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La enfermera de día, que consideraba al señor Hayden Chart como un modelo de dignidad, muy edificante pero bastante deprimente, un caballero que «nunca volverá a ir tras de unas faldas después de la muerte de su esposa», quedó muy sorprendida por la energía con que le dijo: «¡Hágala pasar!», cuando le anunció a la señorita Roxanna Eldritch.

Roxanna Eldritch —Roxy— había sido amiga de Caprice, tan aficionada como ella a las reuniones donde se bebía ginebra, a practicar el deporte del esquí y el del acuaplano, pero era tres o cuatro años más joven que ella y, en verdad, una ciudadana más consciente y equilibrada. Era reportera en el Evening Telescope de Newlife y no sólo escribía las notas de sociedad describiendo las fabulosas bodas con sabor a naranja —empleando como titular «Nupciales» si el novio ganaba más de diez mil dólares al año—, sino que era capaz de desempeñar muy diversos cometidos dentro del periodismo: entrevistas con los conferenciantes notables y con caballos de asombrosa inteligencia, asistir a banquetes de ferreteros y demás peces gordos del comercio y la industria, y pedir a un alcalde que le explicase cómo era posible que se hubiera encontrado en la calle los billetes marcados que aparecieron en un cajón de su mesa.

Roxy entró como un tímido ratoncito, pero como un ratón dispuesto a ponerse a bailar en cuanto se duerma el gato. Era una pelirroja pequeñita, de ojos azules, con el cabello de un raro color cobrizo oscuro y con la piel clara y salpicada de las típicas pecas de los pelirrojos. Tenía finos tobillos y, aunque sin ser regordeta, resultaba «redondita» y apetitosa. Incluso a los viejos amigos de su padre —un comerciante en cañas de azúcar, no muy importante— les resultaba difícil mantener sus manos alejadas de ella, aunque le temían a sus burlonas risas.

A veces, vestida de franela blanca a las diez de la mañana, parecía tener veintidós años y disponerse a jugar al tenis. Otras veces, a última hora de la tarde, daba la impresión de tener veintinueve años y de estar estropeada, haber conocido demasiados hombres importantes y soportarlo, en beneficio de la Prensa y del público, sus jactancias sobre todo lo que iban a hacer en cuanto se les pusiera la suerte de cara.

Estaba parada bajo el dintel de la puerta, mirando fijamente a Hayden mientras éste se envolvía los hombros con una manta india roja y amarilla y se alisaba el cabello.

Por fin, exclamó:

—¡Qué barbaridad, si estás como un pimpollo! Nadie diría lo que has pasado. ¡Cuánto me alegro de que estés tan bien!

Su voz era cálida y cariñosa, la voz de un pájaro volando entre dos luces por las llanuras del Oeste.

—Sí, Roxy, esto va muy bien. ¡Qué estupendo que hayas venido a verme!

—¿Me puedo sentar un momento? Pues verás: la verdad es que he venido para preguntarte si prefieres cigarrillos o dulces o novelas detectivescas. Flores, estoy segura que te han traído montones.

—Tantas que casi parecía esto un velatorio. La Unión de Calefactores me ha enviado una inmensa cantidad de nomeolvides. Esas flores me daban una impresión siniestra.

—¿Cuándo podrás jugar un poquito al tenis, Hay? Yo seré tu contrincante. Por supuesto, al principio no debes moverte demasiado, y ya sabes que yo me muevo en la pista como un camión de mudanzas. Por muy débil que estés, con lo bien que juegas tú, me vencerás siempre.

Hayden pensaba cuánto se parecía Roxy a Caprice; es más, en lo esencial, era la propia Caprice, y también cualquiera de las jóvenes locas por el baile y por los cócteles que vivían en Newlife, pero luego llegó a la conclusión de que no, pues Roxanna tenía más sentido del humor, más simpatía y era más trabajadora que las Caprice que abundaban en la ciudad. Y le causó una inquietante sensación darse cuenta de que el atractivo busto de Roxanna le había hecho olvidar demasiado pronto su íntima promesa de no volver a mirar a ninguna mujer. Se le estaba borrando rápidamente la imagen, místicamente adorada, de una Caprice ideal.

Pero es posible que Roxanna no se fijase en la desazón de Hay. Estaba demasiado entusiasmada con lo que decía:

—Si vamos a jugar al tenis, tendrá que ser muy pronto, pues en cuanto me tengan listo el pasaporte y aprenda a decir cuatro palabras en inglés auténtico, ya que sólo sé hablar el inglés de los Estados Unidos…, me iré a Europa… ¡Yo sólita, sí, señor!

