Sentía que le volvían las fuerzas como una marea lenta e infalible y ese flujo de vida, esa misteriosa labor de la Naturaleza le iba reparando los brazos rotos y el cráneo contusionado, aunque todavía no pudiese restaurarle su firmeza mental. Por ello, se martirizaba pensando que había matado a su indefensa criatura, Caprice, y que al matarla había perdido todo derecho a amar.
Entre nieblas, deseaba salir de todo aquello, librarse de las cacareantes enfermeras y las miradas de búho que le asestaba el doctor Crittenham, y no comer más huevos revueltos ni tostadas frías. Deseaba entonces trabajar de nuevo, que lo tuvieran en cuenta como parte integrante del mundo dinámico y alegre que hace algo útil todos los días. Pero confusamente le iba naciendo la convicción de que tardaría mucho tiempo en poder soportar de nuevo a sus pesadas clientes: mujeres acaudaladas que exigían cuartos de baño recubiertos de extraños azulejos, una cocina complicadísima, un enorme cuarto de estar e innumerables armarios empotrados y de cedro, todo ello por el precio de un bungalow de cuatro habitaciones.
Tan indignado como si aún se hallase en su despacho discutiendo con ellas, recordaba la mezquina y tramposa decisión de que no las engañen, característica de aquellas mujeres que nunca habían hecho un negocio: aquellos labios apretados, aquel olor a claveles marchitos y, sobre todo, los chillidos inaguantables: «¡Permítame que le diga: siempre creí que los arquitectos tenían el deber de ayudar a la gente en vez de intentar robarla!».
Recordó a varias familias de clientes: el Marido un poco atrás, nervioso, esperando a que la Esposa no le metiera en excesivos gastos. El Marido se contentaba con algo así como una tumba doméstica hecha con unos bloques de cemento o con una choza al estilo de las de Samoa. Se contentaba con cualquier cosilla con tal de que tuviera una buena calefacción, pero la Chica insistía en que tuviera un buen salón para dar bailes, y al Chico se le ocurrían sin cesar nuevas ideas: una alacena para guardar los esquíes, una bolera, una piscina, y ya que estaban en ello, ¿por qué no construir un garaje para cuatro coches en vez del que habían pensado, que era sólo para dos?
«¡No podría soportarlo otra vez! ¡Ahora comprendo lo que piensa el médico cuando me quejo de las inyecciones y de la comida que me dan aquí!».
Tampoco se atrevía a padecer de nuevo las exigencias de los sindicatos, ni la informalidad de los contratistas, ni las demoras en los préstamos bancarios, ni —sobre todo— la ociosidad de su ocio, que era, paradójicamente, una ociosidad violentamente activa.
Jesse estaba siempre protestando de los sueldos de los delineantes, del tiempo que se desperdiciaba en las dos inspecciones diarias a las obras; procuraba meterse en todos los nuevos asuntos que se emprendían en la ciudad en el ramo de la construcción; y repetía todo lo que decía, dándole cada vez más énfasis —aunque no tuviese nada más importante que comunicar que la inminencia de la lluvia— con un tono tan engolado que parecía estar revelando un mensaje recién recibido del cielo.
En las pausas de sus atronadoras alocuciones, Jesse introducía siempre el estribillo: «¿Se da usted cuenta de lo que quiero decir?». Por ejemplo: «Es completamente seguro que hará un otoño frío, ¿comprende usted lo que quiero decir? ¡Un otoño frío!».
La vida de Hayden podía haber rebosado de nobles emociones. Podía haber cultivado sus sentidos; por lo menos, los poetas aseguran que la vida está llena de misteriosas satisfacciones. ¿No era pues un asco? tenerse que pasar este breve soplo que es la vida escuchándole a un tonto sus incesantes: «¿Te das cuenta de lo que quiero decir?». Cada vez que a Hayden se le ocurría un tipo de almacén que no pareciese una cárcel, protestaba Jesse airadamente: «No puedo con vosotros, los artistas bohemios. ¡Yo soy un hombre con una visión práctica de la vida!».
Era doloroso que, mientras Jesse lo consideraba como una especie de anarquista de la arquitectura, el Modernista, Funcionalista e Imposibilista local, el señor Kivi, procedente de Finlandia —el doctor Kivi—, tenía la siguiente opinión de Hayden: «Personalmente, es una magnífica persona, pero es una lástima que, como arquitecto, no pase de ser otro de esos anticuados sastres arquitectónicos que les hacen a los burgueses los trajes que éstos creen desear, porque, en verdad, nunca saben lo que quieren».
