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Tenía fija la mirada en la pasarela, aquella especie de puente cubierto con un toldo y tendido entre el enorme y negro costado del buque y el hosco y sombrío muro del muelle. Tenía tiempo: aún podía desembarcar y seguir siendo un sensato arquitecto en vez de emprender aquel viaje a un mundo inhóspito del cual no conocía ni un solo idioma y donde no tenía amigo alguno ni sabría ganarse la vida si lo necesitase.

Miraba la pasarela con aprensión. Pero, fijando luego la vista en la multitud apiñada en el muelle, no se movió. Retiraron la pasarela y ese único eslabón que le unía a América, a Newlife, al Hayden Chart de la casa Chart, Bradbin & Chart, quedó cortado. Ya no había remedio. Era un exiliado. Y no tenía en absoluto la sensación de haber recobrado la juventud. Era un hombre cansado; seguramente, demasiado cansado para emprender una nueva vida ni hacer más que añorar la vida pasada, que le había resultado tan firme y provechosa.

No había visto embarcarse a nadie que él conociese. Marchó a su camarote a través de unos pasillos carcelarios, pero por muy alegre que fuese el cubrecama de cretona, por hermosas que fueran las flores artificiales que le habían puesto y por muy bien barnizado que estuviera el armario, no era un lugar adecuado para vivir en él. Apenas cabía en tan reducido espacio. Y es que su impaciencia le hacía moverse demasiado. No creía poder aguantar allí hasta que el barco le depositara en la otra orilla al cabo de seis días.

Ya sabía lo que todos los exiliados —antes y después de Dante— han de aprender, quiéranlo o no: que en el mundo entero no hay más que unas pocas calles donde le dejen a uno vivir a gusto, y que si confesamos a un desconocido: «Me he decidido a explorar, conquistar y colonizar mi propia alma», bostezará y nos dirá: «¿Ah, sí? Pero ¿por qué tiene usted que hacerlo precisamente aquí?».

Así que ésta era la alegre aventura íntima en lo desconocido de que tanto hablan los novelistas.

En el comedor reservó una mesa para él solo. Allí se atiborró de hors d’oeuvres y pato con salsa de naranja —una mezcla repelente—. Luego fue a la Sala Corintia para fumadores y se halló tan solo como en el comedor. Pensaba que sus compañeros de viaje eran un perfecto conjunto de tontos y no le entraba en la cabeza para qué tendría que ir al extranjero toda aquella gente tan estúpida.

Exceptuando el tiempo que estuvo recluido en el hospital, ésta era la primera vez que se había encontrado solo día tras día, y durante los cuatro primeros se consideró más incomprendido y abandonado que nunca. Pero de pronto descubrió que lo estaba pasando muy bien y que, si se le había hecho al principio intolerable su soledad en el barco, era porque durante muchos años todas sus amistades habían creído que un hombre no puede triunfar en la vida, ni siquiera ser decente, si por lo menos seis personas por hora no le decían con entusiasmo: «¡Magnífico día! ¿No le parece?», y dieciséis personas le telefoneaban: «¡Vaya, por fin hace un día magnífico! ¡Me lo estaba figurando! ¿No le importa que le entretenga unos minutos para hablarle de…?».

Era un lujo más difícil de apreciar que la calidad de una rara solera, esto de poder, hora tras hora, estarse sentado y en silencio sin verse obligado a vender a nadie sus palabras y su simpatía, sin estar obligado a hacerlo ni siquiera consigo mismo. Llegó a la alentadora conclusión de que acabaría sacando algo positivo de aquel viaje aun en el caso de que no viera ni una sola catedral. Sólo tenía que permanecer tranquilo en un café y no creerse obligado a salir disparado para salvar a los Estados Unidos.

La vida que paulatinamente había ido recuperando se convirtió en una amplia marea calentada por el sol. Adquirió tal seguridad de sí mismo y se creía tan capaz de hacer cuanto se propusiera, que nada hizo para demostrárselo. Se pasaba las horas paseando por cubierta y le bastaba la compañía de las olas, que parecían comunicarse con él mediante misteriosas señales, y, cuando ya se acercaba el barco a tierra, las gaviotas le hacían también buena compañía. Más que pájaros, parecían señales luminosas.