—¡No me digas!

—El director de mi periódico… Verás, es que el año que viene irán muchos peregrinos de aquí a Roma para el Año Santo y mi director se ha convencido de que sería una magnífica idea informar a, nuestros lectores de lo que sucede en toda Europa, no sólo en Italia. Me ha encargado una serie de artículos para el Telescope y, además, voy a escribir para otros sitios. Contaré lo que come aquella gente, cuánto duerme y per combien sale allí la vida a los americanos… ¿Acaso se dice par combien? No creas que lo he tomado con despreocupación porque me ves tan contenta. La verdad es que estoy muy asustada… Calcula, chico: podré ver los jardines ingleses, con sus espléndidas rosas, el sol de medianoche en Suecia, los cafés de París, y el Coliseo…

Fue en aquel momento, sin saberlo, cuando Hayden partió hacia Europa.

Había que hacer muchos preparativos y aguantar muchas molestias. El doctor Windelbank y su esposa lo visitaron. Era un dentista aficionado a escuchar conferencias que luego «contaba» a sus pacientes mientras los tenía inmovilizados en el sillón con la boca llena de algodones. Por su parte, la señora Windelbank charlaba incansablemente de jardinería. El matrimonio fue a decir a Hayden que también ellos se marchaban a Europa, y no precisamente en una de esas ridículas excursiones de las agencias, esos paseítos que sólo duran tres semanas. Se irían en avión y se pasarían un mes entero viéndolo todo: tres días en Venecia, dos en Florencia, tres en Roma…

Durante muchos años, los Windelbank se habían vanagloriado de sus aventuras anuales: viajes a Méjico, a Alaska y a los famosos Homes de Nueva Inglaterra, incluyendo la casa de Coolidge, y habían dado a entender a Hayden que era una especie de topo, un hombre incapaz de salir de su agujero, un pobre ser privado de imaginación.

Por fuerza tenía que pasarse en el extranjero un par de meses por lo menos para vengarse de estos estúpidos vecinos, tan amables pero tan pesados. Sin embargo, fue para él un mayor estímulo, una más eficaz invitación al viaje, la superioridad del doctor Kivi.

Este gran sacerdote de la Ultima Hora Arquitectónica acudió tan condescendiente como un duque o como un camarero, y cuando Hayden le expuso sus dudas: «¿Cree usted, maestro, que puedo aprender mucho en Europa tal como está ahora?», aquella orquídea finlandesa pareció divertirse.

Estaba acostumbrado a mantener siempre la pose del gran artista, con revuelta melena, bigotes hirsutos, una gran corbata de lazo y un extraño chaleco color canario. Era corpulento y rebosaba arenque ahumado y energía. Odiaba a sus titánicos rivales: Gropius, Frank Lloyd Wright, Neutra, Saarinen y Van der Rohe. Solía decir: «Prefiero una pandilla de carpinteros a esos farsantes que trafican con el sagrado nombre del Arte Nuevo». Miraba a Hayden después de haber pronunciado enfáticamente aquellas palabras en un inglés muy deficiente. Lo miraba, no con desprecio, sino con ese cariño con que un aficionado a los perros puede contemplar un sedoso pequinés… con tal de que no se suba en su sillón. Dijo con voz aburrida:

—¿Por qué no ir? Incluso un burgués norteamericano puede contemplar la belleza desnuda sin causarle demasiado daño, como me solía decir mi amigo Sibelius. La Belleza lo resiste todo, incluso a los turistas norteamericanos. Pero usted desconoce los tres mil años de historia, ya que nunca tuvo usted un Kinderstube, de modo que no se haga usted muchas ilusiones si quiere evitarse la desilusión y la impresión de absoluta soledad en Europa.

Luego estuvo Hayden dándole vueltas a aquello en su mente. Recordó haber oído ciertos rumores de que Kivi no era de auténtica sangre finlandesa, sino alemán, y que se llamaba Hans Schmuck. De todos modos, a Hayden le resultaba un tipo formidable. Había visto cómo vencía al campeón local de ajedrez, el cual, por llamarse Perkins, no debía ni pensar en derrotar a un maestro que olía a cerveza y a gherkins. En Denver, Hayden había oído a Kivi afirmar públicamente su fe:

—No estoy dispuesto a que mis clientes se salgan con la suya. Jamás les concederé el sitio que quieren para instalar mesas de ping-pong y mueblecitos antiguos de imitación. Antes que caer en eso, prefiero dedicarme a la agricultura o a cualquier otro oficio honrado.