«Necesito apartarme un año de todo esto —pensaba Hayden—, y voy a tomarme ese año de vacaciones para ver si puedo hacer algo más interesante que recibir improperios de Jesse, por un lado, y de Kivi, por otro. Me gustaría convertirme en un ser humano capaz de respetarse a sí mismo e incluso me gustaría aprender a leer».
De sobra podía permitirse ese año de asueto. La construcción de un mercado en el que llevaba una parte, le rendía lo bastante para sostenerse a flote, aunque sin excesos. Volvía a echar de menos, como lo hizo mientras estaba aherrojado en el coche, toda la cultura que no había podido adquirir. Desde luego, si se comparaba con Jesse Bradbin, Hayden resultaba una enciclopedia viva; pero, desentendiéndose de la enfermera que intentaba reproducirle un sketch que había oído por la radio, iba haciendo mentalmente una lista de las cosas fundamentales que ignoraba.
Nada sabía de la arquitectura bizantina, ni de la egipcia, ni de la china, ni tampoco de la hindú. No hablaba ningún idioma extranjero. ¿Cómo podía llamarse culta una persona sin hablar francés y alemán, además, por supuesto, del español y el italiano? Sus nociones de música y pintura eran de lo más superficial; no había leído absolutamente nada de Dante ni de Goethe, y a Shakespeare sólo le conocía a través de los dramas y comedias que le habían administrado a cucharadas en la Universidad; de química y de astronomía estaba completamente limpio; y en cuanto a la historia anterior a 1776 sólo sabía con certeza que había habido iglesias góticas y renacentistas, y que América la descubrieron, de vez en cuando, unas pandillas de escandinavos y luego un caballero llamado Cristóbal Colón, el cual se había entrenado para tan dura tarea a fuerza de poner huevos en pie.
Siempre había creído Hayden que tenía derecho a ser considerado como un hombre civilizado. Pero estaba pensando ahora que más bien era un hombre de las cavernas, un caníbal que desconocía incluso la manera de cazar y cocinar adecuadamente unos buenos ejemplares humanos. Había creído, sintiéndose orgulloso de ello —con gran indignación de Caprice—, que una de sus virtudes era acostarse a las nueve y media en vez de irse por ahí a perder el tiempo en reuniones de sociedad. Le parecía una hazaña pasarse durmiendo diez horas diarias. Ahora, en cambio, estaba seguro de haber desperdiciado lamentablemente tres horas diarias de una vida demasiado breve, pasándoselas roncando como un cerdo.
¿Podría recuperar el tiempo perdido?
Por lo pronto, tenía que ver bien Europa, que es la madre de la mayoría de los norteamericanos como lo es de las razas mongólicas, caldeas, sarracenas o eslavas, que se llaman a sí mismas europeas. Lo único que había hecho Hayden hasta entonces en este sentido fue un viaje a Inglaterra con dos compañeros de estudios. Estuvieron allí un mes. Las catedrales inglesas le decidieron, por su gran belleza, a hacerse arquitecto, como su padre. Cuando se disponía a pasar al Continente, tuvo que regresar a los Estados Unidos por la enfermedad de su madre. Ingresó en la Escuela de Arquitectura de Nueva York y allí terminaron sus veleidades europeas.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Hayden llegó a tener la graduación de mayor, pero no le dejaron salir de los Estados Unidos, donde se pasó todo el tiempo que duró la guerra construyendo barracones y almacenes para el Ejército. Kilómetros y kilómetros de barracones y almacenes. Antes había diseñado los planos de bancos, iglesias, edificios comerciales, hasta acabar especializándose en la construcción de «casas de precio módico», aunque de vez en cuando edificase alguna mansión señorial, de estilo español, para algún ricachón, o un hospital como éste en que ahora estaba inmovilizado.
Le gustaban Litchfield, Sharon, Williamsburg; prefería el estilo georgiano y tenía sus teorías sobre la posibilidad de implantar un estilo arquitectónico verdaderamente norteamericano. Los más avanzados, como Kivi, lo consideraban un vulgar ganapán de la arquitectura, y a él, por su parte, le reventaban los tétricos bloques de cemento que colocaban los modernos con toda desfachatez, sus gallineros encristalados, sus arañas arquitectónicas y sus demás audacias incomprensibles.