Descubrió que un barco es siempre el centro de la enorme redondez del mar, el centro y la finalidad del universo, lo que tiene el hombre para justificar su insignificancia, y cuando desembarcó en Southampton y subió al tren sentíase invadido por la santa paz de los eremitas.

En Londres hizo casi todas las cosas que suelen hacer los turistas.

Comió rosbif, vio el relevo de la guardia en el Palacio de Buckingham y admiró las joyas de la Corona en la Torre. Admitió que, efectivamente, estas joyas poseen más fulgurantes destellos que la bisutería que venden en los grandes almacenes. Bebió cerveza amarga y vio las tumbas de todos los reyes enterrados en la Abadía. Le gustaron las filas de casas, sombrías y altaneras, pero con aire de tener aún muchos años de vida, indiferentes a la publicidad y a las miradas de los forasteros.

Se decía a sí mismo que debía animarse en estas calles donde, en cualquier momento, podía encontrarse con míster Pickwick o David Copperfield, o Sherlock Holmes o sir John Falstaff, e incluso con Winston Churchill, esos prodigiosos triunfos de la imaginación, más fabulosos que lord Beaverbrook y, sin embargo, más reales. Pero en seguida recordó cómo, trece años antes, cuando estuvo por allí con sus compañeros de estudios, lo había pasado estupendamente, lleno de alegría y de juventud; y, en contraste, su soledad actual le produjo una honda melancolía. ¿No resultaba sacrílego que un viejo actor trágico de treinta y cinco años paseara su lúgubre ánimo por entre los alegres fantasmas de unos muchachos de veintidós años?

Hayden comprendía que su compañía no podía serle grata a nadie en aquellos días y, como en el trasatlántico, estaba siempre solo. No utilizó ninguna de las cartas de presentación que los magnates de Newlife le habían obligado a aceptar, encargándole con el mayor interés: «No olvide usted visitar a mi amigo Bill Brown-Potts; gran muchacho para ser inglés; es igual que usted y que yo, más sencillo que un zapato viejo, pero es uno de los que dominan el mercado del carbón, juega al golf muy bien y tiene una mujer encantadora y unos niños muy simpáticos. Prométame que irá a verlo».

Hayden estaba seguro de que ni siquiera el inglés más tratable y sencillote podría animarlo. Estaba cómodamente instalado en Londres y comía muy bien, pero sintió el deseo de alquilar un automóvil para recorrer la Inglaterra florida de los cottages, la Inglaterra de Anne Hathaway, aunque no llevaba un itinerario preparado. Al principio era incapaz de ver el paisaje. Su sombrío estado de ánimo le impedía apreciar la belleza natural que le rodeaba. Hasta que, inexplicablemente, el milagro de su esperanza recobrada y un interés renovado por todo le transformaron.

Estaba en la costa de Cornuailles. Contemplaba el monte de San Miguel, en la isla de los castillos, coronada por unas nubecillas que parecían querubines, y sobre la cual volaban las gaviotas. Las barcas de pesca estaban varadas en la arena húmeda y reluciente y, más allá, al sol, se extendía el mar, que llegaba hasta España y África. En aquel instante de su camino de Damasco, este inmenso mundo se le convirtió en algo de gran belleza y rebosante de libertad. Merecía la pena recorrerlo y poseerlo y se hallaba allí precisamente para que él, Hayden Chart, tomara posesión de su inmensidad. Había desaparecido el telón de tinieblas que lo separaba del sol. Verdaderamente, había recobrado la juventud. Se encontraba maravillosamente inmerso en la magia y en los ilimitados espacios de la juventud. Exclamó, aunque sólo él pudo oírlo: «¡Hayden, déjate llevar y sé feliz!».

Su alma se elevó sobre todos los Hayden Chart que hasta entonces habían caminado a tropezones por la senda de la indecisión, los polvorientos caminos de la inseguridad y las torturantes dudas. A partir de esta revelación, se permitió a sí mismo ser feliz.