Aquellas ideas habían promovido grandes polémicas entre los arquitectos de las Montañas Rocosas y su originalidad permitió a Kivi cargar varios miles de dólares más por cada casa que planeaba.

Pero las palabras desanimadoras que Kivi le había dirigido despertaron en él un terco resentimiento característico del yankee del Oeste. Reconocía que, muy probablemente, se hallaba más cerca de Kivi que del cerrado Jesse Bradbin. Se dijo a sí mismo: «¡Muy bien, me marcharé al extranjero! Por lo menos, aprenderé un idioma y me traeré mucho más del genio de Roma de lo que este fanfarrón de Kivi podría captar en toda su vida».

Todo Newlife supo con emoción que Hayden se disponía a emprender un viaje al extranjero. Él no estaba tan seguro y, sobre todo, no recordaba haber dicho a nadie que se marchaba. Pero en aquella exaltada comunidad, tan orgullosa de haber pasado de la categoría de pueblo a la de ciudad, de haberse hecho urbana y con urbanidad, cualquiera sabía mejor que su vecino lo que a éste le convenía. Y los vecinos de Hayden Chart acudieron al hospital para darle sanos consejos basados en el afecto que le tenían y en una soberana ignorancia tanto de Europa como del carácter de Hayden. En la Segunda Guerra Mundial, varios centenares de jóvenes de la localidad habían hecho las campañas de Italia y de Francia, y en la ciudad se creía generalmente, y se seguiría creyendo durante diez años más, que las condiciones de vida en Europa eran las mismas que las de una cuidad bombardeada en 1944.

—No olvides llevarte mucho jabón —le insistían—. Y cepillos de dientes y papel higiénico y aspirinas y hojas de afeitar… Además, muchas provisiones. Lo mejor que harías sería llevarte una buena cantidad de crackers y muchas latas de carne y guisantes en conserva. Y, claro está, centenares de carretes de película para tu cámara fotográfica.

—No pienso hacer fotografías en absoluto… y ni siquiera he decidido aún firmemente mi marcha —replicaba Hayden.

—¿Que… no vas… a llevar, cámara? —gritaban—. Entonces, ¿para qué demonios vas a Europa?

—Es mucho más cómodo comprar tarjetas postales. Las hay de todas clases, en negro y en color…

—Dios mío, Hay, tiemblo al pensar lo que puede ocurrir a un ingenuo como tú entre aquellos piratas. Nunca estuve en Europa personalmente, pero estoy harto de leer que incluso a París hay que llevar las sábanas aunque estés en el mejor hotel.

Con frecuencia, ya en Europa —meses después—, cuando admiraba esos maravillosos escaparates que parecen un Versalles del jabón, de los cepillos de dientes y de inconcebibles cantidades de cuchillas de afeitar, suspiraba Hayden recordando lo desconocida que era esta «frontera del salvajismo» en aquel sancta sanctorum del conservadurismo y del decoro, los Estados Unidos, aquel rancio país lleno de personas sensatas incapaces de encontrar mérito alguno a estos jóvenes bárbaros de Roma y de Londres.

Muchos de estos valiosos consejeros de la vecindad le rogaban que no se marchase.

—Y, si no puedes frenar ese impulso tan disparatado —le imploraban—, no pretendas valerte por tus propios medios. Únete a alguna expedición turística de veinte o treinta personas y ya te dirán lo que debes ver y cuándo y cómo has de verlo, los hoteles en que has de alojarte, y tendrán siempre a mano gentes de aquí a quienes visitar cuando te sientas muy solo, dondequiera que estés. ¡Por Dios, no te vayas solo; mira que te expones a caer en manos de los nativos! ¡Qué horror!

El jefe de estos ángeles guardianes era Jesse Bradbin.