Sin embargo, ahora le atenazaba el deseo de renunciar a sus sólidas ideas americanas, a sus ladrillos y su madera, y vivir entre las viejas piedras de los dioses paganos europeos.
A fuerza de desanimarse y de ansiar una salvación, acabó creando para su uso particular una filosofía de la esperanza a la que llamó la Doctrina de la Juventud Recuperada.
Reflexionó sobre ello durante las horas de inmovilidad e insomnio, cuando sé despertaba a las tres de la madrugada y no podía volverse a dormir hasta después de haber desayunado.
Le llegaban los ridículos ruidos de la alta noche: un policía paseando por la calle, la estropajosa canción de un borracho, el alarido de una ambulancia, un llanto de mujer y, por último, los clic-clac-clic de los cubos metálicos de la basura. Se pasaba horas enteras mirando al techo. Lamentaba haber hecho un hospital tan limpio e higiénico en vez de crear una orgía decorativa al estilo de la Alhambra para que así pudieran entretenerse los pobres enfermos durante las horas grises. Hayden suspiraba con gran frecuencia al pensar en lo mucho que había dejado de aprender hasta que, no sabía de dónde, descendió sobre él la absoluta certeza de que toda ésa sabiduría no se le había pasado, sino que estaba aún delante de él. Sólo tenía que hacer una cosa: adelantarse hasta alcanzarla.
La Doctrina de la Juventud Recuperada, recién creada por él, le prohibía perder tiempo en baldías lamentaciones sobre lo no realizado hasta entonces y le impulsaba a concentrarse sobre lo que podía hacer en un futuro que ya tenía a mano.
No debía detenerse morbosamente en revivir el tiempo de quince años atrás, cuando tenía veinte y era crédulo y entusiasta, cuando le sobraban fuerzas y ganas para cantar, bailar, pasearse y cultivar el amor físico. Lo que debía hacer era mirar fijamente a un punto situado quince años adelante, cuando tuviera cincuenta… y ¡qué buena edad ésa, qué edad tan madura, competente y sensata, pero en la que podría comer, reír y amar físicamente lo mismo que antes! Si comparaba su edad actual con sus cincuenta años, se encontraba muy joven. Era, efectivamente, como si hubiera recobrado la juventud. ¡Ah, qué maravilla de vida la que le esperaba en los quince años venideros y luego, por si fuera poco, otros veinticinco años probables! Iba a disfrutar de ese inmenso mundo que estaba ahí, desde siempre, esperándole.
Ya permitían a sus amistades que lo visitaran, y lo más extraño de su rápida convalecencia era que no le apetecía ver a muchos de sus amigos. Le fastidiaba el pasado que estos compañeros de aburrimiento se complacían en evocarle creyendo distraerle, convencidos de que a Hayden le chiflaría enterarse de lo que le había pasado al pobrecillo de Bill Smith, el célebre «pescador» y acreditado borracho, y que disfrutaría lo indecible sabiendo los últimos chismes del Bison Park Country Club.
Se había dado por cierto —y él era el primero que lo estuvo dando por descontado durante mucho tiempo— que Hayden era un hombre gregario, aficionado a que una docena de personas le gritase en una pequeña habitación, ya que esto era lo normal para un hombre de negocios o para cualquier profesional en Newlife. Pero ya había descubierto que todo esto se lo habían impuesto y que le agradaba mucho más refugiarse en el silencio que reírse de la última historieta sucia.
Sin embargo, no se atrevía aún a revelarles a los demás esa traición al espíritu estadounidense, que no tolera excepciones y quiere achatarlo todo al mismo nivel. Procuró mostrarse lo más agradecido posible a todos aquellos hombres tan amables que, sin importarles perder parte de ese tiempo que es dinero, se daban «una vueltecita por aquí para ver al pobrecillo Hay y animarlo», aquellos simpaticones que le gritaban: «¡Vaya, vaya, vaya! Tienes una cara estupenda, se ve que estás poniéndote bien a pasos agigantados, de modo que ahora cuídate y no hagas locuras, para no recaer, y dime si necesitas algo. No lo dudes ni un momento, sabes que aquí tienes un amigo». Todo esto a grito limpio y, si podían, dándole manotazos en los brazos, en los hombros, en la espalda.