Volvió a experimentar aquella misma sensación, de un formidable poder estimulante, aquella mágica inspiración, tan súbita y clara como la música repentina que no esperábamos, cuando se hallaba en el barco rumbo a Calais, es decir, precisamente cuando abandonaba aquella Inglaterra donde el fantasma de su juventud —de su otra juventud— le había jugado la mala pasada de no dejarle disfrutar del nuevo ser en que se había convertido. Por primera vez pudo ser ya plenamente este hombre nuevo.

En la agencia de la American Express en París encontró una nota de Roxanna Eldritch, de Newlife:

«Querido Hay: Bienvenido a nuestro pequeño Continente, que es tan instructivo. He trabajado mucho. Parece que a mi director le gustan mis crónicas en que explico por qué Trouville, Montreux, etc…, son casi tan buenos como Colorado Springs. Voy a alojarme en casa de Mr. & Mrs. Solly Evans, de Denver, que están forrados de dinero —heredaron un ferrocarril—. Han alquilado una villa estupenda en Cannes, junto a la playa. Conocen a tu primo Edgar y están enterados de todo lo tuyo y les gustaría horrores que pasaras unos días en su casa. Anda, ven; no seas tonto. Tu amiga, Roxy».

El norte de Francia estaba de color marrón a fines de otoño y, cuando Hayden se apeó del tren en Cannes, le produjo la misma sorpresa que cuando llegó a Pasadena por primera vez: rosas, palmeras, naranjos y bambúes en contraste con aquel desierto. El aire destilaba alegría. Parecía lleno de destellos y, por lo visto, ninguna de las personas que deambulaban por las calles de la vieja ciudad provincial tenían ninguna preocupación más seria que la de tomarse otro aperitivo. Y en el Mediterráneo, tan antiguo y sagrado, que ahora veía Hayden por primera vez, flameaban velas de colores.

La villa de los Solly Evans era un abigarrado conjunto de terrazas, muros amarillos y una vieja torre de piedra a la que habían adosado una especie de barracón donde estaban los dormitorios, todo ello rodeado por un jardín con exuberantes flores y una gigantesca parra, y situado a la orilla del mar. La piscina, bordeada por bloques de piedra, tenía un airoso trampolín y sillas plegables con cojines rojos bajo unas grandes sombrillas de franjas negras y anaranjadas. Cuando Hayden llegó a la terraza superior, acompañado por un criado que parecía el empleado de una funeraria de Chicago, vio por primera vez a su anfitrión, un joven delgado, muy tostado por el sol, con un traje de baño muy deteriorado, que concentraba toda su atención en la tarea de agitar una coctelera de cromo y cristal.

—Usted es Hay, ¿no? ¡Hola, yo soy Solly!

Y en un banco de piedra, junto a la piscina, vio Hay a Roxanna Eldritch en bañador. Y era un bañador concebido por los mejores especialistas de París para que produjese doble impresión de desnudez que un bañador norteamericano de la mitad de aquel tamaño. Y cuando Roxanna corrió hacia él y le besó, aunque fuera, más que un beso, un leve roce en una mejilla, y por muy rústica e inocente que la joven le hubiese parecido cuando se despidió de sus amistades en el andén de Newlife, Hayden sintió unos deseos intensos de acariciarla.

«¡Cómo está!», pensó el misántropo que aspiraba a hacerse una cultura.

Le presentaron a los demás invitados: una señorita americana —de ojos alegres, boca severa y cabellos como fibras de cristal— que tenía algo que ver con la radio de París; un joven brasileño cuya personalidad se reducía a poseer una casa de campo en Suiza; un aviador irlandés; un joven que ocupaba un puesto importante en un Banco americano de Bruselas pero que era inglés; un viejo fabricante de los Estados Unidos que parecía muy abatido pero que era muy rico; una condesa española; y un barón sueco.

De estas personas, la única cuya habla podía entender Hay era el barón sueco, ya que los otros no hacían más que gritar de un modo ininteligible. Cuando sacaron el almuerzo en unos carritos —con unos frascas de vino de dos litros cada uno—, los invitados y el matrimonio anfitrión aumentaron su algarabía. Y no resultaba la más sensata, ni mucho menos, Roxanna Eldritch, que en tiempos era una muchacha de Colorado.