—No te niego que el Viejo Continente estuviera bien hace muchos años, pero ahora le damos cien mil vueltas los Estados Unidos. No sólo somos superiores a los europeos en la Banca y en la Universidad y en el negocio de Coca-Cola y similares, sino que hasta en arquitectura, en música y en novelas los hemos dejado así de pequeñitos. ¡Cómo se puede comparar! Cualquier chico europeo que quiera destacar en una rama del arte se ve obligado a venir a los Estados Unidos… con el sombrero en la mano. Pero, además, sabes muy bien que tú y yo somos iguales en esto: ninguno de los dos se deja llevar por ésas manías artísticas. ¿Comprendes lo que quiero decir? Sabemos que el arte es un modo como otro cualquiera de ganarse la vida, y de ganársela en grande. Exactamente igual que el comercio de ultramarinos. No, no, Hay; debes recordar tu sensatez y no hacer locuras. Puedes descansar lo que quieras, por ejemplo, en Florida, jugando al golf un par de semanitas y luego volverte a tu trabajo, que es lo bueno y lo seguro. Ya me agradecerás algún día lo que he hecho para quitarte de la cabeza estas tonterías estudiantiles de conocer la vieja Europa. ¡Sí, señor, me lo agradecerás en el alma!

A Hayden le sacaba de quicio que Bradbin, después de haberlo tratado durante treinta y cinco años, exactamente desde el día en que él había aparecido en este mundo tan ingrato, no le conociese en absoluto y, sin embargo, se atreviese a explicar a los demás cómo era Hayden Chart. Pensó que si, efectivamente, se parecía a Bradbin en que trabajaba bastante y pagaba sus facturas el día dos de cada mes, en lo demás se parecía a él muchísimo menos que a cualquiera de esas chicas seudopintoras, desastradas y de cabellos sucios, cuyas únicas obras completas eran los círculos dibujados con saliva en los mármoles de los cafés de cargada atmósfera.

Suspiró, preguntándose: «Y, Caprice, ¿me conocía acaso mejor? ¿Me conoce alguien de esta ciudad, excepto quizá Roxy Eldritch? Creen que soy un hombre de negocios de ideas muy conservadoras en todo, un tipo contento de sí mismo y de la vida que le rodea, un hombre hogareño y feliz. Y lo cierto es que soy un vagabundo que sólo aspira a ver nuevas ciudades y aprender a leer a Platón en griego. ¡O, por lo menos, eso creo ser!».

«¿Me conozco a mí mismo mejor que ellos me conocen a mí? Tengo forzosamente que alejarme de todos los que están habituados a la forma de mi nariz y al importe de mi cuenta corriente, hallar un mundo donde nunca haya visto a nadie, y así encontraré a alguien que sepa de verdad cómo soy yo… y me lo diga, porque me interesa muchísimo enterarme».

«Lo que deseo no es tanto viajar por determinadas tierras registradas por la geografía como viajar dentro de mí mismo. Seguramente, me asombrará lo que descubra en mi interior. Es muy posible que, en definitiva, no sea yo el dueño de mi destino y el capitán de mi alma, como he venido creyendo. Quizá el que manda en mí sea un sádico y yo no sea más que un pobre grumete asustado. ¡Muy bien! La verdad, por muy cruda que sea, no será peor que este sensato y cívico joven señor Chart con el que se puede contar para cualquier suscripción benéfica».

Tenía el propósito de llevarse al extranjero algo mucho más importante que sus zapatillas plegables o unas latas de carne. De acuerdo con la Doctrina de la Juventud Recuperada que él había inventado para su uso particular, Hayden llevaría consigo un joven desafiante capaz de quemar su casa, destruir su ciudad y así encontrarse absolutamente libre para conocer este inmenso mundo.

En sus días universitarios, el arte de la lectura había dado a Hayden la perspectiva de un universo más rico, pero, como la mayoría de sus compañeros de estudios trece años más tarde, tendía a considerar los libros como una manera discreta de llenar las horas de espera entre las de oficina y las dedicadas a jugar al bridge. Sin embargo, Hayden había obtenido algún provecho de sus lecturas: siguió la obra de Hemingway, Steinbeck y Willa Cather, leyó libros de historia, sobre todo de la historia norteamericana a partir de 1776, según Van Doren, De Voto, Durant, Holbrook, eruditos con una visión moderna de la cultura, pues no han creído que la finalidad de la ciencia historiográfica sea atiborrar los cerebros con datos fríos, sino alimentar culturalmente a unos seres humanos.