Todos ellos se habrían quedado petrificados e incluso la Virtud Cívica de Newlife se habría conmovido en sus cimientos, si Hayden hubiera respondido: «¡Claro que sí, amigos míos, claro que podéis hacer algo por mí: marchaos y no volváis a poner aquí los pies!».
Lo peor de estas visitas era cuando, a la mitad de una frase, se quedaban callados —con un tacto contraproducente— y era evidente que procuraban evitar toda referencia a Caprice, una referencia que hubiera sido normal. Aunque quizás fuera aún más desagradable lo que hacían algunos, que alababan desmesurada y grotescamente a Caprice. Hayden comprendía que la razón principal de que estuviera deseando que todo el mundo olvidase a Caprice era que él anhelaba retener en su alma la más pura imagen de su persona. Quería imaginársela como él la había deseado y no como efectivamente había sido. Había edificado un íntimo claustro en torno a esa imagen y le irritaba que los paganos pisaran este lugar sagrado.
Sentíase mareado allí sentado en la cama, envuelto en la bata, mientras Jesse Bradbin, moviéndose sin cesar en la silla, le tendía su vaso de whisky vociferando: «¡Hala, toma un buen trago! Ya sé que tu médico se pondría furioso si se enterase, pero ya es hora de que hagas la vida normal y te dejes de pamplinas —¿te das cuenta de lo que quiero decir?—, que vuelvas a ser el de antes y te diviertas un poquitín —¿comprendes lo que quiero decir?».
—No, hombre, gracias… Escucha, Jesse, me gustaría darme una vuelta por ahí, pasarme algún tiempo de vacaciones cuando salga del hospital.
—Pero ¿cuál es exactamente tu plan?
—Podría irme a California. Tomaría el sol, que me vendría muy bien, y leería. Ando muy retrasado de lecturas.
—Bueno, creo que un mes de vacaciones no te vendría mal, aunque, desde luego, es un trastorno…
—No sería un mes sino, por lo menos, un año…
—Un… ¿un año? ¡Pero, hombre, por Dios! Veo que el accidente te ha quitado el poco sentido común que tenías —¿comprendes lo que quiero decir?— y que estás más loco que una cabra. ¿Un año? ¿Con el montón de contratos nuevos que tenemos?
—Te encontraré un buen sustituto.
—Aunque me encontraras a Cass Gilbert en persona, y a treinta dólares por semana, no traicionaría yo mi deber para contigo como socio y como amigo, como paisano… ¿Te das cuenta de lo que quiero decir…? En fin, que mi deber es decirte cuál es tu obligación. He adquirido una responsabilidad moral para contigo al faltar Caprice. Debo evitar que hagas locuras. He de inculcarte el sentido de la responsabilidad, de los deberes cívicos, de tus obligaciones profesionales… La manera más segura de que olvides a tu pobre mujer es que trabajes con más afán que nunca. Verás qué bien te sienta trabajar a todo meter y dejar de recocerte con tanto pensar. Es malo que pienses tanto. Pensar, ¡qué locura! Tienes que volver a la brecha como un valiente, rehacer tu vida. Te asombrará lo bien que lo vas a pasar —¿te das cuenta de lo que quiero decir?—, porque tú siempre estabas encantado charlando con las señoras clientes, visitándolas, discutiendo y riéndote con ellas… ¡Menudo sinvergonzón! ¡Si te conoceré yo!
—Tengo que dormir un poco. Estoy cansado —murmuró Hayden con voz apagada.
Pero la arenga de aquel espíritu misionero, aquel enérgico hombre de negocios, el señor Bradbin, no había dejado de ejercer alguna influencia moral sobre él. Hayden pensó: «Volver ahora a la oficina sería el peor castigo que podría imponerme a mí mismo y quizá deba hacerlo para purgar mi culpa. He matado a Caprice y debo pagarlo de un modo o de otro. ¡La pobre sólo quería danzar al sol! La asesiné y se ha vengado atándome a ella más que nunca».
«No volveré a mirar a otra mujer en toda mi vida. No seré ya aquel romántico trovador, en un jeep adornado con cintas, como me veía a mí mismo cuando soñaba que me destinasen a la Provenza. Desde luego, lo mejor que puedo hacer es volver a la oficina y vender áticos a todo el mundo. El sufrimiento me ha hecho prosaico. Soy un hombre acabado. Si por lo menos tuviese ahora, otra vez, veinte años y estuviera fuerte y no me sintiera acobardado…».