Después de comer durmieron todos la siesta. Según dijeron lánguidamente, en contraste con el bullicio anterior, no tenían más remedio que dormir la siesta, porque estaban muy cansados a causa de la tremenda actividad —tan digna de elogio— que habían desplegado la noche anterior bailando y jugando.

Hayden ni siquiera intentó conciliar el sueño. Sentado en su cuarto —cuya cama blanca y puertas de los armarios también blancas estaban adornadas por guirnaldas en relieve y angelitos dorados—, pensó en Roxanna con la pena con que se piensa en una hija muy querida que ha empezado a hacer locuras. Y luego empezó a pensar en ella no como en una hija, sino como en una encantadora joven que tiene unas piernas preciosas y todo lo demás tan atractivo como las piernas.

A la hora del tenis apareció Roxy con el sweater más transparente y los shorts más cortos que Hayden había visto en su vida. Y a la hora de cenar vestía un modelo de tan elegante sencillez, que incluso Hayden, nada experto en estas cosas, comprendió que era creación de algún buen modista de París: un vestido para el cual no alcanzaban los medios económicos de una periodista que empezaba y cuyo padre no pasaba de ser un negociante de tercera fila en caña de azúcar. Lo que le extrañaba era que, siendo un vestido de color verde rabioso, le fuese tan bien con su cabellera rojiza.

Mientras los demás jugaban al tenis, Hayden logró alejarse con Roxy para charlar un rato. Tuvo la impresión de que aquel refinamiento en gestos y modales resultaba un poco forzado en la naturalísima Roxanna y ella lo exageraba como queriendo decirle: «A ver si te atreves a ir contando a los estúpidos de Newlife que me he hecho una vampiresa».

Aunque la carta que le había, escrito no podía ser más característica de Newlife, ahora se esforzaba en hablar como una «sofisticada» joven inglesa.

—Veo que lo estás pasando muy bien —le dijo Hay paternalmente.

—¡Me he metido hasta las cejas en las más divertidas locuras! Mi nuevo acompañante es un brillantísimo escritor húngaro, joven y de un talento asombroso. Escribe comedias, poemas, novelas, crítica; en fin, de todo. No creo que le hayan publicado todavía nada, pero ese chico será un nuevo Evelyn Vaugh. Y también tenemos aquí a la baronesa Gabinettaccio, que es la más hermosa y más inmoral femme de Europa… ¡Vamos, Hay, no te importe decírmelo! ¡Sé que estás deseando manifestarme tu admiración por lo mucho que he progresado!

—No.

—¿Cómo que no?

—No.

—¿Es que no crees que esta gente es de lo más encantador que hay en el mundo?

—No. Me gustabas cuando eras natural.

—¡Querido amigo, soy tan natural ahora como antes! Mejor dicho, antes no lo era cuando creía que el porridge se podía comer. Además, como dice Dicky Florial, la mujer de la posguerra está demasiado aburrida para hacer el esfuerzo de vivir sencillamente como cada una es… ¡Vaya, no te pongas tan sombrío, abuelito! Decididamente, eres un buen burgués, un típico representante de la moral de la clase media. Te molesta la alegría no porque sea inmoral, sino porque es alegre.

—Ya lo sé. Yo también he leído a Oscar Wilde. Pero ¿no te parece que ya queda un poco anticuado? ¡Han pasado sesenta años!

Solly Evans insistió en que las salas de juego del casino de Montecarlo eran un sitio donde «se pasaba bárbaro» y Hayden fue allí esperando encontrar una especie de circo cinematográfico formado por grandes duques en el destierro con grandes bandas de brillantes colores cruzándoles la pechera de la camisa, gente que bebiese champaña a todo pasto acompañando a ilustres damas ataviadas con tiaras y armiño y que, riéndose sarcásticamente, perdieran y ganaran millones de rublos. Y también esperaba encontrar —con la garantía de Hollywood— millonarios griegos, reyes del ganado argentinos y princesas arruinadas, y también suponía que servirían el caviar con gran abundancia; y, por supuesto, que hacia las once de la noche, sin falta, se suicidaría por lo menos un joven inglés de distinguida familia. Cada noche uno.