Jesse Bradbin leía sólo una revista de arquitectura que pontificaba sobre los aspectos económicos de la profesión; y en los diarios se tragaba todos los procesos criminales y los partes meteorológicos. Jesse estaba en condiciones —y lo hacía con gran frecuencia sin que nadie se lo pidiera— de informar sobre la temperatura que hizo ayer en Abilene, Texas o Butte —Montana— y Trenton, en Nueva Jersey, así como la cantidad relativa de nieve caída en el lago del Diablo, de Dakota del Norte, en las mismas fechas de los años 1944, 1934, 1924 y 1870. Caprice sólo había leído las secciones de alta sociedad, de modas y de sucesos. Tanto Jesse como Caprice consideraban a Hayden como un sabio de la altura de Francis Bacon y él mismo se había dejado sugestionar por esta opinión hasta creerse un hombre excesivamente culto e intelectual. Pero ahora se daba cuenta, con creciente horror, de que su ignorancia era inconmensurable.

«Vamos a remediar esto, Chart, en cuanto emprendamos el viaje, y ya veremos quién es este personajillo presumido y si, con su juventud milagrosamente recobrada, merece ser salvado».

Se lanzó a leer como un desesperado. Fue una verdadera orgía literaria. La mayoría de aquellos libros se los prestaba su amigo el bibliotecario de la ciudad: obras de Walter Pater, Jacob Burckhardt, Thompson y Johnson —Introducción a la Europa Medieval—, así como las buenas guías y las enseñanzas de esa eminencia gris del turismo, Herr Baedeker. Como consecuencia de estas lecturas, Europa no se le aparecía ya como un informe montón de piedras roídas por los siglos y con fechas grabadas, sino como una gigantesca cúpula resonando con los más dulces cánticos sólo quebrados por los gritos de los jóvenes guerreros. Antes de abandonar definitivamente el hospital, le permitieron conducir de nuevo un automóvil en breves paseos para que se fuera acostumbrando. Evitaba pasar por su casa, pero formó parte de la pandilla de amigos que despidió a Roxanna cuando marchó para Nueva York, donde embarcaría rumbo a Europa.

Roxanna vestía un amplio abrigo color gris-ratón y llevaba en los brazos un gran ramo de rosas rojas, y ella misma parecía una rosa, de tan colorada como estaba con la emoción. Era como una rosada misionera americana que partía para iluminar un poco a la desgraciada y tétrica Europa. Se despidió de ellos desde una ventanilla del tren agitando un brazo y luego rompió a llorar. Ya no era la audaz periodista, sino una chiquilla cariñosa.

Lo que había soñado en el hospital le parecía ahora a Hayden la única realidad; y la auténtica realidad le resultaba una molesta pesadilla cuando, abriendo la blanca puerta principal de su casa, entró en el vestíbulo, cuyas paredes estaban empapeladas con motivos pictóricos que representaban a damas y caballeros del siglo pasado montados en lindas victorias. Contempló el cuarto de estar: las sillas forradas de chintz, la alta chimenea blanca, y los colores rubí, esmeralda y albaricoque de las botellas que formaban una pirámide detrás de su mueble-bar de caoba.

También se detuvo a mirar el dormitorio: la chaise-longue, el papel de las paredes que imitaba tapicería, la mesa-escritorio negra y plata… Aunque todo esto lo había dispuesto él, le parecía ahora un absurdo sueño de lujo, un inútil derroche y, en definitiva, una vulgaridad.

La casa estaba como muerta al faltarle los chillidos de Caprice, sus carrerillas continuas, sus rápidas subidas y bajadas por las escaleras y sus súbitos telefonazos que se convertían en charlas de horas enteras.

Hayden se deshizo de la ropa de Caprice y de sus pequeños tesoros —tan poquita cosa—: su joyero plateado, la escribanía de ónice, sus fuertes botas de esquí, los trajes de baño tan livianos que ella adoraba… Desprenderse de todo esto era como de un sueño en el cual había sido él un ciudadano importante, siempre ocupado, bien dormido, bien bebido y comido, un hombre que lo había poseído todo excepto amigos y felicidad y una razón para vivir: un sueño, una fábula, una caricatura de grandeza.

Su primer despertar de este sueño fue cuando se encontró a sí mismo telefoneando a una agencia de viajes para preguntar detalles sobre el viaje en barco a Inglaterra, y volvió a despertarse cuando se halló en la cubierta de un trasatlántico, en octubre, mirando desde allí arriba, un poco extrañado, a los compañeros de estudios que habían ido a despedirlo. Trató de recordar a dónde iba y por qué había emprendido aquel viaje.