a través del salón como el rumor de un riachuelo, no como el cacareo provinciano a que estaba acostumbrado cuando oía las charlas de las mujeres de Newlife. No estaba seguro de que consiguiese odiarla, pero desde luego la profesora merecía que se le aplicase una buena dosis de un odio saludable.
Sí, ya vería Olivia Lomond quién era él; y a la vez que ella, lo vería todo este inmenso mundo.