En efecto, el casino rebosaba de magnificencia, pero lo que constituía esta grandeza eran unas enormes señoras de yeso que sostenían unas columnas barrocas y unas jovencitas ateridas de frío a las que habían pintado paseando por unos prados melancólicos. Y en las salas de juego ni siquiera pudo ver, en las mesas de la ruleta, a un solo gran duque —es decir, a uno de esos inconfundibles grandes duques —aunque fuese de la clase B—, sino sólo a unos tipos anodinos, con trajes corrientes y mal planchados, y a muchas viejas, por lo menos de doce nacionalidades diferentes, que contenían, esforzándose, sus impulsos histéricos cada vez que arriesgaban —para perderlos casi siempre— otros cincuenta centavos.

Una de ellas casi se levantaba de la silla cada vez que apostaba y se agarraba la bolsa de pellejo de su garganta como si fuera a estrangularse.

Estas brujas desenterradas vestían de un modo recargado y ridículo y otras descuidadamente. Unas se agitaban sin cesar y otras estaban inmóviles como estatuas, tan absortas en el juego, que para ellas no existía nada más. Parecían cadáveres sentados mientras el croupier actuaba, rápido y despiadado, pagando o recogiendo las fichas de hueso, que parecían huesecitos de esqueletos.

Mientras Roxanna observaba aquellas reliquias femeninas, sintió un escalofrío:

—Ya sé lo que estás pensando, Hay. Sí. Más vale que vayamos por ahí a tomar algo y luego nos quedemos en casa y veamos un buen partido de baloncesto en la televisión. ¡Estoy teniendo una visión horrorosa! Me veo casada con un viejo monstruo millonario —uno de ésos que hay aquí—, y luego se muere y me quedo tan harta de todo que no me queda más recurso que venir aquí todas las noches a jugar. Vivo sola en mi pisito, como estas viejas, y me paso el día sin hacer nada hasta que llega la hora de emperifollarme para venir a jugar. Hay, ¿es posible que toda Europa sea así?

—No; qué disparate. Tipejos de ésos los encontrarás en Nueva York o en Nevada lo mismo que aquí. Hay una Europa grande y majestuosa, estoy seguro. ¡Quiero encontrarla y conocerla! Sí, conocerla a fondo.

—¡Okey! Volveré a París y cambiaré mis tickets del Joujou Bar por una tarjeta de la Biblioteca.

Pero las honradas intenciones de Roxanna se esfumaron al día siguiente cuando fueron, en una excursión de Grandes Nombres organizada por Sadie Lurcher, al Hotel Concilier, en Cap Attente.

El Concilier es un hotel tan elegante e internacional, que no es sólo un hotel de gran, lujo —es decir, una posada de la máxima categoría, aunque por supuesto también llevan allí las cuentas y ganan dinero tan vulgarmente como en cualquier otra superfonda—, sino que es nada menos que una finalidad en la vida. Las toallas de baño son de dos metros y medio de longitud, se come tan bien como en una buena posada de pueblo —aunque con más perejil— y sus empleados hablan seis idiomas, no tanto para ayudar a los huéspedes, rigurosamente seleccionados, como para rechazar a los que no parecen lo bastante distinguidos. Por ejemplo, personas tan indeseables como los multimillonarios norteamericanos que no entienden los menús en francés e incluso a los condes y a las condesas cuando se sospecha que han votado por el partido laborista.

Cuando un rico tan poca cosa como Solly Evans se atreve a deslizarse subrepticiamente hasta el Bar Bayeux del Concilier —que es más acogedor, menos exclusivista, que el hotel propiamente dicho—, el camarero le dice «¿Yes?» en un tono que da a entender con toda claridad su asombro ante el error de que una persona como Solly Evans esté allí. A menos que Evans triplique la propina normal por adelantado, todos los camareros del local se concentrarán ante los ventiladores como si no tuvieran más trabajo que refrescarse.

Pero Sadie Lurcher era tan fin de tout como el propio Hotel Concilier. Era una dama inmensamente alta y virginal cuya misión de superembajador consistía en presentar magnates del tráfico de armas y estrellas secundarias de la realeza y del mundo teatral. Presentaba estas figuras unas a otras. Daba los almuerzos más fotografiados de Francia y nadie sabía cómo se las arreglaba para pagarlos. En cuanto a su origen, circulaban varias hipótesis. Unos creían que había nacido en América, otros la suponían escocesa; también se decía que era rusa y no faltaba quien la daba por nacida en Esmirna.

Poseía un pequeño chateau cerca de Cannes, con cincuenta y seis habitaciones, catorce de ellas habitables. Para mayor comodidad de los fotógrafos de prensa, daba sus almuerzos más íntimos en la piscina del Hotel Concilier, con su Petit Trianon Snack Bar, sus magníficos trampolines y una estupenda balsa, hecha de madera y cristal, y con su Picnic Plateau, famoso en todo el mundo, una terraza situada al borde de un acantilado desde donde se disfrutaba de una admirable vista marina. Aquí era donde servían las comidas al aire libre todo un cuerpo diplomático de camareros con pelucas y levitas con encajes dorados. Éste atuendo tenía por objeto diferenciarlos de los comensales, pues cuanto más ricos eran éstos, más famosos en todo el mundo, más veces divorciados y de ingenio más brillante, más probable era que luciesen, en las comidas de Sadie, unos shorts, sandalias, una pelambrera en el pecho y un peluquín.

Hoy ofrecía Sadie en el Plateau a sus amistades una de sus más refinadas comidas. Su troupe estaba formada por varias damas —hermosas, o con título, o millonarias— y unos caballeros todos ellos con su uniforme de pelambrera en el pecho, arrugados shorts y la frívola camaradería que caracteriza al perfecto snob. Entre éstos se hallaban algunos de los hombres más famosos en el mundo: un exrey, un exgeneral, un autor inglés tan entusiasta de todo lo británico que vivía siempre en Francia, y dos de los más titánicos personajes de la jerarquía de Hollywood, recién llegados en avión para hacer unas películas en Italia: un productor y un actor veintiséis veces más famoso que el Presidente de los Estados Unidos. Puede usted verle poner una cara feroz en las carteleras de cualquier cine de barrio en Grecia o en China.

Desde su humilde y distanciado puesto, Roxanna contemplaba con adoración a este rutilante Olimpo. De pronto, le soltó a Hayden:

—Podemos decir lo que queramos, pero la verdad es que el gran mundo internacional se da la gran vida.

—Ya sé —murmuró Hayden como si lo estuviera sólo pensando—. Fue para traspasar el poder de los traficantes de armas y la vieja aristocracia a las compañías de aviación, a las productoras cinematográficas, al petróleo y a la radio, por lo que murieron tantos millones de hombres jóvenes y por lo que yo he construido heroicamente mil millones de pies cúbicos de casas. Cuando miro a ese Rupert Osgoswold, con su pecho peludo a lo Hemingway, me siento recompensado por mis esfuerzos… ¡Por Dios, Roxy, no seamos tan vulgares!

Roxy lo miró con irritación y se alejó de él en busca de un cóctel.

Hayden se disponía a partir para Italia. Probablemente, Roxy pensaría llevarse a Nueva York aquella brillantez mundana que la tenía fascinada y se convertiría en una de esas señoras fabricadas en serie, animadas, muy caras, elegantes, resbaladizas como el mercurio y duras como él. Él se pasaría unas semanas en Florencia, en Roma y en Nápoles, y luego regresaría a su casa. Se creía ya capaz de soportar a Jesse Bradbin y a sus quejicosas clientes que le pedían estilo Luis XVI.

No echaría de menos nada de Europa. No había entablado ni una sola amistad y con Roxanna había perdido a la única amiga que tenía, al único amigo.

En la estación de Cannes, al amanecer, con las palmeras demasiado húmedas para sonar, cuando bajaban los goteantes toldos amarillos de los cafés, se despidió Hayden de Roxanna y de Solly Evans, que estaban medio dormidas y todo lo decían mecánicamente.